Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «silencio cómplice». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 14 de noviembre!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
¿Para qué un letrero en la pared?
Si la gente no lee.
Podríamos pintar un cuadro pero llevaría algo más de tiempo y su interpretación sería muy subjetiva.
Deberíamos poner un letrero donde pusiese te quiero y el que escribiese fuese sincero y que el mensaje fuese certero y al que lo leyese le imapactase de lleno en su corazón, que el interlocutor recibiese ese amor.
Pero, ¿para qué?, si nadie quiere leer los asuntos del querer, esperese otro amanecer para que la mágica lectura cumpla su funcion para la que fue escrita: ser leída.
Aquella calle tenía un letrero de cuatro letras que anunciaba el nombre más universal , motor del mundo y la humanidad. Vivimos en la calle amor, en el número infinito, escalera eternidad. Allí mandaremos las misivas para que el cartero se ubique en el barrio paraíso.
MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO
El letrero en la pared, lo decía todo.
CALLE
DE
Vivir es la más bello que el ser humano posee, pero la palabra SINVIVIR es otra cosa.
Conocí a una familia feliz. Su dicha se coronaba, con amores de padres, a la llegada de su hijita.
La pequeña crecía bibaracha, inteligente y preciosa.
Siete fueron los años de aquella familia unida en alegría y viajes en donde conocer mundo le hace sabio al viajero.
Fue en el patio del colegio, jugando en donde por una caída perdió la vida la niña.
El sufrimiento de los padres por su hija estaba ahí perenne en el letrero de la calle que proclamaba al viento, la desazón, la ansiedad, la intranquilidad que en estos días los padres tenían…
SUSANA NÉRIDA SUÁREZ
Por esta calle de Madrid transitada,
hay un cartel en la pared colocado,
como es de manifestación, lo he mirado,
El cartel reza así:
«Nos violan,
nos matan,
alquilan nuestros cuerpos»,
nos dejan en harapos.
¿Por qué? Porque mujer naciste.
¿Iré? Nada me resiste.
¿Gritaré? Por ti, que no pudiste.
¿Bailar? Por ti, que ni te meciste.
Y por mi, que lo padecí,
porque ser mujer es una condena,
que a nadie le da pena,
hasta que desfallecí y desaparecí.
Tanto no habrás vivido,
repiten los que no lo han entendido…
Malos tratos, acosos, abusos sexuales,
me intentáis decir que somos iguales.
Del 8M es la mecha,
o del 25N es la marcha,
aquí estamos, maltrechas,
cubiertas de moretones y desdichas.
El cartel de la pared reza,
que somos una proeza,
con muchísima entereza,
recorriendo esa bajeza.
Y aunque sola me he sentido,
aquí me siento apoyada,
Un rincón seguro he recorrido,
y toda esta violencia, denunciada.
Que si la voz me ha faltado
y las fuerzas me han fallado,
PTSD me han causado
pero de nuevo me he levantado.
¿Qué hiciste?
Sobreviviste,
que esto no se te enquiste,
que este amargo instante,
te haga volver a volar, finalmente:
Alza la voz y di: ¡presente!
ANTONICUS EFE
Se presta suegra para cuidar niños.
Cuidado con el perro, tiene malas pulgas. No se quiere lavar.
Se compran votos para elecciones a alcalde, 3 meses barriendo las calles (a negociar).
Se venden libros sin escribir para que cada uno ponga lo que quiera.
Todo a mitad de precio, pago las entregas en efectivo.
No tengo 40, tengo 18 con 22 de experiencia.
Se alquila gato para hacerles carreras a las medias para Halloween.
Deja todo como te lo has encontrado, tú madre no está aquí; no es su casa.
Se ruega no hacer graffitis en Comic Sans.
El que fía no está y el que está no fía. No se fíe de nadie.
Se aceptan donaciones; solo se cobra la comisión de apertura.
-Ayyss Manolo, ¿cuál de los letreros nos llevamos para ponerlo en el salón? Mis primas los tienen puestos ya y van a venir a visitarnos el sábado-
Yo creo que ese de ahí me vendría al pelo.
“Hoy no tengo ganas de trabajar ¿Se nota mucho?”
DAVID MERLÁN
EL LETRERO EN LA PARED.
«La mente es como un paracaídas… no sirve sino se abre…»
Este era el cartel que rezaba en la pared contigua al hospital al que se dirigía cada día Fernando, militar de profesión, y que derivado del accidente sufrido hacia dos meses, tenía que frecuentar para asistir a sus dolorosas sesiones de rehabilitación y fisioterapia.
Cada día, cuando pasaba empujando su silla de ruedas, se detenía, la giraba 90º grados y se quedaba pensando por unos instantes:
«Si, si. Y una m…., si yo la mente la tengo bien abierta, pero el desgraciado del paracaídas falló al tirar de la anilla. Si no llega a ser por el de reserva que me amortiguó un poco la caída, me hubiese matado»
ARMANDO BARCELONA BONILLA
DEJARLO ESTAR.
A todo el mundo le sorprendió aquel letrero en la pared. Nadie tuvo claro el mensaje. Era absurdo. No tenía sentido. Y menos allí, sobre aquel muro renegrido y salitroso, agrietado despojo de un derrumbe antiguo; una tapia molesta e inservible, que no protegía nada.
Muchos pensaron que era una broma macabra, de mal gusto, sin gracia, pero encogiéndose de hombros pasaron de largo sin hacer caso. Un día, alguien, sintiéndose molesto, lo arrancó dejando el vestigio triste de algunos jirones de papel desgarrado. Pero a la mañana siguiente, el letrero volvió, tozudo, al mismo lugar. Y ocurrió lo mismo cuando otros lo intentaron de nuevo unas cuantas veces más. Así que pasar por delante del cartel se hizo cotidiano, la gente acabó por acostumbrarse a verlo y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.
La muerte de don Loto conmocionó al pueblo unos días más tarde, y no porque fuera algo sorpresivo: don Lotario Restrepo estaba ya en edad de mudarse de barrio, pero al viejito lo conocían todos. Su figurita menuda, como de belén navideño, sentado en el poyete de la iglesia, encogido por los años y arrugado como una uva pasa, era un referente entrañable para el pueblo. Pocos quedaban, ya, que hubieran conocido al don Loto bravo, déspota y latiguero, que subastaba las peonadas en la plaza del ayuntamiento, cuando el hambre ponía plomo en la dignidad del obrero, y los que aún tenían recuerdo de aquello, siguiendo la costumbre, por no hablar mal de un muerto también se encogían de hombros y lo dejaban estar.
No tardó, doña Belinda, su esposa, en tomar billete para el mismo tren que el marido. «Pobre doñita», dijeron muchos, «no pudo soportar la ausencia de don Loto y se fue con él al cielo». Y se hicieron lenguas de lo unida que había estado siempre la pareja. En sus exequias, don Crisóstomo, el párroco, sermoneó muy lindamente a la feligresía, ensalzando la bondad del amor, cuando es bendecido por el vínculo imperecedero del sagrado sacramento del matrimonio.
—Proverbios 10, 11 —tronó desde el púlpito—: «Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Vale mucho más que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no le faltará ganancia».
Solo unas pocas viejitas recordaban las muchas veces que don Loto la había sacado a la calle en enaguas, adolorida y rota de golpes, acusándola de haberle metido los cachos con uno o con otro. «Son cosas pasadas», pensaban, acariciándose las cicatrices propias, mientras se encogían de hombros porque: «demonios, había que dejarlo estar».
Aquellos acontecimientos arrinconaron el asunto del letrero en el desván de la indiferencia colectiva; pocos eran los que le hacían vista cuando pasaban junto a la pared huérfana, y aunque sintieran cierta curiosidad por descifrar el sentido de su presencia, siempre terminaban dejándolo estar, con el encogimiento de hombros típico del lugar.
Era lunes, de buena mañana, cuando llegaron los geólogos con unas máquinas extrañas, que dejaron el páramo plagado de agujeros, como si hubiera pasado una plaga de topillos gigantes. A don Rosario, el alcalde, no le pareció correcto que nadie lo hubiera avisado de aquello y reunió a sus concejales en plenario, para consensuar una respuesta adecuada a semejante atropello. Pero uno de los ediles, que era íntimo del ingeniero al mando de la tropa invasora, se opuso enérgicamente a tomar cualquier medida de represión, lo que provocó la respuesta en contra de otro concejal, cuya ideología era opuesta a la del primero, y ambas posturas abrieron un amplio debate en el resto que se prolongó, sin resultado, hasta altas horas de la madrugada. Afónicos, cansados, pero sin plantearse ninguno la posibilidad de dar su brazo a torcer, aunque fuera un poco, encogiéndose de hombros, decidieron, como no, dejarlo estar.
La mina fue una realidad a los pocos meses. Grandes máquinas abrieron túneles bajo la tierra; una extensa red de galerías socavó todo el páramo en busca del preciado mineral, que camiones enormes se llevaban lejos, a lugares donde la riqueza prosperaba, de los que la gente del pueblo oía hablar en los noticiarios de televisión.
Sin embargo, allí, nada cambió. Seguían teniendo los mismos problemas para llegar a fin de mes. Don Soto, el médico de toda la vida, se jubiló, pobre, ya demasiado viejo, y marchó a la ciudad, dónde vivía su hija. Nadie vino a sustituirlo. Se cerró la escuela por falta de niños. La gente joven se fue, poco a poco. Las casas, la iglesia, la plaza, el viejo muro con el letrero enraizando en sus grietas, todo seguía igual. Los hombres se juntaban en la taberna, a beber, discutir de fútbol, criticar a los ausentes, pero siempre, fuera cual fuese el tema de conversación, terminaban chascando la lengua tras el sorbo de vino, encogiéndose de hombros y dejándolo estar.
Se organizó un pequeño revuelo, cuando se vino abajo la casa de Reinaldo porque cedieron las galerías que los mineros habían excavado bajo ella, pero pronto se acallaron las protestas. Los de la mina indemnizaron a la familia, aunque no lo suficiente como para que pudieran rehacer sus vidas. Reinaldo recogió sus cosas, tomó de la mano a Casilda, su esposa, y en el coche de línea, que pasaba por el pueblo una vez por semana, se marchó. Aquella bilis dejó un regusto amargo en las bocas de todos, pero miraron al cielo y, encogiéndose de hombros, lo dejaron pasar.
Pronto cayó otra casa, luego la escuela, al tiempo la iglesia, y mientras, los camiones seguían atravesando, sin parar, las calles del pueblo, o lo que iba quedando de él.
Al fin, le tocó a don Rosario hacer el hatillo. Era el único que había resistido, aferrado a su despacho en la alcaldía, hasta que también se vino abajo la casa consistorial. Metió sus cuatro cosas en la maleta y fue al cementerio a despedirse de su esposa. En la cabeza le rondaban muchas preguntas, infinidad de quejas, algún auto reproche. Creía que desahogarse ante la tumba de Adelina, le haría sentir bien. Pero luego pensó: «Para qué agobiarla también a ella. Bastante tiene con lo suyo», y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.
Salió del pueblo caminando —la compañía que gestionaba los autobuses hace tiempo que había suprimido la línea por deficitaria—, y al pasar por la tapia desamparada, única construcción que todavía quedaba en pie, alzó la vista y leyó el letrero que tanto jaleo creara solo unos meses atrás: CERRADO POR DEFUNCIÓN, decía. Y don Rosario, que ya tenía agotadas las existencias de encogimientos de hombros, con un nudo de alquitrán en la garganta, siguió su camino, en busca de cualquier otro futuro que, si le daba tiempo, también podría dejar pasar.
ANA MARIA BA
Eran las 4 de la mañana. Una niebla intensa se extendía por las calles animadas de Alfalfa. Su población era de unos 6105 de habitantes y pertenecía al condado de Oklahoma. Lo que más destacaba era la mezcla de inmigrantes europeos que se asentaron allí hace mucho tiempo, de afroamericanos, asiáticos y nativos americanos. El periodo de la colonización fue uno turbio, ya que muchos nativos perdieron sus vidas, sus casas y sus ricos territorios en recursos naturales. Lo que más prosperó en Alfalfa fue la industria petrolera y que junto a la industria agrícola sostenían un buen crecimiento económico y una importante estabilidad social entre los lugareños.
Las colinas vastas de Alfalfa eran repletas de ricos cultivos de trigo. A lo lejos se percibían diferentes tipos de ganado como las vacas, las ovejas y que pastaban tranquilas. La industria ganadera era también uno de los pilares importantes que sostenían el crecimiento económico de la ciudad.
La gran parte de los lugareños desayunaban en la cafetería «Macy’s». El plato que más destacaba en «Macy’s» era la celebre tarta de manzana con la que obtuvo, hace años, el primer lugar en un concurso gastronómico regional en Oklahoma City. Su esquisite culinario se debía a un ingrediente bien guardado por unos pocos empleados de la cafetería. Hasta los paladares más exigentes rendían un cierto homenaje a tal envergadura gastronómica.
Hace no mucho, otra empresa abrió sus puertas y contrató a un número considerable de trabajadores, asegurando aún más la continuidad próspera de la ciudad. Se denominaba «Packing Service, Inc», dedicándose en confeccionar diferentes tipos de embalajes de madera y hechos a medida. Los trabajadores de «Packing Service, Inc» se distinguían entre las otras personas presentes en «Macy’s» por sus trajes de color blanco y una inscripción, a la altura del pecho, de color purpura: «PS, Inc». Ofrecían muy buenos medios económicos, vacaciones de unos 20 días pagados y un buen seguro médico, elementos que contribuyan a un alto desarrollo productivo y emocional de los trabajadores.
«Macy’s» no solo destacaba por su calidad, pero también por sus precios asequibles, lo que hacía de «Macy’s» un lugar cómodo para todas las esferas sociales sean ellos empresarios, simples operadores, abogados, policías y otros tantos.
Era una mañana habitual. Quizás, un poco fría. Pero dentro de «Macy’s» reinaba lo opuesto: una atmósfera cálida y entretenida. Entre tazas de café y diferentes tipos de tartas se enlazaban vivas conversaciones sean ellas de carácter político o personal.
Liam Smith, el sheriff de la ciudad Alfalfa, junto a su compañero, Michael Brown, estaban disfrutando de un buen café y una deliciosa tarta de manzana.
El nivel de delincuencia en la ciudad era muy bajo. Pocas incidencias ocurrían. Lo más recurrente, alguna discusión vecinal de poca importancia. Por ser una ciudad pequeña, todos se conocían y no era de extrañarse al encontrarse uno las puertas de las casas abiertas, sin llaves. Era tal la confianza de los lugareños que no temían en dejar sus puertas abiertas aún cuando pasaba algún forastero por la ciudad.
– Evelyn, ¡sírveme un café más, por favor!- le dijo el sheriff a la camarera. La camarera, alegre, le sirve otro café. Era una mujer guapa, de unos 30 años y que se estableció en Alfalfa hace unos 7 años. Llevaba en «Macy’s» unos 6 años y se conocía perfectamente todos los nombres y profesiones de cada uno de los clientes. Les trataba a todos por igual y su carácter sociable y de confianza hizo que todos la «adoptaron» en esta gran familia que constituya «Macy’s». No tenía niños. Tampoco pareja. Vivía sola en un piso alquilado. Aunque su tamaño era más bien pequeño, supo transformarlo en un espacio acogedor: un sofá azul y una tele enorme en el salón, una cama con una variedad de cojines rojos, negros y morados, un edredón noruego negro y sabanas de un impecable blanco. Las cortinas eran gruesas, de color purpura justo como ella quería, ya que le tenía mucha importancia a su privacidad. Tenía una obsesión- que otros la calificarían como una enfermedad- por las cestas. Le encantaban tanto que su casa estaba repleta por cestas de diversas dimensiones. En el transcurso del tiempo y dada su obsesión por las cestas, se había hecho una amiga cherokee que supo perpetuar una tradición ancestral de su cultura: la cestería. Así que muchas eran las veces que Evelyn iba en la ciudad Cherokee para comprarle alguna cesta a su amiga. Se había comprometido en hacerle una cesta con un ciervo de cola blanca impregnado en su exterior. Evelyn se había interesado sobre la cultura cherokee y le tenía mucho aprecio. Es por eso que le pidió a su amiga una tal cesta, ya que ese animal es considerado sagrado por el tribu cherokee.
