Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el umbral». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 9 de enero!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
DAVID MERLÁN
Un refugio cálido tras la tormenta,
Muros que abrazan y paz que alimenta.
Bajo su techo no hay soledad,
Ríen las almas, fluye la bondad.
Antes de cruzarlo, siente su serenidad,
La casa es el umbral donde reposa la paz.
******
Un libro abierto, espera en la mesa a ser leído por
Mentes inquietas que buscan su destino.
Brotan preguntas como un manantial,
Rompen las cadenas del puente de la ignorancia.
Antes de cruzarlo, todo es oscuridad, pero la
Luz al final, te despertará a la verdad.
******
Un lienzo, un verso callado, adornan la pared.
Misterio y pasión revelan lo creado.
Brochas y palabras esculpen la vida,
Rompen barreras, y sanan las heridas.
Allí donde el alma quiere brillar,
La belleza encuentra su lugar.
******
Un puente frágil existe entre el dormir y el soñar, Mares de imágenes que vienen y van.
Bailan recuerdos con nuevas promesas que
Rinden el cuerpo y la mente elevan.
Atrévete a cruzar el umbral. Cede el control a
La noche, y permite que sea Morfeo el que te guíe esta noche.
FIN
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Estando en el umbral de la vida, esta pasa más deprisa, vives más pues duermes menos, y por ende sueñas menos. Los sueños marchitos van pasando despacio por tu mente, la realidad está más presente y el pasado deja huella en la memoria, el futuro ya no importa, lo que antes eran sombras lo inunda todo el aquí y ahora, todavía no es la hora porque aunque insomne todavía duermes y los sueños de los duendes esconden hadas en los dientes, agradar ya no pretendes por fin lo entiendes que la empatia es carencia en la mayoría de la gente.
Dando tumbos a la pluma escuchas las voces de tus entrañas que gritan para salir por la garganta quimeras en la arena de la playa, en la orilla chocan las olas, lágrimas que crean las mareas y penas alumbrando la luna llena, son los ecos del ocaso de una vida, aguardando en el umbral de la muerte.
SUSANA NÉRIDA
Limitaciones
Traspasando las fronteras del umbral del dolor, como discapacitada de varias dolencias invisibles, me veo en la obligación de hablar de este otro lado del umbral debido a que se hace presión para que se expanda el límite de obligaciones que tenemos a la espalda, sin tener en cuenta las limitaciones. Tanto como cuidador (véase el síndrome del cuidador cuando supera si propio umbral mental) como el mío propio.
Vamos a ello:
una mañana mala, necesito que me ayuden a desvestirme, asearme o ducharme, vestirme. A veces preveo que es más sencillo dormir con ropa de calle.
Me hago y sirvo el café. Me lio un cigarro, sino estoy muy agarrotada y me lo fumo en lo que se enfría el café y me tomo también la medicación de la mañana, eso siempre y cuando mi cabeza estécentrada y sepa que se la tiene que tomar.
Bebo el café y pongo el desayuno a Omaña, medio tirado a veces por el repentino latigazo del dolor de espalda.
Me muevo un poco y se resienten las cervicales, azuzadas por la artritis.
La medicación es tan somnolienta que necesito 30 cafés o dos red bull para despejar algo la cabeza.
Si logro agacharme, juego a la pelota en la terraza, o doy patadas a la pelota para que el pequeño corra algo.
He despertado al canario levantando la cobija.
La taza del café se acumula con los platos de ayer, pues soy incapaz de fregarlos sin dolor y agarrotamiento de los dedos.
Es la 13:00, voy a llamar a mi madre, si estoy más o menos entera para hablar con ella y no me vencen las emociones.
La última vez que cociné, se me olvidó que la olla estaba con agua en el fuego de la vitro. Y hoy, ¿Tengo cabeza para cocinar? Mejor esperar a la de ayuda a domicilio. Tampoco me ha cocinado hoy. Mejor ayuno. Total, entre mis escasos recursos económicos y mi cabeza, ya ni hambre siento.
Llega la tarde, se entrecruzan las siestas con las llamadas de teléfono. seguro que es mi suegra, poca más gente queda. Entre conversaciones y silencios, escribo.
juego con el cachorro, silvo al canario.
Miro por la ventana y ya está atardeciendo. Fotografía rápida de sus hermosos colores, calculo mentalmente el desplazamiento del sol.
Abro el WhatsApp y escribo a mi pareja, con suerte hoy no le he saturado su móvil de mensajes, presa de mis emociones y sombras más desagradables: a qué hora sales?
Mirada rápida para ver qué hay de cena. Calculo rápidamente cuánta energía me queda para moverme por la cocina y hacer la cena. Ojalá hoy toque algo rápido, desfallezco.
En lo que se hace la cena, llega mi pareja y nos saludamos.
Pongo la cena al cachorro y me hincho de nuevo de cafeína para contarnos qué tal nos ha ido el día. Intento ahogar el grito de: a duras penas, sobreviviendo.
Estamos cansados pero atesoramos cada segundo juntos.
Mañana toca salir de casa. Iré, con esfuerzo, con el andador. Estos días muero de dolor.
La silla de ruedas está preparada, para cuando ceje el empeño de poder por encima de mis posibilidades. Para cuando me termine de romper, por dentro y por fuera.
Ni él ni yo damos más de sí, nos vamos a dormir.
La sombra, entre las tinieblas de la noche, me enseña imágenes grotescas y siniestras.Hiperventilando me levanto a fumar y relajarme. Nuevo intento.
Cada dos horas me despierto, unas veces por pesadillas, que ya no grito. Otras, por vete a saber qué. Doy una vuelta por la casa. Fumo mientras disfruto del silencio. Vuelta a intentar dormir.
En dos horas, un nuevo día. Mi rutina es el dolor. Dolor físico, dolor emocional, dolor.
Tengo también una firma de libros, mis dedos siguen rígidos y doloridos. Ya les he avisado que no sé cuántos más podré seguir firmando, tendría que empezar a pensar en un sello para mis queridos lectores.
ARMANDO BARCELONA
NADA
Lucy ha venido a verme. Apesta a tabaco y sus besos saben a ginebra de a cinco dólares la botella, pero eso hace tiempo que ha dejado de ser importante para mí. Se quita las medias y los zapatos, arrebujándose bajo la manta. Nos abrazamos, constreñidos por la estrechez del sofá, tratando de enmascarar el frío bajo una patética farsa de afecto mercenario. Ninguno de los dos tiene ganas ni fuerzas para cumplir con su parte del trato. Le ofrezco la botella de güisqui, bebe a gollete, chasca la lengua, me la devuelve y enciende un cigarrillo.
—Han encontrado muerta a la señora Sullivan, en su apartamento, un amasijo de gusanos y carne putrefacta —dice envolviendo las palabras en grisáceas vaharadas de humo pestilente—. O’Brien, el poli irlandés, dice que la palmó no hace menos de quince días.
Tengo algo de salami, crema de cacahuetes y pan. Seguro que todavía queda media botella de vino. En la pantalla del televisor, un tipo, con cara de ciervo afásico bien alimentado, gesticula sobre un fondo de ruinas leprosas, viejas que lloran y niños desnutridos. Hace mucho que puse el aparato en modo silencio. Para aislarse de la mierda solo hay que cerrar los ojos.
»Creo que andan buscando a su hijo. Se mudó a Sausalito hace mucho y nunca volvió a interesarse por la vieja. Si dan con él, dudo que quiera hacerse cargo de los gastos del entierro —apura la botella y fuerza un hueco de calor entre mis brazos—. ¿Puedo quedarme a dormir esta noche contigo, John? No te cobraré el servicio.
En sus ojos hay un velo de súplica y tras él, como en los noticieros, veo los agujeros de carcoma que dejan en el alma las promesas que la vida se empeña en dejar para más tarde.
Es complicado atreverse a cruzar el umbral de la oscuridad. Yo dejé de intentarlo cuando el miedo pasó a ser algo más que un inconveniente. Por eso me muevo arrastrando los pies, tanteando el terreno. No quiero sorpresas, sé que la muerte no entorpece el acceso con molestos peldaños.
Pero hoy, los fantasmas de Lucy la intuyen vulnerable. Están esperando ahí fuera, acechándola implacables, amparados por la noche; lo noto en la urgencia temblorosa con que sus manos tratan de excavar en mi cuerpo una trinchera de último recurso. Ambos somos conscientes de formar parte del mismo vano inconsistente a punto del derrumbe. También se llama umbral la viga que sustenta esa última agonía del escombro.
Lucy y yo, compartiendo amenazas, hacemos que surja la solidaridad del paria y, para no tener que reprocharnos nada, follamos con la solemnidad contractual del condenado, que no sabe muy bien si es bueno que el tribunal de apelación siga aplazando el linchamiento. En la pantalla del televisor, el mismo tipo con cara de ciervo afásico, le da la espalda a una sociedad decadente, que se desangra en directo y full HD.
Cierro la puerta con doble llave.
Hay salami y crema de cacahuetes, además de media botella de vino.
BENEDICTO PALACIOS
Bajaba jovial la gran avenida, canturreando una canción antigua. También la gente que pasaba al lado debía experimentar las mismas sensaciones. El día acababa de estrenar. A la puerta de un banco, el primero de la avenida, un hombre de unos cincuenta años, sentado en las escaleras, abría la mano y si alguien le entregaba unas monedas, las depositaba en un cestillo con un papel pegado que decía: SOY POBRE. Me conmovió su sinceridad y puse en su mano un billete de cinco euros.
Continué caminando y cantando una canción ahora más moderna. De los árboles de la avenida solo pendían algunas hojas secas. Se notaba que estábamos en pleno invierno.
También a la puerta de una cafetería un pobre extendía la mano. No habría ganado para un cestillo. Me fijé en sus dedos. Asomaban por unos guantes rotos y tenía las uñas negras. A diferencia del pobre del banco, este parecía sentir vergüenza de serlo. La cafetería estaba hasta los topes y abandoné la idea de tomar un café.
Había al final de la avenida un gran hotel y en las escaleras pobres, pero de pobreza menos evidente. Estos no abrían la mano, sino que esperaban de la generosidad universal. Empujé la puerta de entrada y me dirigí a la recepción. Pregunté por el director, Julián Benítez. Nos saludamos efusivamente y nos deseamos albricias para el nuevo año.
—¿Vienes a entrevistar a Mira Moreau? Está divina.
—No gracias, soy profano. Deseaba tomar un café, pero veo que no hay hueco en la barra.
Volví a la calle. La niebla se había apoderado del sol y la temperatura rondaba los dos grados. Me dirigí a la catedral. Los medios habían anunciado que a las 11 el orfeón interpretaría una misa de Pergolesi. Un cartel en el umbral de la puerta principal anunciaba que la misa no podría celebrarse.
RAQUEL LÓPEZ
Quisiera despertar tu alma dormida
traspasando el umbral de la esperanza
tras el paso de ésta funesta vida,
enjuagando mis lágrimas amargas.
Entre los vastos mutismos del tiempo
tu guardián seré en el abismo
entrelazando en la memoria los recuerdos,
que atesoro y forman parte de mis sueños.
Las tinieblas se acercan, entre mudos pasos,
convirtiendo nuestro amor en despedida
nublando reminiscencias del pasado,
llenando mi corazón de melancolía.
Y extendiendo tus alas a otro mundo
donde la luz te llevará hacia el cielo
necio de mí, que perdí todo el anhelo,
y el umbral de la esperanza se hizo infierno.
Los susurros se tornaron en silencios
convirtiéndose en sombras del pasado,
mientras sigo atrapado en un tiempo
en el etéreo destino de un ocaso.
FRANCISCA ESCOBERO
Sus ojos
Dicen que un umbral es un paso, una entrada. El lugar que marca el final y el principio. Pero, ¿Dónde se establecen los límites de un umbral? ¿Dónde está el final o el principio? Siempre he pensado en ese lugar como un sitio por donde se cuela la luz. Porque todo punto y aparte tiene palabras que dejan continuar la historia.
Dicen que el norte te hace fuerte, que es cuestión de historia y de raíces. Que el pasado de la tierra nos mancha de barro y deja huella. Marcando el suelo con las pisadas que nos hacen mantenernos en pie. Dejando un rastro de la historia personal en la línea temporal que nos corresponda vivir.
