Recolocarse, readaptarse – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «recolocarse». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 17 de septiembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Lo tenía que hacer,era necesario, me llevaría trabajo, pero la había comprado y solo me faltaba colocarlo en el armario de mi habitación.

La ropa de vestir colgaba de las perchas, proyectando la escena. Los bolsos, cinturones, pañuelos y demás abalorios, aguardaban su cometido. Mi persona, con aquella indumentaria tenía que recobrar, una nueva manera de vivir.

Mi vida anterior la había depositado en un rincón de mi memoria dormida.

Siendo yo misma, no me conozco, mi estilismo reciente , mi nuevo empleo, han confundido a mi pensar hasta el extremo que al verme en el espejo, mi reflejo, muestra una tigresa con uñas de águila vestida con ropa de moda…

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Retomar la

escritura pulcra

con soltura

obsoleta maestría

locuaz verso

omnipresente tiempo

caduco sentimiento

allende las

rocas duras

sempiterna palabra

eternidad conseguida.

Relámpago raudo

eléctrico sentimiento

platónico amor

olvido tremendo

silencio eterno

iluminado pensamiento

culto elemento

idolatrado tiempo

obteniendo dinero

nimiedad quiero

atraer espero

recibido incremento

solución tardía

encontrada vacía.

Resurgen las tres

esenciales palabras versadas

anuncios de las

deidades de antaño

allende el universo

posible y travieso

tiempo y recuerdo

alumbra un sentimiento

retoños risueños en

silencio se acerca

el olvido eterno.

Fin.

ANTONICUS EFE

Reposiciones Amaya, rezaba en el cartel de entrada: “Reponemos todo lo que a usted le falta”.

-¡Mira Cleido, aquí a lo mejor tiene restos de vajillas de Duralex­- le indicó Rótula Díaz a su marido.

-A ver si es verdad, llevamos ya buscando la dichosa vajilla para que la vea tu madre…, ni se sabe- le responde casi en un susurro iniciático Esternocleidomastoideo Ortega, aunque era conocido como Cleido.

La pareja entró en la tienda confiada, decididamente este iba a ser si día de suerte.

-Güenos días, en que les puedo ayudá- saluda una voz que no se sabe bien de donde viene.

-Aquí, estoy aquí- indica levantando la mano una mujer morena de mediana edad, algo entrada en carnes vestida con un sayo y un delantal, saliendo detrás de una estantería llena de loza.

-Buenos días, veníamos buscando vajilla de Duralex marrón, es que aquí mi señora heredó el mobiliario de su madre cuando nos casamos y la vajilla la tuvimos que vendé por que no había guita en casa­ y ahora se viene a vivir la suegra con nosotros y se le ha metido en la cabeza comer en esa vajilla­- informa Cleido a la dependienta del motivo de su visita.

-¡Ayyynsss!, por la gloria de mi madre que estoy en un sin vivir si no ve su taza marrón, me deshereda, palabrita de niño Jesús- corrobora Rótula la afirmación de su marido.

-Pos la verdad es que las hemos tenido, verde si que queda más de media vajilla, tres tazas, dos platos una fuente y algún platillo de aperitivos, pero marrón, marrón…-contesta compungida la dependienta.

-Como ahí pone que se repone todo…, aynsss que disgusto tengo-

-Vamos a vé, puede que quede una en el almacén. Era de mi agüela, que me la dio cuando me casé con mi Rafaé, pero mi Manolito cuando hizo la comunión, no se como, le pegó una patá a la mesa y la escacharró toa y la guardamos en el trastero, pero ahora que me acuerdo hay algunas tazas que tienen quitado el asa y se pueden pegar y el resto, si no se le va a dar mucho trote, se ponen apilaos en un aparador de esos antiguos y parecen los mismos que tenían­-

-Pues es buena idea, si nos la queda bien de precio…­-

-Regalá, se las dejo regalá, eso sí, el pegamento si se lo cobro, es un pegamento especial para duralex con el que tienen que tener mucho cuidado porque pega mucho.

Después de pagar el pegamento casi a precio de vajilla nueva, el matrimonio se va feliz y contento camino de su hogar a intentar quedar la vajilla como si no hubiesen pasado los años por ella.

Una vez al abrigo confortable de su hogar, se ponen manos a la obra, en faena.

-¿Cómo lo hacemos Cleido, que tu eres el manitas?-

-Tú echas el pegamento en las piezas y yo aprieto hasta que se peguen-

-Vale, como tu digas, discutí por discutí con el que sabe es tontería-

Después de un buen rato de arduo trabajo, ya tienen la vajilla casi lista a falta de un plato y un par de tazas que requieren un poco de delicadeza en su recomposición.

-Ayyynsss Cleido, que se está llenando el salón de Obispas-

-¿Dónde hay Obispas? Yo no veo ninguna-

-Por que no sabes mirar, ahí hay Obispas y ahora también dos Langostos y están cambiando de sitio todas las cosas, ayyynnnsss que las vamos a tené que recolocar-

-Tú si que tas recolocao con el pegamento, ¡tapa el bote y deja de respirar que te veo robando los escudos de los coches!

-Pos vas a tener razón, me estoy recolocando, desde que vimos a Los Chichos en Marbella en el 87 no me ponía así­-

-¡Anda trae eso y tira para darte una ducha, lo que hay que hacé por la herencia, lo que hay que hacé…-

SUSANA NÉRIDA

¡Voy a cortar la relación!

¡Esto es una humillación!

Piensa en reposicionarte,

Si es cuestión de hablarte:

Lo primero es recolocarte,

Lo segundo es soltarte

Y si no funciona, readaptarte.

Y si es cuestión de desahogarte,

Ni te escuchan,

Ni te apoyan:

Por lo menos escucharte

Para poder aliviarte.

Y de este modo,

pegué un grito de auxilio,

contestó sólo mi eco

en todo este mundo,

fue todo un sacrificio,

que malogró mi coco.

Al otro lado

encontré mi mano,

¡Era un espejismo!

Caí al acantilado

RAQUEL LÓPEZ

Me apunté los martes a clases de salsa convencida por mi amiga, a pesar de ser completamente arrítmica y torpe y con tal de que no me diera la monserga, la complací.

Me tocó de pareja un metro noventa, Iván, creo que se llamaba y por mis escasos metros sesenta y cinco me hacía sentir más pequeña todavía.

La música empezó a sonar. Al principio los pasos básicos resultaban sencillos y poco a poco empecé a relajarme y sentirme segura, solo era cuestión de Readaptarse. Pero pronto, esa tranquilidad se fue disipando cuando la música se tornó más rápida.

En cuestión de segundos Iván me hizo girar y girar cuál peonza, sin parar y en unos de esos giros di un traspié que hizo que me soltará de su mano y seguía girando y girando, mientras le veía Recolocarse el tupé.

Fui a dar contra una columna, la música se paró y todos me miraban con cara de circunstancia, mientras mi cara parecía un semáforo de colores ante tal evidencia.

Iván fue corriendo a reposicionarse donde yo me encontraba y ayudarme. Le saludé con buenos modales y me marché de allí.

Que situación más bochornosa. Está visto que lo mio no es el baile, así que me fui a casa, porque seguro que allí no daría ningún » paso en falso».

ARMANDO BARCELONA

YO VENÍA POR OTRA COSA

«Las tres erres: Recolocarse. Reposicionarse. Readaptarse». Oye, como un mantra, no repite otra cosa, el jodido gaucho este. Mendicutti, lo llaman, Leonel Mendicutti. ¿Qué carajo pasa con los argentinos?, antes exportaban carne y ahora solo hacen que mandarnos loqueros.

«Tenés que reubicar tu personalidad, sos un hombre nuevo, focalizá las tres erres».

Está en un bucle, erre que erre —coño, ya se me ha pegado la muletilla—; vuelta la burra al trigo, no lo sacas de ahí: Recolocarse. Reposicionarse. Readaptarse. Como si fuera un padrenuestro.

Sin embargo, la culpa es mía, por darle bola; con estos porteños no se puede bajar la guardia, les das los buenos días y te meten una charla sobre las connotaciones filosóficas del concepto «amanecer». Menuda labia se gastan.

Concha de tu madre, Mendicutti, deja ya de darme la vara, trucho, que no terminaste la carrera y solo eres ayudante de farmacia, boludo.

Pero mirad cómo son las cosas y la forma que tiene la mente de enredar con los conceptos: «Erre que erre» y «concha de tu madre». No, no me estoy poniendo freudiano, caramba, que a todo le sacáis punta y hay un porqué a lo que estoy diciendo. ¿Sabéis de qué manera entroncan esas dos expresiones?, listos, que sois unos listos. Va, os lo cuento:

RAE, segunda acepción de «Erre»: Quizá acor. del aráb. hisp. ḥírr úmmak «la vulva de tu madre», interjección de los arrieros moriscos.

Qué, cómo os habéis quedado. Da que pensar. En el siglo XVI te saltabas un ceda el paso y, si el otro arriero era morisco, te mandaba a ḥírr úmmak, lo mismo que ocurre hoy en el cruce de Godoy Cruz con Berufi, allá, por Palermo, solo que medio traducido al lunfardo y con escape en el fuelle del bandoneón al pronunciar el «cha» de «concha».

Igual que los vencejos, la capacidad migratoria de las palabras es inagotable y cruza océanos sin despeinarse.

Recolocarse. Reposicionarse. Readaptarse. Las tres «erres». Jodido aprendiz de boticario, con la tontería me estás comiendo el tarro.

No se trata de que me coloque así o asá, en posición decúbito supino o prono, ni de adaptarme a una nueva visión de la almohada, reverendo pelotudo. Todavía no entré en el armario y, aunque tal vez me perdí algo bueno, pasados los sesenta los experimentos es mejor hacerlos con gaseosa. Te pedí lidocaína en gel por lo del herpes en la espalda, bujarrón, nada que ver con el orto. Vos sí que sos piantao, Mendicutti. Necesitás un loquero que ilumine las áreas oscuras de tu psique y te la desbroce hasta que alcances una realización plena. Dios que sobrada me acabo de pegar, lo de este tío es contagioso.

Resumiendo, que además del gel, me pones una caja de paracetamol 100 mg, omeprazol, y sildenafilo, que esta noche toca baile de salón en el hogar del jubilado y necesito reforzar mi psique. Capaz que te salí junguiano, Mendicutti, ¿viste?

DAVID MERLÁN

EL ESPÍA JUBILADO

El tren se deslizaba con suavidad entre las verdes y escarpadas colinas, dejando atrás el bullicio de la ciudad. Para Enrique Ferrer, era la primera vez en años que podía contemplar el paisaje sin pensar en códigos cifrados, rutas de escape o rostros sospechosos. Sus manos, curtidas por décadas de misiones, descansaban sobre una pequeña caja de madera sobre sus rodillas, y aunque su rostro aparentaba serenidad, su mente era un torbellino.

“Una medalla y un reloj. En fin. Si lo se, sigo en activo” pensó mientras miraba por la ventana como pasaban los arboles a gran velocidad.

Había llegado el día: el día que nunca creyó que llegaría. La jubilación. Tras treinta y cinco años en el Servicio, el retiro le cayó sin avisar, como un jarro de agua fría. En su último día, el director le había obsequiado con una palmada en la espalda, un reloj de oro y una medalla por los méritos demostrados, esos que supuestamente simbolizan el agradecimiento por una vida de servicio. Pero lo que simbolizaba para Enrique era otra cosa: el tiempo había empezado a correr para él.

“¿Y ahora qué?”, pensó mientras el tren avanzaba, alejándolo de todo lo que alguna vez conoció.

Una hora más tarde entre lamentos y contradicciones llegó a su destino. Había decidido instalarse en un pequeño pueblo costero, lejos de las capitales del espionaje, y aislado de miradas sospechosas en una casita blanca con vistas al mar.

Los dias pasaron. Al principio, el sonido de las olas lo tranquilizaba, era un cambio bienvenido, una desconexión necesaria, pero al séptimo día de su nueva vida, se dio cuenta de que algo andaba mal.

Su cuerpo, acostumbrado a la adrenalina, a las madrugadas entre sudores de ansiedad y a la constante incertidumbre, no sabía cómo adaptarse a la calma.

En ello estaba cuando una tarde, mientras daba el paseo que pretendía que se convirtiese en habitual, Enrique notó algo. Un hombre lo observaba desde un banco a la distancia, aparentemente entretenido en la lectura de un periódico.

“No puede ser” pensó tomando nota mental de cada detalle—. No estoy en servicio, ya no… ¿o sí?

Aconstumbrado como estaba a escudriñar a las personas anónimas, lo analizó en profundidad en décimas de segundo. Era un hombre normal, uno de esos que se mezclan con la multitud sin llamar la atención. Pero algo en su postura delataba un intenso entrenamiento. Enrique continuó caminando sin alterar el ritmo, pero en su mente, el instinto se activó. Una extraña mezcla de emociones lo invadió: nostalgia y recelo.

Sin mayores contratiempos el resto del dia pasó sin pena ni gloria.

