La tormenta – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «página en blanco». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 30 de enero!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Se desata la tormenta al recitar en una sala repleta,

repleta de almas que aplauden a poetas,

poetas que declaman y recitando intentan,

intentan que llegue la calma,

calma que al final llega,

llega a un público generoso,

generoso que rompe en aplausos,

aplausos que apaciguan ánimas,

ánimas que volaron al compás de una trompeta,

trompeta que suena tras una saeta,

saeta que todos cantan en una sala repleta,

repleta de vida y ganas de recital,

recital que acaba con fotos,

fotos que acaban con vítores

y vítores que componen orquestas.

Fin.

SUSANA NÉRIDA

Me gusta estar bajo la lluvia y sentir el viento,

me dijeron: cúbrete, es malo, en algún momento;

tan fan de la naturaleza

y su magnánima belleza.

Cuando llega la tormenta,

limpia los corazones y los contempla;

ven a sanar mis heridas y cicatrices,

de seguro ya las conoces.

A veces ruge y llora las penas,

que nos corren por las venas,

da paso al arcoiris,

que con nuevos ojos descubrís.

Las soluciones a mi pasado he elucubrado,

gracias a tu fugaz intensidad,

has abordado mi pasado,

con toda tu profundidad.

Pronto el Sol saldrá,

dejarás de ser mi consejero,

un nuevo día vendrá,

como ves ya no me altero.

Es la tormenta de mi mente,

ésta es potente y candente,

trae una esperanza muy potente,

que antes estaba ausente.

RAQUEL LÓPEZ

Nubes que amenazan la furia,

descargando por el cielo aciago

la luz blanca nocturna

del manto estrellado.

Destellos de luz convertidos en fuego

brutal tormenta,

que el diablo

así alimenta.

Oquedad del silencio de mi alma

que en la oscuridad resuena,

quizás tras la tormenta llegue la calma

y la noche quede serena.

Ya no escucho los cánticos del cielo

el rugir de los relámpagos ya no destella

las nubes se esfuman con el viento,

y el bramar de la tormenta ya se aleja.

DAVID MERLÁN

EL REFUGIO TERAPÉUTICO.

El viento soplaba con fuerza en el oscuro y grisáceo atardecer. Amenazaba tormenta. Juan observaba el paisaje desde la ventana de la cabaña que le había recomendado su terapeuta: «Ve a la cabaña que tienes en el bosque, es perfecto como refugio donde podrás escuchar tu voz interior y ordenar las ideas para tu próximo Best Seller», le había dicho. Pero lo que no le advirtió era que, en ese aislado y apartado lugar, las voces serían mucho más intensas y frecuentes.

La cabaña había sido construida por su bisabuela a orillas de una ladera que iba a morir a un lago que ese día presentaba aguas turbias. Dentro, sus suelos y paredes ya deterioradas por el paso del tiempo, crujían y su techo goteaba con la lluvia intermitente que comenzaba a filtrase. Es como si la cabaña tuviese vida propia y estuviera respirando. El lugar, aunque mil veces frecuentado en visitas familiares a lo largo de sus cincuenta años, lo sentía extraño aquella vez, pero no solo porque estuviera alejado de la civilización, sino porque daba la sensación de que en ese apartado lugar hubiese algo más. Era como si la cabaña misma hubiera absorbido los recuerdos del pasado y eso, le provocaba desazón.

Martín, su terapeuta, le había aconsejado que se aislase y que intentara aclarar y poner en orden sus ideas. Tras escuchar durante semanas de terapia a Juan, le había sugerido que se retirara a un espacio donde pudiera confrontar su propia oscuridad, pero que al mismo tiempo se sintiera seguro. Por eso Juan creyó que la cabaña cumplía el requisito y había aceptado la sugerencia de su médico.

«Tu escritura se ha estancado, Juan. Necesitas conocer la raíz de tu bloqueo, tus miedos, tus deseos».

Las palabras del terapeuta retumbaban machaconamente en su cabeza como una sentencia, pero no podía ignorarlas. Llevaba meses luchando contra su propia mente, buscando escapar de las sombras que se alzaban a su alrededor. Estaba claro que no solo lo amenazaba una tormenta en el exterior de la cabaña, sino otra interior más virulenta que se vislumbraba en lo más profundo de su horizonte mental.

«Es solo un descanso», se había repetído Juan mientras caminaba por el sendero que le había llevado a la cabaña. «Un respiro para encontrar algo nuevo.» pensó.

La primera noche en la cabaña transcurrió en relativa calma. Sin demasiados sobresaltos. La tormenta, aún sin llegar a disiparse, había ido cesando en intensidad dando paso a una pequeña tregua que Juan agradecia. Bastante tenía ya con su propia tormenta. Se sentó frente a la chimenea, con su máquina de escribir y unas hojas en blanco. Se quedó ensimismado mirando el fuego que crepitaba suavemente anunciando que pronto debería de alimentarlo si no quería que la temperatura del salón bajase demasiado. Tras unos instantes reaccionó para darse cuenta que la página seguía vacía, lo mismo que su mente. No importaba cuánto lo intentara, las palabras no fluían.

Cuando la madrugada ya se había adueñedo por completo del lugar, la tormenta se recrudeció. Entonces, experimentó algo que no había sentido en todas las horas que llevaba allí. De repente, algo se materializó frente a él: una figura alta y sombría, con el rostro cubierto. Juan dio un paso atrás, asustado, pero la figura no avanzó. En lugar de eso, sus labios parecían moverse, pero no se oía sonido alguno. Juan frunció el ceño, confundido y con las pulsaciones disparadas. La figura levantó su mano izquierda y apuntó al lado opuesto, donde, por un breve momento, el reflejo del lago apareció en el vidrio. Algo se movía en sus turbulentas aguas, pero no era un pez ni un animal. Era él, reflejado, pero en una versión más joven, más angustiada.

“¿Qué estás buscando?” le preguntó la figura mientras su voz vibraba en el aire.

Juan sintió una extraña opresión en el pecho y en su cabeza, como si la cabaña misma lo estuviera envolviendo. La visión desapareció tan rápido como había llegado, pero dejó un eco en su mente, un vacío que lo sintió físico. Desconcertado y achacando lo que acababa de suceder a su estado de ansiedad de aquellos meses, se levantó y decidió que era hora de irse a descansar.

Esa noche tuvo varias pesadillas, pero nada fuera de lo normal. Sin embargo, a lo largo de los días sucesivos, las alucinaciones conscientes se intensificaron. No solo veía figuras misteriosas, sino que el propio espacio de la cabaña parecía mutar a su alrededor. Las paredes se alargaban, la luz se desvanecía de manera errática, y el pasillos de madera que conducía hacia las habitaciones, crujía aún más a su paso. La cabaña no era simplemente un lugar físico, sino el reflejo de su mente, la manifestación tangible de sus miedos y deseos más ocultos.

En su quinta noche, acompañado de una nueva tormenta que azotaba con fuerza el exterior de la cabaña, la siniestra figura volvió, esta vez con una voz que resonó profundamente en su alma:

“¿Te atreverás a escribir ahora?”

El sonido era penetrante. La máquina de escribir parecía latir por sí sola, y las teclas caían como golpes de martillo. En un impulso descontrolado, Juan comenzó a acelerar en sus pulsaciones, sin pensar, sin miedo a la censura de su editor. Las palabras fluían de su mente, desbordándose en la páginas. Tras el primer impulso creativo, se detuvo y releyó lo escrito. Se dio cuenta de algo que le impactó de forma brutal: las palabras que se le acababan de pasar por la mente no eran las que quedaban plasmadas en las hojas, sino que eran las historias que había enterrado en su mente, los fragmentos de su pasado a los que nunca había querido enfrentarse: Su divorcio; la muerte prematura de su amigo Pedro y su primer fracaso profesional entre otras.

Aterrado antes aquellas claras palabras, la ansiedad tomó el mando de la situación. Se levantó, decidido a salir. Quería huir de la cabaña por cualquier medio por todo lo que le había mostrado aquella maquina de escribir infernal, pero al intentar abrir la puerta, se encontró con otra imagen: su propio rostro, reflejado en la madera, distorsionado y lleno de angustia.

«¿Qué quieres de mí?» gritó, sintiendo una opresion insoportable en su pecho.

Pero esa vez la voz que respondió, la voz que escuchó, ya no era la de la figura sombría, sino la de su terapeuta, Martín. «Querer, Juan, es solo el principio. El miedo no es el enemigo; es la puerta a lo que puedes ser.»

Juan se echó hacia atrás y tropezó con la mesita auxiliar de la entrada lo que hizo que perdiera el equilibrio, cayera de forma descontrolada y se golpeara en la cabeza perdiendo el conocimiento.

Pasaron las horas hasta que el sol del amancer finalmente rompió la oscuridad de la cabaña. Lo que había comenzado como una huida se había convertido en una confrontación con su yo más atormentado.

Se desperezó y se levantó del suelo. En ese momento, entendió lo que debía hacer: enfrentarse a su propio miedo, la raíz de su bloqueo creativo, no como algo a evitar, sino como una herramienta para encontrarse a si mismo.

Pasaron un par de días más relativamente tranquilos hasta que el último día en la cabaña, cuando salió al amanecer, el paisaje parecía haber cambiado. El lago ahora con sus aguas limpias y cristalinas reflejaba el cielo sin nubes, y el aire fresco lo envolvía todo. Bajó con cuidado el desnivel que le separaba y se sentó en el borde del agua, sacó su cuaderno y escribió:

«Los miedos no son muros imposibles de flanquear, sino ventanas. Puedo ver a través de ellos.»

Un día después, Juan entraba en la ciudad por su avenida principal con una renovada sensación de paz. La escritura ya no le parecía un deber sino una oportunidad. En la cabaña familiar, entre sombras y visiones, había conseguido encontrar la luz que necesitaba para seguir adelante.

FÉLIX MELÉNDEZ

En la tempestad

tormentosa de tus ojos,

las lágrimas se movían,

la vida se iba,

se escapaba.

flotaban cual perlas

balsa que unos párpados

caídos retenían.

El brillo de los rayos

Iluminando tus sentimientos,

apagándose lentos,

muy lentos,

centellas de fuego

el viento llevaba.

El aire mojado

de tus pestañas rizadas,

arcoiris de otros tiempos,

señales cautivas tras sí,

de un corazón herido dejaba.

La tormenta, la vida.

¿Dónde irá?

¿Dónde descansarán

las lágrimas de tu

tormenta apaciguada,

mar en calma

perdida la mirada?

Cuando hablabas

entre susurros mi alma.

¿Dónde las lágrimas?

Que en la tierra empapada

se han caído.

A la hora del alba.

Sembrando otra vida.

Dime:

brillo de los ojos.

¿Dónde se marcharon

los suspiros y tú luz.

¡Que a mí me cegaban!

Ahora que todo

está en calma.

Que no hay tormenta

ni ruidos.

El lago sigiloso

de tus ojos profundos

se ha vuelto oscuro.

Dime:

tormenta.

¿Dónde te has llevado

el alma?

Que yo estoy de más

en este mundo,

sin su mirada clara.

Y estoy dispuesto

a buscarla.

ANA MARÍA BA

¿Y tú qué crees que el tiempo se pierde

entre estrellas y barcos abandonados?

No es el cuerpo, sino el alma

que vive infinitamente.

No hay enfado, ni tristeza

sino realidad cruel

que corre entre tantos Universos,

que llora, eternamente se apaga.

Es una realidad desalmada,

se desarrolla entre lágrimas,

nos hemos olvidado nuestro sitio,

¿es el tiempo tan ilusorio?

¿Y ésta tormenta tan negra

que rodea nuestra alma?

está llena de contradicciones,

de olvidar y reevaluar.

Vivimos tantas tormentas,

una mezcla de sentimientos y vivencias

hasta que nuestros pesos pesados

se dirigen hacía el Edén.

ARMANDO BARCELONA

DE CRUCERO POR EL TIGRIS.

Querida Amelia:

Ya lo sé, no tengo perdón, ni una letra en mes y medio; lo siento, mi amor, pero no sabes el lío que llevo. Resulta que en la colocación han hecho ajuste de plantilla, porque dicen que no les salen las cuentas, y me han puesto en la puta calle. ¿Te lo puedes creer?

Menos mal que, por medio del padre de Joshua, que aquí es el puto amo, me ha salido otro curro en el MAMON, Ministerio de Actividades para Mayores, de Ocio y Naturaleza, algo como el IMSERSO vuestro, pero a lo bestia. Es una milonga, eso de que en la Otra Vida la gente vuelve a ser joven y guapa; cuando cascas, llegas a la eternidad con la edad que tienes, juanetes, almorranas y tripilla cervecera incluidos, y como el personal se muere mayor, aquí el colectivo de yayas y yayos lo peta. «Miguelico, maño, de momento apáñate con esto, si eso, luego buscamos algo mejor —me dijo Él—, que menudo tiberio me tienen montado moros, judíos y cristianos; a hostia limpia, van, y ando más liado que un gato con un menudo». Es que, pobre, ser el dios de Abraham, común a las tres culturas, lleva una carga de estrés del carajo, Amelia, créetelo. En fin, a lo que estamos.

Organizamos para los abueletes viajes, excursiones, quedadas y cosas así. Yo soy gerente de grupos y me encargo de pastorearlos para que no se me pierda ninguno y lo pasen bien. La última salida que hicimos fue un crucero fluvial por el Hidekel, seis días, cinco noches, una locura, Amelia, todavía me dan repelucos cuando me acuerdo y estoy con Diazepam en vena.

El grupo no era demasiado grande, sesenta personas, la mayoría gente normal, dentro de lo que cabe, porque en el caso de las parejas, por ejemplo, ocurre muchas veces que aquí se reencuentran los llamemos «oficiales», con «los otros» y «las otras», dándose situaciones muy embarazosas con las que debo lidiar; luego están los singles, tratando de pescar en río revuelto, y por último «los malotes»: Matusalén, Noé, Moisés, Abigaíl, Nabal, David… Estos son como los repetidores del instituto, que se las saben todas y van de pasotas.

Ya empezamos a liarla nada más bajar del autobús que nos dejó a las puertas del Edén. Mira que lo dice bien claro en los carteles: «No acercarse a los frutales y ni de coña al peral». Porque esa es otra, Amelia, lo de la manzana de la discordia es un camelo; la fruta prohibida fue una pera, corazón, de ahí viene que a las tetas también se les llame así.

En fin, lo primero que hizo la tropa fue tirarse como lobos al fruterío, no había manera de meterlos en vereda, los de seguridad estaban desbordados, hubo que echar mano de los arcángeles, que aquí son como los antidisturbios, no te digo más.

A empujones llegamos al barco. Nos recibió, muy amable, Jonás, el capitán, y para qué quieres más, Amelia. Matusalén se puso a encizañar a todos: «Este no sabe llevar un barco; es un gafe; una vez lo tiraron por la borda porque atrae a las tempestades; lo suyo son los submarinos…». «¿No creéis que se pone de tormenta? Lo mismo deberíamos volver al hotel», dijo Noé, que parece el hombre del tiempo. «El grado de inclinación de la pasarela de embarque no responde a las especificaciones que recoge el artículo 23.1.a, párrafo 3º de la ordenanza sobre transporte fluvial de pasajeros»; este es Moisés; todo tiene que pasar por su filtro reglamentista, «aquí lo pone», enfatiza señalando un libraco que lleva siempre debajo del brazo, algo así como vuestro Código Civil, pero en tocho. Menos mal que llegaron las azafatas, unas chicas monísimas y muy simpáticas, con el cóctel de bienvenida, se apaciguaron las bestias, levamos anclas y comenzó el crucero.

Nos ofrecieron canapés y bebidas, entraban en la barra libre. Salieron los grupos de animación. Lo petó un travesti que hacía playback del «Fumando espero» de Sara Montiel. Más bebidas. En algún momento comenzó a oler a hierba quemada. Las azafatas vinieron a quejarse de que Matusalén les pellizcaba el culo.

A Salomón tuve que requisarle una bolsa de pastillitas de colores; «son lacasitos», manoteaba tratando de recuperarla. «Oye, en serio, que esos nubarrones me dan muy mala espina, huele a tormenta»; es que no para, de verdad, Noé me ataca los nervios.

En estas que se monta una trifulca gorda entre Nabal y David: «¿Derrame cerebral? No te jode, me abriste la cabeza para liarte con esta», señala, el primero muy cabreado, a Abigaíl. «Hay certificado médico, ruinas, que eres un ruinas», contesta el otro con aires de monárquica suficiencia. Mientras, ella pasa del sainete y encogiéndose de hombros se encamina hacia el spa, colgada del brazo de Sansón.

Lo de este trío, Nabal, David y Abigaíl, da barbaridad de juego; un día que tenga tiempo te cuento la historia, corazón, que es de lo más jugosa. Empieza a chispear. «¡Os lo dije!», estalla Noé al borde del orgasmo. «¡Si es que me estaban matando los juanetes, coño!».

Truenos, relámpagos, centellas. La tormenta desatada jarrea agua sin misericordia y tenemos que refugiarnos dentro del barco, en los salones. Pero a la peña se la trae floja el temporal y siguen pimplando como si no hubiera un mañana. Veo que el núcleo duro: Moisés, David, Matusalén, Onan y alguno más, se aparta discretamente a un rincón. Al frente del grupo va Salomón, que les muestra unos sobrecitos transparentes con algo dentro de color blanco. Me autoconvenzo de que es azúcar y paso de ellos.

Un rayo ha debido de caer cerca, porque el estampido es colosal y nos pone a todos un nudo en la garganta. «Ya está liada. Cuarenta días y cuarenta noches, y solo me he traído medicación para una semana», se lamenta Noé. «¿Pero qué hacéis, insensatos? No va a quedar bicho viviente en el Más Allá. ¡Venga, a procrear como conejos, leñe!».

Amelia, mi vida, te lo juro, oír eso y tirarse los del rincón a por las azafatas como fieras, fue visto y no visto. «¡Por orden de antigüedad!», gritaba Matusalén, desaforado, y todo eran codazos, zancadillas y empujones, tratando de pillar ventaja. Pobres niñas, qué susto se dieron. A duras penas pude ponerlas a salvo encerrándolas en la despensa. Todo el viaje tuve que estar de guardia en la puerta, con un látigo en la mano derecha y una silla en la izquierda, para mantenerlos a raya

¿Entiendes ahora por qué no te he escrito antes? Y dentro de quince días tenemos programado un viaje cultural a las ruinas de Sodoma y Gomorra. No creo que pueda resistirlo.

Cuídate mucho, Amelia, amor mío y no te fíes de mi amigo Ricardo, ya te lo he dicho otras veces, pero no me cansaré de repetírtelo, es un buitre y tiene las manos muy largas.

Este que te quiere.

MARI CARMEN MERFER

HISTORIA DE UNA VIDA ATORMENTADA

María observaba desde la ventana. Hacía frío, el cielo había amanecido gris y una fina lluvia comenzaba a caer. Eso no bastaba para disuadir al grupo de periodistas que se agolpaban a la puerta del juzgado esperando noticias.

¿Lista? —le preguntó su abogado.

Sí. Vamos —respondió ella.

Entraron, ocupó el lugar que le correspondía y se dispuso a escuchar.

A medida que unos y otros respondían a las preguntas que por una u otra parte les realizaban, el nerviosismo que sentía en su interior fue dando paso a la calma.

Si lo desea puede ejercer su derecho a la última palabra —dijo el juez dirigiéndose hacia ella.

Ella asintió y, siguiendo las instrucciones del magistrado, se acercó.

Observó a su alrededor. La sala, revestida de madera, le transmitía frialdad. En el estrado, vestidos con togas negras, los letrados y el fiscal la miraban atentamente al igual que el jurado, que se encontraba a su derecha.

Me declaro culpable — sentenció María y, mirando hacia aquellas personas que dictarían el veredicto continuó:

Culpable por haber estado ciega. Por no ver el monstruo que tenía ante mis ojos. Por confundir el amor con la posesión, con la crueldad. Por no contemplar los moratones que sus palizas dejaban marcados en mi cuerpo…—suspira con los ojos humedecidos.

El comienzo de nuestra relación fue bonito, créanme… pero poco a poco esa persona que parecía conocer comenzó a comportarse de una manera extraña.

