Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «en la estación». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 30 de junio!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
No lo tengo muy claro
la verdad no lo se.
Si tirarme a la maquinista
o tirarme al tren.
Estoy hasta los cojones
de mi revolución.
Ni me ayuda el Diablo,
ni me ayuda Dios.
La calma es chicha
y la picha pide ración
¡Beatas con dicha,
rezad vuestra oración!
Satisfecho el problema
se nubla la ecuación
racimo de ofendiditos
el año nuevo empezó.
Sociedad de atontaos
que cada vez va a peor
y el tren que no llega
a mi perdida estación.
EN LA ESTACIÓN
.
DE LA QUE TU TREN PARTIÓ
.
ESTÁ MI CASA
En la estación la espera se me hacía eterna. Por tanto, después de enterarme de que el tren llevaba hora y media de retraso, decido salir del recinto y darme una vuelta por el entorno.
La parte de detrás de la estación da a una ancha calle por la cual camino. Al otro lado pared, me hallo con un edificio de tres pisos cuya fachada delantera está revestida de ladrillo rojo de cinco centímetros.
El deterioro en la construcción es evidente. Las ventanas rotas es la muestra.
Sigo en mi andar y veo unos contenedores en buen estado. Sus colores vivos gris, amarillo, verde y azul lo justifica. Ahora bien me doy cuenta que falta el marrón. Bueno me digo a mi misma, si no vive nadie por aquí, no se cocina…
Estando en esos pensamientos oigo los maullidos de un gato. La voz del animalito sale del contenedor gris. Mi curiosidad me lleva a levantar la tapa. Mi sorpresa es alucinante. El contenedor está lleno de maletas, de repente de entre ellas salta a mi cara un gato siamés.
Recuperada del susto, vuelvo a levantar la tapa. Son maletas ,me digo no hay duda.
De pronto oigo el sonido del tren, con fuerza tiro de la asa de una de ellas. Después con ella en mano corro hacia la estación.
Una vez en casa abro la maleta encontrada. Está llena de dinero…
Cuando el señor ministro de Fomento anunció en tiempos remotos que se iba a construir en la ciudad la estación de ferrocarril, los más escépticos se convirtieron a la idea de progreso y el bisabuelo, don Cristino, recogió la noticia en el periódico local y se unió a los que ponderaban sobre los avances que traería la llegada del tren. Convencieron luego unos y otros de estas bondades a las buenas gentes, las cuales cambiaron a partir de entonces de conversación tan recurrente como la del frío que hacía aquel invierno. Porque un día con otro no dejaba de nevar.
Llevó un lustro su construcción y se anunció la puesta de largo con la llegada del primer tren un día de febrero y la asistencia del señor ministro. Había despertado la mañana con sol y aquella temperatura animó a cada quisque a presenciar un hecho tan memorable.
A las doce y minutos entró el tren en la estación que fue recibido con una salva de aplausos. Descendieron varias autoridades y el señor ministro de Fomento permaneció en un estribo del vagón, desde donde pensaba arengar a los presentes una vez el señor obispo bendijese las instalaciones. Pero se retrasó el obispo más de la cuenta, el público se impacientó, el sol se nubló y empezó nevar.
Hartos de la espera, los muchachos se lanzaban bolas de nieve, y un tal Conrado metió mano en un montón que acaba de formarse y como era hombre capaz de desplumar o derribar un pájaro, urraca o milano de una pedrada, estampó al señor ministro que trataba de entretener a la concurrencia una bola en la cara.
—Pero hombre de Dios ¿cómo se te ocurre?—Preguntó el bisabuelo
—Es que se me puso como una cosa así, como una nube en el mentis.
—A ver si es que confundiste el tren con un ave.
—No, no fue eso.
—¿Qué fue entonces, qué es lo que se te puso en el mentis?
—Que el ministro era pájaro de mal agüero.
