Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «pecado». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 31 de agosto!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
Quisiera recorrer tu mundo,
dibujándolo en un lienzo
y en el aljibe del deseo
bañarme a corazón abierto.
Confesarte los pecados
con los que sueño despierto
y que me arrastre tu oleaje
hasta el mismísimo cielo.
Quiero probar la manzana
aunque me echen del paraíso
y conocer el laberinto
de tu jardín prohibido.
Perderme y no salir
de la niebla de tu aliento
y que el sudor de tu piel
me cale hasta los huesos.
Eres luz en la distancia.
Eres flor en el cerezo.
El oasis en mi desierto
y un ángel para mí infierno.
Eres pecado y deseo.
De mi sueño, eres su anhelo.
La sonrisa que me alegra
y la esperanza en mi destierro.
Avaricia.
Yo que todo lo quiero para mí, dicen que soy avaricioso y por ende un pecado, más yo no me considero un pecado aunque sea un pecador.
Soberbia.
Yo que me siento superior a los demás, inclusive os doy un trato despreciativo, ya que considero que es lo que merecéis, más yo me considero un pecado aunque sea un pecador.
Ira.
Yo siempre estoy enfadado y soy violento. Incluso puedo dar un aire apocalíptico a la naturaleza, más yo no me considero un pecado aunque sea un pecador.
Lujuria.
Yo que mi motor es la pasión y cada vez que te miro se acelera mi corazón. Soy la abundancia de estímulos que excitan mis sentidos, más yo no me considero un pecado aunque sea un pecador.
Gula.
Yo que tengo un apetito desmedido por comer y beber. Me lo comería absolutamente todo, más no me considero un pecado aunque sea un pecador.
Envidia.
Yo no quiero lo que tú tienes, yo lo que quiero es que tú no lo tengas.
Dicen que soy una persona envidiosa, más no me considero un pecado aunque sea un pecador.
Pereza.
No me apetece. Me da flojera sólo pensar en hacer algo, más no me considero un pecado aunque sea un pecador.
Pecado.
Soy un pensamiento, palabra o acción que, en una determinada religión, se considera que va contra la voluntad de Dios o los preceptos de esta religión.
Pecador.
Estoy sujeto al pecado o puedo cometerlo.
Yo, pecador, jamás pediré perdón…
Cada uno de los pecados capitales no se consideraban un pecado, ya que no estaban ligados ni sujetos a ninguna religión, pero sí que se consideraban pecadores, ya que cometían dicha acción, pero no querían pedir perdón porque los cometían con toda la intención.
Marcelo había pasado una parte de su vida fantaseando. Miraba para la luna y las estrellas y dejaba allí los ojos después de horas de contemplación. Quería subir cerca de las nubes o por encima de ellas, porque estaba seguro de que allí se fraguaban vidas y destinos de los hombres. Se le ocurrió jugar al euromillón y tuvo suerte. Consiguió un buen pellizco, 17 millones. Echó cálculos. Podía comprarse un cohete o apuntarse a la lista de los millonarios que pasaban dos horas con los prismáticos mirando para abajo. Semejante detalle le desilusionó. Él quería mirar para arriba y subir lo más que pudiera. Consultó en las redes a ver quién ofrecía fabricar la cápsula que le acercara lo más posible al sol o a lo que hubiera más allá de las nubes, y Marcos, otro visionario, le prestó el taller. Pasaron un año entre ensayos, algún éxito y múltiples fracasos, pero lograron finalmente fabricar el sputnik 2.
Prendió Marcelo el motor y ascendió como un cohete. Descorrió una cortina de metal y lo que vio le dejó pasmado. Había entre nubes de distinto color largas filas de individuos, unos riendo, otros jugueteando y un tercer grupo con las caras adustas y descoloridas. Se acercó lo más al guardián de una de las filas y preguntó. «Estos que ves aquí van al purgatorio por tacaños. Han dejado una fortuna en la tierra y fueron incapaces de compartir con gentes necesitadas.»
Cambió de dirección y se acercó una puerta tachonada de estrellas. Un guardia con alas le salió al paso. «Quiero atravesar la puerta.» «Aguarde que consulte.»
El mandamás era Mateo. Fue San Pedro el que aconsejó a Dios. Decía la tablet: Mateo, evangelista, recaudador de impuestos.
—Aquí solamente se entra con recomendación. A ver tus credenciales. Por lo que leo, te has gastado una fortuna para ver lo que sucede aquí arriba. Anda, baja que nadie te ha llamado. Y reparte el euromillón si no quieres engordar aquella fila de gentes tristes y pecadoras.
La fila era inmensa. Allí estaban algunos banqueros, deportistas, actores, políticos y comunicadores.
—¿Qué pecados cometieron?
—Los más gordos. Mentir a la hacienda pública, robar y engañar.
—¿No hay ninguna actriz de esas que se desnudan?
—Esos son pecadillos. Marilyn Monroe pasó ayer tan ricamente la prueba.
Marcelo puso rumbo a Gallegos de Solmirón, de donde era natural. Repartió su fortuna con los vecinos y días antes de volar en otro sputnik, se confesó con don Antonio el cura.
—Estás loco, acabas de cometer un grandísimo pecado. ¿Cómo repartes tu dinero sin saber con quién, no piensas que pueden utilizarlo mal?
Cuando llegó a la fila que conducía a la puerta de estrellas, San Mateo sentado en un sitial le hizo pasar. Menuda suerte: Eufemia, el amor de su vida, le estaba esperando.
El árbol estaba lleno de manzanas a punto de coger. Su atractivo despertaba en aquel que las miraba el deseo de comerlas. La maldad en forma de profesor caminaba por los pasillos de las aulas en donde los niños apredian y crecían .
El encanto del pequeño sobresale ante los ojos del vicioso.
La inocencia, que puede hacer con el que está corrompido…
En un momento dado el pecador se tira sobre el pequeño en su inmoralidad. La mano del bien con cinturón en mano se hecho sobre el malvado.y dio con la correa dos vueltas al cuello.
LA CENA DE LOS SIETE PECADOS.
—Señora. Bird. La llamada que estaba esperando, le pasó.
—Digame.
—Señora Bird. Soy Desmond, del Oceanic. Me es grato comunicarle que al fin podemos satisfacer su deseo.
—Perfecto, Desmond. Sabía que podía contar con usted.
—Sabe que es un placer para mí servirle, Señora. Si me hace el favor indicarme qué día de esta semana podemos hacerlo, pondré todo en marcha, Señora Bird.
—Uuumm… ¿Puede ser mañana por la noche, a las 20:00? Sería magnífico.
—Ningún problema, señora. Lo preparo todo. Hasta mañana.
**********
Al día siguiente, a la hora señalada cuatro miembros del Oceanic se presentaban en casa de la señora Bird, rica viuda del magnate de los negocios, el señor Arcival Bird, sin escrúpulos y de gustos tan refinados como extravagantes y exclusivos. Su último capricho había sido un acto de soberbia. Degustar un ejemplar marino de un rarísimo ejemplar en vías de extinción y por supuesto una especie protegida, hecho que no la detuvo en absoluto. El sabor y textura de aquel espécimen era reconocido como uno de los mayores placeres, (algunos incluso se atrevían a llamarlos orgasmos culinarios), que un mortal podía permitirse, bueno, no todo el mundo podía permitirselo, pero la señora Bird, desde luego sí que podía. A mayores y para más regocijo, había decidido invitar a dos de las mujeres de sus más acérrimos enemigos de su difunto marido, la señora Hinggins y la señora White para que se murieran de envidia. Sabía positivamente que a sus dos egos jamás les permitirá rechazar semejante invitación.
A la hora señalada, la señora Bird hizo pasar a sus dos invitadas al salón. Tras unos pequeños aperitivos, llegó el gran momento.
—Y ahora, queridas, el momento que estaban esperando. Desmond, por favor, puede proceder cuando le plazca.
Desmond obedeció y tras dar dos palmadas cortas y sonoras hizo entrar a sus tres acompañantes, portante un plato cada uno tapados con una campana de acero inoxidable que ocultaba su deseado contenido.
Una vez colocados delante de cada una de los tres comensales y tras un gesto del Chef, destaparon el plato. La señora Hinggins y la señor White se inclinaron sobre el plato para verlo mejor. Al fin y al cabo no dejaban de ser unas afortunadas privilegiadas por poder degustar aquel ser marino. Además, se podía añadir la tranquilidad de saberse inocentes de cometer un delito, si a caso solamente cómplices.
Con los primeros bocados afloraron los instintos y sensaciones más básicas. La señora Bird, que aún no había probado bocado, no les quitaba ojo a sus invitadas para no perderse ni un ápice de sus reacciones, las cuales, como estaba previsto, no pudieron disimular por más que intentaron mantener la compostura. Como si se tratase efectivamente de un orgasmo, las dos empezaron a sentir un intenso calor en su interior. Producía en ellas una sensación de desinhibición como no recordaban y comenzaron a tocarse con lujuria mientras lo devoraban con gula desmedida.
—¡Querida! ¿Tú no comes?
—Si, por supuesto, señora White. Estaba disfrutando del momento. Yo ya he tenido la ocasión de disfrutarlo en otras ocasiones, pero para ustedes era la primera vez y no quería perderme el momento de ver sus reacciones.
Unos instantes después, la señora Bird probó su primer bocado. Uno diminuto y escrupulosamente seleccionado.
—¡Es realmente sublime, ¿Verdad Querida?!—exclamó la señora Hinggins.
—Me alegro de que lo disfruten…mientras puedan.
Los calores, que hasta hacía unos instantes recorrían el cuerpo de las dos invitadas, pareció evaporarse ante esas últimas palabras de la anfitriona.
—¿Qué quieres decir, querida?—preguntó angustiada la señora White.
La viuda del señor Bird las miró con desprecio y cuando con la seguridad de que los gestos desencajados de sus caras le confirmaba su éxito, tomó la palabra.
—¿A caso sabéis cómo se llama el pez que habeis comido, mis ignorantes amigas?— al tiempo que les dedicaba una diabólica sonrisa.
Una angustia seguida de una incredulidad de iguales proporciones se apoderó de ellas ante la atenta mirada de la señora Bird.
—Pues lo que habéis tomado, queridísimas amigas es un pariente cercano del pez roca o también denominado pez piedra, una especie del género de los Synanceia horrida. Muy venenoso, más incluso que el archiconocido pez globo. Calculo que en unos dos minutos comenzará a faltaros el aire, seguidos de unos espasmos para posteriormente colapsar y morir.
Las dos se miraron y llenas de ira intentaron atacar simultáneamente a la anfitriona, hecho que fue impedido por Desmond y sus ayudantes. Tras forcejear unos breves instantes, sus fuerzas fueron debilitándose y unos segundos después yacían muertas en sus respectivas sillas.
—Bien… Desmond. Creo que la cena ha terminado. Gracias de nuevo por sus servicios. La verdad es que no contaba con que tuvieran que intervenir.
—No se preocupe señora, sabe que está incluido en nuestra tarifa.
—Lo se, lo sé querido amigo pero la verdad es que no contaba con su reacción. Sinceramente creí que lo encajarían mejor, y no que su avaricia desmedida les hiciese reaccionar así. En fin… ¿Puede recoger todo esto?
—Por supuesto señora.
—Cuando termine dígale a Alfred que le satisfaga el pago, ¿De acuerdo?
—Si señora.
—¿Es que sabe lo que sucede, Desmond?— mientras se le acercaba hasta casi susurrarle al oído.
—Lo qué, si se puede saber, señora.
—Que siempre me ha dado una pereza terrible todo el tema del dinero, lo veo frío y mundano y nada «chic». De eso se encargaba mi difunto marido. Además todo esto me produce un estrés terrible y eso es malísimo para el cutis. Me salen arrugas sólo de pensarlo— mientras girando en redondo, se alejó escaleras arriba rumbo a su gran y desangelada habitación sin importarle lo más mínimo la opinión del chef del Oceanic
Colibríes entre columnas de alabastro
Estimado señor del otro lado de mi remordimiento, viene todas las noches, oliendo a violetas silvestres.