Al día siguiente, no había ni rastro del hombre del banco, pero Enrique ya estaba en alerta. Comenzó a observar a su alrededor con más detenimiento. En el supermercado, la panadera le hizo preguntas que sonaron un poco más inquisitivas de lo normal de esos días atras. En el bar, el camarero parecía demasiado interesado en su procedencia. Nada de esto podía ser una coincidencia.

Decidió actuar. Si lo estaban observando, debía averiguar por qué. Aquella noche, desde la ventana de su salón, observó la tranquila calle del pueblo. Estaba desierta, salvo por un coche estacionado a unos metros de su casa. No era un coche de lujo, ni uno llamativo. De hecho, apenas se dejaba notar, pero había algo en la forma en que se ubicaba, justo en la línea de visión hacia su ventana, que le resultaba incómodo.

Enrique caminó despacio hacia la cocina, abrió el cajón de más bajo y sacó su vieja Glock 17 “de reserva”, esa que mantenía escondida por si acaso.

La sensación del arma en sus manos le activó todo el sistema nervioso, como en sus mejores épocas. El frío metal le recordó quién era, quién había sido.

Salió de la casa y se acercó al coche como si estuviera dando un paseo nocturno. Al llegar junto a él, notó una silueta en el asiento del conductor.

—Bonita noche, ¿verdad? —dijo Enrique, tocando la ventanilla con los nudillos.

El hombre al volante levantó la mirada, sorprendido. Enrique sonrió con frialdad.

—No te molestes en disimular. Sabes quién soy, y yo sé lo que estás haciendo aquí.

El hombre intentó abrir la puerta del coche, pero Enrique ya estaba un paso por delante. Abrió la puerta con fuerza y, con una agilidad que desmentía su edad, arrastró al hombre fuera del vehículo, inmovilizándolo contra el asfalto.

—¿Quién te envía? —susurró encolerizado entre dientes, presionando la Glock contra la sien izquierda del intruso.

El hombre balbuceó.

―¡No no es lo que parece, tranquilo hombre, soy detective privado y estoy vigilando al mal marido que vive en esa casa, no se quien eres, amigo, no es contra ti. Tienes que creerme!. ―añadió angustiado al verse superado por las circunstancias.

—¿De verdad? —Enrique lo miró con escepticismo, mientras revolvía en los bolsillos interiores de su abrigo, pero algo en los ojos del hombre no cuadraba. No había el tipo de temor que un profesional tendría en esa situación. Estaba asustado, sí, pero más por la violencia inesperada que por el hecho de haber sido descubierto.

Enrique sacó con fuerza la cartera de su bolsillo y con una mano la abrió para confirmar la versión de aquel sujeto mientras leía su nombre en el carné de detective privado. Al darse cuenta de su error, lo soltó lentamente y aflojó la Glock de su cabeza, instante en que el detective se dio la vuelta y se introdujo en el coche lo más rápido que pudo.

—Desaparece antes de que cambie de idea.

―Si, si, descuida―contestó arrancando el motor, engranado la primera marcha.

El hombre salió disparado sin mirar atrás. Enrique lo observó hasta que desapareció en la curva. Después, volvió a su casa, pero la intranquilidad ya había echado raíces. Algo en su percepción se había roto.

Las semanas siguientes, Enrique intentó relajarse, convencerse de que todo había sido una paranoia propia del retiro, una última sombra de su vida pasada. Pero no podía evitar notar pequeñas cosas: vecinos que lo miraban de reojo, conversaciones que cesaban al entrar en la tienda, coches que circulaban una y otra vez por la misma calle.

Una mañana en la plaza del pueblo, en la que Enrique se encontraba sentado en un banco en paz consigo mismo tras aceptar su nueva realidad, un hombre alto y bien vestido, con una cicatriz apenas visible en la mejilla, se sentó a su lado.

—Ferrer —dijo el hombre sin voltear—. No es fácil dejar atrás el Servicio, ¿verdad?

Enrique lo miró de reojo. No había necesidad de palabras. Reconocía esa forma de hablar, esa actitud. Era uno de ellos.

—Estoy fuera —respondió Enrique—. No quiero saber nada más.

El hombre asintió lentamente.

—Eso pensé yo hace diez años. Pero tarde o temprano, te das cuenta de que no es tan sencillo. El mundo sigue girando, y nosotros siempre hemos sido parte de esa maquinaria.

Enrique suspiró, sintiendo que una parte de él ya sabía lo que venía. El hombre continuó:

—El mundo ha cambiado. Viejas amenazas han resurgido. Necesitamos gente con tu experiencia. Pero no te preocupes, no te pedimos que vuelvas al campo. Solo que… nos ayudes a reposicionarte. A readaptarte. Siempre hay algo que hacer. Aunque sea tras un escritorio.―mientras le ofrecía una tarjeta de visita tan solo sujeta con el dedo indice y el corazón.―si cambias de opinión…, ya sabes.

Aquella noche, Enrique tumbado de lado en la cama, contempló el reloj y la medalla de oro en su mesita de noche. No eran símbolos de fin, como había pensado. Eran recordatorios de que el tiempo no se detenía, incluso para los privilegiados jubilados de élite como él. Además, si sumaba la tarjeta que le había entregado aquel extraño, aquella colección de objetos adquirian un nuevo significado.

Tal vez nunca dejaría de ser un espía. Tal vez su retiro no era más que otra fase, otra forma de seguir siendo útil a su país. Y tal vez, solo tal vez, había llegado el momento de recolocarse en ese nuevo mundo.

Enrique tomó una decisión. La vida tranquila del pueblo seguiría allí, pero él no podía quedarse quieto. Era un espía, y los espías, como los relojes, no se detienen mientras el mundo siga girando.

“Mañana si eso, ya llamaré. Además, por el momento sigo oficialmente jubilido. Que no tengan tanta prisa” pensó, y estirando la mano apagó la luz y se puso dormir.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

LAS COSAS DE PALACIO

Hacía un buen rato que el gallo había terminado de cantar y las primeras luces de la mañana atravesaban ya las rendijas que quedaban entre el cortinaje. El palacio se hallaba bastante tranquilo y silencioso a esas horas. De no ser por Felipe, que no paraba de deambular de un lado a otro, recorriendo cada metro cuadrado de la alcoba real, barriendo el suelo con sus ropajes y maldiciendo en arameo.

— ¡Maldita sea mi estampa! ¡Soy ya el cuarto Felipe de la estirpe y es que no aprendo! ¡En qué hora se me ocurriría dar encargo a Diego para que viniera, precisamente hoy! — pensaba, mientras trataba de aplacar la monumental resaca que en esos momentos taladraba su real almendra.

La fiesta había sido memorable, eso sí. No se recordaban muchas iguales por aquellos contornos. Un sábado que, sin duda, pasaría a los anales de la historia. No había faltado ni gloria bendita. Durante la noche entera se habían degustado todo tipo de manjares y el vino había corrido por palacio como el agua del Manzanares hasta bien entrada la madrugada.

Por la mañana, cuando Felipe despertó, deseó no haberlo hecho. Y es que la habilidad de cuadrar fechas no se encontraba entre sus más sobresalientes. Al caer de repente en la cuenta, pensó en llamar y cancelarlo todo. Pero, entre otras cosas, el teléfono todavía no se había inventado y teniendo en consideración la apretada agenda del maestro de la brocha, finalmente decidió continuar con los planes establecidos. No todos los días hace la comunión una hija y no todos los días se puede contratar a alguien de la talla de Velázquez para el tema de las fotos, por aquella época en forma de óleo sobre lienzo, algo que requería de numerosos preparativos y distaba mucho de ser instantáneo. Además, luego estas cosas acaban en los museos y se quedan allí para bastante tiempo, por lo que no es cuestión de andarse con chapuzas. Con estos pensamientos, y haciendo de tripas corazón, comenzó a descender sin más remedio por la escalinata, refunfuñando y maldiciendo entre dientes.

Mientras tanto, todo abajo era un jolgorio. Justo en la otra ala del palacio, la infanta Margarita, vestida, maquillada y aderezada con los avíos requeridos para la ocasión, no paraba de correr en círculo presa del júbilo, como atrapada por un terrible encantamiento. Tampoco se puede esperar otra cosa diferente de una criatura de cinco años en plena efervescencia. Tras ella, toda una jauría de meninas, supuestamente asistentas de la infanta Margarita, la perseguían sin tregua, intentando en vano ayudarle en la labor de mantener la compostura del peinado y procurando que el vestido no sufriese la más mínima arruga o menoscabo. Al menos, esa era la idea. Pero en vista de las pocas posibilidades de éxito y la tentadora diversión que ofrecía el momento, no pudieron resistirse y acabaron entregándose junto a la infanta a su lúdica actividad, olvidándose por completo de peinados, vestidos y demás zarandajas.

La escena estaba grotescamente complementada con una enana y un enano, de entre los que solían formar parte habitual de la corte. Mari y Nicolasito se llamaban aquellas personas de reducidas medidas que contemplaban el asombroso espectáculo de gritos y algarabía, atónitos y echados a un lado para no ser atropellados por el convoy infantil, junto al mastín de la corte, animalito de metabolismo lento que había decido pasar de todo aquello, desplegando toda su pachorra y luchando por no caer dormido en cualquier momento. No obstante, Nicolasito ya se encargaba de contribuir a la causa, asestando una serie de pataditas al cánido para evitar que se rindiese ante los encantos de Morfeo. Que un perro con los ojos cerrados no queda bien en la foto.

Al enloquecedor griterío producido por la infanta y su cohorte de meninas se sumaban las incesantes súplicas de Marcela, la encargada de cuidar a todas aquellas doncellas que componían el círculo habitual de Margarita, la de la comunión. Pero el caso que le hacían a Marcela era prácticamente ninguno.

Ante semejante escena, el pobre de Diego, con los nervios de punta e incapaz de agarrar un pincel, no paraba de hacer aspavientos y tirarse de los pelos, intentando poner un poco de orden en aquel sindiós. Hasta que de repente, el aposentador de la reina que, a falta de otra cosa mejor que hacer aquella mañana, se había acercado movido por la curiosidad, consiguió captar la atención de los allí presentes al grito de “¡Que baja el Rey!”

Temerosos de la autoridad monárquica, todos cesaron instantáneamente en su endiablada actividad. Diego, que no terminaba de creérselo, aprovechó la coyuntura y vio que era el momento perfecto para restablecer el orden, recomponer la escena y recolocar hábilmente a los personajes que finalmente iban a salir en la foto. Quiero decir… en el cuadro.

Y así, brochazo va, brochazo viene, transcurrió el domingo. Diego pintaba. Las meninas y la infanta hacían lo imposible por mantener la compostura, bajo la atenta mirada del rey, que cada vez era menos atenta a medida que el sueño le iba venciendo. Los enanos y el perro no se habían movido de su sitio. Y el que avisó de la llegada del rey se quedó allí al fondo, porque Diego había considerado que venía bien para la composición del cuadro. La reina, que se había unido al monarca para contemplar las labores pictóricas, apareció finalmente reflejada junto a él en un espejo en el centro, detalle que también gustó al retratista. Y hablando de gustar, el de los pinceles también solía gustarse bastante a sí mismo por lo que no se lo pensó dos veces y decidió añadirse al cuadro. Con un par. Al fin y al cabo, él era quien dirigía todo el tinglado y se podía permitir esas licencias.

Y así, la escena vivida aquel domingo en la corte de Felipe, el cuarto de los Felipes de esta nuestra piel de toro, quedó inmortalizada y ha perdurado hasta nuestros días, colgada de una de las paredes del Prado con una alcayata de las gordas, accesorio perfectamente calculado para las generosas dimensiones del cuadro, sin duda, una de las obras maestras de la pintura española y del genial Diego Velázquez que finalmente decidieron denominarlo “Las meninas”, porque “La comunión de la hija de Felipe” resultaba poco comercial.

Es difícil de creer, lo sé. Pero estoy seguro de que algún día los libros de historia hablarán de todo esto: de lo que sucedió detrás de los pinceles y del making-off de Las meninas. Debo decir que de lo que aquí se narra no estoy completamente seguro a cien por cien. La fiabilidad de las fuentes tampoco es excesivamente grande. Ni siquiera está claro que sucediera en un domingo. Lo que sí parece ser es que a Felipe se le pasó la resaca, Margarita hizo la comunión, Diego cobró su factura y el cuadro ha quedado ahí, para el que lo quiera ver. No os engaño.

BEGO RIVERA

La cámara

Cada año, el mismo día, Elisa iba al parque de atracciones: el treinta y uno de Octubre; Halloween.

Llevaba abandonado siete años exactamente, desde que ocurrió una gran tragedia en la que perdieron la vida diecisiete personas, la mayoría niños y adolescentes. Entre ellos Olivia, su hija, que entonces tenía ocho años.

Elisa sujetaba su cámara digital Nikon D850, la misma que se encontró el día del terrible suceso.

Se coló por donde siempre, por un lateral saltando un muro, al que ella previamente había colocado trastos varios para poder saltar.

El lugar estaba desierto, los colores habían desaparecido con el paso del tiempo y se asemejaba a una postal en sepia. Ella se mimetizaba con el sitio, cual lagarto en una selva, con sus ropas andrajosas después de caer en desgracia desde aquel fatídico día.Se encaminó hacia la atracción maldita: la montaña rusa.