Esperando la hora en la estación, desquiciado por tantos trenes ausentes, interminables, que parecen no llegar nunca a tiempo. Esperando y esperando, tirando minutos al viento, con la ansiedad, la sensación agobiante de estar entre pasos que no van a ningún sitio.
Perdido, mirando y mirando el redondel del reloj, un gran reloj blanco de números negros que cuelga en medio de la pared, en un ángulo de hierro y unas manillas pesadas como la oscuridad de la noche, que no acaban de dar la hora. No adelantan nada sus agujas, casi paradas, como tantas vidas estacionadas, siempre paradas, esperando y desesperando en la estación de un tiempo perdido.
El ruido incansable de un tren, se aprecia, se aproxima lentamente, por las vías pérdidas del fondo que parecen caminos torcidos del tiempo.
Los oídos zumban, se van adaptando, escuchando, cada vez, más cerca su tracatreo.
Es como una vieja canción, a la locomotora le vienen sonándoles sus viejos hierros y pitando entre humo negro, anunciando su llegada. El silbato del jefe de estación.
Tiene un color azul metalizado y muchas letras, con dos trazos rojos y amarillos de frente, se presenta. Es un tren ausente. Un tren que tengo que dejar pasar. ¡Pero creo que no es el mío! Creo que no es, todavía, el que yo espero. La incertidumbre vuelve a nacer.
El mío trae alguien importante para mí, debo llevarlo a mi pueblo a su casa. Con su gente.
Aquí, sentado en un solitario banco verde pienso:
«Todos tenemos extraños destinos dentro del libro de nuestras vidas, hay tantas vías, como caminos a recorrer y tener en cuenta. ¿Por qué se fueron tantos ayer?
Los senderos imperfectos o perfectos marcados por el sino son completamente impredecibles. La realidad se mezcla constantemente con los sueños y deseos, viviendo este sin vivir; donde la pobreza viene a cuestas del sufrimiento y la necesidad en la mayoría de los casos, de partir hacia un futuro algo mejor. Donde el trabajo esté a nuestro alcance. Es a lo que nos enfrentamos día a día. Tú y yo.
¿Dónde quedaron los sueños?
Nos volvemos tantas veces desconocidos, por causa de un tiempo pasado, separados, en las estaciones de los autobuses y trenes esperando, un tiempo perdido.
Nos encontramos, besamos y abrazamos. Y las lágrimas nacen, con facilidad, tantas como autobuses y trenes han llegado.
Apiñados entre vagones perdidos, siempre esperando y desesperando, porque no acaba de llegar, el ser querido, se alarga el tiempo, como cosa que no tiene final.
Se presenta la tristeza como un acompañante más y el miedo aparece como si hubiera ocurrido algo malo. La cabeza vuela entre imaginaciones entre pensamientos negativos y accidentes pasados.
Los sueños la mayoría de las veces, se quedan estacionados perdidos entre los muchos kilómetros andados, aparcados en el olvido.
En esta España nuestra hubo una generación nacida de la pena, que tuvo que afrontar el dilema de irse sólo por sobrevivir. Hoy, yo podría dar nombre, dirección, fecha y hasta lugar de destino y origen, de cualquiera de los muchos y muchos. Pero hay tantos y tantos para nombrar…, tantas estaciones a vaciar, media España emigró, toda una generación, nacidos de la pena, cogieron maleta y tren, autobuses y silencio.
Con sus costumbres a cuestas se marcharon a lugares de nuestra Europa. Sin saber idiomas y sin dinero, solo casi con lo puesto.
¿Cuál es el momento de partir? -¡Cuando necesitas hacerte una casa, donde vivir…!
¿Cuántas esperas a que llegara el tren o el autobús? Idas y venidas con el corazón arrugado, esperando en la estación, nerviosos. Con un miedo abismal, a un accidente, o a perderte entre las vías y las ciudades.
¿Qué alegría es la llegada? -Con las maletas llenas de regalos, los brazos abiertos, abrazos y besos, como fuente de felicidad y regreso, las sorpresas y los deseos.