Aparece en un fugaz momento celestial de equilibrio absoluto en el que el mundo entero pierde el sentido de la orientación: el ocaso lucha por mantener un rayo de sol en el cielo y del otro lado el lucero comienza a ascender. Los ventanales resplandecen en largas filigranas y la iridiscencia que refleja la puerta que se abre añade un tono plateado puro como el reloj que lleva en el bolsillo derecho del chaleco.
Nunca sabré si ese es el lugar adecuado para un reloj, pero el pequeño mecanismo no le sienta bien a sus ojos verdes que brillan con impaciencia, aunque siempre espera cortésmente su turno y habla como si tuviera a su disposición un día infinito.
A cada paso que da hacia nuestro espacio, contempla el reloj, y llega un instante en que la imagen se rompe en muchos pedazos, como un caleidoscopio en el que solo noto su ausencia y mi aguda falta de tiempo. Ya no vislumbro la camisa impecable, ni el pañuelo de seda que cuidadosamente dobla debajo de la chaqueta, los zapatos de gamuza y ciertamente tan suaves como los dedos con los que sostiene ese óvalo de plata perfecto.
De hecho, confieso sinceramente que todo lo que escucho en el centro de la espiral de colores es el tintineo de la cadena que lo conecta con el bolsillo del chaleco; el tictac latente de los segundos; pierdo mis capacidades sensoriales para quedarme con la sensibilidad de la apreciación.
Si el señor Xavier no estuviera presente para intervenir con sus amables monólogos espontáneos, probablemente me desmayaría cada atardecer, de lunes a viernes a la misma hora. Le debo, pues, estos rescates de una paradoja frustrante, en la que el placer de volverle a ver se funde con el miedo de perderle antes de tiempo.
Sé que el tiempo es otra medida destinada al fracaso, por eso me fascina el hecho de que sea capaz de agarrarlo en la palma de su mano y modificarlo de tal manera que se convierta en espacio, tal como sé exactamente donde estamos a pesar de que supera el tamaño de mi proyección.
Doce columnas de alabastro se encuentran a su alrededor. Entre ellas alineó un montón de pensamientos, como bandadas de colibríes; se acercan al aura de los capiteles el tiempo suficiente para percibir la turgencia de las violetas, lo suficientemente intensas como para diseñar una brisa en el aire. Instantáneamente absorbo muchos otros recuerdos, de los cuales viviré la próxima ausencia.
A menudo me pregunto qué hace los sábados y domingos. Tal vez mantiene un país, construye un enorme castillo en el muslo de la montaña que sustenta a toda nuestra ciudad, asiste a conciertos corales marítimos o tal vez le gusta la espeleología artística. Orquesta el caos o es un escritor de religiones, puede ocuparse de la cirugía atómica.
Formulo tantos escenarios que me quedo vacía de ideas y los colibríes vuelan hacia la cúpula de la sala, chocan contra los vitrales y se convierten en polvo de ensueño. Mi mente se evapora en esa catarsis, me llena de perspectiva como un pequeño globo rojo que voló no hace mucho por nuestras ventanas. Una niñera corría detrás de él y en sus ojos se podía leer el placer de ese sprint espontáneo, una alegría ad hoc que en otros términos le hubiera estado vedada.
Así me siento el sábado, suspirando por el domingo, con absoluta impaciencia por el lunes, por el próximo atardecer.
Le preguntaría al Sr. Xavier sobre otros detalles, pero para él usted es un cliente, muy apreciado porque expone elogios generalizados sobre usted frente a otros clientes. No los soporto. La mayoría de ellos vienen a consumirme, sin considerar mi alma. Me usan para sentirse mejor, más fuerte o en control de variadas situaciones; para mantenerme en forma, dicen muchos, pero ninguno se molesta en leer entre líneas, en sintetizar, en descubrir mi verdadero ser. No me hacen parte de ellos sabiendo que siempre estaremos conectados desde el momento en que entramos en contacto.
Sé, querido señor, que no es parte de mi mundo y que nunca me metería en el bolsillo del abrigo de lana gris que usa en invierno, o en la bolsa de cuero que descansa descuidadamente sobre su hombro derecho. Sé que no le gustan los paraguas porque tapan el cielo, que usa candelabros con velas porque parecen teatros de sombras, sé que asiste a los fuegos artificiales aunque siente algo de culpa porque son otra expresión de la vanidad humana al intentar elevarse por encima de su condición.
Deseo tanto llamar su atención como si estuviera cometiendo un mal acto; una verdadera injusticia. ¡Esta sociedad de reglas, en la que cada caja sofoca el vuelo de otro colibrí!
Si entrara siquiera una vez en el pasillo etiquetado como aventura, si señalara con su mano el quinto estante e incluso tocara mi lomo de piel pálida, creo que dudaría del placer, pero no soy más que un simple libro de cuentos y ninguno a su gusto.
De quién es el pecado, me pregunto entonces, ¿del señor Xavier, que me vende a los demás, mío por haber llegado hasta aquí, de mi creador o de la colonia de violetas silvestres que usa?
Finalmente, cuando cae la noche y el señor Xavier apaga las luces y cierra la puerta con la llave, cuando por fin se yergue el silencio sobre las columnas de la biblioteca, respiro hondo y con resignación, pero en vez de llorar, me siento liviana.
Al fin y al cabo, mi ignorar es lo que mantiene este pecado platónico que puede convertirse en cualquier cosa, especialmente en esperanza.
Si el amarte es mi condena
entregándome a tus besos
y a tus caricias ajenas
he pecado, lo confieso.
Si mi alma aclama tu amor
el deseo más profundo
conquistar tu corazón,
es mi sueño más fecundo.
Sueño de medianoche
donde el ansia me carcome
y el fervor de mis deseos,
bajo la luna se esconde.
Mi destino tan funesto
condenado al lúgubre infierno
eres mi ángel, mi demonio,
la adicción que estoy sintiendo.
Trémula entre tus brazos
esperando mis designios
siento el placer y el encanto,
como diosa del olimpo.
Para el mundo, es felonía
un deseo a condenar
¡ no me importa lo que digan,
Bendito pecado, amar!
LA SILLA DE RUEDAS
CAPÍTULO 2
A la salida de la morgue, John le ofreció su pañuelo a McEnroe.
—Límpiate la comisara de los labios, aún tienes restos de la pota. Eres un blandengue.
—Claro, habló el pastor retirado. Tú lo solucionas todo con tus rezos.
—Recoge a Georgia en la comisaría e iros a ver al chico. Por cierto, ¿sabes pronunciar su nombre de forma correcta?
—Hostia, John. A tu edad aún andamos así. Creo que se dice Agus, diría que proviene del latín Augustinus, ¿no? ¿Para qué necesito a Georgia?
—El forense data la muerte de Gustav sobre las doce de la mañana. Los pescadores interrogados en el lago manifiestan que los vieron juntos sobre diez, haciendo derrapes en el destartalado circuito de entrenamiento. Es de cajón que hay que hablar con él.
—Hasta ahí llego.
—Pero se te olvida que es menor y que se requiere de la presencia de un psicólogo. Esa es la función de Georgia, hablará con él, pero sin hacerlo. Dependiendo del informe lo interrogaremos en la comisaría o no. Mantenme informado.
—¿No tienes pensado acompañarnos?
—Quiero repasar la escena del crimen. Os llamo cuando termine.
*****
Gustav siempre anduvo con la idea en su cabeza de participar algún día en los juegos paralímpicos… Después de ayudar a su padre en la full track, o la «cojoneta» como él la llamaba. Tom, su padre, le solía contar historias sobre las proezas que realizaban año tras año, un grupo de discapacitados en silla de ruedas con lesiones en la médula espinal.
Dese 1948, año en el que el Hospital de Stoke Mandeville, Inglaterra, puso en marcha el primer evento deportivo para discapacitados, se enfrentaban en la competición a otros hospitales que también trataban las lesiones físicas e irreversibles de sus pacientes. El movimiento aumentó el número de deportistas en cada edición hasta que en 1960 lograron participar de manera oficial como atletas parapléjicos de las olimpiadas que se celebraron ese mismo año en Roma.
Motivado por el afán de superación, Gustav adquirió una destreza impecable en sus movimientos practicando desde pequeño. Caminaba marchas atrás, apoyado sobre las palmas de sus manos, con el culo levantado y arrastrando los pies por el suelo de la casa. El que Gustav tuviera independencia dentro de sus limitaciones era lo más importante para su padre de cara a un futuro en el que, algún día, no estaría por desgracia. Tom nunca se apiadó de él, por el hecho de ser diferente, al revés, fue duro y estricto en su aprendizaje desde pequeño. Si quería algo, debía de luchar.
Parte de su educación consistió en transmitirle la necesidad del esfuerzo diario y la grandeza de la independencia. Si quería comer, debía que poner la mesa, aunque no pudiera utilizar sus piernas. Para facilitarle dicha labor, su padre le fijó al borde la encimera una barra con la que pudiera agarrarse y levantarse hasta conseguir alcanzar los platos. En el aseo personal, era el único momento del día en el que Gustav recibía y toleraba la ayuda de Tom. Así lo quiso el mismo dese que tuvo capacidad para darse cuenta de su gran inconveniente en la vida.
Todo cambió cuando su padre, tras años de esfuerzo ahorrando, le regaló una silla de ruedas con la que Gustav solía imaginarse todas las noches, antes de acostarse, lanzando la jabalina o jugando al baloncesto. Los dos tipos de disciplina le llamaban la atención. Pero la tos seca producida por la inflamación de sus bronquios, debido al asma que padecía, lo devolvía a la realidad noche tras noche, siendo consciente de las enormes barreras que la vida le puso por delante. «Para conseguirlo, es fundamental que tenga una buena forma física y curarme la enfermedad que adolece mi pecho» —se animaba a él mismo mientras se arropaba en la cama.
La Harley, como solía llamarla Gustav, contaba con la última tecnología en lo que, a neumáticos con radios y cámara de aire, se refiere, y la posibilidad de instalar un motor eléctrico. A modo de extra casero, su padre le zurció al asiento, un cinturón de seguridad y le enseño a realizarle un mantenimiento preventivo, a reparar las ruedas en caso de pinchazo y a mantenerla reluciente.
Para conseguir fortalecer su cuerpo y participar algún día en las olimpiadas, Agus y su amigo Gustav construyeron un circuito de entrenamiento a orillas del lago. Badenes de tierra, cuerdas colgadas en los árboles con la intención de fortalecer sus músculos, zonas de barro y hasta dos tablones estrechos sobre un foso inmenso para ejercitar el equilibrio con la silla de ruedas, formaban parte de aquella tosca pista de entrenamiento. La usaban a diario menos los domingos, el día en que el padre de Agus, le contaba historias de aquellos intrépidos paralíticos.
******
Lago Maurepas, Luisiana.
John estacionó el coche patrulla en el acceso a la cala del lago. Bajó, estiró los brazos y crujió las vértebras. Los restos de metralla alojados en su espalda por el estallido de una granada en Vietnam le pasaban factura de tanto en tanto. Caminó hasta la orilla muy despacio, siendo consciente del entorno. Se agachó de cuclillas y accionó la grabadora.
—El forense tiene razón. Dos sitios de muerte, una escena del crimen. Si es Gustav el autor del crimen, ¿Qué pudo pasar entre los dos amigos para que uno decidiera asesinar al otro de una forma tan brutal?
John se puso en pie, y caminó hacia los árboles que rodeaban la cala.
—Trato de verlo… Los chicos discuten. Quizás un pequeño altercado los enoja y se separan. Agus ataja por la vereda que discurre a orillas del lago en dirección a su casa. Gustav lo persigue en silencio. Debido a la disputa o al estado del terreno, la rueda izquierda de la silla se pincha y Agus decide repararla.