Esperó a escuchar el traqueteo de los vagones. Rememoró aquel treinta y uno de Octubre, Olivia y ella sentadas en el vagón, las risas de de fondo de los niños y mayores, las luces de colores, el olor a algodón dulce, la música alegre. A punto de que arrancase la atracción ella se fijó en una cámara que había aparentemente abandonada en un lateral. No se lo pensó y salió del vagón a por ella, » Espera aquí cariño, vuelvo enseguida» le dijo a Olivia.

Bajó y cogió la cámara, nadie pareció estar pendiente de ella, la miró y dedujo que estaba muy nueva, que había tenido mucha suerte. Un payaso la miró y mediante mímica hizo el gesto con sus manos de sacarle una foto, sintió un escalofrío y apartó la vista de él.

Al darse la vuelta para volver el tren comenzó a arrancar, Olivia le gritaba que fuera con ella. Pero ya estaba en marcha, habían recolocado a la gente y una chica joven iba sentada con su hija.

» Tranquila cariño, te espero aquí. ¡ Agárrate fuerte! » Recordó que le dijo sonriendo, pero por dentro estaba muy angustiada.

Siguió con la mirada como avanzaban los vagones con una extraña sensación, hasta que de pronto vio como todos los vagones se salían de la vía saliendo despedidos y estrellándose contra el suelo y otras atracciones.

Lo demás fue un caos, Elisa no quería recordarlo, llorando cogió la cámara y se preparó.

En el silencio tortuoso un traqueteo lejano comenzaba a acercarse, poco a poco iba en aumento, Elisa enfocó la cámara a las vías y miró.

El tren se acercó y pudo ver—como todos los años— a su pequeña y a todos los pasajeros de aquel aciago día. Gritaban y lloraban pidiendo ayuda, para que alguien los sacase de aquel eterno viaje sin destino.

Elisa solo tenía un deseo y una sola misión: salvar a su hija atrapada en ese mundo desconocido, pero no sabía cómo… aún.

El tren, con el tétrico payaso sonriendo y mirándola, desapareció de nuevo.

Elisa lloró y gritó, tenía otro año por delante para encontrar una solución.

HAROLD LIMA

Miro gotear el caño, seguramente tendria que volver a llamar al técnico. Pensó «que las cosas hoy en día apenas duran unos años y luego se estropean solas para que tengas que comparar otras nuevas» se sintió viejo aunque silo tenía 1000 años, la cultura consumista era algo que comprendía poco, antes bastaba con ser él ser más poderoso de la comarca y todas las demás villorios te entregaban tributos, llegaban de lejos deliciosos manjares y joyas para tu tesoro personal, lo demás tocaba repartirlo a los miembros del clan de las montañas que también entregaban un pequeño tributo. Las había épocas en los largos veranos donde tocaba enfrentarse a algún otro joven que deseara estatus e imponerse a los poderosos del consejo, aceptabas el reto y despedazabas al joven en una singular batalla, desde el amanecer hasta el ocaso, el público gritaba tu nombre y los juglares cantaban tus hazañas.

Realmente era incomodo vivir preocupado de la renta, de los subsidios del estado

y de las rutas del camión basurero.

Yo fui de los que votaron por quedarnos y vivir como vivimos por milenios, aunque los cielos se cayeran encima nuestro; moriríamos como los seres superiores que éramos, azotes y señores de las montañas negras. Reyes nos entregaban alabanzas y nos temían, sus sabios venían a pedir consejo a nuestras tierras, todo esto antes de aquel día.

Que tiempos tan lejanos, me siento viejo al recordar cuando el mago del oriente junto a las razas en las pampas de lexyor; duendes, elfos, humanos, sirenas, dragones y elementales. Todos juntos, debatiendo el fin del mundo. La asamblea duró una semana, algunos amenazaron, suplicaron, gritaron herejía, más al final el gran mago convenció con sus artes a todos que la situación era real, nuestro mundo sería debastado en solo algunos siglos, los astros que solo servían para guiar a los viajeros y contar historias del pasado nos amenazaban y nos destruirán pronto. Nuestros sabios y magos peregrinaron a las ruinas antiguas. Ellos sabían encantamientos antiguos de la época de los dragones antiguos, nuestros padres. Los portales se abrieron y nos recibieron humanos de otro mundo muy distinto al nuestro. Esos humanos no solo tenían armas mágicas, también lanzas de fuego que podían matar hasta dragones, su gente era recelosa en un principio, sin embargo los elfos y sus sacerdotisas lograron llegar a acuerdos con ellos. Nuestras joyas y el oro de los tesoros personales de mi gente compraron tierra en ese mundo, donde viviríamos como expatriados, algunos como los elfos se negaron a comprar tierra ajena y junto a las sirenas construyeron islas artificiales en los mares internacionales; la magia de esos humanos era distinta, pero comprensible para nuestra gente.

Los dragones nos hicimos de los alto de unas tierras llamadas himalaya por los locales, ahí vivían pocos y eran muy ambiciosos, solo basto el tesoro del dragón fatmir para compar la cordillera entera.

Otros como yo, nos retiramos a distritos especiales que una organización de los humanos de este mundo llamo onu nos dejo a uso particular.

Mis cansados huesos han visto el nacimiento y caída de los reinos de Orrt, Heims y Heiool y verán la caida de estos humanos que vinieron en un mundo sin magia, libraron la tierra sin la bendición de las diosas y para los cuales solo éramos seres de mitos imposibles.

Otra vez es ese muchacho del piso de arriba, seguramente esta en alguna banda mientras trabaja a medio tiempo en alguna tienda de verduras del barrio, es molesto escucharle dar la turra con su batería, me antoja incinerar el edificuo entero con mi aliento, luego recuerdo que la ley me atraparia y seria juzgado por asesinato y ejecutado. O talvez peor, pasaría mis siglos restantes de vida en una cárcel sucia y sin ver el sol que tanto amo.

Supongo, prefiero solo llamar al técnico y que solucione esa fuga del grifo, tomar unos cotonetes para los oídos y descansar mirando el telenoticiero de la televisión, talvez el fin de semana nos podamos juntar algunos amigos y beber cerveza, Borick el bárbaro me comento que trabajar horas extra en la tienda de electrónicos y Sgil la sacerdotisa de Yuio tendrá alguna reunión de su agencia inmobiliaria, con el reto de la banda puedo contar, comeremos alguna carne asdda y hablaremos de los viejos tiempos en ese otro mundo, nuestro mundo, donde éramos importantes, buenos tiempos antes de la orden del gran mago que dijo al consejo:

— Solo sobreviviremos en ese otro mundo si podemos pensar en estas palabras: recolocarse, readaptarse, readaptarse. Nosotros talvez no disfrutemos el cambio, pero nuestros hijos y sus hijos llamaran su tierra a esa tierra nueva, donde no hay magia y solo algo que llaman tecnología.

FRAN KMIL

Alma rebelde.

Me asignaron una nueva misión. Los maestros insisten en que es parte del entrenamiento para llegar a la perfección y convertirme en luz, ser uno con el eterno y unirme al todopoderoso.

Reunidos en el gran salón, intentan convencerme de volver al camino trazado para que se cumpla el gran plan universal, que todos hablan de él, pero nadie conoce a ciencias ciertas, sólo aquél a quien fue reveladas todas las cosas y conoció al Padre y está con él y es él, según las escrituras

Yo no soy tanto, tan solo una pieza más en este juego del tiempo dentro de la eternidad. Estoy cansado de los ciclos de retornos, de vivir en círculos de readaptaciones innecesarias. No le encuentro sentido a descender a las bajas pasiones del mundo material, a recolocarme entre los humanos y sus imperfecciones, con la simple tarea de aprender a vivir la vida espiritual que ya gozo aquí y ahora.

No encuentro la lógica de experimentar la muerte, regresar a la morada original para, una vez aquí, recibir instrucciones de cómo vivir la vida corpórea. Me niego desde…no puedo decir desde cuando porque aquí el tiempo carece de sentido.

No es la primera vez que me llaman al consejo supremo. Los maestros buscaron en los manuales, conferenciaron entre sí, debatieron el tema, incluso hurgaron en el primer libro, el del principio y fundación de los mundos y no han encontrado un caso parecido al mío, pero no se atreven a consultar al Todopoderoso por temor a ser declarados ineptos. He puesto en dudas los principios, las metas y la existencia.

Nuevamente me piden que me retire y permanezca callado. Quieren ganar tiempo, algo que ellos no conocen.Temen que otros me imiten, se reposicionen y se quiebre el equilibrio. O peor aún, que se dividan los mundos y se rompan las conexiones, que surjan los estancamientos y se paralice el desarrollo.

Yo no sé qué pasará, pero me niego a volver. No voy a seguir el plan ideado por otro. ¡Yo tengo el mío!.

EFRAÍN DÍAZ

Dos drones surcaron la oscura noche como sombras mecánicas, peinando con precisión el desierto. Todo estaba en calma. No había rastro de la patrulla fronteriza, ni siquiera de una linterna encendida.

Javier odiaba que le llamaran coyote, aunque lo de “pollero” le resultaba aún más ofensivo. Él no era ni una cosa ni la otra. Se consideraba un facilitador de oportunidades, un hombre de negocios en un mundo donde cruzar inmigrantes ilegales a los Estados Unidos era una mina de oro.

El viaje de esa noche había comenzado en Tegucigalpa, Honduras. Aquellos que intentaban llegar al otro lado del muro no eran pobres, no exactamente. Estaban dos escalones por debajo de la pobreza, lo suficiente para que sus familiares en el norte tuvieran que reunir el dinero necesario y depositarlo en el banco designado. Entre nueve mil y doce mil dólares por persona; veinticinco mil si cruzaba una familia completa. El gerente del banco era parte del engranaje, cobrando su comisión para mantener las cuentas fuera del radar de las autoridades.

Los migrantes viajaban con lo mínimo: una muda de ropa, un poco de comida, y nada de dinero. Eran gente sin fortuna, condenados a este camino por la desesperación.

Un autobús los había traído hasta allí, comprimidos como sardinas en lata. No había espacio para quejas. Si querías cruzar, aceptabas las condiciones o te quedabas atrás. Así de simple.

El trayecto duraría doce días, pero lo más temido eran los últimos cuatro: el desierto. Había que caminar. Demasiada policía, demasiados ojos vigilantes. Los vehículos eran una carga demasiado visible.

Ernesto, uno de los migrantes, había guardado un poco de comida y agua para este tramo. Sabía que lo iba a necesitar.

Cuando el autobús se detuvo en medio del desierto, el coyote habló: “Cuatro días bajo el sol. Si no guardaron agua, pagarán las consecuencias”. Y sin más, comenzó la marcha.

El segundo día, Martín, otro de los migrantes, ya no aguantaba. Su cantimplora estaba vacía desde el primer día, y sus labios se agrietaban por la sed. “¡Por favor, un poco de agua!”, suplicó a nadie en particular. Nadie le respondió. En el desierto, la solidaridad se evaporaba con el calor. Aquí, el que compartía se quedaba sin nada y el que da lo que tiene, a pedir se atiene.

El sol era implacable, una bestia incandescente que devoraba la piel, quemando incluso a través de las mangas largas. Ernesto, flaco pero resistente, sacó su cantimplora para beber. Martín lo vio desde la distancia y se acercó tambaleándose. “Dame agua”, exigió, sus ojos llenos de desesperación. Ernesto lo miró con sus ojos fríos y calculadores. Sin quitarle la vista de encima, cerró la cantimplora lentamente y la guardó.

Martín, cegado por la sed, lo escrutó con odio. “Este flacucho no me aguanta ni un golpe”, pensó, y sin más, se lanzó sobre él, dispuesto a arrancarle la cantimplora de las manos.

Lo que no esperaba fue el brillo rápido de una daga. Ernesto, en un movimiento certero, se la hundió en el estómago. Martín se detuvo con expresión llena de incredulidad. Ernesto empujó la hoja con más fuerza, hasta que el puño casi entró en la herida. Nadie se movió. Ni siquiera Javier, el coyote.

La sangre empezó a brotar con furia. Ernesto giró el cuchillo, abriendo más la herida. Con un violento tirón, lo sacó. Martín cayó de rodillas. Con sus manos inútilmente trató de contener la sangre. Una mujer sollozó en el fondo, pero nadie intervino. Ernesto avanzó y con un movimiento rápido le rebanó el cuello, acortando su agonía. El desierto se había cobrado otra víctima.

El grupo continuó en silencio. Las pisadas en la arena eran lo único que rompía la quietud. Los drones, vigilantes en el cielo, aseguraban que la ruta estuviera despejada. Los coyotes habían evolucionado, reposicionándose y adaptándose a nuevas tecnologías para burlar a la patrulla fronteriza y cruzar migrantes por rutas cada vez más difíciles.

Finalmente, alcanzaron el punto de cruce. Javier soltó nuevamente los drones, asegurándose de que no hubiera policía fronteriza al acecho. “Es hora”, dijo, señalando el camino. “Crucen rápido, y una vez que estén del otro lado, están solos”.

Uno a uno, los migrantes cruzaron. Cuando llegó el turno de Ernesto, Javier lo detuvo. “Tienes madera de coyote”, le dijo con una sonrisa cínica. “Podrías hacerte rico. En este negocio hay mucho dinero”.