¡Qué tristeza y silencios interminables las partidas, las despedidas! Dónde las lágrimas nacían entre los recuerdos que venían, con los kilómetros perdidos desde cualquier lugar de las grandes urbes.
¿Cuántas lágrimas tiene una vida? Esta vida de bolsillos rotos y billetes cosidos al pantalón, nacidos de la pena con la maleta de cartón. En un país donde hablaban de otra manera, siempre con los ojos abiertos, y el corazón en vilo, donde eres extraño, y no bien recibido. Tú que nunca habías salido más allá de tu pueblo.
¿Cuál es el momento de empezar a vivir? Si viviendo entre la nostalgia, la melancolía y la crueldad con la incertidumbre de no saber bien que tren tomar, si volver o quedarse atrás. Si no volver más.
Empezar de nuevo siendo tan viejo. ¿Cuántas dudas?…
¿Cuánto tiempo has de estar? Entre cuatro paredes, donde lo tienes todo, y todo te falta, en tu ansiedad. Un enjambre entre desconocidos, reviviendo un presente abandonado a tu suerte. Trabajando noche y día por un puñado de billetes. Que siempre se gastarán.
¿Qué has conseguido, nacido de la pena? Con el miedo del olvido en el sentido te has perdido casi todo, los cumpleaños de tus hijos… Entre idas y venidas, se te escapó media vida, para los otros, y por los otros.
¿Cuál es el final, el tiempo de regresar?
Allá, con los tuyos, poder hablar y escuchar, entender. Olvidar los murmullos y dar paso a la dignidad. El orgullo y la satisfacción de haberles dado todo; de saciarles la necesidades de esta vida a tu modo.
Todo final es de nuevo principio de algo. Aquella primera estación donde el miedo, te arrebataba los nervios, te empujaba hacia lo desconocido, golpeaba el estómago.
Hoy es el punto final del encuentro entre los raíles y las vías alargadas.
Todo quedó atrás, ya pasó medía vida. Ahora toca disfrutar de los tuyos, dejar las estaciones olvidadas.
Vivir, vivir por fin en tu casa, en tu hogar. Se acabaron los viajes y el esperar, se acabaron las incomodidades de andar por el andén, allá y acá, de mirar la hora, como si la vida te fuera en ella»
Ahora aquí, esperando en el banco verde sentado, entre minutos interminables que se alargan, ya veo tu tren, el tren negro y brillante venir, con su bocina sonando y el humo blanco perdiéndose por el aire. El chirrido del freno se clava en los oídos. Y el corazón me golpea vertiendo lágrimas al aire.
Por fin llegó el último tren, el principio de un final, el comienzo, el encuentro de un abrazo definitivo y unas lágrimas traicioneras para el olvido, entre el beso de una amistad cariñosa y verdadera. Se acabaron las estaciones, todas ellas. Se acabó la espera. Ahora queda la ilusión de vivir en casa juntos. Queda tanto por vivir, tanto por contar y tanto que escuchar. Queda tanto por decir y amar.
Al fondo entre sonidos se marcha, se pierde el viejo tren que mañana regresará, con otra historia una vez más.
BILLETES
«¿Se pueden vender las pertenencias que uno acumula durante años en una sola tarde?», me preguntó mi amigo. Hablaba de un colega suyo. No sabía nada de él tras un paradero de dos semanas. Y no porque estuviera preocupado, sino porque todavía se preguntaba cómo era posible que alguien se desprendiera de su móvil. Me lo dijo algunas veces, aunque con distintas frases: «¿Crees que alguien puede vivir en este mundo sin red? Te lo preguntaré de otra forma: ¿Vale la pena largarte para pretender ser un ermitaño? ¿Qué se consigue con ello? ¿Lo logrará? No lo entiendo tío…».