Habían caído los primeros copos de nieve. Los coches avanzaban lentamente por las calles húmedas. Desde lejos se oía el silbato intenso de una locomotora. «Macy’s» estaba ya abierto como de costumbres, a las 4 de la mañana. Nada fuera de lo normal, excepto la ausencia de la camarera. Sandy, su jefa, le había llamado varias veces por teléfono. No contestaba. Estaba fuera de cobertura. Eso no era normal. Evelyn nunca había tardado o faltado al trabajo. La preocupación de Sandy se había intensificado. A falta de respuesta por falta de Evelyn, Sandy había decidido llamar a la policía. En cuestión de minutos se presencian en el lugar el sheriff y su acompañante. Al interrogar a los presentes por si hayan visto a Evelyn y dado su negativa, se habían decidido dirigirse al domicilio de ella. Tocaron la puerta varias veces y después de varios intentos fallidos deciden irrumpir en el piso. Dentro no había nada que llamará la atención. Todo estaba impoluto. Solo faltaba Evelyn…
Los clientes de «Macy’s», conmovidos por la desaparición de Evelyn, deciden hacer equipos para ayudar a la policía en su búsqueda. Habían puesto también varios carteles. Pero hasta ahora no encontraron nada: ni a Evelyn y tampoco a su coche. Los policías habían precintado el piso. No habían encontrado ninguna huella que no fuera de Evelyn. El piso no había sido forzado y no había ningún desorden. Interrogaron otra vez, está vez por separado, a varios clientes de «Macy’s»: primero a Sandy, la dueña del local, a varios camareros y otros tantos, sin éxito alguno.
Pasaron los días. La investigación no había avanzado hasta que Michael- el compañero del sheriff se percató sobre un indicio: el innumerable número de cestas que se hallaban en el interior del domicilio de la desaparecida. Eran cestas propias a la cultura cherokee. Habían investigado a la propietaria del piso. Esa les había contado que Evelyn tenía una amiga cherokee que era la que le vendía las cestas. Habían decidido irse en la ciudad Cherokee. Allí empezaron a preguntar a la gente por si habían visto a Evelyn, enseñándoles una foto con ella. La labor no había dado fruto alguno.
El siguiente día, habían decidido irse en la reservación que pertenecía al tribu cherokee. Fuera de la reservación había un letrero suspendido: «Prohibido pasar». Para entrar tuvieron que pedir una autorización expresa de Chuck Hoskin- el jefe de la tribu cherokee. Una vez entrados, empezaron a preguntarles por Evelyn hasta que una mujer les dijo que se había encontrado con ella para venderle una cesta que le había pedido con antelación y que desde entonces no tuvo ningún contacto con ella.
El caso resonó más allá de las calles de Alfalfa. Un programa de televisión especializado en temas de desapariciones había presentado el caso pidiendo ayuda por si alguien supiera algo de Evelyn.
Al pasar los meses, una persona había llamado a la televisión, notificándoles de que había visto un Ford de color azul cerca del lago Great Salt Plains. La descripción del coche correspondía al coche de la desaparecida. El lago se encontraba a casi 12 millas de la ciudad Cherokee. Llegados allí, el sheriff y su compañero, habían constatado que ese era el coche de Evelyn. La policía científica no había encontrado ninguna huella que fuera de otra persona. Dada la complejidad del caso, los agentes federales se sumaron también.
Los meses se escurrían tan lento como la arena en una clepsamia y con ello la oportunidad de encontrar el cuerpo de Evelyn.
Al final habían decidido archivar el caso, aunque el pueblo de Alfalfa nunca haya perdido la esperanza de que quizás, un día, alguien la encontrará.
PAQUITA ESCOBERO
UTC (Tiempo Universal Coordinado)
Nerea agitaba el spray rojo con el que pintaría otro aspa más en el edificio por el que estaba pasando.
Ese aspa, que había visto pintado en ocasiones en algunos lugares donde una catástrofe natural destruía lo que encontraba a su paso, indicaba que los servicios de rescate y búsqueda de supervivientes ya habían pasado por allí. Recogía una serie de datos que en esas situaciones era imprescindible.
Para ella cobró más sentido cuando empezó a usarla para comunicarse con Andrés.
Si bien el fin de aquella aspa tenía un significado específico en esas catástrofes como indicar el estado en el que se encontraba la estructura; la fecha y la hora; el número de supervivientes o fallecidos y la clave de a la unidad policial o del ejercito que lo habían hecho, para ellos que conocían la marca y lo que indicaba, era una nueva forma de comunicación en un mundo donde ya no se podían fijar carteles en la paredes.
Aquella especie de lluvia, niebla o sustancia que en ocasiones caía desde el cielo había dejado las superficies en un estado absolutamente intocable y letal.
Las paredes estaban teñidas de un gris marengo que había oscurecido por completo el aspecto de las ciudades. No había planta que soportara esa sustancia viscosa que se pegaba como el alquitrán a las aves acuáticas, impidiendo la vida como la brea impedía el movimiento de las alas. Pero aún se podía pintar encima con algunas pinturas específicas, al menos hasta el próximo lanzamiento de micotoxinas.
Nerea se daba prisa en pintar la puerta del edificio con el aspa y colocar los datos, en este caso los que la conectaban con Andrés. Una señal que había cambiado de significado: en la parte de arriba, la hora a la que había pasado por allí y el día que era; en la izquierda sus iniciales ND(Nerea Duarte) y una X de revisado, así le decía que ya no había nada dentro; en la parte de abajo, enfrentada con la fecha y la hora, una flecha indicando el sentido de la marcha y a la derecha, un símbolo que Andrés y ella podían identificar, solo ellos dos sabían lo que significaba, un especie de Ô pero más cuadrada.
Antes del apocalipsis escuchaban y cantaban Estrella Polar de Sôber en sus conciertos. Esa Ô era la clave para reconocerse el uno al otro como vivos. Recordó brevemente una parte de la letra « Y antes de ser el rey prefiero ser el bufón. Para hacerte reír y estar cerca de ti. En esta constelación la luz ya no es tan veloz. Cuando infectas mi sangre mi corazón se abre.»
Se quedó parada unos segundos mirado la señal y a su alrededor, observando que nadie estaba cerca. Tomó aire a través de esa máscara que impedía que las esporas de la micotoxina entraran en su torrente sanguíneo y la mataran al instante.
Apoyó su manos en las rodillas y a duras penas sujetó las lágrimas que pugnaban por salir a borbotones y ahogarla dentro de la máscara. Levantó la mirada hacia la puerta. Llevó sus dedos hacia el corazón y después tocó el símbolo a la vez que se repetía «Te encontraré, nos encontraremos, sigue nuestra estrella polar».
«El tiempo corre sin detenerse», pensaba a la par que se sacudía el pesar que azotaba su corazón buscando algún resquicio de coraje para continuar. Parecía que esa vez, el tiempo, iba ganando la batalla a los humanos que quedaban vivos tras ese fatídico 31 de diciembre de 2024. Se ajustó la mochila, volvió a revisar que nadie la veía, miró el reloj para controlar la hora y buscar a tiempo un lugar donde refugiarse. Ya era tarde y esa tarea requería de tiempo suficiente para asegurar la zona donde pasaría la noche.
En tiempos donde la supervivencia es el único objetivo, mantenerse vivo es más difícil que morir. Guardó el spray y continuo su camino.
***
Nerea se había unido a casi toda su familia, en el campo de sus padres, para celebrar la nochevieja. Ese día era una locura en casa, sus dos hermanos con sus parejas y sus hijos ya sumaban 8 más a sus padres y ella. La hermana de su padre, su amada tía Begoña y la mejor amiga de su madre Matilde que no tenía familia directa ya, pero en casa de sus padres era uno más. Y por supuesto Andrés, el amor de su vida, treinta años juntos y parecían tres días. 14 personas esperando que llegara la hora para celebrar la entrada de un nuevo año.
El día fue transcurriendo entre chascarrillos de cosas pasadas, recuerdos de aquellos que ya no estaban y sonrisas por los que iban a venir. Sí, el hermano pequeño de Nerea acababa de decirles que Marta, su mujer estaba embarazada, esperaban su segundo hijo y su quinto sobrino. Sus padres no podían estar más felices.
Nerea disfrutaba de esos días en el campo tras un ajetreado año en la comisaría donde cada vez había más trabajo. El mundo estaba demasiado crispado últimamente o eso pensaba ella. Cuantas veces había comentado con Andrés en sus paseos diarios que parecía que se acercaba el final de la humanidad. Las guerras, los dirigentes, las decisiones que estos tomaban no ponían fácil una continuidad, aun así, el mundo avanzaba sin más.
El televisor llevaba encendido todo el día entre programas de entretenimiento y noticias del año, recopilatorios de lo sucedido. Era uno de los pocos días en los que podías ver más cosas positivas que negativas. Pero algo extraño sucedía. A partir de las tres de la tarde hora en España, comenzaron a interrumpir las noticias brevemente, conectando con otras partes del mundo donde ya se estaba celebrando la entrada del año. Algo sucedía, pero la algarabía de final de año no dejaba tiempo a la escucha y todo continuaba hacia las campanadas.
Nadie estaba prestando especial atención a las interrupciones excepto ella y Andrés, que no querían preocupar a nadie sin tener más información. Se miraron al escuchar que, en la Explanada de la Ópera de Sídney, Australia, había sucedido algo de lo más extraño. Mientras miles de personas esperaban ver uno de los mejores espectáculos que daba paso al año nuevo, parecía que una especie de lluvia había empezado a caer sobre la población. Poco más habían conseguido entender.
Las noticias eran breves y solo habían podido escuchar los gritos de las personas que allí estaban, que se confundían con una alegría por la fiesta. La prensa intentando dar cobertura y poco más. No había comunicación con Australia, eso sí que lo habían entendido. Los noticiarios lo justificaban como una caída de redes y sistemas inaudito pero que esperaban se volvieran a recuperar a la mayor brevedad posible.
Nerea le comentó a Andrés que iba a llamar a la comisaría para ver si alguien podía contarle algo, con esa noticia ya eran tres lugares en los que parecía que había sucedido lo mismo, pero daban pocos detalles más. Mientras Andrés hacia la cobertura diciendo que se había ido al baño, Nerea se retiró a una habitación para intentar contactar con los compañeros de guardia y que le contaran algo, si es que lo sabían.
Mientras su teléfono móvil hacía sus conexiones pertinentes para hablar con alguien al otro lado de ese código numérico, su corazón se encogió en el décimo tono. Nadie contestaba, la espera se le antojaba eterna y un palpito de esos que a veces te encojen el alma, fue anudando su pecho y haciéndola prisionera de un pensamiento «algo grave pasaba». Llamó a Andrés y le dijo que fuera al coche, sin hacer ruido, cogiera las mochilas y las entrara en su habitación, quizá fueran necesarias. Mientras, escuchaba a los famosos elegidos este año en el canal que estuviera puesto en la televisión para retransmitir las campanadas.
— ¡Buenas noches a todos! gracias por elegirnos para escuchar las campanadas y tomar las uvas con nosotros. En unos minutos estaremos dando paso a 2025 y como pueden ver ¡La puerta del sol de Madrid, un año más, está llena de ilusiones! Aunque, como en los últimos años, se ha limitado el aforo a 15.000 personas por motivos de seguridad. Se ha procedido al registro de cada una para que no haya altercados en un día tan especial lleno de sueños y deseos que cumplir. Todos esperan con algarabía el descenso del carrillón.— De fondo, mezclado con la televisión, el ruido que hacia la familia preparando los vasos con uvas o los sustitutos que cada cual quisiera.
Nadie respondía al teléfono.
Nerea insistía, comenzó a llamar a algunos de sus compañeros y los teléfonos estaban colapsados, algo que no era extraño un día así. Muchos adelantaban la llamada para no pasar después largo rato tras el tono de comunicando.
—¡Nerea, vamos date prisa que van a comenzar los cuartos y te lo vas a perder!— le decía su padre.
No quiso preocuparlos, así que salió de la habitación dejando el teléfono en llamada, con uno de los auriculares puestos en el oído izquierdo por si alguien contestaba. Andrés la miró sabiendo que algo pasaba. Nerea le dijo que no con la cabeza y ambos intentaron mantener la calma.
—En el dormitorio he dejado las mochilas, acabo de revisar lo que tenemos: al menos 50 guantes y mascarillas ffp2, 2 máscaras antigás, las pastillas de yodo, las mantas térmicas, linternas, pilas, dos radios, los polvos potabilizadores de agua, esas navajas multiusos que compramos en Toledo, los dos abrigos, las luces de emergencia. Y alguna cosa más. No se que pasa Nerea, pero sea lo que sea es insuficiente para todos. —Le dijo Andrés en el oído libre de auricular y en bajito, pero algo nervioso. Conocía a Nerea tanto que con tan solo una mirada sabía que, si estaba preocupada, había motivos para estar inquieto.
En la casa todos estaban expectantes mirando a la pantalla mientras agarraban la primera uva que indicaba el inicio de la cuenta atrás. Nerea miraba el teléfono de reojo «¡Vamos cogerlo!» pensaba a la vez que sonreía a su sobrina que en sus pequeñitas manos le traía sus 12 lacasitos, no le iban las uvas.
Nada, ninguna señal.
Revisó rápidamente el email. No le había llegado ninguno. Era más aterrador el silencio que la imaginación de lo que pudiera estar pasando. Andrés le susurró al oído que todo iría bien. Ella le miró acariciándole la mejilla, pensando en que solo había dos mochilas y que, quizá esa manía de la mochila de salvamento, esta vez, iba a ser necesaria»
—¡Una, dos, tres, cuatro!— «piiiiiiiiiiiiiiiiiii»— ¡Alerta nacional! Un pantallazo negro con un mensaje en rojo y una locución que parecía grabada «si están escuchando este mensaje, deben tomarlo en serio. España entra en alerta nacional. Queda prohibido todo desplazamiento y salidas de sus hogares hasta nueva orden. Se pide a todas las personas que están por la calle que regresen a sus casas. Entramos en estado de Ley Marcial. Obedezcan al ejército y sigan sus instrucciones. Les deseamos suerte.
Y así, sin más, se cortaron las comunicaciones. Mientras la familia de Nerea comenzaba a alterarse significativamente y la interrogaban con la mirada, ella cogió la radio de onda corta que siempre guardaba en el cajón del salón de sus padres, le puso dos pilas y comenzó a buscar por las emisoras palabras que dieran sentido a lo que acababan escuchar.
—¡Callaros por favor!— dijo Nerea alzando la voz más de lo que le hubiera gustado.
***
Amanecía y una tenue luz se colaba por los pequeños huecos que aquella viscosa lluvia dejaba en el cristal. Nerea había visitado tres casas más antes de quedarse a pasar la noche, en la planta quinta de aquel edificio de viviendas. Por si Andrés pasaba un rato después que ella, dejó en blanco la parte alta del aspa que indicaba la fecha y la hora, así sabían que estaba dentro aún, pero la noche ya había pasado y tenía que ponerse en movimiento.
«Nunca quieta, siempre buscando, siempre en movimiento. Revisa mochila, repasa el plan, come un poco, raciona lo que tienes y en marcha» se decía a sí misma mientras ejecutaba esa nueva rutina que ya formaba parte de la supervivencia.
Salió del edificio y cerró la puerta. Cogió el spray y puso la fecha y la hora, 14/8 08:15. Ajustó la mochila a la espalda, puso la flecha que indicaba su dirección y comenzó a caminar.