»Comienzo a recrear los pasos de Gustav. Sigiloso me acerco hasta él a través de la maleza. Camino camuflado hasta el lugar de la muerte. Curiosamente, el sitio está lleno de ramas. Menudo hijo de puta. Este cabrón es puro instinto asesino. La espontaneidad que ha mostrado al usar una de las ramas me lleva a pensar que puede ser su primera víctima.
»Agus se encuentra sentado y a punto de desmontar la rueda. Salto sobre su espalda y lo apuñalo en el oído. La muerte es instantánea. Me remito a las pruebas dos, tres, y cuatro (las herramientas, la mancha de sangre proveniente del oído y el arma del crimen).
John levantó la cabeza y observó las hiervas pisadas a través de la maleza en dirección al agua. Caminó sobre el rastro hasta la orilla
—Primero trasladó la silla, después el cuerpo del pobre tullido. ¿Por qué se ensaña con él en este punto? ¿Quizás seguía con vida? ¿Lo odiaba? ¿Tan solo es un depredador?
»La huella del cuerpo de Agus se distingue perfectamente en el barro. Pisadas, muchas pisadas a su alrededor. Me llama la atención dos de ellas, se encuentran a los lados, justo a la altura de la cintura, y dos hendiduras que coincidirían bajo las axilas. Está claro. Se arrodilló en el suelo dejando al pobre chico entre sus piernas. Desde esa posición le machacó la cabeza hasta destrozarla.
»Lo sentó de nuevo en la silla y trató de hundirlo, arrastrándola hasta el fondo del lago. El lodo debió de impedírselo, de ahí la imagen dantesca cuando encontremos el cadáver. La silla se encontraba medio hundida en el lago, con el cuerpo de Agus sobre ella. Fue terrorífico, me estremezco de solo pensarlo, Un pecado que yo nunca estaría dispuesto a perdonar.
John pronunció uno de sus pasajes bíblicos de camino al coche.
«Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda».
Apocalipsis; 21-8
—Espero contactar con McEnroe y Georgia a través de la emisora antes de que lleguen a la casa del diablo. ¿McEroe? Contesta, soy John. No te hagas de rogar, es importante. No entréis en la casa, volved a la comisaría. ¡¿McEnroe?! …
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
EL ENCARGO
De repente recordó algo muy importante. Apuró de un trago el resto de su copa y sin pensarlo, abandonó el local de forma precipitada, tras rebuscar apresuradamente su gabardina entre el amasijo de prendas que se encontraban apiladas en el ropero. La agarró casi sin mirar y con un movimiento preciso se ajustó su sombrero de fieltro, cerrando la puerta tras de sí.
Fuera hacía bastante frío y la calle estaba mojada. Una espesa neblina lo envolvía todo a esas horas, bien avanzada la madrugada. A pesar de la urgencia, no pudo evitar detenerse un instante bajo una farola para encender un cigarrillo, tratando de aplacar sus nervios. El foco de luz se proyectaba sobre la acera, perfilando su figura. Su vestimenta y la dureza de sus rasgos, le confería el aspecto de un protagonista de novela negra. El único ser vivo en aquella cinematográfica escena, llena de luces y sombras, totalmente ausente de color.
Durante unos segundos miró inquieto a su alrededor para asegurarse de que nadie le seguía. Tampoco parecía haber nadie observándole. Entonces, pisó el cigarrillo y echó a correr. El hipnótico sonido producido por las suelas de sus zapatos repiqueteaba sobre los adoquines al ritmo de un bailarín de claquet. En su carrera, no dejaba de recordar la importante cita de aquella noche, esperando recibir perdón por lo que estaba a punto de cometer. Los acontecimientos le habían llevado a un callejón sin salida. Pero no era su cita lo que no conseguía recordar ¿Cómo olvidarla? Era la hora la que se había evaporado de su recuerdo, mientras esperaba frente a aquella barra, absorto en sus pensamientos. Sí, era tarde, pero aún estaba a tiempo.
En pocos minutos alcanzó la entrada principal del hotel. Le costaba respirar. Habitación 502. Aquellos tres números se le habían quedado grabados a fuego. Por suerte, pudo cruzar la recepción sin tener que dar explicaciones. El único empleado del turno de noche se encontraba en la habitación contigua, fuera de la vista, posiblemente realizando alguna gestión o tomando un café para aguantar la larga jornada.
Cogió sigilosamente las escaleras, evitando el sonido del ascensor. No podía levantar sospechas. Los cinco pisos se le hicieron interminables. Una vez arriba, tras encaminar sus pasos hacia el enmudecido pasillo, pudo atisbar los enormes números que flanqueaban la habitación 502. Con el corazón martilleando dentro de su pecho, dio una serie de toques rítmicos sobre la puerta, conformando la señal que ambos habían convenido. Inmediatamente se abrió, y allí estaba ella, esperándolo, vestida tan solo con una sugerente ropa interior. Sonriente, sensual, apetecible. Estaba a punto de cometer el primero de los pecados de aquella noche. ¿Quién podría resistirse ante aquella mujer? Lentamente le rodeó con sus brazos obsequiándole con una cálida bienvenida en forma de beso. Húmedo, caliente y apasionado.
En un momento de tregua, se despojó de su sombrero e instintivamente metió las manos en ambos bolsillos de la gabardina. Durante un segundo se quedó pensativo e inmóvil. Inmediatamente, la sorpresa inicial dio paso a la incredulidad. De uno de los bolsillos lentamente sacó un sobre atestado de dólares junto a una fotografía. Era ella, sin duda. Pero no recordaba aquel retrato, ni haberlo guardado en su gabardina. Sin embargo, lo que halló en el otro bolsillo le dejó helado. Se trataba de una Smith & Wesson nueve milímetros con el cargador hasta arriba.
Fue entonces cuando comprendió que aquella no era su gabardina. Y fue en ese preciso momento cuando fue consciente del siguiente pecado que estaba a punto de cometer. Sin embargo, lo más inquietante fue darse cuenta del peligro que ahora se cernía sobre ellos. Por más que quisieran, ya no había vuelta atrás.
ABBY MARSIE ROGOM
Existe el pecado?
Lo pagamos de alguna forma?
Dónde?
31. LA ENREDADERA DEL POZO
Autora: Amparo Martínez Gómez.
Luye era hermafrodita. Le pusieron así por llamarle con un nombre quizá de sonido asexual, neutro. Era la tercera generación consecutiva que anidaba en aquella casa.
Allí se amontonaban su familia nuclear y la satelital, la cual formaban sus tíos y primos.
Vivía mucho en su habitación, desde donde se tragaba los días, ya fueran soleados o tormentosos. En los días de lluvia miraba el pozo, con su obstinada enredadera arrastrándose a través del patio.
El pozo cegado… La tía de su madre parió un monstruo, escuchó un día desde detrás de la puerta en una de esas conversaciones desinfectadas y en voz baja que se daban en el salón. Y que sin embargo no llegaban a ser inofensivas del todo, pues de alguna forma las palabras llegaban a él como una jauría acusadora.
Nació una bestia, y la enterraron en el pozo.
La culpa la tenía la misma que parió al engendro. Doña Juana. Doña Juana se hacía llamar así por toda la familia. Era ruda y desagradable. La obedecían y la odiaban. Mientras tejía, ella les veía el futuro. Dios la castigó por eso enviándole un ser deforme.
Luye observaba y pensaba.
Tampoco le gustaban las noches amarillas en las que la luna llena teñía la atmósfera del otro lado de la ventana. Porque entonces, cuando el pozo tiraba de sus ojos para que mirara, la enredadera estaba cargada de manos. Un enjambre de manos que caían como fruta madura sobre las viejas baldosas de barro y corrían, subiendo a la ventana y llamando, repiqueteando con sus largos dedos en el cristal. Las manos reían y Luye se tapaba de puro miedo. No quería que le pasara como al monstruo. Se preguntaba si era él un fenómeno también, pero como ya era grande pensaba que se había salvado del pozo… además el monstruo de su abuela se murió solo recién regalado a la vida. Decían que tenía pezuñas y sólo un ojo grande que miraba fijamente. Sentado en su sillón y pegado a la panorámica enmarcada que le ofrecía la ventana, Luye miraba.
Conocía todos los rincones del patio y los seres que la habitaban. Era un acontecimiento cuando algún día la brisa traía un plástico volador o un papel que aterrizaba en el suelo.
Su mente trabajaba mucho sobre todo lo que ocurría en aquel micromundo, como un dios sobre su trono; observaba a las hormigas como el gigante que era y trataba de entender su pequeño cerebro unineuronal y valoraba su eterna tarea monotemática, enfocada a llenar sus despensas subterráneas. A veces sentía que construirían un hormiguero gigantesco con enormes galerías bajo tierra que acabarían engulléndolo… cual Gulliver de las catacumbas. Luye pensaba que podría desaparecer y nadie se daría cuenta. Un día se fue, directo a las calles a vivir su vida. Y conoció a la gente normal que había fuera de la ventana. Pero la gente normal era monstruosamente rara.
Tiempo después volvió a soñar con las manos llamando a su ventana, pero ahora lloraban por los ojos de sus largos dedos. Pasó media vida fuera, intentando adaptar la gente a él, pero no pudo hacer eso ni lo contrario.
Un atardecer, extrañándose de ser un anciano, mirando por otra ventana, en otro lugar y en otro tiempo, se dio cuenta de que echaba de menos su pozo, sus hormigas y su enredadera con manos. Pero en realidad, era el monstruo quien lo llamaba. Entonces volvió a su habitación y se reconcilió con el monstruo del patio. Como si no se hubiera ido, se sentó en su viejo sillón recuperando sus dominios, y miró a través de la ventana la fotografía de su vida.
Fue como recuperar una parte de sí mismo, así que el día que comprendió, dispuso que lo enterraran en el pozo con aquel pariente cuya esencia seguía alimentando la tenaz enredadera. Pero las cosas habían cambiado y ya no se permitía que la gente pasara su eternidad donde quisiera.
Así pues y considerando que se le había metido en la cabeza fundirse con el niño bestia, decidió que su monstruo fuera enterrado con él. Y así se hizo, un bonito día de otoño en el que llovían pétalos.
20/7/2022.
IRENE ADLER
«Te doy alivio y descanso ahora, querido hombre. No vengas por nuestros caminos o a nuestros prados. Y por tu paz empeño mi propia alma. Amén».
La fórmula era sencilla, el acto impío.
Se arrodilló despacio, no por respeto sino por dificultad. Y adoptó una actitud recogida porque sabía, por experiencia, que éso era lo que los deudos esperaban de él. Cierta solemnidad decorosa que desmintiera lo pagano y lo silvestre de aquel acto. La suave y mansa actitud de cordero parecía dar lustre al sacrificio. Y él se había ido acostumbrando a no precipitarse, a concederles la farsa elegante de la salvación eterna con gestos concentrados y reverentes. Como si la noche fuera una iglesia y el brocal del pozo un altar sagrado. Su artritis entorpecía tanto la coreografía que le concedía al conjunto la ilusión de un velatorio. Mientras que a él lo azuzaba un hambre feroz a la altura de las tripas, obligándole a torcer el gesto por causa de la impaciencia, no del momento.
Veía el costado del muerto; los pies de sus familiares; el pan que descansaba entre sus brazos cruzados como una ofrenda floral y rumorosa. Olía el limpio sabor de la cerveza y cerraba los ojos, paladeando su acidez como de besos contra la lengua. Escuchaba los rezos de aquellos necios y cerraba fuerte los ojos, fingiendo humildad, devoción, tristeza. Sólo sentía ira y hambre. Mucha sed. Tanta hambre…
Cuando la luna destellaba contra la piedra del pozo, y creía advertir inquietud en los pies que lo rodeaban, entonces comía. Su interior aullaba; los deudos gemían; la luna miraba hacia otro lado, púber e impúdica. A menudo, la ansiedad lo hacía atragantarse. Daba un largo sorbo al cuenco de madera y un poco de la espuma de cebada se le iba por las comisuras de la boca, excitada.