Mi amigo y yo tomamos un par de jarras en el bar de nuestra juventud, en un perímetro habilitado entre dos edificios. Nosotros nos situamos al principio de la lengua, donde casi te traga la vía principal. Todo lo demás son olmos desvencijados que vi crecer, así como tubos metálicos cortados a ras de suelo que sirvieron de valla para plantaciones florales, hasta que los vecinos se cansaron de regarlas. El bar es de nuestro colega. Hace un tiempo heredó el cuchitril y no iría a trabajar para otro ni a ponerse a estudiar, nos dijo en su día. En invierno no saca las mesas y sillas metálicas de toda la vida, y un relevo generacional invade el espacio con los residuos de latas energéticas, colillas y música enlatada de contenido sexual.
Pues bien, su colega —que conoció en el curro— vendió su coche en una tarde. Mi amigo tiene un viejo coche, y se lo habría comprado por unos dos mil —que habría conseguido con el préstamo de un familiar bien situado—, pero el otro no se desprendería de su Audi por ese precio. ¡No te jode! No se interesó por los vinilos heavys de los ochenta, y mucho menos por las cintas de casete, y ni siquiera preguntó por la treintena de libros marcados en pesetas. Todo eso vendía su colega. Lo cierto es que nada le interesaba de su amigo recién divorciado. Además, me dijo: «El muy cabrón ni siquiera se despidió. ¡Íbamos a tomar unas cuantas donde estamos y se largó! ¿Sabes?, se lo peguntaré a su ex.». «¿El qué le preguntarás?», le dije, como si el asunto me importara una mierda. «¿Adónde coño se ha ido, por ejemplo?». Y yo le dije: «¿Para qué quieres saberlo?», entonces apuré la cerveza y miré el reloj. Esperé su respuesta. Terminó por decirme: «¿Qué coño te pasa? Vale que no le ayudé en nada. No le compré nada y sé que le jodí algunas veces la vida. Vale que apenas nos veíamos de vez en cuando —después de que el gilipollas dejara el trabajo. Vale que nuestras mujeres no se llevaran bien y… y… ¡Qué coño! ¡Era mi colega! ¿De qué cojones te ríes?». Poco faltaba para que su caja de pandora reventara y me salpicara, y en mi vida ya había escuchado los suficientes dramas. Me levanté.
«¿Qué haces?», me preguntó. «Me voy», le respondí.
«¿Tú también? ¡Siéntate joder! Déjate de coñas. Tenemos toda la mañana, eso me dijiste».
Imaginé cómo sería su colega. Un tipo en busca de una nueva vida. Un tipo que pretende renacer de sus cenizas. ¡Un tío con cojones! Lo vi sentado. Sin pertenencias. Con ilusión. Sin ataduras. En el andén. Con la cartera llena, y en el andén. Lo que la vida le fuera a deparar, allí estaría. Hasta el infinito.
Me metí en el chamizo y encontré al heredero jugando con la pinball recién adquirida —una tiparraca ruidosa, llena de luces e intermitentes y recovecos donde perderte. Le dije que dejaba diez pavos sobre la barra, y me dijo que estaba a punto de batir el récord. «¿Envejecerá anclado siempre a la niñez?», me pregunté. Mi colega entró para mirarme con rencor, y pasé por su lado como un desconocido. Quizás no volvamos a ver, no lo sé.
Tal vez un resorte suela impulsar tanto la vida como la bola del juego. Tampoco lo sé. Pero, lo que sí sé, es que ya llevo varios billetes comprados.
Minutos después de perder de vista el tren en el que su amada se marchaba, empezó a merodear por la estación central de ferrocarriles. No tardó en encontrar el rincón perfecto, un lugar aislado y tranquilo donde se arrellanó dispuesto a esperar el regreso de la mujer que había llegado a su vida para convertirla en pura felicidad.