A veces, con suerte, junto a esas pisadas habrá otras o varias más. Dependerá de la fortuna, de dioses divinos o humanos, del esfuerzo, de los sueños marcados, de las almas que nacen en el camino, de los desvelos y ante todo del amor como constante en esa línea de tiempo.
Sentada frente a él, escuchaba de sus labios narrar la historia y mi silencio guardaba el respeto que merecía el momento.
Viví la emoción del recuerdo y vi la sangre asomada a las venas de la frente, las finas arrugas que ondean la piel por el paso del tiempo. La historia que no se olvida ni debe olvidarse. Y tenía razón.
Sentí el latido de un corazón inquieto. Buscaba ser confidente en el alma gemela que frente a él también escuchaba. Narró los saltos de la vida, la crudeza de bucear en la nada para llegar al todo esquivando los lances del camino.
Sus ojos eran el límite que te permitía ver el inicio y el fin. En su brillo podías ver la luz del umbral, el paso del tiempo, el rastro que deja caminar por una vida intensa.
Mario miraba de soslayo aquellos ojos verdes que le robaron el corazón hace tantos años y que parecían tan pocos. Observé la paz del alma tras lo vivido. Como la cuna te hace ser quien eres y ante todo vi el amor que sentía al mirarla. Suspiré mientras escuchaba.
Hablaba de la vida a su lado como una celebración, un festival de luz y color en el que había música de los 80, bailes en discotecas, rosas furtivas colándose por la puerta de la taberna donde ella ayudaba. La diferencia de nacer a un lado y otro de una ría. Y, a sabiendas de que serían la comidilla del barrio, como decidió apostar por jugar todo a las cartas que le tendían esos ojos verdes, a la sonrisa que le pareció la más bonita del mundo y a la promesa del amor eterno.
Escucharle narrar la historia que los unió, era como cruzar la fina línea entre el espacio y el tiempo. Una puerta entornada sin estar cerrada del todo, con una tenue luz que se colaba por debajo de ella y permitiría siempre echar una mirada atrás para recordar la importancia de seguir agarrado de su mano y nunca perderse en el camino.
Sí, en su mirada estaba el umbral y frente a ella su principio y su final.
Urte berri on!!!
MARI CARMEN MERCHÁN
El umbral
Naciste en una familia acomodada, en tu mesa nunca faltó un plato de comida . No vestias con pantalones zurcidos o jerseys heredados de ese hermano mayor…
Aún así carencias de algo que el dinero no podía comprar. El AMOR.
Unos padres desconocidos entre sí, cuya relación se había ido deteriorando a medida que pasaban los años , fruto de un matrimonio de convivencia. Y tú, su hijo, aquel que iba estorbando a medida que pasaban los días, aquel para el que ya no había tiempo para jugar, para acompañarte al parque, para sentarse a tú lado y hablar de cómo había ido el dia.
Se olvidaron los abrazos, los besos antes de dormir, los «te quiero «
Se creó una atmósfera fría donde los sentimientos no tenían cabida.
Cómo te envidio -me decías cuando visitabas mi casa. A mí, el que vestia con pantalones zurcidos, jerseys heredados de mi hermano mayor…A mí, que al llegar a casa recibían con un beso , con un abrazo. A mí, tu amigo, en cuya casa escaseaba el dinero pero estaba repleta de AMOR.
Los años pasaron, supongo que el tenerlo todo te llevó a no valorar. Supongo que la falta de cariño te convirtió en una persona distinta a la que conocí. O quizás supongo mal . Quizás el evadirte a esa infancia pasada, a esos días donde sus labios aún rozaban tu mejillas, donde aquellos finos brazos rodeaban tu cuerpo. Aquellos dias donde fuiste feliz …
Quizás fue eso lo que te llevó a cruzar el umbral. Un umbral que te llevaría al desahogo en sus principios, para luego pasar a la adicción y posteriormente acabar contigo.
Hay cosas que el dinero nunca podrá comprar, ni umbrales que nunca debemos cruzar.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
AL OTRO LADO
De repente, escuché un ruido que me dejo paralizada. Asustada, reaccioné de manera instintiva, metiéndome en el armario, no sé muy bien si sobresaltada por el miedo que acababa de brotar de forma espontánea en mi interior o fruto de esa curiosidad innata que todos llevamos dentro desde que somos niños. Puede que las dos cosas. El viejo armario de aquella habitación olvidada al fondo de la casa de mis abuelos se convertía unas veces en la fortaleza que servía de refugio a mis temores, pero otras, la mayoría, en la puerta de entrada que cruzaba a un universo imaginario de fantasía esperando ser descubierto.
La oscuridad inicial y la confusión que me produjo el enredarme entre los montones de ropa colgada dieron paso a lo que parecía un largo y angosto pasadizo ligeramente iluminado. Avanzando a gatas y sin apenas ver, fui recorriendo como pude metros y metros de aquel claustrofóbico e interminable túnel, experimentando la sensación de estar explorando los intestinos de una enorme lombriz. Ya había recorrido un buen trecho cuando empecé a sentir una ligera brisa acariciando mi rostro. De repente, sin tiempo para reaccionar, se hizo el vacío bajo mis pies. Tras unos segundos de caída libre, mi cuerpo aterrizó con suavidad y comencé a deslizarme por una especie de tobogán viscoso y resbaladizo hasta caer al fin sobre un suelo blando y acolchado.
— ¡Bienvenida, Alicia! Hacía tiempo que te estábamos esperando — gritó el conejo blanco, impecablemente vestido con su chaqueta y su chaleco mientras miraba su reloj y todos los que estaban detrás aplaudían con entusiasmo.
ARCADIO MALLO
Empezando el día
Se despertó bañado en sudor, como si acabara de salir de una sauna. Sentía el cuerpo molido, peor que la última gran resaca que recordaba, paliza incluida. Y es que cuando se pasaba con las cervezas, siempre acababa metido en líos. Y ya no tenía vente años, precisamente. Tuvo que pestañear varias veces para conseguir enfocar la hora del radiodespertador de la mesilla. A pesar de la fluorescencia de los números, tardó un buen rato en asimilar que marcaba las 16:36. Su cerebro imaginó nerviosismo, inquietud, imaginó como se le aceleraba el corazón y como se levantaba de la cama con efecto resorte ante la hora que estaba leyendo. Se lo imaginó, porque en realidad no reaccionó, siguió tumbado en el humedal en que se había convertido su cama.
Echó la vista al lado. La cama estaba totalmente desecha. Incluso parecía que alguien había dormido junto a él. Podía haber sido el mismo diablo, porque no recordaba nada. Ni de la noche, ni de ayer. No conseguía saber qué demonios le había pasado, qué hacía allí con aquella sensación de inmovilidad. No entendía por qué su cuerpo no le respondía. ¿Habría vuelto Silvia a casa? Ojalá hubiera sido eso, ojalá hubiera sido ella quién había dormido allí y ojalá aquel resacón fuera del atracón de pasión por su vuelta. ¡Ojalá!
Desde el umbral de la puerta, que se abrió de golpe dejando pasar un chorro de luz cegador, se perfiló una figura. Apenas podía distinguirla bien, cegado por la claridad. Se le acercó y le tendió la mano. Instintivamente, se la dio, sin siquiera preguntarse quién era y por qué estaba en su casa. Solo en ese momento se sintió capaz de moverse. Se puso de pie, junto a aquella sombra. No podía distinguir otra cosa, cegado, como en una pesadilla. Pero se sentía libre, ligero, capaz de moverse, y sin dolores. Fue en ese momento cuando echó la vista a la cama y todo cogió sentido.
Se vio allí tumbado boca arriba, inmóvil, con la mirada perdida en el techo. Clavado en él medio y medio de su pecho, aquel cuchillo de empuñadura de roble que guardaba como paño en oro, último regalo de su abuelo cuando había decidido dejar el oficio de matachín. Y toda aquella humedad que sentía, la explicaba el mar de sangre que lo rodeaba. Pese a todo, seguía sin recordar que había pasado, ni quién podía haber sido. La sombra tiró de él y se dejó llevar hacia la claridad de la puerta. «Será la luz de al final del túnel», pensó. Antes echó el último vistazo. Se iba con la incertidumbre de saber que había pasado, pero con la tranquilidad de qué Rodríguez, su amigo de homicidios, lo descubriría, tarde o temprano.
SERGIO TELLEZ GONZÁLEZ
USTED Y MI INOCENCIA
Nos encontramos bajo el alero de aquella humilde casa, donde ya la había visto varias veces, cuando con mi burro, subía hacia el pueblo con la carga de leña para el viejo Misael.
Siempre estaba afuera, recargada en la baranda, como esperando a que el sol se escondiera detrás de la loma de «la vieja» a las seis de la tarde, cuando el día se despedía con un suspiro. Y aunque nunca se lo dije, mi corazón se me salía del pecho cada vez que doblaba la curva de «La Peladera», como si el destino mismo me estuviera llevando hacia ella. Solo quedaban dos curvas más para que mis ojos se encontraran con los suyos, y para que mi alma se quemara con la visión de su vestido blanco, ceñido a sus caderas y su blusa ajustada, que parecía haber sido tejida solo para mostrar la belleza de sus pechos, blancos como la leche fresca de las vacas de don Misael.
Aquel día me llamó con una simple mueca, una sonrisa que me hizo sentir como si el sol hubiera salido de detrás de las nubes solo para mí. Antes, nunca me había mirado de esa manera, siempre esperaba a que yo pasara por el camino, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo, como si no le importara que yo existiera. Y, por mi parte, tampoco la miraba, o por lo menos eso le daba a entender, aunque en realidad, mi corazón se aceleraba cada vez que la veía, y mi mente se llenaba de pensamientos que no sabía cómo procesar. Pero aquel día, algo fue diferente, y su mueca me hizo sentir como si hubiera sido elegido para algo especial, algo que únicamente nosotros dos sabíamos.
Me dirigí hacia ella, con mi burro atrás, arrastrando los pies en mis alpargatas desgastadas, que crujían suavemente con cada paso. El polvo del camino se levantaba bajo mis pies, y mi corazón latía como un tambor en mi pecho. No logro recordar mi actitud, aunque presiento que era una mezcla de pánico y alegría, como si estuviera caminando hacia un precipicio sin saber qué había al otro lado. Mi mente estaba en blanco, excepto por la imagen de su sonrisa, que parecía haberse grabado en mi cerebro como una marca de fuego. Mi burro, que siempre había sido mi compañero fiel, parecía sentir mi nerviosismo y se detuvo un momento, esperando a que me diera cuenta de lo que estaba haciendo. Pero yo no me detuve, seguí caminando hacia ella, como si estuviera bajo un hechizo que no podía romper.
«¡Hola!», atisbé a decir, con una voz que apenas salió de mi garganta. La miré, pero no pude sostener mis ojos en los suyos, azules como el mar, era como si el sol mismo me estuviera mirando directamente. Cambié mi mirada de lado, hacia el suelo, hacia las piedras, hacia cualquier cosa que no fueran sus ojos. Nunca la había observado tan de cerca, y me sentí como si estuviera viendo un milagro. Era tan linda, su piel blanca como la leche fresca, su pelo rubio, ensortijado y rebelde, como si tuviera vida propia. Y esa sonrisa pícara, que me hizo sentir como si estuviera flotando en el aire. Hasta hoy, llevo esa sonrisa en mi mente, grabada como una marca de fuego en mi corazón.
«¿Quiere entrar un momento?, el guarapo está fresco», me dijo con una voz suave como la brisa que sopla por las mañanas en el valle. No supe qué decir, mi mente estaba en blanco, vaciada de todos mis pensamientos y sentimientos. Luego, recordando que debía responder, creo que alcancé a decir un «si» imperceptible, apenas un susurro que se perdió en el aire. Pero ella lo escuchó, y me lo retribuyo con una sonrisa que iluminó todo el paisaje, mientras abría la baranda de la casa con un gesto que me pareció como una invitación a entrar en un mundo desconocido. La madera de la baranda crujió suavemente bajo su mano, y yo sentí que mi corazón estaba latiendo al mismo ritmo que el crujir de la madera.