Culpable por ser una ilusa, una ignorante. Por creer que me quería —añade sollozando, apoyando sus manos en la mesa. Bajando la cabeza y escondiéndola entre sus hombros — Yo lo quería con lo locura y creí que él a mí también, aunque a su manera.

Durante años esperé a que cambiara. A que esa ira que le corroía por dentro desapareciera. A que volviéramos a ser felices.

Culpable por ser débil. Por no encontrar las fuerzas para enfrentarme a él. Por aguantar sus insultos y sus palizas para después dejarlo gozar con mi cuerpo, como si de un objeto se tratase. Por llorar. Por no creer en mí misma.

Culpable por ser mala madre. Porque durante todo este tiempo consentí que mis hijos convivieran en ese entorno hostil, presos de temores, necesitados de un padre que los quisiera y de una madre fuerte.

Culpable por haber estado sorda. Por no saber escuchar a las personas que me rodeaban. Por no atender a nadie que no fuera él.

En la sala el silencio era sepulcral. Conmovidos observaban a María, rota por el dolor, contando su historia.

Durante años fui su saco de boxeo, su chacha, su fulana.

Hace una pausa. Respira. Se seca las lágrimas, yergue la cabeza y continúa.

El día de los hechos vino borracho, como de costumbre. Se acercó hacia mí. Cabreado, colérico. Me agarró fuerte mientras gritaba insultándome, como otras tantas veces. Yo tenía un cuchillo en la mano y al zarandearme se lo clavé en el cuello. No sé de dónde saqué las fuerzas, pero lo hice.

No me da miedo la cárcel. Durante años he vivido en una celda sin barrotes cuyo amo de llaves era él, mi marido. Presa del miedo y sintiéndome culpable de todo lo que me ocurría.

Hoy sí soy verdaderamente culpable. Soy culpable de acabar con su vida, de poner fin a mi tormenta y a la tormenta de mis hijos, de respirar paz.

Aún encarcelada seré libre.

PAQUITA ESCOBERO

La Tormenta perfecta

El agua llevaba horas golpeando la tierra sin perdón. El mundo parecía traer consigo una bomba meteorológica. Cinco días sin parar de llover. Los truenos como antesala de los relámpagos parecían haberse adueñado del cielo, provocando una inmensa oscuridad que era más intenta tras cada fogonazo que caía a la tierra. El anticiclón más extenso que estaba asolando Europa, no iba a pasar indiferente por España. La tormenta perfecta.

Al parecer nadie podía determinar cómo se había llegado a formar, lo que en un principio era solo una enorme y profunda borrasca extratropical, había conseguido salir al océano Atlántico, atravesar miles de kilómetros sin desgastarse, al contrario, según se aproximaba a Europa ganaba toda la fuerza que debía perder. Un ciclón que comenzó a ser absorbido por la borrasca y después engullida por una depresión que al ganar terreno formó un huracán. Solo había acontecido una vez en la historia y esta segunda parecía que no tenía fin. Todas las fuerzas de seguridad del estado, bomberos y protección civil estaban atendiendo cada situación provocada.

Todo inspector sabe que, cuando la tierra grita, los humanos camuflan el mal que esconden tras su rugido. Nerea reposaba su malestar contra el frío cristal de la ventana. Miraba de reojo el teléfono fijo esperando la llamada, aunque la caída de los servicios hacía que fuera intermitente su disposición. Sabía y sentía que volvería a pasar. Si tenía razón y los últimos homicidios eran una venganza, la oscuridad proporcionaba el camuflaje perfecto para atacar.

Había dos tormentas, una meteorológica que tenía en jaque a un continente entero y otra en su mente, donde todos los factores de riesgo se estaban organizando para que se encontrara de nuevo frente a otro joven asesinado.

Nerea había pedido a su equipo que dispusieran en la sala toda la información recogida hasta el momento del caso de los jóvenes asesinados. La tormenta había causado estragos en los servicios eléctricos, dejando la ciudad entre luces y sombras. Los sistemas informáticos, cámaras, calefacción, semáforos, luz de los hogares, cualquier cosa que funcionara con electricidad esos dos últimos días había pasado a ser casi inútil. Estaban comunicándose por la única vía que seguía funcionando sin problemas, las ondas, haciendo que se desempolvaran sistemas de radiofrecuencia que aun permanecían guardados en los espacios más recónditos de una comisaría.

–Ya tenemos todo en la sala de reuniones–Dijo Rubén a la Inspectora Duarte sacándola de su ensimismamiento y en ese momento la tierra rugió.

Parecía que la electricidad que caía del cielo hubiera sobrecargado las energías que guardaba la tierra. Todos comenzaron a notar la sacudida del edificio. Algo inesperado, rápido y repentino, era algo más que un temblor. Su equipo y ella se encontraban en la sala común de la comisaría y comenzaron a ver como la tierra se abría literalmente frente a ellos. El protocolo indicaba que debían salir del edificio, pero resultaba casi imposible caminar.

Por las ventanas podía verse la gente agolpándose en la carretera, de las fachadas se desprendían pedazos de cornisas que caían al suelo sin piedad. Unas horas después sabría que habían sido solo 22 segundos. Algo que casi transcurre sin más en un abrazo largo a un ser querido había generado el caos más desgarrador.

Cuando consiguieron salir a la calle el paisaje urbano era desolador. La oscuridad de la noche dejaba ver el fuego que se extendía por algunos edificios, las luces de emergencia de los vehículos intentando circular con gran dificultad.

Por su mente pasaba el protocolo como impreso en la memoria:

«Actúa: he de conservar la calma, asegurarme de ubicar a las personas en una zona de seguridad. Había que alejar a todas las personas posibles de los objetos que pudieran caer de edificios y ventanas. Revisar los automóviles que se habían quedado parados en medio de la calle. Poner a salvo a las personas de su interior. Una réplica no tardaría en llegar.

Revisa: no usar el teléfono excepto por emergencias, aunque eso no era un problema, ninguno funcionaba. Cuidado con las posibles fugas de gas. Mantenerse alerta. Ayudar»

¾¿Estáis todos bien?¾repetía una y otra vez sin parar. ¡Vamos tenemos que ayudar! Que alguien mire si hay personas que necesiten ayuda sanitaria inmediata, sabéis como actuar. Y entre las dudas y el pesar, cada uno de los que estaban con ella de su comisaría se pusieron a trabajar.

La primera réplica llegó a los pocos minutos. El agua no dejaba de caer, los truenos, los relámpagos, la oscuridad. Los gritos que se habían acallado volvieron a romper el silencio que precede a tal barbaridad.

Rubén, su más joven ayudante había conseguido salir con el pequeño equipo de radiofrecuencia. Cada fuerza de seguridad del estado tenía asignado un canal. Y los posibles homicidios ahora habían quedado en un segundo lugar. Todos los avisos indicaban que la ciudad estaba en una situación sin parangón, algo que no se sabía cómo afrontar.

« Actúa y revisa»–Se repetía Nerea sin parar.

Una señal confusa se colaba por el canal asignado a su unidad.

–Inspectora Duarte ¿Me escucha?–alguien repetía una y otra vez por la radio que sujetaba Rubén a su lado. –Inspectora ¿puede contestar?

Nerea cogió la radio. –Inspectora Duarte a la escucha ¿Con quién estoy hablando?

–Al habla el Sargento del Parque de Bomberos zona norte 2, me comentan que es usted con quien debo hablar.–Respondió una voz tras bruma del sonido de aquella vieja radio.

–Dígame Sargento, ¿En qué le puedo ayudar?- respondió la inspectora mientras intentaba comprimir la herida de la pierna de uno de los compañeros que no dejaba de sangrar. El filo del cristal de la puerta de la comisaría se había convertido en un arma provisional, había dejado un rastro de cortes entre la gente de mayor o menor profundidad.

–Estamos en la discoteca La Zambra. Pese a la tormenta su dueño ha decidido montar una fiesta entre velas y oscuridad. Creíamos que era una víctima del incendio provocado por el terremoto. Tenemos un cuerpo de un varón de unos 32 años, que nuestro equipo médico ha atendido al llegar. Este chico no ha fallecido por culpa del incendio ni del terremoto. Tampoco parece natural, en la boca han encontrado una espuma densa que los ha llevado a pensar que había sido envenenado. En el bolsillo hemos encontrado lo que parece una bolsa de semillas. Ricino y en gran cantidad. Nos han dicho que se lo debíamos comunicar y que usted nos diría como actuar.–Cambio, dijo el sargento dejando a Nerea sin respirar.

Sabía que el día traería sorpresas, que la cazadora volvería a actuar. Nerea levantó la mirada y vio el panorama que tenía delante. Miró a Rubén a los ojos como preguntando ¿Cómo había podido pasar entre tanto caos?

–No toquen nada más. Registre todo lo que pueda haberse visto afectado o alterado en la zona donde se encuentra el cuerpo. Intentaremos llegar lo antes posible, aunque he decirle que no será fácil.–Nerea seguía sujetando la pierna de su compañero, mientras Rubén le mantenía la radio delante para que pudiera contestar.–Cambio.

–Sacamos al chico del cuarto de baño al llegar, el edificio no es seguro, tuvimos que desalojar y ayudar a todos los que aún permanecían dentro. Lamento decirle que no sé lo que se podrá recabar, pero dentro no se puede entrar. Esperamos su llegada, pero tenemos que seguir atendiendo a los que podemos salvar–Cambio y corto. Fue lo último que escuchó del Sargento.

«Actúa, revisa, le pasó por la mente una vez más. ¿Quién eres y dónde estás?»

BENEDICTO PALACIOS

A Nicolás le sonaban a chino las palabras proa, estribor, amura, crujías, mástiles, etc., con que un compañero de colegio se entretenía recreando la brega en una noche de galerna, siendo capitán de la embarcación.

— Un rayo rasgó la vela y una ola estuvo cerca de engullirnos, como lo hiciera un fantasma violento. No duró mucho por fortuna. Cuando anochecía, se levantó un viento de 80 km/h y la temperatura descendió más de diez grados. Aguantó la embarcación, pero al amanecer tuvimos que recatar a un pescador cuyo barco se había ido a pique.

Le escuchaba atento Nicolás, pero él era un hombre de campo y sabía tanto como el amigo de tormentas, aunque no de nudos ni de millas, de aquellas que se presentaban cuando menos falta hacía, cuando el cereal estaba para granar y de las ramas de los frutales pendían, todavía sin madurar, las peras y manzanas.

Nicolás tenía mucho que contar. Le gustaba la agricultura y en ratos libres cultivar algunas hortalizas, pimientos y tomates sobre todo, que regaba diariamente después de una semana de calor.

Le caía el huerto lejos de casa. Y si le echaba un vistazo a ver cómo prosperaba, solía madrugar y caminar por un sendero que la gente utilizaba para dirigirse andando o en bicicleta hasta los manantiales de una fuente, cuya agua tenía propiedades curativas. A horas tan tempranas eran pocos los que la frecuentaban.

Estaba terminando de recoger los avíos un día de junio, cuando el sol nubló y unas nubes negras cubrieron por completo el horizonte. Poco después empezó a llover. Al principio solo caían unas gotas que rompían en lanchones linderos a su huerto como si fueran balines de plomo. Empezó a tronar y llegó el diluvio.

Nicolás había construido un chamizo donde guardaba la herramienta: azadones, palas, rastrillos y una carretilla, y allí se refugió. Llovía como si estuviera aprendiendo. Veía a través de unos plásticos cómo los surcos se iban inundando y a la señora Monserrat y su hija Juani que volvían de la fuente resguardadas sobre un paraguas. Las hizo de señas. Llegaron empapadas.

Aguantaban los tres como podían porque llevaban dos horas encerrados y no dejaba de llover. Apenas hablaban y solo Nicolás asomaba de vez en cuando la cabeza, sopesando que la cosecha de tomates se echaría a perder. Allí dentro reinaba la oscuridad. Seguía tronando y un rayo iluminó el mundo como lo haría una explosión. El trueno que siguió hizo temblar las paredes del cobertizo. La señora Monserrat gritó ¡ay Jesús! y sacó un rosario del bolso que mantenía sobre las rodillas,

—Vamos a rezar porque de esta no salimos. Y empezó con los misterios dolorosos.

Respondía de mala gana Nicolás y tampoco la hija la seguía.

—¿Juani, hija, es que no rezas?

—Sí, madre, pero es que lo hago para mí sola.

Terminaron los dolorosos y creyó la señora Monserrat que amainaba y siguió con los gozosos.

Entonces Nicolás, que empezaba a cansarse de la letanía, sacó la mano fuera del cobertizo y como seguía lloviendo, miró a doña Andrea y dijo.

—Capa, Monse, capa, que no deja.

Guardó el rosario y bisbiseó unas oraciones. Dejó ya en la tarde de llover y salieron al camino. Tenían que atravesar un arroyo, pero con la cantidad de agua caída, la corriente rebasaba el puente.

—Aguanta, Monserrat, que el torrente irá aflojando.

—No, si no pensaba sacar el rosario.

B. Palacios

ANA DEL ÁLAMO

LA TORMENTA

¿Por qué no pasamos una noche en la presa de arriba?

La pregunta la lanzó al aire Marcos, el líder de la pandilla, un día de agosto cálido del que no esperábamos nada. Según dijo, los despertares eran únicos y él y su amigo Fernando se encargarían de la logística y el avituallamiento.

Los demás nos miramos con cara de complicidad y pronto tuvimos preparados los bártulos que sacamos de casa a hurtadillas. Se suponía que yo dormiría en casa de una amiga y ella en la mía. Y así cada uno de nosotros.

La presa era un lugar donde en ocasiones íbamos a bañarnos durante el día. En realidad estaba prohibido, pero éramos jóvenes y desafiantes y ese baño lo disfrutamos como si fuera robado.

La tarde se despedía cubriéndose de nubes y mi cabeza de dudas, comenzando a pensar que no había sido una buena idea.

Al anochecer empezó a llover a raudales. Una aguacero se apoderó de nosotros y de esa vasta tierra. El agua ya pasaba de un lado a otro en el único remanso que quedaba libre y hacía de pasarela. Nos habíamos convertido en una isla. El agua nos cubría los pies y nos empujaba hacia la presa sin compasión. Tronaba y llovía cada vez con más fuerza. Teníamos que decidirnos, así que nos cogimos de la mano y cruzamos el remanso, ahora anegado, con más miedo que valentía.

Lo conseguimos, no sin varios resbalones y algunos padrenuestros.

Por suerte algunos padres se enteraron de la historia y vinieron por nosotros cuando la cosa se puso fea. Llegamos al pueblo calados de agua y lágrimas, pero sanos y salvos.

Mis padres nunca se enteraron de la fechoría o no hubiera pisado el pueblo el resto de mis días.

El cielo había descargado su furia con fuerza y ahora una calma tensa se apoderaba de nosotros.

Tras la lluvia una cálida brisa nos atravesó dejando atrás la tormenta.

IRENE ADLER

LOS CINCO CANÓNICOS:

5— MARY JANE KELLY

La Bella Mentirosa

La despertó el retumbar ominoso de un trueno. Una luz hiriente y oblicua como un fogonazo iluminó la habitación y ella se tapó la cara con las manos, hecha un ovillo entre las sábanas sucias, como una niña pequeña aterrada y sola en mitad de una tormenta.

Había estado llorando en sueños y todavía flotaban en los márgenes turbios de su memoria, las imágenes de aquella pesadilla recurrente que la estaba volviendo loca.

Sentía las manos del hombre alrededor de su cuello; el aire que se negaba a entrar en su boca; el dolor en el pecho que era la antesala del desmayo; el olor animal y almizcleño que desprendía el cuerpo de él mientras la asfixiaba…

En el sueño, la habitación era roja, aterciopelada y oscura. Había una botella de champán junto a la cama y ella estiraba el brazo hasta el límite inhumano de la dislocación para empuñarla y golpearlo en la cabeza. Hubo una leve hesitación en el hombre, una disminución de la presión de las manos, mucho desconcierto. La botella al romperse sonó como el trueno que precede a la tormenta. Buscando un resquicio de huida, le arañó la mejilla izquierda con el filo de cristal y la sangre manó a borbotones como una fuente enloquecida. Sólo pensaba en llegar a la puerta, rezando para que no la hubieran cerrado por fuera. Los gritos del hombre no eran propios de un ser humano, pero ella solo podía pensar en alcanzar la puerta, las escaleras, el exterior… Casi desnuda, con los pulmones ardiendo y los ojos ciegos de miedo y de lágrimas, lo consiguió. En el umbral, bajo un aguacero que parecía anunciar el fin del mundo, oyó que él le gritaba: “¡Puedes huir puta, pero no podrás esconderte! ¡Te encontraré. Y cuando te encuentre, te arrancaré el corazón!”

Durante un tiempo las pesadillas cesaron. Alquiló la pequeña habitación de Miller’s Court, se inventó un nombre, una historia, un pasado. Empezó a creerse a salvo en Whitechapel, donde podía pasar inadvertida entre una multitud de desventuradas, tan parecidas entre sí, que nadie podría encontrarla. A veces, durante una borrachera, hablaba de su vida en el burdel, de los paseos en coche de caballos por Hyde Park, de su elegante casa de Knightsbridge, de París. Siempre había alguna chica que le preguntaba cómo era la ciudad de la luz, y entonces Mary Jane recordaba la omertà y respondía con una espléndida sonrisa y una elegante despreocupación: “París no me gustó nada. Y los caballeros franceses hablan demasiado y tienen los modales de un podenco”. Luego apuraba su vaso y siempre que podía, se marchaba.

Quienes la conocían se preguntaban a menudo cómo habría ido a parar allí. Mary Jane Kelly era demasiado bonita para la calle Dorset. En el burdel del West End había adquirido modales, una manera de hablar correcta y sosegada, temas de conversación. Sus vestidos— aunque raídos y remendados— eran de colores llamativos y telas caras. Tenía una sonrisa insoportablemente dulce y el corazón generoso de una buena chica irlandesa. Nunca llevaba sombrero y le daban miedo las noches de tormenta. La suposición más extendida era que Mary Jane se ocultaba de algo o de alguien en Whitechapel y durante mucho tiempo, su enigmático pasado había sido el tema de conversación más habitual entre las chicas de la taberna Ten Bells. Hasta que aquellas mujeres muertas empezaron a ocupar las portadas de los periódicos y Scotland Yard trajo a sus sabuesos al barrio. Ahora todas las conversaciones giraban en torno a lo mismo y las chicas que frecuentaban el Ten Bells sólo iban con clientes habituales y hacían la calle en parejas, procurando no alejarse demasiado de las luces y el bullicio de los bares.

Maisie Graham la vio aparecer de repente en la taberna, calada hasta los huesos y temblando. Mary Jane se bebió de un trago la ginebra del vaso de Bob el Hueco, que la miró con aquella expresión bobalicona con que la miraba siempre. “Bob estaba un poco enamorado de Jane, ¿sabe?”, le diría después al inspector de policía. “Todos los hombres que conozco lo estaban. Y algunas mujeres. Jane era como una amapola en un campo de ortigas. Brillaba”.

—¡Pero chica! ¿Qué te ha pasado? Cualquiera diría que has visto un fantasma—. Maisie le hizo un sitio a su lado y luego envió a Bob el Hueco a por otra ronda—. Y no te des mucha prisa en volver, encanto—le dijo—. Las chicas tenemos que hablar de nuestras cosas.

Jane estaba más alterada que de costumbre; más nerviosa y asustada. Maisie se preguntó si no habría estado tomando láudano otra vez. Si el desalmado de su casero no la habría amenazado para cobrarse el alquiler. Si el imbécil de Barnett no habría estado usando los detalles morbosos que aparecían en los periódicos sobre las mujeres muertas, para conseguir que ella dejara de prestar su habitación a todas las fulanas de Whitechapel cuando no tenían otro sitio a donde ir.

Con sus buenas maneras de siempre pero temblando, Jane le preguntó:

—Maisie, ¿quieres mirar por encima de mi hombro y decirme quién está en la puerta?

Maisie miró. Estaban Susi la Narices desplumando a un borracho, un par de mujeres a las que conocía de verlas en Spitalfield, un talabartero de Mitre Square con otros dos trasegando pintas de cerveza, y nadie más.

—¿Seguro? ¿Ningún hombre con aspecto extranjero , abrigo negro y una cicatriz en la mejilla izquierda? Vuelve a mirar.

—Jane, me estás asustando. ¿Qué pasa? ¿Es que alguien te ha estado molestando?

