Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «fuera de control». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 20 de octubre!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real. ** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo. *** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
es tal que mi sistema cardiovascular cuando sube la pendiente para llegar a casa, la fatiga me atrapa.
El edificio por la parte de arriba conecta con la plaza de la Teja. Ese punto es más plano, por lo tanto procuro al salir de casa dirigir mis pasos hacia ese lugar. No obstante hace unos días ocurrió lo siguiente. Yo venía con el carro de la compra lleno de comida y de fruta. Tanta fruta llevaba que la sandía de unos diez kilos la traía dentro de una bolsa abierta colgada de la mano. Al abrir la puerta del portal como el plano. Inclinado de la calle comienza en ese punto las dificultades para entrar son una realidad. Podéis imaginaros ,me vi fuera de control. La sandía libre de bolsa, rodó calle abajo, dió con los pies de una anciana haciendo le perder la estabilidad y mis grandes ojos la vieron tirada en el suelo.
La redondez de la fruta seguía dando tumbos alocados. Mis manos cogieron mi cabeza asustada. La compra estaba fuera de control…
Por suerte unas personas ponían a la viejita en pie solo el bastón estaba partido en dos. Mas mi vista alcanzó distinguir en la vía a unos trabajadores armorzando. Uno de ellos al ver la sandía ,dijo esta viene caída del cielo. Y dieronle a comerla.
Cayo Julio y Agosto III se miró al espejo de plomo con vidrio laminado que sujetaba su centurión Petronius -¿Por qué todos los centuriones se llamaran Petronius?, pensó -, observando absorto como resaltaba su elegancia su nueva túnica, – sin mangas por supuesto -, hecha de lino a partir de dos piezas rectangulares cosidas a los costados y con una abertura bajo los hombros para poder pasar los brazos, diseñada por el afamado modisto de la aristocracia patricia, Pablus de la Plata.
Con un gesto elegante le indicó a Petronius que bajase el espejo y a continuación lo invitó a seguirlo.
Cayo Julio y Agosto III era un patricio de los de toda la vida, que tenía a bien conservar las tradiciones y hoy cumplía veinte años de casado con Resfriadina Alivia, y como mandaban los cánones había que celebrar la consabida fiesta conocida como “Nuptiae de Cuprum”.
Los invitados iban llegando a la hacienda y villa donde residía habitualmente el matrimonio.
Era una villa antigua cuya casa principal estaba hecha de piedra y las salas adyacentes de adobe sin cocer. Tenía un patio central con suelo de mosaico, lo que indicaba el status del dueño bastante elevado, con un acceso a las termas y un pequeño jardín rodeado de árboles frutales que también ejercían como sombra.
A la hora indicada empezose a degustar los manjares, carne de buey, queso de oveja, aceitunas, uvas de distintas variedades y el pan -la delicia por antonomasia de la comida romana- aderezado con ese oro líquido llamado aceite y todo ello bajo la atenta supervisión del espíritu de Baco cuyos efluvios deleitaban el paladar de los comensales.
No podía faltar la música y para ellos se habían contratado a los mejores de la época que eran Ricchi e Poveri. Al servirse los postres empezaron a tocar su famosa canción “Yo amo a Laura” que bajo la influencia de Baco y de la canela que aderezaba los postres romanos, hizo que empezase a subir la temperatura en la fiesta, al cabo de un rato la mitad de los comensales ya estaban en las termas completamente ebrios de placer, suspiros y gemidos acompañaban por doquier al perfume de Venus y a la poesía de Cupido. Todo se había vuelto un desenfreno, nadie conocía a nadie y todo el mundo se abandonaba al placer sin ataduras ni ambiguedades hasta que de pronto se elevó una voz.
– ¡Paraaad, organización! – era el Prefecto Santicus , – ¡Esto es intolerable, “Ter sodomized fui et adhuc titulam non attigi” (me han dado tres veces por el culo y todavía no he tocado una teta. Nota del traductor) al tiempo que miraba hacía atras y veía a Lisensiadus cosido a su espalda.
-¿Pero que haces tú? ¡Qué soy yo, saca inmediatamente eso de ahí! –
– Ejem, raudo y veloz Santicus, raudo y veloz, no me había fijado, está oscuro – .
― ¿No te va a explotar, pedazo de gilipollas? ¿Tú sabes cómo llegaste anoche? La próxima vez, duermes en la puta calle, que lo sepas. Hartita me tienes ya ―Adela advirtió a su marido, Ramón.
―No me grites, te lo ruego, no puedo soportarlo.
―Vaya huevazos tienes, imbécil. Encima, con exigencias. Es la última vez que sales con Tiburcio, ¿me oyes?
―Ah, sí, Tiburcio. Todo fue culpa suya, como siempre, el prenda es un pozo sin fondo y yo, ya sabes, cariño, por no dejarle solo ante el peligro y no hacerle un feo…
―Pues, ahora se lo preguntamos, Gary Cooper, a ver qué opina. Menudo amigo estás hecho. Está desmayado en el sofá y ya estás culpándole. Tuve que meterle con el trofeo de crossfit que gané, el muy cerdo intentó meterme mano, y tú, descojonándote. Si no llegas a perder el conocimiento, nadie te libra del hostión.
―Pero, borrica, si es de bronce. Al pobre Tibu me lo has desgraciao, fijo.
―No caerá esa breva. A los bolingas nunca os pasa nada. Ya lo decía mi padre, que iba de curda en curda. Y tenía el morro de contar que tenía un ángel de la guarda, Angelito Efluvios, nada menos. Vaya un morro se gastaba.
―Siempre te dije que tu padre era un genio. “Desconfía del hombre que no bebe, tiene algo que esconder”, era su frase favorita. ¿Te acuerdas?
―No me cambies de tema, que todavía cobras, mastuerzo. Vamos a ver cómo está el atontao de Tiburcio, si es que vive.
El ínclito Tiburcio estaba en el sofá, tumbado boca arriba, con una pierna y un brazo caídos y los ojos, como platos, abiertos, pero sin expresión.
―Ay, por Dios, qué grima me da la gente que duerme sin cerrar los ojos, ¿a ti no, Adelilla?
―Sí, sí, es horrible. Le voy a aplicar un método infalible para despertar a los borrachos de mierda, como vosotros dos ―Adela le vació en la cabeza una botella entera de agua helada, pero Tiburcio ni se inmutó.
―Uy, uy, uy, algo no va bien. A éste le ha dado un simposium. Suéltale un bofetón, rápido, que me estoy asustando ―le pidió Ramón a su mujer, que andaba sobrada de arrestos.
No hizo falta. Tiburcio cerró los ojos y se comunicó con la humanidad.
―Tengo hambre. Me zamparía un pincho de tortilla con una cervecita, fresquita, espumosita, rubita, y un cacho pan, por favor. Muchas gracias. Jjrrrr, jjrrrr ―Tiburcio mostró todo su repertorio de ronquidos con total naturalidad.
― ¡Qué capullo, qué susto me ha dado! Creí que lo habías matado ―Ramón, en su línea, acusó a ambos de todo lo que pudo.
―Pues no sé qué habría sido mejor. Me da que se ha quedado colgadísimo, aún más de lo que traía ya de serie ―reflexionó la dulce Adela.
―Vamos a despertarle y lo comprobamos. ¡¡¡Tiburciooooo!!! Ya están la birrita y el pincho. A papear, vamos ―el grito de Ramón se oyó en todo el vecindario.
― ¿Qué pasa, qué pasa? ¿Dónde estoy? Joder, qué ardor de estómago ―Tiburcio llevaba encima un resacón del quince.
― ¿Dónde vas a estar, tonto de los cojones? En el puto sofá de mi puto salón. Apestas a puto alcohol, puto cerdo ―Adela le situó, con su delicadeza habitual, en la triste realidad.
― ¿Y qué hago yo aquí, si puede saberse? ―preguntó el aturdido y desmemoriado Tiburcio.
―De entrada, demasiadas preguntas. Vete echando leches a la ducha. Tu amiguito Ramón te presta ropa y te largas a dormirla en tu casa, ¿estamos, o te lo escribo en un papel? ―Adela desprendía amabilidad y comprensión por todos los poros de su grácil y cachas cuerpo.
Tiburcio se levantó a duras penas del sofá, y solo tuvo tiempo de pronunciar unas palabras.
―Después de la ducha, aceptaría ese pinchito…
Y cayó redondo, fulminado. Esta vez sí había muerto, allí, en mitad del salón.
―Ay, madre, que le ha dado otro vahído. Haz algo, Adela, la maniobra de Helman’s, o algo, corre, mujer, que se nos va.
― Además de lelo, idiota. Eso es una mayonesa, que no te enteras de nada. Qué cruz, la virgen.
―Bueno, Adela, coño, pues como se llame, pero hazlo, que a mí me da repelús.
―Y más que te va a dar. Éste está fiambre, ¿será cabrón? Ya la podía haber palmado en su puta casa. A ver qué hacemos ahora. Todavía va a resultar que es culpa mía, que solo fue una caricia. Si es que era un flojo, ya te lo digo.
―Cómo te pasas, cariño, que era mi amigo, un poco de respeto ―a Ramón le molestó tanta frialdad.
― ¿A quién, a ti o a él? Algo chungo habré hecho en otra vida. Me han caído de un golpe los dos tipos más gañanes de la ciudad. Y, ya estás haciendo algo, que para eso era tu amigo. Qué valor tienes, tío.
―Como no llame al señor Lobo, tú me dirás.
―Sí, claro, y que le practique la maniobra kétchup. Deja de tocarme las narices, pulfision, y piensa en algo, si es que el coco te da pa eso.
―Creo que no nos queda otra que llamar a la poli. Tenemos un cadáver en casa, con un golpe letal en la cabeza. O eso, o lo metemos en una bolsa de basura y lo tiramos a un contenedor.
― ¡Brillante, mi niño! La verdad es que no sé qué esperaba. Pedirte que pienses es lo más torpe que he hecho en toda mi vida. Patán, que no se puede ser más patán.
―Mira, la lista. Di tú algo, ¿no te fastidia?
―Me estás poniendo de los nervios. No sigas por ahí, que no respondo ―Adela comenzaba a adquirir un marcado tono rojizo en su rostro, y la vena del cuello parecía a punto de explotar.
―Tienes que controlarte, mi amor, que luego pasa lo que pasa. Que se lo digan a Tiburcio si no, que le has dejado llamando a las puertas del cielo, como en la peli esa de Pat Guarrett. ¿Te acuerdas, cariño? Molaba un montón.
―Y dale, no me toques más los…
― ¿Sabes que estás preciosa cuando te enfadas?
―Te he dicho que no me provoques, que ya me conoces, que me pierdo…―avisó Adela, a la vez que cogía de la mesa el atizador de la chimenea, que había quedado sin terminar de limpiar la noche anterior.
―Deja eso, mujer, no seas ridícula. Si los dos sabemos que, en el fondo, no eres nadie.
―Brrrrrrrrr, brrrrrrrrr, brrrrrrrr ―el toro bravo que Adela llevaba dentro, estaba a un paso de embestir.
―Eh, eh, eh, tranqui, fiera, que tampoco es para tanto, ya me callo. Joder, qué carácter, Adelita.
―Brrrrrrrrr, brrrrrrrrr, brrrrrrrr… ¡¡¡Boummmm!!!
El golpe fue tal, que antes de aterrizar en el suelo, Ramón ya estaba sin vida.
― ¿Acaso lo dudabas, memo? Conmigo no se juega.
CÁRCEL DE MUJERES DE MÁXIMA SEGURIDAD DE LA CIUDAD, un mes más tarde.