Dirían después los presentes que vieron el pan volverse negro y agusanarse; la cerveza espumear en su cuenco como si el aliento del diablo la calentara, y al «comepecados» convulsionar y estremecerse hasta al borde del desmayo y de la náusea. El ritual, pues, había tenido éxito. El difunto podría entrar en el cielo, aún inconfeso, pues sus pecados eran ahora parte de otro.
Él jamás los contradecía. La fe de ellos le proporcionaba comida; en ocasiones algunas monedas; carne en salazón; algo de grano y fruta confitada. En una ocasión, una viuda agradecida le había regalado una gallina. Las pitanzas y los obsequios solían ser proporcionales a la cantidad de pecados engullidos. Cuánto más grande el pecador, mayor la recompensa. Y a él, que en su choza miserable solo tenía un fuego, muchas goteras, ningún abrigo, cualquier limosna le engrosaba la bolsa y la hacienda.
Nunca se preguntó quién devoraría sus pecados cuando muriese. No le interesaba demasiado llegar al cielo. Su única aspiración era tener algo que comer al día siguiente.
Además… ¿No quedaba éso muy alto allá arriba? ¿Cómo iba a poder subir tantos peldaños con aquel dolor y aquella artritis?
LOLI BELBEL
Eras virgen cuando yo te conocí
aquel día libre de pecado y de dios.
Rompias tu infancia como un melocotón pisado por unos pies de barro y azufre sin color.
No habia chimenea en tu casa sin puertas
-negras-
ni ventanas pintadas con el pincel que ha olvidado el gusto de lamer.
Aparecía una sombra gris violeta
interrumpida por un televisor apolillado como
la mariposa que perseguías en el
sótano del terror.
Absorbes gargantas y falsos desiertos
que chillan ardientes pidiendo tus manos de niña.
Y tú solo susurras en blanco
dejando ese silencio postergado
al terror asustado
a la caza expiatoria
de tus fantasmas de pecados nómadas como los viejos hebreos en su éxodo con los látigos divinos.
¿Por qué te preguntas el límite impenetrable de tus primeros años?
¿Por qué no acaricias el espejo que te sigue persiguiendo
bajo ese corazón de buzones llenos
de miradas a galope y
de reverberaciones
-ecos de verdes colinas que te aconsejan cerrar esos ojos ávidos de estandartes en hazañas y cruzadas al sol-
si ya conquistaste tu reino y
escribiste tu leyenda?
Y
necesitas mis pueriles ironías en ese baile de gala de tu verbo acicalado.
Y necesitas mis risas, mi atrevimiento, mis locuras a contraluz
-la lluvia fresca de mis sueños,
de tus sueños-
que me entregas sin querer todos los días.
Y necesitas también llenar el hueco de ese mar que un día dejaste estéril y huérfano llorando en un rincón asustado y sin destino.
OMAR R LA ROSA
Quizas la palabra «pecado» sea solo eso, una palabra para describir el peso de nuestra conciencia…los que la tienen.
Como muchas palabras, posiblemente depende más de quien la recibe que de quien la da.
Gajes
Una tiene su trabajo, como cualquier otra, y, como a cualquier otra a una también le pasan cosas “raras” inexplicables. Gajes del oficio que le dicen.
A mí me pasó hace uno días, uno de esos días en que no estás con todas las ganas, pero hay que trabajar igual y los clientes no tienen la culpa. Ellos pagan lo que cuesta y es justo que reciban por lo que pagan, para eso se es profesional ¿no?.
Pero ese día en verdad no tenía ganas de trabajar. En mi interior rezaba, (aunque digo que soy atea), para que no venga nadie. Me dolería volver a casa sin un peso, pero, si los clientes no vienen…no sería por mi culpa.
Pero los clientes si vienen, eso tiene este trabajo, la demanda parece inagotable. Siempre hay quien nos requiere.
Lo primero que me llamo la atención fue la forma en que el cliente se presentó, apenas un par de golpecitos en la puerta, como con vergüenza, y el tiempo que quedo en espera. ¡Porque se quedo esperando hasta que le dije que pasara! Eso solo ya me puso sobre alerta, el tipo era raro.
Su aspecto era decepcionante, nada especial, más bien un pobre tipo. No siempre es así, hay veces en que los clientes bien podrían ser la mercancía y en esos casos el trabajo hasta parece premio, pero con este iba a ser un verdadero trabajo.
En fin a lo mío, lo haría tan profesional como sabia, en poco tiempo estaría listo y ya.
Me le acerque con paso felino, para desvestirlo, pero el tipo no me dejo, se aparto antes de que lo tocara. Esto me puso más nerviosa. A punto estuve de dar la alarma, no lo hice no sé por qué.
Quizás sea porque llegue a ver sus ojos, bajo el sobrero que aun no se había quitado. No recuerdo haber visto tanta pena y cansancio como en esos ojos, y eso que he visto más ojos de los que hubiera deseado.
Ahí nos quedamos los dos, parados, uno frente al otro, yo desnuda, dispuesta al trabajo, el aun sin desvestirse.
Entonces extendió sus brazos hacia mí, en un intento de abrazarme. Instintivamente hice un paso atrás, pero luego me arrepentí y fui hacia él. Lo bueno del lugar donde trabajo es la seguridad, un simple grito y dos “ángeles de la guardia” aparecerían para defenderme si fuera necesario.
Pero no hizo falta.
– He pagado por toda la noche – me dijo avergonzado al tiempo que me llevaba a la cama con él.
Zas, pensé, un pesado. Resignada me recosté junto a él, sin dejar de abrazarlo…entonces él se acomodo sobre mi pecho, me dio un pequeño beso y…nada más, ¡se durmió en mis brazos!
Así, sin más, y no me ofendió para nada (que un cliente se te duerma no hace bien a tu reputación), y es que era tanta la ternura que brotaba de aquel hombre vestido, acostado a mi lado, durmiendo sobre mi pecho como una criatura…
Pase un largo rato sin saber qué hacer, tan solo atine a quitarle el sombrero y acariciar su cabeza, como se acaricia a un niño…una sonrisa afloro en sus labios y…en mi corazón.
Debo haberme quedado dormida yo también, porque de pronto me desperté sobresaltada, al notar que la cama estaba vacía y la luz del amanecer filtraba por la ventana.
Extrañada me incorpore y en vano lo busque por la habitación. Lo único que quedaba de aquel hombre era su recuerdo y una flor de papel, primorosamente plegada, en el lugar de la cama que había ocupado.
Gajes del oficio, ya lo dije, nunca me había pasado algo así.
RAÚL LEIVA
Crónicas
El carpintero estaba almorzando tranquilo en su casa, cuando una pequeña turba en la calle le llamó la atención. Se escuchaban gritos que se iban solapando in crescendo hasta llegar a niveles de alarma. Dejó su comida y se animó a salir. Entre la pequeña multitud enardecida, pudo localizar el cuerpo de una joven mujer que, tomada de sus ropas y sus brazos, era arrastrada por las callecitas hasta el descampado del pueblo. Al ver a la muchacha indefensa, tomó coraje y se abrió paso sin mayores dificultades. Apartó con sus curtidas manos a los captores y a los gritos pidió una calma que se le antojaba lejana e imposible. De las calles aledañas, los vecinos venían con piedras y palos en las manos. La paliza mortal era inminente y el joven carpintero debía pensar rápido.
Preguntó a los gritos qué había hecho la muchacha para merecer tanto odio.
—¡Es una prostituta! ¡Y de acuerdo a nuestras leyes merece morir apedreada!
Pensó, no tenía muchas chances de salir ileso, y un rayo de lucidez le dictó lo siguiente:
—¡Tienen razón! ¡Las leyes están para ser cumplidas! Sino ¿Qué clase de civilización seríamos? ¡Tomen sus piedras y el que esté libre de pecado que arroje la primera!
Los vecinos se miraron entre sí. Los segundos posteriores pesaron como plomo. Poco a poco las piedras fueron cayendo de sus manos y cada uno regresó a sus miserias.
El carpintero levantó a la muchacha, limpió sus heridas y la despidió en paz.
En medio de ese silencio, regresó a su morada.
Su mujer lo abrazó y revisó que no estuviese herido.
—¡Fue hermoso lo que hiciste por esa muchacha! ¡Lograste emocionar mi corazón!
Lo abrazó y le preguntó al oído:
—¿Por qué no arrojaste la primera piedra?
Un silencio de tumba reinó en la modesta sala.
Nadie acudió a socorrer al carpintero a pesar de lo desesperado de sus gritos.
EDUARDO VALENZUELA
Sobre la blancura inmaculada de la nieve una mancha roja ―de sangre― acentúa la vergüenza y el pesar de Emilia. Se había detenido apenas unos minutos en el frío y solitario campo ―camino a casa― para llorar, para intentar aclarar los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza. Al ver la mancha que cayó bajo su falda, la cubrió con puñados de nieve, como tratando de borrar la evidencia de la impureza que ahora la perseguía. Era una carga muy pesada para una inocente niña campesina de doce años.
Impura, manchada por suciedad y pecado, asi se sentía la pobrecilla Emilia, porque así se lo acababa de decir el pastor de la congregación (a quien todos consideraban el enviado de Dios para aquellas tierras olvidadas por los hombres).
Emilia le explicó al pastor que no entendía porqué había empezado a sangrar su entrepierna si nunca antes le había ocurrido algo así en toda su vida.
―¿Estoy sangrando cómo nuestro Señor Jesucristo, pastor? ―preguntó.
―¡No seas blasfema comparándote con nuestro Señor! ―la reprendió con dureza―. Tu sangre es pecado. La de Cristo es pura y es la salvación para todos ustedes que son pecadores.
―¡Pero yo no quiero ser pecadora! ―dijo Emilia sollozando e hincándose de rodillas para abrazar las piernas del pastor―. ¡Yo quiero hallar gracia ante los ojos de Jesucristo! Por eso yo solo he hecho todo lo que usted me ha dicho que haga.
El pastor ―que se encontraba desnudo―, al ver que la sangre menstruante de la ropa interior de Emilia ensuciaría la alfombra, la instó a largarse de su dormitorio y de su casa; casa que se había levantado gracias al aporte de todos los fieles campesinos del sector.
―Ahora eres impura, y ensucias a todo aquel que tocas, así lo dice la palabra de Dios en Levítico 15:19 ―le sermoneó el pastor, poniéndose la camisa―. ¡Llevate tu suciedad de aquí y no vuelvas hasta dentro de una semana! Sólo entonces podré volver a tocarte como Jehová me ha revelado que lo haga para su gloria. ¡Y ya sabes! Es voluntad del Señor que nadie más sepa esto.
Y así Emilia, con su inocencia de niña pobre, triste y avergonzada por un pecado que no lograba entender, se fue tiritando por los caminos y campos nevados, de regreso a casa, dejando en la nieve un rastro amargo de sangre y lágrimas.
BEGO RIVERA
Perdone padre porque he pecado.
— Perdone padre porque he pecado.
— Dime hijo, alivia tu alma, el Señor es poderoso y justo, sabedor de las debilidades del ser humano y con Él siempre encontramos el perdón.
— Padre, mí pecado es digno de perdón, por eso vengo a que me dé su bendición.
He matado a un hombre , se interponía en mi vida, no me arrepiento. Después lo descuarticé y me deshice de él ,quedando liberado de su yugo. Pensé que nadie lo echaría en falta pero no fue así, y, ahora la justicia humana va detrás de mí.
— ¿ Y pretendes mi perdón después de lo que me has dicho y hecho?
— Usted siempre me dice que Él nos perdona , no es para tanto, mucha gente mata.
— Hijo, tú eres tonto. ¿ No te enseñé a matar y deshacerte de un cuerpo limpiamente?
¿ Me han pillado alguna vez? No, ¿ verdad? Eres la vergüenza de la familia,¡ Aprende de tus hermanos!