Muy despacio, como si se hubiera apoderado de ella un cansancio infinito, Mary Jane se dio la vuelta. Temblaba tanto que daba la impresión de que se movía la mesa. Cuando pareció convencida de que en el Ten Bells sólo estaban los habituales, se tranquilizó y volvió a ser la de siempre.

—Es por la tormenta, ya sabes. Veo cosas que no existen. No me hagas caso.

Pero Maisie, seguramente la única persona de todo Whitechapel que conocía el secreto que atormentaba a la bella mentirosa, no se dejó convencer tan fácilmente. Un hombre con una cicatriz en la mejilla izquierda y aspecto extranjero sólo podía ser el hombre por el que ella nunca hablaba de París. El hombre que había intentado matarla en el burdel donde estuvo cuatro meses retenida. Aunque Jane nunca llegó a contarle la historia completa, sólo cosas sueltas a modo de vagos recuerdos, Maisie sabía que había conseguido huir después de rajarle la cara con una botella rota, y que él había jurado encontrarla y vengarse. Desde entonces, Mary Jane Kelly tenía pesadillas y un terror irracional a las tormentas.

—Jane, dime qué es lo que pasa.

—Creo que está aquí.

—¿El hombre que te atacó en París? ¿Lo has visto? ¿Dónde, Jane? ¿Cuándo?

Ella agitó la cabeza y su pelo cobrizo refulgió como una llamarada.

—Hace dos semanas me pareció verlo en Bishopsgate, estaba oscuro pero al encender un fósforo vi que tenía una cicatriz desde la comisura del labio hasta el ojo. Luego, hace dos noches, había un hombre hablando con Indian Harry en la puerta de la tienda de MacCarthy que se parecía mucho a él… Y cuando le pregunté, Harry me dijo que él no andaba hablando con extranjeros ni con judíos y que me pusiera a trabajar para pagar el alquiler, en vez de estar espiando a los vecinos.

Maisie sintió que un escalofrío le recorría la espalda: Indian Harry era el matón de MacCarthy. Y MacCarthy era el casero de Jane. Si el hombre de París había llegado hasta ellos, entonces sabía dónde vivía Jane…

—Tienes que ir a la policía y contarles todo, Jane. Después de lo que les ha ocurrido a esas mujeres, te escucharán y podrán protegerte.

—¡No! Nada de policía, Maisie.

Bob el Hueco se acercaba a la mesa con tres vasos de ginebra entre las manos. Al verlo, Maisie negó con la cabeza, “ahora no, encanto”. El hombre se quedó en mitad de la taberna, mirando a los lados y sin saber qué hacer. Alguien tropezó con él al pasar y los vasos cayeron al suelo con estrépito. El ruido hizo que Jane diera un brinco en la silla, como si hubiera recibido un balazo.

—Si no vas a la policía, Jane, lo haré yo. Tú no eres la única que sabe inventarse historias. ¿Has pensado que quizá ese hombre sea el maníaco del que hablan los periódicos? ¿Es qué quieres ser la siguiente?

Fue como si todos en el Ten Bells hubieran enmudecido de repente. Se oía la lluvia golpear contra los adoquines sucios, las ventanas desvencijadas, los aleros en equilibrio sobre la calle. Un trueno sonó cerca y el edificio entero tembló. El rayo atravesó la calle estrecha recortando las siluetas de los borrachos agolpados en la puerta y la pared de ladrillos del número 83. Alguien trataba de encender un fósforo a pesar del fragor de la tormenta en la esquina de Fournier, con la mirada fija en el interior del pub. Su aire furtivo hizo que dos policías que trataban de refugiarse de la lluvia repararan en él, pero cuando uno de ellos quiso acercarse, el hombre había desaparecido entre los soportales de Commercial Road. Los policías se abrieron paso hasta la barra, sacudiéndose el agua que les chorreaba por los uniformes. “Maldita lluvia” les oyó decir Maisie.

—¿Jane?

—No puedo, Maisie. No puedo ir a la policía.

—¿Por qué no?

—¡Porque el hombre que quiere matarme es policía!

Cuatro días después de aquella noche, el 9 de noviembre, encontraron el cadáver de Mary Jane Kelly en su cuarto de Miller’s Court. Los periódicos dijeron que el asesino se había llevado consigo el corazón de la mujer como quien se lleva un trofeo.

“Puedes huir, puta, pero no podrás esconderte. Te encontraré y cuando te encuentre, te arrancaré el corazón”.

Mientras la interrogaban, Maisie Graham sintió una tristeza profunda y mucho, muchísimo miedo. Nunca les habló de lo ocurrido en París ni tampoco del hombre que, al parecer, la acechaba. Ahora entendía por qué Jane no podía confiar en la policía; por qué no podía confiar en nadie.

—¿Sabe lo que creo, inspector? Que nunca lo atraparán. Cayó sobre Whitechapel como una tormenta: de repente y sin previo aviso. Y luego se desvaneció en el aire dejando a su paso un rastro terrible de muerte y destrucción. Pero al igual que ocurre con las tormentas, al día siguiente, cuando por fin sale el sol, todos se olvidan de ellas.

—Yo no—, le había respondido Abberline —. Yo nunca voy a olvidar lo que ocurrió aquí.

—La diferencia entre usted y yo, inspector, es que usted siempre va a recordar a Jack, mientras que yo a quien nunca voy a olvidar, es a ellas—se despidió del policía con un gesto de la mano —. Hasta la próxima tormenta, inspector Abberline.

—Cuídese mucho señorita Graham—como si hubiera caído de pronto en ello y cuando Maisie ya estaba en la puerta, le gritó —. No habrá otra tormenta. Un rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio.

Ella soltó una carcajada desprovista de humor, fúnebre y siniestra. Sin ni siquiera volverse a mirarlo, contestó:

—¿Está seguro de eso, inspector?

FIN

CESAR BORT

Llevaba el tiempo enrollado, atado con una cinta de balduque negra, elegante, estrecha, resistente, de confección fina. No quería que se desparramara por el mundo, lo envejeciera y lo oxidara, por eso tenía cuidado en llevarlo siempre encima, no fuera el caso que Marramiau se pusiera a jugar con el rollo en casa, lo arañara, lo desgarrara y empezaran a pasar las horas o los días o los años.

Lo encontró tirado en una esquina del Retiro. Se le debió caer a algún dios con prisa de diarrea u olvidadizo o, quizá, lo perdió el relojero de la calle de Gutenberg, camino al Palacio de Cristal. Lo recogió, porque le pareció un billete de la República o un pasquín de algún pseudo-Quevedo o una oferta de bocadillos de calamares.

Bufó y le pasó la palma por encima, para limpiarlo, para librarlo del polvo, convertido en barro por el orín de los perros. Cayeron cuarenta años al suelo, pero no los recogió, tampoco valían la pena.

Se lo llevó a casa, lo puso sobre la mesa de la cocina, le dio de comer a Marramiau, y le cambió la tierra. Se abrió una cerveza y encendió un cigarrillo. Se sentó, estudió el mecanismo y no entendió una mierda.

Con el índice movió cinco siglos, y se desató la tormenta, el temporal, que diría el otro. Despareció América y el cigarrillo de su mano. Le entró el pánico y el mono. Intentó volverlos a poner a sitio, con poca fortuna, pues los encaballó y América la descubrieron los vikingos y los chinos, pero volvía a tener tabaco y patatas y tomates, no vendría de aquí, a fin de cuentas, Colón era genovés y los italianos nos habían eliminado en el mundial del 82. Pa qué andarse con remilgos, pero por lo que pudiera pasar, lo ató con el balduque. Solo le faltaban dos meses para pagar la hipoteca y no quería que, en un descuido, volviera a tener que ser esclavo del Euribor.

PERO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

LOS MOLESTOS INCONVENIENTES DE LAS TORMENTAS

Era Mariano un hombre de recursos, bien lo sabía él, pero también un poco despistado. Hubiera bastado una simple ojeada al parte meteorológico, como suelen hacer las personas normales, y todo solucionado. Pero no. Mariano, cegado por su propio ímpetu, y porque su mujer lo había puesto ya fuera de sí aquella mañana, se lanzó a la calle sin pensarlo dos veces, no sin antes dedicarse una rápida pero cuidadosa mirada en el espejo de la entrada. Un caballero debe cuidar su imagen cuando va a exponerse a la jungla de la calle. Con este pensamiento en mente, y tras un último ajuste al nudo de su corbata, quedó conforme.

La misión encomendada por su señora, como a la mayoría de los jubilados, para no tenerlo todo el día refunfuñando y dando vueltas por la casa, fue la de hacer la compra. Una asignatura de primero de jubilado. Mariano procedió a la lectura, punto por punto, de la lista que con tanto esmero le había elaborado su santa. Fue al llegar al brócoli cuando aquel pobre hombre no pudo menos que estallar por dentro. ¿En qué maldito momento alguien tuvo que poner de moda el dichoso brócoli? A sus años, pocas cosas se resistían al paladar del bueno de Mariano, acostumbrado a comer casi de todo en tiempos de postguerra. Sin embargo, nunca había podido con aquella infame verdura en forma de pequeños arbolitos de un verduzco intenso, cuyo sabor le resultaba sencillamente repugnante.

—Tontería que bregues, Mariano. Hoy hay brócoli para comer, te guste o no —sentenció Pascuala con rotundidad, lo que encendió la caldera interior de Mariano, lo puso a hervir en cuestión de segundos y provocó su huida como una exhalación, no sin antes efectuar la mencionada parada ante el espejo.

Fue todo una, pisar la calle y romper a tronar, derramando el cielo su preciada y húmeda carga sobre la gran ciudad. Pero especialmente sobre la cabeza, no menos grande, del exacerbado Mariano quien, de manera instintiva, se encasquetó la bolsa de plástico que llevaba en la mano destinada en un principio a servir de receptáculo para el brócoli y reciclada ahora en improvisado capuchón anti tormentas. Mariano se vio transformado de repente en una grotesca especie de caperucita blanca de ochenta y dos años, aunque sin lobo ni abuela. El único abuelo por aquellos contornos, en todo caso, era él.

Quiso Dios o el destino, que estas cosas nunca se sabe quién las orquesta, que en sus prisas lluviosas se cruzase con Matías, vecino y amigo de toda la vida, que regresaba del supermercado, este sí, con su paraguas reglamentario y con una enorme bolsa rebosante de brócoli en la mano, encargo de su mujer. Establezcan ustedes las conclusiones que consideren oportunas. Y claro, ocurrió lo que ocurre con los amigos: tras una breve conversación que dio paso a otra mucho más extensa y acalorada, ambos acabaron en el bar de la esquina al abrigo de un primer vaso de aguardiente, remedio tan antiguo como infalible para combatir los rigores invernales y para soltar la lengua en forma de chispeante conversación. Con el añadido de que la citada bebida espirituosa, como bien es sabido, resulta además mucho más apetecible en los días de lluvia. El tema inicial se fue alargando, pasando del brócoli y su encargo por parte de las respectivas y benditas mujeres, a las últimas visitas al centro de salud, la artrosis y la caída que Matías había sufrido semanas atrás.

Sucedió que cuando Mariano quiso echar cuentas, ya eran las dos de la tarde, hora fatal en la que los supermercados proceden al cierre de persianas. Con el miedo ya instalado en el cuerpo, Mariano pagó el total de los tres aguardientes que cada uno se había volcado y así, entre efluvios y caminares errantes por el paseo central de la avenida, de regreso a su casa, se volvió a encasquetar la bolsa, habida cuenta de que los nubarrones negros continuaban regando la ciudad.

Conocedor del destino que le esperaba, apresuró sus pasos. En su cabeza, además de la bolsa de plástico, no paraban de girar las palabras que su mujer le iba a entonar nada más verlo llegar sin la compra, discurso que formaría parte de la tragedia que estaba a punto de estrenarse en la que Pascuala, con el mandil puesto y los brazos en jarra, sería la protagonista principal del acto. Mariano se sentía atenazado por el miedo, bien es cierto, pero en su orgullo lucía el más fabuloso trofeo que jamás imaginaría haber conseguido: el tener la certeza de que aquel mediodía, contra todo pronóstico, no se iba a comer brócoli en aquella santa casa.

SERGIO TELLEZ

UN VIAJE ETERNO

Ascendían meciéndose de forma agradable, envueltas en una sensación de placer y relajación que parecía no tener fin. «Ploc» se sentía tan cómoda en ese estado de éxtasis que no quería que terminara. «Gotita», por su parte, tenía la misma sensación, pero su experiencia previa le recordaba que su ascenso junto a su compañera de viaje no sería eterno. Pronto, la gravedad las haría caer de nuevo hacia la tierra.

Llegaron al gran cúmulo blanco, un mar de nubes que se extendía hasta el horizonte. Allí se reunieron con millones y millones de compañeras que, de a poco, iban llegando desde todas direcciones. La tensa calma del comienzo se fue convirtiendo en un murmullo creciente, mientras más compañeras se agregaban al grupo. A medida que se apretaban cada vez con más fuerza, el color blanco y apacible del cúmulo se transformó lentamente en un gris claro, luego en un gris oscuro y finalmente en un negro intenso y amenazador.

El frío penetrante comenzó a hacer efecto en el cumulonimbus, y la combinación de agua y electricidad produjo una serie de fuegos artificiales fantásticos que iluminaron el cielo. Por unos instantes, la multitud se extasió, contemplando el espectáculo de luces y sonidos. Luego, un ruido ensordecedor y majestuoso sacudió el aire, haciendo que la multitud entrara en pánico. Se apretaron aún más, y de un momento a otro, debido al gran peso de los millones de gotas, se dispararon hacia el fondo del abismo, en una caída vertiginosa y aterradora.

—¡Gotita, no me dejes solo!— gritó Ploc con todas sus fuerzas, su voz llena de desesperación.

—Calma, Ploc— replicó Gotita, con voz tranquila y segura. —Esta situación la he vivido en infinidad de ocasiones. Siempre permaneceré junto a ti.

En minutos, las dos gotas de agua, junto con millones de gotas más, fueron cayendo poco a poco hacia la tierra, formando una cortina de agua que se extendía hasta el horizonte. Se precipitaron hacia abajo a una velocidad vertiginosa de 20 kilómetros por hora, en una caída libre y descontrolada. El viento silbaba a su alrededor, y las gotas de agua se estrellaban entre sí en un ritmo frenético.

Gotita y Ploc aterrizaron suavemente en la teja de barro de una humilde casa en el extremo oeste de la ciudad. La teja las recibió plácidamente, amortiguando su caída. Luego, se deslizaron por la canal que fungía como tobogán, lo que alegró nuevamente a Ploc. Después de recorrer unos cuantos metros, se desprendieron de la canal y cayeron hacia el suelo duro. Tropezaron y rodaron, hasta que fueron arrastradas hacia una cuneta que las recibió junto con gran cantidad de compañeras.

Prosiguieron su camino, empujadas inexorablemente por la eterna gravedad hacia un pequeño arroyo que serpenteaba entre las rocas y los arbustos. El arroyo, alimentado por las gotas de agua que caían de las tejas y los techos, crecía en tamaño y velocidad a medida que avanzaba. Finalmente, lo condujo a una quebrada más ancha y profunda, donde se unió a otras corrientes de agua que provenían de diferentes direcciones, formando un río impetuoso que corría hacia el valle.

Ploc era feliz, las variadas sensaciones que experimentaba en su recorrido la llenaban de alegría constante. Sentía la emoción del descenso, la velocidad y la libertad de navegar sin rumbo fijo. Gotita sonreía al ver la tremenda alegría de su compañera inexperta, disfrutando de su entusiasmo y energía. Luego de unas horas, el río tempestuoso los condujo a un río aún más grande, donde navegaron tranquilas durante varios días, disfrutando del sol, del viento y de la belleza del paisaje que los rodeaba.

—Gotita, ¿por qué conoces este recorrido? —preguntó Ploc con curiosidad.

—La verdad, es la primera vez que lo hago —respondió Gotita—. Cada ciclo que realizo es diferente, nunca lo repito.

Ploc se intrigó aún más. —Dime, ¿por qué no recuerdo nada de mis «ciclos» anteriores?

Gotita se encogió de hombros. —No lo sé, pero me han comentado unas compañeras que cuando caemos en tierra firme y no nos desplazamos, se crea un filtro que nos conduce a un lugar tenebroso, oscuro y subterráneo. Posiblemente, eso borró tu memoria.

Ploc reflexionó por un momento antes de hacer otra pregunta. —¿Y desde cuándo estamos en estos continuos ciclos?

Gotita se rió. —Tampoco lo sé. Supongo que he perdido la memoria en varias ocasiones, quizá cuando me filtré e introduje a los subterráneos oscuros.

Ploc sonrió. —Tal parece que nunca moriremos, somos unos eternos viajeros mojados —dijo, riendo—. Ja, ja, ja.

Después de dos días de viaje, Gotita y Ploc llegaron a un gigantesco río de aguas mansas que discurrían lentamente hacia el horizonte. A medida que navegaban por sus aguas tranquilas, se volvieron las mejores amigas. Gotita le narró a Ploc innumerables historias fantásticas de sus largos recorridos, llenas de aventuras y maravillas. Ploc se maravillaba con cada una de ellas, y juntas experimentaron momentos de pura alegría que les llenaron el alma de felicidad.

Al cabo de unas semanas, el gran río, que había sido el hogar de Gotita y Ploc durante tanto tiempo, finalmente desembocó en el océano descomunal. La inmensidad del mar se extendía ante ellas como un abismo azul, infinito y misterioso.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ploc, mirando a Gotita con ojos llenos de curiosidad.

—En cualquier momento, el gran astro que ves allá arriba nos calentará a tal punto que nos evaporaremos y subiremos nuevamente hasta formar una nueva nube —respondió Gotita, sonriendo—. ¿No te parece magnífico?

—Por supuesto que sí —respondió Ploc, y agregó, con una voz llena de emoción—: Solo te pido que no me sueltes nunca, que siempre me lleves de la mano.

Gotita sonrió y tomó la mano de Ploc. Juntas, miraron hacia el horizonte, donde el sol comenzaba a ocultarse detrás de las nubes. Pero en el cielo, se veían signos de una nueva tormenta que se avecinaba, con nubes oscuras y relámpagos que iluminaban el cielo. Gotita y Ploc se miraron, y sin decir una palabra, supieron que pronto estarían emprendiendo un nuevo viaje, lleno de aventuras y maravillas.

EFRAÍN DÍAZ

Advertencia: Los errores ortográficos fueron escritos a propósito. Así hablan nuestros jíbaros campesinos en Puerto Rico, del cual soy producto y muy orgullosamente llevo su herencia en mi vocabulario y en mi sangre.

Miró hacia el cielo y lo vio límpido, azul celeste, sin una sola mota blanca que lo manchara o brindara algo de sombra. El sol, endemoniadamente candente, le quemaba la piel. Luego miró el árbol de aguacates. Cada año daba sus frutos, pero ese año estaba forrado y no era casualidad. Más de cuarenta aguacates pendían de sus ramas como bolas en un árbol de Navidad. No era un buen augurio.

Por último, miró su siembra. La tala que, con mucho esfuerzo y sacrificio, con el sudor de su frente y el dolor de su entumecido cuerpo, había cultivado. Más de mil matas de plátanos se erguían simétricamente como soldados en formación. También estaban sus plantas de café, de igual tamaño, y otros frutos menores que había sembrado en la finca.

Corría el mes de septiembre del año 1928, y no existía la tecnología. No existía ni el Servicio Nacional de Meteorología ni el Centro Nacional de Huracanes. Los campesinos de Puerto Rico, jíbaros aguzaos, sabían leer la madre naturaleza, que, madre al fin, mandaba señales. Nada en la naturaleza sucede por casualidad. Saber leerla era la diferencia entre una cosecha exitosa y una ruinosa. Era la diferencia entre comer o pasar hambre.

Habían aprendido la importancia de leer la luna y sembrar con ella según sus fases. Si la siembra era de frutos, sembraban en cuarto creciente. En cambio, los tubérculos los sembraban en cuarto menguante, y solo podaban en luna llena. Podar en otra fase lunar arruinaría la cosecha.

Entonces Joaquín, machete al cinto, miró a su nieto y, secándose la frente con un viejo pañuelo, le dijo:

—Jay que estal pendiente, mijo. Jay que tenel cuidao, que porahí viene, porahí viene una tolmenta, sabej.