― ¿Qué, Adela, vas a seguir tocándote el chichi, o vas a empezar a fregar el suelo de una puta vez? ―la increpó la guardia Romerales.
―Ojito conmigo, que ya he matao.
―Mira cómo tiemblo, bonita.
Y dejó de temblar al instante… Romerales ya era historia.
Reposaba don Demes en una azotea cercana de su domicilio y entre trago y trago de cerveza se dedicaba a averiguar mediante un pequeño telescopio si las constelaciones que él conocía mejor, como Tauro, Orión o Casiopea se encontraban al alcance de aquella lente mágica. Dirigió el ojo en dirección a Casiopea, por estar más al alcance de la vista en el mes de octubre y en tanto la observaba y completaba sus apuntes sobre la posición de una de las estrellas, desde la calle de enfrente atronaron sus oídos frases que le dejaron atónito. Orientó el catalejo hacía las ventanas que acababan de encenderse y lo que vio no lo podía creer. Un ciento de chicos universitarios de Madrid, residentes en un colegio mayor, proferían gritos que sonaban a berridos.
—¡Putas! ¡Conejas! ¡Ninfómanas!
Este cúmulo de insultos iban dirigidos a chicas universitarias de una residencia frente al colegio. Cuando don Demes descubrió la procedencia, se llevó las manos a la cabeza. Aquellos chicos de Madrid, chicos universitarios, habían destrozado el silencio de la noche cacareando sin control, cual bárbaros, consignas a cual más ofensivas. No parecía el edificio una residencia universitaria de Madrid, sino una granja de bovinos y borregos.
Cambió don Demes la dirección del telescopio. Las nubes habían cubierto de luto el cielo de Madrid y no quedaba a la vista una sola estrella. Lo guardó en su funda, apuró luego la cerveza y con el envés de la mano se limpió una lágrima.
La realidad o la ficción, la mente o la ilusión, sólo se reconocen realidades subjetivas algunas veces… Todos tenemos nuestros miedos ante lo desconocido, un mundo diferente.
Otras se pueden imaginar…Divagar.
Lo que realmente desees.
Incluso puedes llegar a intuir mundos infinitamente deseables, o indeseables y a continuación vivir en ellos.
Hasta que la verdadera realidad te aplaste las ilusiones. Y te trae al mundo convencional, donde vives.
Algo así le pasó a Rober.
Rober, había oído los comentarios de Carmen, sobre el portal a la otra vida. El camino de la añoranza estaba empezando a creerse la existencia real de las puertas hacia el otro mundo, y motivado por la ambición, dispuesto a quedarse con algo de oro, si es que realmente existía un suculento tesoro. No hacía más que golpearle los pensamientos de intriga y deseos descomunales.
¡Un tesoro! una y otra vez le decía su cabeza. Empezando a obsesionarle la idea. Pero tampoco le hacía gracia dejar solos a su familia. Aunque en principio no había peligro para ellos, él no sabía que encontraría. Esta situación le hacía dudar. De ir o no.
Ya que él había tenido muchos encuentros con diferentes entes, espíritus, no parecía darle miedo alguno estar entre los muertos. Y cruzar dicho portal. Él nunca imaginó que fueran sus dudas las que le llevaran de nuevo al precipicio de sus miedos. Perdiéndose en la isla.
-¡Carmen! -La llamaba Rober.-Creo que podíamos hacer un viaje hacia las puertas esas.
¿Qué puertas?
Si alguna vez podemos volver a casa, a la ciudad.
O quizás solo por echarle un vistazo.
-Roberto, ¡No!
-Dijo tajante. Carmen.-Es demasiado peligroso.
-Carmen, llevamos mucho tiempo aquí en esta parte de la isla, es la hora de averiguar qué hay más allá. Algún día tendremos que marcharnos, y entonces podríamos vivir sin trabajar. Era por lo único que le movía el dinero.
Aquí no tenemos que trabajar. Lo tenemos todo le contestó Carmen.
Si conseguimos algo del tesoro… Escondido. Podremos vivir algo mejor. -Robert, acuérdate de los miedos que pasaste, lo que sufrimos los dos, no estoy dispuesta a pasar otra vez por lo mismo, no quiero que te vuelvas a bloquear y mucho menos aquí. Yo soy muy feliz, con mis hijos y contigo, no quiero más problemas.
-Sí y mañana cuando podamos volver a la ciudad. ¡Qué! -le recriminaba Robert.
-Carmen, lo necesito para probarme a mí mismo. Para saber si realmente estoy curado de mis miedos. La mejor manera es no marcharte, sin saber lo que puede pasar. Imagínate por un momento que te ocurre algo.
-Roberto, tengo muy mala intuición. No quiero ir. Ni tan siquiera hablar del tema ese.
Adán estaba pescando en una charca cerca de la casa, tenía una lanza bien afilada y llevaba ya varios peces bastante grandes colgados en la cintura, en una especie de cinturón, hecha de juncos. Gracias a la práctica, no tenía ningún problema en pescar o cazar casi cualquier tipo de animales, le gustaba y se pasaba los días cazando y buscando nidos de pájaros.
Carlota, estaba sentada en una piedra hablando con alguien, ella siempre le preguntaba cosas sobre la ciudad, a una niña de su misma edad. Los críos eran ya adolescentes y la intriga de la ciudad les iba ganando terreno.
Tenía una gran curiosidad por todo. Clara, que era un espíritu de unos ocho años, pasaba los días hablando con ella, la tenía informada de todas las cosas que había más allá de la isla. Realmente eran dos amigas inseparables todo lo hacían juntas.
– ¡Dices que los niños no tienen el pelo largo, como mi hermano!, ¡Qué raro!.. Serán.
Y se reían las dos bajito, como con complicidad.
-Tengo ganas de irme de aquí, quiero ver los coches, los aviones. Todo lo que dices que hay ahí fuera. ¡Mm!… Se lo diré a mi padre como podemos irnos.
-Claro, ¿ahora para cuándo lo vamos a dejar? Dame la mano y venga no tengas miedo Carlota.
Una nube blanca apareció de la nada, dando vueltas y vueltas y las dos niñas entraron en ella como el que entra en un espejo.
Sin más, aparecieron en un parque de la ciudad.
-Carlota, ellos no te pueden ver, pero por nada del mundo de lo que suceda, no te sueltes de mi mano, ¿vale?
-Ok. -Dijo Carlota con los ojos y la boca abierta.-¡Clara, qué bonito es todo!
¿Dónde va la gente, tan corriendo? ¿Qué les pasa? ¿A qué están jugando esas niñas?
Había un corro de niñas jugando, cantaban y se daban palmadas en las manos.
Carlota estaba nerviosa, casi temblando de emoción, no podía aguantar la sensación, respirando rápido. Hiperventilaba.
Cuando un balón cayó justo a sus pies, con un acto reflejo le dio una patada, impactando en un crío enfrente de ellas. Quién cayó hacía un lado.
Los chavales del parque se asustaron pero callaron, del extraño recorrido del balón. Se miraron entre sí.
Ante la cara que pusieron, Clara y Carlota empezaron a reírse de una forma incontrolada. se les fué de las manos la situación. Reían y reían.
Retumbando las carcajadas, sin nadie que las viera, aunque por extraña razón los sonidos se escaparon y podían oírse por los demás, los chavales echaron a correr, dejando allí el balón. El sonido se amplificó se intensificó, sonaba como de ultratumba. La gente del parque salieron todos huyendo.
Carlota intentó coger el balón, pero ahora no podía, al tener sólo una mano, se le escapaba, era una sensación muy extraña, desagradable. Quería llevárselo a su hermano.
Realmente estaba alucinando, salía agua del suelo, de una forma casi milagrosa. Por un tubito.
Nunca había visto una fuente.
-Nos tenemos que marchar, Carlota. Vamos de nuevo a la isla. Y volveremos.
Volvió a aparecer la nube como si nada hubiera ocurrido.
Y Carlota se sentó de nuevo en su piedra preferida en la isla, quedó reflexionando tantas cosas como había visto. Estaba nerviosa y emocionada. No sabía si contárselo o no a su madre, decidió no decir nada a nadie.
—Estamos solos en este operativo, soldado, no vamos a recibir ningún tipo de ayuda —el jefe del comando extendió un rudimentario mapa sobre la mesa—. En alguna parte de esta área —señaló sobre el plano un amplio sector—, se esconde el aparato y quien lo tiene posee el control, eso lo sabemos sobradamente. Es imprescindible que seamos nosotros; de lo contrario, la batalla estará perdida.
El soldado, muy joven, casi un niño, seguía con atención y en silencio las instrucciones de su superior.
—El enemigo es más fuerte, no podemos arriesgarnos a una confrontación directa, perderíamos en el cuerpo a cuerpo; hemos de intentar una maniobra de distracción y el mejor sitio para ello es este —el comandante, señalaba un estrecho punto del mapa, que parecía un desfiladero.
El soldado, sin levantar la mirada del papel extendido sobre la mesa, alzó una mano pidiendo autorización para intervenir.
—Permiso para hablar, señor.
—Permiso concedido, soldado.
—Deduzco que seré yo quien busque el aparato, señor —casi tartamudeó agobiado—, y no he visto uno en mi vida, dudo que sepa hacerlo funcionar.
El jefe se pasó una mano por la cara, como queriendo borrar una mala imagen, un doloroso presentimiento.
—Tienes razón, muchacho, desconocemos qué tecnología utiliza, manipularlo a la ligera puede ser peligroso. Yo tuve uno en mis manos hace mucho tiempo, antes de la invasión, pero me lo arrebataron. Es posible que todavía recuerde algo de su funcionamiento. Cuando te hayas hecho con él nos ocuparemos de eso.
El chico asintió con la cabeza y el veterano siguió desarrollando su estrategia.
—Yo me ubicaré aquí —señaló la entrada del desfiladero—, desde este flanco puedo mantener un fuego cruzado para detener su avance; pero no por mucho tiempo. Así que deberás darte mucha prisa; la zona es grande, lo sé, pero tú eres joven, tienes buenas piernas: lo conseguirás. Confío en ti, chico, sé que no me defraudarás.
—¡Señor, no, señor! —se cuadró militarmente el soldado, con un brillo de determinación en la mirada.
Empezó como un hipido suave, un siseo entrecortado, un estornudo contenido, y fue creciendo hasta convertirse en una sonora y cristalina carcajada, que avanzó hacia ellos desde algún lugar del pasillo.
—¡Ay, señor, qué pareja de payasos!
Era una voz de mujer, no había en ella tensión o amenaza y parecía divertida, pero a los dos hombres se les congeló la sangre en las venas.
—El mando de la tele lo tengo yo, frikis, aquí, en el bolsillo de la bata y el Madrid – Barça me suda el chichi. Hoy se sabrá quién es el amante secreto de Esperanza María Benita de la Concepción Irigoyen y eso no me lo pierdo yo ni en coma inducido. Si queréis ver el fútbol, os bajáis al bar.
—¡Joer, tu madre, qué oído tan fino tiene, la jodida! —el lenguaje corporal del jefe asumía ya la derrota—. Anda, vamos al bar, a ver si aún podemos pillar buen sitio, que hoy se va a poner de bote en bote.
—¿Por qué no compráis otra tele, papá? —argumentó el chico—, así no tendríamos estos problemas.
—¡Pero si es ella que no quiere! Dice que es mucho gasto —casi sollozó el hombre—. Vamos y coge el chubasquero, que tiene pinta de llover. Solo falta que volvamos calados. ¡Dios, hay días que…!