Allí pasaba las horas y los días embebido en los recuerdos en común que había podido atesorar desde el memorable día en que la conoció, y en la ilusión de futuros viajes, de noches gloriosas y de apasionados besos bajo la lluvia más hermosa. Cuando tenía hambre se acercaba a alguno de los establecimientos y compraba algo, poca cosa, el amor ya lo alimentaba de sobra. A veces pasaba alguien por su lado mirándolo con tristeza o desprecio. El sonreía, convencido de que si supieran la felicidad que lo embargaba morirían de pura envidia.
Después de dos semanas marcando en una baldosa cada día que pasaba, llegó el gran momento. Con la ansiedad devorándolo buscaba con mil ojos entre los pasajeros que bajaban del esperado tren. Al divisar a su amada gritó su nombre y corrió hacia ella loco de deseo, pero a medida que se acercaba se extrañó al ver su quietud. Ella observó con el ceño fruncido su ropa arrugada, el rostro ojeroso, la barba y el pelo desaliñado, y reanudó sus pasos sin dirigirle la palabra.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Sigo esperando en la estación, donde me quebraste el corazón, camuflado en el andén, esperando una explicación que nunca llegó. Ese tren ya pasó y nunca volverá a pasar, fue una pena que no me llegarás a amar, pues sí el amor que yo sentí por ti hubiese sido recíproco hubiésemos sido muy felices.
Aquí sigo detenido en la estación, triste, decaído, aburrido, esperando una explicación. Mientras la esperanza se marchita veo a la gente pasar de aquí para allá estresada, con prisas, pero sin ataduras sentimentales ni personales.
El tren ya pasó, pero yo sigo esperando en la estación una explicación. Añoro tu mirada, en la mente la tengo grabada, anhelo tu sonrisa, tus suaves manos y tus caricias.
Me rodean miembros de la estación de seguridad y me invitan amablemente a marcharme, un ojo hinchado , tres dientes rotos y cuatro costillas fracturadas. Me niego a irme de la estación sin una explicación.
¿Dónde estás mi amor? Estoy en la estación esperando una explicación, la cual nunca llegó. Desolado me lancé cuándo pasó el tren. Ahora lo recuerdo. Soy un espectro que está en la estación esperando una explicación.
Mientras veo pasar los trenes recuerdo el aroma de tu perfume, saboreo de nuevo tus besos y me estremezco con tus caricias. Pero mientras; sigo esperando en la estación una explicación.
BEGO RIVERA
No había nadie en la estación. Aura tenía que esperar hora y media hasta que saliera el primer autobús hacia su barrio.
Siempre le pasaba lo mismo cuando salía con sus amigos. Todos vivían en el centro, excepto ella. Por eso no quería salir. Luego se quedaba sola, de madrugada. Ellos le decían que no se preocupara, que la acompañarían… pero al final.. con la borrachera desaparecían todos.Y ahí se encontraba ella, como siempre, sola y muerta de miedo. Ya había tenido experiencias negativas con hombres o chavales ebrios, lo pasó muy mal.
En la estación silenciosa, ella miraba hacia todos los lados, nerviosa, impaciente.
De pronto una sombra apareció por detrás de ella.
Fue lo último que recordaba- además de un olor fétido- cuando abrió los ojos y se dio cuenta que se encontraba en un zulo.
Solo había una puerta maciza de acero, con una gran ventana de cristal en el centro superior.
Aura, comenzó a llorar, su peor pesadilla se había hecho realidad. Y los meses fueron pasando…en la oscuridad silenciosa.
Me miras detrás del cristal de la ventana, tus ojos hinchados, ya secos de lágrimas, suplican. Estás gritando… pero sabes que yo no te oigo. ¿Cuánto tiempo llevas sin dormir?¿Cuánto falta para que acabe esto? Sabes que puedo sentir tu desesperación, tú impotencia. ¿ Cuando vas a rendirte y a aceptar la verdad?. Estás esperando ¿ A qué? Sigues con esa rebeldía que ya destacaba en tí cuando te conocí. Piensas que te ayudará, piensas que podrás sobrevivir a esta situación.