«Tranquilo», «siéntese» me dijo, mientras entraba a la casa con un movimiento suave y elegante. Yo me quedé impaciente, esperando a que regresara, mi corazón latiendo con una mezcla de emoción y curiosidad. El silencio que siguió fue un abismo que me tragó, y yo me sentí suspendido en el aire, sin saber qué iba a suceder a continuación. Luego, salió de la casa con una totumada de guarapo en la mano, y me la ofreció con la misma sonrisa pícara que me había hecho sentir como si estuviera flotando en el aire. La totuma estaba llena y el guarapo fresco y transparente parecía brillar en la luz del sol. Me sentí atraído por el aroma dulce y refrescante del guarapo y mi sed se hizo más intensa. Tomé la totuma de sus manos y nuestros dedos se rozaron ligeramente, allí fue cuándo me dí cuenta que habíamos cruzado el umbral de la intimidad.
Me tomé el guarapo de un solo sorbo, sin apenas respirar, no era afán, por mí me hubiera quedado toda la vida saboreando el dulce sabor del guarapo, sintiendo cómo se deslizaba suavemente por mi garganta, refrescándome el alma. Pero los nervios, que parecían haberse apoderado de mí y sin darme cuenta, me llevaron a vaciar la totuma de un solo trago, como si estuviera bebiendo agua después de un largo día de trabajo en el campo.
La totuma se vació en un instante y yo me sentí como si hubiera perdido el aliento. Ella se rio suavemente, disfrutando de mi torpeza, y me dijo: «¿Tan sediento estaba, muchacho?». Yo me sentí avergonzado, pero también aliviado, porque su risa me había hecho sentir más cómodo, más como en casa.
«¿Está sola?», le pregunté tartamudeando, con la voz temblando ligeramente, como si estuviera pidiendo un favor que no estaba seguro de que me fuera a ser concedido. Mis ojos se clavaron en los suyos, buscando una respuesta que parecía estar tardando en llegar. La joven me miró con una sonrisa suave y enigmática, disfrutando de mi nerviosismo, y luego asintió con la cabeza, casi imperceptiblemente.
«Mis padres están viajando», dijo con una sonrisa ligera y una mirada pícara, «llegan mañana de la capital». Me miró con una intensidad que me hizo sentir como si estuviera siendo evaluado, y luego prosiguió: «Solo estoy con mi nona, pero ella duerme temprano. La casa es muy grande y muy silenciosa cuando anochece». Su voz se convirtió en un susurro, y su mirada se hizo más intensa, como si estuviera compartiendo un secreto conmigo. «Es un lugar muy solitario», dijo, «pero podría ser menos solitario si tiene usted ganas de quedarse un rato»
Me quedé con la boca abierta, sin saber qué decir. La invitación de ella me había pillado por sorpresa.
«¿Q-qué dice?», tartamudeé. «¿Por qué… por qué me invita a quedarme?»
Ella se rio, una risa suave y musical que me hizo sentir como un tonto.
«Porque me gusta su compañía», dijo, con una sonrisa pícara. «Y porque la casa es muy grande y muy silenciosa. Me aburro sola».
Me sentí como un pez fuera del agua, sin saber qué hacer.
«¿P-pero… pero su abuelita?», pregunté, tratando de encontrar una excusa.
La joven se encogió de hombros.
«No se preocupe por mi nona», dijo. «Está muy enferma, casi no ve y no oye nada. No se enterará de que está usted aquí».
Me sentí un poco más tranquilo, pero aun así estaba nervioso.
«¿Y… y qué haríamos?», pregunté, tratando de sonar casual.
Ella se rio de nuevo, y su risa me hizo sentir como si estuviera flotando en el aire.
«Podríamos hablar», dijo, con una sonrisa. «O podríamos… no hablar. ¿Qué prefiere usted?»
Mi respuesta fue un largo silencio, mis emociones estaban encontradas, mi cabeza convulsionó. Me sentí como si estuviera suspendido en el aire, sin saber qué hacer ni qué decir. Mi mente era un torbellino de pensamientos y sentimientos, y no podía encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que estaba sintiendo.
Por más que pienso, no me acuerdo que le dije, quizá nunca le dije nada, quizá fue un simple «sí» imperceptible, un movimiento almostático de la cabeza. Pero ella pareció entender, pareció saber exactamente lo que estaba pensando y sintiendo.
Me miró con una sonrisa suave y enigmática, como si estuviera compartiendo un secreto conmigo. Y luego, sin decir una palabra, se dio la vuelta y se dirigió hacia la casa, tal vez, esperando que la siguiera.
Y yo, sin saber qué hacer, la seguí.
El umbral de la noche cayó sobre la casa como un manto de seda, suave y silencioso. La luna llena se elevó sobre el valle, iluminando el paisaje con una luz plateada y mágica. Ella me tomó de la mano y me llevó hacia un destino desconocido.
Entramos y la oscuridad nos envolvió con un abrazo cálido. Su rostro estaba iluminado solo por la luz de la luna y su sonrisa era como un llamado irresistible. Me llevó hacia una habitación pequeña, con una cama de madera y un balcón que daba hacia el valle.
Me dio un pequeño empujón, al que yo accedí, y caí en la pequeña cama de madera. La oscuridad era mi aliada y me envolvía en un abrazo cálido. Sus dedos extendidos exploraron mi cara, trazando los contornos de mi barba incipiente. Yo confiaba ciegamente en esos dedos suaves como la lana de las ovejas del viejo Misael. Luego, sus manos se deslizaron por mi pecho y desabrocharon uno a uno los botones de mi camisa. Yo simplemente esperaba el siguiente paso, sin saber qué hacer, un simple mortal a merced de ella.
En la oscuridad, hubo una pausa que para mí fue una eternidad. Luego, mis dedos temblorosos descubrieron que ella se había despojado de su blusa y corpiño, revelando sus pechos blancos, medianos y perfectos. A mí se me hicieron nudos en las tripas. Mi corazón latía con una emoción nueva que me hacía sentir vivo. Mis dedos exploraron suavemente la curva de sus pechos, como si estuvieran descubriendo un tesoro escondido.
Ella se acercó más a mí; su aliento cálido en mi oreja y susurró algo que no pude entender, pero que me hizo estremecer. La oscuridad nos envolvía como un manto y solo podía sentir su presencia, su calor, su suavidad. Mis labios buscaron los suyos y nos besamos con una ternura que me hizo sentir como si estuviera flotando en el aire. El mundo exterior se desvaneció, y solo quedamos nosotros dos, perdidos en un mar de sensaciones y emociones. La noche era nuestra, y nosotros éramos la noche.
Su cuerpo cálido y suave se movió bajo el mío, y supe que había encontrado el paraíso.
La mañana siguiente, me despertó con la luz del sol en mi rostro, y ella estaba a mi lado. Me miró con la sonrisa de siempre. Ahí fue cuando me di cuenta que mi vida había cambiado.
Ella se levantó de la cama, y se vistió con una sonrisa. Me miró y dijo: «Recuerde, esta noche nunca existió». Y con eso, salió, dejándome solo con mis pensamientos y mis recuerdos.
Pero yo sabía que aquella noche había existido, y que siempre la recordaría como la mejor noche de mi vida. La noche en que perdí la inocencia, y encontré el amor.
Nunca más me volvió a invitar a su casa. Sin embargo, cada vez que pasaba por su patio con mi burro y su carga de leña para el viejo Misael, sentía una emoción extraña en mi pecho. Ella siempre estaba con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo, sin mirarme, sin hablarme. Era como si aquella noche hubiera sido un secreto que solo nosotros dos conocíamos, un secreto que nunca más se repetiría.
Hoy, 28 de diciembre, el sol brilla con fuerza en el cielo y mi corazón late con emoción. Pienso en ella con los ánimos renovados, con la misma ilusión y el mismo amor que sentí aquella noche de hace ya 15 años. Juramos pasar este día juntos, año tras año y hasta ahora hemos cumplido nuestra promesa. Ella dedica este día solo a mí, y para mí es el regalo más precioso, un recordatorio de que, a pesar de todo, nuestro amor sigue vivo.
Aún sueño con ella, con su sonrisa pícara que ilumina mi memoria y su mirada coqueta que me hace sentir vivo. Aún sueño con el modo en que me hizo sentir, como si fuera el único hombre del mundo, como si nada más importara que nosotros dos. Y solo espero que hoy, 28 de diciembre, sea igual que aquel día lejano cuando perdí mi inocencia, cuando todo fue posible.
Recuerdo la primera vez que hicimos este trato, en aquel burdel del pueblo donde ella es la joya de la corona. Su «Chulo» la miro con ojos de codicia, pero hay un trato y ella sabe que vale más que todo el oro del mundo. Y yo sé que ella es mía, al menos por un día.
Así que hoy, 28 de diciembre, voy a ir a buscarla, con el corazón lleno de amor y la esperanza de que este día sea tan especial como aquel día que guardo en mi corazón.
IRENE ADLER
LOS CINCO CANÓNICOS.
2— ANNIE CHAPMAN
El albergue Crossingham estaba en el número 35 de la calle Dorset: la peor calle del bajo Whitechapel.
Sólo había dos negocios legítimos en toda la calle, una tienda de comestibles en el número 7 y el pub Blue Coat Boy en el número 32. El resto eran albergues comunales y burdeles propiedad en su mayoría de William Crossingham y Jack MacCarthy, involucrados en toda clase de negocios ilegales, desde el proxenetismo a las peleas clandestinas.
La gran paradoja de la miseria es que enriquece a los que comercian con ella y aniquila a quienes la padecen. El hambre es siempre más fuerte que el miedo y la dignidad no es más que una palabra. Y las palabras no se comen.
De haber tenido el infierno una puerta, la calle Dorset sería el umbral: ese primer peldaño de piedra que nunca deberías pisar, porque cuando lo cruzabas ya no había vuelta atrás. Allí los hombres eran capaces de hacer cualquier cosa por una patata.
Annie golpeó con los nudillos en la jamba de la puerta y esperó. La oficina de Timothy Donovan era el único lugar con algo de intimidad en el albergue y el único, además de la cocina, al que nadie podía acceder sin solicitar permiso. Donovan levantó la vista de los papeles que tenía esparcidos sobre la mesa, bajo el agradable charco de luz de una vela, miró a la mujer con desagrado y luego le franqueó el paso con un gesto ambiguo de la mano que lo mismo habría servido para hacerla pasar que para mandarla al diablo.
Ella dió dos pasos inseguros dentro de la habitación, con la torpeza de un reo camino del cadalso. Parecía enferma, aunque era más probable que estuviera borracha. A Donovan lo invadieron a la vez el tedio y el asco.
—¿Qué diantres te ha pasado en el ojo?
Annie se tocó el cardenal que ya tenía un color desvaído y sonrió.
—No es nada, Tim. Eliza me llamó ladrona y tuve que darle su merecido.
Donovan soltó una carcajada desprovista de humor.
—A ver si adivino. ¿Le robaste un hombre o le robaste una botella?
—¡Yo no robo! ¡Bien sabes que no soy como ellas!
A Annie le ardían las mejillas y el coraje le provocó un acceso de tos brusco y repentino que la dejó sin palabras y sin aliento. Se tapó la boca con un pañuelo que luego se apresuró a guardar en el bolsillo cosido al interior de su falda. No quería que nadie supiera que aquella tos frecuente le arrancaba sangre desde la garganta.
—Si, aquí cuando no sois todas santas, sois todas mártires. ¿De qué querías hablar conmigo?
—Quería pedirte que me guardaras la cama de siempre hasta que reúna el dinero que me falta. No será más tarde de medianoche, lo prometo. Mi hermano Fountain vive en Commercial Street, aquí al lado, y seguro que él me hará un préstamo. Pero no alquiles mi cama, te lo ruego. No quiero dormir en la calle después de lo que les ha pasado a esas chicas en George Yard y en Buck’s Row. ¿Tú las conocías Tim? Una se llamaba Martha Tambran creo. Y la otra Polly no sé qué.
Donovan contestó con un gruñido.
—Puede—dijo—. Borrachas y a oscuras me parecéis todas iguales. Yo puedo darte un servicio esta noche si lo que necesitas es dinero. El de tu hermano te lo beberás antes de llegar aquí. ¿No está la taberna Britannia en la esquina de Commercial?
—He estado enferma toda la semana —farfulló Annie casi al borde de las lágrimas —. No he tenido fuerzas para cumplir los encargos de antimacasares de ganchillo que debía entregar ayer. No puedo trabajar Tim. ¡No puedo!