—¿Cómo lo sabes, abuelo?

—Jay, mijo. La esperiencia. En el campo es vital aprendel a leel las señales de la naturaleza. Si no aprendes, te lleva el diablo, mijo.

—¿Y qué señales da, abuelo?

—Puej, mijo, ¿vej ese palo de aguacatej? Cuando el palo da muchos, como ese, ej que viene tolmenta o juracán. Y sabes que se acelca polque el cielo ejtá azulito. Sin una sola nube.

—¿Y por qué no hay nubes, abuelo?

—Polque loj vientos de la tolmenta que viene laj espanta. El palo lleno de aguacatej y segundo día sin nubes, con el cielo limpiao, ej que viene una tolmenta fuelte.

—¿Cuán fuerte, abuelo?

—Eso no lo sé todavía, mijo. Jay que esperal. Loj animalej en el establo avisan. Se van a impaciental, a inquietal. Si no se ponen tan inquietoj, ej una tolmenta liviana. Si se ponen muy inquietoj, ej que viene grande y fuelte. Cuando se inquiten, jay que soltalos del establo. Ellos se van monte adentro y se protegen solitos. Si sobreviven, regresarán. No se pueden dejal encerraos en el establo polque se matan ahí dentro pol el desejpero. Cuando empiecen a inquitalse, estamos a dos días de que llegue la tolmenta.

—¿Y qué vamos a hacer, abuelo?

—Soltal loj animales.

—¿Y con la siembra?

—Salval lo que se pueda, mijo. Lo que no se pueda, puej ni modo, se va a jodel con la tolmenta.

Joaquín, jíbaro aguzao que sabía leer la naturaleza y que conocía de lo que ésta era capaz, sacó una lima del bolsillo trasero del pantalón y amoló su machete. Cogió la carretilla y, junto a su nieto, fueron a cortar aquellos racimos de plátanos que ya estaban listos. Fueron a salvar lo que se pudiera.

Mientras trabajaban, Joaquín observaba al muchacho. Su nieto tenía la juventud en el rostro, esa mezcla de curiosidad y fortaleza, pero también cierta desidia. Quería que aprendiera, que entendiera el peso de su herencia. Si el muchacho no sabía leer las señales, ¿quién protegería la finca cuando él ya no estuviera?

Al día siguiente, los caballos y los chivos comenzaron a inquietarse en los establos. La impaciencia fue creciendo hasta que intentaron romper la puerta.

Ya Joaquín sabía que la tormenta o quizás el huracán que venía era grande, fuerte y poderoso. Con su impaciencia y comportamiento, los animales se lo habían revelado. Les abrió las puertas, y estos corrieron despavoridos al monte.

El hombre se sentó en una banqueta, a la sombra de un viejo guayabo, y sin que nadie lo viera, se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar. Otra cosecha arruinada. Su familia pasaría hambre. La misma naturaleza que le daba comida se la arrebataba sin que nada pudiera él hacer. Lo abrumaba la impotencia. Así no se puede salir de pobre, pensó.

Su nieto lo observó desde la distancia, en silencio. En ese momento, algo en su interior se quebró y se llenó de una determinación desconocida. Había que aprender. Había que resistir.

El 13 de septiembre de 1928, el huracán San Felipe, categoría 5, destrozó a Puerto Rico. Sus vientos sostenidos de 147 millas por hora no dejaron cosecha alguna en pie. Las casas de los jíbaros, chozas mal construidas de madera y techadas en paja o, en el mejor de los casos, en zinc y con piso de polvoriento suelo raso, no resistieron el embate. Se vinieron abajo. 312 muertos fue el saldo final y 50 millones de dólares en pérdidas, que al valor actual significarían $805,786,127.

La choza de Joaquín se vino abajo. No resistió la embestida. La siembra de plátanos se asemejaba a un campo de soldados muertos luego de un cruento combate. Ni una sola quedó en pie.

Con la siembra no había nada que hacer. Lo apremiante era reconstruir la choza. Dormirían a la intemperie mientras tanto. Al día siguiente del huracán, regresaron los animales. Solo faltó un chivo, del cual nunca más se supo.

Joaquín, cuan Sísifo y su pesada piedra, repetía el ciclo. Reconstruir la choza, acondicionar el suelo y volver a sembrar según las fases lunares, con la esperanza de que el próximo año la naturaleza se apiadara y no les enviara un huracán. Con la esperanza de que su nieto, algún día, también pudiera salvar la cosecha.

ARCADIO MALLO

BESOS

.La besó. Con la seguridad de una hoja seca que se cae del árbol a sabiendas que se estrellará contra el suelo. Con la delicadeza con la que la llovizna de otoño impregna el paisaje de humedad. Con la suavidad propia de una flor en primavera.

La miró a los ojos, a aquellos ojos que desprendían interrogantes al tiempo que brillaban de pasión. La volvió a besar. Con la furia del mar en invierno contra lo acantilados. Con el ímpetu del viento en la tormenta. Con el deseo insaciable del río que quiere llegar al mar.

La volvió a mirar. Su cabeza pensaba qué decir, como excusarse, como justificar aquel arrebato tan impropio de él como la nieve de la playa. Su cerebro procesaba, pero no ejecutaba. «Te quiero», acertó a decir. Mientras en su cabeza se encendían todas las alarmas. Mientras su corazón latía a máximas revoluciones y rozaba el punto de explosión por aquellas palabras, que si a caso, venían a complicar todavía más la situación. Ella, mirándolo a los ojos, lo besó. Con la delicadeza de quién tiene algo que no quiere romper, con la calma con que se saborea un dulce único e irrepetible, con la posesión de no querer perder lo que tiene.

«Yo también te quiero», le susurró. Los dos, sonrojados, se cogieron de la mano y caminaron en el silencio del sendero que parecía llevarlos a su destino.

Se volvieron a besar, una y otra vez, hasta el final del camino, en el otoño de sus vidas, cuando ya no quedaba sendero para ellos.

EMILIANO HEREDIA

EL PROGRESO ES EL PROGRESO

Un coche, de esos corrientes que se ven por lo general por la calle, de segunda mano, tal vez, por el desgastado de la pintura, su descolorida tapicería, se afana en aparcar en un angosto hueco, con las torpes maniobras del conductor.

-¡Mari Puri!, ¡no me pongas ner-vi-o-so!-Pepe, hombre cincuentón, de prominente alopecia, y bigote a lo José Luis López Vázquez, gira nerviosamente hacia un lado y hacia el otro, el volante, intentando aparcar el viejo Renault-¡Marisina!, ¡por favor!, ¡hala!, ya está, no era tan difícil, ¿no?-hace una mueca de satisfacción, con los brazos abiertos, con el volante entre ambos. Pone el freno de mano, y se baja del coche-

-Pepe, mantén la calma, por favor, no discutas con mamá, ya sabes que está delicada del corazón y ha dicho el médico que no conviene que le demos muchos disgustos. Ya sabes que desde que murió papá, está bastante delicada-dice María Isabel, la hermana de Pepe, una mujer también de mediana edad, vestida modestamente con una falda de paño, de cuadritos blancos y negros, camisa beige y chaqueta tipo cárdigan, granate, sobre los hombros, y un elegante cardado caoba le da un toque de elegancia-.

-Ya, ya, no empecemos Marisina, ¿eh?-responde Pepe, un poco molesto, haciendo aspavientos con la mano-que mamá está delicada para lo que quiere, que para mí, tiene más cuento que el Calleja .

-¡ay Pepe cómo eres!-exclama Marisina, elevando los ojos hacia arriba, elevando un suspiro denotando “…lo que hay que hay que aguantar”-

-Ya, ya, tu dirás lo que quieras, pero tan delicada no estará, cuando todos los días sube esta dichosa es-ca-le-ri-ta-dice protestando- como si fuera una colegiala, y luego, hace el numerito para que estemos pendiente de ella, que eso es lo que está, está consentida, que la culpa la tienes tú, que la consientes todo.

-¡Ay chico!, eres más pesado que las moscas en verano, anda, dale al timbre-refunfuña Marisina-

-¡uf!, espera a que recobre el aliento, que son dos pisos-resopla Pepe-

-¿te has tomado las pastillas de la tensión?-pregunta Marisina-

-Que si, no seas pesada, es que estoy un poco resfriado y me cuesta coger el resuello-contesta fatigado Pepe-

-Si, si, resfriado, y esto también, el lastre-Marisina señala la barriga oronda de su hermano-

-¡Eso es retención de líquidos!, que me lo ha dicho el médico-protesta Pepe, mientras pulsa el timbre de la puerta-

La mirilla, de esas antiguas, de aspa, bonita, de bronce, con un cristo redentor en el centro, avisa de la mirada de la persona que observa a los dos hermanos. Con un pesado chirrido, la puerta se abre, y aparece la esbelta y delgada figura de la madre de los dos hermanos, enlutada de arriba abajo, debido a la reciente muerte de su marido tan solo un mes antes.

-¡Mamaaa!-exclama Pepe, alborozado, haciendo teatrillo pelotero hacia su madre-¡mua!, ¡mua!, ¡que bien te veo mamá!

-Quita, quita-dice la madre, zafándose de los brazos aduladores de su hijo-que has venido a por algo, que te conozco, que para eso te he parido-responde molesta, con gesto adusto-

– ¡Ay mama!, que bromista eres, ¡esta madre mía siempre tan bro-mis-ta!, jeje-responde Pepe-

-Hola hija, ¿cómo estás? -le da un tierno abrazo a Marisina- pasa, pasa, vamos, he preparado unas magdalenas, y unos bizcochos, pasar para la salita, voy a la cocina a retirar el chocolate del fuego, que si no, se me quema-va con paso ligero a la cocina, colocándose la mantilla por encima-

Pepe y Marisina, pasan a la salita de estar, donde el ambiente es cálido y confortable, se sientan y se arropan con la enagüilla, que retiene el calor del brasero eléctrico. Sobre la mesa camilla, redonda, está dispuesta una bandeja alargada de duralex color botella, con una fila de bizcochos de soletilla y magdalenas hechas de por la mañana, y unas tazas, de esas de desayuno, también de duralex, marrones.

Llega la madre, con una jarra de aluminio rosado, llena de humeante chocolate, y un salvamanteles sujete entre el brazo izquierdo y su torso.

Coloca el salva mantel y a continuación pone la jarra de chocolate encima.

-¡riquisimo todo mamá!-exclama Pepe, haciendo el cepillo a su madre-

-Pepe, hijo, que te conozco-dice la madre, mientras sirve el chocolate- a ver, suelta, que quieres, que tú no has venido solo para hacer la visita de cortesía.

-Mamaaa, por favor…ya sabes que, si hasta ahora no he venido a visitarte, es porque el trabajo, los negocios, me lo impiden…y como sé que hoy iba Marisina a verte, pues eso, que he pensado en ver a mi madre querida-le dice, cogiéndole la mano-

-¡quita!, -le quita la mano, en un gesto adusto-, tus negocios, tu trabajo….estar sentado todo el día en la cafetería con tus amigotes, gastándote la pensión de invalidad que conseguiste porque tu padre, que en paz descanse, era amigo de un cargo importante del ministerio, si no, de que –

-Bueno mamá, no te pongas así, ya sabes que padezco de fatiga crónica limitante, así lo pone el informe-responde, volviendo la cabeza, apurado-

-¡Vago!, eso se llama ser vago-le espeta la madre-

-Venga, va, no discutáis, por favor, que siempre estáis igual-intercede Marisina, para apaciguar las aguas-

-¡Es que tu hermano me saca de mis casillas!-responde la madre-

-Veras, mamá, si hoy he venido con Pepe, es porque que tenemos que hablarte de un asunto que….bueno, es un poco de licado-dice Marisina con tacto y diplomacia-

-Pues tú dirás hija-responde afectivamente la madre, con una sonrisa-

-Veras…como sabes, el bar que papá y tú, habéis estado llevando durante cincuenta años, hasta que el ha fallecido….pues eso, que está cerrado y….

-¡Ah!, si, “La Tormenta”, bar “La Tormenta”-responde la madre mirando hacia el aire, haciendo gestos con la mano derecha, con el brazo levantado, como si escribiese el nombre del bar-en el barrio, se decía “Bar la tormenta/ el alma se alegra/ y el cuerpo se alimenta”, eran buenos tiempos, ¿os he contado alguna vez por qué vuestro padre, que en paz descanse, le puso ese nombre”-dice con nostalgia-

-Sí, mama, sí, nos has contado miles de veces la historia-dice Pepe con gesto de hartazgo, mientras se mete en la boca, un bizcocho mojado en chocolate-

-¡Jolín, Pepe!, ¡déjala que lo cuente, si le hace ilusión, que lo cuente!, qué te cuesta-protesta Marisina-

-Pues ea-dice la madre- la cuento y punto. Pues como sabéis, vuestro padre, cuando firmó el contrato de la compra del local, que se compró con los ahorros de cuando fue a Alemania, a trabajar para los alemanes, no tenía todavía decidido qué nombre ponerle. Que si Bar Manolo, Bar Donde Manolo, Bar Carolina, como mi nombre…en fin. El día que nos dieron las llaves del local, fuimos a verlo y de camino, nos cayó una tormenta que nos dejó empapados hasta que logramos llegar a la puerta del local, que anteriormente, fue otro bar, cuyo dueño, al jubilarse, se lo vendió a tu padre y con el dinero de la venta de éste y de su casa, se fue a buen morir a su pueblo. ¿Os acordáis? Se llamaba don Ramón, se hizo muy amigo de vuestro padre. Era natural de un pueblecito de Ávila, y era su sueño, irse los últimos años de su vida a su pueblo. Cosa que hizo. Pasamos muchos veranos allí, con él y su familia, su mujer, Francisca, y sus hijos, Antoñito, y Adelita. ¿os acordáis de ellos?

-Si, mamá, claro que me acuerdo-responde Marisina, cogiendo cariñosamente la mano a su madre, me acuerdo de Adelita, que me sacaba diez años, y cuando era chiquitita, me llevaba de la mano, a la fuente a por agua-

-Pues eso. A lo que iba, entramos en el bar, empapados, menos mal que Don Ramón, nos regaló las tres estufas de butano con las bombonas llenas. Pues eso, nos quitamos la ropa, y nos tumbamos en el suelo, sobre los manteles que había, a modo de jergón, para entrar en calor…y pues eso…con el tiempo….nació Pepe. Nuestro primer hijo. ¡teníamos tantas esperanzas!, un hijo fuerte, sano…y nos salió esto, un medio hombre que estaba siempre a desgana, que había que tirar de el, como burro viejo-le mira con cierto desprecio-

-Mama, no empecemos, ¿eh?-protesta Pepe, comiéndose ahora una madalena mojada en el chocolate, ahora tibio-ya te lo he dicho antes, lo que tengo es fatiga crónica limitante, li-mi-tan-te-enfatiza Pepe-

-Tú lo que eres, es un vago, hijo, siempre lo has sido y siempre lo serás. En fin, como os decía, para recordar ese día, vuestro padre le puso de nombre al bar “La tormenta”.

Los comienzos, fueron algo difíciles. Recién muerto el caudillo, tiempos de incertidumbre. Encargarnos del bar, mientras cuidábamos de un crío. Menos mal que vuestra abuela, se vino del pueblo a ayudarnos. Mientras yo me ocupaba de Pepe, del bar, de la casa, a la que llegó vuestra abuela, tomó posesión de la cocina, y de ahí no la sacamos hasta el mismo día en que murió, de un soponcio, sentada en su silla de enea, pelando patatas.

Esté siempre ha sido un bar de gente obrera para un barrio obrero. A la gente necesitada nunca le ha faltado un plato caliente de comida en nuestro bar. Eran tiempos duros, de droga, mucha droga. De Chavalillos que vimos crecer, venir a “darnos el palo”, para sacar para el chute. Pero lo más que sacaban, era un plato de comida, que vuestra abuela, a base de tortazos, les obligaba a comerse.

Me acuerdo de una vez, de un chaval que, en navaja en mano, quiso atracar a la abuela, y ella, como buena vasca, tenía un genio terrible, le sacó el cuchillo carnicero, que parecía una espada, y le metió una somanta palos al chaval que no sabía ni por dónde le venían. Le puso un plato hasta arriba de sopa de fideos con garbanzos, y su compañía. Y se lo comió a base de palos.

La abuela decía que, en vez de la droga esa, lo que tenían es hambre, y les obligaba a comer. Así, se iban calientes, por doble partida, por los guantazos y por el plato de comida. Al final, los chavales que estaban perdidos por la calle, hacían el amago del atraco, para que la abuela les diera de comer lo único caliente que iban a comer en ese día.

También, fueron tiempos de mucho desempleo, dimos de comer a muchas familias que no tenían nada que comer. La abuela y yo, hacíamos peroles enormes de sopa, de guisados, y lo llevábamos a la parroquia, de cuando se montó el comedor social. Y de la Colza, que también fastidió a mucha gente.

Pero éste siempre ha sido un barrio fuerte, pobre, humilde, pero fuerte. Es como nuestro bar. Da igual la tormenta que venga, que arrase el barrio. Que siempre hemos salido hacia adelante.

Por cierto, cuando lo del golpe de estado en el ochenta y uno, la gente se fue corriendo a sus casas, a escuchar la radio, y la policía nos obligó a cerrar el bar. Y ahí nos quedamos, tu padre y yo, solos en el bar, ya que vuestra abuela estaba con Pepe en casa.

Y pues eso, de ahí naciste tú, Marisina.

Los noventa, y llegamos al dos mil.

Creo, que del berrinche que tenía tu abuela, con eso de cambiar de siglo, de los euros, o todo junto, pelando patatas, a sus ochenta y siete años, llevando toda la mañana maldiciendo entre dientes, le dio un patatús y ahí se quedó, con el cuchillo en un mano y la patata en la otra.

Pero bueno, que ya me he enrollado mucho. Vayamos al grano. A ver hijo, quieres vender el bar, ¿no?. Y si, no me pongas esa cara, que no nací ayer.

-Bueno, mamá, desde luego, no se te puede ocultar nada-responde un sorprendido Pepe- la verdad, es que tenemos la oportunidad de alquilar el local, para un negocio re-don-do, espera, que voy a hacer una video llamada por Whatsapp con la persona interesada-saca el móvil y marca el número-

-Ya estamos con el dichosito móvil –protesta la madre-

-¡Alooo!- responde una voz afeminada de hombre, al otro lado, donde la figura de un hombre joven, de veinte y tantos, saluda a la madre-

-¡y encima es maricón!-masculla entre dientes la madre-

-Mira Richard, te presento a mi madre, Carolina-le dice Pepe a Richard-

-¡uuuyyy! Que madre taaann divinina tienes, Pepito-saluda Richar, haciendo un amaneramiento con la mano-

-Encantada-responde secamente la madre-(este pierde más aceite que una botella con agujero-

-Verás, mamá, Richard tiene un negocio e-xi-to-sí-si-mo que ofrecerte, ¡éxito cien por cien! -dice Pepe, con entusiasmo de agente inmobiliario-

-A ver, que negocio es ese tan “fabuloso” del que habla el penco de mi hijo-responde de mala gana la madre-

-Puessss, habiendo hecho un estudio de mercado el ceo de una franquicia de gran éxito en Madrid, y habiendo calculado el inversor managmen senior de los riesgos financieros, quiero alquilar su local para instalar un pollería, ¡iiiiii!, ¡que emocionante!-suelta un gritito afeminado-

-¿una tienda de pollos asados?- pregunta la madre, extrañada-

-Eh…..no, mamá, no, en ese negocio no se venden pollos asados….precisamente-dice Pepe-poniendo cara de circunstancias-

-¡Ay pepito!, tu madre no está en la onda-dice divertido Richard-sería un local para vender penes y vaginas de gofre, con chocolate y nata

-¡Como!-responde indignada – ¡vender pollas y coños en “La tormenta”!

-¡jajajaja!-ríe divertida Marisina- Tendrías que haberte visto la cara, mamá. Lo siento-

-¿tú lo sabías?-le pregunta enfadada su madre-

-No, mamá, sabía que Pepe, quería alquilar el local, pero no para qué-se le escapa la sonrisita por lo bajini-

-¡fuera!, los dos fuera, iros a la cocina, que tengo que hablar unas cosas con “vuestro” amigo-lanza una mirada, de esas de matar, a sus dos hijos, que se van raudos a la cocina.