Ernesto lo miró con la misma frialdad con la que había mirado a Martín antes de matarlo. No dijo una sola palabra. Simplemente siguió caminando.

En su mente tenía otros planes y ser coyote no estaba entre ellos.

YOMALCKRY OSORIO

Recolocarse …. Empezar un nuevo camino.

Un nuevo trayecto, nuevas experiencias, nuevas vivencias.

Un nuevo horizonte que observar.

Un nuevo cielo que admirar, con nuevas estrellas intentar contar una a una y no perder la cuenta.

Quizás una luna más refulgente.

Un sol con una energía abrumante.

Un frio que congela hasta el último hueso del cuerpo.

Un ensordecedor granizo.

Un nuevo cielo que se desparrama en una lluvia intensa,

Rayos que cruzan a velocidad inimaginable, pero que igual asustan.

Es como si todo el pasado quedo inmensamente atrás.

Como una amnesia inducida. Para olvidar un poco los estragos de la vida.

Reposicionarse ……… Educar la mente a ese nuevo lugar.

Construir una mejor versión de ti.

Lograr una adaptación, en cuanto a actitudes y comportamientos.

Nuevas sonrisas, nuevas alegrías, nuevas aventuras, nuevas experiencias.

Readaptarse………. implica aclimatarse.

Acomodarse.

Adecuarse.

Efectuar ajustes.

Habituarse.

Acostumbrarse.

Cambiar.

Transformar.

Se convierte en un desarraigo total

De tu patria natal.

Un nuevo idioma.

Una nueva transformación en todo sentido y aspecto el cual no puedes evadir.

No es fácil, pero tampoco es imposible

¡Lleva tiempo si! Por supuesto

Es como si volvieras al vientre materno y comenzar de cero.

ANA DEL ÁLAMO

Y entonces vino el momento. Lo inevitable. Y no hubo más espera.

Había que readaptarse a la nueva situación. Uno más.

Ninguno lo quiso, pero su sonrisa hermosa y su carita de manzana iluminó la estancia. Ya no hubo más que decir.

Era un invierno frío de febrero. Hubo que recolocar los muebles, la alcoba, calentar el agua para las sábanas frías, engendrar los caldos para reconfortar el ánimo.

La lluvia trasformó los días en meses y nuestras botas acapararon más charcos que saltar. Éramos imparables. Todos a una. No había lugar para el desánimo ni la desesperanza.

La primavera trajo los almendros en flor y algo bueno comenzó a nacer. Nuevos retoños. Cielos tan azules como nuestro mar.

Los días soleados abrigaron la esperanza y trajeron nuevos modos. Aire fresco, pañales y nubes de algodón con olor a Nenuco y leche recién parida.

Eran otros tiempos, otros credos, los mismos parias.

Éramos muchos en casa de todos.

CARMEN BERJANO

Ayer le contaba a mi amigo como me enterraron viva

Fue hace demasiados años

Tantos que no fue ni traumático

Porque en el fondo sabía que no estaba muerta

Era parte de un teatro, como suele serlo la vida

Yo era arte y parte de una obra interactiva

Viajé por mi vida como Ariadna.

Fui niña de nuevo.

Atravesé un armario que había chismorreado

Vi al minitauro

Una bruja me hizo un amuleto

Me tiré por un tobogán.

De una sala a otra te movían chicos semidesnudos oliendo a hierbas y a vida.

Uno de ellos era él.

Y él me dio un abrazo.

Oye que abrazo.

Después me apoyó en la pared y pasé de vertical a horizontal.

Me cruzó los brazos y noté que la tierra caía sobre mi ataúd

No fue traumático

No

Igual porque era tan joven que la muerte ni era opción

Igual por el abrazo

Ese abrazo de corazón.

SERGIO TELLEZ GONZÁLEZ

SONRISA ETERNA

Su boca abierta, un verdadero milagro dental, revelaba una sorpresa que desafiaba las leyes de la naturaleza: a pesar de su avanzada edad, que había dejado su huella en cada arruga y pliegue de su rostro, su dentadura original permanecía intacta, sin una sola pieza ausente ni reemplazada. Las 28 piezas, todas auténticas, brillaban con un orgullo que parecía decir: »He visto todo, he vivido todo, y aún así, aquí estoy, completa y sin compromisos».

Los 8 incisivos, esos pequeños centinelas de la sonrisa, seguían en su lugar, sin una sola fisura ni restauración. Los 4 caninos, cuchillos afilados que habían cortado miles de alimentos, aún mantenían su filo. Los 8 premolares y 8 molares, molinos que habían molido toneladas de comida, seguían funcionando a la perfección. Y, por supuesto, las 4 muelas del juicio, esas sabias veteranas que habían visto todo, aún permanecían en su lugar, como un testimonio de una vida bien vivida.

Era como si su boca fuera un relicario, un cofre que guardaba la historia de una vida entera, sin una sola página arrancada ni una sola línea borrosa. Su dentadura original, intacta y completa, era un verdadero tesoro, un símbolo de resistencia y longevidad

Yo, aterrorizado ante esa boca, cuya dueña no dejaba de mostrarme con un orgullo que rayaba la megalomanía, en plena pasteleria «Boutique La Tante», un nombre que parecía una broma macabra, considerando la escena que se estaba desarrollando. La atmósfera, que debería haber sido dulce y acogedora, se había convertido en un ambiente de pesadilla, con clientes que parecían hipnotizados por la dentadura de la señora, que relucía como un trofeo de caza mayor.

La dueña de la pasteleria, Madame La Tante, una mujer elegante y sonriente, parecía ajena a la escena, mientras decoraba un pastel de bodas con una precisión quirúrgica. En tanto, la señora de la boca seguía mostrando su dentadura, como si estuviera desafiando a todos a acercarse.

—Doctor, necesito que me revise mi boca y además me haga un arreglito adicional—dijo ella, acercando más su boca, que parecía una obra maestra dental, perfecta y radiante, pero que me hizo sentir una extraña inquietud. Su sonrisa, que podría haber iluminado una sala de operaciones, me pareció demasiado intensa.

—Disculpe, señora…—comencé a decir, pero ella me interrumpió.

—Ya hace tres meses que no lo he visitado, Doctor. ¿Me puede agendar una cita?

—Señora, si me permite…—intenté decir, pero ella siguió hablando.

—Quiero que me revise los molares, Doctor. He estado sintiendo un poco de sensibilidad.

—Señora, por favor…—dije, intentando interrumpir, pero ella no me dejaba.

—Y también quiero que me haga un blanqueamiento. Quiero que mi sonrisa siga siendo perfecta.

Me sentí atrapado en un ciclo de interrupciones, sin poder explicarle que no era su odontólogo. Mi mente comenzó a imaginar escenarios extraños…

Ella siguió hablando, sin darse cuenta de mi desesperación, y yo me sentí cada vez más perdido.

Inconscientemente, mi mirada se deslizó más abajo de su boca, como si buscara un escape de la pesadilla dental que me había atrapado. Y entonces, vi eso: un collar de diamantes espectacular, centelleante como una estrella en la oscuridad, enrrollado en su arrugado cuello. Mi mente, confundida y desesperada, pensó: «¿Y por qué no?»

Un cálculo silencioso se hizo en mi cabeza, mientras mi mirada se posaba en el collar. Unos números, una ecuación, una posibilidad… Mi corazón comenzó a latir con una emoción difícil de definir.

Pero, ¿y si…? Mi pensamiento se detuvo ahí, sin completar la pregunta. Mi mirada volvió a ella, que esperaba con una sonrisa expectante.

—¿Señora…?

—De Samper—dijo ella, ayudándome a salir del atolladero.

—Si claro, señora De Samper, he cambiado mi consultorio, estoy realizando algunas adecuaciones, si me permite, tomo su número y le agendo una cita con mi secretaria para la semana entrante.

—Susanita tiene mi número—dijo la anciana.

—La despedí la semana pasada y se llevó todos los contactos como retaliación—dije exhibiendo mi mejor sonrisa.

—Pobre muchacha, era tan querida; y al fin, ¿se casó con su novia?

«Contesta rápido, pero no te equivoques», pensé.

—No, la pobre se enamoró de un hombre mayor y dejo viendo un chispero a su novia.

—Esa juventud de ahora, quién las entiende—dijo la anciana.

*

—Vitaliano, socorro. Necesito una clase de odontología exprés. Me han tomado por un odontólogo —dije, desesperado.

Vitaliano se rió.

—¿Qué has hecho esta vez? ¿Quién es la víctima?

—Una señora… muy peculiar y muy rica. Quiere una revisión y un blanqueamiento. Y parece dispuesta a pagar cualquier cosa.

Vitaliano se interesó.

—¿Cuánto es cualquier cosa?

—No lo sé, pero su collar de diamantes vale más que todas las mansiones que tienes en La Riviera.

Vitaliano silbo

—Eso es jugoso. ¿Y qué necesitas?

—Una clase de odontología exprés y… tu consultorio.

Vitaliano sonrió.

—Tienes suerte de que estoy de vacaciones. Puedes usar el consultorio. Y te daré una clase. Pero no mates a nadie.

—Gracias, Vita. Te debo una… y un porcentaje.

Vitaliano volvió a reír.

—10% del botín.

Vitaliano, me miró con una sonrisa.

—Bueno, amigo, empecemos con la clase de odontología exprés.

—Sí, por favor —dije, ansioso—. No quiero matar a nadie.

Vitaliano se rió.

—No te preocupes, te enseñaré lo básico. Primero, los instrumentos.

Me mostró una variedad de herramientas.

—Este es el taladro. No lo uses como un martillo.

—Este es el explorador. No lo uses para explorar tu nariz.

—Y este es el cepillo de dientes. No lo uses para peinar tu cabello.

Me reí.

—Entendido.

—Ahora, los materiales —dijo Vitaliano—. Amalgama, resina, cemento….

—Y el más importante —agregó—: anestesia. Sin ella, tu paciente te odiará.

—¿Y cómo trabajo con todo esto? —pregunté.

Vitaliano sonrió.

—Con calma, paciencia y un poco de magia.

—¿Magia?

—Sí. La magia de hacer que tu paciente se sienta cómoda mientras les haces un agujero en la boca.

Me reí.

—Entendido.

Vitaliano me dio un golpecito en la espalda.

—No te preocupes, amigo. Con práctica, serás un odontólogo excelente. O al menos, no matarás a nadie.

*

Mientras me preparaba para la cita con la señora De Samper, ella se encontraba en su despacho, revisando mi perfil. Ambos estabamos a punto de cambiar nuestras vidas para siempre.

«55 años, soltero, ambicioso, profesional pero sin plata, arriesgado, obediente, discreto. Perfecto, eso es lo que necesito», pensó la señora Samper.

Recordó cuando recibió el chip de la eternidad de los alienígenas ancestrales hacía 3355 años, tras fingir su muerte. Su esposo, el faraón Akenaton, había aceptado la decisión después de una intensa discusión, ya que ambos seguirían vivos para siempre.

Evocó la noche en que tomó la decisión. «Akenaton, su amor y rey aceptó la elección después de una discusión apasionada. «Yo elegiré el elixir de la vida eterna, entre los vivos», dijo, sintiendo el fuego de la inmortalidad en su corazón.

Él sonrió, su mirada brillante como las estrellas en el Nilo. «Yo prefiero la momificación, unirme a Osiris en el más allá», respondió, su voz firme como la piedra.

«Disfruta del Iaru y las delicias del inframundo», aseguró ella, con sonrisa tranquila.

«Y tú de la luz del sol y la compañía de los vivos», replico él sintiendo la emoción de la eternidad y termino diciendo:

«La luz del sol es efímera, mi amor. La eternidad es segura», sentenció, su mirada infinita.

Su rostro era un mapa de líneas y arrugas, pero su sonrisa era un oasis de juventud. Gracias al chip de la eternidad, los alienígenas habían congelado el tiempo en su dentadura, haciéndola resistente al desgaste y a la enfermedad. Ahora, su sonrisa era un recordatorio de la extraña y milagrosa conexión que la había mantenido viva durante siglos.

Cada veinticinco años, con exactitud, una figura envuelta en linos dorados y con una sonrisa eternamente joven emergía de las dunas del desierto del Sáhara, acompañada de un fiel sirviente. Juntos, se dirigían al oasis de Zerzura, un lugar escondido y olvidado. Allí, en la quietud del palmeral y la fuente de agua cristalina, la figura accedía a una cueva subterránea, donde yacía un tesoro antiguo y valioso. Con reverencia, sacaba una pequeña parte del oro, las gemas y los objetos sagrados, justo lo suficiente para sostenerla hasta su próximo regreso. El ritual completo, se demoraba tres noches y tres días. Al partir, la figura sola desaparecía en el desierto, dejando atrás al sirviente, que nunca más se volvía a ver. El oasis quedaba de nuevo en silencio, esperando el próximo regreso de la misteriosa viajera, cuyos ojos parecían guardar secretos milenarios.