Por lo general, Annie era cumplidora mientras estaba sobria. Sus labores de ganchillo eran muy apreciadas y tejía preciosos tapetes para cubrir tapicerías que luego vendía en las mercerías de Commercial Road. Desde que su ex marido había muerto de cirrosis y ella dejó de recibir los diez chelines de la manutención, Annie trataba de ganarse la vida honradamente. Pero el alcohol y los precios abusivos de los albergues hacían que el dinero nunca fuera suficiente. “El servicio” consistía en salir a hacer la calle a cambio de una cama, una pinta de cerveza y una patata asada. Donovan elegía el callejón, la hora y al cliente. El servicio, al no incluir la cama, era más barato que el de los burdeles. Y las mujeres que vivían hacinadas en los albergues de la calle Dorset no estaban fichadas por la policía, así que rara vez las acusaban o las detenían. Hasta los bajos fondos tenían sus bajos fondos. Al infierno se entraba por la calle Dorset…, y del infierno jamás se salía.
El vigilante del albergue la vio salir aquella noche. Annie se le había acercado y con su habitual dulzura y sus buenos modales, tan infrecuentes entre las habituales de Crossingham, le había pedido un último favor.
—”Brummy” asegúrate de que Tim no alquila mi cama. Volveré con el dinero.
Al vigilante no le pareció que estuviera borracha, sino triste.
“Como si la vida hubiera dejado de importarle, ¿sabe? Creo que Annie empezó a morir el día que tuvo que dejar a su hijo en una institución de beneficencia porque nació con una discapacidad. Y luego perdió a otra hija de meningitis. Annie no necesitaba una excusa para beber… Annie bebía para seguir viviendo».
EFRAÍN DÍAZ
Hay umbrales que nunca deben cruzarse. Pero ¿qué hacer cuando no hay alternativa? ¿Cuando cruzarlo es imperativo, cuestión de vida o muerte?
Alberto llevaba ocho años en la policía cuando le asignaron su primer caso como agente encubierto. Su misión era infiltrarse en el peligroso cártel de Sinaloa y obtener la mayor cantidad de información posible para asegurar las convicciones de la plana mayor. Pero había reglas: debía cumplir su cometido sin cometer delitos. Una línea tan delgada que a menudo parecía quebrarse bajo el peso de la realidad.
Infiltrarse en un cartel sin ensuciarse las manos requería algo más que agallas. Requería agilidad mental, malicia y una sangre fría inhumana. Alberto sabía todo esto, pero nada podía haberlo preparado para el momento en que le vendaron los ojos, le ataron las manos y lo subieron a una camioneta.
El trayecto fue un silencio tenso, pesado, roto solo por el crujir de los neumáticos sobre el camino. Alberto pensó lo peor. “Me descubrieron”, repitió para sus adentros como un mantra. El sudor le resbalaba por la nuca, pero mantuvo el rostro imperturbable. No debía mostrar debilidad, aunque estuviera aterrado.
La camioneta se detuvo. Lo bajaron, le desataron las manos y le quitaron la venda de los ojos. El reflejo del sol lo cegó momentáneamente; al cubrirse los ojos con la mano, los hombres rieron con burla.
Alberto recuperó la visión y evaluó la escena. Estaban en una llanura seca y desolada. Frente a él estaba el patrón, acompañado de varios sicarios cuyas caras reconoció al instante. Eran los rostros de las fichas policiales. Junto a ellos, un hombre arrodillado, atado de manos, con la cabeza gacha.
—Bienvenido, Alberto —dijo el patrón, con un tono áspero, casi burlón—. Aquí tienes tu primera misión, a ver si tienes huevos. Métele un tiro en la cabeza a este pinche cabrón por sapo.
Uno de los sicarios extendió una pistola hacia él. Alberto la miró, titubeante. Sus instrucciones resonaban como un eco en su mente: no puedes cometer delito.
—¿Qué esperas? —gruñó otro de los hombres, colocando el frío cañón de su arma en la sien de Alberto—. O lo matas o te vuelo la tapa de los sesos.
En ese instante, Alberto cruzó un umbral que no debía cruzar. Pero no fue el que le ordenaron. Con un movimiento rápido, giró sobre sus talones y disparó a quemarropa. El cuerpo del sicario cayó al suelo como un muñeco roto, dejando un charco de sangre espesa sobre la tierra.
Los demás sicarios alzaron sus armas al unísono, pero Alberto, firme y con el arma en mano, los enfrentó. Su mirada era fría, calculadora. Apuntó al patrón.
—A mí nadie me amenaza y sale con vida. Que le quede claro, patrón. Este hombre no me ha hecho nada, pero su sicario intentó matarme.
Por un momento, el aire pareció detenerse. Luego, el patrón soltó una carcajada profunda, resonante, como si acabara de presenciar el acto más divertido del mundo.
—Tienes huevos, cabrón. Y buena puntería. Por eso no más no te mato como a un perro —dijo, mientras alzaba su propia arma y disparaba al hombre arrodillado sin pestañear—. Pero no olvides quién manda aquí.
Alberto había cruzado un umbral que lo transformaría para siempre. Dicen que el primer disparo es el más difícil; los demás, un paseo por el parque. Sin embargo, en su interior sabía que no había matado por obedecer ni por sobrevivir, sino porque había algo en él que le permitió hacerlo. Al matar al sicario, había salvado su vida. Pero, en el fondo, se preguntaba si también había comenzado a perderla. No había cometido delito. Había matado en legítima defensa, algo que le era permitido.
HAROLD LIMA
Un cuento de hadas en el infierno.
El helicoptero retumba y atiza las llamas, los cadaveres pequeños son contados y amontonados para evidencia,los pagan bien, el cabo Reyes corta algunas orejas, el teniente Gutiérrez viola a una pequeña entre los matorrales y luego le dispara. Son órdenes del alto mando no mezclarse con esas criaturas. Siempre solo son órdenes, ni una puta han enviado hasta el momento; estos hombres tienen necesidades y si igual las matarémos a todas, más vale las usen.
Quemamos las chozas y mando a dos para que coloquen unas antenas de comunicaciones. En unos meses está zona estará libre y se podrá explotar la minería aquí.
El cabo Torres opera la radio y me informa que un grupo de nativos nos enboscara.
-Pide un ataque aéreo- Le respondo. Me enciendo un cigarrillo.
-Señores nos movilizamos, que Gutiérrez deje de follar elfas y se mueva. El alto mando quiere limpiemos otra aldea al sur. Cinco minutos-
El helicoptero se eleva, puedo ver a lo lejos como bombardean la zona. Más a lo lejos veo el portal rodeado de la base de avanzada, un dragon pequeño se acerca al helicoptero. Torres le dispara por diversión, esas cosas cuando son grandes son un problema. Los chicos de la 43 bombardearon un nido ayer, dicen la madre casi mata a toda la tropa.
Puto paraíso de cuento de hadas, se encontraron los primeros científicos que llegaron aquí, buen clima, criaturas mitológicas y claro, duendes, elfos y hadas salvajes que acribillaron a todos esos tontos.
Niños bonitos con títulos universitarios todos muertos, los mismos que abrieron el portal se lamentaban ante la prensa. Ahí fue que papá gobierno nos mandó a limpiar la zona.
-Tomen democracia salvajes, lancen flechas y piedras. Que mi unidad hará el trabajo y regresaremos a la base de avanzada por una cerveza helada-
El helicoptero da una sacudida. Veo a lo lejos una explosión en el portal.‐fuego a las 12 dice el cabo- Los grandes anillos se derrumban, las pequeñas explosiones llenan de humo el horizonte. Son esos salvajes elfos y duendes. Maldición. Inteligencia dice se organizan en grupos paramilitares para hacer atentados suicidas pequeños. Esto no es pequeño, esos desgraciados destruyeron los jodidos anillos. Sin los abastos acabaremos la metralla en unas semanas esa cosa tomó dos años en construirse pieza por pieza enviada desde la tierra a este mundo alternativo. No tenemos oportunidad de sobrevivir. Pienso y mastico un chicle imaginando es la cápsula de cianuro que cuelga en mi cuello.
Esto será un cuento de hadas en el infierno, si nos atrapa alguna tribu de hadas, dicen que esas cosas disfrutan desollar. Trago saliva mientras nuestro helicoptero se dirige al portal destruido. Mejor morir ahí peleando, que caer en manos de los salvajes. Le doy un bocanada al cigarrillo y me digo es hora de matar.
ANA DEL ÁLAMO
BAJO EL UMBRAL
Cuando las aves se acurrucan en sus nidos, las campanas de la Iglesia anuncian medianoche.
Al momento, una ligera brisa entra por el ventanal roto junto con los recuerdos. Algunos llegan cargados de añoranza directos al corazón y ahí se quedan reptando el pecho.
Otros son livianos, de los que pasan sin apenas rozarte. Los que no dañan ni oprimen.
Cuando la noche entra de pleno y se encienden las sombras, azotan los fantasmas.
Y aprovechan las grietas para despertar el alma y los olvidos. Los que duelen y te hacen un ovillo.
Y cruzas el alba en posición fetal, con los pies dormidos y el cuerpo encogido.
Como cuando eres pequeña y buscas el abrigo entre los sueños de tus mayores.
Allí donde nunca estamos solos, donde no duele el dolor ni acuden los demonios.
Donde siempre es verano.
Aún ahora, cuando la pena aprieta, los busco en los peldaños del umbral bajo las farolas, en el silencio del olvido quedo, en las cuentas del rosario, bajo la mesa de terciopelo rojo…y no los encuentro.
Me los robó el ayer de un hosco invierno mientras hacíamos chocolate para calentar el frío.
Pronto será primavera y volverá la brisa de dulce aroma , el umbral soleado, el rosario de cuentas y el terciopelo rojo para abrigarme las penas y sacudirme el frío.
MARÍA JOSÉ AMOR
1.-Parte primera: En el Umbral.
El niño iba corriendo hacia la salida y al llegar al umbral, una mano le detuvo mientras una voz le decía:
-No corras tanto y déjame que te vea.
El niño miró y vio una mujer entrada en años que lo abrazó.
El niño entonces intentó soltarse diciendo:
-Tengo que marchar, me están llamando.
Pero ella lo retuvo con fuerza mientras le decía:
-Ellos te tendrán mucho tiempo y yo, que tanto te había soñado, solo puedo estar contigo estos momentos- y lo abrazó con más fuerza.
– ¿No podrás estar conmigo? ¿Por qué?
-Porque nuestros caminos son opuestos, tú sales y yo entro, ya ves-dijo la mujer mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.
-Puedo venirte a ver- dijo el niño.
-No, quien entra aquí ya no puede salir y tú tienes muchas cosas que hacer ahí fuera.
-¿Y ¿por qué entras? Quédate fuera conmigo.
-No, yo ya he acabado el trabajo que tenía que hacer y ya me toca entrar.
Y ¡hala, dame un abrazo bien fuerte y vete ya!
-¿Y no nos veremos más? -dijo el niño tristemente.
-Yo a ti, podré verte desde una ventanita. Tú a mí ya no. Pero ¡vete ya, que te llaman! ¡¡¡Cooorreeee!!!
El niño la miró tristemente pero lo llamaban con tanta insistencia que no le quedó otro remedio que salir.
2.- Parte segunda: La sala de partos.
-¡Aquí lo tenéis! -dice el médico a los padres en ciernes mientras la comadrona acaba de sacarlo y se dispone a cortar el cordón.
– ¡Uf, qué feo es! Pero, es normal ¿no? – dice la madre como toda primeriza al ver un recién nacido.
Ríen la comadrona y el médico asegurando que eso es lo que dicen todas las novatas. Todo es alegría y risas sobre el nombre a poner, qué será de mayor y mil y otros comentarios típicos de esos momentos.
En estas, al padre, allá debajo de las fundas que le han puesto para asistir al parto, nota que el móvil vibra, pero no se molesta en cogerlo, pues ya se sabe que será el comercial de turno proponiendo cambio de compañía telefónica, de electricidad o cualquier cosa y no va a dejar que no le roben esos momentos únicos e increíbles.
Una vez acabados los trámites acostumbrados en esas ocasiones, suben todos a la habitación, donde la comadrona acomoda a la mujer en la cama, la asea y hasta peina y pinta un poco para que esté guapa.