-A ver, hijo, ahora en serio-mira secamente a Richard-para empezar, cómo te llamas realmente, porque no me creo que te llames…ricard, o como te llames, y no me hagas el mariquita que te he calado.

-De acuerdo…señora Carolina-responde atribulado “Richard”-me llamo en realidad Ricardo, Ricardo Jiménez, acabo de sacarme el título oficial de hostelería, y mi idea, era montarme un negocio, y después de gastarme unos tres mil euros en el estudio ese que le he comentado antes, me aconsejaron abrir ese negocio en este barrio, y claro, la franquicia esa, aunque no sea un requisito indispensable, da más facilidad a conceder la franquicia para una pollería a alguien…afeminado, por así decirlo.

-A ver, hijo, para empezar, no tenías que haberte gastado ese dineral en el estudio ese que dices. La mejor forma de saber qué es lo que quiere la gente, es mezclarse con ella, ir por las calles, respirar el ambiente. Éste barrio, es un barrio humilde, y no necesita un negocio como el tuyo, ni un bar chino, ni un bar sudamericano, quiere un bar de barrio, de familia, donde tomarse una caña con los amigos después del trabajo, con una buena tapa, buena comida de puchero, y con buenos precios, para que puedas vivir tú y tu familia, sin sangrar a los clientes. Para eso no hay que pagar a nadie.

-Ya, comprendo, señora-responde abochornado Ricardo-

-Te propongo una cosa. Te vendo el local, con la condición de que lo vuelvas a abrir igual que ha sido siempre. Yo te ayudo, y estaré contigo en la cocina, hasta que me dé un patatús pelando patatas, como mi madre, ésta casa me ahoga, necesito sentir la gente, la vida, necesito sentirme viva. También estará mi hijo, para que espabile de una vez, y no haga el zángano, y mi hija, te lleva las cuentas que, para eso, no hay otra. Tiene una agenda llena de proveedores, y nos deben muchos favores, ¿entiendes?.

Al otro lado de la pantalla, se veía a un Ricardo con los ojos vidriosos de la emoción.

Cabe decir, que el bar, después de un lavado de cara, abrió a los dos meses.

Pepe se puso en el papel de jefe de sala, Marisina conseguía los mejores productos del día de los mejores proveedores.

El barrio volvió a oler a comida de puchero, a caña y gambas.

En el barrio se volvió a oír charlas de barra y de sobremesa.

Fin

¡ah!. Se me olvidaba. Ricardo se trajo a una novieta que dejó en Cantabria mientras estudiaba hostelería en Madrid, y el bar, pasó a llamarse “La Galerna”

Emiliano Heredia Jurado

MARÍA JESÚS GARNICA

El día fue raro. Cuando Elena fue a recoger a sus hijos del cole y los dejo en casa de la abuela, les despidió con un nudo en el estómago.

No salgáis, les dijo.

Tenía un amigo en emergencias, la cosa pintaba mal desde el medio día.

A ella le pillo en la autovía, no llovía, pero el agua subía.

Llamó a su madre, se habían subido a la azotea, el panorama era dantesco, le dijo su madre. Cuida de los niños, fue lo último que le dijo.

Todo era agua.

Elena se subió al capó de su coche, el agua subía, unos chicos qué iban en un camión la rescataron.

Poco después el camión fue arrastrado por el agua.

Ella luchó contra la fuerza del agua, ahora sí llovía.

Y todo fue oscuridad.

La tormenta arrasó con todo.

REBECA FS

Del amor al odio hay un paso y viceversa.

…pero ahora que la tormenta ha pasado…

Seremos realistas, se han ido.

Ahogaron sus almas

y las nuestras fueron

tocadas de alguna manera.

Pero ahora que sí sé dónde estamos…

La salud mental de los afectados,

quieren escuchar

el silencio de la tormenta.

Porque a tod@s nos ha tocado,

el corazón de esas tierras.

¡Que no todo es política!

Que son vidas, que son vidas.

Que las medallas las quitan y ponen,

ponen y quitan, y quitan… quitan.

Que del odio al amor hay un paso.

IVONNE CORONADO

Días de tormenta en mi vida

Esos días de tormenta, truenos, rayos y relámpagos, y nosotros a la luz de un candil jugando póker, cuando vivía en Mejicanos, municipio de San Salvador, vuelven a mi memoria cuando llueve. En ese tiempo, había mucha finca en los alrededores. Nosotros vivíamos en una.

La luz eléctrica podría faltar en otras casas, nunca en la nuestra puesto que no había otra luz que la que salía de la mecha del candil. La lluvia caía en el tejado, se deslizaba hasta el barril, y luego se deslizaría en nuestra piel haciéndonos temblar de frio.

Mientras jugábamos, oíamos las goteras tamborilear en los cuchumbos donde recogíamos sus lágrimas. Cada noche de lluvia movíamos las camas. Las goteras cambiaban de posición, según la teja dañada, que al nomás poder era cambiada. A veces el viento acarreaba piedras y las quebraba; el barro es frágil, otras el viento las desplazaba.

Amanecía la mañana limpiecita, y pocitos de agua al pie de las ventanas; agua clarita que dejaba ver la tierra arenosa al fondo. Un aroma a limpio se esparcía por todos lados.

Mas tarde, nos cambiamos a otra casa, siempre cerca de Mejicanos. Sus amplios corredores estaban expuestos a la intemperie. Aunque había árboles por doquier, no eran árboles frutales, pero al lado si había fincas donde cultivaban piñas dulcísimas, que alguna que otra vez, mi hermana y yo, habíamos logrado probar a escondidas. Era muy grande la tentación, y nosotras, unas chicas traviesas.

Ahí si azotaba el agua con furia. Cuando regresábamos del colegio, el bus ya no paraba cerca de la casa, nos bajaba mucho antes. El paso del vehículo se anegaba. Suerte, que el agua no nos llegaba sino hasta las rodillas. Nos quitábamos los zapatos y nos los colgábamos a la espalda.

En algunas zonas rurales, los ríos suelen desbocarse, provocar correntadas que arrasan con todo. Afortunadamente, no era nuestro caso en ese lugar cerca de Mejicanos. La calle que nos llevaba a la casa, era de polvo.

San Salvador no era la ciudad que es hoy, mas moderna. Parece ser que las calles polvosas o empedradas ya están pavimentadas. Muchas de las fincas, incluyendo la finca donde yo viví, ya no existen. Las colonias las han reemplazado.

De Guatemala, tengo otros recuerdos, de cuando vivimos mi hermana y yo con nuestro padre y su familia. Salíamos a veces con mi abuela paterna, y caminábamos para tomar el bus, pero si nos caía un aguacero, las calles se volvían ríos. No nos quitábamos los zapatos, tratábamos de ir a saltos y no mojarnos pero nos empapábamos; era increíble la cantidad de agua, y las alcantarillas no lograban absorberla. Hoy, no tengo idea si ha mejorado el sistema del alcantarillado de esa ciudad capital.

En 1987, un 14 de julio, un verdadero diluvio se abatió sobre Montreal, hubo paros de electricidad, árboles derribados. Donde yo trabajaba, bajamos las gradas del edificio en la oscuridad. Al llegar a la casa, en el parque de enfrente, una gran campana de cemento había sido desplazada de casi diez metros. Varias casas se inundaron.

La tormenta más temida para mí, es la de hielo. Sufrí angustiada la de enero de 1998. En el trabajo no nos dejaron partir, aunque sabían que el metro no estaba funcionando. Los buses se pararon, los taxis imposibles de encontrar. Me tocó caminar. La ciudad entera parecía irreal, toda de vidrio.

Las tormentas, en los países tropicales, pueden siempre haber causado daños, pero, ¿quién no ha caminado bajo la lluvia alguna vez cuando niño? Cuando se es joven, se canta bajo la lluvia, aunque luego pesquemos un catarro. Y en los países como Canadá, cada estación tiene su encanto y su peligro. Me pregunto: ¿Cómo será pasar una tormenta de arena en el desierto?

Ivonne Coronado Lardé

Imagen creada por Genie AI. Aunque tengo fotos de la tormenta de hielo. ¡Tengo que buscarla!

Como siempre, estoy abierta a sus comentarios y consejos.

AMPARO SORIA

-El cuadro-

Melisa se pone su bata blanca con parsimonia, se recoge su melena canosa en un moño. Abre la ventana, el paisaje que esta le regala son vivos colores otoñales y un cielo azul, con alguna despistada nube. Comprueba la colocación del inmaculado lienzo. Sobre la mesa, los diversos envases de colores, pinceles, espátulas, retales de tela para limpieza…todo listo, sonríe satisfecha. Su intención, plasmar el soleado paisaje de sus vecinas montañas. Las suaves notas de Franz Schubert comienzan a danzar libres por el estudio. Melisa se concentra en su primer boceto; pincelada de sol por aquí, otra más allá celeste… Pronto se da cuenta que la luz natural ha disminuido. Nubes oscuras han ocultado el azul. El primer trueno la sobresalta. En pocos minutos se desata la tormenta. Truenos que alteran sus trazos, menguando su ánimo. Luces blancas iluminan el plomizo cielo. Melisa continua absorta en su trabajo. No se da cuenta, pero sus colores han ido cambiando de ocres, rojizos, azul y dorado, a diferentes tonos grises y negros. Una diminuto y radiante destello azulado, fijo en lo alto montañas, le llama la atención. Lo observa extrañada unos segundos. Sonríe, Melisa está convencida que es la estrella de su madre que le guía desde que se fue. Continúa trazando su pincel sobre el lienzo, más entusiasta que nunca.

“Tormenta” Melisa Guates, su cuadro es el más visitado y admirado de la exposición. La pintura transmite la realidad de una tormenta en las montañas, además de una ternura más allá del lienzo. –Gracias, mamá

…………………….

CARMEN ÚBEDA FERRER

¡ Qué solo estarás en la mar !

¡Ay!, barquito velero,

que soltaste tus amarras,

que solo estarás en la mar,

sin rumbo y sin estrella

a merced de las olas violentas,

a merced de las tormentas.

El rayo henderá tus lonas,

la lluvia empapará tu velaje,

el viento controvertido

te llevará al arrecife,

con su canto de sirenas,

para encalles tu quilla

y quedarse con el

alma de tus velas. 

LOLI BELBEL

LLORANDO (TE)

Me visto de frío para escuchar

antiguos versos

y siembro mi alma de silencios

que anuncian tormentas desgarradas

en olas de tu mar

y en otros barcos…

Te observo

en un cielo adoquinado

de temores

en otros sentimientos…,

y lloro

y temo

y me agito

en tu ayer

sobre mi piel…

Lucho horadando cada ola

en mi huracán de miedos

para cortar ese horizonte

ajeno a mí…

No obstante

valoro en tus estrofas

el son a la poesía,

aun queriendo sentirlos

como versos acorchados

de olvido

y de borrones

que marcan con el hielo

el mar de mi anhelo enamorado;

y corto ese horizonte

y te atraigo a mi vida

nuevamente.

Regresa y hazte amor

en mis entrañas.

EVA AVIA TORIBIO

La tormenta perfecta

—¡Qué mierda es esta!

—¿Qué pasa, tío? —escucho al otro lado del teléfono.

—¡¿A qué coño estáis jugando?! —le grito

La hoja que anteriormente era en blanco comienza a llenarse con las mismas palabras; “Gerión, recuérdame”.

—¿De qué hablas, tío? Anda, deja lo que coño estés haciendo y vente ya, tienes que ver lo que está ocurriendo. Ya sabes dónde estamos.

El ordenador se apaga de repente. No entiendo nada. He tenido un sueño muy extraño y los colegas son los únicos que podrían gastarme este tipo de broma.

Desde la venta veo como un rayo cae en el faro, su sonido es ensordecedor. Salgo corriendo de casa dirección al faro. Se oscurece de repente, la tormenta ha dado su primer aviso.

—Gerión, te estoy esperando —escucho como alguien me habla, pero no hay nadie a mi alrededor. Creo que me estoy volviendo loco, voy a tener que dejar los porros, me están nublando el cerebro.

La tormenta eléctrica ilumina la noche. Caen las primeras gotas, segundo aviso.

A medida que voy aproximándome al faro la tormenta se vuelve más espesa. Estoy a unos pocos metros de donde se encuentran los chicos y escucho perfectamente como gritan: —¡Joder, joder, correr, correr!

Las olas se elevan unos metros y lo golpean con tonta fuerza que revienta el foco del faro. Las farolas que alumbran el paseo estallan.

—Llegaste —escucho esa voz de nuevo.

Una voz femenina me susurra palabras incoherentes, debe de ser un efecto de la tormenta o las drogas me están afectando demasiado. Los chicos me ven y corren a mi encuentro. Nos resguardamos un poco, pero es inútil, la tormenta está pasando a un estado que no se había visto anteriormente aquí.

—¡Tíos, mirar allí! —grita mi colega informático.

De la espesura de las olas sale una mujer, la misma que he visto en mis sueños.

—Que alguien me golpee, porque lo que estoy viendo no creo que sea real —les digo, pero ellos están igual de atónitos que yo.

—Gerión, llegaste —Aproximándose a mí.

Mi mente no tiene control sobre mi cuerpo, algo o alguien me arrastra hacia ella. Los chicos se quedan inmóviles, como si alguien los agarra con fuerza. La tormenta cesa.

—¡Pero que coño! ¿Quién eres tú? —Intentando moverme, pero no lo consigo. Ella ya me ha alcanzado.

—¡Elisa! —se escucha una voz masculina grabe, que retumba en mitad del silencio.

Ella se gira dirección al mar. Mi mente regresa a mí, ya me puedo mover y mis colegas también, pero en lugar de huir, nos quedamos como meros espectadores ante semejante visión. Algo gigantesco asoma entre las olas del mar.

—Joder, tíos, que será verdad y todo, las historias esas que las meigas le contaban a este pringado —dice, uno de ellos.

—Que no, colega. Eso es la mierda que nos has dado. ¿De dónde coño la has sacado? —dice, otro.

—¡No me jodáis, que a mi hace rato que se me ha pasado el efecto de los porros! —les grito, mientras mis ojos atónitos no se apartan de lo que están viendo.

—¡Elisa! —grita lo que asoma en el mar. Un rayo sale de esa “cosa” y golpea en el cielo.

—¡No, padre! —le responde ella. Esa voz me resulta familiar, pero no la había visto antes.

“¡Recuérdame! —Girándose hacia mí.”

Esa extraña me lanza un pequeño rayo que golpea en mi pecho. Pequeños fragmentos de imágenes y sonidos retumban en mi cerebro.

Ahora veo con claridad lo que hay frente a mí, esa masa gigantesca que asoma en el bravío mar es Tritón. Hasta hoy no creí en las historias que las meigas de mi casa me contaban, pero esto es real.

—¿Estáis viendo lo mismo que yo? —les digo, pero ahí no hay nadie. Creo que los muy cobardes se han ido por patas.

—¡Elisa, regresa a donde perteneces! —Lanzando otro rayo, pero esta vez cae cerca de mí.

—¡No padre! —Lanzándole un rayo a él.

—Perdonar, perooo … por mí no peleen, que yo me voy y punto —No sé si reír o llorar, porque esto es de locos.

Me estoy cagando en todas mis meigas, por una vez que una mujer pelea por mi y resulta que ni es humana. ¡Menuda mierda! Espero que los colegas colocaran la cámara y se esté haciendo viral.

—¡Detente! —me grita la tal Elisa. Y de nuevo ya no tengo posesión de mi cuerpo.

Se aproxima y su carnosa boca toma posesión de la mía. Me envuelve con sus brazos. Su roce, su sabor a mar y su aroma, recorren todo mi cuerpo, esta sensación ya la había tenido antes. Un rayo la golpea, obligándola a soltarme.

“¡No padre, esta vez no!

Su mirada se torna oscura. Se gira y se enfrenta a él. De sus manos salen rayos que provocan una tormenta perfecta, tan increíble que hasta me gusta. El cielo se ilumina por completo. Ahora la veo con total claridad.

—Elisa —la llamo—. Te recuerdo —un rayo me golpea.

—¡Nooo! —alcanzo a escuchar.

Lo que vino después, no lo recuerdo. Solo sé que he despertado en el hospital y que mis colegas están a mi alrededor mirándome como si fuera un animal de feria. Me han contado que el video se ha hecho, por unos minutos, viral en las redes, pero que ha desaparecido.

Besos, La Incondicional.

HAROLD LIMA

Los nuevos vientos.

Son criaturas hermosas los gatos, acaricio a peluza y me pregunto ¿que los hace tan bellos e independientes? Es curioso pensar que casi todos los animales domésticos ahora nos asechan en la noche esperando la ocasión ideal para devorarnos; supongo que fue un perro el que me mordió o talvez un tierno conejos aquellos que hace poco suplicaban atención detrás de una vitrina en la veterinaria del barrio, los pequeños cachorros y gazapos jugueteaban ansiosos de ser cargados por alegres niños, sus pezuñitas se hundían en el aserrín y papel de periódico en busca de un dueño que los cuidara. Hoy en día esas adorables criaturas solo esperan a la sishuiente tormenta de polvo, a aquel momento que el cielo este oscuro y todos nosotros nos escondemos en las profundidades de la red de trenes subterráneas. Sólo cuestión de esperar en las entradas a que algún famélico y loco entre nosotros salga en busca de agua o comida y una jauría de ellos nos devorará.

El viejo Felipe apenas y se puede mover, aun así levanta al gato y me revisa las heridas, sonríe para decirme sin palabras que todo estará bien, cambia las cataplasmas de salvia y busca entre sus frascos algo de sal marina para limpiar mi cuerpo. Se dice que la expedición de Jaime el tuerto, no regreso de su viaje por enlatados a las afueras de comas. O al menos es lo que escucho a las familias de los otros pacientes. Yo no tengo vistas y los que son verdaderos doctores evitan acercarse a mi cama, temen que algo de mis fluidos los contaminen, solo este viejo loco se da el trabajo de ver que mis heridas se cierren. Me juro a mi mismo traerle una gran pieza carne cuando mi cuerpo este sano, por su rostro lleno de color imagino atiende a muchos como yo y ellos le entregan ofrendas así cuando se recuperan, a diferencia de la mayoría el tiene mejillas rosadas y se podría decir esta algo gordo, si eso fuera posible en este mundo.

El gato se distrae masticando algo que creo son pedazos de mi piel en descomposición, hay muchos en el suelo, junto a coágulos de sangre, en verdad está vez casi muero.

Los pequeños golpeteos en el cristal de la ventana anuncian que las tormentas han regresado, por el momento son suaves y no matarían a nadie, luego serán fuertes ráfagas que despellejaran a cualquier cosa viva, los más listos dicen por la radio que el viento rodea a las , y solo deja la ropa de la gente en las calles o colgando de algún escaparate o árbol, un tiempo atras yo conseguía algunos créditos recogiendo esa ropa y vendiéndola a las tiendas, no era mal trabajo y por el peso d esqueleto metálico era imposible fuera elevado al cielo y desvestido, a la gente normal si le ocurre y terminan regresando a las !ntiene seguros en tierra lejos de las tormentas ocasionales que no ß y los sorprenden en alguna misión de recolección.

Mañana iniciarán las tormentas de vidrio que parecen salir de ninguna parte, la ciudad será demolida para que al día ɓ esta eficaz cuadrilla de robots bolitas reconstruyen todo igual que antes. Muchos en las colonias de sobrevivientes dicen que: —Esos tambien son como los grandes que merodean, y si ven a un humano solo lo toman de la cintura con sus enormes manos, luego lo llevan a la boca y se lo comen para guardarlo y jugar luego. Alguno que otro en la colonia fue comido y luego kilómetros atrás escupido, dicen no es agradable, también dicen que los gigantes no muerden y se puede respirar dentro de sus estómagos llenos de agua, como si se tratara de aire, de otro he escuchado el olor a animal mojado no se quita ni con el mejor jabón luego de ser escupido o regurgitado, no se si esa es la palabra correcta, con los años siento que los archivos de mi vocabulario son menos y los que contienen rutas y medios de supervivencia más, cazar, poner trampas y caminar por la ciudad en las rutas de otros recolectores es más importante.