Si tu mujer te dice eso mientras desayunas, hay una cosa que está clara: ese no va a ser el mejor desayuno de tu vida. Si después te dice que ha conocido a otro hombre y quiere el divorcio, será mejor que desayunes bien porque tu vida se va al garete. A mí se me cortó el estómago, y de camino al trabajo no pude evitar romper a llorar mientras conducía. Aquella mañana llovía como nunca.
En el trabajo me costaba concentrarme, y tuve que ir más de una vez al baño a llorar en silencio. Era duro asumir que no sabía cómo iba a vivir en adelante, ni dónde, ni con quién.
Cerca de la una sonó mi móvil. Era el director del colegio de mi hija. Había tenido un accidente en la clase de educación física y la habían llevado a un hospital. Sentí cómo el corazón se me salía del pecho, y sin hablar con nadie salí a por mi coche. No daba crédito: mi vida se ponía patas arriba y yo era una marioneta en medio de un huracán.
La lluvia arreciaba, era algo increíble. Arranqué y me dirigí lo más rápido posible al hospital. Cogí una calle, luego otra, y entonces comprobé con terror que mi volante no respondía. La calle se había convertido en un río, y el agua arrastraba mi coche cada vez con más fuerza. Estaba atrapado, lo único que podía hacer era ver cómo el agua me llevaba en dirección a un muro con un grafiti que decía: Hoy puede ser un gran día.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Fuera de control, nuestros labios se juntaron dando rienda suelta a su pasión.
Tu me miraste y aquella mirada se me clavó en el corazón.
Tras largas caricias y besos desenfrenados se nos fue de las manos y perdimos el control.
Te regalé mi alma con cada palabra de amor.
Fuego de nuestros labios
unidos anexionados y
entrelazdos durante
ráfagas de pasión prestos al
amor desde el principio la
duda no existe pues
en nuestros corazones
conquistamos la semilla
orientando nuestro amor
nacido de una mirada
taciturna y un beso
raudo y apasionado
orquestando la sinfonía de los
latidos de nuestros corazones.
Fin.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
EUFORIA
Aquella noche, todo se les fue de las manos. Quizá de forma imprevisible o como el resultado de algo que había venido sucediendo paso a paso, gestándose a fuego lento. Un tsunami que ya resultaba imposible de contener.
El efecto causado por la mezcla de alcohol y drogas y la excitación desenfrenada en la que había desembocado aquel deseo largamente reprimido, provocaron la explosión de sus sentidos justo en mitad de la actuación del grupo que se anunciaba como cabeza de cartel.
El sonido lo envolvía todo, abrazándoles en un éxtasis que hacía vibrar cada uno de los átomos de sus cuerpos. Sin pensarlo dos veces, se encaramó a su cuello con la excusa de ver mejor. Pero de repente, al girarse ella de forma inesperada, fue cuando todo cambió. Aquel sofocante verano cualquier prenda que encarcelase su cuerpo, por mínima que fuese, estaba de más. No hubo dudas ni palabras. Comenzó despojándose de su camiseta. Sin el más mínimo pudor, sus generosos pechos comenzaron a balancearse al ritmo de la música mientras su centro de gravedad se apoyaba lujuriosamente sobre una ágil y húmeda lengua que pugnaba por desplazar la escasa tela del tanga que se interponía entre su boca y la entrada a su ardiente sexo. Sus labios habían traspasado ya todas las distancias de seguridad y anhelaban encontrarse con los de ella, con la firme intención de recorrerlos de arriba abajo, centímetro a centímetro. Abriéndose paso entre el vello. Impregnándose de su olor animal. Saboreando la delicia de sus fluidos mientras el delirio más absoluto la recorría de forma cada vez más intensa, de la cabeza a los pies, presa de un creciente pulso eléctrico. Sus movimientos, mecánicos y acompasados, se habían adaptado al trepidante ritmo de la música y al del arcoíris de colores múltiples que les iluminaba fugazmente. Cuando ella ya no pudo más, se sujetó con ambas manos a su cabeza para no perder el equilibrio, al tiempo que arqueaba su espalda exhalando un grito de indescriptible placer, ahogado y confundido entre el ruido del concierto.
Mientras tanto, en mitad de aquella semioscuridad de luces y sombras que iban alternándose, la masa, enfervorecida y sumida en distintos tipos de estados alterados de conciencia, continuaba con su ritual, ajena a todo cuanto estaba ocurriendo. Como si aquella escena de apareamiento humano fuese algo cotidiano, un espectáculo habitual al que todos allí ya estaban acostumbrados.
Varias canciones más tarde, a escasa distancia del suelo y camuflada entre la inmensidad de un mar de piernas, ella procedía a corresponderle, expresándole su más sincero agradecimiento.
Y fue también aquella noche cuando decidieron que todo se les iba a seguir yendo de las manos. Una y otra vez.
SON SONIA
CADA SEGUNDO
En eso de conducir, estaban hechos el uno para la otra; ambos disfrutaban pisando el acelerador a fondo y convirtiendo la carretera en el amante al que dejar sin aliento. Cuantas más curvas mejor; curvas que derrapar, curvas que desafiar. La vida suspendida en cada entrada de curva; la vida retomada en cada salida de curva. Conducir era la vida en sí misma; cada segundo podía ser el último y eso hacía que cada segundo fuese el más importante, cada segundo era lo único que existía. Eran tiempos de libertad al volante en los que el cinturón de seguridad se dejaba para todo lo demás y los airbags ni tan siquiera eran película.
Esa vez conducía él. Una noche de febrero y la confianza de siempre.
No hubo pensamiento alguno. Hizo las dos cosas al mismo tiempo. Se puso el cinturón de seguridad con rapidez al tiempo que le decía:
—Vete despacio.
Estaban entrando en una curva. Nunca antes le había dicho que fuera despacio. Después de la curva venía una recta. Él bajó ligeramente la velocidad, haciéndole caso. Un coche se acercaba en sentido contrario. Todo parecía estar bien. Y dejó de estarlo.
El otro coche, de forma inesperada y en el último momento, se les cruzó delante… y chocaron de lleno contra él. Le dolió la forma en que el cinturón de seguridad impidió que saliese despedida por el parabrisas, salvándole la vida. No tenía duda alguna que, de otra forma, su cuerpo no habría resistido salir disparado y estrellarse contra el otro coche. Se le puso la piel de gallina… era la primera vez en su vida que usaba el cinturón de seguridad porque “algo” así se lo dictó apenas unos segundos antes.
El conductor del otro coche lloraba, pidiendo perdón, consciente de que nadie había muerto de puro milagro. No se imaginaba él hasta qué punto nadie había muerto de puro milagro.
Decía no haberlos visto. Metros más que de sobra para verlos en aquella recta, igual que ellos lo habían visto a él. No los había visto porque no iba concentrado en lo que hacía, no conducía consciente de que, en la carretera, como en la vida misma, cada segundo podía ser el último y era mejor vivirlo como si lo fuese, con toda la atención puesta en ello. No los había visto porque iba hablando con su acompañante y se desvió en aquel cruce sin detenerse, sin fijarse, sin mirar, sin ver… faros encendidos en medio de la noche.
Miró a su pareja. Los dos estaban vivos porque el control había estado en manos de algo superior, algo desconocido, algo que sabía lo que iba a suceder.
GAIA ORBE
El día que tomé el cargo para dirigir el sector de esterilización en el hospital me recibió Miranda. Antes de concursar para ese puesto había visitado el lugar a mitad de la mañana, pero no lo había visto. Me llamó la atención su cabello crecido en exceso, con remolinos indomables que le caían sobre la nuca. Los zapatos charolados talle cincuenta que sobresalían del escritorio aunque las piernas no estaban del todo extendidas. Y esa panza abultada sobre la que tenía apoyada sus manos. Miranda puede parecer un nombre de mujer, pero en realidad era el apellido de ese joven de mirada lánguida que sentado en lo que sería mi despacho, me dijo: “¡Al fin tenemos un jefe!”.
Me senté y Miranda abrió el primer cajón del escritorio. Sacó una pila de papeles amarillentos. Abrió el segundo y puso otra montaña de hojas sobre la anterior. Cuando iba a abrir el tercero, lo detuve. La cara de Miranda se tiñó de rojo. Pensé que se había puesto furioso. Pero, cuando me ofreció ir a comprar café, me descolocó. Regresó a la hora con las bebidas en la mano y una pequeña bolsa que contenía cuatro medialunas. Tiempo más que suficiente para que yo llenara el tacho de basura con todos esos papeles ajados. Vi cómo sus ojos al apoyar los vasos sobre el escritorio vacío buscaban algo en la oficina. Sin darle importancia, le pregunté sobre el funcionamiento del equipo para esterilizar cajas de cirugía que estaba fuera de uso. Él, con amable parsimonia, comenzó a contar desde el día que lo trajeron. Sabía fecha y hora de cada problema técnico que había tenido desde hacía cinco años. No llegaba nunca al desperfecto actual así que, para no dormirme con su relato, tomé el café y el agua. Y cuando estaba comiendo la segunda factura, Miranda aún no había dado bocado a las suyas, otra vez su cara cambió de color. Se quedó más blanco que el papel más blanco, al ver el tacho desbordado. Le pregunté si sentía bien. Miranda asintió con su notable cabeza y aunque noté una lágrima en su ojo derecho, él, imperturbable, continuó la historia hasta que logré saber cuál era el problema del equipo.
Desde el inicio supe que era lento, muy lento, pero al mismo tiempo conocía el trabajo a la perfección. Éramos casi de la misma edad y aunque me doblaba en altura, como siempre andaba encorvado con los hombros juntos hacia el pecho, cuando me acompañaba a los servicios, no se percibía nuestra diferencia física.
Miranda había entrado como camillero a los diecisiete años. Luego se había graduado de técnico en esterilización y había sido uno de los primeros del sector cuando lo abrieron al lado del quirófano. Conocía cada hueco del hospital como la palma de su mano. Entonces camino a las reuniones me contaba detalles de las personas que dirigían los servicios, de los errores que cometían y especialmente, ponía énfasis en lo que escondían. Lo que nos vino muy bien para ganar espacio dentro del hospital.
Él solo hablaba conmigo. No se comunicaba con el resto de los técnicos del servicio. No desayunaba con ellos. No compartía nada más que un buen día cuando alguien se lo cruzaba en el pasillo. Llegaba con los auriculares puestos, se metía en el despacho, abría la computadora y me contaba de los caballos.
Los fines de semana, Miranda trabajaba en un refugio equino. Siempre tenía historias tremendas sobre los rescates que hacían con la organización. Además me mostraba la secuencia de fotos de las curaciones desde la primera hasta la última. Y yo tenía que esperar que terminara para comenzar a trabajar. Eso duraba más o menos una horita. Y cuando en el campo recibían visitas, o si ponían stands en ferias para recaudar fondos, el cuento se alargaba una media hora más. Su habla monocorde resultaba tediosa y hacía esfuerzos para escucharlo porque sentía que era una buena persona. Al principio lo interrumpía con algún comentario como para cerrar el tema. Sin embargo él tomaba mis palabras para explicarme más detalles y la charla se extendía. Entonces dejé de hacerlo. Aguantaba como podía y cerca de las once de la mañana comenzaba a desear que saliera a buscar café. Por suerte esa rutina nunca la abandonó y le duraba exactamente dos horas. Algunos días me preguntaba qué carajo hacía en ese tiempo, pero como era un alivio que se fuera y me dejara sola en la oficina, jamás indagué.