Mientras, el marido, que ya se ha desenfundado de todo el ropaje, va al baño para refrescarse de toda la agitación que acaba de vivir. En esas estaba, cuando recuerda que había recibido un mensaje. Por curiosidad lo abre y queda helado al ver un SMS de su hermana que dice:
-Mamá acaba de fallecer por parada cardíaca.
EL IDIOTA
Sin ánimo de ofender, pero la Ai no ha querido ayudarme hoy, el Internet está pésimo y me he visto obligado a usar mis neuronas, las pobres, aburridas y débiles por el poco uso. Esto es lo único que se me ha ocurrido.
—¿Qué haces parado en el umbral mirando a la puerta cómo si fueras un idiota, Martinez?
— ¿Dónde dices tú que estoy parado?
—En el umbral.
—¿Umbral? Para mi esto es un pequeño escalón delante de tu entrada, Emiliano.
—Eso se llama umbral.
–¿De dónde sacas tú esas palabritas raras?
—¡Del idioma, bruto! ¡Del diccionario!
—¡Ah! Tú te complicas demasiado la vida. Nosotros decimos portal y si es pequeño como éste, pues escalón y ya.
—Superación, eso que llamas complicación es realmente superación, so burro.
— Na, Emiliano, de pronto no he reconocido la entrada y he buscado en mi celular para comprobar que no estaba el sitio equivocado y el muy condenado no ha querido encender. Ahora no sé qué hacer.
—Mira, imbécil, pedazo de…lo único que he hecho es cambiar el color de la puerta. ¿Vas a pasar o no?. Decídete.
CARMEN BERJANO
Una vez soñé que allí, justo allí me abrazaba mi alma gemela.
Y noté la paz y el sentimiento de hogar en aquellos brazos,
en aquel pecho cálido y en aquel umbral.
Era la entrada del campo de mi abuelo.
Desde entonces cuantas veces en la búsqueda de algo siquiera parecido.
Cuanto ensayo error, con más errores que ensayos.
Pero siempre con ese horizonte.
Con esa paz perseguida, y por momentos conseguida, pero yo hablo de otra Paz, de esa así con mayúsculas que solo he encontrado en sueños, y en aquel umbral.
Carmen Berjano
AXY LINDA
El umbral
—Pisa con cuidado; no sabemos qué habrá.
—Ya estamos aquí, sería peor regresar.
Frente a ellos se alzaba un arco negro, que destilaba gotas viscosas y espesas. De él emanaba una luz fría, casi antinatural.
—No entiendo por qué quieres arriesgarte —insistió la voz, temblorosa—. Todo era más seguro allá. A mí no me gustan los peligros; no tengo espíritu aventurero.
—Ya no te quejes, aceptaste seguir, y ahora no hay vuelta atrás.
—Hay que darle sentido a vivir —prosiguió—. Ya no podía estar como un autómata.
—De acuerdo —cedió el otro, con un susurro—. Pero tengo mucho miedo. ¿Y si lo que encuentro no es lo que deseo?
Ambos se detuvieron frente al arco. La luz que cruzaba el umbral parecía viva; los invadió un extraño frío quemante.
—¿Dónde estás? —preguntó, girando sobre sí mismo.
—Siempre he estado aquí. ¿No lo ves? —La voz provenía de todas partes y de ninguna.
Frente a un espejo, vio su propio rostro, pero el reflejo le devolvía una sonrisa torcida, burlona.
—Yo soy tú —murmuró el reflejo—. O más bien, la parte de ti que no quieres aceptar. El miedo, la duda, la cobardía… pero también: la sensibilidad, la empatía, el amor.
El silencio fue, más aterrador que nunca.
—Entonces, ¿todo este tiempo estuve hablando conmigo mismo? —preguntó, con un nudo en la garganta.
—Exacto. Y ahora, ¿qué harás? ¿Cruzarás este umbral de verdad o seguirás huyendo de mí… de ti?
El reflejo extendió una mano, invitándolo a tocarlo. Cuando lo hizo, el mundo se oscureció. El abismo desapareció, y quedó solo él, de pie frente al arco. El umbral seguía allí, pero esta vez entendió que no era una puerta hacia afuera, sino hacia adentro.
Con un suspiro profundo, avanzó.
ANGY DEL TORO
El Umbral de la Tormenta Azul
El mundo parecía respirar con una energía nueva. Un año suspendido, como un latido prolongado entre lo que fue y lo que sería. Los antiguos sabios mayas hablaron de él como un puente, un tiempo fuera del tiempo, un espacio donde los ciclos del pasado se unen con las semillas del futuro.
Aparecía en mis sueños la cima de una montaña sagrada, un grupo de almas inquietas se había reunido para escuchar el mensaje del año. Los asistentes formaban un círculo y frente a ellos, los chamanes vestidos con los colores del cielo y el maíz. Sostenían un cristal que destellaba bajo la luz del sol naciente.
«Hoy cruzamos el umbral» —comentaban, voces que resonaban desde las entrañas de la Tierra—. «Este 2025, no es un año cualquiera. Es el año de la Tormenta Azul, el llamado al cambio, a la transformación profunda».
Rostros y cuerpos que parecían marcados por las batallas de la vida, reflejaban la corriente de energía que atravesaba sus cuerpos. Las voces continuaban:
“La Tormenta limpia lo viejo, derrumba lo obsoleto, y deja espacio para lo nuevo. Pero no teman; dentro de cada uno de ustedes hay una semilla, la Semilla Amarilla, que espera el segundo ciclo del tiempo para ser plantada. Es el momento de decidir qué intenciones llevarán consigo al futuro”.
Los presentes, uno a uno, comenzaban a compartir sus deseos. Hablaban de amor, de sanación, de un mundo donde la humanidad viviera en armonía con la Tierra. Al escuchar estas palabras, el cristal central comenzaba a destellar luces tan brillantes como los mismos rayos del sol que les alumbraba.
“La humanidad ha llegado al umbral del tiempo lineal y cíclico» —dijo la voz omnisciente—. «El pasado nos enseña, pero no nos ata. Este es el momento de florecer, de recordar que somos co-creadores con el universo”.
El aire, lleno de esperanza veía como cada persona tomaba un grano de maíz dorado y lo cavaba en la tierra como símbolo de sus intenciones. La montaña, como un antiguo testigo, recibía, como cada año, las semillas de la gratitud.
Cuando el sol se desvanecía en el horizonte, un resplandor azul cubría el cielo y las almas inquietas, descendían lentamente la montaña. Sabían que el viaje no sería fácil, que la Tormenta los desafiaría, pero también, que los transformaría.
Al llegar a la base, voltearon sus rostros para mirar hacia el futuro, tenían la certeza de que el 2025 no era solo un año más. Sería el umbral hacia un nuevo mundo, un recordatorio de que en cada transformación residía la posibilidad de florecimiento de la Semilla Amarilla.
IVONNE CORONADO
Atravesando los umbrales del miedo
Mirándose al espejo fijamente, Joaquín se dijo: «¡Basta! No seguiré soportando los insultos de mis compañeros, ni dejaré que le hagan daño a Octavio.»
Durante las clases, por supuestos accidentes, le manchaban sus cuadernos o su ropa; a la hora de los deportes, no podía abrir su candado, le habían cambiado la clave. En este año los padres de ambos los habían cambiado de colegio. En el que ahora estaban, no habían logrado hacerse de amigos todavía, porque los dos eran muy tímidos. Eran muy buenos estudiantes, pero les costaba concentrarse en sus estudios por la preocupación que les causaba el acoso del que eran objeto.
Joaquín debía pasar el primer umbral de sus miedos: no ser tomado en serio.
Sudando frío, se acercó a la dirección. Sentía que temblaba.
—¿Puedo entrar a hablarle, don Fernando? —Pasa, Joaquín. ¿Qué te trae por acá?
Y antes de que le faltara el valor, le confió sus temores por la salud mental de Octavio.
Cuando al día siguiente, a la hora de entrar a clases, don Fernando se dirigió a todo el alumnado, a Joaquín se le hacía un nudo en el estómago. Pero el director, muy discreto, solo dijo: «He sabido que algunos de ustedes se divierten acosando a sus compañeros. Les advierto que no toleraré que lo hagan en esta institución. Aquí se viene para aprender a ser mejores. Los que lo hacen, saben que me dirijo especialmente a ellos.»
Joaquín tendría que pasar por segundo umbral del miedo: las represalias de su acto de bravura.
Sus acosadores creían que el director ya tenía sus nombres. Ese mismo día, en la parada del autobús, lejos del colegio, se le acercaron para gritarle: «Marica, cobarde y delator. Eso eres.» Joaquín estaba solo, Octavio estaba indispuesto y se había quedado en su casa.
Decidido, Joaquín dejó pasar el autobús y se acercó a ellos, enfrentándolos:
—Los cobardes son ustedes. En grupo se sienten fuertes. ¿Serían capaces de enfrentarse a mí uno a uno? ¡Demuéstrenmelo!
Otros estudiantes que se habían detenido, curiosos, comenzaron a rodearlos. Y entonces Tomás, se adelantó y mostró los puños. Joaquín no era pleitista, pero sabía que era ahora o nunca.
Tomás iba perdiendo terreno. Alguien había avisado de la pelea, y uno de los profesores los separó con mucha dificultad. Probablemente serían suspendidos.
Al llegar a casa, Joaquín, con la camisa hecha jirones, tuvo que armarse de valor y decirle a sus padres el motivo de la pelea. Manuel, su padre, era un hombre que odiaba la violencia, pero comprendió a su hijo. Al día siguiente fue al colegio para hablar con el director sobre lo ocurrido. Entonces don Fernando exigió los nombres de sus atacantes. La primera vez no lo había hecho. No podía echarse atrás, y le dio la información.
Los padres y los implicados, fueron llamados a la dirección. Don Fernando les dijo: «Hace unos años trabajé en otro colegio, donde se produjo una tragedia. La adolescente, acosada, decidió quitarse la vida.» Y mirando fijamente a cada uno de los padres, y paseando su mirada luego sobre los muchachos, les dijo: «Los hijos copian las actitudes de los padres; pero ustedes, jovencitos, a estas alturas ya tienen bien claro el concepto del bien y del mal.»
Nadie sabía que Octavio padecía de los nervios, porque efectivamente tenía inclinación por los de su mismo sexo, y estaba todavía tratando de conocerse a sí mismo. Era un chico delgado, alto, con ojos de mirada triste y rasgos delicados. Se le dificultaba confesar sus dudas acerca de su sexualidad a sus padres. Solo Joaquín conocía su secreto, pero entre él y Joaquín no había otra cosa que una buena amistad.
Octavio finalmente les dijo a sus padres, y aunque los tomó por sorpresa, le confirmaron que su amor y apoyo siempre lo tendría.
MARTU MONFORTE
En el umbral de la memoria.
La vida sigue y va. Va atravesando noches de lluvia, páramos, médanos picantes, calles oscuras con veredas de escombros. Va en el canto de los niños en la plaza con sus risas de azúcar y sus manos de chocolate, en el sollozo de una guitarra a medianoche, en el silencioso tejado donde irrumpe un gato, en la noche y su música azul, en el día con sol dorado o escondido. Va en el anciano que acarrea su tesoro: una bolsa con pan recién horneado, en la señora que friega y refriega su ventana, en el autubús cargado de sudores y esperanzas, en los pasos apurados de un fin de año que se siente crucial. Siempre se siente crucial, definitivo, inminente. Nunca supe por qué. Tampoco entiendo los apuros, la ansiedad.
La vida se despliega y va.
A tientas me aquieto en el umbral de la memoria; tengo miedo. Me detengo, me bajo del vértigo, necesito escuchar tu voz. Agudizo mis oídos, te recuerdo: quiero tu risa de barrilete o de barquito de papel, tus rezongos de escuela, tus reproches celosos de hermano menor, tus gritos de júbilo ganándome la partida de dados a la siesta. Busco tu voz, busco tu canto, tu forma particular de llamarme con urgencia para reírte de mis obsesiones por cuidarte.
En el umbral de la memoria siento que te desdibujas como una nube que deshilacha el viento; tiemblo. Tu mirada cómplice me rescata y me sostiene. Quiero tu voz de vuelta; intacta. Quiero que se calle el mundo, no logro escucharte. Y qué de mí si tu voz se escapa y no logro retenerla. Apelo a los días tibios y serenos, de estanque y primavera, de campo y bicicleta, de confesiones y lágrimas. Entonces, llega despacio. Mi cuerpo tirita, mi alma se ha detenido. Me amparo en el silencio y, en el umbral de mi desasosiego de memoria borrosa, se abre paso tu voz, como un haz potente de luz, como un torrente de estrellas, como un bálsamo, como un padrenuestro que es caricia y salvación.