El ventanal hace un ruido más intenso y estoy seguro se romperá por las pequeñas cuentas de vidrio que lo golpean, el viejo se acerca y baja la segunda ventana de madera. Eso evitará los cristales entren y salpiquen con esa luz extraña todo el improvisado hospital.

Me levanto no sin esfuerzo y ayudo a cerrar las ventanas. El viento golpea y se puede sentir que ellos remueven los cielos con sus cucharones gigantes, prueban y aumentan algo de sal a la sopa que es la costa del pacífico sur, la tormenta perfecta que limpiara a toda humanidad de la tierra. Algún pequeñín levanta una cuenta de vidrio que entró por una ventana mañ cerrada y su madre lo golpea con un cocacho, luego llora pidiendo perdón. Todos buscamos algun viejo trapo con que cubrir esa cosa y la lanzamos afuera.

Yo veo al gato aún distraído con un pellejo mio, el me mira fijamente esperando yo también sea tragado por un nuevo viento de mis fuerza, que levante mi pesado cuerpo biomecamico y me lleve al cielo donde dicen los fanáticos del culto de los elegidos, vive dios.

La radio enloquece en estática y se puede oír a los lejos como el locutor grita y se pierde su voz en algún rincón de la gran tormenta que se lleva su refugio, es otra colonia que cae. Nadie se sorprende y se aferran a sus seres queridos, yo los miro y el gato busca refugio en mi cama y en mi regazo, se frota en mi cuerpo mal herido, al parecer le gusta mi sabor y me lame agurando que pronto no volveré vivo de una recolección y mi cuerpo será su cena, yo lo acaricio como vi tantas veces hacerlo a los humanos, sus ronroneos son relajantes.

Los nuevos vientos soplan ahí afuera, destruirán las ciudades para que los robots alienigenas las reparen con esmero mañana, talvez para que los nuevos habitantes las ocupen una vez ya no quede nadie aquí. Solo talvez esos vientos no puedan levantar a la gente como yo y el día ellos lleguen yo les pueda servir como amos, pues no se o no puedo vivir sin este incansable deseo de cuidar de estas criaturas despreciables que me humillan todo el tiempo, algo de mi ser ansia verlos felices y cuidar de ellos, maldita existencia de maquina, maldito nuevo viento.

JOSÉ LUIS USÓN

ERÓSTRATO

Eróstrato, despojado de su quitón y sus sandalias, se encontraba ahora encerrado en aquella pequeña jaula de metal oxidado en la que pasaría las escasas horas que su cuerpo, devastado por las torturas, previsiblemente aguantaría. Sentado en la base de la misma, con la espalda —que llevaba cubierta de unas ampollas blanquecinas que las quemaduras con las brasas le habían provocado, que reventaban de poco en poco y por las que salía un líquido caliginoso con un olor acre que espantaba hasta a las moscas— apoyada contra la reja y con sus piernas encogidas, se rodeaba las rodillas con ambos brazos, una posición incómoda para aguantar siquiera unos instantes. Un latido constante martilleaba sus manos —allí donde deberían estar sus dedos, convertidos ahora en un amasijo de carne y hueso, tras ser aplastados con una gran piedra— con la obstinación y la perseverancia del agua de la clepsidra. No aliviaba su sufrimiento el hecho de verse mecido por el suave balanceo de la jaula —que colgaba de un árbol por una gruesa cadena—, provocado por una brisa húmeda y salitrosa llegada desde el Egeo.

Su mirada se perdía ahora entre las ruinas calcinadas de lo que hasta hacía bien poco había sido el gran templo de Artemisa, orgullo de los habitantes de Éfeso. Ese mismo templo del que hace unos días salía humillado por aquellos necios regidores, que le negaban la entrada en la casta de los sacerdotes emasculados, apartándole así de su firme voluntad de consagrar su vida a reverenciar a la diosa hermana de Apolo.

Poco sabían ellos de su firme disposición a alcanzar la gloria o el reconocimiento a pesar de todo.

Cuando en su cabeza, como un fogonazo, se apareció con clarividencia la idea, intentó apartarla de su mente. Sin embargo, mientras contemplaba a sus ovejas ramoneando entre los romeros y los olivos, poco a poco, ese pensamiento se fue imponiendo hasta hacerle alcanzar la certeza de que era la única salida posible. Si no podía alcanzar esa gloria que tanto ansiaba por culpa de esos sacerdotes engreídos, al menos se aseguraría de que lo recordasen de por vida, se implantaría en su recuerdo como una ominosa letanía cincelada en la piedra.

Los silenciosos olivos reposaban bajo las anchas praderas de la luna, que esa noche de julio iluminaba Éfeso con su luz diáfana. Aprovechó Eróstrato la transparencia de la noche para poder desplazarse sin problema cargado con abundantes teas, que transportaba en una gran cesta de mimbre que llevaba colgada de su hombro.

Nadie vigilaba el templo de noche, la confianza en la omnisciencia de los dioses por parte de los sacerdotes era tal, que no consideraban esa posibilidad. Cuando subió los escasos escalones que daban acceso a la nave y traspasó las dos filas de majestuosas columnas que la custodiaban, tuvo un instante de duda. La grandeza del templo ejercía sobre él un misterioso influjo. Sobreponiéndose, avanzó con paso firme hasta el baldaquino en el que se levantaba la imagen de la diosa de la caza, la naturaleza salvaje y la castidad, protectora de niñas y mujeres. Parecía mirarle. Avergonzado cerró los ojos por un instante y recitó para sí una oración. Se inclinó ante ella con adoración y elevando sus ojos, se la quedó mirando durante largo tiempo. De pronto, sin más, empezó a prender las teas, que fue lanzando después —no sin esfuerzo, pues le costaba llegar a tal altura y acertar además a depositarlas en los huecos que se formaban entre las grandes vigas principales y los apoyos de las perpendiculares, más pequeñas— contra la techumbre de madera de cedro libanés, que, aunque lentamente al principio, empezó a arder. Llegó un momento en el que las llamas empezaron a extenderse por todo el templo, provocando una humareda blanquecina que se elevaba hacia el cielo como un cumulonimbos.

*

Sentado sobre un tocón a escasos metros del templo, Eróstrato contemplaba su obra, las llamas acababan de consumir el Artemision y las grandes columnas que soportaban la techumbre, habían caído como las piezas nacaradas de un dominó. Una repentina y fugaz tormenta se desató de golpe apagando los humeantes rescoldos. Quizás la furia desesperada de unos dioses, conscientes de su respuesta ineficaz y tardía.

Cuando los guardias le prendieron no pronunció una sola palabra, se dejó arrastrar por ellos ante el consejo de sabios que había de juzgarle. Durante la espera, podía ver, oxidada por el crepúsculo, la ladera del monte Pion que como un imperturbable guardián se erguía vigilante, extendiendo su sombra sobre Éfeso.

Cuando oyó su condena de la boca del megabiso, una fina curva dibujó una sonrisa en sus labios. Lo había conseguido. Iba a alcanzar la gloria y lo iba a hacer con honores, a través del martirio. A pesar de la damnatio memoriae que también se había dictado, él sabía que no habría nadie en toda Anatolia que no oyese hablar de Eróstrato por siglos y siglos. Su nombre quedaba ligado para siempre al de Éfeso y al de Artemisa.

José Luis Usón Bastarras.

ART MI

Hoy vi a esa mujer de otro mundo en la plataforma. Tenía una belleza tan singular, de esas que, incluso sin conocerlas, sabes que no sería posible compartir algo con ellas… Y te duele.

Y no me refiero a algo corporal, material, mucho menos obsceno; me refiero a compartir las ganas de vivir, aunque sea una tarde, contemplando los restos de la estación espacial que quedaron en el firmamento como bombillas eternas después de que explotara en marzo.

Ella me miró fijamente y, por un momento, floté. Sentí un ligero hormigueo por todo el cuerpo. Y en el momento no supe cómo, pero pude verte a ti, que me leerás algún día. Pude oírte, olerte incluso.

Tu caminar de sobre pronadora. Pegaso de Hércules, alas metálicas, espantando luciérnagas.

Primer McDonald’s en Saturno, contrabandea carne humana, dicen. Nunca vayas.

«Cien años de soledad», transcrito a treinta y siete lenguas no terrestres. Te lo dejaré bajo la cama.

Gravedad ausente. El Nuevo Orden. La habitación que el señor Turner no alcanzó a preparar para nosotros en la base de la tranquilidad. Reservación pospuesta para siempre.

Universo, ese campo minado, creído páramo inerte. Tormenta de centellas.

Tabla periódica de tres mil elementos, y contando.

La tripulación de la sonda “Cortés”, intentando evangelizar, para después haber sido grabada por su propio rover de acompañamiento, siendo ejecutada y tragada por los marcianos.

Las Andrómedas, sus caderas ansiosas, sus vientres insaciables, dando un placer feroz en cualquier prostíbulo de la galaxia, a cambio de que te contagien la hemorragia subdérmica, incurable hasta hoy.

Elvis, inmortalizado en holograma, dando su espectáculo, casi dislocándose las rodillas para los selenitas.

La flota de los Uranios… Una flota de terror, por cierto. Algún día la verás rompiendo el cielo, hija, y será el momento de correr. No podrá ser detectada hasta que esté ingresando a la atmósfera. ¿Entiendes por qué digo que es de terror?

Prepáralo, mira adelante, enfoca, y si tienes oportunidad, aprieta el gatillo.

Tu sonrisa. Ese otoño detrás tuyo.

Déjame capturarlo.

<<PERMISO DENEGADO>>.

El llanto oculto de papá la tarde en que vio partir mi nave, sabiendo que no regresaría, pero preparando la misma taza de café para los dos, todos los días, por si el destino bueno le torcía su augurio y al final yo sí volvía.

Mamá, deseando verme otra vez, hasta su último respiro.

Árbol de follaje seco, imaginería de fruto cibernético. No muerdas la manzana.

No muerdas la manzana.

Los niños esclavos, vendidos por millares en los confines de la vía láctea. Dios te libre.

Tu madre, ahora sabe que no alcancé a llegar. Pero pude verte. Tu sonrisa. Ese otoño detrás tuyo.

Por favor, déjame capturarlo

<<PERMISO DENEGADO>>.

Está bien, todo está bien.

Te contaba que hoy vi a esa mujer en la plataforma. Tenía una belleza tan singular, de esas que, incluso sin conocerlas, sabes que no sería posible compartir algo con ellas y, sin embargo, tuvo la bondad de sincronizarse con mi mente, para permitirme acariciar todo lo que te cuento.

Era una venusina. Sí, las de piel violácea, parecida a la de ese mal texto que te envié la otra tarde y que debe estar en algún servidor sideral, en camino a llegarte.

Son conocidas por su don de la adivinación y clarividencia. Se les considera brujas interestelares, muy peligrosas si uno anda en malos pasos.

El hormigueo en mi cuerpo cesó y, antes de que todo se acabara, ella me sonrió tímidamente.

Entonces, el comandante dio la orden:

– ¡¡¡Fuego!!!

Y todos los policías motorizados le dispararon.

MARÍA JOSÉ AMOR

Las moscas estaban pesadas y Doña Lourdes, sentada bajo los magnolios del jardín, no paraba de espantarlas quejándose de que de esta manera no acabaría jamás el jersey para su nieto.

En estas, llegó el niño corriendo y gritando:

– ¡Abuelaaaa, ponme aquello de los mosquitoooos! mientras mostraba una la pierna acribillada de picaduras.

-Pero ¿ya has vuelto a ir al estanque?

-No abuela, estaba jugando a pelota con Luis.

La abuela, se levantó y, de repente, notó una pesadez enorme en la cabeza,

– ¿Me habrá vuelto a subir la presión otra vez? se preguntó algo alarmada. Pero como el nieto seguía gritando, no le dio importancia y subió al cuarto de baño a buscar la botella de amoníaco.

Cuando bajó con el remedio en mano, notó una sensación de malestar, como si tuviese frío y calor al mismo tiempo y, tras aplicarle unas cuantas gotas con un algodón, se sentó, cogió nuevamente el jersey en ciernes, pero fue incapaz de dar un punto. Sentía sensación de agobio, como presión en el pecho que le provocaba falta de aire. Y para su extrañeza, ella, tan movida, no tenía ganas de hacer nada. Dejó la calceta y se recostó bien sobre la butaca, pero ni quieta estaba a gusto. Se sentía incómoda por dentro por lo que se dijo:

-Mañana iré que me miren, esto no es normal-cuando algo más extraño aún sucedió: Lúa, la Terranova, venía temblando e intentando refugiarse en su regazo.

Mientras, todo se volvió oscuro. Eran la cinco de la tarde del mes de agosto y parecía que se estuviera poniendo el sol. Miró al cielo. Enormes nubarrones se acercaban mientras se escuchaban truenos en la lejanía, sobre su cabeza, comenzaban a caer enormes goterones y en ciertos momentos el horizonte se iluminaba debido a los rayos cayendo por diestra y siniestra.

Doña Lourdes se tranquilizó comprendiendo que sus males provenían de la tormenta que se avecinaba.

SILVIA RAFI GRACIA

DE VEZ EN CUANDO…

Tal como estaba previsto,

se avecinaba una fuerte tormenta y le inquietaba intensamente aquel

viento que llenaba su

casa de ruidos, como si las tuberías fuesen un

oboé desafinado y sin partitura que sollozase repetitivamente

siempre la misma estrofa; como si el repiqueo en algunas puertas, aquellas de mal cerrar, fuese una insistente llamada, en forma de sordo martilleo, pidiendo entrar; como si burlando muros, por la rendija de sus oídos se introdujese en cada soplo y hasta cada núcleo de sus células, vulnerando su genuína y equilibrada vibración.

Sentía como si en lo más hondo de su cuerpo algo se balancease tan pronunciadamente como aquellas flexibles y resistentes ramas de los árboles que podía contemplar a través de los vidrios que cerraban su balcón. Los miró, ya que, observando cómo una parte de ellos se doblaba sin llegarse a romper, se aligeraban sus indefinibles sensaciones, como si mediante una conexión fraternal, le estuviesen comunicando que a nada debía temer; que era mejor fluír, sin más, con las diferentes maneras que tenía, la naturaleza, de expresarse.

Y, qué más se podía desear en esos momentos, se dijo, que un cobijo seguro bajo un techo.

.

El cielo, en poco rato, tanto se llegó a oscurecer que, con el resplandor del relampagueo, parecía que los grandes nubarrones estuviesen ocultando el inicio de un amenazante incendio. Y en poco los truenos comenzaron a manifestarse como una gran procesión de centenares de tamborileros anunciando un gran acontecimiento.

De repente, comenzaron a desfilar grandes gotas de agua a las que se fueron uniendo más y más, cada vez más, hasta tener la apariencia de una espesa cortina que impedía ver el otro lado. Ya no se veía ningún resplandor ni se escuchaba el sonido de los truenos, ni del viento. Sólo el de la intensa lluvia, semejante al de una frondosa cascada deslizándose.

Y sintió un llanto interno en lo más hondo de su ser que arrastraba emociones muchos años ya impregnadas en su alma y que aún persistían cuando algunos vagos recuerdos afloraban a su mente. Aunque, también persistentemente, cada vez los hiciese a un lado, razonando para sí que no eran ya nada relevantes

en su presente, no más que parte del propio vivir;

y que de episodios similares, de ese calibre, en todas las vidas «se cuecen»..

Emociones acumuladas tras muchas vivencias,

de tristeza, decepción, desengaño, desencanto, auto-culpabilidad, frustración…, que no habían hallado momentos de manifestarse en llanto

y de las que algunas ya ni guardaba noción de sus sombras. Lágrimas que ya habían olvidado el camino para ahogar sus ojos y mojar su rostro, pero que a veces se derramaban

por dentro como una lluvia, así como le sucedió en ese momento.

Y permitió, a esa lluvia que poco a poco había ido aflojando ya su impetuosa fuerza derramada, que con el cantar de su libre caída fuese liberando también su apelmazado sentir.

Acompañándose de su relajante sonido (aunque persistía iba siendo cada vez más suave) fué encontrando distracciones en diversos quehaceres.

Aquella mezcla de inquietud, incertidumbre

y ansiedad se había evaporado. En algún momento recordó qué mal se había sentido cuando se desvelaba la tormenta. «Ya no están. Se han ido por el desagüe junto a los ríos de lluvia amontonada en el suelo;.quizás no del todo aún, quizás de vez en cuando regresen de nuevo con formato de tormenta; pero creo que una gran parte sí que se fueron ya», se dijo.

Luego recordó que debía

ir a casa de Laura, la vecina de enfrente, a ponerle la comida a Puça, aquel lindo gatito pelirrojo que, luego de ronronear entre sus piernas apenas unos instantes tras abrir la puerta, le mostraba diariamente, patas arriba, su blanca barriga sugiriendo su ración de carícias. Le encantaba hacerse cargo de ella esos días (Laura regresaría muy pronto de su viaje).

Miró el reloj cerciorándose de que en muy poco llegaría del trabajo su pareja y algo más tarde su hijo. Se sintió, repentinamente, radiantemente feliz.

«Las tormentas forman parte del devenir del tiempo, tanto si son causadas por condiciones.climáticas como por emociones; y algunas pueden dejar trágicas huellas mientras que, afortunadamente, otras tienen un impacto muy efímero», iba pensando mientras giraba la llave entrando en casa de Laura.

ANGY DEL TORO

La gran tormenta celestial ha llegado, solo hay que esperar que oscurezca, decían las emisoras de radio, televisión y hasta los noticieros parlantes.

Desde el primer anuncio de la alineación planetaria, algo en el aire comenzó a cambiar. Las personas lo notaban de diferentes maneras. Un zumbido imperceptible surgía de las capas de la Tierra. Nerviosismo y expectación se mezclaban. Algo importante estaba por suceder.

En los días previos al 21 de enero de 2025, la humanidad parecía vibrar al unísono con los astros. Las redes sociales se llenaron de mensajes, no de miedo ni de alarma, sino de esperanza:

—¿Sientes la energía? Es como si el universo se preparara para hablar. Esta alineación no es solo un evento astronómico, es un llamado —decía mi novio.

—Ya sé por dónde vienes, que si los planetas nos están recordando que somos parte de algo más grande. Que si la conexión con los astros —respondí.

Como muchos otros, yo también sentía que el universo me enviaba señales. Miraba al cielo, buscando a los planetas que ya comenzaban a acercarse en el firmamento. Sentía un hormigueo en las manos, una emoción inexplicable que no podía compartir con palabras.

Mis sueños también cambiaban. En las madrugadas, despertaba con imágenes borrosas de Saturno, de Júpiter, de un cosmos que parecía extenderse dentro de mi propio pecho. No era la única, mis amigas compartían sus experiencias por WhatsApp, describían sueños similares, como si los astros tejieran una red invisible que las conectaba con las almas de otros universos.

La gente comenzaba a prepararse para la noche del 21. Algunos construían telescopios caseros. Otros buscaban lugares alejados de las luces para observar el cielo. Había una sensación compartida: no se trataba solo de mirar las estrellas, sino de estar presentes. De abrirse al mensaje que el universo parecía querer dar.

Los días previos a lo que mi novio llamaba “la gran tormenta” eran emocionantes para él. Sentía la cercanía de los extraterrestres. Su euforia era tan inexplicable, como si algo maravilloso estuviera a punto de sucederle. Sus risas e insinuaciones eran más frecuentes, sus conversaciones más profundas, y el amor parecía florecer en cada parte de él.

Sin embargo, yo experimentaba una melancolía dulce, un deseo de reconciliarme con mi pasado, de cerrar ciclos y sanar viejas heridas. Comencé a escribir cartas a las personas que había perdido, cartas que no enviaría, pero que me aliviarían el corazón.

Al llegar la tarde de la alineación, el cielo parecía más brillante, y millones de personas alrededor del mundo se preparaban. Pequeñas hogueras se encendían. Las personas, aunque no se conocían compartían historias y canciones. No era un silencio solemne, sino un bullicio de humanidad que celebraba la conexión, la esperanza y la vida.

De repente, los planetas comenzaron a brillar en perfecta alineación, la tormenta se desató, no en el cielo, sino en el corazón de quienes miraban hacia arriba. Era como si el universo hubiera abierto una puerta invisible: Una sensación de unidad recorrió la Tierra, como si todas las fronteras, idiomas y diferencias hubieran desaparecido por un instante.