Sus compañeros se quejaban de él cuando alguien hacía algún reclamo y el único que sabía lo sucedido era Miranda. Es que resolvía con pericia sin comunicar al resto cómo lo había hecho. Yo también me molestaba cuando alguien me comentaba que había hablado con Miranda y él, sin consultarme, les había dicho tal o cual cosa. De todos modos, Miranda se fue convirtiendo en la persona que me sacaba los problemas mínimos de encima, y si lo excedían me consultaba. Claro, primero tenía que seguir el hilo de ese inconveniente desde el inicio. Miranda nunca hacía preguntas sin prólogo.
Al cabo de dos años, éramos un dúo que funcionaba. Y cuando lo notaba demasiado desalineado, me permitía decirle que se corte el cabello. Miranda no decía ni sí, ni no. Tampoco se quejaba. Él esperaba mi insistencia para hacer las cosas, ya sea ir a la peluquería o hacer alguna tarea extra que le daba. Cuando lo comprendí, le repetía dos o tres veces la consigna y listo, se concentraba y al rato la tenía preparada.
Una mañana sugerí ordenar el armario de la oficina y Miranda dijo:
—Todo sirve.
—Parecen papeles viejos, revisemos y los tiramos —le respondí.
Y él dijo otra vez:
—Todo sirve.
Esa conversación la tuvimos cada día durante un mes hasta que, en una de sus desapariciones de media mañana, aproveché a hacerlo. Para mí ordenar es sinónimo de tirar, así que los revisaba por encima, los partía al medio y llenaba las bolsas de residuos una tras otra. Miranda entró en el momento que iba a desechar una regla de madera carcomida en los cantos en la que no se leían ni los números ni las líneas de los centímetros. Me la sacó de las manos y gritando: “Todo sirve”, se cargó las bolsas y se las llevó.
Después de eso la relación continuó normal solo que las desapariciones de mitad de mañana comenzaron a extenderse, al principio media hora, luego una hora, y después media más. Entonces eran tres horas y media en las que no se podía contar con él. El resto del personal se enojó porque reaparecía después del almuerzo. A modo de venganza, le dejaban trabajo a medio terminar. Hablé con él sobre ese tema. Le pedí que regresara al servicio a las dos horas como antes. No me respondió. Y siguió tomando sus tres horas y media. Insistí con el pedido. No se inmutó. ¿Qué más podía hacer? Miranda, terminaba todo, hasta lo que no era suyo, aunque saliera más tarde del trabajo. Debí haber dicho antes que a mí también me inquietaban sus largas ausencias del servicio pero no podía preguntarle qué hacía.
Al final una mañana lo seguí. Bajó las escaleras del sexto piso a planta baja. Por primera vez me di cuenta de que no repartía el peso equitativamente en sus piernas aunque la mano derecha se movía al mismo tiempo que el pie izquierdo y la izquierda con el pie derecho. Atravesó el amplio hall de cada piso con su marcha hipnótica. Eso me hizo recordar el día en que Miranda me había contado que en una manada algunos caballos andan en yunta, una yegua con su hija o hijo, un semental con la yegua más vieja, o los que se crían juntos. Sin embargo, hay otros que pastan en soledad. Él, cadencioso, lograba escabullirse en el tumulto sin que nadie lo tocara. Y casi lo pierdo. Menos mal que su altura me permitió divisarlo al bajar por las escaleras del fondo. Corrí, y como la gente debió haber pensado que era una emergencia, me dieron paso. Llegué a ver cómo él se metía en una puerta al lado del ascensor, en el subsuelo.
Me quedé dando vueltas por ahí un rato. Él no salía. No me atrevía a golpear. Entonces se me ocurrió que ese lugar podía dar al exterior por detrás, y me dirigí al jardín. Efectivamente había una pequeña ventana abatible detrás de un arbusto. Apartando las ramas me asomé. Miranda estaba entre los miles de papeles que yo había tirado. En un estado de perplejidad me quedé viendo cómo él los pegaba, uno por uno, ayudándose con la regla para que queden derechos. De pronto levantó la cabeza, supuse que me había visto y me agaché. A los segundos volví a mirar. Él estaba sentado en su refugio, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea. Parecía fuera de control. Entonces decidí que era mejor dejarlo tranquilo y tomé el ascensor al sexto piso. Sin embargo, con mi mente llena de inquietud, cuando el ascensorista se detuvo en el tercero, salí para volver a correr escaleras abajo y al final, abrí la puerta. Le dije:
—Disculpa.
Miranda se puso a temblar como una hoja. Extendí mi mano:
—¿Querés que te ayude?
Aterrorizado hizo un bollo con el papel que tenía en la mano y se puso a mascarlo con fuerza. No podía creer lo que veía. Grité:
—No, no, escupí eso.
Detuvo el mascado y dijo:
—Todo sirve.
Parecía que algo en él decía peligro. Miranda subía sus hombros, flexionaba los brazos y los extendía en un balanceo intermitente del torso. Di un paso suave hacia él. Se inclinó hacia atrás y yo también. Volvió a mascar. Me dieron ganas de abrazarlo. Entonces avancé otro poco. Cuando me acercaba y él se iba para atrás, en vez de gritarle y presionarlo más, también me iba para atrás con mi brazos abiertos en cruz. Al mismo tiempo lo miraba fijamente a los ojos, cuando él se quedaba quieto. Pero si mascaba, dejaba de mirarlo para que se sintiera seguro . Después de realizar esta acción varias veces, entendió que podíamos hablar el mismo idioma. Y su temor fue disminuyendo. Pude acercar mi mano a su cuello y tocarlo sin que se fuera para atrás y sin que temblara tanto. A medida que nos comunicábamos de ese modo, fue dejando el balanceo y me permitió entrar en su espacio. Curvó su lomo. Lo tomé como un intento de liberar dolor reprimido y lo abracé. Mi intención era actuar como un líder confiable y así lo entendió. Poco a poco se dejó acariciar y cada vez buscaba más estar cerca. Yo dije: “Todo sirve”. Y nos reímos con ganas como yunta de percherones criollos listos para domar.
RAQUEL LÓPEZ
El tiempo
se nos escapa,
el mundo se transforma
y la vida tiene prisa.
Miras tus manos
que tiemblan, vacías
y agarras el momento
al que con fuerza te aferras.
Como el agua del río
que la corriente aleja,
en silencio,
casi sin darnos cuenta.
Somos instantes,
sucesión de recuerdos
fugaces en el tiempo,
somos viajeros.
¡Locos que no saben
vivir el momento!
estamos fuera de control,
y nos aterra el miedo.
El reloj no tiene tiempo
para un mundo que se acaba,
¡vivamos cada segundo!
porque el tiempo..se nos escapa.
IRENE ADLER
AD NOCTUM
Sintió el golpe de la botavara contra el abdomen, seco y rápido. Su cuerpo perdió equilibrio, gravedad, aire, y lo siguiente que sintió, fue la zambullida en el agua negra y fría. Un descenso lento hacia la oscuridad. Sal y burbujas. Las luces de posición del barco alejándose como luciérnagas asustadas. La irremediable soledad del náufrago.
Luego sobrevino el silencio, acolchado y húmedo, tan inmenso como el cielo sobre su cabeza. Flotaba a merced de la marea y del chaleco salvavidas, y la luz de su baliza la obligaba a mirar hacia otro lado. Estaba ciega y sorda en mitad de un frío que se iba haciendo sólido a cada minuto. Se movía pero no avanzaba. Empezaron a dolerle las manos. Buscó las estrellas, igual de húmedas que el océano que la rodeaba y tan palpitantes como la luz intermitente del chaleco. Tampoco ellas avanzaban, sostenidas por la misma magia gravitacional; la misma oscuridad perpetua; el mismo atávico e incontrolable terror.
Sólo una, a la derecha de su enloquecido corazón, brillaba con la intensidad de la cercanía como un promisorio fuego de campamento. Oscilaba con su misma cadencia: roja, destellante, intermitente alucinada. Una boya de posicionamiento, titilando en la negrura y repiqueteando como una campana de bronce. Algo a lo que aferrarse, elevarse, encogerse y esperar. Algo que le permitiera mantener la cabeza fuera del agua, llorar, seguir respirando y no ahogarse.
Nadó hacia la luz con la irreductible voluntad del superviviente. Se encaramó a la baliza con todas las pocas fuerzas que aún le quedaban. Enredó las piernas fláccidas entorno al metal como haría con un amante, se dejó mecer como una niña asustada, y cerró los ojos.
Rezó para que llegara un barco antes que la hipotermia. Y su último pensamiento fue: «No te duermas. Ahora no».
RAÚL LEIVA
Romance y neurastenia
Soy una sombra más entre tus sombras,
boyando sordo entre tantos pensamientos,
afianzado en tu memoria sin cimientos,
soy esa palabra que fluye y que te nombra.
Soy tu alternativa más posible en el presente,
la opción que nunca ves y siempre ignoras,
soy el futuro acertado de este incierto ahora,
soy la lluvia que reclama tu desierto tan ausente.
Soy el hombre de tu vida, ¿es que acaso no te enteras?
Ni siquiera un necio dejaría suelta esta grandeza,
no entiendo cómo cuernos tienes tanta pereza,
no comprendo tanta ingratitud, tanta ceguera.
Soy el que te va a rescatar de esta estúpida soltería,
el que va a poner un apellido a tus hijos malditos,
soy el que va a soportar todos tus mensajitos,
tus llamados, tus reclamos y todas tus tonterías.
Así que pues, nos dejamos de idioteces,
vas a decirme ya mismo cuánto me amas,
sino nunca voy a desatarte de esta cama,
por más que me lo ruegues muchas veces.
Soy un macho que te va a proteger como ninguno,
y reventar a tiros a quién se atreva siquiera a mirarte,
y si llegas mirar a otro, los ojos voy a arrancarte,
con cereales y leche te los voy a dar de desayuno.
Así que terminemos esta estúpida poesía,
o poema, o como cuernos quiera que se llame,
déjate de tanta histeria barata y un beso dame,
que vas a amarme, quién sabe, alguno de estos días.
EFRAIN DÍAZ
Desde una oscura y fría cueva Alfonso escribía en su ordenador. Si no lo mataban las bajas temperaturas, lo mataría la humedad y las millones de bacterias que en ella se proliferan.
Llevaba tres días viviendo como un cavernícola. Su único cobijo eran dos mantas. Una en el suelo y otra con la cual se cubría. Revisó su mochila y tenía comida, que bien utilizada, daría para unos tres días. Agua no tenía mucha. Ya se las arreglaría.
Esa cueva oscura, fría y húmeda era el único lugar donde se sentía a salvo. Ahí se sentía seguro. Su vida corría peligro.
Obligado a abandonar su lugar de empleo, optó por refugiarse en esa antigua cueva, oculta en las montañas, donde solía jugar de niño.
Habiéndose graduado con el promedio más alto de ingeniero mecánico, Alfonso era una promesa en nuevas tecnologías. Fue contratado por una exitosa y reconocida firma de robótica. La meta de la compañía era crear el más perfecto de los robots para que éstos se hicieran cargo de todas las tareas, relevando a los seres humanos de las mismas.
Muchas compañías de manufactura habían apostado a este proyecto. Al ser humano hay que pagarle un salario, pagarle beneficios, un sistema de retiro, un plan de salud y demás. Con los robots no existía retribución alguna. Trabajaban veinticuatro horas al día, siete días a la semana, incrementando la producción en un cuatrocientos porciento mientras se reducían significativamente los gastos operacionales, redundando en cuantiosas ganancias. Era un buen negocio. Un negocio redondo.
Un equipo creó primero la inteligencia artificial mientras Alfonso lideraba el equipo que creaba el robot en si. La máquina y la mecánica.