Me sumerjo en los recuerdos y espero; te escucho y revivo. Respiro. Tu voz vuelve a mí, no la he perdido. El mundo no puede arrollarnos y silenciar nuestra infancia, nuestros días. El mundo aturde pero huyo a un recodo para encontrarte y tenerte bien cerca.
Atravieso el umbral más fuerte que nunca, encendida en nuestras charlas y divagues, a puro sueño y bienvenida. Camino liviana, te he encontrado.
La vida va, y vos conmigo. Afuera sigue el bullicio de papel y el frenético vahído. Aquí, te rescato, te escucho. Eternamente, hermano.
FRAN KMIL
UMBRAL.
Nunca antes se había visto tantas personas en Cerroseco, ni tanto militares ni tan modernas armas.
Estaba en juego más que la seguridad nacional, la del planeta e incluso la del universo, informaron por los medios de comunicación para que nadie acudiera a la cita.
Pero el pueblo fue terco y a pesar de la prohibiciones, amenazas, concejos, campañas de desmoralización y calumnias contra la bella mujer de vestido rojo muy ceñido al cuerpo, de senos hermosos exuberantes y pelo largo tan negro como sus ojos, se personaron en el área de la antigua mina de litio. Allí montaron sus casas de campaña, allí se comenzaron a comerciar estampillas y oraciones de la maga como si de un nueva santa se tratase. Un pueblo necesitado, casi muerto a causa de la falta de empleo porque su única fuente de riqueza fue cerrada por no rentabilidad, se aferraba a cualquier creencia que prometiera prosperidad, sin preguntar sobre el lugar de origen. Poco Importó si Martha era emisario del diablo, de satanás, del belcebú, de la antigua serpiente calumniadora del Dios trino y único o reptiliana surgida desde las profundidades de las tierras, o de otra galaxia, o una nefilim cuyo fin era exterminar a la humanidad, raza que ya de por sí hacía todo lo posible por extinguirse sin ayuda de ningún ente extranjero.
La tenaz oposición de la elite, delas autoridades, del llamado estado profundo y de los supuestos iluminatis agudizó el sentido de contracorriente de los débiles y menesterosos de la población y contribuyó a aumentar el deseo de comprobar por experiencia propia si de verdad ella podía jugar con los poderes de la naturaleza, repartir panes y peces, curar enfermos…y caminar sobre las aguas y sobre todo, lo más esperado, devolver a Cerroseco a su antiguo esplendor comercial cuando era un pueblo costero.
Salieron a relucir viejos descubrimientos engavetados donde se hablaba de playas, de una bahía, de ataques de piratas y un fortín edificado para su protección.
De la historia solo quedaba el testimonio de un pedazo de pared de piedrs con el hueco de lo que parecía haber sido una puerta y un pequeño umbral. Desde allí, se dijo, la maga haría sus milagros o su show, según la parcialidad del hablante.
Días antes se vigilaron las entradas al pueblo con el objetivo de no dejar pasar a la bella mujer.
A la maga le precedía la fama de haber bajado del cielo, de haber curado Enfermos y haber repartido dinero, haciéndolo caer del cielo como nuevo maná y de haber ascendido hacia las nubes para luego reaparecer en el viejo y decadente Cerroseco.
No obstante las precauciones, la férrea vigilancia y la presencia de miles de efectivos militares y paramilitares, el día señalado, a la hora prefijada, se sintió un gran trueno acompañado por rayos de luces azules que convergieron en el umbral del antiguo fortín y apareció la maga con su vestido rojo, los brazos abiertos como queriendo abrazar a toso el universo.
La muchedumbre estalló en gritos y aplausos.
Comenzó el show o el milagro ( en dependencia de quien cuente la historia)
RAÚL LEIVA
Zaguanes
Hace unos días, me encontré en el umbral de tu morada, un lugar que, en el laberinto de mi memoria, se erige como un símbolo de lo inalcanzable. No permanecí mucho tiempo, pues la sombra de la duda me empujaba a seguir adelante. No esperaba que salieras, aunque la esperanza, esa quimera que nos acompaña, me llevó a imaginar tu mirada tras la cortina marrón, esa que te otorgaba un velo de anonimato en los días de desasosiego.
En ese breve instante, concebí la posibilidad de que estuvieras allí, observando en silencio, con las luces apagadas, como si el mundo exterior no existiera. Pensé que, si por un instante me reconocías, tal vez habrías salido, no sé si para ofrecerme un abrazo —un acto que, en este laberinto del tiempo, calificaría de imposible—, pero al menos para compartir una última mirada. Tu voz resuena en los ecos lejanos de mi memoria, y me siento un extraño en mis propios recuerdos, como un viajero perdido en una geografía cuyos mapas han sido borrados por lágrimas y silenciosos exabruptos.
Me duele no encontrarte, pero más me duele la incertidumbre de mi propia existencia, como si la nostalgia pudiera alguna vez ofrecer consuelo o respuestas a las preguntas que las almohadas repiten en los silencios cargados de culpa.
Hace unos días, me hallé en el umbral de tu casa, como tantas veces antes, un acto ritual que se repite en la trama del tiempo. Sin embargo, esta vez, el eco de mi nombre no sería seguido por la familiar exclamación: “¡La comida está lista!”
En ese instante, encontré un sueño dormido en el umbral de mis recuerdos, un sueño que, temeroso de la luz, se aferra a la penumbra. No me atrevo a hacerlo entrar, pues me encariño fácilmente con estas criaturas etéreas, y cuando se marchan, me siento vacío, un eco en el vasto silencio del universo.
LUISA MARGARITA
«EN EL UMBRAL DE SUS OJOS»
Él estaba sentenciado, lo habían confundido con un criminal incansable que todas las noches ultrajaba cuerpos y almas dejando retazos de dolor entre los matorrales y los bancos solitarios del parque besado por un río silencioso y turbio. Un borracho había dicho que lo había visto y que no tenía dudas de que era culpable. Lo habían atrapado cuando regresaba de madrugada hacia su casa, iba cerrado de negro y arrastrando los pies muy cansados.
Yo, que lo conocía bien, que lo había visto llorar mirando alguna injusticia, que lo había visto dar su abrigo a quien tenía frío, estaba convencida de que alguien así no era un desalmado, un inmoral.
El día del suceso yo caminaba detrás y no observé ningún paso en falso, además, se detuvo y se agachó a la orilla del río y levantó la cabeza justo cuando yo pasaba a su lado y pude ver en el umbral de sus ojos la pureza más absoluta, la mirada impoluta de un hombre incapaz de dañar.
En el juicio lo dije; pero no me hicieron caso hasta que, estando preso, una chica fue atacada y ella se había sabido defender noqueando al agresor.
Entonces se supo que el victimario era el perverso borracho acusador.
Yo me dije, lo sabía, en el umbral de sus ojos estaba la verdad!
YOHEL ANDRÉS
BAJO EL UMBRAL
Felihja era una señora de 45 años, solitaria , de pocos amigos, eso era insoportable para algunas personas, sin n embargo era risueña, extrovertida e imaginativa, a pesar de ser oriunda de gran bretaña se había criado en una familia un tanto religiosa, pero hace 10 años vivía en Boyacá un pueblo de Cundinamarca, le gustaba vivir en lugares con naturaleza, y ese era el lugar indicado , según ella, había hecho su carrera en la ciudad de Bogotá en la universidad de los andes, debido a que esta estaba en los mejores rankings de popularidad allí hizo todos sus estudios, incluso un psd en física cuántica avanzada.
Ella se caracterizó por ser inteligente con unas ganas interminables de seguir aprendiendo, su mente era muy curiosa e ingeniosa, deseosa por ampliar su visión de su vida, y de su carrera de física cuánticas mayor entretención era estar horas y horas en una biblioteca leyendo libros de física , haciendo operaciones , incluso seguía las redes sociales le daban otra visión de la realidad puesto que contactaba con mucha gente que tenía conocimientos sobre números ,temas de física complicados a los que ella les hallaba solución con facilidad, esto mantenía a sus seguidores muy contentos y deseosos de compartir su contenido.
Un buen día muy temprano en la mañana, vio en su teléfono , un seguidor le recomendó por su arquitectura bellísima ir a una iglesia de buga la cual ella acudió con gran ilusión, para recordar su religiosidad de su juventud, el viaje duró tres horas, el lugar yacía vacío , porque no había demanda como lo era en semana santa , se sentó en una silla a admirar la inmensa magnitud de luz , color y arte que se mostraba por dentro Felihja empezó poco a poco a alucinar a sentir que estaba en un lugar especial donde estaban ángeles a su alrededor con gran luz en su interior. de pronto oyó unas voces angelicales que le cantaban dulcemente al oído, ella se quedó prepea con eso, para ella el tiempo se detuvo o se pasó como una flecha atravesando un tronco, demasiado rápido, el padre le toco el hombro, como señal de que ya iba a irse, por consiguiente, ella también tenía que salir de allí.
ella salió de ahí un tanto perpleja por la experiencia que había pasado esto no se lo conto a nadie, tres días después contacto de nuevo al seguidor quien le había mencionado del lugar, Felihja le conto que le había ido super, le agradeció el gesto. (no le conto por lo que le aconteció, puesto no quería que se le juzgara, sabia que la medicina estaba desarrollada, pero, temía que la mente de las personas aun no)
una tarde lluviosa, abrumada por sus pensamientos Felihja decide regresar a aquella iglesia porque de nuevo sentía un llamado, acude al cura del lugar para encontrar refugio en su palabras, el cura demencia la escucho con atención e integra , le dijo que tal vez sería una experiencia significativa para su alma , pero no debía preocuparse, a lo que Felihja asintió, pero de nuevo aquellas voces volvieron a escucharse, su s ojos se cerraron, ella por primera vez danzo, a la par de una música interna que solo ella oía. El sacerdote perplejo la veía moviéndose a un ritmo desconocido ahora si asustado por lo que podría pasar después llamo a emergencias, a los pocos minutos llego una ambulancia, la subieron a la fuerza, ella gritaba fuerte a los ángeles que vinieran a salvarla, con su fuerza no humana la sacaran de allí, lo cual nunca ocurrió, dentro de la ambulancia, fue adormecida. Pasaron días para poder salir de ahí para liberarse, para sentir el aire en el viento en la cara. Ella acudió a su casa pensando que los medicamentos le harían efecto, y no algunos síntomas fueron aun más fuertes, otros eran esporádicos.
Una noche llego a la conclusión que por medio de la esquizofrenia que padecía hace mas de 15 años llego a ver debajo del umbral de un mundo al que solo podría acceder por medio de sus alucinaciones.
SILVIA RAFI GRACIA
UN PORTÓN SINGULAR
Sin saber muy bien porqué, colocó un pie en el umbral de aquel portón de gruesas tablas de madera para anudar mejor su zapato, aunque en realidad se paró allí porque sintió una gran atracción hacia aquel lugar. Quizás fué por aquel color añil desgastado de aquella pared en parrte desconchada por las piedras que, con el tiempo, se habían ido abriendo paso. O por la frondosa bignonia que, desde el interior, colgaba cubriéndola. O por el prominente pomo de metal forjado sobre la cerradura del portón o el llamador con forma de libélula que colgaba del centro. O quizás porqué
– y sí, seguramente fué
éso lo que mayor atracción le provocó – aquél portón permanecía abierto por una pequeña rendija.
No pudo evitar no sucumbir a la tentación de empujarla levemente para ver qué era lo que aquellos muros resguardaban.
Pero el portón, eludiendo su esperada pesadez, se abrió de par en par con una inusitada ligereza.
Estuvo a punto de girar rápidamente su cuerpo y alejarse sin mirar; aunque era mejor, pensó, disculparse ante quien estuviese allí, en el otro lado del muro
Pero no parecía haber nadie en el otro lado.
Mirando hacia el interior, entre diversos árboles y arbustos repletos muchos de ellos de flores blancas, lilas, rosas o amarillas que, deshojadas ya algunas, cubrían también parte del verde suelo de hierba, divisó, junto al árbol más majestuoso, un pequeño estanque donde algunos finos chorros de agua salpicaban su quietud sonorizando agradablemente el entorno. Era un lugar de ensueño.