La recarga del chip exigía una preparación meticulosa. Nefertiti, que ahora se hacía llamar la Señora De Samper pasaba cinco años buscando a la persona perfecta para que le implantará el chip, que se realizaba cada setenta y nueve años. Sería una nueva etapa en su interminable ciclo hacia la eternidad. Con su magnetismo irresistible, la seducía con vislumbres de su fortuna legendaria, tejiendo una red de fascinación que la mantendría cautiva y ansiosa de fortuna.

La puerta se abrió y De Samper entró con una presencia imponente, a pesar de su cuerpo en extremo arrugado. Su mirada intensa y sofisticada dominaba en la habitación.

Me levante de la silla, nervioso —Señora De Samper, es un placer.

De Samper sonrió, mostrando su dentadura perfecta —El placer es mío, doctor. Gracias por recibirme.

Mientras se sentaban, De Samper comenzó a hablar con una voz suave y culta. —He pasado mi vida estudiando la historia de Egipto. He impartido clases en Oxford, Cambridge, El Cairo… Cualquier universidad prestigiosa que puedas nombrar.

Me sorprendí— Eso es impresionante. ¿Cuánto tiempo ha dedicado a la egiptología?

Sonrió —Siempre. Desde… siempre.

Me reí nerviosamente— Bueno, supongo que tiene una pasión verdadera por la historia.

Nefertiti se inclinó hacia adelante, su mirada intensa —Más que pasión, doctor. Es mi vida. He visto cosas… increíbles. Cosas que desafían la lógica y la razón.

—¿Qué tipo de cosas?— Pregunté.

Nefertiti sonrió de nuevo —Cosas que solo pueden entenderse con una mente abierta. Y un corazón valiente.

Me sentí incómodo, pero le seguí la corriente —Entiendo. Es fascinante.

Nefertiti se recostó en su silla, su mirada seria—Doctor, necesito su ayuda. Necesito que me implante un… dispositivo. Un chip recargado que me permitirá… prolongar mi vida.

—¿Un chip? ¿Qué tipo de chip?

De Samper sonrió de nuevo —Un chip que me dará la eternidad. Y estoy dispuesta a pagar cualquier precio por ello.

Me quedé con la boca abierta. —¿Cualquier precio?

De Samper asintió —Sí. 10 millones de dólares. Y su secreto eterno.

Nefertiti se inclinó hacia adelante, su mirada intensa y penetrante. Su voz, baja y misteriosa, llenó la habitación.

—Desde los albores de la civilización, he caminado entre los mortales, RECOLOCANDOME constantemente en el tapiz de la historia. He REPOSICIONADO mi papel en la sociedad con cada nueva era, pasando de reina a diosa y finalmente a leyenda. Mi existencia ha trascendido el tiempo, y ahora, en este momento, me veo obligada a READAPTARME a una nueva realidad para prolongar mi eternidad— Su pausa fue dramática, como si el tiempo mismo se hubiera detenido.

—El chip que se debe implantar no es un simple dispositivo. Es el símbolo de mi poder, el secreto de mi inmortalidad.

Su mirada se clavó en la mía, como si buscara algo más allá de mi comprensión.

—Se requiere un compromiso absoluto, una lealtad inquebrantable. ¿Está dispuesto a guardar mi secreto, a proteger mi legado?

La habitación pareció vaciarse de aire, dejándome solo con el peso de su verdad

Mi mente, más confundida que lo habitual, era un torbellino de pensamientos dispares. La fresa dental giraba en mi mano como una serpiente hipnotizante, mientras mi cerebro intentaba conectar los puntos.

Tutankamón, Cleopatra, Ramses… los faraones egipcios danzaban en mi memoria, recordándome las clases de historia en el colegio. ¿Qué relación tenían con la odontología?

Mi mirada se posó fijamente en la amalgama, ese material misterioso que Vitaliano me había explicado hacía apenas horas. ¿Cómo se aplicaba exactamente?

Mi mano tembló al sostener el taladro, su zumbido constante recordándome el latido de mi corazón. ¿Y si lo hacía mal? ¿Y si le causaba dolor a Nefertiti?

Mi mente comenzó a mezclar conceptos, fusionando la odontología con la mitología egipcia. La fresa se convirtió en el cuchillo de Anubis, cortando a través de la encía como si fuera el velo entre la vida y la muerte.

«¿Qué estoy haciendo?», me pregunté, sudando frío.

Nefertiti, ajena a mi confusión, me miraba con expectación, su sonrisa serena como la de Isis.

—¿Todo bien, doctor?— preguntó, su voz como un susurro en el desierto.

Mi respuesta se atascó en mi garganta. ¿Cómo podía admitir que no sabía qué estaba haciendo?

—Todo… todo bien— tartamudeé, intentando recomponerme.

Pero mi mente ya estaba perdida en el laberinto de mi ignorancia, con los faraones egipcios rodeándome y riendo, mientras yo intentaba encontrar la salida.

Mi corazón latía con fuerza, mi sudoración era intensa. No podía seguir mintiendo. La mirada de Nefertiti me penetraba como un cuchillo.

—Señora… Nefertiti— tartamudeé —Necesito decirle algo.

Su ceño se frunció —¿Qué es, doctor? —Tragué saliva— No soy odontólogo.

Mientras hablaba, mi mano temblorosa sostenía la fresa dental. Mi mirada se desvió hacia el chip en la boca de Nefertiti.

Mi hermano gemelo es el verdadero odontólogo. Nosotros… no nos hablamos. Pero mi amigo Vitaliano me prestó su consultorio y me enseñó lo básico.

Mi mano se movió involuntariamente, introduciendo la fresa en la boca de Nefertiti. Mi cerebro se detuvo cuando escuché un sonido fatal.

—¡No! ¡Oh no!— grité.

La fresa había penetrado en el chip, dañándolo irreparablemente. Nefertiti se levantó de su silla, su rostro pálido.

—¿Qué has hecho?— preguntó, con voz baja y amenazante.

Mi respuesta fue un balbuceo incoherente—Lo siento… lo siento mucho.

Nefertiti se acercó a mí, su mirada asesina—Ese chip era mi única esperanza. Mi eternidad.

Mi mundo se derrumbó. Sabía que estaba condenado.

Su cuerpo comenzó a desintegrarse, como si estuviera hecho de polvo. Su piel se deshizo en partículas finas, su cabello se esparció en el aire, y su ropa se desmoronó. Mi mente se quedó en blanco. No podía creer lo que estaba viendo.

En cuestión de segundos, todo su cuerpo se volvió un montón de polvo. El consultorio se llenó de una nube de partículas que flotaban en el aire. Pero en medio del caos, algo permaneció intacto.

Su dentadura, perfecta y blanca, se mantuvo en pie, suspendida en el aire durante un momento que pareció eterno.

Cayó lento, como si el tiempo mismo se hubiera ralentizado.

Su sonrisa perfecta se curvó en una mueca de burla, que parecía decir: «Lo lograste. Me destruiste.»

Mi corazón se hundió. Me sentí atrapado en una pesadilla.

Me quedé paralizado, incapaz de moverme o hablar. La dentadura yacía en el suelo, un recordatorio macabro de mi error.

¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho?

La respuesta parecía clara: había destruido la eternidad de Nefertiti.

*

Me senté en la mesa de siempre en La Tante, rodeado del aroma a café recién hecho. Vitaliano se unió a mí, con una sonrisa curiosa.

—¿Qué pasa, amigo?, preguntó, mientras pedía un café y una dona.

Me tomé un momento para reunir mis pensamientos—Me metí en un lío— dije, bajando la voz.

Vitaliano se inclinó hacia adelante, intrigado. —¿Qué tipo de lío?

—La paciente… se desintegró en polvo— dije, intentando contener mi ansiedad.

Vitaliano se rió a carcajadas, casi escupiendo su café. —¡Eso es imposible!— exclamó.

Me encogí de hombros, sintiendo una mezcla de alivio y vergüenza.

Vitaliano se calmó, estudiándome la cara. —¿Estás bien, amigo?

Asentí, aunque no estaba seguro.

Vitaliano sacó su billetera y me extendió 50 dólares —Toma, te presto esto—¿Necesitas algo más?

—Gracias— dije, sintiendo un poco de alivio.

Pagó la cuenta y me palmeó la espalda. —Vacaciones, amigo. Necesitas un descanso. Olvídate de todo esto.

Me reí, sintiendo una pequeña liberación.

Me levanté para irme, saqué la dentadura del bolsillo de mi chaqueta y la coloqué encima de la cuenta—Para que tengas una sonrisa perfecta en tu consultorio— dije, sonriendo.

Vitaliano se rió —¡Estás loco, amigo! Pero gracias, creo que la pondré en un lugar de honor.

La Tante, con su calor y su humor, me había devuelto a la realidad. Tal vez Vitaliano tenía razón. Tal vez era hora de olvidarme de Nefertiti y su dentadura perfecta.

MAYTE SOCA

La granja

Matías tenía doce años, sus padres acababan de separarse, y su madre había decidido volver a la casa familiar.

Matías estaba lleno de rabia, se tendría que ir a vivir con sus abuelos a quienes apenas conocía, en una granja lejos de sus amigos, a una escuela rural muy diferente a lo que estaba acostumbrado.

– Mati no estés triste,vas a ver qué lindo es donde viven los abuelos – trataba de consolarlo su madre mientras conducía por una solitaria carretera cruzándose muy de vez en cuando con algún vehículo.

Matías encolerizado con lágrimas en los ojos comenzó a gritarle, – yo no quiero conocer la casa de los abuelos, y mucho menos quiero vivir con ellos, me quiero quedar en mi casa, ir a la escuela con mis amigos, y estar con mi papá.

La madre con un dejo de tristeza en su voz le dijo muy calma, pues sabía por lo que su hijo estaba pasando, – a tu padre lo vendrás a ver en las vacaciones, porque así lo acordamos, él no puede cuidarte, trabaja todo el día estarías solo en la casa hasta la noche y yo no tengo empleo en la ciudad, por eso debemos irnos con tus abuelos. Matías no contestó y siguió el resto del camino en silencio. Cuando llegaron a la casa, sus abuelos lo recibieron con mucha alegría, pero él seguía enojado, –cuál va a ser mi habitación -fueron sus únicas palabras, encerrándose en el cuarto que le indicaron.

Marcia la mamá de Matías contó a sus padres cómo se sentía el niño por tener que alejarse de todo lo que conocía y sería muy difícil para él readaptarse a la vida en la granja. Su padre le dijo – tranquila déjamelo a mí – y se fue a la habitación del chico y golpeó la puerta, recibió solo silencio, así que sin esperar respuesta entró en la habitación. Matías estaba sentado en su cama llorando desconsolado por su mala suerte.

– Oye Matías quería ver si puedes ayudarme con un gran problema que tengo –

el chico lo miró desconcertado y dejo de llorar – ven conmigo. Matías secó las lágrimas con el reverso de su mano y salió detrás de su abuelo que al salir de la casa se dirigió hasta un corral.

– Mira el es un potrillo que no tiene mamá, y yo no estoy muy optimista de que pueda sobrevivir sin ella, así que tú tarea será cuidarlo, ¿te parece que podrás con ello? Si logras que sobreviva será tuyo. El niño abrazó al potrillo y le dijo – no te preocupes estaré aquí para cuidarte, en ese momento llegaba al trote un niño de unos once años.

– Hola don Manolo – venía a los gritos Diego, apeándose de su potranco.

–Hola Diego – respondió al saludo, don Manolo – que suerte que viniste te quiero presentar a mi nieto, y quizás le puedes ayudar con la tarea que le encomende – dijo don Manolo. – Sí con mucho gusto exclamó Diego, acercándose hasta donde estaba Matías.

– Hola cómo estás yo soy Diego, siempre vengo a ayudar a Don Manolo, sé mucho de animales y ¿cómo te llamas?.

Matías lo miró, sonrió y contestó- Yo soy Matías y en la ciudad los amigos nos saludamos así, mientras le tomaba la mano haciendo esos saludos que hacen los chicos de hoy día.

– Mi abuelo no es muy optimista, piensa que no voy a poder cuidar al potrillo, ¿tu qué opinas?.

Diego miró a don Manolo y contestó con firmeza – ¡claro que vas a poder y yo te voy a ayudar!.

– Bueno, veo que ya hiciste un amigo Mati – dijo el abuelo mientras se alejaba con una gran sonrisa hacía la casa, dejando a los chicos en el corral.

CESAR TORO

Creo que reinventarse es la palabra para resumir.

Los que a menudo leemos libros, cuentos, historias, podemos tener una ventaja a la hora de reinventarnos en algun momento de nuestra existencia.

Les compartiré, dos historias o metáforas que algunos de Ustedes las han leído o se las contaron, estos relatos me aportaron, una gran enseñanza.

La primera se trata del águila, en la cual se menciona que en determinada etapa de su existencia, pasa por un difícil trance, donde se despoja de sus plumas, su pico y sus garras. Durante este doloroso proceso, el ave deberá soportar las inclemencias del tiempo, el hambre, la soledad, entre otras vicisitudes; sin embargo, cuando ha logrado reponerse y ha vencido la adversidad, está lista para volver a empezar una nueva experiencia de vida.