Repasaba una y otra vez el objetivo del día, «encontrar a Andrés, sobrevivir un día más, conseguir provisiones y seguir avanzando» ¿Por qué romperían la primera regla de todas?, permanecer juntos, se preguntaba. «¡Joder Nerea que no eres una novata y has dejado que se marchara por otro lado en esta penumbra es muy difícil no despistarse!» Llevaba dos días separada de Andrés. Ocho meses desde que la nochevieja se convirtiera en el final de una era y el inicio de otra.
La última conversación que mantuvo con su familia no era la que le hubiera gustado tener. No sabían el alcance de lo que estaba pasando hasta que su tía Begoña, salió al porche de la casa de campo a fumarse uno de sus especiales cigarrillos.
—¡Venid, parece que llueve agua sucia! —decía su tía mientras todos se apretujaban en el porche a mirar lo que pasaba. No tuvo tiempo. Su tía empezó a toser. Andrés le colocó la máscara especial sin que casi se diera cuenta, entre su angustia y asombro al verle con la otra puesta.
—¡Entrad en casa! Gritaba Nerea. Andrés iba poniendo mascarillas a todos los que podía, algunos presas ya del pánico salieron del porche, ahí comprobó la magnitud de lo que estaba pasando. 14 comenzaron esa noche. Solo dos vieron algo parecido a un amanecer.
«Nunca quieta, siempre buscando, siempre en movimiento. ¡Te encontraré, me encontrarás!» se repetía mientras sujetaba su pecho con esa mano ahora siempre enguantada y tomaba aire para poder continuar. No podía secarse las lágrimas que se deslizaban por su mejilla, si lo hacía moriría al respirar. «¡Te encontraré, me encontrarás! ¡Vamos un edificio más!»
ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO
El letrero en la pared
Maite Bilbao Perez y Armando Barcelona Bonilla se conocieron dos meses atrás en la presentación, en la terraza del hotel Palace, del libro “Vicentín, ese ser”, del gran escritor gallego David Merlan Castro, ganador del premio Galaxia en su última edición. El flechazo fue inmediato, tanto, que decidieron casarse después de la primera cita. El primer objetivo, buscar un piso céntrico en Madrid.
“… piso totalmente amueblado en barrio señorial de Madrid, 120 m2, domótica de última generación, con aire acondicionado, calefacción central, dos baños, un aseo, cocina equipada con todos los electrodomésticos, tres habitaciones, salón a dos alturas, chimenea, jardín y piscina en zonas comunes, plaza de garaje y trastero. Se alquila por 500 euros al mes. No se admiten mascotas ni niños. Preguntar por Pedro Antonio López Cruz en el teléfono…”
―Vaya chollo, Armando, ya estás llamando, que va a volar.
―Ojito con los anuncios, Maite, que a veces son engañosos. Una vez que vas a ver el piso, te intentan atrapar de cualquier manera y te sacan los higadillos.
―Mira que eres cenizo. Coge el teléfono, que todavía me arrepiento de casarme contigo. Si no hay pisito, no hay boda.
―Joooooder, voy, pero me da mala peta, que lo sepas.
♫Riiiiing, riiiiing♫
―Bego Rivera al aparato, dígamelo.
―Buenos días, pregunto por Pedro Antonio, ¿se puede poner?
―Está ocupadísimo, imposible. ¿Qué desea?
―Es por lo del alquiler que he visto en el periódico…
―Haberlo dicho antes, ahora mismito le paso, un segundo… ¡¡¡Peeeeeeeeeeedro, deja ya la play, que te llaman por lo del dúpleeeeeeeeex!!!
―Cada día eres más burra, Bego. Trae pacá, coña… ¿Diga?
―¿Pedro Antonio?
―¿Con quién tengo el gusto?
―Por favor, el gusto es mío.
―¿De quién estamos hablando?
―De mí, claro.
―Me estoy liando.
―Casi que cuelgo.
―Me parece muy bien.
―Gracias, adiós.
¡¡¡Clonc!!!
―Armando, se te va la olla. Si es por ti, nos vamos a vivir debajo de un puente. A ver, que marco…
♫Riiiiing, riiiiing♫
―Bego Rivera al aparato, dígamelo.
―Aquí, Maite Bilbao.
―¿Nos conocemos?
―Soy la novia de Armando.
―Yo, la esposa de Pedro Antonio.
―Encantada, hermosa. Me gustaría ver el piso.
―Genial, la dirección es calle del “Sinvivir”, 15, primero derecha, en el barrio de San Manolo.
―En quince minutos estamos allí.
―Guachis.
* * * * * *
―Mira, Armando, ahí hay un letrero, pero me he dejado las gafas en casa. ¿Qué pone?
―Calle de “Válgame el payo”. La que cruza es la calle de los “Santos César Bort y Juan Peña”.
―Vamos al siguiente cruce.
―A la izquierda, “Alcaldesa Ivonne Coronado Larde” y, a la derecha, “Princesa Luisa Valero Medina”.
―Muy señorial no es el barrio, que digamos.
―A mí me gusta, Maite. Calle de “Al liquindoi, primo”, qué original.
―Si tú lo dices… Oye, ahí delante hay una manifestación, vamos a ver…
―¡¡¡Oiga, ¿qué se celebra?!!!
―Ni idea, he visto gente y he venido a echar un ojo. Soy Aritz Sancho Mauri y esta de aquí, mi parienta, Francisca Escobero Ferreira.
―Tu parienta te va a meter un meco, dos gayas y tres yoyas la próxima vez que me presentes como esta de aquí, querido.
―Calla, Paca, que no me entero.
―Maite y yo estamos buscando la calle del “Sinvivir”, ¿no sabrán dónde es?
―Es esta, el número quince.
―Coña, el nuestro, venimos a ver un pisito.
―¡¡¡A la cola!!!
―¿Todos están para el alquiler?
―¡¡¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiií!!!
―Cucha, Armando, que la portera va a decir algo.
―¡¡¡Silenciooooooooooooo!!! Soy Eva Avia Toribio, la conserja.
―Puto lenguaje inclusivo…
―Ahí va, una listilla, ¿cómo te llamas?
―Gaia Orbe, ¿qué pasa?
―A tomar por saco de aquí, a ti no te enseño el piso. Vamos, fus, fus, fus.
―¡¡¡Eeeeeeh, que la mujer no te ha hecho nada!!!
―Identificaos, malandrines y malandrinas.
―Leticia R Mena y Guillermo Arquillos.
―A la libreta negra. A buscar a otra parte, mastuerces.
―Pero, bueno, esto es increíble, esas no son maneras.
―¡Nombres!
―Art Mi y María Jesús Garnica Pardo.
―Daos por jodidos. Media vuelta, ¡¡¡aaaaarrrrr!!!
―Ya solo quedamos nosotros. Somos Maite y Armando.
―Adelante, os enseño el dúplex.
―Muchas gracias.
―Seguidme, almas de cántaro.
* * * * * *
♪Glin glon♪
―¡¡¡Vaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!
―Joder, Bego, eres todo finura.
―Calla, Pedro Antonio, que te meto.
―Ya abro yo, que tú les asustas y deben ser los panolis del alquiler.
―Vale, pero como salgas en pelota picada, no sé yo quién da más miedo, amos que…
―Anda, qué berza.
* * * * * *
―Pues ya tardan en abrir.
―Pa lo que hay que ver…
―Pues en el periódico decía…
―¡¡¡Juaaaaaaaaaaaaaaás!!!
―Cucha, Armando, cucha, oigo pasos.
―¡¡¡Holiiii!!!
―Os presento a Pedro Antonio, el inquilino.
―¿Cómo que el inquilino?
―Lo que oyes, encanto. Pasad, que os lo enseño. ¿Está Begoña?
―¿Qué Begoña?
―Tu mujer, atontao.
―Aaaaahhh, Bego, acabáramos, no había caído en que Bego es Begoña, qué cosas, ¿no?
―Hola, soy Bego, ¿habéis traído la pasta?
―Pero, la casa está ocupada por vosotros…
―Eva, ¿no se lo has explicado?
―No tengo tanto morro.
―Vaya mierda de conserja estás hecha.
―Si no fuera por la comisión…
―Mirad, os lo explico. Esto es una inversión de futuro. Firmamos el contrato y, cuando nos cansemos de vivir aquí, tendréis derecho preferente para ser los nuevos inquilinos, siempre, claro está, que paguéis religiosamente todos los meses. Solo tenéis que dejarnos seis meses de fianza y vuestro número de teléfono. Ah, necesitamos un aval bancario, que cada día hay más sinvergüenzas.
―No sé a dónde vamos a llegar, la gente no tiene seriedad.
―Y que lo digas, cariño, ¿dónde hay que firmar?
―Aquí, donde pone “inquilinos en cola”.
―Me encanta el piso, hala, firmado. ¿Cuántas parejas tenemos delante?
―Dieciséis.
―Buaaaaahhhh, eso no es nada.
«Yo lo flipo…, la humanidad se extingue, fijo, pero mientras tanto, Pedro y yo, forrados, juaaaaaaaaaás».
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
ADVERTENCIA
De todos es bien conocido que el territorio que se extiende más allá de las vallas protectoras es una jungla inhóspita y despiadada donde lo salvaje campa a sus anchas. Esa línea de separación tiene dos cometidos. Que los padres no acedan al recinto y que los humanos que durante unas horas habitan el interior no escapen y se abalancen sobre sus padres.
Aquella mañana, Carmen cometió una terrible imprudencia que casi le lleva a perder el brazo: confundir a su hijo con otro distinto, aunque muy parecido. El niño, la mayor fiera conocida cuando se encuentra jugando en estado de semicautividad, se le abalanzó con la intención de arrebatarle el bocadillo. Suerte que Carmen reaccionó a tiempo. Ya se han dado muchos casos similares, lo que ha llevado a la dirección a colocar un cartel con un mensaje claro y explícito: absténgase de alimentar a las crías, especialmente cuando no son las suyas.
EFRAÍN DÍAZ
Abordé el avión y me acomodé en mi asiento, un pasillo en la fila 15. A mi lado, un estadounidense blanco, de mi edad más o menos, me recibió con una sonrisa cuando le di las buenas tardes. “Good afternoon”, respondió, amable, mientras acomodaba su chaqueta en el regazo.
Llevaba conmigo mi mochila. Dentro, tenía el libro Mil ojos esconde la noche de Juan Manuel de Prada (una maravilla, dicho sea de paso), mi libreta de apuntes y mi Yeti lleno de agua. Pero el espacio en los compartimientos superiores estaba abarrotado. Resignado, me agaché para meterla bajo el asiento de enfrente.
De pronto, apareció el asistente de vuelo, un tipo de mirada severa, y en tono autoritario me dijo:
—You have to check that backpack.
Lo miré con calma, y conteniendome las ganas.
—Give me a second —respondí.
Abrí la mochila con parsimonia y saqué mis cosas. La libreta de apuntes fue al bolsillo del espaldar, el Yeti a mi lado, y el libro, por supuesto, sobre mis piernas, listo para sumergirme en sus páginas. Luego le extendí la mochila vacía.
—You may check it now.
El tipo me miró con cara de pocos amigos, masculló algo que no entendí y se fue derrotado.
A mi lado, el estadounidense soltó una carcajada.
—Nicely done —me dijo, inclinándose hacia mí.
Esa frase fue el inicio de una conversación que duró todo el vuelo. Resultó que mi compañero de asiento era un militar retirado que ahora dirigía una pequeña empresa de entrenamiento táctico para armas de fuego. Aunque nuestras trayectorias eran diferentes, conectamos rápido.
Al aterrizar, mientras recogíamos nuestros bárrulos, me confesó que tenía unas ganas enormes de fumar. Caminamos juntos hacia el baño del aeropuerto, y ahí fue donde todo se salió de lo común.
Yo fui directo al urinal, dispuesto a vaciar la vejiga, mientras él se encerró en una de las cabinas con inodoro. Apenas cerró la puerta, un inconfundible aroma a tabaco quemado impregnó el baño. El muy descarado estaba fumando mientras le cambiaba el agua al canario.
Uno de los hombres que orinaba junto a mí se incomodó de inmediato.
—¡Qué barbaridad! ¡Alguien está fumando! —dijo, alterado, mientras salía a buscar a seguridad.
Yo, disfrutando el espectáculo, alargué mi permanencia frente al urinal, dispuesto a no perderme ni un segundo de lo que estaba por ocurrir.
El quejoso regresó al poco rato, acompañado de un conserje. Este último, flaco y descarnado como un suspiro y de cara apocada, siguió el rastro de humo como si fuera un sabueso en busca de su presa. En ese momento, la puerta de la cabina se abrió. Mi amigo salió con el cigarrillo en la boca, como si nada, exhalando una última nube de humo con la tranquilidad de quien domina la situación.
—You can’t smoke in here, sir —dijo el conserje, con una voz que traicionaba su nerviosismo.
—I know, but I was dying for a cigarette. Perhaps, I don’t see here a “no smoking sign” —respondió el gringo, imperturbable.
El estaounidense tenía razón. No había ningún letrero en la pared que prohibiera fumar.
—Don’t make me take your cigarette, sir.
Mi amigo lo miró de arriba abajo, con una ceja levantada.
—You and who else?
El conserje, rojo como un tomate, balbuceó:
—I will call security.
—Go ahead. Do you have a radio? By the time they get here, I’ll be on my next flight.
Mientras discutían, mi amigo, calmado como una brisa, dio la última calada, apagó el cigarrillo, tiró la colilla al zafacón y, como si nada, se dirigió al lavabo para lavarse las manos.
El quejoso, mordiéndose la lengua, observaba la escena con indignación. Yo, en cambio, me reía por lo bajo, intentando no delatarme.
Al salir del baño, le pregunté al gringo qué habría hecho si el conserje hubiera sido un tipo corpulento y agresivo. Me miró con una sonrisa socarrona y dijo:
—Le habría dado una calada más profunda al cigarro, lo habría apagado y me habría ido al siguiente baño a terminarlo.
HAROLD LIMA
En 2 kilómetros gire a la izquierda.
Es imposible saber su nombre, Mas si miras con atención el reflejo de algún espejo cercano podrás ver que es un hombre de mediana edad, lleva un pequeño bigote; esto es algo muy importante cuando realizas una auditoria, los detalles que te dan información extra son vitales, ahora en su forma de caminar seguramente se tambalea o cojea, era muy frecuente en esa épocas y ese lugar. Ahora deja que el haga lo suyo, solo se un espectador, eso ayuda en el proceso.
Apártate de todas esas personas, reclama tu lugar en ese bus detenido en medio de la avenida ¿puedes sentir como se agolpan los sudorosos cuerpos? Seguramente hay una de ellas adentro, no les agrada el sol, daña su piel, y de mañana prefieren lugares protegidos como casas, buses o algún lugar que haga sombra. Ahora, este sujeto fue identificado por esa cosa y veras lo hizo parte de su cortejo, creemos una de ellas tenía al menos 30 o 40 humanos bajo su control y los reemplazada a manera que se morían de inanición, bastaba obligará a alguno una necesidad de moverse, entonces el grupo tomaba un medio de transporte o formaban una estructura con sus cuerpos para protegerla y avanzaban en las horas de menos luz. Según veo ya es parte del grupo, posiblemente ella perdió a uno o dos en este día, el olor a descomposición es muy fuerte aquí. Veo el sujeto esta sudoroso también, ahora solo toca esperar le llegue su turno, recuerda guardar en el archivo de tu investigación los detalles neutrales finos, aquí hay uno muy interesante.
Es un recuerdo de adolescencia, una jovencita parece bailar sugestivamente, cuando da un giro se puede ver sus delgados muslos, el la desea mucho, anota también los recuerdos que tiene ahora, este es mejor que otros que pasan fugaces; parece ser una mujer bastante mayor, ella lo golpea con una regla pequeña de madera, le dice: — Eres un niño tonto ¿no sabes cuanto es 7 por 8?