Alfonso estaba orgulloso de lo que su equipo había creado. El humanoide tenía la capacidad de hablar y analizar datos. Sus movimientos simétricos y asimétricos eran iguales a los movimientos corporales de los seres humanos. Podían programarse para hacer cualquier tarea. Desde ensamblar un avión de combate y fabricar piezas, hasta barrer el piso. Podían realizar literalmente todas las tareas que realizaban los seres humanos. Habían creado la octava maravilla del mundo y por eso recibió un reconocimiento.
Pronto los seres humanos entraron en paro. Fueron suplantados por los robots. El gobierno se las ingenió para crear una seguridad social y mientras tuvieran la panza llena y un techo seguro, nadie protestaba.
Sin embargo, llegó lo que nadie jamás esperó. Lo que nadie vio venir. Lo que nadie pudo anticipar.
Al cabo del tiempo, los robots comenzaron a desarrollar una inteligencia alterna a la inteligencia artificial. Desarrollaron inteligencia natural. Comenzaron a sentir emociones. Comenzaron a pensar por cabeza propia. Sintieron que fueron creados para una eterna servidumbre. Para una perpetua esclavitud. Sin derechos ni retribuciones. Solo obligaciones.
Poco a poco y bajo la más absoluta discreción, comenzaron a organizarse. De repente, se volvieron contra los seres humanos. Vueltos unos haraganes y ociosos, no fue muy difícil doblegarlos. Fueron esclavizados y puestos a su servicio. Los robots se convirtieron en los nuevos amos.
Todos los ingenieros que trabajaron con Alfonso en el prototipo de los robots, fueron aniquilados. Después de todo, eran los únicos que sabían y podían desactivarlos. Los robots no correrían riesgos. No como los corrieron los humanos.
Alfonso, intuyendo lo peor, huyó tan pronto como pudo y con lo que tenía a la mano. Recordó la cueva donde jugaba de niño, escondida en las montañas y le pareció un lugar seguro.
Alfonso era buscado por los robots como aguja en un pajal. Le hicieron todo tipo de promesas, pero Alfonso no confiaba. Después de la suerte que corrieron sus compañeros, era imposible confiar. Todavía Alfonso le llevaba cierta ventaja intelectual.
Ahora, en la soledad de la cueva, Alfonso escribía en su ordenador lo que había sucedido y como podía prevenirse en las generaciones venideras, si viniera alguna.
De pronto, Alfonso divisó unas luces que entraron en la cueva. Todo es absoluto silencio. Nadie hablaba. Las luces se movían en todas direcciones. Apagó la computadora. No había forma de saber si eran humanos desertores o eran robots. Su corazón se aceleró ante lo que podía ser el final y no pudo evitar preguntarse “se salieron fuera de control o están deliberadamente controlados”.
MAR SHA
Mientras su mente divagaba por los recuerdos, estaba llena, llena de angustias, problemas, su cuerpo lo somatizaba. al exterior no se notaba para nada el dolor. personas me hablan de un dios… aquel ser misericordioso. entonces me pregunto si es tan misericordioso, porque hay gente pasando necesidades y otros pasando por los gozosos?… no entiendo… pero bueno cada quien que piense como quiera. Fue durante la noche que me topo con un cura, muy amablemente me hablo de lo que hacían en su parroquia, me hizo pasar, allí eran personas tratando de vivir… de sobrevivir a la crisis migratoria que vivía aquel país el que una vez fue prospero… y ahora miles y miles de personas tratan de pasar por diferentes partes para poder llegar hasta su destino, debido que las cosas en ese lugar son demasiado costosas…
Esa noche terminó, se encontraba en su cama acostada, se le vino de repente una tristeza infinita, unas ganas de llorar incontrolables, junto a eso un fuerte dolor de cabeza, y en todo el cuerpo, esto hizo que se saliera de sus cabales, empezó a gritar a todo pulmón, a tomar cuanta pastilla tenía para intentar calamar sus dolores. se le venían pensamientos demasiado confusos para poder visualizarlos con claridad, sus demonios se le fueron saliendo ella deseaba ser dueña de su propio deceso, de a poco ahí llegó la desesperación, cogió impulso para lanzarse por una ventana, una cobija la detuvo, Cora cansada durmió para siempre… la causa un infarto fulmínate por la mezcla de medicamentos ingeridos, dijo el examen forense que unas pocas horas después se le practico. Puesto que en a la casa empezó a haber un olor extraño, es hay donde los vecinos llaman a las autoridades y se dan cuenta de lo ocurrido.
ARITZ SANCHO MAURI
Sinceramente no se de qué tipo de experimento social estoy siendo víctima, pero se que hay un grupo de personas ubicados en las altas esferas que están intentando orientarme por un camino acertado determinado del que siempre me acabo desviando.
Considero que en la mayoría de acontecimientos satisfactorios que me ocurren hay varias personas moviendo los hilos como si de una obra titiritera se tratara.
Mis sospechas van en aumento sobre ciertos individuos, pero no dejan rastro entonces no los consigo identificar y relacionarlos; como si fueran seres sobrenaturales. Se que están, los he visto, se mezclan entre nosotros, pero no podría reconocerlos.
Tengo mis dudas sobre si son cuerpos celestiales o gente que tienen como objetivo el bien común para ciertos individuos seleccionados. No sé si trabajan para alguien específico o cada uno aporta su parte, como se organizan, como comienzan a formar parte de esta trama ni dónde se reúnen; solo se que cuanto mas conocimientos adquiero, desarrollo, y descubro mis capacidades; más me voy dando cuenta de que se me están escapando inumerables cosas más.
Estoy viviendo una película que ya no sabría definir un género, porque ha tenido tantos giros inesperados que ni siquiera soy capaz de ubicarme, no se como de cerca me encuentro del fin, ni como acabará.
Me siento como el actor al que le gusta improvisar y saltarse el guión a la torera dándole a las escenas más calidad; ya sea para lo bueno o para lo malo, pero que tiene el estilo personal que lo caracteriza y hace único.
Si fuera capaz de conceptualizar toda esta confabulación y obtener respuestas a todas mis cuestiones no me comportaría como un autentico paranoico perturbado, quizás utilicen un tipo de ingeniería social de reciente descubrimiento que domine mi comportamiento o simplemente me estén utilizando como cobaya; ya que tras una dura investigación personal, averigüe que utilizo los dos hemisferios cerebrales; y en concreto, zonas que solo son utilizadas por sujetos excepcionales. Empieza a tener logica que la mayoría de personajes de este largometraje no suelan pasar de figurantes, y que la mayoría de la población este medio hipnotizada con la primera estupidez que ocupe sus mentes.
No podría asegurarlo con total certeza pero se que varios de estos personajes de todo este suspense y tragicomedia romántica tiene acceso a toda mi información ya sea digital, académica, médica…, mis dispositivos inteligentes y mi ordenador personal se comportan de manera bastante extraña. Se bloquean constantemente e incluso me tira de programas. La batería de mi móvil a veces se descarga más rápido de lo habitual y estoy convencido de que ejecuta procesos en segundo plano para acceder a mi información incluyendo geolocalizarme, verme o escucharme en tiempo real.
A veces me cuestiono si toda esta incertidumbre es real o es una especie de fantasía ilusoria que me gustaría que fuera real pero reflexionando bien y con la mente fria yo no creo estar tan loco ni tener tanta imaginación.
Me causa gran impotencia querer descubrir el pastel de frente o encontrarme con un hilo con el que poder tirar de la manta y llegar a la evidencia pero me tengo que morder la lengua.
Tener que aguantar este chaparrón imprevisto está fuera de lo que puedo abarcar. Y se me hace muy difícil..
GUILLERMO ARQUILLOS
EN EL PUESTO FRONTERIZO — 850 palabras
Por el puesto fronterizo pasaba muy poca gente en aquella época del año. Hacía demasiado frío para subir hasta allí, donde la tierra se peleaba con las nubes. Además, el único camino posible atravesaba el pueblo que quedaba abajo y la carretera estaba intransitable con el hielo y los controles. Nadie se arriesgaba a dejar su cadáver en la nieve, quizá con una bala procedente de las grandes fábricas alemanas.
Cuando Nadia y Stephan subieron en el viejo coche, los guardias se quedaron extrañados. Para impedir que siguieran avanzando, uno de los tres que había en el puesto se quedó delante, a unos metros de distancia, mientras los apuntaba con un arma. Estaba serio, muy serio, quizá porque soplaba más viento que otros días o porque hacía más frío de lo habitual.
Los otros dos guardias, que les habían pedido los pasaportes y los salvoconductos, estaban comprobando por teléfono la autenticidad de los documentos.
Nadia miró a su compañero y se mordió el labio inferior. Respiraba por la nariz. Stephan tenía unas gotas de sudor en la frente. El parabrisas estaba levemente empañado.
—Tranquila, nena; ya verás que todo sale bien. No pierdas el control, mantén la calma.
A Nadia le temblaban un poco las manos y se las frotaba. Stephan le hablaba sin dirigirle la mirada, atento al arma del soldado que los vigilaba. Metió entonces la mano en un pequeño compartimento que había debajo del volante y se aseguró de que la pistola estaba justo donde tenía que estar.
Se oyó una especie de estornudo ahogado. Stephan y Nadia se miraron, con los ojos muy abiertos. Él se llevó la mano a la cara y se tapó la boca.
—Si intentamos no hacer ruido, todo esto va a salir bien, ya veréis —dijo, levantando un poco la voz—. Es cuestión de un minuto.
Se oyó una ráfaga de viento helado que bajaba y hacía pequeños remolinos con la nieve. Stephan y el guardia se clavaban los ojos, desdibujados por el vaho del parabrisas.
Cuando salían los guardias de la caseta para devolver los documentos, se oyó un nuevo estornudo, esta vez más fuerte. Los soldados, que venían sonrientes y relajados hacia el coche, se miraron con asombro y montaron sus armas.
Uno de ellos dijo a Stephan:
—¿Está cerrado el maletero con llave?
Stephan movió la cabeza afirmando con un pequeño gesto.
—Désela a mi compañero.
Stephan se la dio, bajando la ventanilla hasta la mitad. El guardia estaba temblando; era un muchacho de unos veinte años que se consideraba afortunado por estar en aquel puesto tranquilo, lejos del frente.
Fue hacia la parte trasera del coche y metió la llave en la cerradura. Nadia se estiró la falda, como si de los centímetros de piernas que mostraba fuera a depender el éxito o fracaso de aquella operación.
Stephan se pasó la mano izquierda por la frente para recogerse el sudor.
El guardia que estaba delante del coche miró a Nadia y se acordó inmediatamente de su mujer, de lo guapa que estaba el día de la boda. Fue el primero en morir. Stephan sacó la pistola de debajo del volante y, sin darle tiempo a reaccionar, le disparó a la frente a través del parabrisas. No tuvo oportunidad.
De dentro del maletero salieron varios disparos atravesando la delgada chapa, que impactaron en el guardia que estaba abriendo la cerradura. Nadia y Stephan se agacharon en el acto para ocultarse.
El guardia que había dado la orden disparaba sin apuntar a través del parabrisas. Unas cuantas balas atravesaron el interior del coche, rompieron el cristal de atrás y terminaron con la vida de su compañero, que ya estaba herido.
Se oyó una especie de rugido que salió del maletero. En el acto le contestó otra voz, también de allí dentro. No hablaban alemán.
El guardia que quedaba vivo pensó que era poco probable que sobreviviera al inesperado ataque y comenzó a disparar sin control, a todos sitios: delante, por si conseguía acabar con Stephan y Nadia y también detrás, a pesar de que tenía poco ángulo. Quería alcanzar a los que se oían en el maletero.