¡ Qué vergüenza de hijo! ¡ Inútil!
— Ni papá ni papó ¡Fuera de mi vista!
BLANCA NIETO
Cinco hombres trajeados tienen el frasco en sus manos, un elixir disfrazado de una palabra que no recuerdo bien, creo que empieza por d y termina por cracia.
En el se enfrasca todo el sudor humano de muchas generaciones que lucharon por lo que tenemos hoy.
Cinco humanos sin especificar, género, raza ni tan siquiera religión, solo se que están en la más alta cumbre de la depravación. Con su sonrisa hipócrita nos convencen de que salvan nuestras vidas, mientras nos acomodamos en nuestras casas pasajeras permitiendo que tomen el mando.
Cinco monstruos que con cara de santos, nos dan de comer muy caro, nos racionan el agua y nos hacen trabajar mucho más duro por sueldos iguales a los de hace diez años.
Ellos seguirán comiendo ricos manjares, se bañaran en manantiales con lindas sirenas y otros pecados que por vergüenza ajena no quiero nombrar.
¿Tienen el poder para seguir llenando el frasco del pecado mundial? ¿o nos damos cuenta que sin nostros no tienen donde rascar?
El tiempo pasa y cuando decidan beberlo serán invencibles.
Puede que sea conspiranoica, pero no quiero pagar caro por un vaso de agua ni comer grillos que explotan en mi boca, porque no hay como abastecernos.
Historia de un mal sueño que contándolo espero que no sé haga realidad.
SÁNCHEZ KATA MAR
Fotografías del alma
En una ciudad que siempre latía con vida, dos almas se encontraron en un taxi en medio de la intensa lluvia. Norma, una mujer de mirada intrigante, compartió el asiento trasero con Luciano, un taxista con una sonrisa cautivadora.
Desde aquel momento el taxi se llenaba de secretos confidenciales, pecados innombrables ante la sociedad ella vio en el a un hombre confiable y el a una hermosa dama.
Una noche de esas arreciadas de lluvia la recogió, noto que se había empapado el lindísimo vestido de lentejuelas brillantes, rápidamente le ofreció una bayetilla para que se pudiera secar, así lo hizo.
En el recorrido Luciano pudo ver con interés la gran abertura de su escote de la parte trasera, con ligereza se lamio suavemente los labios mientras veía la veía en el retrovisor. Con cada recorrido, sus conversaciones se volvieron más íntimas y atrevidas Luciano se atrevió a decirle a Norma
– “¿Me dejas ver más allá de ese lindo vestido?
A lo cual Norma asintió, lentamente, sin prisa subió su vestido lentamente dejando al descubierto sus largas piernas hasta llegar a las caderas. Luciano muy sonrojado, nervioso y algo sudoroso, preguntó:
– ¿La noche se está haciendo acogedora, ¿verdad?
Ella soltó una risa picara, prosiguió por supuesto, si quieres me ayudas a ver las estrellas… te confieso que hay algo en la forma en que manejas. Me hace sentir como si estuviera en una montaña rusa emocional.»
Luciano: (riendo suavemente) «Supongo que soy el conductor perfecto para tus emociones, entonces.» Al poco rato el carro paró abruptamente puesto que ambos ya no podían esconder sus sentimientos, segundo se produjo una explosión de emociones que condujeron a un empañe de vidrios, basta decir que sus manos danzaron juntamente en todo su cuerpo, no dejando olvidado nada, ambas lenguas saborearon el dulce néctar de sus pieles sin temor.
Ambos se siguieron viendo exactamente a las 11 pm, acto seguido ya se sabe que continuaba después.
Varios días después al atardecer, Luciano sorprendió a Norma con una serie de fotografías que había tomado de ella durante sus viajes.
Norma: (sorprendida) «Lucas, no puedo creer que hayas capturado todos estos momentos.»
Luciano: (con una sonrisa seductora) «Hay algo en tus expresiones que no puedo dejar de fotografiar.»
Norma: je, gran cumplido.
Pero el destino a menudo es caprichoso. Una noche helada, después de haber llevado a Norma a su casa, un accidente inesperado cambió sus vidas para siempre. Lucas sufrió heridas graves debido a que ese día hacia un frio extremo el casi queda congelado, con suerte logró llegar a un hospital cercano.
Semanas después, en el hospital, Norma le mostró las fotografías enmarcadas.
Luciano: (sonriendo débilmente) «Tienes un don para capturar la esencia de las personas, ¿sabes? Incluso cuando no tienen voz.»
Norma acarició su mano y sus ojos se encontraron en un momento de intensa conexión. Se acerca suavemente al oído:” recuerdo esas manos recorriendo mi cuerpo” A lo que Luciano sonrió débilmente. Al poco rato tuvo que salir de emergencia porque Luciano se puso mal, pocos días después recibe una llamada desgarradora: Luciano había fallecido a causa de las heridas graves.
Norma colgó las fotografías en su estudio, cada imagen era un recordatorio de su amistad y el deseo expresado.
Norma: (susurrando) «Hasta siempre, Luciano. Nunca olvidaré tus ojos que capturaron mi alma, tus manos que quedaron congeladas en mi piel, tus dedos que acariciaron suavemente todo mi ser.
ANTONIO JOSÉ ROMERO GÓMEZ
Vive tan cerca, a escasos pasos de mi. Es un pecado recogido y registrado en cientos de obras y libros. Desde la biblia, hasta las creaciones mas recientes.
Está presente en mi día a día. Me llama y me susurra al oido como Eva a Adan, pidiéndome que lo cometa. Su voz es dulce como el almíbar y su piel es suave como la seda. Cierro los ojos cayendo en un sueño hipnótico presa de su melodía e imagino como me envuelve y arrastra hacia el pecado, embriagándome por completo. Cuando los abro, aún puedo oler su aroma avainillado y siento las huellas de mis dedos lujuriosas tras haber recorrido su vertiginosa silueta. Escucho su sonrisa, aveces tan inocente y otras tan hilarante. Observo como mi naturaleza pecadora la persigue como las raíces de un árbol se adentran en el rio en busca de humedad.
Cada vez me cuesta más resistirme. Cada vez he de esforzarme más por no caer en él. En ella. Hace ya tiempo que estoy cansado, mis brazos se resienten por estar aferrado a mis convicciones. En ocasiones se marcha y me da un respiro, lo agradezco tanto… mis huesos por fin descansan y puedo discernir con claridad, tratando de convencerme en que estoy haciendo lo correcto. Pero vuelve para buscarme, o voy yo, ciertamente no lo sé. Me imagino de nuevo cayendo en él, tantas veces y en distintos escenarios. Aveces pienso en ello como si de una prueba de vida se tratase, como la tuvo Jesus en el monte de la tentación. Tentación… Otras creo que simplemente es mi destino sucumbir en él…
¿Quien sabe cuanto más podré resistir?
¿Quien sabe si un día se cansara de tentarme y se marchara para siempre?
¿Quien sabe si no soy yo mismo quien lo atrae al imaginarme en la madrugada saboreando sus mieles?
¿Quien sabe?
HAROLD PADILLA
En el año 1120, bajo la Basílica de Vézelay, una reunión gnóstica suscribió que lo que los exegetas llamaron el pecado más infame, devenido de treinta siclos de Tiro de plata refulgente en manos de Judas Iscariote como emblema de la traición; debió ser y fue.
La profecía solventada con humildad pura, permitió que el verbo se hiciera carne y fue el madero de la cruz y la rama de un árbol; la agonía hasta el Calvario y el sacrificio en el fuego eterno; una moneda rodante con un mismo bifronte; y también Cristo y Judas.
Para ocultar la herejía de una unión hipostática, en Éfeso ardieron manuscritos y proliferaron palimpsestos. Atanasio fue desterrado por defender la encarnación del verbo y más pronto los ortodoxos prohibieron a los hagiógrafos toda búsqueda de virtud en el traidor.
Unos pocos códices escritos en griego y copto sobrevivieron ocultos, con ellos se instruyó que Judas, perteneciente a la generación cainita de los malditos, no podía ser odiado porque sin él la profecía quedaría incompleta. Y que, librado de la purga barbárica de la quema de libros, un texto gnóstico recopiló la revelación del “misterio de la traición” y la liberación de la divinidad de Cristo.
Estas enseñanzas de conventículo fueron impartidas antes de incendiar en llamas el templo de Vézelay y sus ofrendas en transición hacia la divinidad. El oficiante de la ceremonia, un antiguo cainita, liberaba con fuego las almas de moribundos, huérfanos y mártires para alcanzar los cielos. Tal y como hizo Caín con su hermano Abel o Judas con Cristo para la consumación de su fin último.
CARMELA GIMÉNEZ
Atribulado
Justo cuando me disponía a salir, suena el teléfono riiin,riiin! riiin,riiin! pensé no atender, estaba apunto de salir para realizar las compras de la semana; me quedé paralizada al frente de la puerta, sin saber que hacer, retrocedí unos pasos levante la bocína y conteste ¿Hola Quién es?
__ Soy yo Rubén, ¡para mi sorpresa! ¡Era él! ¡Es su voz! Por un momento me quedé sin aliento, era aquel hombre a quien tanto amé, aquel quién un día, partió sin decir nada, ni un adiós, ni un hasta luego, sin ninguna explicación.
_ Mientras escuchaba su voz afloraban los recuerdos, pasando por cada parada de la vida compartida con ese hombre, fueron momentos hermosos cargados de amor, y pasión.
_ Continuaba Rubén, quise saber de tí Berta, me llene de valor para llamarte, me costó conseguir tu número, pero, ¡lo conseguí! Seguía conversando Rubén, sé que ha pasado muchos años, me he dado cuenta que mí vida fuera otra, si tú estuvieras conmigo.
_En mi silencio recordaba lo vivido con aquel hombre; a quien tanto le di y poco me dio. Decidí responderle, ¿Que quieres? ¿Porque está llamada? ¡No tengo nada de que hablar! ¡Tengo mi propia vida! ¡Que tristeza me da Rubén! ¡Es tarde! Confieso, no fue fácil para mí olvidarte, te amé tanto… mis ojos se llenaron de lágrimas, después de lo que me hiciste. ¿Crees que dejaré todo por tí? ¡No lo haré! Aunque un gran amor sea difícil de olvidar, aunque mí pecado seas tú. ¡No regresarás a mi vida! Dejé la bocina colgando, se escuchaba su voz, arrepentido por lo que había hecho, añorando una nueva oportunidad, una nueva vida atribulado.
RUFINA SEVILLA CALLEJA
La noche negra avanza
Sigilosa con astucia y sin recelo
Te invita a morder esa manzana
Y caer en la tentación de sus ruegos
Prueba el fruto prohibido
Qué ofrece su guadaña
Tú demasiado joven , demasiado sana
Demasiado viva
¿Porqué acudiste a su llamada?
Tú,con tanto camino por recorrer
Con miles de sueños por realizar,
Te rendiste,a su capricho
A su reclamo,a su mano tendida
Dándote paso a un camino sin luz…
Y ahora la casa está fría .
Dejaste atrás ,un corazón partido
Y el paisaje de un libro inacabado
Donde tú solamente tú estás.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
Lo sabía, si.
Pero no me pude resistir, lo vi tan moreno, esbelto, con la punta brillante.
Hay!! Lo toque, el cuerpo se me erizo.
Mi conciencia me decía qué no.
Hay!! El pecado.
Lo lamia poco a poco, todo entero, soltando gemidos de placer.
Soy pecadora.
Después de no dejar ni una miga me entraron los remordimientos .
Mañana empiezo la dieta.