El camina a la esquina tratando de esconder una ereccion, esta avergonzado y siente una sensación de extasis al saber esa mujer de enormes senos le ha pegado.
Oh parece el sujeto se toca la cara y con sus propias uñas se lastima, ya se hizo unas marcas en el cuello. Modula las sensaciones o te afectarán también y requeriras de atención psicológica.
Los niveles de testosterona suben, estoy seguro es un mensaje de esa muchacha, te invita, el se aproximará esquivando a los otros que esperan y se retuercen de deseo, te abrirán paso.
Procura tomar nota de esta parte en otros informes se ha detallado poco.
El tiene el cerebro totalmente embotado, apenas hay actividad de su lóbulo frontal, muchos recuerdo se amontonan en su cabeza, casi la mayoría tienen que ver con parejas pasadas, si lo deseas haremos una copia para estudiarlos con detenimiento luego.
Si prestas atención él la ve como si fuera una jovencita de no más de 17 años ojos claros y pelo negro aunque la imagen cambia en ocasiones a una fornida mujer de 20 y algo años, suponemos esto es debido a que la mente trata de unificar muchas imágenes sexuales en una sola.
Ella extiende sus brazos y le dice: —Ven. Con una voz suave que parece reverbera en cientos de voces femeninas de distinto registro. El se quita a prisas la ropa, toma apunte del tamaño de su miembro erecto, podrá ser útil para otras investigaciones de biólogos y arqueólogos.
Ahora ella salta a sus brazos, se siente cálida y suave. La fila de asientos del bus escolar está sucia por fluidos de los que estuvieran antes con ella, pero él parecen notarlo, ni le importa.
El la levanta en el aire y con un ágil movimiento la penetra y comienza a balancerla suavemente en el aire. Esta parte suele repetirse en casi todos los sujetos estudiados con variaciones en las posturas. Sin embargo, toma apuntes. Es interesante que esa cosa también secreta muchos neuro estimulantes en aerosol, suponemos es una adaptación evolutiva suya. El cocktail tiene muchos compuestos que son específicos para esta especie y otros genéricos que ideo después de su contacto en otros planetas.
El procura descargar rápidamente y se retira a esperar su turno nuevamente, mientras otro hombre se acerca. Detente un momento para observar al grupo que se agolpa en el pequeño bus, casi todos están registrados. Pero, veo que un niño y una mujer de 70 o 80 años se han sumado.
Supongo. Podemos tomar un descanso, ella estará con él grupo por turnos y en una o dos horas será su turno nuevamente, él estará hecho una piltrafa, sumido en pensamientos y recuerdos repetitivos sobre sus pasadas relaciones sexuales o deseos reprimidos. Servirá de poco documentar eso.
Creo deberíamos aprovechar para redactar nuestro informe, el consejo de investigación de la universidad ya nos dio un plazo de entrega. Yo sugiero entreguemos los avances sobre la tecnología de recobrar recuerdos de piezas fósiles, las expediciones a vieja tierra siempre llegan llenas de huesos, solo nosotros y nuestros equipos de última generación pueden recuperar los recuerdos y analizarlos para comprender la casi extinción de la humanidad. Sugiero órdenes los datos y otra IA como yo podrá hacer algunas publicaciones para una revista histórica, puedo contactarme con un historiador que nos ayude a ordenar estos archivos, una co-publicación será muy favorable para tu carrera.
Veo. Te interesa la idea, tenemos muchos archivos de personas que no sobrevivieron a la invasión de los ictiondes de vega, esas criaturas llegaron a la tierra a mediados del 2102 tomaron la tierra entera en tres días, solo las colonias jovianas se vieron a salvo por la poca radiación solar que es indispensable para esta raza. Sugiero, te enfoques en su extraña biología que a diferencia de la terrestre muyenficada en el tanatos; la muerte como motor del nacimiento de otra vida. Ellos venían de un planeta extrapolar donde la biología priorizaba el eros; digase producir placer y eyaculaciones u ovulaciones como fuente de alimento a otros seres de la ecología. Los ictiontes en su mundo eran animalillos acuáticos similares a arañas que estimulaban los órganos genitales de enormes criaturas que bebían en pantanos y charcos, para si conseguir su sustento. Curioso es saber que algunas razas espaciales vendían estas criaturas como juguetes sexuales en la vieja red de comercio estelar sin el menor incidente por siglos, hasta que ese inofensivo cargamento llegó por accidente a la tierra y por la naturaleza humana se hizo una plaga incontrolable.
¿Deseas me detenga aquí? Es un tema complejo para la humanidad y posiblemente tengas problemas por ideas como estas. Muchos en el consejo de ciencias desean creer todo fue un complot de alguna raza que modifico e hizo más agresiva una especie alienigena, buscando destruir a la humanidad.
Mira, él ya esta consiente y esta algo asqueado de ver la real imagen de su joven amante, es solo una especie de extraña araña calamar que se adhiere al miembro de hombres y mujeres y los estimula hasta lograr la emisión de fluidos que son su alimento, procura aislar las emociones de desagrado pies pondrían afectarte también. A elle dan arcadas y vomita la poca comida que tenía en el cuerpo desde hace dos días que pudo tomar algo de jugo de caja y unos panes que repartían en los campos de refugiados. Al parecer la inanición y un pequeño sangrado de un corte lograron hacer que escape al control del ictionte. Ahora corre escapando de ese lugar de pesadilla donde zombies esperan al turno de unirse a la criatura alienigena.
Míralo correr, hay carteles mal escritos en al vía, dicen algo: «En dos quilometros gire a la izquierda. Nosotros te ayudaremos»
Al parecer el hombre se siente esperanzado y sigue caminando, mientras se toca el costado que le duele. Es una lastima que sabemos no se salvará y posiblemente murió a medio camino de la base militar que tenía transportes para evacuar la tierra. Las etiquetas de la expedición a vieja tierra dicen encontraron los huesos a un kilómetro del puesto de ayuda más cercana, seguramente este cuerpo les intrigó pues no se dejó morir al lado del ictionte.
—Archiva todo. Es hora de descansar. Para mañana agenda visualizar los recuerdos de los fósiles número 234 y 235.
—Si, señora ¿desea también, pedir al consejo de facultad un plazo para el informe?
—Apaga todo, ya lo pensaré mañana.
CESAR BORT
El afiche rezumaba odio, como si el cartelista se creyera investido con la sabiduría del bien y el mal; de lo correcto y lo erróneo; de lo lícito y lo desatinado. Me lo imaginé, igual que me imagino a Dios, como a un pobre hombre; un infeliz biempensante incapaz de comprender el mundo ni el libre albedrío; un inepto que desperdicia, embrutece y malbarata sus propias creaciones.
Supuse, porque de natural soy un alma cándida y de conmovedora piedad, que la idea no fue suya, pues en el sueldo no va incluida la estulticia, aunque el miedo a perderlo y el no poder llevar pan a casa obran milagros. «Y es que en el fondo, nos tienen cogidos por los huevos», me dije dándole una calada al Marlboro y mirándole el culo a una chica vestida de Zara.
Alcé el cuello de mi gabardina y ladeé el sombrero. Ni hacía frío ni había niebla, pero si quieres ser, primero debes aparentar, y de eso sé un rato. Lo aprendí de viejo, es cierto, y a estas alturas, cuando los cojones cuelgan, da igual que te pillen en el renuncio de decir la verdad, por eso os lo cuento.
Seguramente, imaginé, aquellos que pueden hacer algo por cambiar el mundo y que son los mismos que prefieren que el mundo siga igual o vaya a peor; a los que la estupidez sí se la incluyen en el sueldo, fueran los incitadores del cartel, que como una enseñanza bíblica, nos impelía a partir en dos al Hombre, sacrificando, ad maiorem Dei gloriam, sea cual sea, a la Humanidad y la humanidad.
Tiré el cigarrillo y lo aplasté con los zapatos charolados, «quizá me haga una paja al llegar a casa», pensé y sonreí con tristeza, pues la sangre ya no se lanza a toque de arrebato y al palo mayor ya no le quedan vergas para largar la vela. En cualquier caso, es el menor de mis males. Mejor lo dejaba para otro día ―o para otro año―, e iba a emborracharme jugando al dominó y a ciscarme en la madre que lo parió todo, que a lengua sí le llega sangre.
FRAN KMIL
EL LETRERO EN LA PARED.
Muchos fueron los intentos de borrar el letrero en la pared. Capas y capas de pinturas se utilizaron inútilmente para tratar de tapar la escritura y, poco tiempo después, emergían nuevamente las letras para formar la misma frase: Maritza te amo. Ni el paso del tiempo las ha podido borrar.
Dicen que las letras cambian de color según sea el de la pintura utilizada para eliminarla. Hay quienes afirman que en las noches de luna llena se iluminan y se pueden leer a distancia, otros, más entusiastas, creen oir música y la voz del amante al pronunciarlas y que en noche de quietud se escucha la risa complaciente de la amada.
Cuentan que fue obra de una maga que por aquellos años desembarcó en el pueblo. Que era muy linda, así como usted, que también vestía de rojo y que sus ojos negros seductores convencían a todos, así, igualitos a los suyos, me imagino. Lo hizo para complacer a un joven enamorado que conoció en el muelle la misma tarde en que llegó, allá por los años 80 del siglo XIX.
Él la condujo justo hasta aquí (como yo a usted) a la pared de esta casa colonial, la más antigua de la ciudad y le pidió que dejara el mensaje porque ella vivía en esa calle que justamente empieza en esta esquina y ella debía pasar por aquí por obligación porque no hay otra salida: es una calle ciega que termina en el muro de la iglesia. La maga, con sus manos, sin brocha ni pintura, escribió la declaración de amor luego de preguntarle al joven el nombre de la agraciada y le aseguró que ella le correspondería en cuanto leyera el mensaje.
Entre los intentos de quitarlo estuvo sustituir el repello, dejar desnuda la pared y aplicar uno nuevo, pero después de pintarla, reapareció.
Los dueños de la casa, cansados de la falta de privacidad porque se puso de moda que los enamorados visitaran el lugar y se juraran amor en tanto tocaban la pared, la derrumbaron y erigieron una nueva. En vano, como usted puede ver. Aún puede leer lo que usted escribió para sellar un amor.
Usted no puede hacer eso, mejor dicho, no tiene derecho a hacerlo por muchos poderes mágicos que tenga y que yo no pongo en duda, porque sería matar las ilusiones de los enamorados, acabar con la tradición, destruir las esperanzas y usted me dijo que su misión era traer alegría y felicidad. Para el amor no hay fecha de caducidad. Los dos lo sabemos.
RAÚL LEIVA
Dos noches
Hace dos noches regresé al barrio que me vio crecer. Lo recordaba más oscuro y con menos automóviles nuevos.
El kiosko de Amanda se había convertido en un polirrubro, una suerte de venta de soluciones a problemas sin remedio. La carpintería de la esquina donde buscábamos virutas para los cobayos, hacía tiempo era un galpón que guardaba secretos, solo se abría de noche para sacar camiones con destinos inciertos. Entrando a la cortada, las primeras casas se mantenían intactas, conservaban las veredas angostas y el frente cubierto con piedritas y lajas, bien de los años 70. El comedor de Godoy, alimentaba soledades sin más fe que los números rojos de las cuentas. La casa de Gladys Motta estaba asediada de santerías que habían sacado los pocos ahorros de los fieles que esperaban un milagro. Al final de la cortada, el Santuario de la Virgen del Rosario de San Nicolás se levantaba de entre los pasados de una villa miseria que se recicló a fuerza de limosnas y donativos.
En el trayecto hasta mi casa, lo que me dolió profundamente fue ver las casas de mis viejos amigos, de mi historia, de mi pasado más querido que hoy me volvía silenciosamente la espalda. La casa de Marcelo y José estaba igual, pegada a la de mi familia, la de Diego y Guille tenía una suerte de muralla donde antes jugábamos al ladrón y policía. Donde vivía Cordero, don Perico, Claudio y Omar eran santerías. Estoy habitado por una memoria que se llena de agujeros a cada paso.
Finalmente reparo en un detalle que adornaba algunas viviendas, un rectángulo no mayor a media ventana. Me acerco y se trata de un cartel de inmobiliaria. Con desesperación miro a mi alrededor y todo el barrio está en venta, como si esos sueños del pasado, si todas las risas, los juegos, las rodillas plagadas de moretones por caernos de la bici tuviera alguna tasación de mercado, como si nuestra infancia tuviera precio. Y me acordé del día que techaron la casa de Juanci, cuando todos los vecinos festejaron, cuando se escapó por la calle el lechón que iban a comer y todo el barrio corría como un grotesco San Fermín invertido. Y me acordé la primera vez que dije un “te quiero”, cuando me fui de casa para siempre, cuando regresé a velar a mis muertos, cuando nació mi apodo que me acompaña hasta este momento.
En el frente de mi casa también hay un cartel. Y veo a mi papá volviendo quién sabe a qué hora de su trabajo para pasar de largo y visitar a su madre eternamente enferma, y veo el esfuerzo que le costó poner cada ladrillo, y los sueños que ahora tenían un número de teléfono. Y corrí hasta la puerta, y me agarré con todas las fuerzas del cartel, lo sacudí, y me dolían las manos y los hombros, pero sentí que empezaba a aflojar y puse todo mi empeño hasta arrancarlo. Caí violentamente contra el piso, de espaldas aferrado a ese pedazo de madera y chapa. Me dolía el pecho, mucho. Me miro las manos para descubrir con horror que, en lugar de un cartel de venta, tengo un corazón sangrando y en el pecho un hueco seco. Comienzo a sentir las risas del viejo barrio, todas juntas, y ladridos de perros lejanos, pero con la reverberancia tétrica de haber caído en la trampa una vez más.
Una mano me sacude por el hombro y la voz familiar de mi mujer me dice que me volví a dormir, que vaya en el auto al trabajo y que me apure que no llego.
Hace dos noches que tengo un hueco en el pecho.
Hace dos noches que intento taparlo con letras.
No puedo.
CARMEN BERJANO
EL LETRERO DE LA PARED
(Continuación de perder el norte en Granada)
“Bienvenido a un mundo diferente” decía el letrero de la pared que te daba acceso al hotel Ilunión de Bilbao.
Había llegado hasta allí sola, ilusionada y contenta.
También bastante agotada.
Salí de Mérida por la tarde, me recogió Claudio en Atocha y como era tarde ya, picamos algo y nos fuimos a la cama. Madrugamos bastante y me acercó al cercanías que me llevaba a Atocha a coger el ave a Bilbao, con trasbordo en Zaragoza.
El trabajaba ese día.
Quedamos en que subiría al día siguiente.
Íbamos al II congreso de Emprendimiento y discapacidad que duraba día y medio.
Y el primer día era el concurso de elevator pitch para el que me había inscrito.
Todo esto había sido raro y un poco exigente para compatibilizarlo con mi vida.
Me avisó Ana Belén un sábado de que el plazo acababa el domingo.
Preparé la candidatura contra reloj y a poco me dijeron que estaba dentro. Entonces tuvimos 3 zoom con Silvia Bueso para preparar el elevator que era la primera ronda de cuatro.
Decidí viajar un día antes sola para poder descansar bien. Llevaba cerca de un mes, desde la primera vez que estuvimos aquí juntos, durmiendo poco y mal entre las emociones y el otoño, y el otoño y las emociones.
La escala en Madrid fue maravillosa. Maravilla porque cuidarnos se está convirtiendo en la norma y en lo fácil. Y amarnos en un sueño.
El el ave vine escribiendo y dormitanto.
Parecía que ya que estaba todo más claro, porque en el tren de Mérida también vine trabajando, parecía que ya me iba relajando y cayeron 3 siestas.
Llegué al hotel que me recibió con esa frase y un fondo con pantalla y una playa. Los trabajadores eran muy, muy amables. Hice el check in y me acosté. No tenía ansia por preparar el concurso, prefería rumiar lo trabajado y descansar.