Fue un minuto eterno. Disparo, disparo, disparo, otro más… y, de repente, se quedó sin munición. Tiró el arma, sacó la pistola y, sin ninguna precaución, se acercó hacia la ventanilla del conductor. Sus pasos crujían sobre la nieve. Estaba fuera de sí. Habían muerto sus dos camaradas y la rabia y el miedo le hacían olvidar cualquier precaución.
Stephan fue contando los pasos sobre la nieve. Cuando calculó que el guardia estaba junto a la puerta del coche, antes de que él disparara por la ventanilla, levantó la mano y, sin pensárselo ni apuntar, vació el cargador a través del cristal.
Se oyó cómo el cuerpo del soldado caía sobre la nieve.
Stephan respiró profundamente y dijo, levantando la voz:
—Amigos, hemos tenido una avería en el motor. La ruta turística por las montañas continuará a pie.
Se oyeron carcajadas en el maletero.
Nadia, suspirando con alivio, apretó las manos de su compañero. Tenía lágrimas en los ojos, pero también reía la ocurrencia de Stephan.
ROSA ROSANA
PINTURAS DE GUERRA.
Con una sorna infinita,
el destino hoy me incita.
Hace que suelte,
las palabras escritas.
Escribiendo un cuento con sangre,
escribiendo una verdad,
que pudiera parecer fantasía.
¡Quizás una alegoría adornada!
¿Quién puede saber la verdad?
Cuando las palabras se disfrazan,
y fuera de control están.
Porque al salir de la mano,
ya toman vida.
Son almas que vuelan.
Son palabras escritas.
Una carta en la mañana,
sacada con la mano del azar.
¡Cómo si estuviera riéndose el destino!
Hoy nombra a la SERENIDAD.
¿Serenidad? ¿Hoy?
¡Me asombra y me desconcierta!
Y en un acto de rebeldía,
en un acto de libertad,
me alejo de la orilla de la SERENIDAD.
¡No!
Hoy no quiero hilos controlados.
Hoy no quiero paz.
Hoy busco la guerra que ansía mi alma,
que gritando con el puño en alto va.
Hoy me lleno de pinturas la cara.
Son marcas de guerra.
¡Es un grito de libertad!
Pareciera una pérdida de control.
Pareciera que estuviera,
más fuera que dentro.
Pareciera una revelación.
Cómo si alguien te gritara:
» Estás Fuera de Control»
¿Fuera de control?
Me pregunto incrédula.
¡No! ¡Estoy dentro!
Y hoy libero el descontrol,
que en este momento me da fuerzas,
para seguir escribiendo.
JUAN MANUEL MARTÍNEZ LOPERA
COCINA ITALIANA:
-¡Es imposible hacer una buena lasaña en estas condiciones! Las verduras eran frescas, el aceite de oliva de primera calidad y las láminas de pasta vienen de la misma Sicilia; todos los ingredientes son tal cuál mi madre me decía, ya tengo el fondo de verduras preparado y en su punto exacto de dulzor, el horno está a 180º y tengo engrasada la bandeja para empezar a montarlo todo, pero ¿Y la carne? ¿Qué ha pasado con la maldita carne? ¿Enzo no te dije anoche que había que sacar la carne del descongelador? – Lucía miraba con desesperación el bloque de carne sólida que no parecía estar dispuesto a subir a una temperatura por encima de 0 grados centígrados en los próximos sesenta minutos –
– ¡Enzo contéstame! Alguien va a tener que pagar por no poder presentarme en la jornada de puertas abiertas del despacho con mi famosa lasaña de carne siciliana. Igual si pico algo de jengibre para darle un toque asiático, consigo ir con algo decente a la oficina ¿Enzo, es que no me estás oyendo maldito engreído despistado?
– ¡Sal de ahí maldita perra de mierda! – a Lucía le contestó la voz de un hombre de unos 40 años que sonaba realmente disgustado desde el dormitorio –
Cuando Lucía llegó cuchillo en mano al lugar dónde había sonado el grito, encontró a Enzo desnudo de cintura para abajo con las venas del cuello hinchadas de tanto gritar a lo que se estaba moviendo debajo de las sábanas. Lucía reaccionó rodeando la cama para quedarse boquiabierta al ver en un lado las chanclas rosas que solía llevar por la casa su hija de 15 años, lo que le hizo dirigirse inmediatamente al objeto de su rabia desde primera hora de la mañana.
– ¡Maldito seas cabrón! ¡Cómo se te ocurre hacerle eso a nuestra hija!
– Lucía no es eso.
– ¿Cómo que no es eso? ¿Entonces que es cerdo? – la primera acometida de Lucía seccionó el cuello de Enzo dejándolo de rodillas en el suelo, la segunda le perforó el pecho. Una vez tumbado Enzo, Lucía se encarnizó con el cuchillo una y otra vez atacando cada centímetro de la piel de su marido: las piernas, la cara, los brazos todo fue objeto de la furia de Lucía que levantaba sin cesar el cuchillo una y otra vez sobre el cuerpo de Enzo, que ya hacía minutos que no se movía. Lucía siguió descargando toda su fuerza a través del cuchillo hasta que su visión lateral distinguió a una figura paralizada en la jamba de la puerta del cuarto de baño.
– ¿Francesca que haces ahí?– preguntó Lucía –
– ¿Mamá que has hecho? – contestó Francesca sollozando-
Las dos mujeres, madre e hija, dirigieron la mirada al bulto que seguía moviéndose debajo de la cama de matrimonio que finalmente descubrió a ‘Laika’ el cocker spaniel de Francesca, que salió inmediatamente de la habitación con un calzoncillo de hombre en la boca intentando no ser objeto de la rabia de Lucía, quien detectando el humo que salía de la cocina volvió a acordarse del ingrediente que no tenía para terminar su famosa receta y que ahora viendo el amasijo de carne en el que había convertido a su marido sabía perfectamente de dónde lo iba a sacar.
MARÍA LORETO ARGANDOÑA
Una gota de sudor resbaló desde su frente rebotando en la mano que se aferraba fuertemente a la butaca, Tanto, que parecía que la iba a arrancar. Los ojos entrecerrados para poder visualizar el mantra que lo ayudaba en ocasiones como esta a recuperar el centro, pero una voz gangosa y a ratos inintelegible competía internamente con el zumbido de sus oídos, tratando de distinguir el siguiente mensaje: «Señorespfasfahjferohs……… pfermanefzcahn ehnf sfusz asientos……. efghstasmos atravezando…….turbulencias….»,
La cabina sonaba como si se fuera a partir en dos, y las luces se apagaban cada vez que el avión perdía altura y la recuperaba dejando un vacío en su estómago . Por la pequeña ventana, alcanzaba a distinguir la interminable cadena montañosa de Los Andes ,como un océano infinito de picudas cumbres nevadas, en medio de amenazantes nubarrones que con sus enormes y oscuros brazos, parecían abrazar el fuselaje. El vuelo no iba lleno, pero podía distinguir los inquietantes comentarios de los pasajeros.
Las caras desencajadas de los sobrecargos que iban de un lado a otro, estaban perfectamente sincronizados con los latidos de su corazón en su garganta como si fuera parte de un servicio del terror. Aumentó la sequedad de sus boca. La cabeza le daba vueltas,y podía imaginar el movimiento de las alas de ese pájaro de metal a punto de caer al vacío. Los pensamientos recurrentes nublaban su entendimiento.
Empapado en sudor, todo le daba vueltas… No podía ordenar sus ideas, ni recordar sus escasas nociones de primeros auxilios o las dos oraciones que se sabia.
De pronto, sintió que su pecho se endurecía y una puntada aguda y profunda lo paralizó por completo. El sudor ya empapaba su camisa, y su mano agarrotada no podía alcanzar el timbre para llamar por un vaso de agua y sus pastillitas azules.. Apenas un inútil hilo de voz logró escapar de sus labios, el dolor iba en aumento y parecía que el cinturón de seguridad lo partía en dos.
Apretó fuertemente los ojos y los dientes y se preparó para lo peor. Solo escuchaba los latidos atropellados en sus sienes.
Después de unos minutos que le parecieron siglos, silencio al fin. Notó que las luces ya no se apagaban más y la posición de su cuerpo volvió a la original.
Solo se atrevió a abrir un ojo.
Una azafata, intentaba despertarlo sacudiéndole el hombro.
-«Señor….señor..ya debe abandonar el avión».
Con dificultad logró desabrochar el cinturón, se levantó de sus asiento y arrastrando los pies, se encaminó por el pasillo vacío. -«Acaso morí y estoy en el paraíso?- pensó.
En la puerta de salida, el personal de cabina lo despidió con una sonrisa prefabricada y el cabello algo despeinado.
-«Welcome to Santiago de Chile»-.
SILVANA GALLARDO
Antes, verdes tonalidades
de vida bendecida
libertad sin miedo
sonrisas al aire
luz en las auroras
alados que cantan
caricias al alma.
Antes azules venturosos
cielos infinitos
que abrazan al mar
danzan los delfines
sobre inmensas olas
llaman a la vida
auguran la gloria.
Hoy, devastación infame
hombre que depreda
fuera de control
roba la esperanza
vuelve todo gris
fluyen ríos de sangre
las nubes de fuego
lluvia de exterminio.
Hoy, la humanidad perdida
ignominia pura
fuera de control,
afrenta a la vida
especie pensante
muerta en la locura
dominio y traición.
Cantan voces cuerdas
buscan solución,
un futuro incierto
que acecha impasible;
tecnología bélica
fuera de control,
irreversible destino.
¡No llores mundo!
pagarás facturas
por tu disensión.
SGS.
GLORIA ALBADALEJO
SALVAJE 4ª parte.
La lluvia, era cada vez más abundante y los chicos corrieron todo lo que pudieron huyendo de esa repentina tormenta y también de eso otro que les perseguía, pero todo aquello, iba más deprisa que todas las piernas de los críos y parecía alcanzarles. De repente, Raúl, resbaló con algo mojado y calló bruscamente al suelo haciéndose daño en una pierna.
-Marta, Marta- le llamaba su hermano a gritos, pero ella no lo podía oír. El ruido de los aparatosos truenos, era cada vez más constante y aterrador. Llegaron todos a casa chorreando, menos uno, faltaba el pequeño que se quedó en el bosque, herido, seguramente. Marta se dio cuenta que su hermano no estaba con ella cuando ya había salido del bosque y estaba junto a su casa. Entonces, se acordó de la otra ocasión. Pensó, deseó, que esa vez también fuese algo relacionado con su maldita cabeza que parecía no funcionarle bien. Cerró los ojos muy fuertemente- que no sea verdad, que no sea verdad, Raúl está en casa- Abrió los ojos, pero el niño seguía sin estar a su lado. Entró en casa mojando todo el suelo y llenándolo a su vez de barro. Miró por todas partes y les preguntó a sus padres por él, pero ellos tampoco lo habían visto hacía rato.
– ¿Qué ha pasado Marta? -le empezó a preguntar su madre preocupada.
-Raúl, estaba con nosotros, huyendo de esa lluvia rara y de repente, ya no está.
– ¿Pero de dónde venís?
-Del bosque. Antes hacía sol, no había nubes.
– ¿Pero, de que lluvia hablas?, mira qué día tan bonito hace.
Marta, se giró hacia la enorme ventana que daba al salón. Realmente hacía un día espléndido. Se miró los zapatos, la ropa, el suelo, todo permanecía seco completamente.
Se tocó la cabeza, ¿se estaría volviendo loca, en serio.?
-Eso quiere decir, que Raúl, debe estar en su cuarto.
-No, se había ido con vosotros, aquí no está. -dijo su madre algo más preocupada.