La esperanza llenó cada rincón oscuro del corazón del universo, recordando a todos que el cambio no solo era posible, sino inevitable. En el aire reinaba la certeza de que los astros habían hablado y que su mensaje era claro: “Estamos contigo. El cambio comienza en ti.”

Bajo el cielo iluminado, mi cuaderno se llenó de letras. La alineación no solo conectó a los planetas, conectó nuestras almas. Nos recordó que somos polvo de estrellas, capaces de crear y transformar. “Hoy somos mejores porque hemos mirado hacia el cielo y encontrado nuestro reflejo.»

Cuando la tormenta de emociones finalmente se calmó, sentí que algo dentro de mí, y dentro del mundo, había renacido. No era solo la promesa de un cambio, era la certeza de que ya estaba ocurriendo.

JOSMA TAXI

Mi ciudad está en el mediterráneo. Tiene veranos calurosos e inviernos suaves, `pero los otoños son peligrosos. Desde hace años sufrimos las tormentas que nos traen las Danas.

El pasado veintinueve de octubre las lluvias fueron torrenciales. Vivo en un piso que tiene un amplio balcón, desde el cual se ve el cauce nuevo del Turiia. Desde el vi en directo el aumento del nivel de las aguas.

El margen derecho del río se vio afectado por una riada que anegó los bajos de las viviendas y los comercios. En los accesos sur a la ciudad quedaron atascados en la autovía.

Los daños materiales fueron considerables, lo peor fue el par de centenares de personas que perdieron la vida.

Pronto llegaron las críticas a un gobierno autonómico que demoró casi ocho horas la emisión de la alerta a los ciudadanos.

Se cortaron los transportes públicos, y aparecieron los voluntarios, especialmente jóvenes, que formaban grupos para limpiar el barro acumulado en las pedanías de Valencia. Dando ejemplo a los que os criticaban antes, por no hacer nada útil en sus vidas.

Lo ideal sería que haya sido la última tormenta, me temo que no será así. Las autoridades siguen dando licencias para construir en zonas inundables.

Los ríos en los que se construyeron poblaciones por ser generadores de vida, cuando no son respetados, se convierten en motivo de muerte.

GRISELDA SIERRA

La tempestad

Estábamos en el granero cuando escuchamos el estruendo. Hacía rato la oscuridad cubría el valle y la tempestad se cernía sobre el pueblo y las aldeas vecinas. El rayo nos estremeció a los dos. Julia me abrazó con fuerza, buscando protección en mi pecho, y yo me levanté de un salto y la apremié a salir. La paja no tardaría en arder. No había tiempo para vestirnos. De prisa amarré a mi cintura la piel de oso sobre la que nos habíamos acostado, y mi mujer sólo logró ponerse el diáfano camisón de chiffon blanco. Afuera la lluvia caía a raudales; pronto el camisón quedó untado al cuerpo de Julia, dejando al descubierto toda su hermosura con la luz de los relámpagos. Corrimos. Nuestros pies se hundían en el lodo y la tormenta arreciaba. Julia y yo intentábamos cubrirnos con la manta que habíamos logrado rescatar de las llamas, pero el viento luchaba por arrebatarla de nuestras manos y poco o nada conseguíamos guarecernos de los goterones. Casi al llegar a nuestra casa un hombre nos salió al encuentro, se detuvo un momento y pareció devorarnos con los ojos. No lo conocíamos, pero aquella mirada parecía haber salido de las profundidades de su alma, y se quedó grabada en nuestra mente por mucho tiempo. Años después, cuando ya lo habíamos olvidado, y Julia y yo ya teníamos nietos, volvimos a verlo. Estaba en una galería donde los pintores iban a ofertar su trabajo. Si bien él no nos reconoció, entre sus obras había una que nos hizo dar un grito de asombro: Julia y yo estábamos en el lienzo aquella noche bajo la tormenta. Aún lo estamos. Pronto, en la galería, las mejillas de mi mujer se cubrieron de arrebol, se apretó a mi cuerpo y comenzó a temblar y a reír con una risita nerviosa, como si implorara mi ayuda. Yo estaba perplejo, y a duras penas pude reaccionar. Mudo todavía por la impresión, saqué la chequera y compré el cuadro sin hacer averiguaciones o reclamos.

MANUELA CÁMARA

En la tormenta. Lo que el barro quiso borrar

«Cuando salgas de la tormenta,

no serás la misma persona que entró en ella.»

— Haruki Murakami

La primera gota cayó sin aviso, mientras yo dormitaba en la hamaca de lona en una esquina del porche. La sentí sobre mi semblante impertérrito, deslizarse como si resbalara por una hoja de plátano, apenas un presagio. No había abierto aún los ojos cuando la brisa ya era un silbido, y el cielo encapotado de nubes púrpuras se desgajaba sobre mí con una lluvia de finas púas que despertaban la carne.

Esta tierra está acostumbrada a las tormentas, a temblar bajo los truenos y los pensamientos que retumban, como si la voz misma de Dios verbalizara advertencias, uniendo en un solo compás el cielo y el pozo de la conciencia. Sin embargo, esta tarde era distinta. Lo sentí en la pesadez de las piernas, en el aire que olía a hierro y en el silencio absoluto de los pájaros.

Cuando la tormenta me mostró su real naturaleza, quedé impresionada mirando los relámpagos que dibujaban raíces incandescentes en las alturas. El suelo se llenaba de la tromba y se borraba; la casa crujía bajo mis pies como si se resistiera a ser arrancada por el remolino. En tan poco tiempo, el aguacero que caía con el furor de un diluvio antiguo se tragó los caminos, y sobre ellos, el agua se infló como una víbora colérica que intentaba llevarse cuanto encontraba a su paso.

Fue entonces cuando la vi. Una joven de pelo suelto y rizado salía corriendo de mi casa. Bajó apresurada los escalones y buscaba un sendero de escape. Apenas lograba sostener entre los brazos una gran canasta de limones verdes, escogidos del limonero que plantó mi padre cuando era joven. ¿Intentaba salvarlos? ¿Me robaba? Cada paso desconcertado que ella daba era un desafío a la tempestad que la empujaba hacia atrás, acorralándola.

—¡Regresa! —le grité; aunque sabía que mi voz era inútil contra el retumbar de los truenos porque apenas yo me oía.

La joven no respondió. Volvió a mirar alrededor y corrió hasta que sus pies descalzos resbalaron en el barro, y la cesta cayó, desbalagando los limones sobre el río fangoso. Yo pensé que se levantaría e intentaría salvarse, pero ella se incorporó y quedó muy quieta, como si hubiera perdido algo vital, como si el alma se le hubiera fugado en la corriente.

Avancé hacia ella sintiendo el agua helada en los tobillos, después en las pantorrillas y hasta las rodillas. La tomé de un brazo y tiré.

—¡Que solo son limones, por favor!

Entonces vi sus ojos rojos y su mirada fija que señalaban lo que ella no podía explicar: Sobre la corriente de sombras turbia y entre los limones desperdigados flotaba una muñeca, quizás su único juguete, alejándose río abajo.

Uno de mis problemas es que no pienso las cosas dos veces. Me quité la chaqueta, y con un bramido de rebeldía entre la boca y el alma, me lancé sin pensar en las consecuencias. Luché contra el barro que me cegaba, contra el fondo que me rozaba, contra las ramas que me agredían, contra algunos objetos que golpeaban. Cuando alcancé la muñeca, levanté con ella el brazo, mostrándole la reliquia que salvaba. Con fuerzas que yo no sospechaba que mi cuerpo envejecido tenía, conseguí apartarme de la corriente y agarrarme a la reja de una ventana. Y me sostuve, mientras el agua me azotaba. La muñeca era de papel endurecido por la tinta usada, capas de cola, cáscaras de morfemas, palabras de piel, triangulaciones, mapas, caminos, alas.

Cuando cedió un poco la tormenta y menguó la riada, conseguí regresar a la casa. La joven no lloró, ni habló, ni dio las gracias. Agarró con las manos temblando la muñeca y la abrazó contra su pecho, como quien recupera un pedazo de su corazón.

Y me quedé en el porche viendo a la joven entrar y fundirse con la casa. Mientras en el suelo, sobre las cicatrices del barro, comenzaban a brotar pequeñas raíces y pequeñas ramas. Mientras salvábamos lo que nos salva. Mientras el verdadero milagro no es detener la tormenta, sino encontrar aquello que merece la pena rescatar.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

Bailar en la tormenta

¡Venga ya por favor, esto no puede ser verdad! No me puedes dejar tirado. Le decía Álvaro a su coche como esperando una respuesta comprensiva por parte del vehículo.

Aquel martes ya empezaba el día torcido. Tuvo que llamar a un taxi. Y a continuación, avisar en la oficina, de que llegaría tarde a la reunión con los japoneses. Álvaro, pertenecía al equipo de ingenieros de una empresa informática.

En el transcurso del viaje, le dio tiempo a reflexionar sobre su situación actual. La carga de trabajo era excesiva, proporcionalmente directa a la presión que sentía en el trabajo. La situación en casa también era dura. Sus tres pequeños le adsorbían la energía. En su matrimonio las cosas tampoco estaban boyantes. Por otro lado, estaba el tema de Luis, su compañero en el nuevo proyecto. No había manera de trabajar con él. A todo lo que proponía recibía una negativa de manera automática.

De igual modo, no se sentía valorado. Pensaba que su retribución económica no era equivalente al esfuerzo que diariamente prestaba en la oficina. Además de no contar con los recursos materiales suficientes para el trabajo diario. Los equipos estaban ya antiguados y a su criterio, la empresa se diluía entre la feroz competencia. Como añoraba que volviese la situación cuando empezó en la compañía. Hace de aquello 15 años.

– Caballero, disculpe hemos llegado a destino. Son 15€ si es usted tan amable – Le dijo con toda la educación del mundo el taxista interrumpiendo sus pensamientos.

– ¡Madre mía, menudo robo por 5 minutos en taxi! Normal que existan ciertas empresas de transporte – Dijo Álvaro entre dientes con toda la intención de ser escuchado por el taxista. Mientras buscaba su cartera para abonar el servicio.

– Espero que tenga usted un feliz día. Creo que lo necesita. – Le dijo el taxista mientras arrancaba.

Álvaro por fin llegó y decidido cogió su teléfono para mandar un mensaje a Alfonso, el director de la empresa, para decirle que quería mantener una reunión con él. En seguida, recibió respuesta. Alfonso le citó en su despacho a última hora de la jornada.

La mañana transcurrió y Álvaro ya tenia en mente el glosario de quejas, sugerencias y reclamaciones que le iba a exponer a Alfonso.

Llegó el momento de la reunión y ambos se encontraron en el lugar acordado.

– Pasa Álvaro por favor y toma asiento – le dijo Alfonso mientras despejaba lo que le tenía ocupado.

– Pues mire Alfonso. Tras tener un nefasto día, he reflexionado y me gustaría expresarle mi sentir actualmente en la empresa. – Justo en el momento en el que Álvaro se disponía a lanzar todo aquello que traía pensado. Sonó el teléfono de Alfonso.

– Álvaro me tienes que disculpar, la llamada es importante para mí – Le dijo Alfonso mientras muy atento tomaba lápiz y papel para tratar el asunto de la llamada.

– De acuerdo, déjeme que se lo repita para ver si todo esta correcto. Nos vemos el día 21 de marzo en el pediátrico de oncología a las 8 de la mañana para comenzar el tratamiento con Marcos. Muy amable. Allí estaremos. Que tenga un feliz día. – Colgó el teléfono y dirigió toda su atención a su empleado, de nuevo.

– Marcos, ¿Es el pequeño de sus tres hijos verdad? – Le preguntó Álvaro sin saber como reaccionar a lo sucedido.

– Así es, tenemos un problema al que enfrentar en nuestra familia – Le respondió con serenidad Alfonso.

– Discúlpeme Alfonso, y espero que no se moleste. Pero ya no tengo nada que contarle – Le dijo mientras se levantaba para abandonar la habitación.

Esa tarde, mientras regresaba a casa, Álvaro no dejaba de pensar en lo ocurrido. Había pasado el día quejándose de su situación, sin darse cuenta de que otras personas, incluso aquellas con quienes se cruzaba a diario, estaban aprendiendo a bailar en medio de la tormenta.

MAITE BILBAO

¡OJO! CON LA CALMA

Acercaos, humanos. Dejad que os susurre. Poned la mente en blanco; la vida es tan dura a veces que todos necesitamos momentos de evasión.

Cegad vuestros ojos para ver el mundo interior. ¿Estáis preparados? Concedeos un descanso de la rutina y disfrutad del momento. Aquí estoy, ¿me percibís? Soy un torbellino de emociones, un caos contenido, una fuerza indómita que habita en las profundidades de vuestro ser. Soy el miedo disfrazado de duda, la ira que se esconde tras la tristeza, la soledad que se alimenta de la comparación.

He estado aquí desde siempre, esperando mi momento.Os siento inquietos, ansiosos, como un barco a la deriva en un mar embravecido. Y es que soy yo quien agita las aguas de la mente, quien siembra la tempestad en los corazones.

Vuestros pensamientos son mis juguetes; los hago girar en círculos sin sentido, los sumerjo en la oscuridad. Me gusta veros en el ojo del huracán.Soy el viento gélido que os grita al oído que no es suficiente, que nunca lo será. Soy la lluvia torrencial que inunda el alma, ahogando la esperanza y la alegría. Soy el rayo que parte en dos las certezas, dejándolos expuestos y vulnerables. Pero no soy solo destrucción. Traigo conmigo la oportunidad de cambio, la fuerza que puede sacudir hasta los cimientos, para luego resurgir. Soy la llama que puede purificar el espíritu y liberarlo de todo aquello que lo ata. Hoy os invito a que os sumerjáis en mi caos y os entreguéis a la tormenta. Sentid la intensidad de cada ráfaga, de cada gota, de cada rayo. Para llegar hasta lo más profundo del ser.

Ahora, cerrad el interior para abriros a la otra vida. La tormenta ha pasado, y yo con ella. ¿Cómo os sentís? Quizás más fuertes, sabios y completos.

Regreso al subconsciente; estaré aquí, esperando, para acompañaros en el próximo viaje. ¿Os atreveréis a enfrentarme? ¿O quizás preferís vivir en la calma engañosa de la superficie, ignorando vuestra fuerza interior?

RUFINA SEVILLA

Una noche en París.

Está es su reserva señor veinticinco y ventiseis.

El tren se puso en marcha vieron alejarse la estación y la ciudad después ,hasta que el frío les obligó a cerrar la ventanilla.

Unos minutos después, no esperaron más se dirigieron al vagón restaurante.

Su mesa estaba a punto y un camarero que se movía con elegancia de muchos años que debía de llevar allí,les saludo con buenas noches.

Era feliz ,y se le notaba. Parecía un niño con zapatos nuevos.¿Era por el viajé…o aquella misteriosa mujer?

que rondaba en su cabeza.

¿Qué te pasa ? pregunto el . Estás sería.

Ella trató de ocultar sus sentimientos la tormenta que le inundaba su cerebro.Sabia que si se dejaba llevar por la presión ,como unos días antes estallaría la tormenta y todo se derrumbaría antes de comenzar .

Aquél viajé era muy importante,mucho aunque después de ver a su marido del brazo de una llamativa mujer…se preguntaba si la importancia tenía algún sentido o si representaba algo en el devenir de los acontecimientos.

No me pasa nada ,en serio intentó mentir .

Entonces sonríe ordeno Serafín.

Ángela sonrió.Si reír ahuyentaba los fantasmas,era cuanto podía hacer .

Se iba a París ,con Serafín los dos solos ,como dos amantes… Amantes.

No cenó demasiado?por contra de Serafín el si apuró los tres platos.

Al terminar los dos se miraron con dulzura y entonces Ángela supo que todo cuanto su mente hiciera para atormentarla,eran fantasías suyas.

Serafín la abrazó con ansiedad nada más entrar en su cabina y cerrar la puerta .Ella se dejó besar y apenas si se movió cuando el comenzó a desnudarla. Le gustaba hacerlo…y a ella le gustaba que lo hiciera.

Cada gesto era un botón liberado de su ojal y cada movimiento una caricia en busca de la libertad de la desnudez.

Te quiero Serafín …le dijo ella queda mente.Te quiero mucho Serafín. Sabes que te quiero…

Iba a decir algo más. Iba a agregar : No me dejes nunca…

Pero se contuvo.

Yo también te quiero, musitó el buscando sus labios.

En mitad del beso la llevó a una de las diminutas camas .Apenas cabían pero ignoraron los detalles menores .

El la cubrió con su cuerpo y ella le recibio con el suyo ,abierto para la vida que iba llenarla en unos instantes.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Tormenta en los años dorados

Rompe el silencio la tempestad de recuerdos ocultos e inquietos en el laberinto de la noche, donde la oscuridad y la sombra se entrelazan, sin dar auxilio a la calma, que enceguece con la luz del rayo, anunciando el estruendo del trueno vacilante. Abrazados por el feroz viento, que golpea los árboles y resquebraja sus tallos, buscando aferrarse a la tierra que los vio nacer.

Esas ramas frágiles, por el peso de los frutos que cada año desprende el viejo árbol de cerezas rojas, son como la sangre que circula por las venas débiles del anciano que no duerme, recordando lo que fue y pensando en lo poco que le queda por volar.

Lagunas ha dejado la tempestad en su ser; la neblina comienza a tornarse densa. ¿Cómo detener lo indetenible? Una tormenta amenaza con llevarse los recuerdos, los placeres, la libertad del ir y venir. Apareces en la noche, cuando la soledad no es la amiga de siempre, y le abres la puerta al temor de los años que han de pasar.

Las aguas vuelven a su cauce, la tierra mojada se estanca y el olor a humedad se expande. Las primeras aves salen de sus nidos, que la tempestad no logró llevarse en sus fauces.

Amanece y el sol vuelve a brillar. El anciano regresa de la larga travesía. La tempestad no pudo arrebatarle los amores de su corazón cansado. El espíritu le da fuerzas para cabalgar en la vida. El alma le susurra al oído:

—Sigue, que te espera tu ánimo indómito y libre. Te ha salvado tu verdad, tu honestidad, que emana esa fuerza de voluntad, regalándote más momentos para seguir creando tormentas de ideas en el ajedrez de tu vida.

SILVIA GALLARDO

Surrealismo cotidiano.

Han pasado muchos años, muchísimos días en que el tiempo me tomó de las manos y me arrastró de manera vertiginosa a la orilla del abismo, al proceloso mar de emociones con sus indescifrables tormentas que me empujan a bajar la guardia y rendirme definitivamente.

El alma está anclada a mi cuerpo. No quiere irse porque sabe que existe el umbral que nos separaría para siempre.

Los ecos en las paredes del corazón, retumban estruendosos. Son los latidos que aceleran su ritmo y sin saber apresuran la despedida.

¿Y qué hacemos en estos senderos tormentosos? ¿qué somos dentro de la inmensidad del cosmos?

¡No somos nada! Sin embargo, en nuestra pequeñez existe el espíritu gigante que nos conduce a gritarle a la vida para que el viento lleve los sonidos de nuestras angustias y transformarlas en hilos de esperanza para tejer nuestra realidad y abrir las ventanas de nuestros ojos para estasiarnos de los verdes bosques y los azules de mar y cielo , de las lejanías que nos acercan a la magnánima sensación de la sorpresa .

No hay medida, no hay palabras para describir lo que percibe la existencia. Y es que escalamos a la cima, con una mochila a la espalda y en el sendero vamos echando piedras de todos tamaños, peso y textura .

Vamos subiendo entre tropiezos y caídas. recuperamos fuerza y continuamos. El destino va marcando nuestros pasos sorteando tormentas, disfrutando calmas, cada quien decide si continua o trunca su andar y allí se pierden.

Hay un principio: nacemos a la luz a través de un invasivo túnel, respiramos con el llanto que será el preludio del sufrimiento y hacemos el bosquejo de un camino.

El tiempo nos roba el ánima y merma la conciencia sin evadir las estaciones a las

qué hemos de arribar y nos da la oportunidad de ser constelaciones para dar iridiscencia a nuestro cuadro existencial.

Los parajes adornados de voces infinitas que provienen del viento y anuncian melodías de pequeños alados que mueven las hojas inquietas, que bailan y se abrazan para hacernos estremecer ante nuestra levedad; se vuelven el motivo para saborear cada instante y tatuar en cada partícula de nuestra piel, las sensaciones de nuestro efímero existir.