El segundo relato tiene que ver con un barco que se encontraba a la deriva; mientras, el capitán y sus ayudantes hacían lo posible por buscar una salida, la brújula no respondía no daba ninguna dirección . Ante tan lamentable suceso, uno de los encargados de mantenimiento de la nave, le dijo al capitán, que él sabía como solucionar el problema; no obstante el capitán pensó, si los marineros expertos no hallaban una solución, ¿que podía aportar este hombre?; que no sabía mas que limpiar pisos.

La situación persistía, sin lograr encontrar

una salida, la tripulación despues de varias deliberaciones y agotar todas las opciones, descidieron escuchar al humilde obrero. Este les dijo que el problema consistía en que, el barco llevaba entre su cargamento, una gran cantidad de chatarra metálica, esto estaba interfiriendo con las señales electromagnéticas y por lo tanto el barco no lograba orientarse. ¿Entonces que debemos hacer le preguntaron?; deben empezar a deshacerse de esa basura dijo. Asi lo hicieron y para sorpresa de la tripulación, nuevamente la brujula empezó a funcionar y lograron llegar a puerto seguro.

En nuestra vida diaria, es importante escuchar, meditar, y abrir los ojos, para ver esa luz que nos ilumine el camino y nos permita reinventarnos. Así tener la oportunidad de volver a empezar.

CARMEN ÚBEDA FERRER

EL león desdentado

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El león conservaba su melena, sus fuertes músculos, su majestuosa figura, sus afiladas garras y su poderoso e inconfundible rugido que se escuchaba por toda la sabana, pero… no tenía dientes, a decir verdad solo le quedaban cuatro sanos y los colmillos que ya le bailaban como peonzas.

El león era viejo, pero ante su manada no debía de perder su prestigio de soberano. ¿Qué es un león que no puede llevar un ñú o una cebra despedazada entre sus mandíbulas? Se preguntaba. Nada, se respondía. Si sus congéneres intuían el menor signo de debilidad lo rechazarían a dentelladas y moriría sarnoso y rodeado de moscas bajo la sombra de cualquier árbol.

La cuestión era mantener su posición por tiempo indefinido como único e indiscutible rey de su territorio.

El león de esta historia era viejo, y como tal astuto. Donde la fuerza falla la astucia puede triunfar.

Sus fuertes patas le permitían correr. Su melena se agitaba con el viento dándole el aspecto de una gran fiereza. Conservaba su autoridad con terroríficos rugidos, que mantenían a raya a los machos para que ninguno se atreviese rondar a las hembras.

Se exhibía y emitía gruñidos llevando algún animal de gran tamaño sangrando entre sus fauces.

¿Cómo podía cazar sin perder los colmillos que se le movían como flanes? Sencillamente no cazaba. Se había convertido en un oportunista que robaba las presas a otros predadores que, ante su presencia y sus rugidos salían corriendo abandonando su alimento.

De esta forma engañosa vivió unos años el anciano felino, pero llegó el tiempo que el león perdió sus incisivos y sus colmillos. Como era viejo, era sabio y como tal comprendió que era el momento de su despedida y debía adaptarse a su vejez. No permitiría que ningún imberbe le rugiese a la cara ni le sacara una garra y, mucho menos que le mostrase los colmillos para sugerirle que se marchase. Se iba por su propia voluntad.

Había perdido su dentadura y su vigor, pero nunca perdería su dignidad.

ANGY DEL TORO

LA ESCRITORA

Sumida en sus pensamientos, observaba el entorno. Los libros, sus mayores aliados durante décadas, le rodeaban. Escribía notas sueltas, marcaba con lápices de diferentes colores fragmentos de sabiduría. Historias que, al pasar de los años habían moldeado su carácter, su vida.

Sin embargo, últimamente, sentía que algo le faltaba. La rutina diaria había comenzado a pesarle, y el miedo al futuro le mantenía despierta hasta altas horas de la noche.

“¿Cómo es posible que cada vez que leo esto, encuentre algo nuevo? se preguntaba. Quizás sea porque estoy cambiando; mi mundo ya no es el mismo. Ahora, al faltar el afecto de algunos de mis allegados, veo el mundo de una forma diferente.

Lo reconozco, sé que es cierto. Pero a veces siento que estoy perdida en un mar de palabras, sin saber cuál es mi verdadero rumbo. El terapeuta me dice que quizás no se trate de encontrar un rumbo fijo, sino de disfrutar el viaje y aprender del ritmo de las olas.

Al sumergirme en mi biblioteca mental, releo libros que alguna vez me dejaron una huella profunda. Cada página es una ventana a un mundo diferente, una oportunidad para recolocarme y entenderme a mí misma, para dar sentido a mis pensamientos y emociones.”

Si tanto añoras el cambio, sigue escribiendo. ¡Reposiciónate, adáptate a las circunstancias! No busques respuestas definitivas; deja que las palabras te guíen y te sorprendan. — Exclamaba su niña interior.

“En ocasiones, siento que mis palabras no son suficientes. Le respondo, y ella, más calmada me dice: tranquila, sé que las palabras nunca son suficientes por sí solas. Pasión y verdad han sido tus armas al escribir, y por ello has triunfado.

A medida que profundizo en los distintos géneros y estilos, me enfrento a nuevos dilemas. Las decisiones que debo tomar son varias. Que no son fáciles, también lo sé. No obstante, cada una de ellas parece conducirme por nuevos senderos.

Busco algo, aunque no sé exactamente qué. Creo que mi búsqueda siempre ha sido constante. Exploraré nuevos horizontes, ya sea leyendo, observando, escribiendo. He decidido que es hora de salir de este estudio y explorar el mundo exterior.

Viajaré y me complementaré. Cada encuentro y experiencia enriquecerá mi comprensión del mundo y de mí misma. Finalmente, siento que he encontrado mi lugar. No será un destino fijo, sino un estado de constante evolución y adaptación.”

Imagen tomada de las redes. Reconocimiento a quien pertenece.

ART MI

El viento vino e hizo lo suyo. Fue por la tarde que empezó a silbar y obligó a las gentes a correr buscando refugio.

Dicen, no sé si sea cierto, pero escuché que el aire levantó a dos hermanitos y se los llevó volando bien alto, que sus

gritos se escuchaban a pesar del rugir elemental. Eso fue allá por el rastro. Dicen.

No me espanté al principio, porque es sabido que aquí el clima tiene un carácter caprichoso. Pero también es cierto que

no había sentido un viento que empezará a pegar con esa furia, y ahí sí, para qué te miento, ahí sentí temor.

Entré a la casa y vi cómo se mecían los focos, como parpadeaban, y de pronto se apagaron y el mundo quedó envuelto en una media luz inquietante.

También vi a María salir al patio para sostener con sus manos la barda de su casa, porque se estaba viniendo para abajo.

Y le grité que se echará para atrás, que no iba a poder detenerla, pero no me escuchaba.

Alcancé a tapar tus pájaros con las cobijas, porque sé cuánto te importan, y porque no me dio tiempo para más, no pude

hacer otra cosa. El miedo me abarcó y me metí bajo la cama, hasta que se asomó el sol, domador de las tempestades.

Supe a la mañana siguiente que María no soportó y la barda terminó por caerle encima… Creerás que entre los restos del desastre improvisamos un velorio al que casi no vino nadie.

Y creerás que en el recuento de los daños encontré las jaulas regadas por el piso y comprobé que tus animalitos se habían marchado.

Así que con eso terminó de irse todo aquello que aún tuviera sentido para ti extrañar de este sitio. Y también terminó de irse lo que para mí aún tenía sentido extrañar de ti.

Tus manos frías con sus maneras extrañas. Tu rostro, siempre serio, salvo por los días en que la fiesta te lo volvía más amable. Las fotos que me enviaste de las vitrinas que son famosas por estar electrificadas las 24 horas del día. El relato de aquel hombre incierto al que recordabas como tu padre cuando el licor se te iba de la cuenta y empezabas a llorar; y tus lamentos cuando entonces me pegabas a tu pecho y me susurrabas al oído que te perdonara toda la vida y que hoy

vengo a entender por qué.

Las brujas que vuelan muy bajito y muy temprano en octubre, porque les da permiso el alto cielo. Y la bestia. La bestia

que acecha en el monte y los instrumentos que quisimos inventar para ir a atraparla.

Tu risa y tus promesas, y el unicornio que ibas a ir a buscarme a las estrellas y que nunca fue cierto. Todo ya se fue.

Y no se fue ahora, sino que apenitas me di cuenta de que todo se fue la tarde aquella en que regresaste a casa para

decirme: no te encariñes conmigo, hija, porque no voy a quedarme mucho tiempo.

Despuecito que te despediste empezaron los rumores de la gente, esa que mascullaba con malicia cuando pasábamos a

media calle y nos miraban como con lástima. Y sucedió que aquellos que volvían de esas tierras tuvieron a bien contarle

a mamá sobre tu nueva vida. Yo digo que ahí ya no eras, pero como dije: apenitas me vengo dando cuenta.

Mejor que así sea, que haya terminado de irse todo con este pensamiento. El viento vino e hizo lo suyo, recolocandotodo.

Dicen, aseguran que el aire que levantó a esos dos hermanitos y que los hizo volar bien alto se llevó sus cuerpos hasta hacerlos caer sin vida en el otro pueblo, que sus gritos se volvieron uno con el rugir elemental. Eso dicen, y no sé si sea cierto.

JOSÉ LUIS USÓN

PLACEBO

Se escapa el último sábado de abril entre luces amarillentas y un viento frio que chirría y rasguña el rostro como un papel lijoso. Los empleados de los comercios bajan las persianas entre gozosas sonrisas de anhelos dominicales. Doblo la esquina y el viento se hace más fuerte, casi más fuerte que yo. A punto de perder el equilibrio tengo que echar mano a la pared para sostenerme. Ya puedo ver la puerta del Green. Al entrar, noto el tufo alquitranado producido por la mezcla del vaho del tabaco de las noches y la lejía barata usada para la limpieza. Allí están ya Raúl y Juanito, al final de la barra, uno derrotado, caído sobre sí mismo, el otro, que levanta con energía el brazo para que yo lo vea, exhibe su habitual positivismo, es un activista del humor cotidiano que siempre encuentra una excusa para sonreír. Una cerveza y un botellín de agua reposan frente a ellos en la barra. Raúl nunca toma alcohol.

Hoy los tres estamos invitados al acto donde uno de nuestros proveedores muestra sus novedades. Al acabar ofrecerán el acostumbrado ágape. El hotel donde se celebra está justo al lado del Green, así que nos pareció divertido quedar previamente en el sitio en el que tantas noches pasamos en nuestra juventud.

La presentación de las novedades resulta ser un adormecedor repaso al catálogo del año anterior, al que apenas han cambiado las minúsculas por mayúsculas, lo de siempre. Un mero trámite, una excusa para festejar lo que viene después. Redondas mesas con manteles blancos que caen hasta el suelo, repletas de platos con gran ornamento de canapés y copas exquisitamente ordenadas, esperan en un rincón de la sala.

Mientras el ingeniero de producto repite como un mantra las bondades de sus equipos, mi mente se esfuma, se pasea sin dueño por lugares insospechados, cargada de baúles cuarteados llenos de sueños. Vuelve al acto cuando la gente se levanta.

Aguanto a Joaquín, el tipo de ventas de Ridwood, un pelma de cuidado. Va saltando de grupo en grupo repartiendo equitativamente su insoportable verborrea. Es cuestión de aguantar mi parte alícuota, resistir un poco más entre leves asentimientos de cabeza y gestos de comprensión. No tardará en irse. Por el rabillo del ojo veo a Raúl, está solo, apartado de todos con una tosta de aguacate y salmón en la mano. Mastica compulsivamente y mira fijamente no se sabe dónde. Le hago un gesto a Juanito que charla amistosamente con gente de la competencia y le señalo hacia Raúl. El pelma todavía no me suelta. Cuando por fin puedo reunirme con ellos, el camarero, que usa la misma colonia que yo, en una dosis excesiva, está preparándole un Gin-tonic a Raúl. No sé qué le habrá dicho Juanito para convencerlo. Cuando se da cuenta de que en el carro de las bebidas no tiene ginebra, se disculpa conmigo y sale a por ella. Mientras, Raúl, que permanecía ajeno a todo, agarra el vaso que espera la ginebra y lo vacía de dos tragos, no me da tiempo a decirle nada. En un momento su cara cambia por completo, se transforma, su sonrisa se expande y adquiere un rictus de regocijo total. Decir que se desinhibe se queda corto.

— ¡Ahhh..,! ¡Qué bien me ha sentado!—dice—. Pero se me está subiendo rápido, claro, cómo no tengo costumbre. Que ponga otro.

Mientras, el camarero, que ha llegado con la ginebra, hace un gesto de incomprensión. Le digo sottovoce, que ponga otra tónica, que no hace falta que le ponga ginebra. Cuando se la pone a Raúl en las manos, sus dedos se rozan imperceptiblemente, sus miradas se entretienen mucho más de lo necesario. Un cruce de sonrisas indisimuladas que no puedo evitar mirar sin cierto rubor. Se contemplan de una manera extraña, veo en los ojos de Raúl una luz que no había visto nunca.