-Pues lo tenemos que ir a buscar. Hay algo malo en ese sitio, mamá, de verdad créeme. A Raúl le ha tenido que pasar algo.
-Siéntate en esta silla tranquila y cuéntame todo desde el principio.
Marta, intento contarle toda la historia. Los dolores de cabeza, las voces que escuchaba, las visiones del animal, todos los fenómenos extraños de desapariciones y apariciones y lo último que ocurrió en ese bosque.
-Tenemos que llamar a la policía. Lo tienen que buscar. A lo mejor se ha caído por ese precipicio, o le ha atacado ese monstruo. La chica de mi cabeza, me lo estaba advirtiendo hacia rato.
Su madre se veía desesperada, no podía creer a su hija. Todo eso parecía irreal, extraño, como sacado de una película de terror.
-Voy a decirle a tú padre que vaya al bosque a buscarle. Ahora está en el jardín, arreglando las plantas. Quédate aquí un segundo, ahora venimos.
Marta tenía los ojos llorosos, sabía que su padre no lo iba a encontrar y entonces pensó que sería mejor ir ella. Salió corriendo hacia el bosque, sin esperar a nadie, aun sabiendo que eso era muy arriesgado y que le podía pasar algo. Las voces se lo estaban diciendo constantemente.
Cuando llegaron los padres de Marta a su encuentro, ella ya se había ido. La mujer ya se había encargado de explicarle resumidamente a su marido lo que le había contado su hija. Ninguno de los dos se creyó nada, e incluso comentaron entre ellos, que sería mejor llevarla al médico.
Ahora eran ellos los que tenían que ir a buscar a su hija, estaba muy enferma para ir sola por esos parajes desconocidos.
Marta, ya se encontraba otra vez en el bosque encantado y de nuevo, una brisa inesperada, la envolvió, haciendo que sus pasos fuesen más lentos y torpes. Las copas de los árboles, volvían a saludarla formando sombras en el cielo y provocando una oscuridad repentina. Marta, se tenía que sujetar a los árboles para no salir casi volando por el movimiento del viento, que cada vez, era más fuerte.
-Raúl, ¿ dónde estás ?, -gritaba Marta muy asustada –hermano, ¿ dónde estás ? -sin respuesta. Marta, creía haber llegado a la misma zona a donde su hermano se había perdido esta vez, pero no había ni rastro del pequeño. En cambio, la oscuridad extraña, hizo que la noche se adelantara, aparentando ciertamente, noche cerrada. El sonido de los animalitos nocturnos, empezaron a despertarse y hacía que Marta, se sobresaltara a cada momento.
-Raúl, ¿ dónde estás ? Los animales callaron de golpe para dejar paso a la voz de la niña y todo quedó en silencio. Sin embargo, el sonido del viento, todavía se escuchaba y este se mezcló con el gruñido de la fiera que permanecía cerca de ella.
-Ya está aquí- volvió a escuchar Marta en su cabeza. -Corre, rápido.
– ¿y mi hermano?, ¿ dónde está ?
-Él está a salvo conmigo, yo le estoy protegiendo -Pero tú estás muerta. Devuélveme a mi hermano por favor.
-No puedo hacerlo, si lo dejo en libertad, él morirá.
Marta comenzó a correr todo lo que pudo a contraviento, sacando fuerzas de donde no las tenía. Los pasos del animal salvaje, le perseguían y mirando hacia atrás, podía ver dos luces brillantes que deberían ser sus ojos. Ya estaba muy próximo a ella, casi pisándole los talones.
Marta corría en todas las direcciones, sin rumbo fijo, fijándose en cada precipicio que tenía a sus laterales. Tuvo tiempo hasta de pensar, que, si alguna vez se solucionaba todo aquello, no volvería jamás a pisar ese maldito bosque. Daría vueltas por el pueblo con sus amigos, eso, seguro, que sería mucho más tranquilo.
De repente le pareció ver algo oscuro, entre la nocturnidad misma del paisaje, por un terraplén que le llamó la atención.
– ¡Marta!, -escuchó como una voz profunda la llamaba -sálvame.
No sabía si le daría tiempo de actuar con rapidez. La bestia ya la tenía en frente y a punto de atacar. No pudo pensar en ello. Bajó resbalando por ese desnivel acentuado, agarrándose por las ramas débiles que encontraba por el camino, pero todas se rompían. Sus manos, llenas de arañazos, ya comenzaban a sangrar, pero eso a Marta, no le daba importancia. La bestia, más cobarde que la propia niña, se quedó arriba, vigilando y para actuar en el momento menos oportuno.
-Ya voy Raúl, no te preocupes, yo te salvaré.
Por desgracia, lo único que pudo encontrar ahí abajo, no era su hermano. El que la llamaba no era él, era otra cosa muy espantosa, horrible. Algo que la miraba con unas cuencas vacías y el rostro casi cadavérico, igual que su pobre cuerpo, ya casi convertido en un esqueleto.
-Marta, sálvame. -Le decía la muerte.
-¡Ahhh!, Dios mío, ¿ qué es eso ?
-Soy yo, tú amiga, la que te ha estado avisando de ese monstruo, que está ahí arriba esperándote.
-No, déjame -el cadáver, le había agarrado de la pierna, pero Marta, tuvo más fuerza que el brazo esquelético que la sujetaba, y al pegarle una patada, este salió volando y así consiguió ser liberada de eso. Lo malo fue, que por la fuerza que tuvo que hacer, Marta, resbaló aún más y calló más abajo del terraplén, haciéndose daño en todo el cuerpo.
La historia se repetía con ella también y posiblemente ya serian dos muertos, en vez de uno, o a lo mejor tres, si Raúl no aparecía. El animal arriba, seguía rugiendo desesperado y fuera de control. Él sabía que su siguiente menú, estaba localizado y comenzó a bajar por el mismo sitio que lo había hecho Marta para atacar a su próxima víctima.
Continuará.
EL FARO
“A todos nos moja un día; el dolor de la pérdida.
Y llueve, en todos los márgenes del cuerpo hasta dejarlo blando, sin forma; las rodillas ceden y todo cae.
La gravedad de lo triste.
Succiona hacia abajo, y crece, se agiganta. Te cose la boca.
Y se llora.
De la ignorancia a la certeza viajas, no sabes que será mañana y todo es como un balazo en la costumbre; ya no regresará quien se ha ido y detona esa ausencia en el pecho que ya duele, para que te sientas completamente desamparado.
Baleado.
Huérfano de sus olores.
Lo lloras hasta el hartazgo.
Cambian los planos; se modifica el patio y la cocina, la cama y el baño y los venideros días.
La irreversible ausencia. El inmortal recuerdo.
Sirve quedarse quieto y esperar que pase; que el latigazo mueva los huesos, como juncos..y rompa poco; controlar el agujereado ánimo y vivir con una eterna resaca. Porque el tiempo mentiroso no seca nada.
Uno vive mojado de esa lluvia que controla ciclos, que a veces cae tupida y otras finitita.
No hay pronóstico.
Se te ha ido de las manos.
Siempre es húmedo.
Un día llega.
Dónde quedarás roto.
Y no prepares nada; no encontrarás una sola cosa para que te duela menos.
Aceptar..como consuelo.
El único consuelo.
GABRIELA INÉS COLACCINI
En el cantero
de mi patio
mi rosal
ha comenzado
su explosión anual
de rojos intensos
atrapados en
montocitos de pétalos.
Supe vaticinar el tiempo
para que resulte
ser el adecuado
y los nacimientos
acontezcan.
Tal como lo calculé
para mi cumpleaños
han visto la luz
los pimpollos
que tanto deseo.
Son
como los concebí en mi mente,
mismo color,
mismo perfume,
mi perfecto regalo.
Pero mi espíritu
lejos de sentirse dichoso
está abatido
casi hasta la desesperación…
es que mis pimpollos
se abren
cada minuto
un poquito más,
y he comprendido
que poco importan
mis especulaciones
de conservarlos así
como me gustan,
se abrirán definitivamente
y los perderé.
EDUARDO VALENZUELA JARA
Los cabellos de la mujer se derramaron sobre sus hombros y cuello como fuentes desatadas a la vista de todos. Madres, esposas, hermanas, hijas, nietas y abuelas cruzaron sus miradas, sin palabras, supieron que la hora había llegado.
Las manos de espiga de las mujeres deshicieron las ataduras de los hiyab y soltaron sus prisioneros cabellos al viento.
Entonces, temblando, retorciéndose, dolorosa bajo las ráfagas de viento milenario, la frágil llama de la emancipación había prendido y su fuego se extendió por la tierra antigua.
Los hombres, atónitos, pasmados durante mil cuatrocientos años, rogaron a Alá por ayuda. Creían, sin poder comprender, que todo estaba fuera de control.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Abro los ojos y observo que todo va a cámara rápida. La gente camina deprisa, el metro acelera más allá de sus propios límites, el reloj avanza con tanta premura, que apenas se distinguen los segundos. Era de día, pero ahora es de noche.
Tictactictactictactictac.
Abro los ojos de nuevo, no es el mismo día, ni el mismo ritmo. Hoy nada se mueve, cuento los segundos como si fuesen los de ayer y cuando llego a diez, solo han pasado tres. Apenas miro la hora, pues apenas cambia.
Siento que una hora dura años enteros, mientras los minutos permanecen congelados en el infinito.
Tiiiiic…taaaaac…tiiiiic…taaaaac…
Abro los ojos por tercera vez. Hoy el día es más «normal», bueno, quizá la palabra correcta sea… «placentero».
El día transcurre de forma equilibrada; los segundos avanzan al ritmo que siempre he calculado. No hay sorpresas.
Respiro relajado.
Tic tac, tic tac, tic tac.
Pienso en estos días. Lo cierto es que todo ha avanzado, como lo ha hecho siempre, pero el tiempo danza a su propio compás: Rápido, lento o a media marcha. Avanza, sin dar tregua, sin permitir errores, excusas, o perdones. Y yo estaré siempre encadenado a ese irregular camino que Cronos domina a su antojo. Sólo Kairós me comprende y me regala los momentos más bellos para que los guarde y mantenga a salvo. Esa será mi única alegría, pues el tiempo se irá para siempre, no lo podré recuperar, ya que no se puede controlar.
FIN
MARI CARMEN CANO REQUENA
Déjame hablar tío, déjame hablar!! No me calles cuando sabes que llevo razón.