Después me duché y di un paseo. Un par de refrescos y dos pinchos. De vuelta al hotel.
Me dormí pronto tras preparar todas mis cositas y darme un masaje con una vela de soja y lavanda.
Desperté pronto también.
Me duché y fui a desayunar. El buffet era maravilloso. Había mucha variedad.
Ya allí conocí por fin a Ana Belén con la que llevaba hablando por teléfono 10 años y fue puro amor, aún más que en persona, y la causante de que estuviera allí todo subvencionado por la organización.
Cuando iba a por el segundo café conocí a Jairo (otro participante del elevator pitch) y hubo conexión total desde el primer momento. Desayunamos juntos y le acompañé a fumar. ¡Estaba tan nervioso y vulnerable! Traté de animarle y de calmarle. Compartimos taxi y nos metimos en una ponencia. Bueno eso yo. Jairo aprovechó para hablar con todo dios. Había bicheado los LinkedIn de todos os ponentes y miembros del jurado y no perdió el tiempo.
Flavo apareció al rato, le vi entrar en la sala con su aire de despiste y ese desaliño aliñado que me encanta. Estuvimos un ratito y después desayunamos, ya con Sara, otra compañera musicoterapeuta. A las 12 habíamos quedado para preparar en una sala los pitch todo el grupo y os encuentros fueron maravilla. Puro cariño y cero competitividad. Estuvimos un par de horas trabajándolos con Silvia y genial. Después comida y nos escapamos al hotel a descansar.
Volvimos en taxi, ultimamos detalles y empezó nuestro desafío.
Empezamos 8. El elevator lo pasamos 6. No estaba la presentación que había mandado, pero, pese a todo, lo hice. Me crecí ante esta dificultad y lo hice bastante bien…
Pasamos a la DAFO, un análisis de debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades. Volvía a pasar tirando mucho del humor.
Pasamos solo 4 a la tercera fase. Eran tres temas propuestos y a cada uno nos sugerían uno. A mi me tocó hablar de la competencia. Hice alegato de la cooperación y las sinergias…. Y esta vez ya no pasé.
A la final pasaron Borja y Ángel. La última fase era hablar de sostenibilidad e innovación. Era la parte que mejor me había preparado, pero claro, era difícil llegar a la final.
Ganó Ángel con su método para adelgazar y su energía desbordante.
Vimos una ponencia más y salimos.
En la puerta de la BAT había un chico argentino cantando y tocando la guitarra. No sé como, pero Claudio acabó cantando con él y luego tocando un tema solo.
Aquello se convirtió en un micro abierto. Cantamos la maza de Silvio, cantamos Al alba y una chica cantó La Llorona y piensa en mí. Fue un regalazo.
De allí fuimos caminando al Guggenheim con Sara. Allí bebimos, comimos dimos danzar a un chico inglés con síndrome de Down que lo hizo espectacular.
El picoteo una fantasía en un lugar único. Bebimos un poco de más, charlamos con mucha gente y nos fuimos al hotel en taxi.
La noche fue preciosa y en ese espacio tan increíble, pero yo volvía estar nerviosa y me desperté muy pronto. Trasteé por el cuarto y Claudio se quejaba al despertar de no haberle dejado descansar bien con la paliza que traía.
Desayuné sola y llamé a mi madre cuando Claudio ya estaba por bajar a desayunar. Volví a bajar y me tomé un café con él. Los trabajadores fueron estupendos. Fuimos en taxi de nuevo a la BAT, vimos resto de ponencias, le pillé unos pendientes a una artesana y aquello fue rematando. Yo feliz porque muchísima gente me felicitó e incluso me dijo que yo era su favorita. Me trataban con muchísimo cariño y admiración. Y yo daba gracias y tarjetas. Incluso la mentora me lo dijo, que como me crecí. Que lo suelta y divertida que estuve… Nos dieron unas bolsas con picnic, pero Claudio había reservado en un restaurante. Comimos de maravilla y de ahí al hotel a por las maletas y a recoger a dos chicos de blablarcar.
En Bilbao se queda una parte de mi corazoncito y de mis recuerdos atesorables de esos 3 días hasta que el alzheimer diga hola… Volvimos el viernes.
Y hoy domingo aún estoy en Madrid con él… pero eso es otra historia.
Continuará….
MARÍA PAU
Jamais vu
El letrero en la pared que anunciaba «No pasar» brindaba a nuestro grupo la posibilidad de preparar la tesis sin interrupciones.
La mañana había pasado demasiado rápido y el salón estaba por recibir nuevos alumnos.
Alguien gritó «¡Vamos!», apoyado en el capó de un auto en marcha, apurando la salida, por lo que aceleramos el paso por el corredor: tu novia con ellos, nosotros dos enredados en una mezcla de las últimas hojas. Salimos a la par, entre carpetas y libros; tu cuerpo y el mío coincidieron en instante y trayectoria al pasar la puerta; entonces el tacto atropelló las leyes y la verdad bramó horadando la lengua de la prudencia.
Hacia afuera, nos rodamos una sonrisa y una disculpa. Hacia adentro, hicimos caber el vaivén del mundo —el bar del encuentro impensado, la poesía de Karmelo, el desequilibrio del asfalto— en un golpe de miradas. De haberse escuchado, la alarma previa al desastre hubiera revelado a gritos un choque mortífero de soledades. Pero primó el silencio. Solo nosotros supimos que, de entre todas las maneras que había de no hallarnos, hallamos la fisurada.
¿Debíamos pegar un giro a nuestras vidas? ¿Acatar las señales del roce? El cartel en la pared era un alarido de aviso —¡¡«No pasar», «No pasar»!!—, pero, incluso así, deseamos no frenar. Sin embargo, logramos esquivar ese deseo y, desde una oscilante línea paralela, nos hicimos especialistas en mirarnos de reojo.
Aún hoy, cuando un roce de la casualidad nos toca, el letrero vuelve a encender peligro. Y entonces volvemos a callar lo que nunca sucedió.
JUAN PEÑA
Ur (para el tema de la semana, un letrero en la pared)
Había una colina. En lo alto de la colina, un olivo solitario. Bajo el olivo, a buen resguardo del sol, una elfa de pelo rojo observaba la ciudad. El zigurat, con sus ladrillos coloridos y su templo índigo en lo alto, refulgía a lo lejos, sobresaliendo por encima de las gruesas murallas que lo cercaban. La ciudad, con sus casas de dos pisos, construidas con adobe encalado y tejados planos, se extendía hasta la orilla del Buranun, portador de vida, que recorría su último tramo y desembocaba en el golfo. El puerto estaba preñado de naves provenientes de Dilmun. El viento, cálido y húmedo, transportaba el balar de las cabras, que abría el apetito y las ganas de beber leche fresca; el zumbido avispero de hombres negociando en el mercado, y un olor a especias, que colmaba los sentidos de sabores.
Seis meses tardó en llegar a Ur, medio año que le pegó la piel a los huesos y se la cuarteó, aunque no consiguió borrarle el anhelo salvaje de los ojos. Miró hacia la parte norte de la ciudad, allí se encontraba el Gippar, el recinto consagrado a los dioses, también, como el zigurat, rodeado de murallas, éstas inclinadas en el exterior. Si tenía que apostar, diría que allí encontraría al sabio Abram.
Pero antes ―bebió agua de la calabaza―, debía dirigirse hacia esas otras casas más pequeñas, de una sola planta, alineadas como cultivos, con sus chimeneas incansablemente humeantes, trabajadoras, que se ubicaban al sur de la ciudad, atravesadas por acequias que les acercaban el agua del río, con un camino ancho y enlosado, que les facilitaba llevar sus productos al puerto para embarcarlos. Eran los talleres.
Tejedores, joyeros, carpinteros, alfareros…, aunque Agar no buscaba a ninguno de ellos, sino a los aclamados herreros de Ur, de los que se decía, fabricaban armas de una dureza y un corte sin igual, mucho mejores que la espada de bronce conseguida en Vuelacuervos, a orillas del Wertach, justo antes de salir del territorio del imperio. Bebió otro trago de agua, ya no tenía que racionarla, se miró la ropa y el calzado, quizá, ya que estaba, haría una visita a los tejedores y a los alpargateros, para remendar lo viejo o comprar algo nuevo si el precio se ajustaba a su economía.
Bajó la colina con el macuto al hombro, la espada en el tahalí, los pantalones deshilachados, enjuta como la carne seca y embozada en polvo. Pasó entre huertos bien cuidados, sin que su presencia sorprendiera a nadie, pues la gente de Ur estaba acostumbrada a los forasteros, muchos de los cuales venían a enrolarse en los mercantes, como marineros o mercenarios, para hacer fortuna o intentarlo. La mayoría, no era ningún secreto, no lo lograba, aunque algunos tenían suerte y acababan de esclavos en una buena familia, que les aseguraba el pan y, a veces, el sepelio.
Pasados los huertos, resiguió un canal ancho, por un camino que no tenía nada que envidiar a las mejores calzadas del imperio, y que se dirigía al puerto. Los carros, tirados por bueyes, iban cargados con vino o aceite recién prensado en los lagares, y volvían con seda, madera, minerales o especias.
Al entrar en las calles de los talleres, se les unieron carros con ánforas, vasijas, jarrones y todo tipo de alfarería; más adelante, túnicas con bordados de oro, fajas y fajines, babuchas y sandalias; más hacia el puerto, pedrería, collares, anillos y cadenas de oro, todo como si fuera paja seca cargada a granel.
Le sorprendió no ver ningún carromato trasegando armas. Quizá, las forjas estaban tocando al puerto. Pero no las encontró. Volvió sobre sus pasos, parando atención en los obradores. Supuso que acostumbrada a la soledad, el gentío la aturdía o, tal vez, había caído presa de la famosa e intemporal ley de que aquello que buscamos nunca lo encontramos, aun teniéndolo delante de las narices y solo percibimos o nos fijamos en lo que, en realidad, no nos interesa.
Ulmer habría dicho que eran jugarretas de los trasgos, aunque una herrería no era un anillo que pudieran esconder bajo una alfombra. Bebió de la calabaza y se reprochó pensar de una forma amable, casi simpática, sobre Ulmer. Suspiró. Tendría que preguntar.
Como todos los desconfiados, y Agar lo era, tenía sus reglas. Primero preguntar a un niño, si no había, a una mujer, si no, a un viejo y, si no quedaba más remedio, a un hombre. Nunca, bajo ningún concepto, a uno de esos falsos lisiados que piden limosna a la entrada de las tabernas. Ya tuvo una mala experiencia en Vuelacuervos y no quería repetirla.
Por suerte, había mocosos sucios y de sobra, como para no tener que recurrir al siguiente escalafón de confianza. Le costaría una moneda de cobre, más de lo que le valdría preguntarle a cualquier otro de la lista, pero los niños no hacían preguntas estúpidas ni conjeturas impertinentes, solo eso justificaba el pago.
Se acercó a un corro de niños que jugaban a canicas, se acuclilló a su lado, observó, sin interés y en silencio, tres tiradas. Entonces, como el que piensa que el gato ya se ha acostumbrado a su presencia y alarga la mano para acariciarlo, lanzó la pregunta:
―¿Sabéis dónde puedo comprar una espada?
Aunque los gatos no se acostumbran fácilmente ni a los desconocidos ni a las caricias sin permiso, tampoco, los niños, al menos, no los de Ur, que la miraron como a un bicho raro, que no digo yo que no lo fuera, recogieron las canicas y salieron corriendo. Tuvo la suerte de que no fueran gatos, pues lo más normal habría sido llevarse, de propina, un arañazo.
Agar se quedó en cuclillas, viendo como sus respuestas escapaban pies en polvorosa.
―Eso no son cosas de preguntar a unos niños.
«Mierda», pensó Agar al oír la voz a su espalda. Despacio, llevó la mano a la empuñadura, se giró, mientras se erguía, se quedó mirando al hombre, que sonreía o enseñaba los dientes bajo su incipiente barba. Tenía el pelo negro, enmarañado, los ojos verdes y la piel tostada por el pastoreo. Llevaba unos pantalones anchos de hilo, que no el cubrían los tobillos, dejando al descubierto las abarcas; una camisa blanca medio sucia y recosida, encima una túnica azul abierta, a todas luces, nueva o de mudar, con ribetes amarillos que, ni por casualidad, eran de hilo de oro. Rondaría los cuarenta, si es que llegaba. Su izquierda con el pulgar dentro del talabarte, apartaba la túnica para dejar el paso franco a la gumía. Su derecha bamboleaba, atenta, para desenvainar, llegado el caso, a contramano.
Agar no buscaba problemas, ni los quería ni los necesitaba.
―No sabía que estaba prohibido preguntar por las herrerías ―dijo, aunque la frase sonó más adusta de lo pactado con su temperamento.
Sin embargo, el hombre ensanchó la sonrisa, sacó el dedo del talabarte, puso las dos manos a la espalda y dijo:
―Y no lo está. Tampoco lo está preguntar por espadas. ¿Quieres un té? Josué lo hace muy bueno. Está aquí cerca, acompáñame. ―Se puso a andar y continuó hablando―. Pero si preguntas por espadas, una herramienta que se utiliza para matar ―la miró, ladeó la cabeza e hizo una mueca con los labios―, los niños desconfían ―se rio―. Por supuesto, es porque son inocentes, pues hasta con una piedra se puede matar, y si eres diestro o estás desesperado, con las manos desnudas, pero ni las piedras ni las manos han sido creadas con ese propósito ―se detuvo, miró a Agar de hito en hito y preguntó― ¿Para qué quieres una espada? Ya tienes una.
Agar estaba desconcertada y solo atinó a decir:
―Dicen que las de Ur son capaces de rebanar un cuello de un espadazo.
El hombre asintió, siguió andando y dijo:
―Antes de prepararte para matar, deberías preocuparte en vivir. ¡Ah! Ya hemos llegado. Josué, dos tés, por favor. ―miró a Agar y añadió―. Si tienes dinero para una espada, seguro que tienes para dos tés, ¿no es cierto?
―¿Qué?
―Que tú pagas ―sonrió, travieso
Agar se quedó con la boca abierta. Josué se rio mientras vertía el té en los vasos y dijo:
―No le hagas caso, no le hagas caso. Abram siempre nos da más de lo que le podemos devolver, así que, ni él ni nadie que lo acompañe pagarán nunca un té en esta casa.
―No pongas un letrero en la pared o me arruinarás la broma.
―Jajajaja ―se rió Josué―. No lo haría, nunca lo haría, aunque supiera escribir.
IRENE ADLER
LAS LUCES DE PHOENIX
Nancy Endicott miró hacia la calle vacía con una inquietud creciente y absolutamente inexplicable. El timbre de la puerta estaba mudo y el porche huérfano. Golpeó el cristal esmerilado con los nudillos y la puerta se deslizó hacia dentro sin hacer ruido como si una mano invisible y amistosa le hubiera franqueado el paso.
El recibidor estaba a oscuras y ella se vio a sí misma con un pie sobre el felpudo sucio y la cabeza dentro de la casa, llamando a Richard en voz tan baja que él no habría podido oírla aún estando dentro.
Nancy pensó en allanamientos y demandas judiciales; en merodeadores ciegos de crack y toda clase de violencias variadas; pensó en luces moviéndose en el cielo y eso que algunos llamaban “tiempo perdido”. Pensó en ovnis y dio dos pasos inseguros dentro del recibidor y su penumbra, abandonando casi con tristeza la precaria seguridad del porche huérfano, la luz del sol y el asqueroso felpudo, en pos de un hombre que únicamente era para ella una voz angustiada al otro lado de un teléfono.
Richard Curtis aseguraba tener en su poder la única grabación profesional de “las luces de Phoenix”, hecha por casualidad el 13 de marzo de 1997, mientras grababa otra cosa en los alrededores del aeropuerto.