GAIA ORBE
Mientras esperaba en la parada de buses, la señora que estaba detrás de mí, trató con desprecio a un vendedor ambulante que se acercó para ofrecernos repasadores. A los pocos minutos llegó el bondi. Estaba lleno pero como el viaje era corto decidí subir. Me puse en el cuadrado que queda en el medio, junto a una pareja. De pronto me sentí incómoda porque él miraba el cuerpo de ella con ojos de lujuria y ella parecía disfrutarlo. Los dejé en su historia y fui a pararme al fondo. Entonces escuché a una chica decirle a otra: “Lo sé, pero soy la envidia de todas mis amigas”. Hasta atrás llegó una mamá con un bebé en brazos y como nadie le daba el asiento se lo pedí a las chicas. Una de ellas se lo dio, aunque lo hizo más por pereza que por generosidad. Cuando cruzamos la avenida Alberdi, el colectivo se vació y me senté adelante porque ya faltaba poco para bajar. En la próxima parada subió un señor mayor muy bien vestido, y ya estaba dispuesta a pararme para darle el asiento, cuando todos sentimos un golpe contra la puerta. Era un hombre que había cruzado su auto frente al colectivo porque según él, el colectivero lo había encerrado. La realidad es que el chofer no lo había visto porque el señor mayor muy bien vestido, a los gritos, se negaba a pagar boleto porque era jubilado. Aproveché la detención, le dije al señor mayor que era un avaro y de un salto me bajé.
Un extraño fenómeno nos aqueja, los siete pecados capitales se pasean en bondi por la gran ciudad.
Bondi: palabra del lunfardo argentino para referirse al colectivo o bus de corta distancia.
Repasadores: paño de lienzo para secar vajilla.
GRACIELA PELLAZA
Se flagela y luego lava con agua bendita las heridas. La espiábamos porque era rara, alta para su edad, nunca venían a visitarla, con el delantal gris impecable casi llegando a los tobillos. Leia todas las noches con interés los versículos de la Biblia. Dormía con velos sobre la cama, en otro cuarto; no compartia el dormitorio de las pupilas. Cuentan que quiere ser novicia.
«Para cada pecado un castigo» nos dice, cuando en días especiales, nos habla.
Tiene como un aura, algo que no se explica, que seduce y teme.
Las monjas aspirantes la respetan; ella conoce las habitaciones vedadas, el final de los pasillos, esas puertas que nunca se abren.
No sabemos si hacerle burla o tenerle miedo.
Tiene nombre y no tiene apellido. Cuando se la busca, esta sentada en la banca de la iglesia; ajena a lo terreno, en otro plano.
¿Celestial?
Las tardes son silenciosas en los claustros. Los viernes la gran mayoría nos vamos, ella queda siempre flanqueada por las esfinges que adornan el jardín, y en nuestra alegría notamos su indiferencia, esa falta de deseo, una niña grande sin voluntad.
Los lunes regresamos contando los paseos, las comidas de algunas fiestas, la salida con amigos. Ella aparece y su sola presencia ordena el bullicio.
No sabemos de qué esta llena, es impasible, tibia, pero apática. Tiene hábito y toca de monja sin usarlo. En lo académico nos supera, pero no la excluimos por eso; ella se destierra de los gestos cariñosos, acepta algunas pocas bondades, vive solitaria con quince años.
Sonia es un misterio.
El lunes cerraron el colegio.
Hay cintas rojas cubriendo la entrada, han encontrado muerto al sacerdote, desnudo y apuñalado. Estaba en la cama de Sonia, y ella, hincada rezando.
Repetía sin equivocarse, todos los castigos que tienen los pecados.
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
Corrían principios de los años 60 en la España Nacional-católica donde desde edades muy tempranas se tenía que estudiar de memoria un libro tan pequeño como muchas veces ininteligible para un niño de seis años: El Catecismo.
En ese librito salían una muy bien estructurada serie de normas para ser buenos cristianos entre ellas “Los Preceptos generales de la Iglesia que comenzaban con:
-Oír misa entera los domingos y fiestas de guardar.
Y, una de las obligaciones a cumplir, so pena de caer en pecado mortal era
-Confesarse una vez año y comulgar al menos por La Pascua.
Y, explicados los preliminares, vamos a ver lo que pasó.
Era Semana Santa. El pueblecito pirenaico donde normalmente solo estaba habitado por unos cuantos vecinos dedicados a labores agrícolas, se llenó por los barceloneses que tenían allí su segunda residencia.
Los días de Semana Santa, comenzados con la solemne bendición de las palmas en el exterior de la antigua iglesita románica, siguieron el curso habitual, en que se evitaba el jolgorio incluso por parte de la juventud, ya que se sabía que era época de austeridad. Incluso las radios (allí no llegaba la televisión) emitían solo música clásica o religiosa.
Y si así vivía el pueblo el lunes, martes y miércoles, el Jueves y Viernes Santo se asistía a los Oficios Religiosos con gran devoción.
Y llegó el Sábado Santo. Y si bien ese día no hay ningún tipo de oficio, sí que, ya que era obligación comulgar el día de Pascua y había que confesarse el día antes, recordemos que era época pre conciliar, el párroco, incapaz de confesar a todos y cada uno de los del pueblo más, todos y cada uno de los barceloneses, contaba siempre con la gran ayuda de un viejo cura nonagenario que, aun estando jubilado de su antigua parroquia, en casos así, iba a ayudar en las confesiones a cuyo confesionario se apuntaba mucha gente, especialmente los foráneos por una razón: estaba sordo como una tapia y por tanto diciendo lo que fuese, rápìdo respondía:
-Rece tres avemarías y ahora, el acto de contrición.
Y de esta manera, la cosa iba rápida.
Pero aquel año, algo terrible sucedió.
Por la mañana, el párroco recibió la llamada de la hermana del viejo cura, no mucho menos vieja que él, que, estando viuda se avino a vivir juntos y cuidarlo.
-Buenos días Mosén (así se les llama a los curas en la zona catalano -aragonesa), venga por favor que mi hermano está muy enfermo, ha llegado la ambulancia pero él antes quiere recibir los sacramentos.
Corriendo fue, a cumplir con su deber pero mientras iba, no se apartaba de su mente esta pregunta:
-¿Y las confesiones de esta tarde?
De vuelta a casa, llamó al Obispado donde se puso al teléfono un cura recién estrenado y progre que le propuso:
-En un caso como me explica, haga lo que dentro de poco se pondrá en práctica, ya que es uno de los temas que se abordará en el Concilio:
Reúna a los fieles. Si acaso léales algún pasaje del Evangelio que considere oportuno para tal ocasión, recen el Acto de Contracción todos juntos, les da la absolución y ¡a la calle!
-¡Pero eso no está permitido aun!- dijo el cura horrorizado.
-No se escandalice, en casos de hundimientos de barcos se practica- respondió el cura progre.
-Pero ahora ¡no se hunde ningún barco!-dijo colgando el teléfono.
Y prosiguió buscando en otras parroquias ero sin hallar solución.
Y, por una vez en su vida rezó y rezó ara que viniese poca gente.
Pero no, ¡que va! Sus rezos no fueron escuchados y, a las seis de la tarde, unos yendo de verdad y otros por imitación y otros terceros por un rato de encontrarse con amigos, a las seis de la tarde, la iglesia estaba a tope.
El cura se metió en el confesionario rápido y la gente empezó a desfilar, la mayoría con los mismos pecados que, el final ni escuchaba.
Miró el reloj: las ocho y media de la tarde. Y miró la iglesia: se diría que había venido aún ¡más gente! Y, a las diez, era ¡la Vigilia Pascual!-
A punto del ataque de nervios tomó una decisión: Como los pecados veniales se perdonaban sin confesión, solamente rezando el Señor mío Jesucristo, salió del confesionario y, plantándose ante la gente les dijo:
-Dado lo mal que vamos de tiempo, que se queden solo los que tengan pecados mortales. Los de los veniales, pueden marcharse.
Obviamente, no quedó nadie en la iglesia.
CONCE JARA
Subir de nuevo a la habitación me resultaba posible gracias al Prozac y el café. Mientras, su cuerpo seguía postrado en la cama, pálido e inerte, resistiendo por el imparable latir de su corazón.
Tras la reunión con su doctora la decisión fue unánime: sedación por agonía.
Una enfermera clavó la aguja en la vía, transfundiendo una fuerte dosis de morfina.
Tras cuarenta y ocho horas, los seis, en silencio rodeábamos la cama. Nuestra madre hacía horas que había acallado sus delirios, sus facciones se habían transformado en una mueca que recordé como la de “El grito” de Munch, mientras los latidos de su corazón se espaciaban…
Una sensación de descanso eclipsó nuestra tristeza, dejándonos para siempre un permanente sabor a pecado.
EFRAÍN DÍAZ
Cuando Mario sintió el primer llamado, no escuchó una voz en su cabeza que lo llamaba al sacerdocio. Solo los esquizofrénicos escuchan voces inexistentes. El llamado vino de la intuición, del presentimiento luego de una profunda reflexión. Con un indescriptible gozo en su alma y luego de ocho años de estudios de teología, filosofía y algo de geografía, Mario abrazó los votos de pobreza, obediencia y castidad.
Pero el destino tiene formás irónicas de presentarse y la segunda llamada que recibió Mario no provino de la intuición ni del presentimiento luego de una profunda reflexión. Vino de su móvil. El patrón del cartel de Sinaloa no solo requería de un confesor, sino que igualmente requería de un guía espiritual para su mano de obra. Así, en un acto aparentemente absurdo de dualidad, Padre Mario se encontró en la encrucijada de su fe. Mientras esclavina al hombro absolvía al patrón de sus múltiples pecados, aquellos que decidió confesar, pues una confesión no se le niega a nadie, se enfrentó a una realidad grotesca. El cartel había diversificado sus operaciones, extendiendo sus tentáculos a los rincones más oscuros de la humanidad: el tráfico de personas, la esclavitud y el comercio de órganos. La manufactura y venta de narcóticos ya no era suficiente y el patrón sabía que no podía tener todos los huevos en una misma canasta. Reclamaba su pedazo del pastel.
El conflicto dentro de Mario se intensificó. ¿Podría absolver a un hombre de sus pecados mientras se convertía en instrumento y cómplice de los mismos? Inicialmente se negó, pero el patrón, astuto y despiadado, utilizó su conocimiento sobre el pasado de Mario como una mordaza emocional. Le recordó el nombre y la dirección de su madre. La presión de proteger a su madre hizo que Padre Mario aceptara el papel impuesto sobre él con todas las implicaciones que conllevaba.
En la oscuridad de la noche, las lágrimas de Padre Mario se mezclaron con sus oraciones. No solo lloró por sus propios pecados, sino también por los que indirectamente perpetuaba. En un mundo donde los mártires religiosos parecían haber cedido su lugar a la conveniencia y la supervivencia, donde las madres ya no parían curas mártires y en el pasado habían quedado los Oscar Arnulfo Romero, los Maximiliano de Kolbe y los Stanley Rother de la vida, Padre Mario había tomado un camino que nunca podría haber imaginado en su formación religiosa. Un camino que no tenía vuelta atrás. La oscura senda del pecado.
Entre lágrimas y sollozos pidió perdón, no solo por su pecado, sino por los que en adelante cometería.
EVA ABIA TORIBIO
Siguiendo su racha de macho alfa, Salvador, está dispuesto a que esta noche su próxima víctima, sea la mujer más deseada del pueblo.
Como todos sabemos en los pueblos, no se puede dar un solo paso sin que todas las alcahuetas hayan corrido el chisme en cero coma.
Pero, Isabel, era de todo menos una pobre ingenua que se dejara influenciar por lo que dijeran las habladurías y tampoco le atraían los machos alfa como Salvador.
Hoy empiezan las fiestas del pueblo e Isabel a decidido, ante las plegarias de su amiga Sandra, salir. Le ha prometido dejar aparcados los libros por una sola noche y ver cómo la gente se divierte por ella. Isabel, se está preparando para dar todo su amor a Dios.
—¡Niégalo si quieres, pero no me negarás que la fiesta es brutal!
Como cada año, los festejos nocturnos se celebran en el polideportivo. Allí ya sabéis lo que sucede, no creo que haga falta que os de mas detalles ¡ja, ja, ja!