La música cesa y las luces crecen en intensidad anunciando el fin de fiesta. En la sala solo quedamos Juanito, yo, y los chicos de Ridwood, incluido el pelma de ventas que está dormido sobre una silla con la cabeza apoyada en el pecho. La gente del catering hace rato que se ha ido dejando un buen surtido de bebidas a nuestra disposición. Paseo la vista por la sala y no veo a Raúl por ningún lado. La última vez que lo vi se contoneaba ridículamente ante los camareros que recogían los platos con restos de comida. Estaba desatado, creo que nunca lo había visto así. Un pensamiento, una sospecha infame, me traspasa como un rayo y me turba. Intento apartarlo de mi mente, pero es tenaz y me acompaña hasta casa. Ya acostado vuelve y vuelve, no me quito a Raúl de la cabeza y pienso, inevitablemente, pienso en lo que no quiero pensar.

*

El repelente tono de llamada del teléfono estalla en mis oídos haciéndome abandonar mi sueño etílico. En la pantalla, entre intermitencias, aparece el nombre de Mónica. Miro el reloj, son las doce. ¡Joder! No me digas que Raúl aún no ha llegado a casa. Pienso en no descolgar, pero sería un comportamiento infantil que solo conseguiría aplazar lo inevitable. Descuelgo.

— Hola hermanita.

— Javier.

— Dime —callo esperando la tormenta, Mónica es un torbellino cuando se pone y sé que me va a culpar a mí de los desmanes de mi cuñado, se maneja muy bien cuando faena en esos mares revueltos que son las culpas ajenas—.

— Quiero darte las gracias, no sé qué le hicisteis ayer a Raúl, pero desde que ha llegado esta mañana le veo diferente, es otra persona. Ha recobrado esa alegría, esa ilusión que hace días le falta. Ya sabes que no estamos atravesando nuestro mejor momento, pero creo que hoy ha habido un punto de inflexión en nuestra relación. Y otra cosa hermanito, deja de echarte tanta colonia, hasta Raúl apesta a Hugo Boss.

NILA J BOHORQUEZ

«Viaje a nuestro interior»…

¡Que difícil es auscultar nuestro interior…penetrar hasta la profundidad del ser explorando lo inmensurable, recorriendo un viaje incógnito aunque sea una vez en la vida!…(¡Muchas sorpresas encontraríamos frente a nuestro propio ego!)…

El mérito y satisfacción de ese viaje astral será aceptar las situaciones algunas conocidas, otras no, que encontraremos en esa exploración íntima, aceptándolas para «adaptarnos» a los cambios, sanando lo imperfecto y regocijarnos al saber que hemos tenido experiencias maravillosas en ese infinito desconocido, regresando a la realidad, enfocando nuevos proyectos de vida, tanto desde el campo espiritual como material.

MARTU MONFORTE

Legado

Cuando terminé de acomodar las cajas al lado de la puerta volví hasta donde había dejado el auto; había olvidado las llaves de la casa.

Antes de entrar di una vuelta a la manzana con las llaves apretadas en la mano, clavadas en la palma, sintiendo el dolor agudo del cobre en la piel. Caminar me hizo bien, necesitaba relajar las piernas. Desde que mamá murió me sentía perdida. Hacía meses que tenía que desarmar la casa y tomar la decisión de alquilarla o venderla. No sabía bien qué hacer. Cómo abrir las ventanas, los cajones, los roperos; cómo abrir el alma a los recuerdos.

La última vez que había estado en la casa mamá vivía. Después de su muerte no había vuelto a entrar. No podía. Ese viernes era feriado, era un fin de semana largo; ya no tenía más excusas. No sabía muy bien por dónde empezar. Tenía que organizar la vajilla, los muebles, los libros, la ropa. Decidir qué cosas conservar. Qué regalar y a quién. Qué vender. De sólo pensar en todo eso sentí un escalofrío.

La casa hacía ocho meses que estaba cerrada. Apenas abrí la puerta sentí el perfume floral e inconfundible de mamá, me estremeció. Abrí todas las ventanas, necesitaba respirar; su presencia estaba en todos los rincones. Un rayo de luz entró por la ventana y cayó directamente, sobre el oso que me recibió sentado en una silla de la sala; ese no era su lugar, podía asegurar que estaba siempre sobre la almohada de la que era mi cama; apenas lo vi lo alcé y me aferré a él.

Caminé en círculos en el comedor, temblé de pie; las imágenes me paseaban a su antojo. En una de las repisas descubrí aquel tazón, el que rebozaba de chocolate espeso al lado del bizcochuelo de vainilla (alto, amarillo y esponjoso), el que me hacía mama para esperarme a la salida de la escuela. De la biblioteca, se asomó el caracol de nácar que encontramos en la playa en nuestras primeras vacaciones; me hizo un guiño y me acerqué; acaricié el lomo del Atlas y la colección de historia. Mi vista se nubló cuando vi la vajilla de porcelana apretada en el mueble antiguo. Tres generaciones nos habíamos servido de ella; la hora del té parpadeaba en mis recuerdos de infancia. Me puse el oso debajo del brazo y cuando apoyé mi manos sobre la tetera, me llegó desde la cocina un intenso aroma a chocolate mezclado con nuestras risas; sentí en mi boca el sabor de los días luminosos.

Caminé y encendí un cigarrillo, me decidí a empezar por la cocina: el reino de mamá. Sus utensilios, colgaban ya sin brillo, había platos y vasos en vana espera sobre la mesada. Toqué el mármol frío, recorrí sus grietas y me detuve en el rincón. Por las tardes, ella abrigaba ahí sus levaduras, les contaba historias y, quizás, sus sueños. Después volcaba una montaña de harina, agregaba unas gotas de olivo y formaba el bollo con paciencia; cantaba. Luego seguía una espera mágica. La masa crecía como la esperanza, decía mamá con una voz leve que la llevaba lejos, pero volvía enseguida. Volvía conmigo. Al rato, el bollo airoso se entregaba de nuevo a sus manos y formaba el pan. El horno a leña, que se erguía a continuación del parral, hacía el resto. Nacía el pan nuestro.Besos en el pan jugaban en mi memoria cuando aquel aroma de pan recién horneado invadió la casa vacía.

Desde la ventana miré el jardín; era un páramo seco. Abrazada a mi oso me animé a salir y caminar por allí; volvía a ser niña. Las manos de mamá estaban perfumadas por las hierbas de la huerta. Ahí, vecinas de sus rosales, convivían la albahaca y el romero. Más atrás había unas hileras de tomates y, en un costado baldío, aparecían sorpresas que ella festejaba con entusiasmo. ¡Mirá, han nacido rabanitos! Esos hallazgos le daban más felicidad que un regalo con moño dorado.

Mientras andaba sobre nuestras huellas y con el oso pegado a mi pecho, vi un zapallo redondo y naranja que se asomaba tímido, como un hijo pródigo, entre albahacas y romeros. Los jazmines que tenía olvidados iluminaron el paredón del fondo, pintaron de azul los rincones de mis juegos. La frescura del aromo cayó sobre mí.

Mamá era incansable, mientras tendía las ropas al sol, controlaba cómo crecían las hierbas buenas. Y las malas también, porque de ellos, de los yuyitos malos, se encargaba enseguida. “De raíz, decía, hay que sacarlos de raíz aunque ahora duela, para que no vuelvan, al menos esos, claro”. Después vendrán otros, así es la vida; hay que aprender y seguir . ¡Vaya si lo sabíamos!

Me llegó su imagen sentada bajo la sombra del aromo, con su vestido floreado, descalza. Fumaba, con los ojos cerrados. Ese tiempo era su tregua, su bálsamo. Era joven aún, qué esperaba, qué soñaba. Nos habíamos quedado solas demasiado pronto; la vida nos arrebató a papá cuando yo aún no tenía tres años; mamá se ocupó de abrigar mi desamparo. ¿Y el suyo?

El aromo me trajo su risa, giré con las rondas, repetí la tabla del nueve una y otra vez, y rezongué, como entonces, con el pluscuamperfecto. En aquellas tardes, mamá se convertía, por un rato, en mi maestra.

Cerré los ojos y sentí su mano fresca sobre mi frente, su alboroto de jengibre y miel, la infusión sanadora de los primeros resfríos. Y entre tanto, sonaba su tango de domingo, mientras sus manos iban y venían preparando el trabajo de la semana. Mamámadre, mamámaestra.

Después, sostenida en la calidez de mi oso, entré a la casa, subí la escalera y fui directo a su habitación; como si su intenso perfume floral me llamara. Como si su presencia hubiera estado esperándome allí. Sentí su abrazo en los días fríos, ya mujer, ya madre. Y sin embargo, siempre hija sobre su pecho firme.

Abrí el ropero. La ropa, impecablemente ordenada, me llevó de paseo. Su trajecito de casamiento, la ropa que usaba para la escuela, los vestidos de diario, los guardapolvos. Más atrás los abrigos, los pañuelos; estiré mi mano, los acaricié pero no pude descolgar nada. Ya estaba cerrando la puerta cuando vi, sobre el estante superior, la caja de madera. Con un nudo en la garganta la dejé sobre la cama. No pude resistir. La abrí, apenas. Trozos de nuestras vidas se asomaban en las fotografías. Mamá niña, mamá adolescente. Papá joven, ellos dos juntos. Ellos están conmigo en un campo verde, sonriendo. Soplo una vela, dos… y estamos juntos. Nosotras, después. No pude seguir, la cerré.

Debía empezar por algún lado, no sabía cómo, respiré profundo; al abrir el cajón de su escritorio, cayeron a mis manos media docena de anotadores; su letra inconfundible vibró sobre hojas amarillentas, pero vivas. Me agité al leer frases a medio camino, versos y algunos comienzos de aquellos cuentos que nunca olvidé. Mamá volvía a acariciarme; y ahí supe que, en medio del trajín y sus aromas, mamá escribía para mí, para ella. Para vivir, le había escuchado decir. Mamá llegaba en frases inconclusas, quise pensar que las dejó así con la intención de que yo las continuara pensando, su heredera de sueños. Y las comparta con mis hijos, con el mundo. ¿Para qué sino? ¿Para qué sirve un poema si no se comparte, hija?, la escuché con claridad, mamá cantaba:” Sé gaviota, sobrevuela el gigante azul, no temas: amanece, siempre amanece…”

Mientras revisaba los anotadores con el oso sentado en mi regazo escuché desde el comedor la música de mi vieja cajita musical que iba subiendo el volumen; en unos segundos los aromas se hicieron más intensos; el chocolate se mezcló con los jazmines, el perfume floral estaba impregnado de las albahacas picantes y la vainilla. Mamá cantaba, su voz llegaba desde el comedor”…Siempre amanece, busca el sol…” No dudé en bajar, el oso pesaba en mi mano pero mi cuerpo flotaba.

Cuando llegué al final de la escalera me sorprendieron los colores del lugar, parecía que mi respiración había teñido todo de sepia y vi, en nuestro sillón, sentada a mamá con el vestido floreado y descalza. Corrí, me acomodé a su lado y acuné a mi oso; mamá me leía un cuento. La canción de mi vieja cajita de música sonaba mientras una bailarina, elegante y delicada, giraba sobre un pie, mis ojos seguían su recorrido. Mamá dejó el cuento sobre la mesita, me acarició la cabeza y fue hacia la cocina. Me estremecí, unas manos fuertes dieron cuerda y comenzó la música y ese baile fino. Eran las manos de papá…Escuché ruido de tazas y risas; después llegó un olor dulzón a chocolate. Mamá regresó con mi leche tibia y dos copas de vino. Nos sentamos en el piso, estábamos juntas pero no estábamos solas. En la bruma del recuerdo se abrió paso la figura de papá. “Mi muñeca”, dijo y me levantó en el aire; el mundo era nuestro todavía. Era una bailarina feliz, volé en sus brazos. Mamá se acercó, se unió al juego. Quise abrazarla y solté a mi oso. La música se detuvo, las voces empezaron a perderse. El comedor recuperó su color habitual, llegó el silencio que me había recibido esa mañana, la soledad, la ausencia.

Me encontré sola sentada en el piso del comedor frío.

Se había hecho tarde, empezaba a oscurecer y tenía que comenzar a embalar. Acerqué las cajas, puse los libros, la vajilla, el caracol, el tazón, los anotadores, la caja de madera. Me acerqué un ratito el oso al pecho, después lo guardé como un tesoro. Decidí quedarme con el ropero, la biblioteca y los sillones del comedor. Regalaría la ropa a Cáritas y vendería el resto de los muebles.

Cuando llegué a casa, ya era de noche.

Dejé las cajas en el garaje, con tiempo buscaría un lugar especial para cada recuerdo. Necesitaba tener el oso conmigo, abrazarlo volver a sentirlo como esa tarde, como tantas otras veces. Volver a sentir a mamá.

Lo empecé a buscar. Me acordé que lo había puesto en una caja con las porcelanas a la que le había escrito “frágil” con un fibrón rojo. Pero no estaba ahí. Me desesperé, abrí las cajas, saque todas las cosas; el oso no estaba en ningún lado.

Era casi medianoche, me puse un abrigo arriba del pijama, me subí al auto y volví a hacer el camino hasta la casa de mamá. Bajé sin aire, entré a la casa y no me sorprendió ver al oso, a mi oso, sentado en la misma silla del comedor donde lo había encontrado a la mañana.