Y en el intermedio tenemos intervalos para orientar nuestros pasos y tener la certeza de que valió la pena el ascenso a pesar de todas las adversidades, porque nos acompañanaron los astros del alba y el ocaso.

La consumación sería entonces parpadear y dejar pasar a través de nuestra memoria la película de nuestra vida y despedirnos con gratitud.

Aunque nadie sabe que llegamos de otra tierra, la que yace en su centro. Atravesamos las puertas de otro mundo, entre la insondable tempestad de otra dimensión que por siglos nos ha hecho permanecer, entrar y salir y dejar huellas de lo desconocido.

Bajo nuestros pies está esa tierra, territorio perdido, en cuyo corazón late gran energía que redime nuestros miedos ante la incertidumbre de saber, de descubrir que no somos los únicos habitantes del universo.

Salimos en busca de la evolución de nuestras almas y yace la promesa, la verdad: no estamos solos, nunca lo hemos estado. Del cuerpo etéreo que transforma la esencia humana, queremos eliminar la miseria, la maldad y la avaricia.

Errar para corregir, errar sin dañar, sin lastimar, sin dejar heridas perennes. Errar para buscar los caminos del equilibrio y la armonía, la cordialidad y la empatía.

Los siglos, las etapas, la historia corren cuál una película para mostrarnos en retrospectiva, imágenes grotescas e inhumanas de guerras y muertes sin sentido, sufrimiento inmerecido de inocentes .

Por siglos hemos caminado por un mundo dominado por intereses egoístas, por los otros que también desde el interior de nuestro planeta, han guardado los más misteriosos secretos de la existencia.

Otro mundo, otros seres que brotan, explosiones de un volcán, tempestad de humo y de ceniza y para escapar, huir de la opresión y buscar en el infinito, otro lugar, otro espacio, lejos de nuestra órbita donde encuentren la perfección y la sabiduría compartidas.

Reconocer la vileza humana y transformarla en la veta que haga brotar de nosotros, el asombro por la creación y sus manifestaciones convertidas en bondad para abrazar a nuestros semejantes y transmitirnos mutuamente amor y bondad .

Esa es nuestra promesa, la verdad de saber que no estamos solos, nunca lo hemos estado.

Y a pesar de esa fila en la que esperamos nuestro sino final, seremos estrellas, testigos del paso de los que nos preceden.

GRACE PELLS

Lo rugoso de la piedra, y la pisada arma la estabilidad del camino. Se titubea en las calles que no se conocen. Lo que alisa, es el tránsito, lo imprevisible del tiempo. Tu desafío es la tolerancia en la tormenta.

Existía un mapa, pero el plan por más milimetrado tiene que resistir el imprevisto.

He puesto los carteles, pero de que sirve que los leas sino educas la fortaleza del espíritu.

No he mejorado mucho, he construido un Arca por si llueve mucho y fuerte, tal vez no es gigante ante tus ojos. Un salvavidas pequeño es mucho más que nada. Si yo me salvaba, tú te salvabas.

A veces me siento a entender la importancia de la pausa, los huesos hablan. ¿Escuchas a los huesos?

He tratado de hacerme entender, por eso escribo. Tendría que caer mucha agua para ahogarme en medio de una siesta. Lo que tu deseas ya no está en mi mundo.

Y aquello que te enoja, ya no es mi tormenta.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Mi vida se encontraba regulada por la rutina, cada día lo mismo; sin sobresaltos, sin extrañezas sin más cabida para alguien más en mi corazón.

Y así también me había casado con un hombre rutinario, extremadamente predecible.

Nos habiamos conocido en la universidad; me sentí tan atraída hacia él, era guapo, alegre, muy inteligente, era fácil quererlo. Tuvimos una relación relámpago de cinco meses y decidimos casarnos al término de nuestras carreras… y así empezó nuestra historia; una de tantas.

A los tres años de casados tuvimos a María, era la luz de nuestras vidas, y todo ahora era diferente.

Como sabemos en nuestro andar por la vida nos pueden suceder cosas terribles y así nos pasó. María cayó enferma cuando tenía ya cinco años de una rara enfermedad que había hecho grandes estragos en su salud, y los médicos no pudieron hacer nada más para salvarla. En ese momento se extinguió casi toda nuestra vida.

Empecé a alejarme de Jorge, me di cuenta que lo que me unía a él era nuestra hija.

Empecé a llegar cada vez más tarde a casa, y de no estar cerca de él. El trataba de comprenderme,vy me justificaba ante la cruel y terrible pérdida que habíamos sufrido.

Pero yo ya no soportaba estar más con él, estaba harta, solo me detenía el miedo a estar sola; me sentía atrapada como si estuviera en una jaula.

Ya no quiero más vivir esta vida de rutina que ahora me asfixiaba.

Me estaba atormentando el pensar como le diría que ya no quería estar con él, pero tenía que decírselo.

Lo hago a la mañana siguiente; le pido que se vaya de la casa. Que quiero estar sola. Se puso histérico jamás lo había visto así, me pidió que le diera una oportunidad que iba a cambiar ( creo que siempre dicen lo mismo).

Me pareció tan patético, de verdad daba pena…

No quería ser tan cruel, y se me ocurre decirle que salgamos el fin de semana a la cabaña donde le gustaba ir a María el cual era un lugar lindo y tranquilo, y ahí hablaríamos con calma.

Al llegar ahí, le digo que por la tarde vayamos a ver el ocaso desde un acantilado que se encontraba cerca cerca. Y así lo hacemos, y al fin pude deshacerme de Jorge para siempre.

Y acabé con la mayor tormenta de mi alma.

MARÍA GALERNA

Tormenta

Zarparon como tantas veces habían hecho. El cielo, azul, desprovisto de nubes. El mar, tranquilo, ni una sola ola se desperezaba sobre el líquido elemento.

Una ligera brisa hinchaba las blancas velas del bergantín. El capitán, cual personaje de Espronceda, veía -o imaginaba-, todas las tierras a conquistar.

El aire cambió de olor, las nubes negras tomaron posesión de los cielos. Las olas se izaron como si lucharan por su vida. El barco daba bandazos y la tripulación se esforzaba por controlarlo. Las órdenes del capitán se perdían entre los truenos, los relámpagos amenazaban con quemar esa «cáscara de nuez» que luchaba por respirar. Todo era caos.

Algunos marineros cayeron por la borda, y la tormenta, cual amante celosa, los atrapó y llevó al fondo: «Mios», parecía susurrar.

El peligro no importaba, el capitán, hombre curtido en mil tormentas, sabía que viviría para luchar contra una más. Nunca sería la última.

Agarrado al timón, con los dedos blanquecinos por el esfuerzo, la retaba. Ella, consciente de su fuerza, le dejaba creer que la vencería.

El bergantín se escoró violentamente, y el capitán se vio lanzado al mar que lo engulló y…

—¡Luííísss!…¡sal ya del agua!

—¡Ya voy mamááá!

Y Luís rescató al capitán y a los marineros. Atracó el barco en puerto seguro, y pensó en la siguiente travesía, quizá fuera a luchar contra piratas…

AXY LINDA

Truenos y relámpagos rasgaban el cielo mientras el agua, torrencial y furiosa, arrasaba con todo a su paso. Ríos, mares y presas desbordados.

Gritos de angustia, derrumbes, explosiones, incendios…

—¡Esto es el fin! La naturaleza se ha rebelado —dijo Luis.

—¿El fin? Esto no es obra de la naturaleza, amigo —replicó Yanzer.

—Claro que lo es… de la naturaleza humana. ¿No escuchaste lo del arma? Dicen que explotó y borró un país entero. Mira lo que nos ha dejado la ambición por el poder, el dinero, la posesión de cosas innecesarias.

—¿Qué importa eso ahora? ¡Estamos vivos! Ellos no. En lugar de culpar, mejor sigamos a los demás.

Los sobrevivientes avanzaron hasta llegar a un llano que, por algún milagro, había escapado al desastre. Allí, el caos cedió paso al silencio. Todos se miraban, buscando familia y amigos entre tanta desolación. Los que se encontraban se abrazaban, pero sin lágrimas ni sonrisas, solo con un gran vacío.

Entonces, el cielo comenzó a despejarse. Una luz cálida e intensa descendió sobre ellos, envolviéndolos en una paz desconocida.

Yanzer rompió el silencio:

—Lo hecho, hecho está. Lamentarnos no cambiará nada. Debemos aprender de nuestros errores… descansar… y después, comenzar de nuevo. Tal vez, con esto, la humanidad tocó fondo. Solo queda subir.

De pronto, entre las piedras grises y resquebrajadas, surgen flores. Su aparición es tan mágica como inesperada. Los niños, como si intuyeran lo que significa, llenan el aire con sus risas.

JAVIER GARCÍA HOYOS

El mar se empezó a picar. Las nubes cubrieron al sol y la oscuridad se adueñó incluso a los corazones más avezados. Las velas se inflaron como si fueran a romperse y, lo que era un viento favorable se transformó, de repente, en un fuerte vendaval.

Allí, en medio de ninguna parte, el mar creaba enormes montañas de agua que nos elevaban hasta las estrellas, para dejarnos caer hasta las entrañas del océano.

Miré hacia popa, a lo lejos aun se podía distinguir a los piratas de mirada codiciosa que se empecinaban en perseguirnos. Sus cañones seguían probando el alcance, cada vez más cercano, a nuestro navío.

El agua abrazaba con fuerza nuestra cubierta, no quería soltarla, la deseaba. La deseaba con tal furia que me recordaba la mirada lasciva con la que observaba a mi esposa en la alcoba. Escuché el grito de un hombre al caer del palo de mesana, y el de otros dos al ser engullidos por las olas. El miedo se apoderaba de la tripulación, de toda la tripulación menos del capitán. Él seguía impasible, sin perder de vista a los piratas, los malditos piratas que habían conseguido salvar nuestros cañonazos y dejarnos con una munición escasa.

―¿Quién gobierna ese barco? ―gritaba ―Ciento doce cañones y no hemos sido capaces de hundirlo. Y ahora nos persigue, serpenteando el mar, como una serpiente en busca de su presa.

Un oficial vio a lo lejos, un destello. Con un rayo de esperanza sugirió ir a buscar resguardo a tierra firme. El capitán lo miró con rostro severo, y volvió la vista hacia la popa sin contestar

La lluvia se precipitó sobre nosotros como el agua de una cascada. De las tripas del Candela salían las voces desesperadas de quienes trataban, sin éxito, de cargar los cañones con pólvora húmeda.

Otro golpe de mar.

Otro golpe de mar.

Otro golpe de mar.

Soñaré durante años con esos golpes a los que en esos momentos no podía hacer demasiado caso. Los relámpagos sonaban como los tambores de infantería, un rayo cayó sobre el palo de trinquete y lo prendió.

El capitán ordenó virar hacia los piratas ante la incrédula mirada del oficial.

―¿Cómo explicar que nos hemos dejado vencer con un meregildo por unos simples piratas sin disciplina?

El timonel obedeció. Otro rayo nos dio luz y, por un instante vi el faro que avisaba de la proximidad de un puerto, pero también vi un peligro mayor.

“Arrecifes”, ese fue el último grito que dí en la Candela. Después, ya solo recuerdo el enorme crujido de la quilla y las olas golpeando al navío sin piedad.

CARMEN BERJANO

Primer trueno.

– Hay que echar agua al pararrayos.

– Niñas, subiros a las camas y no toquéis nada metálico.

Están a oscuras en el dormitorio matrimonial. Las cuatro niñas en la cama rezando junto a la madre y la abuela sólo iluminadas por la luz de la tenue vela.

Segundo trueno, más cercano.

– No toquéis nada metálico. Nada. Tampoco agujas, Victoria de los Ángeles.

– ¡Ay Dios mío! Vamos a rezar el rosario. Vamos niñas repetid conmigo el Padre nuestro: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Am ahhhhhh

Otro trueno

– Venga no os pongáis nerviosas niñas. Ay dios mío. Rezad conmigo: Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de ahhhhh

Otro trueno, este más fuerte

– Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

– Venga vamos a por el segundo Ave María.

Se van alternando los truenos con las Aves Marías. A partir del sexto Ave María los truenos se van espaciando cada vez más. Y ya por fin se llega a la letanía:

– Retírela, Señor, por donde no haga daño.

RAFAEL MENCÍA ESTEBAN

Desde que abrí el Clandestino a finales de los 70, siempre me siento al final de la barra, controlando la entrada principal al frente y la vieja gramola, a la espalda, que ahora manejo desde el teléfono. Los jóvenes de antaño se vuelven caricaturas de lo que fueron cuando llegan a la barra. Sentado debajo de mi sombrero de fieltro, he visto pasar los sueños de varias generaciones envueltos en alcohol, tabaco, sexo y rock and roll. Alguien me ha contado lo de la tormenta solar y he mandado preparar unas velas. También he preparado la guitarra, desempolvado el piano y algunas cosas más por si nos quedamos a oscuras. Todos me llaman Gonzo por un desacuerdo entre mis padres al ponerme el título, pero eso… es otra historia.

Andaba yo renegando sobre la prohibición de fumar en mi propia casa cuando vi proyectada su sombra sobre la caja registradora. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi salir por esa puerta a Max Estrella. La mirada mantenía la esencia, el envase estaba algo más estropeado y el encorvamiento de la espalda me hizo pensar que mi amigo Max cargaba una mochila de sueños rotos.

Gonzo: Te confieso que te daba por muerto… y observándote con más detenimiento, veo que no me equivocaba.

Max: Aún no, quizás mañana; después de beber ese whisky adulterado que tienes debajo de la barra, morirme será liberador.

Encendió un cigarro con un fósforo que arrojó al suelo sin apagar. Sin decir nada, saqué mi paquete de tabaco, lo puse sobre la barra y comenté: “Me encanta el olor a tabaco, Max. Supongo que nadie te había llamado así desde hace tiempo.”

Max: Dejé de ser Max Estrella la última vez que salí por esa puerta. ¿La has vuelto a ver?

Gonzo: La gente va y viene por El Clandestino, no pregunto. A los que no vuelven les doy por muertos y me alegro de verlos resucitar si llega el caso.

Max: He oído que las cosas se van a poner feas.

Gonzo: ¿Te ha dicho el médico que te vas a morir? ¿Acaso no lo sabías?

Max: Tú y tu sarcasmo impertinente. Cuánto lo echaba de menos. He oído que una tormenta solar se acerca y pronto estaremos todos fritos. Pensé que una noche en El Clandestino sería un final honroso.

Seguíamos charlando y recordando lo antiguo y el camino recorrido. Cómo nos habíamos convertido en cadáveres sin saberlo y qué coincidencia que hoy fuera día de Difuntos, cuando Lulú apareció a contraluz en el quicio de la puerta, casi un fantasma que entre los otros muertos destacaba.

Gonzo: Te reconocería incluso con los ojos cerrados.

Lulú: Yo también he pensado en ti todos estos años.

Max: Yo, apenas.

Lulú: ¿Ahora mientes mirando a los ojos? Nunca se te dieron bien las cartas.

Cuarenta años atrás corrimos todos los escenarios de la ciudad y para recordarlo pinché una canción de entonces en la gramola: “Déjame esta noche, soñar contigo. Déjame imaginarme en tus labios los míos…”

Todo se quedó a oscuras; en cierto modo era lo que venían buscando. El camarero y algunos clientes encendieron las velas que ya estaban distribuidas por el local y, a puerta cerrada, el olor a tabaco acompañó los primeros acordes de mi guitarra. Max se sentó al piano y Lulú continuó la canción donde se había cortado: “ Si algún día diera con la manera de hacerte mío…”.

Por un momento, volvimos a ser aquellos jóvenes sin filtrar. Reímos, bebimos y nos devolvimos los abrazos guardados tantos años.

Poco antes de amanecer volvió la luz que hábilmente alguien de la concurrencia se encargó de apagar en el cuadro eléctrico de la entrada.

Entre el humo y la penumbra vi salir juntos a Max y a Lulú, y yo, aferrado a mi guitarra, mascullé aquella canción: “Qué bonito sería jugarse la vida, probar tu veneno. Qué bonito sería arrojar al suelo la copa vacía”.

Al día siguiente los encontraron en una habitación del Europa. Sobre la cama, vestidos, solamente agarrados de la mano. Sigo sentado al final de la barra bajo un sombrero de fieltro que protege mis sueños rotos.

CESAR TORO

La tormenta viene; nadie escapará, nos va a encontrar dormidos o despiertos; no lo sabemos, lo que debemos tener claro es que: tememos que estar preparados para enfrentarla. A veces viene disfrazada de enfermedad, de ruptura matrimonial, lluvias, truenos y relámpagos, incendios, guerras, accidentes y mas.

Todos en esta vida tenemos que en algún momento enfrentar tormentas de diferentes proporciones; sin embargo, la diferencia está en ¿cómo las enfrentamos? Con entereza y valentía o con quejas y lamentos, esto marcará la diferencia notablemente, el hecho de ser personas resilentes, nos da el valor necesario para sobreponernos a cualquier adversidad. En lo personal, me ha tocado enfrentar varias tormentas una pequeñas otras de gran magnitud. Sin embargo, cuando he tenido que hacerlo, he acudido a la ayuda de Dios para pedir fortaleza y sabiduría. A fin de superar la tormenta.

Se que Dios usa las tormentas para fortalecerme, hacerme más fuerte y sacarme de ese foso que había caído.

Mateo 8, 23.

«Jesus subió a la barca y sus discípulos le siguieron.

Se levantó una tormenta muy violenta en el lago, con olas que cubrían la barca, pero él dormía.

Los discípulos se acercaron y lo despertaron diciendo: «¡Señor, sálvanos, que estamos perdidos!» «

EL IDIOTA

LA TORMENTA.

El doctor García esbozó una sonrisa con timidez. Se maravillada de cómo una simple tormenta de las tantas que azotaban a Palo seco en temporada ciclónica había paralizado al primer secretario del partido municipal a tal extremo que parecía una estatua, un monumento a la comunicación, pues, sentado detrás de su buró, miraba fijamente a la nada mientras con su mano izquierda sostenía el teléfono pegado a la oreja y la boca abierta como si fuera a decir algo.

—¿Desde cuándo está así? —preguntó por rutina ya que en esos casos el tiempo no importaba, sino el motivo.

—Hará cuestión de unos cuarenta y cinco minutos a una hora, doctor —respondió, Maritza, la recepcionista, quien no se había marchado a casa debido al mal tiempo y porque la oscuridad, los truenos y relámpagos le asustaban desde pequeña — Estaba recibiendo las orientaciones de la defensa civil nacional cuando se cortó la electricidad y nos quedamos sin comunicación.

—¿Y el generador eléctrico de reserva?.

— No funciona, doc. Le faltan algunas piezas, además, no tiene combustible. Él lo coge para su auto.

García se acercó al buró e inclinándose hacia adelante le propinó unas palmadas en la mejilla.

—¿No que eres un tipo guapo, dispuesto a luchar contra el enemigo, a dar tu vida por la revolución? —Se burló

—¡Doctoor! —le recriminó Maritza— que le puede oír.

— No te preocupes. No oye ni ve. Puedes aprovechar.

La recepcionista se acercó, con la mano izquierda lo tomó por el pelo y le propinó una bofetada con la otra.

—¡Sucio! —pronunció con desprecio y se echó a llorar.

Palabra suficiente para comprender la relación del jefe con su subordinada.

—¡Ojalá te quedaras así, maricón! —maldijo la mujer mientras se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano.

— Es temporal. Parálisis del miedo, se llama. Cuando perdió la comunicación con los superiores, al no tener quien lo orientara, el temor a tomar decisiones erróneas, lo paralizó —diagnosticó el facultativo mientras le quitaba el auricular de la mano y lo posaba sobre el aparato telefónico.

—Dile lo que sientes —animó a la dama.

— Me da pena con usted.

—Sí deseas me retiro. Total, nada puedo hacer, ni quiero.

—No se vaya, que me da miedo.

Se oyó caer un rayo cercano, seguido de un gran relámpago. Todas las luces de la lujosa lámpara del salón, se iluminaron y sonó el riiin riim del teléfono.

El primer secretario del partido tomó el auricular y con voz potente de militar dijo:

—¡Ordene!

Luego, mirando a Maritza y al doctor, preguntó:

—¿Y ustedes qué hacen aquí?

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