—Si tú lo dices. No me siento cómoda, me quiero ir a casa.
—Va, un ratito. Que el próximo año ya te habrás casado con Dios. ¿Estás segura de la decisión que vas a tomar?
Asiento con todo mi cuerpo, no me gusta la sociedad que me rodea y tengo la convicción de que puedo ser de gran ayuda para nuestra gente.
—¡Hola, Isabel! -aproximándose, con una botellita de agua, el mayor macho alfa del pueblo y de todos los pueblos que les rodea.
—Sandra, creo que ya es hora de que me vaya -intentando alejarse de ese depredador.
—Por mí no lo hagas, la fiesta está siendo un poquito aburrida y creo que me voy a marchar.
Se aproxima otro muchacho.
—Salvador, estás perdiendo tu toque. ¿Qué quieren tomar estas dos bellas damas? -dándole palmadas a Salvador, mientras clava su mirada en las chicas.
—Julián, no seas plasta y márchate por donde has venido. Las señoritas ya se marchaban a su casa -dándole un empujoncito.
—Me marcho -les dice, Isabel, mientras se lanza hacia la oscuridad.
—Me quedo -contesta, Sandra, mientras se aproxima a Julián.
—Te acompaño -le dice Salvador a Isabel -siguiéndola.
El camino es casi sepulcral, solo las chicharras, la luna y las estrellas, son las que acompañan a estos dos…, digamos, amigos.
—Gracias por acompañarme -sacando las llaves de dentro del dichoso bolso, que en estos momentos es más grande de lo habitual.
—Isabel, ¿porqué huyes de mí? -aproximándose y rozando suavemente su rostro.
—Creo que es obvio. No le convienes a ninguna de las mujeres de este Universo.
—La fiera no es tan fiera como la pintan -rozando su barbilla, mientras observa la reacción de Isabel.
Y Salvador estaba diciendo la verdad, no era tan fiera como lo pintaban. En realidad, los amigos de los que se rodeaba hablaban de más sobre sus posibles conquistas, pero él tampoco les paraba los pies. Puro egocentrismo, algo que le venía bien, así solo se le acercaban, las chicas que no querían mas que un lio de una noche.
La proximidad se estaba haciendo mas presente entre ambos muchachos e Isabel estaba sintiendo algo nuevo en su interior. Una lujuria, un deseo que quería aplacar, pero el dichoso bolso no se lo estaba poniendo nada fácil.
Nerviosa, le caen las llaves en el suelo. Ambos muchachos se agachan apresurados y ahí llegó el momento idóneo que Salvador aprovechó, como buen maestro de la seducción. Clavó sus grandes ojos verdes en los labios deseosos de ser besados de Isabel. La invitó a levantarse y la dejó apoyada en la puerta. La cogió de la cintura, la apretó contra su pecho y le dio un tierno y dulce beso en la mejilla.
—Buenas noches, Isabel. Espero verte pronto.
Se alejó entre la espesura de la noche, dejando a Isabel con hambre.
Isabel subió pensativa las escaleras, se tumbó en su amplia cama e hizo lo que nunca antes había hecho, explorar su cuerpo, algo que tiempo después le haría replantearse si lo que en realidad le habían dicho en sus tesis, era tan malo.
Los pecados son solo aquellos que cuando los practicas dañan a otra persona. El amor, el deseo…, solo fueron tabúes implantados por la sociedad de aquel momento. Amar a otra persona y quererte, nunca deben de ser un pecado, siempre y cuando este no afecte a otra tercera. Isabel, le dio una oportunidad al macho alfa y encontró en él, a un compañero de vida que la hizo disfrutar como una loca. La única condición que le puso, a Salvador, era que, como todos, necesitaba su espacio para compartir su tiempo con la gente del pueblo, porque, aunque el amor a Dios se puso en segundo plano, el amor a los demás, seguía siendo lo mas importante para ella.
Besos, La Incondicional.
MANUELA CÁMARA
Si abro los registros de mi memoria, recuerdo que me arreglaban con vestido nuevo, lazo enganchado en los rizos, calcetines blancos y zapatos brillantes. El objetivo era acompañar a mi abuelo. Íbamos al edificio grande de la plaza, un lugar limpio y fresco en el verano, donde se juntaba todo el pueblo, en aquel tiempo, donde el domingo era una fiesta que no podíamos disfrutar, sin antes escuchar cómo debíamos hacerlo.
Así fue como mi mente infantil comenzó a llenarse de miedos y pesadillas. Temia que a mi padre lo condenaran al desierto, o que decidieran crucificarnos a todos después de un juicio injusto. A menudo soñaba con un dios castigador y con terribles incendios que llegaban desde lejos hasta la puerta de mi casa anunciando el fin del mundo. Cosas que mi escaso vocabulario infantil no me permitía verbalizar.
Desde pequeña aprendí bien dos cosas, lo que era el miedo y lo que era el pecado.
Pecado era que un hijo se fuera de su casa para intentar ver el mundo y lo correcto era volver. Pecado era juzgar a los demás y tirarles piedras, es decir, algo parecido a lo que hacían mi tía y sus vecinas reunidas por la tarde junto a la ventana que daba a la calle. Pecado era matar, pero yo veía como los domingos se mataban animales, y encima para comerlos, o como se juntaban los hombres y asesinaban a los cerdos para las matanzas. Y además era pecado ser rico, porque si se tenían riquezas uno era egoísta y había que compartir con los demás, pero mi madre y mi maestra me quitaron la caja de colores porque yo se las dejaba a todas mis compañeras para rellenar sus dibujitos porque me la iban a gastar entre todas.
A fuerza de luchar contra pequeñas contradicciones, no pude abandonar los miedos que posteriormente se fueron transformando y escondiendo tras los hilos de mi timidez y deseos reprimidos, pero si pude abandonar el concepto de pecado. No puedo creer en esa palabra que me han repetido tantas veces, que me han grabado a fuego, incluso antes de aprender a hablar, para condenarme y sobre todo para controlarme. No creo en esa idea que han intentado imponerme de verdades absolutas, como leyes divinas, que después se convertían en obligaciones morales. No creo en esos conceptos que me han hecho sentir culpable, avergonzada, indigna y miserable.
Yo no creo en el pecado ¿Quién lo define? ¿Quién lo impone? ¿Quién lo castiga? ¿Como creer en algo que es invención humana, una herramienta de poder, una forma de manipulación? ¿Acaso no es una construcción subjetiva, una interpretación arbitraria, una imposición dogmática? ¿Acaso no es una realidad relativa, una noción histórica, y una expresión cultural?
Yo no creo en el pecado. Creo en la libertad, en la capacidad de elegir mi propio camino, escuchar mi propia conciencia, en la responsabilidad de asumir la consecuencia de mis actos, en la sabiduría de aprender de mis propios errores. Creo en la dignidad, de ser quien soy, de expresar lo que siento y de amar a quien quiero.
Hoy hago meditación. He aprendido a entrar en mi corazón y abrazar a la niña que fui. Quiero que se sienta valida y única, protegida y segura. Y, sobre todo, quiero calmarle aquellos miedos y que sepa que no, yo no creo en el pecado. Yo creo en mí.
La última de la fila.
Jaén 22/08/2023
ALMUT KREUSH
El Tentirujo
En el árido norte de la Península Ibérica, el creciente calor del sol primaveral despertó al Tentirujo, que hibernaba como de costumbre en su madriguera, bajo un gran roble, sobre un cálido lecho de musgo, hojas secas y una manta de piel de serpiente que una víbora le había regalado tras la muda.
Tenitrujo era un duende malicioso de apenas más de medio metro de altura y muy feo. Parecía un ancianito, la piel de su cara estaba arrugada, de un color verdoso enfermizo, con expresión enfadada y ojos pequeños sin pestañas que acentuaban su mirada fría. Tenía orejas largas, peludas y puntiagudas y dos pequeños cuernos adornaban su frente. Sus ropas eran de rojo bermellón, al igual que su boina, que cubría su pelo enmarañado y sus pies calzaban botas negras con las puntas retorcidas. Le faltaban cinco dientes.
Después de estirarse para sacudirse el entumecimiento de meses de hibernación, se dio un festín de bayas y raíces que le dieron fuerzas para reanudar su malvada misión, que consistía nada menos que en poner en estado de lujuria a chicas inocentes, solitarias, buenas y despojarles de toda voluntad y control.
En sus años mozo, Tentirujo era un duende bondadoso que siempre se apiadaba de la gente más desfavorecida, pobre y humilde, llenando en secreto sus despensas por la noche o protegiendo su ganado de lobos y aves rapaces y manteniendo a las serpientes venenosas alejadas de los bebés mientras dormían en sus moisés y a la sombra de los robles centenarios mientras sus padres trabajaban la tierra bajo el sol abrasador.
Pero Masabakes, la diablesa de la lujuria, estaba encaprichada del apuesto, joven y tierno Tentirujo, quería seducirlo para corromperlo, susurrándole obscenidades al oído y prometiéndole noches de pasión sin límites sugiriéndole escenarios excitantes e inimaginables.
Pero su elegido no mordió el anzuelo. Tentirujo estaba profundamente enamorado de Ajana, una ninfa de extraordinaria belleza y bondad, con alitas como filigranas y brillantes. Volaba hacia los desesperados y enfermos que le pedían ayuda y dándoles un poco de la poción milagrosa que llevaba en un pequeño frasco de cristal verde.
La rechazada Masabakes se enfadó mucho porque nadie se había resistido nunca a su tela de araña y maldijo al pobre Tentirujo, que a partir de entonces quedó convertido en su esclavo, un duende viejo cuyo único trabajo consistía en pervertir por un día a las chicas elegidas por la malvada diablesa.
Para este cometido y tras el letargo invernal, lo primero que tenía que hacer el gnomo era encontrar la mandrágora, una planta con poderes afrodisíacos, alucinógenos y raíces con forma humana.
Bastaba un ligero toque, apenas perceptible, con la raíz para que la pobre muchacha entrara inmediatamente en un estado de trance que duraba hasta la puesta del sol y la transformaba en una joven lujuriosa y desvergonzada que buscaba hombres que la acompañaran por los caminos del pecado para satisfacer sus insoportables deseos. Sin escrúpulos ni vergüenza. Obscena y provocativa.
Entonces la diablesa hizo invisible a Tentirujo y le transportó en cuestión de segundos hasta el lugar donde se encontraba la elegida, la víctima.
La primera de esta primavera fue Elsa, la hija del molinero. Era excepcionalmente bella, bondadosa, obediente y tímida y ayudaba a sus padres en casa, en el campo o cuidando de sus hermanos pequeños. Tenía un pretendiente, pero no se permitía más que alguna mirada fugaz.
Estaba cuidando el rebaño de cabras cuando, sin que ella se diera cuenta, Tentirujo le pasó la poderosa raíz por su espalda. Inmediatamente dejó de ser la joven dócil, amable y casta, dejó de ser Elsa. Dejó las cabras y corrió hacia los hombres que trabajaban en el campo, invitándoles con gestos obscenos a mantener relaciones sexuales. No podían creer lo que veían. Elsa, irreconocible, con el rostro encendido y ojos enloquecidos, parecía poseída por el mismísimo diablo. Asustados, huyeron de ella. Desesperada, la muchacha se ofreció a todos los hombres que encontró en su camino, pero todos huyeron, aterrorizados.
Pasaron las horas y por la tarde empezó a llover, convirtiendo los caminos de tierra en barrizales. Elsa sintió cierto alivio por el frescor de la lluvia y, agotada, tropezó, resbaló y cayó. El frescor del barro fue un bálsamo para su cuerpo ardiente, se revolcó hasta quedar completamente empapada de lodo, que se le metió en la boca y en los ojos, y a punto de ahogarse sintió que algo amargo y espeso le bajaba por la garganta, obligándola a tragar.