Me miras a través del cristal, piensas que es mi final. Atraviesas mi escuálido cuerpo y sonríes. Conoces mi debilidad, estás esperando. Te estás preguntando cuanto aguantaré. Me observas impávido, solemne, victorioso. No es la primera vez. Sabes que ya no tengo fuerzas, cuando llegue la hora tú estarás ahí…tras el cristal. Tú rostro me dice que has ganado, estás convencido. Deduzco mirándote que estás convencido que intentaré vivir.
Me asomo a la ventana, miro y ya no estás. Se acabó. Como todas las demás que secuestré y encerré…también has muerto. Abriré la puerta del zulo,con su ventana, desde donde os observaba, una a una, todas reacionáis igual. Pensabais que tendría compasión, que erais diferentes, pero todas sois iguales. Cuando entre encontraré tú cuerpo sin vida, detrás de la puerta, como pasó con las demás y seguirá pasando. El sonido de la puerta abriéndose es celestial. Entro: ya no puedes pensar.
Estás abriendo la puerta, piensas que estoy muerta, que encontrarás mi cuerpo yaciendo en el suelo. No se te ocurre pensar que pueda estar viva, por tu confianza y arrogancia. Ni te imaginas que tengo una oportunidad, de todos modos ya tengo todo perdido. No esperas que agachada detrás de puerta yo pueda estar. Desde la ventana no se ve y cuento con tu seguridad. Cuando entras y miras por el pequeño habitáculo oscuro, salgo por detrás de ti. No veo tu cara hasta que escuchas el portazo y el sonido de los múltiples cerrojos que voy cerrando Te miro a través del cristal: piensas que me has subestimado, de ahí pasas a la ira y a gritar, pero no te escucho. Sabes que este es tu final, que iré a la policía pero no te nombraré. Percibes en mi cara que yo me iré , que tú no saldrás: ¿ Dormirás? ¿Te rendirás? ¿ Cuando acabará?
Te miro por última vez. Nos conocemos lo suficiente para que sepas que apareceré con amnesia. Piensas que la recuperaré dentro de unos meses…y te encontrarán yaciendo en tu propia cárcel
Sabemos que solo hay que esperar.
EFRAIN DÍAZ
Yacía solo en la estación. Ya viejo y caduco, había hecho su último viaje hacía unos quince años. La modernidad lo había condenado al ostracismo. Al olvido.
Lo que una vez fue el más importante modo de transporte, era considerado una simple mole de moho y chatarra. Simbolizaba toda una era. Formaba parte de la historia.
Mientras, un joven empresario de los metales negociaba para comprarlo. Fundido, representaba mucho hierro. Mucha plata. Considerado por la mayoría como chatarra, era el mejor valor por su dinero. Le sacaría diez veces el costo. Negocio redondo.
Al enterarse Pepe, su antiguo maquinista, una ola de indignación y nostalgia lo invadió. Había manejado la locomotora por cuarenta años. Con ella había levantado a su familia. Había criado, educado y alimentado a sus hijos.
La locomotora y Pepe tenían un vínculo sentimental inquebrantable. Un lazo y un nexo indisoluble.
Decidido a detener la venta y a conservar el patrimonio, Pepe decidió robar la locomotora. La vejez no lo detendría. La locomotora había sido su vida y fundirla, sería fundirlo a él.
Se reunió con sus dos amigos de toda la vida. Dos ancianos que tenían más agallas que senilidad. Dos ancianos cuya vejez no les había ablandado ni el espíritu ni los cojones. Juntos idearon un plan para robar la locomotora. Para dar el último viaje.
Urdido el plan, Pepe y sus cómplices llegaron a la estación donde guardaban el tren. Pepe se unió en un abrazo con la locomotora y dos lágrimas rodaron por sus mejillas. “No dejaré que te fundan, animal. Primero muerto” le susurró como si la locomotora pudiera escucharle.