ANDRÉS JAMES CÁCERES

La adaptación de las Huinas

Eduardo Cáceres

Uruguay

Para el tema de la semana.

Los extraños y terribles seres del bosque de Canterville, tardaron siglos en esparcirse por Europa. Sobrevivieron solo algunas pocas , a la caza de brujas y a las torturas de la Edad Media .

Fueron perseguidas y exhibidas desnudas en pequeñas jaulas de metal ,por su rara cola de león, su lengua bífida y su inocultable belleza.

Llegaron a convertirse en Bufones de la corte holandesa, para gracia de la casa de Orange_Nassau. En los tiempos en que asumío el poder el rey llamado Guillermo el taciturno. Su efluvio de poder lo empodero mágicamente,aunque eraun secreto a voces ,la no comprobada leyenda.que detrás suyo dominaba una de estas arpías, convertida en cortesana .Pero la especie no conseguía adaptarse bien a los antiguos reinos

Fue así que años después, cuando los colonos holandeses, fundaron Nueva York, decidieron desembarcar en América .Leegaron al nuevo mundo en las tripas de los marineros. Sobrevivieron y se adaptaron , como pudieron en aquella ciudad cosmopolita en que parecía se encontraban a sus anchas, con nuevas e infinitas víctimas de su malicia.

Varias generaciones vieron crecer rápidamente la ciudad qué nunca dormía. Se ocultaban en los bosques del Central Park y en las cornisas de los rascacielos.

Por la noche frecuentaban la calle 42 ocultando su cola en la espalda luciendo unos hot pants qué sugerentemente atraian al sexo opuesto.

Según la leyenda hasta un maleante de baja estofa llamado Pedro, qué intento ser dueño y poseedor de una de ellas, fue asesinado por su pecado. No sólo arrancaron su lengua sino también su brillante diente de oro.

Continuará.

EVA AVIA TORIBIO

Recolocarse, más allá de las palabras

He tenido miedo toda mi vida a sentir los que otras personas puedan sentir si me tocan, pero sabes que te digo, que voy a dejarme llevar por este desconocido e ir más allá de las palabras.

Nuestras bocas se separan dejando, con ese beso robado, una pasión que por el momento no es consumada. Su ardiente mirada penetra en la mía. Con ella me pide permiso para continuar y yo caigo rendida ante esos ojos tan cristalinos como el mar.

Desliza sus manos por encima de mi blusa, que está siendo recolocada para cubrir la poca piel que ha quedado al descubierto. Sin apartar nuestras miradas, son ahora, deslizándolos suavemente, sus dedos los que trazan las líneas desde mi cuello hacia mis hombros. Los trazos tornean mis senos que responden ante el roce y el calor de su contacto. Llegando a mi vientre, abotona el penúltimo botón. Con rapidez me gira, recolándome de espalda a él. Nuestros cuerpos son solo uno. Su calor ahora es el mío.

Coloca mi cabello a un lado, dejando libre mi largo cuello que está siendo besado. Es ahora sus carnosos labios los que trazan el camino mientras que con sus delicadas manos retira la camisa descubriendo mis hombros y espalda, un solo botón es el que cubre mi intimidad, la misma que desea ser acariciada.

Le pido que me diga su nombre a lo que el me responde que no es necesario que lo sepa. Quiero decirle el mío, pero él calla mi boca con otro beso robado.

—Ahora cierra los ojos —me dice. Yo obedezco.

Escucho pasos, tengo frio, su cuerpo no está. Se escucha abrir un cajón y como toma algo de el. Siento de nuevo su calor, se ha posicionado delante de mí.

—Vas a dibujarte —me dice, cubriendo mis ojos con lo que creo es un pañuelo.

—¿Cómo vas a lograr que me dibuje? —Tocando el pañuelo.

—Mi cuerpo acariciará cada línea del tuyo —susurrándome al oído—, tu mano y tus sentidos, harán el resto —Dándome un pincel. Sus palabras han erizado mi piel.

—Esta bien —Asintiendo con todo mi cuerpo. Este juego de seducción suyo creo que es a otro nivel. Imagino sus dedos como recorren mi cuerpo y no puedo contener un suspiro.

—El lienzo en blanco ya está listo para que tú lo seduzcas con las líneas de tu cuerpo —Cogiendo mi mano he indicándome el punto de partida en el.

Los nervios se hacen presentes y él los calma aproximándose, su calor me reconforta.

—¿Lista? —Colocando sus dedos en la zona del cuello que está descubierta.

Asiento con mi cabeza y el desconocido desliza lentamente sus dedos por mi cuello hasta mi hombro, mi mano temblorosa sigue la curva que sus dedos me están indicando.

—Puedes hacerlo, yo soy tus ojos, confía en ti —La firmeza de sus palabras me transmiten la seguridad que necesito para creer en lo que estoy haciendo, en creer en lo que estoy sintiendo.

Me coloca la mano en otra zona del lienzo. Retira mi cabello, dejando al descubierto el otro lado de mi cuello, al que besa con suavidad. Mi mano recorre en el lienzo las líneas trazadas por su mano, mientras su boca, juguetona, la sigue.

Se detiene, coge el pincel, segundos después me lo regresa y coloca mi mano en el lienzo. Percibo su respiración en mi nuca, la que roza con su nariz, este es el punto de partida. Se aferra a mis caderas y con pequeños besos desciende por mi columna, deteniéndose en la zona que cubre la tela.

—Tu piel es hermosa —me dice, colocándose a mi lado.

Su mano derecha recorre invertidamente los trazos anteriormente recorridos por sus besos, mientras con la otra me detiene para coger de nuevo el pincel, el que me regresa poco después.

Con sus dedos juguetea con mi omoplato, ahí está el inicio. Esta vez no necesito que mi mano sea colocada en el lienzo, el desconocido ha trazado con habilidad los cuatro puntos que el pincel debe dibujar en el lienzo, recorriendo ambos cada línea de mi espalda.

—Estamos casi terminando. Ahora toca darle vida a la prenda que cubre esta parte de tu cuerpo que tenemos por descubrir —Rozando el inicio de mis caderas y posteriormente deslizando sus manos por mis brazos hasta llegar a ambas manos. Mi mano izquierda se entrelaza con la suya y ambas las coloco aferrándolas a mi vientre, la otra sigue los trazos que sus dedos me marcan, el pincel tiene vida propia. Arqueo mi cuello y le pido que lo bese a lo que el responde con pasión.

—Preciosa —Separándose—. Tienes que verte —Quitándome el pañuelo y dejándolo caer.

La luz asoma por estas ventanitas que por un corto periodo de tiempo han permanecido en la oscuridad. Estas ventanitas que no han sido necesarias para ver las líneas trazadas por nuestros cuerpos en este juego de seducción que me ha mostrado el desconocido, ya que los otros sentidos han realizado su trabajo como si de mis ojos se trataran.

En ocasiones son innecesarias las palabras, estas pueden ser reemplazas por una caricia, por una mirada, por una sonrisa. Recolocarse, posicionarse, enfrentarse a las dificultades que nosotros mismos nos creamos dan paso a la libertad que nuestra alma necesita.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Readaptarse, recolocarse, reubicarse. Creo recordar.

Aquel maldito lunes, lloviendo como si no hubiese mañana. La tostada se cayó al suelo, boca abajo, me tuve qué duchar con agua fría, vamos todo eran señales. Qué no vi.

Nada más llegar a la oficina mi jefe me llamó al despacho.

Despedido. No daré detalles, solo qué nombró baja producción.

En fin.

Intenté readaptarme a mí nueva vida.

Mi mujer no tenía mi visión de readaptación.

Me echó de casa.

Intenté recolocarme en la empresa, no hubo manera.

Terminé rehubicandome en la casa de mi santa madre.

Haber lo qué me dura.

LETICIA R MENA

Tres «res» para enredar el hilo.

Recolocarse

He sacado toda la ropa del armario. Esta vez estoy decidida a tirar todo lo que llevo años sin ponerme. Ya está bien del para cuando tal o cual ocasión.

Los cadáveres vacíos de cuerpo yacen sobre la cama, que parece un puesto de mercadillo, de esos en los que hay que revolver y meter la mano hasta el fondo para conseguir le mejor ganga.

Poco a poco voy recolocando todo de nuevo en el armario.

Después de la “purga” de ropa, acabo descartando un par de vaqueros donde ya no entrar mis caderas, media docena de camisas que sé que guardaré en el trastero para un por si acaso, junto con el vestido blanco hippie que compré pensando si algún día se me cruzaba algún cable en la azotea y me daba por fugarme con algún maromo buenorro y casarme a lo loco.

No habrá boda, ni ramo. Que le den al buenorro.

Reposicionarse

Meto la mano hasta el fondo. Pues no, desde luego aquí no está.

Pues yo juraría que metí la brújula aquí dentro. Aunque con la de bolsillos que tiene la mochila vete tú a saber en cuál.

Pues sin brújula a ver como llego, si yo para orientarme soy malísima.

En que momento me pareció una buena idea esto de hacer el camino para reencontrarme a mí misma. Si yo ya estaba bien encontrada en mi casa.

Si es que una empieza haciendo limpieza de armario y acaba de peregrina por estos mundos.

Extiendo el brazo, puño cerrado, dedo rígido. No, no, eso era para ver hacia donde va el viento. Creo que había que chuparse el dedo antes. Al menos eso es lo que hacíamos de chicos. Vete tú a saber de donde sacamos eso.

En fin, el sol se mete por allí no. Pues debe de ser el oeste. Vamos por allí.

Readaptarse

Pues ni tan mal viviendo perdida en la montaña. Los lobos han decidido no comerme. No les parezco apetitosa.

Lo peor es cazar para comer, que a una no le ha dado clases de supervivencia Tarzan. Tampoco es que esto tenga pinta de selva.

Llevo chocolatinas en la mochila, que sé que me comeré de una sentada, por impulso, por qué yo soy así.

Después tendré que matar para sobrevivir. A lo salvaje.

Eso si no muero de frío primero, porque el saco de dormir lo perdí el primer día. Qué desastre.

Me acurruco en un montón de hojas secas, ni tan mal. Menos mal que estamos en otoño.

Enseguida me entra modorra, es lo que tiene haberse puesto morada de chocolate.

Despierto sobresaltada cuando siento un animal mordiendome el brazo.

Ah, pues no, no es ningún bichejo salvaje. Parece más bien una especie de guardabosques.

Que llevan varias horas buscándome, me dice. Horas, si yo ya me había hecho a la idea de vivir a lo salvaje.

Resultado, fin de la aventura.

El tipo me acompaña de vuelta a la civilización, que estaba a medio kilómetro de mi improvisado dormitorio entre hojas.

Pero me da tiempo a darle un repaso por el camino de vuelta.

No, definitivamente el tipo no está nada mal.

Al final tendré que rescatar ese vestido blanco del trastero.

ANA MARIA BA

Despertarse

Quería despertarme, pero no podía. Algo o alguien me tenía.

Y, entonces, yo me sofocaba entre pensamientos negros que

estaban pereciendo continuamente en mi mente. Oía como

mi corazón latía estovado. Tan rápido y tan fuerte que me

había tapado los oídos. Y esa habitación tan fría parece que

quería encorvarse sobre mi cuerpo inerte, probando

absorberse. Paredes añejos me rodeaban, traspasadas por

sombras meticulosas de serpientes que huían más feroces

que los demonios asustados por la fuerza y la pureza

divina. Duro era levantarme. Y aún así tenía que pasar por

la red densa de niebla… Una puerta. Inmóvile. Y un cerrojo

grande de oxidado hierro. Y una llave en una antigua y

transparente ánfora entre escorpiones irritados y venenos.

Y, ¡¿coge tú la llave?! Pero, espérense un momento…

Ahora, soy alma. No pueden dañarme. Y cojo la llave. La

puerta se abre chirriando. De tanto tiempo, puede ser. Me

escuro y delante de mi un pasillo translúcido y una luz

secadora. Desde nada mil de otras puertas sin cerrojos.

Cerradas. Negras. Y un silencio ensordecedor. Aparece un

alado caballo blanco. Me monto. Una puerta se abre. Era

oscuro. Una luna de sangre colosal sobre el cielo de un

oscuro azul. Sobre las calles atormentadas, desinhibidos

jugaban los niños; en prendas rotas y sucias. Un tren se

acerca… sin rieles. Suspendido en el aire. Sucio y oxidado.

Y decenas de miles de seres putrefactos. Y decenas de miles

de ojos asombrados y enloquecidos. Perdidos eran. El tren

para. Sobre una escalera metálica, un viejo anda.

– Ahora es tu turno.

Y un libro me extiende con sus manos ásperas.

– Serás inmortal entre los mortales. Una guerra dura, tú

darás. Y sobre las montañas, tú te elevaras. El libro,

protegerás.

– Tu destino ha cambiado. Luchabas contra lo material.

Desde ahora, lucharás contra lo espiritual.

Como en un movimiento lento de péndulo; así empecé

a escurrirse entre universos. El tiempo era ilusorio. Pero,

no entendía lo qué era… Realmente ni me importaba. Una

paz me había sucumbido. Reía. Me adapté.

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12 comentarios en «Recolocarse, readaptarse – miniconcurso de relatos»

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