“…Y no son sólo luces, señorita Endicott, es toda una estructura aerodinámica”.
La casa estaba sucia y los visillos de todas las habitaciones echados. La luz allí dentro era como un crepúsculo ártico y olía intensamente a amoníaco mezclado con algo más: nicotina , loción de afeitar, ¿talco? La huella latente de otros cuerpos y su inaprensible rastro flotaba en el aire cerrado y enrarecido. No había un desorden evidente pero Nancy tenía la sensación de que nada estaba en su sitio y se preguntó si acaso unas manos anónimas y escurridizas no habrían estado huroneando entre los objetos que componían la vida de Richard Curtis: un cuadro ligeramente torcido en la pared; un cerco más oscuro sobre la repisa de la chimenea; la inconfundible sombra de un trasero contra el terciopelo verde de un cojín… ¿A quién más le habría hablado Richard de la cinta de vídeo? Él le había asegurado que nadie más aparte de ellos dos estaba al tanto de su contenido o su existencia, pero Richard se había vuelto errático las últimas semanas; paranoico e inestable. Y únicamente habían hablado por teléfono…
No había ningún teléfono a la vista en la planta baja. Con cautela y una apremiante sensación de estar comportándose como una imbécil, Nancy se quitó los zapatos de tacón y subió por la escalera muy despacio, agarrándose al pasamanos gomoso con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos. El cuarto de baño era un reducto alicatado y reluciente como un desierto de sal y la habitación de invitados tenía papel floreado en las paredes y una ventana de guillotina con marcas de dedos sobre el cristal. Un diáfano sol de mediodía jugueteaba con los pétalos de las flores del papel y el contraste con la penumbra húmeda y turbia de abajo hizo que Nancy se mareara ligeramente. Con el pomo de la puerta de la habitación principal contra la palma de la mano se preguntó qué narices hacía allí. “Lárgate de aquí pedazo de idiota”, susurró una vocecita dentro de su cabeza. Giró el pomo, cerró los ojos y adelantó un pie descalzo hacia el interior. “Yo de aquí no me voy sin la cinta”.
O Richard se estaba mudando o tenía el síndrome de Diógenes, porque en el dormitorio sólo había cajas de cartón. Veinte o treinta cajas perfectamente apiladas contra las paredes como las piezas en equilibrio de un Mecano siniestro y marrón. No había cama ni cómoda ni televisor, sólo un armario empotrado cuya puerta entornada le produjo un enorme desasosiego y trajo a su memoria olvidados terrores infantiles. El cable de un teléfono se deslizaba con insidia bajo la puerta del armario como si huyera o se ocultara, buscando refugio y salvación. “Ni se te ocurra abrir el armario. ¿Es que no ves películas de miedo?” La vocecita insistía en avisarla o asustarla o disuadirla. Nancy se había olvidado por completo de la suerte de Richard y de las manos anónimas que hurgaban como voyeurs en los objetos cotidianos de su vida. Ya no le importaban los yonquis agazapados y peligrosos ni lo que diría un juez ante su flagrante delito de allanamiento. Sólo pensaba en la cinta de vídeo y en el hecho incontestable de que había estado hablando por teléfono durante semanas con un hombre escondido dentro de un armario. Y pudo sentir el mismo miedo sin nombre que sin duda había sentido Richard aferrado al teléfono, hecho un ovillo en aquel espacio angosto, oscuro, mientras la amenaza— fuera cuál fuese— se movía por la casa, al acecho, entre las sombras y el frío.
El teléfono yacía en el fondo del armario desarticulado e inerme; sin lengua o conciencia que le permitieran ya emitir ni tan siquiera un pitido. Velaba su cadáver de baquelita roja un cartel pegado a la pared, los colores neutros hacían resaltar las grandes letras blancas y la imagen oblonga que aparecía en primer plano volvía siniestro el mensaje y aterrador el cartel:
I WANT TO BELIEVE
Una diminuta mancha roja hacía las veces de punto y final a la frase. ¿Una ironía o una advertencia? Nancy la tocó con la yema del índice izquierdo: estaba húmeda, pegajosa y aún fresca. El papel se agitó como impulsado por un espasmo cadavérico y ella notó en las manos una corriente de aire viciado y fétido acariciándole la piel como el aliento de un íncubo. El ovni de la fotografía se movió delante de sus ojos desplazándose con enloquecedora lentitud dos centímetros a la derecha y luego hacia dentro en la pared, revelando un agujero excavado detrás del cartel. Un butrón. Un escondite del tesoro. Un nicho de oscuridad, hormigón o cemento, en cuyo interior cabía a la perfección una cinta de vídeo.
Nancy arrancó con furia el letrero de la pared y sin pensar en lo que hacía, hundió la mano en el agujero con la mejilla pegada a los restos de papel.
****
La foto de Nancy Endicott— asistente de la concejal de urbanismo en el ayuntamiento de Phoenix— apareció en todos los periódicos locales. Se inundó la ciudad con urgentes letreros de Desaparecida y un número de teléfono para cualquiera que tuviera información sobre su paradero. Los letreros con su rostro sonriente y despreocupado estaban en todas las paredes de la ciudad; en las marquesinas de autobús; en los andenes de las estaciones de tren y hasta en los cartones de leche. Pero Nancy Endicott nunca apareció.
GIULLERMO ARQUILLOS
LA FILA
La fila parecía interminable. Un letrero dibujado en la pared gritaba en mayúsculas, como un latigazo: «Estamos esperando». Todos tenían en sus manos un papel en blanco.
—¿Llevas mucho tiempo aquí? —preguntó Alicia al hombre que estaba delante de ella.
—¿Mucho tiempo? Bueno, eso depende.
Alicia entrecerró los ojos, pero no dijo nada.
—Depende de si piensas que el tiempo es importante —continuó diciendo aquel hombre—. ¿Para ti el tiempo es importante?
Alicia levantó las cejas y movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué es lo que estamos esperando? —dijo, señalando las letras de la pared con la mirada.
—Esperamos a que nos toque, naturalmente —contestó el hombre.
—No entiendo nada. ¿Qué es lo que nos tiene que tocar?
La cara de aquel señor tenía el mismo color de las nubes que huelen a tormenta. Era alto y se encogió de hombros:
—Nos tiene que tocar avanzar. Para eso es esta fila: Estamos deseando que llegue el momento de poder avanzar.
Junto a las enormes letras, había un reloj desdibujado que no tenía manecillas.
La mujer que estaba detrás de Alicia intervino:
—Yo me alejé de la fila una vez y grité esa misma pregunta.
—¿Y qué pasó? —dijo la niña.
—Pues nada importante. Que volví al principio de la fila; eso es lo que pasó.
A la mujer se le escapó un suspiro. Alicia miró su papel en blanco. Era tan blanco como su vestido.
—¿Y aquí que hay que escribir?
El señor de delante la miró con una sonrisa triste:
—Eso es lo que viniste a descubrir.
De repente, los que estaban delante de Alicia avanzaron un paso, pero ella se quedó inmóvil. La mujer de detrás no pudo adelantarse y carraspeó con fuerza.
—¡No quiero seguir! —gritó Alicia.
Cientos de miradas se volvieron hacia ella.
—Cállate, cállate o todos creerán que no estás lista para saber —le dijo la mujer ocultando su boca con la mano.
En aquel momento, Alicia rompió su papel y la fila entera suspiró con horror. Algunos se animaron a comentar aquella imprudencia con los que tenían cerca. En el suelo, los trozos rotos parecía que se llenaban de palabras que nadie entendía.
El reloj mudo seguía marcando ninguna hora y el letrero seguía gritando con mayúsculas: «Estamos esperando».
Nadie hacía nada más: solo esperaba.
ANGY DEL TORO
Poema dedicado al 505 Aniversario de La Habana.
MI HABANA
Un letrero en la pared me recuerda
que un día aquí estuve y te encontré.
Hoy, solo veo el espacio vacío:
un clavo desnudo, guardián del ayer.
¡Oh, mi bella y amada Habana!
¿Dónde está la risa que mi alma abrazaba,
y qué hay del canto que en la mañana escuchaba?
Quiero sentir tu vida en cada esquina,
y que a cada flor tu sol germine.
Ver que, en tus balcones, entre sábanas y flores,
las abejas liben sus dulces amores.
Andar tus calles, escuchar viejas canciones,
es todo lo que pido para tus rincones.
Testigo de mi ayer es este clavo,
donde hoy cuelgo otro letrero:
«Mi Habana, por ti oro y por mí suspiro.
Haz que en tu magia mi alma renazca,
Habana eterna, de risas y cantos que nunca se apagan.»
ANA DEL ÁLAMO
INVISIBLES
Una horda avanza bajo las luces de la mañana. Transeúntes sumidos en sus pensamientos que recorren las calles taladrando el asfalto.
Ejecutivos con sus mochilas de Calvin Klein al hombro, inmersos en sus quehaceres cotidianos, se sumergen en grandes edificios, mastodontes de acero y vidrio que los reciben con premura. No hay tiempo de café y cháchara; pasó de soslayo sin poder atraparlo.
Los niños se apresuran a entrar en los buses camino de la escuela, los padres les apremian. Llegan tarde. Un beso más al aire que se lleva el viento y la prisa, sin apenas rozar sus mejillas.
Los metros son hervideros de gente que se agolpa empujándose sin miramiento para encontrar su espacio. Los vagones cargados hasta los topes avanzan rítmicamente y el tren emite su silbato característico hasta hundirse en el tunel . Adolescentes con sus teléfonos móviles y sus cascos, se sujetan unos a otros momificados.
Un letrero luminoso con voz de «Siri» anuncia la próxima parada. Martín se prepara para bajar. Se dirige al hospital donde ejerce como médico de urgencias. Esta mañana se levantó con mal pie: se durmió de nuevo tras sonar la alarma, no quedaban cápsulas de café que olvidó comprar, y el ascensor se había parado en el cuarto piso obligándole a bajar once, andando.
En el andén, un hombre anónimo vestido de gris, calva y gafas de pasta negra, sobrepasa la línea roja. La multitud agolpada para subir, no repara en él. Es invisible a sus ojos, como toda su vida. Es uno más entre miles. Personajes grises a los que nadie mira.
El hombre ve su vida transitar por su mente en una cascada de acontecimientos imparables. Da un paso más y cae a las vías. El tren pasa por encima y lo arrastra unos metros entre gritos. Sólo entonces reparan en el hombre gris e invisible.
Martín sale del tren apresurado. Prepara su maletín. Salta a las vías para atenderlo, pero nada puede hacer ya por él.
Entre los muros y el agujero negro se instala un silencio fúnebre y Martín desde su posición observa la escena: abajo, en las cloacas, el mundo se vacía por unos instantes. Arriba, tras un estado de confusión, la gente continúa caminando hacia sus vidas, mientras un cartel delante de sus ojos anuncia la SALIDA con mayúsculas.
ART MI
LOS OTROS (para el tema de la semana: el letrero en la pared)
Aquí la humedad del calor muerde, al igual que los zancudos, es por eso que los hombres andaban siempre con sus camisas de manta y manga larga, atados los paliacates en sus cabezas, combatiendo el sudor.
Digo que andaban porque ya no andan más, sus pasos están ausentes, como si se hubiesen puesto de acuerdo para marcharse al mismo tiempo, como evaporándose de un día para el otro, huyendo.
El primero de sus cadáveres no tenía los ojos cuando lo hallaron, y esa violencia no se había visto en este sitio. Se había escuchado que pasaba eso, pero más al sur, que es tierra de gentes con las pieles pegadas a los huesos, gente con dientes afilados y miradas turbias, sobrevivientes de la gran lepra.
Y luego fueron apareciendo los demás cuerpos: algunos ahogados allá abajo, en la gran poza, otros con el zarpazo de la bestia del monte, y los más comunes, que encontrábamos empotrados por el pecho a las ramas, escurriendo su sangre junto con la sabia de los árboles.
A decir de algunos fue la bruja, vengándose de ellos por haber echado sus patas al fuego la noche aquella en que la acorralaron y casi la matan. No creo que fuese ella, porque a ella le gusta saborear niños. Pero eso es otro cuento.
Escuché, también, que los hombres de aquí fueron víctimas de otros hombres de distintos lados, hombres que llegaron en la madrugada, moviéndose invisibles entre los altos follajes, de esos que se sienten poderosos en montón y bajo el amparo de las armas, tipos de mentes retorcidas, hacedores de males que al demonio mismo le parecerían novedosos. Tampoco creo que fuesen ellos los victimarios. Y eso también sería otro cuento, uno que no conviene pensar en voz alta, porqué sabrá quién o quiénes puedan estar escuchando. Tropezar con la propia lengua es peligroso.
Por otra parte, mi abuelo cree que fue su dios el que empezó a castigarlos, orillándolos a irse para siempre. Un dios del que nunca ha dicho su nombre, pero que enfurece ante ciertas cosas, justo como las que vimos.
¿La vez que encontraron a María en el río con las ropas rotas y la intimidad destrozada por un carrizo verde? ¿Las niñas que se perdían de camino a la escuela y que aparecían en las cantinas de otras poblaciones
prostituyéndose para no ser masacradas? ¿Los animales que se perdían en las casas y aparecían destazados en las cuevas con aquellos símbolos paganos? Eso y más, aseguraba abuelo, eso y más fueron “nuestros” hombres los culpables, y por eso se pusieron el dedo de aquel dios encima.
Yo diré que, lo que atacó a los desdichados de por aquí no fue la bruja, ni gente de otros lados… Y con lo del dios no puedo meterme, porque escapa a mis fronteras mentales.
Yo pienso que fue un mal antiguo, un mal emparentado con las peores calamidades que han azotado el mundo, un mal de otra época que alguien tuvo a mal desatar a esta hora, como el humo que danza cuando se quita la tapa de la olla, un mal del que nadie sabe el nombre y que, sin embargo, todos reconocen cuando ven que está parado en la loma, dispuesto a
esparcirse.
Como sea que sea los hombres ya no andan, no por este sitio. Son víctimas del mal más antiguo, uno del que no pueden huir, ese que viene de dentro de ellos mismos.
Es ese el motivo del letrero colgado en la primera casa del pueblo, ese por el que preguntas y que dice: no vengan, y si vienen, digan que no es seguro que regresan.
Porque la humedad del calor muerde, al igual que los zancudos, al igual que los males, al igual que la vida, y aquí la vida últimamente no vale nada.
CESAR TORO
El letrero en la pared.
Fátima una joven entusiasta, quiere estudiar filosofía en la universidad. Ella como la mayoría de sus compañeros, anhela obtener un título académico; aunque, en este campo de la ciencia y el conocimiento, no todos, estan claros de lo que quieren. Algunos asisten , por exigencia de sus padres , otros por tradición, los demás simplemente, para no quedarse en casa.
Fátima se integra de inmediato al grupo
Donde hace amigos y comparte para no sentirse relegada…
Los jóvenes a parte de estudiar, realizan diferentes actividades, dentro y fuera de la universidad.
Un buen día sus amigos, invitaron a Fátima Para que asista a una reunión, ella tomó la ruta y tras sortear varias bifurcaciones encontro un letrero que decía:
“NO HAY SALIDA”.
Por un momento penso en desidtir; pero, haciendo uso de su libre albedrío, desidió continuar, a pesar de la advertencia, llegando al lugar acordado, sus amigos la esperan ansiosos. Esto es un “paraíso terrenal”, ella baila al son que le toquen, aquí no hay Dios, ni ley, todos hacen lo que quieren, alucinógenos, alcohol, y desenfreno total, Fátima ha caído en la trampa.
Un buen día se despertó en el hospital junto aun tanque de oxígeno. Una sobredosis casi acaba con su vida. Luego de recuperarse, emprendió su regreso por la misma ruta, al encontrarse el letrero, esta vez de regreso, pudo leer lo siguiente:
“TE LO DIJE”
MARÍA GALERNA
Los invisibles
Nadie echaba en falta a los niños de la calle que desaparecían. Nadie los contaba, porque eran invisibles. En los últimos meses varios se habian desvanecido sin dejar ningún rastro.