Pero sin tiempo para reaccionar, sus pies se pusieron a caminar como si tuviesen vida propia hasta el centro de un inmenso bosque de árboles gigantescos con profundísimas raíces y troncos regirados que se enlazaban unos con otros formando una especie de laberinto de túneles.
Se preguntaba cómo podía haber llegado hasta allí, siendo el patio de una antigua casa lo que recordaba haber visto cuando atravesó la puerta…
Y tan frondoso era el bosque que apenas penetraba la luz.
Fué salteando raíces, sujetándose en las rugosidades de las cortezas que le quedaban a mano.
Cada vez era más oscuro, pero los troncos comenzaron a resplandecer como si fuesen translúcidos y albergasen nidos de luciérnagas. Por el suelo, entre las hierbas sobresalían setas iridiscentes de diversas formas y colores.
Repentinamente y como de soslayo vió un intenso resplandor dirigiéndose a la fontanela de su cabeza, donde sintió un suave cosquilleo.
Buscó de dónde procedía y se encontró cara a cara con una grandiosa luna anaranjada que parecía estársele acercando enviándole un guiño, y entonces escuchó a lo lejos los aullidos de alguna manada de lobos. De repente, al apartar la vista del resplandor de la luna y volver a mirar al frente, el bosque se había desvanecido y, rodeando sus pies y también a lo lejos, el suelo quedaba casi totalmente cubierto por piedras volcánicas
de un tono gris que, con los destellos lunares, irradiaban una luz plateada. Caminó unos cuantos pasos, muy lentamente dado que a cada paso su pie se hundía en un suelo de textura esponjosa; y del frotar de cada pisada se desprendía un intenso aroma avainillado.
Topó con un columpio, colgado de algún lugar que a causa de una espesa neblina no alcanzó a divisar, construído con enredaderas de bignonias amarillas.
A su alrededor risas de niños se iban acercando hasta que los pudo ver corretear. Cinco o seis niños y niñas , con vestimentas de muchos colores que recordaban a las de algunos trapecistas de circo, daban grandes saltos alrededor y, también brincando, cinco o seis pequeños lobeznos les seguían. Cada una de aquellas encantadoras criaturas de ojos muy redondos y orejas puntiagudas tomó en sus brazos a uno de los lobeznos y todas comenzaron a trepar por
las ramas colgantes de bignonias, que se perdían entre la bruma. «Colúmpiate! colúmpiate!’ escuchó cómo, entre inocentes risas de alegría, le invitaban aquellas criaturas a mecerse en aquel asiento colgante.
Se sentó en él y, sin necesitar apenas un mínimo impulso de sus piernas, ascendió y descendió repetidamente acoplándose a una creciente melodía de una especie de canción de cuna. que parecía surgir de la nada.
Cada vez sus piernas se alzaban más y más; y más se iban pareciendo a las de sus tiempos de infancia cada vez de más corta edad, cuando repentinamente tanto y tanto se llegó a alzar que giró cayendo hacia atrás, cinco veces volteando para luego quedar en suspensión entre la bruma, planeando como hoja seca en el viento hasta aterrizar en un gran nido tejido de tierra roja y de hojarasca donde un ave de patas zancudas y un plumaje irisado que reflejaba los siete colores del arcoiris, extendió sus grandes alas blancas y, flexionando su largo cuello, con su pico aplanado y redondeado, de ornitorrinco, le empujó suavemente invitándole a subir a sentarse sobre su lomo. Y con trinos de jilguero comenzó a batir sus alas alzándose en vuelo sobre un espeso bosque donde en las copas de los árboles se divisaban múltiples nidos, repletos todos de diminutos huevos pigmentados de incontables colores, algunos de ellos con pequeñas cabecitas encrestadas rompiendo el cascarón.
Dejando atrás la frondosidad del bosque, entre árboles ya dispersos pasaron sobre una poza en la que convergían tres cascadas que repicaban en el agua soltando, grandes unas y diminutas otras, burbujas.que, albergando huevos y larvas de anfibios y de peces, acogidos sobre hojas de loto o de nenúfar, flotaban en el aire y se entrecruzaban dibujando combinaciones similares
a las de un caleidoscopio.
Fueron, entonces, prosiguiendo el vuelo por el cauce del río hasta su desembocadura en una ancha playa de arena negra y aguas turquesas enmarcada por rocas blancas de aspecto marmóreo.
El ave aterrizó al lado de una fogata que, ubicada en un círculo de piedras y junto a una pequeña cabaña, se mantenía encendida ondeando las llamas en el mismo ritmo que el suave oleaje.
Y, otra vez girando su largo cuello, con su pico aplanado y suave le sugirió apearse.
Estando ya sobte la negra arena, que olía a pimienta, el ave, un paso tras otro, se introdujo en el mar y, con sus grandes alas y
su elegante cola transformadas en aletas, nadando, desapareció de su vista.
Vió con gran asombro que las paredes de la pequeña cabaña eran de cristal y en su interior había un lecho que ocupaba toda la superficie de aquel diminuto espacio. Comenzaba a pesarle cierto cansancio tras tantas vivencias y emociones y decidió entrar a descansar.
A través del cristal vió un inmenso barquito de papel donde un grupo de hombres y mujeres cuyos cuerpos estaban cubiertos de algas, le miraban sonriendo y, de un gran cesto arrojaban flores que al rozar el agua se transformaban en medusas, algunas, y otras en estrellas de mar.
Y en la cima de la alta montaña de rocas, unas esbeltas figuras humanas vestidas de espuma blanca y con los cabellos al viento, danzaban siguiendo una melodía insonora y, respondiendo
a una señal imposible de ser detectada por ninguno de sus cinco conocidos sentidos, interrumpían sus movimientos para soplar por sus cuernos de mar haciéndolos resonar hasta el horizonte entre ecos vacíos, algunos transformándose en nubes purpúreas para luego ascender repiqueando en surtidores de luminosas chispas doradas.
«¿Se encuentra usted bien? ¿Se encuentra bien? ¿Le ocurre algo? «
Pudo por fín cerciorarse de que las voces que estaba oyendo pertenecían a un hombre y a una mujer ya algo ancianos que, temerosos por su estado de salud, insistían en comprobar si iba a poder despertarse,
Reconocer, por fín, que las voces de aquellas dos amables personas no formaban parte de los sonidos que aquellos jóvenes hacían surgir de sus cuernos de mar y que, desde la cabaña de cristal, encandiladamente había estado escuchando.
Aunque le llegaron a despertar, sólo consiguió sentirse consciente del todo tras un largo rato de anonadamiento y de total desubicación. Debió superar un profundo trance hasta que reconoció la calle, luego sus piernas, extendidas una en el umbral de la puerta y la otra en la entrada de aquel jardín particular que entre dos porticones se abría de par en par a la calle, después sus zapatos bien anudados, su ropa, su olor, sus manos… Y pudo reconocer también su propia voz cuando, por fín, les respondió dando pie al inicio de un diálogo:
– Sí.sí. Estoy bien. Lo siento, no sé qué me ocurrió.
– Estaba usted durmiendo profundamente.
Y…si hubiese tardado más en despertarse, aunque yo trabajaba como enfermera en un hospital y pude comprobar que sus pulsaciones y su respiración eran adecuadas, a punto estábamos de llamar a Emergencias.
Parece ser que olvidamos comprobar que la puerta hubiese quedado bien cerrada y luego cualquier ventisca la puede abrir.
¿Qué le sucedió?
«Creo que me golpeé la cabeza», dijo palpándose un chichón recién descubierto..
«¿Quizás pudo ser con el picaporte de la puerta? es muy prominente», le respondieron.
Y de repente recordó que se había agachado para ajustar los cordones de un zapato arrimándose al portón. Y se preguntó si quizás al levantarse se habría golpeado la cabeza con la aldaba.perdiendo el conocimiento por el impacto.
Se miró el reloj y eran las cuatro de la tarde. La misma hora, prácticamente, que cuando se agachó (recordó que justo un niño se lo había preguntado, antes de agacharse).
«¿Por qué no entra en casa y tomamos juntos un té?
Nos sentiremos más tranquilos si le vemos en un aceptable estado de salud» , le dijeron invitándole a entrar con un gesto que le resultó familiar. Le pareció reconocer aquel bello jardín que se le presentaba un tanto enigmático.
«Tendremos que acabar cambiando el porticón, porque a veces …» , le comentaron mientras iban caminando…»a veces tras un umbral surge otro…»…
MAITE BILBAO
UMBRAL
La habitación olía a hogar, un edredón de aromas tejidos con recuerdos. Luna y sombras bailaban en las paredes, mientras una anciana y un adolescente compartían la noche.
—Y tú, siempre tan impaciente, como un colibrí que ansía la próxima flor. Has llegado antes de tiempo.
—Alguien tiene que salvar el mundo, y quería darte un abrazo antes de…
De repente, las campanadas de medianoche resonaron, como el latido final de un año. Un destello de luz iluminó el reloj de la pared, cuyas agujas giraron hacia atrás.
—¡Pero qué ocurre! —exclamó él, asombrado.
—Parece que el tiempo ha decidido jugar a las escondidas, querido.
Miraron por la ventana. La ciudad, sumida en un profundo sueño, parecía suspendida en el aire.
—Esto es una locura, tú no deberías estar aquí ya.
—Pues me temo que el destino ha tejido una nueva trama. Otro año más, y contigo. ¿Será que el universo quiere que aprendamos juntos?
—Y yo que esperaba poner en práctica mis nuevos planes. En fin, al menos tendré a alguien con quien compartir los sueños.
—Y yo a quien regañar.
Las luces se apagaron, sumiendo la habitación en la oscuridad. Al encenderse, una inscripción antigua apareció sobre la chimenea: “Y así, el tiempo danza en un eterno presente”.
—Entonces ¿somos el tiempo? —dirigiéndose a la abuela.
—Somos el principio y el final, querido. Y ahora, somos el eterno hoy.
Y así, la Noche Vieja sabia y un ilusionado Año Nuevo, nos dejaron la oportunidad de mejorar la historia.
¿Escucháis las campanas? Anuncian un nuevo amanecer, ¡Celebremos la vida, día a día!
Y tú, ¿qué historia escribirás en este nuevo capítulo de tu vida?
Feliz hoy y los 365 días de 2025.
MARÍA GALERNA
Umbral
La habitación estaba atiborrada de gente. Todos esperando ver el umbral.
Se dirigían hacia él como el que espera encontrar el conocimiento.
El umbral se situaba al fondo de la estancia, aunque a veces fluctuaba y cambiaba su ubicación. Y la marabunta lo seguía hipnotizada.
Yo observaba la maniobra desde una esquina, sorprendido.
En un momento dado, y sin haberlo querido, me sentí arrastrado hacia él. La gente a su alrededor parecía abducida.
Entonces unas palabras llegaron a mis oídos, ¡el umbral había hablado!
«Yo solo he venido a hablar de mi libro». Y subiéndose las gafas de pasta y atusándose su rala melena…Paco Umbral empezó la presentación.
CARMEN ÚBEDA
Estamos bien
Ya era el tercer invierno que los viejos pasaban en casa de su hijo en la gran ciudad. Desde que este medrara con su buena carrera de ingeniería, había tomado la decisión de que sus padres pasaran la fría estación con él y su familia, mujer e hijo, ya que en la aldea de montaña donde vivían los ancianos el frío era tremendamente recio y despiadado para sus muchos años. En la aldea solo vivían muy pocas personas ancianas como ellos. La pequeña casa de sus mayores, provista tan solo de una anticuada estufa de leña, no le parecía suficiente abrigo, al ingeniero, para los muy entrados años de sus progenitores.
En aquel apartamento enorme de la capital, lleno de lujo, confort y una agradable calefacción por toda la casa, los ancianos sentían sus carnes calientes pero, sus corazones helados y oprimidos. Se veían como extraños, ignorados, faltos de cariño. Eran viejos, sus opiniones no contaban ni a nadie interesaban. Su hijo y su nuera estaban poco o nada en la casa, agitados con el trasiego de sus trabajos y de su tupida vida social. Su nieto, bastante tenía ya con sus estudios universitarios. Por cortesía sus tres parientes se interesaban por ellos y les preguntaban, casi diariamente, si se encontraban bien instalados, si la doncella era servicial y amable , si necesitaban algún medicamento y si les gustaban las comidas, pero jamás mantenían una larga charla con sus octogenarios familiares y si esto ocurría advertían que su nuera se mostraba visiblemente molesta, por lo cual su hijo daba por finalizada la conversación con un tono de voz que, queriendo ser amable, les resultaba áspero y cortante.