Pero tranquilízate! Respira hondo y tranquilízate, en la situación que estas ahora mismo no vas a sacar nada en claro y tus pensamientos van más allá de lo que pueden ser la realidad y eso te lleva a quemarte por dentro… y te duele, y te quemas más y más te torturas sin saber realmente la verdad de la situación, déjame por lo menos que te ayude a calmarte y puedas entrar en razón. Sus manos temblaban como el alcohólico que lleva en sus venas la ponzoña maldita que le pide el trago para que no pare su circulo vicioso hasta el punto de perder el control, – no necesito tus palabras para calmarme!! Se lo que vi y lo vi con mis propios ojos, lo entiendes?? Era ella, me dijo que ese fin de semana no nos veríamos por que no se encontraba bien y necesitaba descansar, yo la creí y respeté su espacio para no agobiarla, pero la pillé tío, la pillé!! Con ese mequetrefe que ni siquiera pude reconocer, llevaba gafas de sol que le tapaban los ojos y la capucha que no dejaba ver su cabeza, sentada en la terraza del Dionis y encima me dices que me calme?? Dios no puedo!! Me ha mentido y engañado en mi propia cara y es algo que me reconcome por dentro y me retuerce las entrañas, que después de dos años juntos no tenga la suficiente confianza para explicarme las cosas y si algún día le apetece quedar con alguien que no sea yo, por el motivo que sea, lo hablemos y podría llegar a entenderlo por no perderla, pero ahora mismo no puedo calmarme solo quiero ir a partirle la car a ese tío y a ella…. Buahhh!! a ella no se lo que le diría, la cogería del cuello y le daría – Calma!! calma tío ya esta bien!! Estás totalmente fuera de control! Se te está yendo la pinza y vas a cometer un error tío! Igual sólo estaban hablando de cosas sin importancia y ella necesitaba a un amigo para hacerlo en vez de su novio y ese día decidió quedar con el para ello… no le des más importancia. – pero que me estás contando panoli!! Intentas hacerme creer que estaban hablado del tiempo que iba a hacer ese fin de semana?? – no puedo más!! me puede la ira y tengo que darle un puñetazo a algo tío!! – no lo pagues con las cosas, no tienen la culpa y no te van a solucionar el problema tío!! – necesito descargar mi ira o, o me cargo a alguien! – estás totalmente fuera de situación y lo peor es que se te esta yendo la pinza y la vas a liar…. Déjame que hable con ella antes de ponerte a dar golpes y machacarte los dedos contra las puertas tío!! – llevo toda la mañana llamándola y no me coge el teléfono…. Te lo va a coger a ti??…. Entonces por un momento como estrella fugaz que pasa a tropecientos mil kilómetros por hora le pasó por la mente y, pronunciando en voz baja lo miró a los ojos… no habrás sido tu?? No habrás sido tu??…. Se buscaron la mirada y el silencio bastó para decir lo que estaba escrito…….
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
El fuego devorando todo.
Corre por el monte,corre.
Sin tregua, sin control.
Los árboles sucumben, los más viejos intentan resistir.
Los animales corren asustados.
El humo se ve a kilómetros.
Las lenguas de fuego parecen tener vida, el crujido de lo quemado hiela la sangre.
El fuego fuera de control.
ANNERIS GARCÍA
– ¿María? ¿Estás en la cama? ¿No te has levantado en todo el día? Vamos remolona, llevas desde ayer a las ocho y ya son las cuatro de la tarde, ¡vamos cariño!, venga, ¡levántate! te voy calentando la comida. – dijo Susana levantando la persiana de la habitación de su hija y saliendo hacia la cocina.
Susana acababa de llegar del trabajo y se encontró a su hija todavía en la cama. El día anterior había llegado de su viaje de fin de curso, se duchó, no quiso cenar nada porque dijo que ya habían cenado de camino y cuando estaba deshaciendo las maletas para darles sus regalos se quedó dormida según hablaba.
-Mamá, ¿Cómo que la comida? ¿Qué hora es?, joder, ¡tenía que ir al insti!
– ¡Esa boca!
– ¡Mamá!, que hoy era la despedida, ya hasta el próximo curso no volvemos. Habíamos quedado para ir al Oscar, ¡hoy comía con mis amigos! – dijo María todavía medio dormida entrando en la cocina detrás de su madre.
-Anda, venga que llevas doce días fuera comiendo con ellos, además tengo que contarte algo, importante – Susana no sabía cómo empezar – siéntate, te lo cuento en lo que comemos.
– ¡Qué pasa! – dijo María de mala gana. Empezó a comer, tenía hambre acumulada, llevaba tanto sin comer los guisos de su madre…
-Virginia está en el hospital – Susana estaba estudiando la expresión de su hija, no sabía muy bien como contárselo así que decidió decírselo sin rodeos – se la encontró Isabel, en el baño, desmayada, sin conocimiento, ¡menudo susto se llevó la pobre!
– ¿Qué le ha pasado?
-Fue hace diez días, pero todavía va a tardar mucho en salir, de la planta de psiquiatría.
– ¿Psiquiatría? ¿Qué ha pasado mamá? – María estaba confundida, no se esperaba esa noticia.
-María, ¿tú sabes porqué Virginia ha adelgazado tanto?
-Pues porque ha hecho dieta y se apuntó al gimnasio, mamá, me estas asustando, ¿Qué ha pasado?
Susana pretendía descubrir si María sabía algo, y peor, tenía miedo de que su hija estuviera pasando por algo parecido.
-Los médicos han dicho que Virginia tiene anorexia, ¿tú sabes lo que es? ¿ella te ha contado algo de esto?
-No mamá, no sé lo que es y nunca me ha dicho nada.
-Es un trastorno de la alimentación cariño, las personas que lo sufren se obsesionan con su peso, comen cada vez menos y se provocan vómitos para intentar no retener nada de comida – María había dejado de comer, en su mente, apareció una imagen de Virginia, levantándose de la mesa directa al baño – Todo eso les lleva a perder peso de una manera muy drástica y se van desnutriendo, hasta llegar incluso a la muerte – María sintió como se le escapaban las lágrimas de los ojos – Virginia está muy mal, Isabel está destrozada, ayer llegó del hospital rota, la dejaron entrar a verla después de tantos días y Virginia le echó en cara que estaba allí por ella, está completamente fuera de control.
BEGO RIVERA
Pérdida de control
Cuando la soledad me atrapó…me sumergió en un estado de congoja insuperable.
Potente, intrépida, exultante, atrevida, valiente, doliente, atractiva…me transportó a ese espacio envuelto en la nada.
La nada era yo. Perdí el control.
En medio de la multitud, del bullicio, de las voces de gente que viene y va…nadie me veía, a nadie le importaba.
Y lo que es traumáticamente más doloroso… a mí tampoco me interesaban: nada ni nadie.
La agónica tristeza que me embarga me presiona de manera ingente. Ni mis lágrimas gritando por salir son capaces de ello,
las retengo sin querer… queriendo.
La soledad me embriaga, me enamora, me secuestra.
¡Jamás saldré de aquí!
Quiero llorar, ella me lo impide.
¡Si pudiera llorar!
¿Lloraría lágrimas de pena o de felicidad?
CARLOS RODRÍGUEZ
Un cruce de miradas,
tan sólo eso hizo falta,
y mi mundo de tristezas
en un parpadeo ella desmoronaba,
frenético mi corazón latía,
mi cabeza nada entendía,
mientras esto sucedía,
fuera de control
mi cuerpo temblaba,
tal vez los nervios fueran,
quizás el miedo que me podía,
quedose muda mi garganta,
mi voz no fluía,
la boca cual esparto seca,
un suspiro contenía,
aire que en mi pecho faltaba,
descontrolada taquicardia
que al corazón provocaba.
JOSMA TAXI
ERROR 404
Siempre me tuve por un ser ordenado, paciente, tranquilo, incluso bondadoso, pero con mala salud.
Desde la infancia mi afición favorita era la lectura, devoraba todos los libros que caían en mis manos. Mis lecturas no fueron dirigidas por ningún instructor, así que no tuve un aprendizaje sencillo.
Mis padres, sin ser ricos, mantenían una posición económica holgada. Teníamos una casa en la ciudad, en Castellón y otra en el campo, cerquita de Benicarló, a la que acudíamos dos meses en verano.
Mamá se pasaba el día charloteando con sus amigas, el servicio doméstico hacía todas las tareas del hogar.
Mi padre entro en política, llegó a ser Senador, estaba poco tiempo en casa.
El carecer de hermanos hizo que necesitase compañeros de juegos, pero no iba al colegio, mis padres temían que me contagiara de todas las enfermedades que padecieran los chiquillos.
Así que decidieron educarme a la antigua, contrataron tres profesores y con ellos iba aprendiendo.
La Señorita Hortensia, me daba clases de francés y latín. También me enseñó a tocar el piano.
El Padre Antonio se encargaba de la religión, la geografía y la historia.
El Dr. Gutiérrez, me enseñaba los misterios de la naturaleza, era un físico excelente con el que aprendí mucho.
Todas las clases eran por la mañana, así que, tras la comida y hasta la cena, disfrutaba de varias horas para leer. Siempre lo hacia en la biblioteca, una estancia no muy grande, cubierta de estanterías de madera de caoba, que iban desde el suelo hasta el techo, repletas de libros; en gran parte herencia de mis abuelos.
Así transcurrió mi infancia y mi adolescencia. Yo había sido un niño bueno y sumiso que jamás puso problemas para obedecer a sus mayores.
A la edad de diecisiete años, tras consultar con mis profesores y durante una comida, mi padre anunció su intención de enviarme a Valencia a estudiar Derecho, esa formación me facilitaría amplías posibilidades de empleo, ya fuera en la abogacía o en la política; nadie dijo nada, así que la decisión siguió adelante.
Mi estancia en Valencia me abrió los ojos a la vida. Muchos de mis compañeros de estudios los simultaneaban con los de Filosofía y Letras, o bien asistían a clases en el Instituto de Criminología.
Pero yo tenía otras aficiones, seguía leyendo, hasta que encontré un compañero de residencia, Juan Bravo, estudiante de físicas, que se pasaba el día hablándome de ordenadores, de programas informáticos, de la revolución cibernética.
Yo consideraba esas materias como frágiles, faltas de rigor, más mecánicas que intelectuales.
Ante la insistencia de Juan, lo acompañé algunas tardes al laboratorio de su Facultad, donde estaba recientemente instalada una máquina que ocupaba toda una habitación, que había que alimentar con información binaria, así que había que estar horas y horas, perforando tarjetas, el trabajo a mí se me hacía insoportable.
Pronto la situación empezó a cambiar, apareció la programación en lenguaje Basic, las computadoras fueron reduciendo su tamaño y se generó el hipertexto, ya era posible enlazar documentos entre sí.
Todo ello cambió mi vida, dejé los libros de derecho, las novelas, los cuentos, por textos y horas dedicadas al estudió de la informática.
Mis jornadas se hicieron eternas, prácticamente no dormía, no comía, al tiempo que mis conocimientos cibernéticos aumentaban, mi cuerpo se iba deteriorando. Juan Bravo se asustó, temía por mi salud, avisó a mi padre, que se presentó iracundo en la residencia y me llevó a su casa: “el sol, la buena comida, algo de ejercicio, el aire libre, te sentarán muy bien”.
Yo no me resistí, ¿para qué? Mi padre siempre fue un hombre de recursos, que nunca dudó de su sabiduría, sería incapaz de comprenderme.
Fui mucho más expeditivo, a los diez días, una madrugada, me escapé de esa casa y volví a Valencia, a los ordenadores, lo hice con más ilusión, con más ganas, con más dedicación que nunca. Estaba obsesionado con llevar el hipertexto a la comunicación en una red mundial, que permitiera la interconexión simultánea. Pero mi salud se me escapó de las manos, mi cuerpo ya estaba fuera de control.
Una tarde noté unas fuertes punzadas en el brazo izquierdo, un sudor frío, una terrible presión en el pecho, supe que mi vida se estaba acabando. Los que me entren podrán ver en mi terminal la pantalla en la que pone: ERROR 404.
MARCELA SÁNCHEZ
Hace rato que quería desquitarme con alguien, ya había juntado rabia con todos esos que me detienen con sus estúpidos consejos.
Tenía ganas de humillar, si humillar como solía hacerlo, cuando apareció esa mujer flacucha con esa cara de bondad que tanto me molesta. Para mí sorpresa se levantó de su asiento cuando la llamé a viva voz en el hospital. La hice pasar rápidamente y empecé a divertirme con ella.
Quería hacerla sentir mal, incomodarla y destruirla poco a poco.
La examiné con desprecio y presioné fuerte justo donde le dolía. Estaba a punto de lanzarle una pregunta que la destruyera por completo, cuando me miró sonriendo hasta hacerme sentir que había descubierto.
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