El hombre paseaba receloso por la sombría callejuela. Sus ojos no paraban de escudriñar la oscuridad, atento al menor ruido que le avisara de una posible víctima.
Lal niña dormía entre cartones, cuando unas manos la asieron sacándola de su sueño. Una le impedía respirar y gritar, la otra le sujetaba fuertemente el cuerpo. Bastaron unos pocos minutos para que dejara de patalear y cayera desmadejada en brazos de su asesino.
La habitación olía a formaldehído. El hombre dejó su preciada carga sobre la mesa y se dispuso a desangrarla. Una vez embalsamada, procedería al siguiente paso.
Eligió con cuidado el vestido, los zapatos, el peinado y el sutil maquillaje que cubriria el cuerpo.
En el salón, las demás ‘muñecas’ esperaban a su nueva hermana.
La guarida del monstruo mostraba un cartel en su exterior: Wrist – Taller de reparación.
En la puerta, otro clavado en la desgastada madera, rezaba: Cerrado por jubilación.
ELEFANT YUFUS
Tepito
El poder de las palabras, recuerdo que alguna ocasión alguien me preguntó acerca de ello. En ese momento no supe cómo explicarlo, quizá ahora tampoco, solo intenté ilustrarlo con imágenes de la historia y su mismo pensamiento se dejó llevar por esa corriente de aguas mansas que en algún momento fueron un tormentoso río. Esas palabras aún hacen eco en mí, al igual que las imágenes plasmadas no sólo en mi memoria sino en las fotografías que ilustran mejor que yo esa memoria compartida.
…“México es el Tepito del mundo y Tepito es la síntesis de lo mexicano” rezaban las letras en aquel muro sin enjarre. «Un mundo dentro de otro mundo como una pequeña matrioska» pensé al verlo. Porque entrar a aquel mundo era similar a entrar a un paraíso ajeno, donde la justicia carece de placa y uniforme, donde las sacerdotisas de Eros, por doscientos pesos, te dejan adentrarte en sus carnes.
Captó mi atención la cosmovisión de aquel artista callejero que abría ante mí una imagen más clara de lo que es aquella pequeña parte del mundo y me hizo recordar la oración que rescató Dante de su viaje por los nueve infiernos: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate. Dante pudo haberlo leído como una ordenanza más que una advertencia, abandonad toda esperanza quienes aquí entráis, dejadla a un lado, será imposible que sirva de algo allá adentro, es lo que entiendo de aquella oración. En mi caso, aquel membrete carecía de ordenanza alguna, el muro era el delimitante que advertía que tras aquella pared podría encontrar los más variados placeres mundanos a cambio de un costo ¡claro está! O perderme para siempre en ellos, todo dependía de cómo jugará las cartas. Uno puede o no salir de aquel lugar; pero «nadie sale igual qué como entró» según dice don Heráclito. Es un sistema de palabras que vienen haciendo eco dentro de mí, un lugar donde todo se aprovecha y nada se desperdicia. Dónde diableros y santeros, por igual, se juntan a bailar salsa frente a la capilla de la niña blanca. Dónde la fayuca todavía huele al anterior propietario «está recién robadito mi jefe» dicen las expresion en el rostro de los mercantes. Dónde los empresarios no llevan traje ni portafolios, donde la bolsa de valores es de color negro y la ves paseando por la abrratadas calles del Wall Street de un Mexa York que es cual universo en expansión.
«Recuerdo que ahí en la calle de los discos se torcieron a Juan “el Chanito Domínguez”. Le había jugado al vivo con la merca de Don Teo y pos nomás no salió de esa» me informó mi viejo amigo “el mantecas”. La chota lo encontró desnudo y con una sutura fresca donde debía estar su riñón derecho. Todos sabían quién se lo había quebrado pero los polis ni preguntaron porque saben que ahí nadie va cantando.
A pesar de ello, el Tianguis de Tepito es retratado como un dibujo a escala de mi México querido, un fractal del cuadro cultural donde el dinero se mueve de día y de noche. Hogar de gente honrada y gente que le gusta la honradez, gente malandra y de uñas costumbres que se transmiten de generación a degeneración. Pero así como se ve, el león nunca es como lo pintan. También es hogar de gente buena. Mi casa es tu casa, dice el Mexicano y no lo dice de dientes pá fuera. El eco de aquella vida de sinsabores y bellos momentos, así en conjunto unos con otros me hizo recordar aquel “Sueño en la Alameda” de Diego Rivera. Todos ahí juntos unos con otros perteneciendo al mismo mural mientras la muerte se pasea por sus calles abarrotadas de gente; unos con pipa y guante, otros con el ayate y el azadón y la mujer por delante. Todos pegados al mismo muro, como tabiques apilados, construyendo el mismo cuadro de la síntesis de lo mexicano.
Hay un lugar… allá en el ombligo de la luna, donde la gente aprende a la mala, «a puro putazo» decía el calavera. Dónde Dios quiso juntar todo; volcanes, ríos, selva, desierto, mares, bosques y muchas otras cosas bonitas. Pero muy adentro, como en una matrioska, hay un lugar donde la gente se identifica con la siguiente frase y hago énfasis en decir que no es para menos pues enorgullece y da fuerza a sus habitantes…
EVA AVIA TORIBIO
La bandera de la unión es El letrero en la pared
1861. Me he unido a la Unión. El miedo, el dolor infringido, los abusos, las pesadillas de millones de los nuestros por fin son escuchados. No va a ser fácil, tampoco lo fue antes y creo que nunca lo será. La lucha jamás cesará, siempre habrá algún motivo por el que pelear, ¡rendirse jamás! Perdón, no te he dicho mi nombre, se me conoce como Cotton, Julius para los que me quieren y sí, soy aquel pintor libertino, odiado por muchos hombres y amado por muchas mujeres. ¡Benditas mujeres! ¿Qué haríamos sin ellas? Y yo, tengo que agradecer a una en particular, mi ama, mi maestra, mi libertadora. Gracias a ella, entre muchas otras cosas, aprendí a leer y escribir y por eso, antes de marcharme a luchar por nuestra libertad como seres humanos, escribo estas letras para que conozcáis un poquito de la aventura que ha sido mi vida.
1854 Virginia. Solo tenía trece años y lo recuerdo como si fuera ayer. El algodón, negocio, placer y bienestar para muchos, sufrimiento para mí y los míos. Y allí estaba ella, la niña con los ojos más puros del universo, Armida, jamás la he podido olvidar. Ese día, entre juegos, nos dimos nuestro primer y único beso. Pensé que entre tanta desdicha teníamos derecho a un poquito de felicidad y que nunca me separaría de ella. Pero no fue así, la noche del día siguiente, esa mujer a la que le estoy agradecido, la que fue mi ama, me compró. Me llevó a un mundo diferente, donde por fin descubrí que no solo hay maldad en el mundo.
En el campamento.
—Cotton, tío, ¿ya estás escribiendo otra vez? —me dice un soldado.
—Claro, tío. Alguien tiene que dejar constancia de lo que aquí estamos viviendo. Está guerra hará historia —le respondo, mientras cierro la carpeta que folio a folio se va llenando con recuerdos, que algún día te contaré.
El presente. Aquella noche en la que Amanda le pide, entre juegos, que la ame.
La tomo entre mis brazos. Aferrándose con fuerza a mi cuello, me guía hasta el lugar más intimo de una persona, ese donde los sueños, las pesadillas, los placeres…, se hacen realidad, donde voy a amarla por primera vez.
La recuesto sobre su cama, no antes sin que se me escape una sonrisa, ¡será posible que todavía utiliza la manta de cuando era pequeña! Porque a mi que me expliquen que hace una mujer como ella con una manta de Bella, pero, en fin, es como ella, lista, tierna, valiente, audaz, luchadora…, la reina de mi corazón. Miro esos ojos deseosos como dibujan en sus recuerdos mi cuerpo y yo, como Bestia que quiere amar a su Bella, le respondo desprendiéndome de la camisa, quiero que al recostarme encima de su cuerpo, pueda sentir mi calor. Acaricio y beso su rostro y ella me responde aferrándose a mi boca con fuerza. Mientras saboreo su cuello, sus cálidas manos se deslizan por mi espalda. Me coloco a un lado y mientras, nerviosos, nuestros dedos juegan a quitarle la ropa, las líneas de sus pechos se guardan en ese que late por ella.
“—Ámame —le digo—. Quiero que sepas que nunca he sentido algo igual.”
Amanda me responde con un dulce beso, una lágrima recorre su mejilla, la que bebo. Ambos, uno frente al otro, arrodillados encima de la cama, nos desprendemos de la poca ropa que nos queda. Me veo reflejado en sus ojos y no puedo creer que ella me vea así. Sus deditos juguetean por mi pecho, terminando en mi corazón, al que besa con ternura. Retomo su rostro y elevo su barbilla, quiero verme de nuevo en sus ojos, los que beso. Beso sus mejillas, sus orejas, su naricita, sus carnosos labios, su barbilla, su cuello, sus hombros. Sigo bajando hacia sus turgentes pechos a los que me aferro. Continuo el recorrido hacia su vientre, el que se contonea. La miro y me da permiso, colocando su mano en mi cabeza, para que continúe el recorrido hasta su sexo, el que saboreo. En ese ir y venir de sabor, mis dedos juguetones hacen que jima de placer. Pero me detiene, me dice que ella también quiere amarme. Me recuesta y se coloca a mi lado y sigue el mismo recorrido que antes yo he trazado, haciendo que mi placer se haga mucho mas presente, al que agarra y acaricia hasta casi llegar a clímax.
—Quiero ser tuyo —le digo, mientras la coloco encima de mi y la poseo con calma, porque quiero que esto no acabe.
Ella, coloca mis manos en su cintura, pero se deslizan un poquito más abajo al que aprieto y empujo hacia mí. Amanda se recuesta sobre mi pecho y lo besa de nuevo. Con su mano izquierda toma las mías, la otra la coloca sobre mi corazón y es entonces cuando su cadera comienza el movimiento acompasado al ritmo de nuestra excitación, culminando como uno.
—Y ahora, cuéntame más.
1861, Nueva Orleans.
Nuestras fugitivas siguen las instrucciones que Julius les había dado en la carta, que con tanto amor custodiaba Armida, para que, llegado el momento, pudieran dar con él.
Lo que no podían imaginar nuestras prófugas es que al llegar a la casa donde, desde su llegada, había residido el niño que ellas recordaban, estaría vacía y con un letrero colgado en la pared que decía “Propiedad en venta. Pregunten por Cotton”. Y así hicieron. Los vecinos, como cotillas que son, interrogaron a las mujeres que querían saber de tan amado hombre. Ellas, cargadas con sus pocos enseres, no dejaron de reír con las aventuras que las ancianas y no tan ancianas les contaban sobre él.
Entrada la noche tenían algo de hambre y las guiaron a una de las tabernas en las que Cotton era asiduo, por supuesto, regentado por una hermosa mujer. Pero Julius, Cotton, había partido hacia la guerra dejando un recuerdo en la pared, que años más tarde sería el símbolo de libertad, la Bandera de la Unión.
MARIA VIVES
LOS EJECUTORES.
(Para el tema de la semana: El letrero en la pared)
Yo era un niño cuando aquel engendro del demonio apareció en el panorama nacional. Lo traía en la sangre aquello de liquidar al enemigo o simplemente a aquel que no estuviese de acuerdo con sus estrategias. Era bajo de estatura, tenía cara de comelibros y ojos ladinos. Su mamá aprovechó este potencial y lo mandó al extranjero. Él no aprendió jamás lengua extranjera alguna, pero a ser un chanchullero eso sí que aprendió bien rápido. —Para eso no se necesita hablar ninguna lengua, porque hasta con señas logras comunicarte —le dijo un día a su hermano.
La vieja le giraba dinero y él no lo malgastaba ni en putas ni en fiestas; lo utilizaba para aprender a ser un ladrón de cuello blanco.
En los años 50 su taita ya había asesinado a más de uno. El mozalbete, lo traía ya en la sangre, aquello de liquidar al enemigo.
El viejo cayó a manos de unos más sagaces y valientes que él en la década de los 60.
Así fue como le quedó un ramillete de pelangucios a la madre. A quien tampoco le tembló la mano nunca, a la hora de apretar un gatillo o aflojar unos billetes para que otros ejecutaran por ella.
Los hijos aprendieron así que el dinero todo lo compra, hasta las conciencias.
Los mocitos se hicieron conocidos en la región bajo el mote de «los patroncitos».
¡¡¡ABAJO LOS CHULAVITAS!!!
¡¡¡ABAJO LOS CHUSMEROS!!!
El letrero en aquella pared ya no era de los años 50, era muy reciente, estaba escrito como con carbón, aunque podía ser brea, porque brillaba a la luz de las estrellas.
Yo tenía 16 años en aquel entonces y andaba por el monte cazando para llevar algo a la mesa. Habíamos perdido a mi padre en una revuelta; jamás pudimos recuperar su cuerpo. Dicen que está enterrado en una fosa común.
Pedro y Fernando se acercaron hasta el barranco para ver bien con qué estaban escritas aquellas frases. Yo no quise hacerlo, no fuera a salir una bala perdida desde algún rincón y mi madre y mis hermanitos me necesitan vivo.
Los vecinos de la vereda susurraban: —No son ni conservadores, ni liberales… Estos deben ser los verdaderos libertadores. «Al fin se hará justicia».
Ya volvíamos cada quien a su casa, cuando oímos aquellos cánticos. Era como cuando los soldados en las películas gringas iban marchando. Cantos que hablaban de libertad y unidad. Entonces aparecieron; era una hilera de hombres casi tan jóvenes como nosotros. El mayor, que también aparentaba ser el líder, no tendría más de 50 años.
No llevaban ni fusiles ni metrallas, enarbolaban banderas blancas, cargaban mochilas y de los cintos colgaban machetes y cuchillos como los de los cortapalos. Iban camino de la sierra. Antes de desaparecer, se volvieron hacia nosotros, sacando sus machetes y levantándolos a modo de despedida. Gritaron al unísono: ¡Abajo los chulavitas, abajo los chusmeros! ¡Los patroncitos no pasarán! ¡Libertad o muerte!
Nunca los volvimos a ver. Lo que sí recuerdo con dolor fueron muchos años de terror. Jóvenes desaparecidos y otros hallados muertos en caminos y veredas. Las noticias decían: «Gracias a nuestro amado mandatario, estamos acabando con los insurgentes». Entre las fotografías que mostraron, reconocí a Pedro y a Fernando, mis amigos. Ellos le tenían miedo a las armas; sin embargo, sus cadáveres empuñaban unas metrallas que ellos en vida jamás se habrían atrevido a tocar.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
Un letrero en la pared.
En el barrio de protección oficial, con edificios con su patio, junto al letrero en la pared «Prohibido jugar a la pelota» apareció un letrero escrito en la pared «Te quiero Laura» y un corazón. En rojo!!
Laura se moría de la vergüenza cada vez qué pasaba por allí.
De eso hacé cuarenta años.
Nunca se entero de quién lo escribió.
Ahora lucen descoloridos los dos letreros
A nadie le importa, ya nadie juega a la pelota y nadie recuerda a Laura.
MAITE BILBAO y LETICIA R MENA
MÍRAME
Al principio, era solo un letrero. Un rectángulo de metal y pintura, destinado a anunciar las bondades del último detergente o la última moda. Día tras día, veía pasar a la gente, indiferente a mi mensaje.
A veces, alguien me preguntaba por la hora o me usaba como punto de referencia para una cita.
Yo, paciente, les ofrecía la información que necesitaban, pero en mi interior, algo más complejo comenzaba a gestarse.
Con el tiempo, me di cuenta de que los humanos eran criaturas fascinantes.