Decididamente, el invierno era largo, pero la fría estación a los ancianos se les hacía más interminable.
Al fin llego la primavera y el sol se tornó más tibio y cariñoso. Los corazones de los viejecitos se caldearon con la ilusión de volver a su terruño para recibir en su rostro el alear acogedor de la brisa, el sol radiante, conversar con sus vecinos de toda la vida y recuperar su libertad.
En los comienzos de los días calurosos, su hijo les hizo saber, que dejaban la casa de la ciudad para trasladarse al chalet de la playa donde pasarían las vacaciones estivales. Si lo necesitasen por alguna causa ya sabían donde encontrarle y acudiría inmediatamente.
Durante los meses de verano el añoso matrimonio ya había tomado la firme decisión, de pasar el invierno en su pequeña casa, a la que no pensaban abandonar nunca más.
El otoño se presentó amenazador con tormentas y granizadas, de modo que el invierno, sin ninguna etiqueta, se coló de rondón sin esperar la entrada oficial de su estación.
Los ancianos padres del ingeniero se anticiparon a la decisión de su hijo y, antes de que este fuera a recogerlos y llevarlos a su apartamento, como hiciera inviernos anteriores, le enviaron un mensaje en el que le decían que, gracias a una subvención concedida por el municipio al cual pertenecía su aldea, tenían la despensa bien provista de alimentos y disfrutaban de un buen calor en la casa, porque habían comprado una moderna estufa que la caldeaba. El hijo, que como siempre andaba muy ajetreado con sus negocios, les prometió que iría a visitarlos antes de que cayesen las primeras nieves. –No estés preocupado, estamos muy bien, en caso contrario te lo haríamos saber-.
Cayeron las primeras nevadas y pasaron los meses… Ya finalizaba el invierno.
El ingeniero embebido en sus proyectos de ganar dinero, no había podido tomarse ni un día para ir a visitar a sus padres. Pero le había tranquilizado mucho, que le dijeran que estaban muy bien, la última vez que se comunicó con ellos.
Ya entrado el mes de marzo, faltando pocos días para la llegada la primavera, una mañana, de pronto hizo un alto en sus numerosas e ineludibles ocupaciones. Bajó al garaje, se subió en su coche y lo enfiló como un poseso, hacia la carretera que lo conduciría a la aldea de su padres. No comprendía aquel extraño y repentino impulso, pero lo cierto era que tenía que seguirlo.
Cuando abrió la puerta de la casa, un frío espantoso le heló hasta los huesos. No había más estufa que la de la leña, y por el aspecto que presentaba, sin uso desde hacía mucho tiempo. La estampa que percibió de abandono le oprimió el corazón.
Halló a sus padres en la cama que les sirvió de lecho desde que unieron sus vidas para siempre.
Abrazados con los ojos cerrados, los rostros serenos y una suave sonrisa en los labios. Con el mismo amor que atravesaron, muchos años atrás, el umbral de una vida en común, atravesaron el umbral de la muerte para continuar unidos toda una eternidad.
El frío del invierno había conservado sus cuerpos intactos.
Carmen Úbeda Ferrer
GRACE PELLS
«Hemos cruzado otro Umbral, un año nuevo.
Desde la Polinesia in crescendo, haciendo un giro volador el joven año se arrodilló en Alaska.
Y es tiempo…
Un suceso y otro, el soplo de unos días que son subconjuntos de otros conjuntos, y nosotros un punto azul.
Y en esa generosidad que el cosmos maneja; estamos.
¿Comprendes?
Suena complejo tal vez, fui toda la vida una narradora mala. Nunca fui un cuerpo redondo, he vivido en el vértice de un cono sin base…mirando el misterio del cielo.
Y suena raro, pero desde allí todo se ve magníficado, tan pero tan inmenso que trato y trato.
Te provoca caminar.
Como no sé qué hay, puedo elegir este punto azul que soy y felicitarme.
Atravesar los días todos los días, quizás sea un desafío de algo, que nos premiará con algo más.
Es como saltar la soga
No te deleitas en la elevación, porque estas ocupada en no tocar la soga.
Tengo un cono sin base
Desde el vértice miro el cielo… y a vos»
NUMIRALDA DEL VALLE
LA BODA.
Llegó la tarde esperada, la tarde de la boda. Soñó toda la noche con la mujer amada. Se encontraba nervioso, ansioso. Ahí estaba ella hermosa, vestida de novia. Radiante caminaba hacia el altar, se acercaba, y a cada paso su corazón palpitaba más fuerte. El novio feliz la esperaba, mientras él, escondido en el umbral de la iglesia sintiéndose al límite, observaba. El elegido por ella no fue él, sino su hermano.
JOSÉ LUIS USÓN
SANTIAGO PARRA III
Tuvo que cerrar los ojos, interponer sus parpados entre ellos y ese sol que no había visto en seis meses, pero que seguía luciendo en el cielo y que se le clavaba como miles de pequeñas esquirlas de cristal, provocándole un terrible escozor.
Al final, lo que pensó que sería un incidente sin importancia, cosa de un par de días en calabozos, se convirtió, gracias a la rabia enconada de Mateo, en una condena por desórdenes públicos —al final no pudieron colgarle el muerto de atentado a la autoridad—. Tras la primera noche, que transcurrió tranquila envuelta en la conversación con aquel desconocido, vino el día. Ese día en el que pudo comprobar de primera mano la inmundicia que puede llenar el interior de un ser humano. No es que no entendiera las razones de Mateo, de sobras sabía que hay acciones que siempre generan una reacción en sentido contrario, ocasiones en las que traspasas un umbral que ya nunca podrás cruzar de vuelta. Pero le sorprendió que los años transcurridos, no hubiesen borrado la mácula en el alma de Mateo.
En su credo interno esas rencillas se resolvían de frente, cara a cara y sin testigos, pero ese credo suyo presentaba una obsolescencia que lo invalidaba por completo.
Dirigió sus pasos a la pensión. No sabía que habría sido de las cuatro cosas que allí quedaron cuando esos tres tipos irrumpieron en su habitación aquella noche. Solo tenía encima la ropa que le permitieron ponerse —que había permanecido guardada en la prisión, pues allí todos vestían el mismo uniforme carcelario— y una cartera con la documentación y el poco dinero que conservaba.
Al llegar, la vieja estaba como siempre parapetada detrás del alto mostrador. Un nauseabundo olor a col hervida y menuceles se extendía por toda la planta baja como un gas tóxico. Tras un breve intercambio de palabras, esta le entregó una bolsa con sus cosas que había permanecido guardada en un pequeño cuarto al que se accedía desde la recepción, y en el que, en completo desorden se amontonaban; ropa, toda serie de objetos que los clientes olvidaban y el género para la cocina —muy higiénico, pensó Santiago con ironía—. No se molestó en comprobar si estaba todo, de poco serviría, por el momento ya había tenido bastantes problemas y no era cuestión de buscar más reclamando a la vieja algo que en cualquier caso tendría poco valor.
Caminaba sin rumbo. Las calles se hallaban envueltas por el griterío apasionado de la gente que en esos días celebraba las fiestas patronales de la ciudad. Ese griterío llegaba a sus oídos contagiándole esa misma dicha que hacía salir a la gente de sus casas. Entró en uno de los primeros bares que encontró, llevaba seis meses sin saber lo que era una comida decente. Los clientes, amontonados, reclamaban a voz en grito sus comandas. No había una sola mesa libre, así que se acercó a la montonera de personas y se fue abriendo paso hasta llegar a la barra. Dos camareros se movían por la misma con agilidad. Hablaban hacia una abertura en la pared que daba a la cocina, repitiendo los pedidos de los clientes. De esa misma abertura salía una voz de mujer, gritando el usual “oído cocina”. Santiago se entretuvo leyendo en una pizarra el listado de raciones….
MARÍA JESÚS GARNICA
Nati,la del sexto, siempre salía al amanecer a pasear a su perro,un labrador con muy malas pulgas.
Se que es difícil de imaginar un labrador con mal carácter, pero así era.
En el umbral del portal, aquella mañana fría, Nati se paró, el perro empezó a gruñir
Y lo vio.
Aquel, medio muerto de frío le pidió ayuda, le habían asaltado unos indeseables, como pudo se acercó al portal para no morir de frío.
Nati lo miro y pensó qué no era asunto suyo. Véase qué no solo el labrador tenía malas pulgas, además Nati no tenía corazón.
Se fue tan fresca a pesar al perro.
Cuando volvió estaba la policía y una ambulancia. El pobre hombre había muerto.
Nati subió hasta su piso.
Desayuno y se fue al trabajo.
El labrador la miraba y pensó.
«Demasiado bueno soy «
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Al fin había regresado a casa; había visto ya a varios médicos y todos coincidían, ya no había nada más que hacer, quizá viviera unos seis a ocho meses como máximo.
Ahora me encuentro sola, y tengo que decidir que haré; mientras espero ir hacia otro plano, recuerdo que alguien me platicó hace tiempo; que había un lugar donde ayudaban a las personas a bien morir, y decido ir.
El lugar se llama El umbral del ocaso.
Al día siguiente me presento ahí es un lugar muy grande, con muchas habitaciones, jardines, salas de juegos, teatro, sala de cine. Canchas de juego, y muchas cosas más.
Les digo que quiero ingresar ahí y les comento mi situación.
Me contestan que sí me aceptan.
Pero que además de admitirme; ayudarán a superar el principal problema que haya tenido en mi vida, o si tenía alguna frustración, deseo no cumplido o tristeza que deba superar.
Para que pudiera pasar mis últimos días con tranquilidad y la mayor felicidad posible.
Aquí; muchas personas han podido hacer lo que más hubieran querido en la vida, como el ser cantantes, actrices/actores, nadadores de alto rendimiento; futbolistas, etcétera. Y a superar situaciones que no hemos podido sanar como la pérdida de un ser querido, lo que se consideraba lo peor de todo, eran aquellas personas que habían vivido durante toda su vida con rencores y amarguras, que no habían podido superar y los psicólogos trabajaban con ellos para que descansarán y se dieran cuenta; que esto solo les dañaba esencialmente a ellos…
La mayoría de las personas que vi en ese momento se les veía contentas.
Me pongo a pensar que es lo que debo trabajar en mi aquí que me haya causado alguna frustración o un gran deseo no cumplido.
Y de pronto rueda una lágrima por mi mejilla y sí en lo más profundo de mi corazón hay una enorme tristeza que creía superada; y ahora me daba cuenta que quería ocultar ese dolor y no enfrentarlo, era la muerte de mi hijo; el cual había muerto cuando apenas tenía dos años.
Tenía que decírselos y así lo hago, anotan todo lo que se les comenta para analizar quien y como deben ayudar.
Pues bien, me instalo en una habitación muy cómoda y al día siguiente empiezo una terapia qué es adecuada a mi problema.
Me siento bien, aceptando cada día el hecho de la muerte de mi hijo y la mía próxima.
Ya no tengo miedo, aquí las personas creo que se vuelven más humanas y más sensibles. Realmente hay una gran camaradería.
Es muy gratificante la solidaridad de todos.
Ahora, agradezco el haber tomado la decisión de haber entrado a este lugar.
Y sé que terminaré el umbral de mi ocaso en paz.
Mi voto para:
Armando Barcelona
María Pau Escribidora
Sergio Téllez
Martu Monforte
Mi voto es para:
Arcadio Mallo
Fran Kmil
Armando Barcelona
Maite Bilbao
Armando Barcelona
Mi voto para…
Carmen Ubeda
Armando Barcelona
Maite Bilbao
Fran Kmil
Armando Barcelona
Ana Del Alamo
Mi voto para Monforte, por escribir también lo qué siento.
Son de una calidad insuperable. Me cuesta mucho decidirme. Enhorabuena a todos.
Mis votos:
Sergio Téllez
Irene Adler
Armando Barcelona
Carmen Úbeda