Lo primero que vio fue una pequeña figura luminosa que desaparecía entre los árboles. Su padre, cuando por fin había encontrado a su hija, se dio cuenta con horror de lo que le había ocurrido y, desesperado, invocó a Anjana, que acudió de inmediato.
La poción milagrosa salvó la vida de Elsa, pues aún faltaban muchas horas para la puesta de sol.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
En una época donde imperaba un régimen político dictatorial, el silencio era la costumbre en el pueblo de San Diego, tan solo se escuchaba el viento, el canto de los gallos, el mugido largo y profundo de las vacas y el campanario de la iglesia que marca las once de la mañana de un domingo muy caluroso, clima característico de la región.
Luisa les dice a sus dos hijas:
—Rápido, niñas que llegamos tarde a misa, si no llegamos a la hora, es pecado.
José se une a su esposa y sus hijas, poniéndose el sombrero y arreglándose la corbata. Cuando exclama:
—Mis queridas damas, ¿cómo me veo?, a lo que responde Luisa, estás guapísimo, pero vamos, vamos ya.
Al llegar a la modesta iglesia, José se separa de su familia, pues era hombre y debía permanecer en los últimos bancos de la iglesia.
Con las cabezas cubiertas van entrando Luisa y sus dos niñas.
La iglesia está atiborrada de esculturas de yeso y madera. A los pies de cada santo, las velas y unas pequeñas placas de bronce en agradecimiento por el milagro obtenido de un Dios todopoderoso. Al cual se le debe temer, ¿Cuáles pecados serán? No lo sabrás quizás, pero el pecado está presente para siempre, solían decir en aquella época.
De espalda al grupo de feligreses está, el párroco de la iglesia de San Diego. La ceremonia continúa larga y tendida. Las niñas de ocho y diez años empiezan a bostezar y como ellas diez más. Luisa les da un pequeño empujoncito para ponerlas atentas al lugar sagrado donde se encuentran.
En susurro una niña a la otra le dice: despierta que si te duermes, es pecado.
Luisa y su familia tienen dos semanas de haber llegado de la capital, no tienen ni amigos, ni vecinos a quien saludar, pues han notado el trato distanciado.
José era administrador de hacienda, es decir, cobrador de impuestos. Debía pasar revista por los comercios y las granjas productoras del Estado.
El olor a incienso y velas derretidas se siente, el sudor de cada feligrés baja por la frente, uno que otro siente el zapato dominguero apretado. Volando entre los vitrales y santos, están algunas mentes inquietas tratando de concentrar su atención al Padre Mateo, quien con cierta dificultad sube con cuidado cada escalón de la escalerilla del púlpito, atentos los feligreses esperando el bombardeo de los acostumbrados sermones del Padre. La madera vieja, pero estable del piso, cruje diciendo que el sacerdote comienza su sermón.
Presente entre los feligreses está el gobernador del Estado y su familia, primera autoridad política, comerciantes de la región y sin poder faltar, el banquero del pueblo. La plana mayor asistía todos los domingos a cumplir con el sagrado deber para no cometer pecado y cargar con la culpa de la desobediencia de los preceptos, instituidos por los líderes religiosos.
Con voz ronca y fuerte, el Padre Mateo, con su sotana dominguera, empieza a declamar, lo obligado a comentar.
Mientras la niña mayor de Luisa detalla con sus lindos ojos verdes azulados, cada vitral de la iglesia que en forma perfecta, trasluce la luz que acaricia a varios santos.
En los vitrales se puede leer: donado por la familia Alfonso, donado por la familia Pérez, donado por la familia Alvarado, cada vitral por una familia diferente. A la niña su abuela le había contado, que estas donaciones se hacían para lavar los pecados, por lo que ella se preguntaba: ¿cómo se lava un pecado?, si no se toca con la mano. No entiendo nada, ni siquiera sé lo que es el pecado. Solo oigo a mi abuela y a mi madre decir, que todo es pecado. La niña divagaba en su imaginación, cuando de pronto, la voz fuerte del sacerdote la extrae de sus pensamientos diciendo:
—Tenemos una nueva familia en el pueblo de San Diego, pero lamentablemente es una familia pecadora.
Luisa suspira y toma de las manos a sus dos niñas, quedando las tres sentadas en el duro banco de madera. Con el mayor disimulo, busca a José con la mirada, el cual también la ve. El estómago de Luisa suena en su interior. Ella era una mujer temerosa y sobreprotectora con sus hijas. Más bien le gustaba pasar desapercibida con mucha cortesía.
El representante de la institución más legendaria del mundo, prosigue diciendo:.
—Familias que vienen de la capital con sus malas costumbres, cometiendo pecado. Es pecado ver a una mujer con pantalones de montar a caballo, es pecado que niñas salgan a las calles con los brazos descubiertos al aire, provocando la lujuria de hombres que no puedan ver pasar la ocasión, desde pequeñas ya les enseñan a ser provocativas, mujeres no acostumbradas al decoro. Las mujeres están para traer hijos al mundo y ser fieles a sus esposos, son las amas de casa y nada más.
Ven como Dios siempre tiene la razón, como dicen las santas escrituras: mujer tendrás hijos con dolores, agregaba el Padre al sermón.
El Padre Mateo continúa hablando cuando, se oyen las pisadas rápidas, pero seguras de José, quien muy decidido, busca a su familia. De pie ya está Luisa, con sus dos hijas. Todos los expectantes miran con asombro el transitar en medio del largo pasillo principal de la única iglesia del pueblo de San Diego.
Así fué que sucedió, nieta de mi corazón, le decía a sus ochenta y ocho años aquella hija mayor de Luisa, Eloisa.
Abuela y por fin, ¿sabes o no sabes que es el pecado?
—Si hubiera sabido que es el pecado, quizás no estaría ahora a la edad que tengo con ganas de seguir viviendo, sin culpas, sin miedo a la muerte, sin temor a Dios, a quien encontré y me supo revelar su verdadero amor, donde buscarlo y cómo compartirlo.
Eloisa sentada en su butaca con su nieta, acariciándole los cabellos, le decía:
—Lo importante, es que siempre creas en ti, le hables a tu corazón, seas honesta, creas en los valores y buenos ejemplos que te den tus padres. Entiendo que es desafiante y complicado entender al mundo de hoy, pero el de ayer también fue difícil y en ambos lo que ocurre es que el hombre siempre quiere tener la razón. Sigue a tu instituto y cree en la espiritualidad de la mano del conocimiento y de la cultura. Esos son tesoros que nadie te puede arrebatar y te harán libre. Así te digan, oveja descarriada.
RAÚL LEIVA
Milagros desesperados
La desesperación te hace golpear algunas puertas que nunca vas a cerrar.
Mis padres habían buscado tener hijos por mucho tiempo y cada intento que no resultaba era un agujero más en el corazón y en la esperanza. Mi madre fue sometida a tratamientos psiquiátricos devastadores para anular mediante electricidad los malos recuerdos de esos años.
Una noche, un extraño amigo de la familia, pasó a buscarlos. Los llevó en su auto al hospital donde una muchacha gritaba que le sacaran el hijo, que no quería más. Todo pasó muy rápido, les pidieron los documentos, les hicieron firmar unos papeles, los condujeron por un pasillo que no recordaban haber transitado y les entregaron una niña de apenas un kilo y medio de peso.
La criaron como propia y como la vida tiene cosas inexplicables, nací yo tres años después.
Cuando mi hermana creció, traía varias cosas consigo: Un leve retraso y una absoluta sordera. Mis padres la llevaron a todo cuanto médico les presentaron, casi todos con el mismo e inapelable diagnóstico: no había cura para lo que estaban tratando.
Casi a los nueve años, apareció Doña Adelaida, famosa por curar el empacho y el mal de ojo en el barrio. Les dijo a mis padres, que una especie de maestro de las curaciones venía a San Nicolás por un trabajo, y si les interesaba curar a la Mecha, este hombre podría ser la solución.
Dudaron mucho, pero ante la posibilidad de cura preguntaron al resto de la familia. Juntaron el dinero y con mucha ansiedad fueron al lugar donde el maestro ejercía su trabajo. A mí me tenía de la mano mi tía Teresa y me decía todo el tiempo que me quedara callado la boca y que no pregunte nada. En un determinado momento, este hombre al que le decían maestro, se les acercó, metió la mano en un recipiente parecido a un tazón que tenía y con el dedo pulgar le hizo una raya en la frente a mi papá. Mi mamá empezó a llorar y mi tía Teresa me tapó los ojos, pude escuchar que el maestro gritaba cosas y cada tanto decía —¡Fuera de este cuerpo!¡Fuera de este cuerpo! — y mis viejos lloraban, yo sabía que eran ellos, aunque no los viera. El maestro continuó gritando y en un momento cayó al piso y se arrastró hacia atrás como un animal asustado hasta llegar a la pared jadeando y señalando a mis viejos y a mi hermana.
—¡Llévense a esa chica de aquí! ¡Ya! ¡Ustedes no tienen fe! ¡Están cargados de dudas y de malos espíritus! ¡¡¡Fuera pecadores!!!
Mi tía Teresa me llevó de la mano, mi mamá lloraba mucho y mi papá llevaba a mi hermana en brazos mientras miraba el piso como contando las baldosas que le faltaban para salir de ese antro. El maestro seguía gritando mientras nos perdíamos en la noche.
Caminamos las siete cuadras hasta casa en silencio. Mi hermana miraba a mi mamá y trataba de tocarla con las manos, mientras mi tía Teresa la llevaba del brazo. En casa nos quedamos callados, mi tía se fue y mi mamá se acostó con mi hermana.
—Papá… ¿Quién era ese tipo que nos gritaba?
—Un loco.
—Pero mamá lloraba mucho.
—Y sí, se asustó.
—¿Qué pasa cuando uno no tiene fe? ¿Qué son los pecadores?
—Nada negrito, nada. Andá a acostarte que es tarde.
—Pero papá, ¿la Mecha no va a oír nunca?
—No sé negrito. Ojalá que sí, si Dios quiere. Andá, dale.
Y me fui a acostar, y me acerqué a escuchar atrás de la puerta porque sentí que mi papá hablaba como llorando con alguien.
Esa fue la única vez que lo escuché rezar.
DAVID DURA
Cuando las luces del día preparaban su noche , ella, seguía en su columpio intentando llevar su imaginación muy lejos, tan lejos donde su padre no pudiera llegar a verla.
En las ventanas las gentes preparaban sus cenas, un forrar de libros nuevos o vete a saber qué cosa en la normalidad de la vida.
Nani había dejado de tener frío o miedo a la oscuridad de la noche.
Solo quería llegar bien alto con el columpio, agarrar una estrella , para así, iluminar a su padre.
Pegar estaba mal, robar algo del cielo también. Si tenía que ser la mejor ladrona del Universo lo conseguiría.
A la mañana siguiente, en un diario, una niña y su madre formaron parte de las estrellas. Su padre las había asesinado.
Dicen que algunas noches se ve un columpio moverse solo justo cuando en el cielo pasa una estrella fugaz.
Mi voto para:
Dil Darah
Voto a Coronado, Graciela, Dil e Irene.
David Merlan.
Buenas tardes. Buenos relatos. Esta semana voto a:
Almun K.
Bego Rivera
Mi voto: Raúl Leiva
Mi voto es por el relato de Conce Jara
Mi voto es para
Efrain Diaz
Miguel Ángel González
Maria cruz Aparicio
Ana Maria Rosa
Muchas gracias
Hola, Graciela. El último voto no sé a quién nombra. Cuento solo los tres primeros.
Mis votos:
Irene Adler
Pedro A. López Cruz
Dile Darah
Miguel Ángel González
Raúl Leiva
Irene Adler
Antonio José Romero
Eduardo Valenzuela
Mi voto para:
Coronado
Antonio José Romero
Loli Belbel
Sergio
El ingenio de Benedicto Palacios, entre muchas otras cualidades narrativas. Un aplauso a todas las participaciones, ¡gran semana!