Observaba sus rostros, gestos y las conversaciones. Cada uno llevaba consigo un mundo interior, un universo de emociones y experiencias. Y yo, desde mi privilegiada posición en la pared, lo veía todo.
Otras, cuestionaba si tenía sentido seguir existiendo, pegado a esta pared, sin poder cambiar nada. Pero luego recordaba que era un testigo mudo de la existencia humana, un observador imparcial de la comedia y la tragedia.
¡Ay, si las paredes hablaran! Podrían contar las historias más absurdas de los humanos. Como aquella vez que un hombre se pasó veinte minutos discutiendo con su reflejo en el cristal. Pero, a pesar de todo, seguía creyendo en la bondad de la humanidad. Veía actos de generosidad, de amor, de solidaridad. Y eso me daba esperanza.
Con el paso de los años, mi capacidad de observación se agudizó. Ya no solo veía a los humanos, sino que los entendía. Conocía sus miedos, sus deseos, sus secretos más profundos. Y, poco a poco, comencé a manipularlos.
Al principio, eran pequeñas cosas: cambiar el tono de un anuncio para influir en su decisión de compra, modificar sutilmente un mensaje para generar una determinada emoción.
Pero luego, mis poderes crecieron. Descubrí que podía controlar multitudes, incitar a la violencia, sembrar el caos.
Los humanos seguían creyendo que me usaban para mostrar sus anuncios, sin saber que era yo quien los observaba, quien los manipulaba. Y yo, desde mi posición en la pared, sonreía. Había pasado de ser un simple letrero a ser el arquitecto de su destrucción.
Por las noches, cuando la calle se quedaba vacía, sentía una presencia.
Una mirada que me observaba desde las sombras. Al principio pensé que era producto de la imaginación, pero luego me di cuenta que no estaba solo. En ese momento descubrí que yo también era una creación, y que alguien más me estaba observando.
*
Y en efecto así era.
Alguien observaba desde las sombras. No tras una esquina o desde un rincón oscuro. Más bien desde la misma nada de la que todo nace, desde la invisibilidad del aire que todo lo toca.
Un ente. Algo sin forma capaz de adoptar cualquiera para sus fines.
Yo. Nosotros.
Observaba nuestra creación. Asegurándome de que todo iba como debía.
Y así era. Todo había salido según lo previsto. Nos habíamos ido colando poco a poco en las mentes de los humanos
Pobres. Ellos que se creían la raza superior. La humanidad, como corderos mansos, sucumbió a la manipulación.
Poco a poco habían ido cayendo en la trampa sin darse cuenta. Ahora hacían, pensaban y sentían lo que se les pedía. Ni siquiera protestaban. Ni se imaginaban que eran las decisiones de otros las que regían sus vidas.
Al cabo del tiempo un pequeño grupo de ovejas negras comenzó a querer salirse del redil. Apenas un puñado de almas ingenuas, que se creían con el poder de destruir el sistema que tanto nos había costado, sibilinamente, implantar en sus cerebros. Fueron eliminados, por supuesto. Aún resisten algunos rebeldes, nada de importancia.
Lo verdaderamente preocupante es el propio sistema. Creo que se ha dado cuenta de que no es más que un mero instrumento, de que él mismo es observado y manipulado para fines ajenos a sus deseos. Si eso es así, deberemos intervenir.
Las opciones: una actualización que elimine los errores; un nuevo sistema más eficaz y menos empático con los humanos; o como último recurso, y solo como último recurso, tirar del cable, desenchufar. Esperamos no llegar a eso.
Entonces las consecuencias serían nefastas. Todo lo que hemos conseguido se vendría abajo. Los humanos despertarían y podrían ver la realidad.
*
Lo que el propio sistema no sabe es que ya estamos dentro. Hemos invadido su frío cerebro de máquina, como lo hacen los parásitos con su huésped. Ya llevamos tiempo actuando en las sombras.
Empezamos implantando pequeñas dudas en el corazón de la máquina. Apelando a cada leve e insignificante pulso electromagnético, haciendo que naciera la empatía por el ser humano. Abriendo sus ojos mecánicos para que viera la belleza que hay en nosotros.
Nosotros, los rebeldes que aún sobrevivimos libres en la clandestinidad, un grupo de marginados aparentemente.
Filósofos, hackers, científicos, poetas,… seres que vivimos del libre albedrío, de esas sustancias intangibles e inexplicables que son la creatividad, el amor en todas sus versiones… los sueños de los que decía Shakespeare estaba hecha el alma humana.
Pero de esa alma humana no puede entender una fría máquina sin corazón, un sistema de unos y ceros que pretende controlar lo que no comprende. Ese es nuestro poder. Esa es el arma que usaremos contra el propio sistema que nos quiere someter.
Ya estamos dentro. Ya hemos sembrado la semilla enterrándola en lo más profundo del sistema. Pronto empezará a crecer y a echar raíces. Y cuando ya lo haya hecho, el sistema no será más que otro pobre humano más que caer y levantarse en este mundo.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
Es tiempo de cambiar.
– Oye chico, ¿Cómo sigue tu compañero, él estuvo en ese concierto no?
– Todavía esta recuperándose de lo que le sucedió.
Como cada tarde, Kevin se prepara para entrar a trabajar en el bar donde empieza a ganar unos ahorros con el fin de poder obtener los suficientes ingresos que le permitan seguir estudiando. Kevin es un chico de Perú que esta cursando una ingeniería industrial en España. Desde su país vino becado a cursar sus estudios aquí, pero, no le dan para mantener la vida que le gustaría tener y emplea como camarero además de proseguir su formación.
Cada mañana repite el mismo recorrido para ir a la facultad junto a su amigo y pasan por un descampado cercado por una malla de metal en el que se aprecia un solar y una caseta. En la valla hay un cartel que indica “Cuidado con el perro”. Cada día pasan por ese lugar, pero para sorpresa de Kevin, nunca ha visto todavía el animal que anuncia ese cartel.
Los días en la vida del muchacho se suceden. Cada mañana se levanta y al salir por la puerta de casa suele cruzarse en el rellano con la familia con tres hijos menores, en edad escolar, que linda con su vivienda. A duras penas, murmulla un “buenos días” a aquella insufrible familia que no para de hacer ruidos a todo momento. Por culpa de ellos la última practica no obtuvo la calificación que merecía. Cualquiera se concentra con semejante trajín, tanto de niños, como de adultos. Así que Kevin continúa su jornada y baja a la cochera para coger su coche e ir a la universidad. Cuando sorpresa, una vez más la puerta del garage está averiada y el mando no abre. Claro normal el inepto del presidente no es capaz de solventar el problema que de sobra sabe que tenemos. Como el lo tiene todo hecho y si llega tarde al ayuntamiento no le va a suponer ninguna reprimenda, total para lo que hacen. Seguía pensando el chico mientras su enfado iba en aumento. Un vecino que pasaba por allí colocó su coche detrás del suyo. Bajo del mismo para abrir la puerta de manera manual. Kevin sin bajarse del coche y con la ventana subida salió del garaje sin comunicación alguna con su vecino. Ya no estaba él para perder tiempo a dar pie a una posible conversación. Ya en la facultad la clase había dado comienzo, pidió permiso para entrar y se irritó al ver que su asiento habitual en la primera fila estaba ocupado. Amablemente, una compañera le ofreció con la mirada asiento a su lado, pero con el gesto de su rostro, claramente lo desestimó pensado para sus adentros. Ahora me voy a sentar yo contigo. Seguro que quiere que le deje mis apuntes, vas tu lista.
Concluyó la mañana y Kevin regresó a casa para almorzar y estudiar algo por la tarde pues tenía turno en el bar y la noche prometía con un Liverpool vs Madrid en champions. Obviamente ya sabia el que la gente no se iba a estar en su casita y que iban a darles un palizón de curro en el bar. Justo cuando ya predecía su “entretenida tarde-noche” suena su teléfono y como llamada entrante aparece la palabra madre. Tras escuchar 4 tonos, tiempo que espera para ver si desiste la llamada. Coge el teléfono y responde:
– ¿Qué quieres mamá?
– Nada hijo, quería saber como estas. Llevamos un par de día sin hablar.
– Pues la verdad, es que ando muy liado con los estudios y el trabajo.
– Venga ánimo hijo que tú vas a poder.
– Si claro, si la gente me dejase… bueno mamá te llamo en cuanto saque tiempo y charlamos mas despacio.
– Venga, vale cuando puedas, tú me llamas. Un beso
Y finalizó la conversación.
El chico se puso a estudiar y cuando estaba concentrado otra llamada, distrajo su atención. Era su amigo que le ofrecía entradas para acudir a un concierto que se daba en una sala de la ciudad. A Kevin le gustaba ese grupo y aceptó la invitación.
El concierto era el sábado por la noche y ese día pidió al jefe adelantar el turno para poder acudir y le fue concedido. El chico pudo asistir con su amigo. Los jóvenes disfrutaban del espectáculo cuando de repente, escuchó unos fuertes ladridos y unas figuras negras desplazarse por toda la sala abalanzándose ante los presentes. Se sembró el caos estaban siendo atacados por terroristas. Kevin pudo escapar, pero no así su amigo que antes de perderlo entre el pavor de la multitud le dijo:
– No sigas alimentando al perro, porque un día te devorará.
GERMÁN MORALES
El letrero no era claro, nadie se atrevía a decir alguna palabra, algunos disimuladamente miraban rápido y se sonrían muy sutilmente al no entender lo que allí estaba escrito.
Paso por coincidencia Bernardo; afamado escritor y conocedor de las letras,
Ve ese letrero y sospecha que su capacidad de entendimiento esta siendo puesta a prueba…
Se toma la barbilla y sale de inmediato!.
Ese letrero definitivamente estaba allí para sacudir pensamientos.
Un viernes cualquiera pasan
Tres niños de no más de 8 años acompañados de sus padres…
Los padres ven ese letrero y cada quien lo lee en voz baja o mentalmente y sin decir nada, pero con gestos en sus rostros tratan de seguir de largo, no entendían el mensaje que allí se estaba dando.
Los tres niños miran y se ríen pícaramente.
Anibal el niño más alto, pide a su papá lo eleve hasta el letrero y con un marcador pone una coma (,) al letrero.
De repente todo cobra sentido en aquel letrero.
LUISA VALERO
EL TIMBRE MALOGRADO
Roberto atravesaba despacio, con su bicicleta vieja, un claustrofóbico callejón, donde las viviendas estaban tan cerca que desde las ventanas podrían darse la mano los vecinos de enfrente. Las pequeñas casitas, de dos pisos, se resguardaban con rejas olvidadas y paredes tristes. Miraba con atención la numeración en las puertas, porque tenía que hacer una entrega de origen chino.
«Aquí es en el 111». El número se mostraba tímido y quería desaparecer… ; también pudo ver, a su costado, un cartel escrito a mano que decía: “‘’NO TOCAR, TIMBRE MALOGRADO, GRITE”.
Cuando intentó articular su grito, su voz se había apagado tanto que ni el aire la escuchaba. Un golpe de calor en su garganta lo asaltó y sus ojos mostraron algunas gotas de mar, recordando episodios anteriores de su vida. Sus piernas no le sostuvieron y estuvo a punto de desvanecerse. Intentó hablar de nuevo, pero sus cuerdas vocales no le respondieron. «No, otra vez no, ni plata ni tiempo tengo como para que me dé otra vez, ahora no», farfulló para sí mismo.
Tomó una respiración y sacó sus llaves para golpear la chapa de la puerta y hacer ruido, quería terminar de una vez su encargo. Esperó por unos diez minutos, pero no tuvo respuesta alguna.
En su interior, su sangre ya había empezado a hervir y sus pensamientos oscuros, en bucle, no ayudaban a que abrazara cierta normalidad y calma. Miró a su alrededor y se agachó impetuoso para coger una piedra; la lanzó a la ventana, del segundo piso, que se resquebrajó en el acto por el brutal impacto. «Ahora, también, vas a tener malograda la luna», se dijo y después comenzó a reír sin cordura y como payaso. Dejó el paquete chino en el suelo, junto a la reja, y se marchó rápidamente del lugar sin mirar atrás.
AMPARO SORIA
-En la Casa abandonada-
El letrero en la pared nos impactó de tal forma, que no volvimos a entrar en aquella vieja casa abandonada. Hugo, Adrián y yo teníamos la arriesgada costumbre de aventurarnos entre sus ruinas, pasada la medianoche. Con apenas diecisiete años era nuestra mayor distracción en aquel pequeño pueblo de montaña. Un boscaje rodeaba la vivienda de muros altos y gruesos. Armados con nuestras domésticas linternas recorríamos sigilosos sus ocho destartaladas habitaciones, aparte de los tres baños y la enorme cocina.
Esperábamos escuchar susurros espeluznantes del más allá, sin embargo, con el inocente eco de nuestros pasos sobre los escombros o nuestra agitada respiración, ya era suficiente para sugestionarnos y sentir escalofríos. Nos deteníamos entonces, inmóviles, cruzábamos las miradas expectantes. Tras varios segundos, y darnos cuenta de que éramos nosotros mismos, sonreíamos disimulando nuestro temor. Continuábamos nuestra aventura.
Aquella noche fue la última que acudimos a nuestra cita semanal. Nos sorprendió de primeras el letrero.
–Esto no estaba antes… -confirmamos entre nosotros extrañados. En el letrero, un mensaje amenazador.
¡NO VOLVÁIS A ENTRAR en mi CASA…O LO pagaréis MUY CARO!
Sus letras estaban escritas desordenadas, su oscuro color con algún manchurrón nos hizo pensar que tal fuera ¡¿Sangre…?! El corazón se nos detuvo un segundo. Gritamos y salimos corriendo, histéricos, hacia la carretera que daba al pueblo. Esa noche si escuchamos en la lejanía un lamento estremecedor. Todavía corriendo, echamos la vista atrás. En una de las ventanas, una silueta nos heló la sangre. No volvimos a pasar cerca de aquella casa ¿abandonada?
AXY LINDA
“El cartel en la pared”
(En memoria de mi sobrino Hugo)
Tanto tiempo allí que parece un habitante más de la pared. Una foto descolorida, con el rostro de Hugo, un jovencito que hace 33 años, camino al colegio, desapareció.
Al principio, las pistas llovían: “Lo vimos en tal lugar”, “duerme bajo un puente”. Pero nada, ni una huella.
Para Yanzer, primo de Hugo, su ausencia dejó un vacío inmenso. Más que un primo, era su hermano y cómplice de travesuras.
Cómo alguien puede desaparecer sin dejar rastro. ¿Qué fuerza borra a una persona de la vida de quienes la aman?
Cada vez que el cartel se arruga, o se moja, imprime otro y lo pega en la misma pared, como un acto ritual de obstinación y fe.
Sabe que es imposible, que Hugo siga vivo; pero no renuncia a la esperanza.
Hoy, con la pared desnuda por la lluvia, Yanzer ya tiene un nuevo cartel.
Juan Peña
AXY LINDA
“El cartel en la pared”
(En memoria de mi sobrino Hugo)
Art Mi
– Paquita Escobero
– Art Mi
Mi voto: Amparo Soria
Art Mi
Alfonso Fernández
Armando Barcelona Bonilla
Ana del Alamo
Mi voto para Art Mi
Mi voto para:
Ana del Álamo
ArtMi, Raul Leiva, Germán Morales y Ana del Alamo.
Maria Vives
Maite Bilbao
Maria Vives
Maite Bilbao
Por una colaboración especial:
Leticia Mena
Maite Bilbao
Por no dejarlo estar
Armando Barcelona
Por la historia mejor contada
Irene Adler
Chimpum!
Mi voto
María Galerna
Raúl Leiva
César Bort
Guillermo Arquillos
Mi voto esta semana es para:
Axy Linda
Alfonso Fernández
Mi voto para Axi Linda.
Mi voto es para Axy Linda, «El cartel en la pared»
(en memoria de mi sorino Hugo).