A su vez, el nieto de Pepe entregaba en la estación de televisión local, el manifiesto que Pepe había escrito justificando el robo. Esa vieja y oxidada locomotora era la historia y el patrimonio del pueblo. El patrimonio ni se vende ni se funde. Se conserva y se protege.
Subieron los tres ancianos a la cabina. Pepe se puso su antiguo gorro de maquinista y con una sonrisa puso a andar al viejo animal, como le llamaba.
Salieron de la estación a todo vapor al filo de la media noche. El tren se movía por las vías imponente, impetuoso, como en los viejos tiempos. Como en sus mejores décadas.
La noticia se había difundido rápidamente. Todos los medios de radio y televisión solo hablaban de la gesta de los tres ancianos.
Al amanecer, había gente apostada a lo largo de la vía. Todos aplaudían a los ancianos. Aplaudían su valor y su hazaña mientras la locomotora discurría a todo vapor.
La policía, apostada en las diferentes estaciones, pusieron barricadas para detener la locomotora. A su paso el tren las arrollaba y la gente, entre aplausos y vítores, les gritaban frases de apoyo.
-Pepe, cual será la última estación? Preguntó uno de los ancianos.
-La última estación será la cárcel. Pero habrá valido la pena. Mira la gente como nos aplaude. Mira como nos apoyan.
A eso del medio dia, se acercaban al final de la vía. Ya no podrían continuar. Tendrían que detenerse. Los esperaba la policía, el joven empresario y una multitud de personas que les mostraban sus simpatías y apoyo, a pesar de los desalientos del comerciante.
Al llegar, los ancianos detuvieron el tren. Hubo un silencio sepulcral. Lo rompió el empresario exigiéndole a la policía que arrestaran a los ancianos.
Los ancianos bajaron de la locomotora con toda la dignidad del mundo. Como quien sabe que hace lo correcto y por consiguiente, no teme a las consecuencias.
La multitud comenzó a aplaudirlos ante la protesta del empresario, que de malos modos intentaba acallarlos.
La policía tímidamente los puso bajo arresto. Los ancianos levantaron el puño izquierdo cerrado en señal de victoria y la multitud màs fuerte aplaudía y los aclamaba.
Los ancianos fueron juzgados por robo, pero no hubo jurado capaz de encontrarlos culpables. Mientras, el empresario no pudo completar la transacción, quedando la vieja locomotora como patrimonio local.
PEDRO A. LÓPEZ CRUZ
Su mente había quedado vacía de forma repentina. Los nervios lógicos, derivados de un momento tan crucial, estaban reduciendo su cabeza a un espacio hueco, un recipiente que albergaba un cerebro que en ese momento se hallaba privado de contenido. Todo esto tenía lugar en el andén nueve de la antigua estación del norte, mientras Samuel, elegantemente vestido y sentado junto a su pequeña maleta, aguardaba pacientemente la llegada de todo lo que iba a comenzar a continuación.
Dicen que todo camino se inicia con un primer paso. Pero a sus espaldas ya se perdían las huellas de muchos de ellos. Dolorosos, solitarios y pesados como una mochila invisible. Nunca como hasta ahora había sentido esa acuciante necesidad de pasar pagina, pese a que la mayor parte de las hojas del libro de su azarosa vida habían ya pasado y se aproximaba, inexorable e inevitablemente, al epílogo.
Mientras, la megafonía anunciaba las próximas salidas y llegadas. La estación era un bullicio de personas anónimas que, a modo de hormigas, transitaban nerviosas de un lado para otro. Numerosos trenes de diversos colores, largos y serpenteantes como lombrices metálicas, llegaban y partían a sus horas establecidas. En ese momento, una madre se sentó junto a su hija en el mismo banco que ocupaba Samuel. La pequeña le observó atentamente, con esa mirada curiosa e inocente que la vida regala a los niños. Samuel abandonó por un instante sus pensamientos y mirándola con ternura, le correspondió de igual forma, mientras se transportaba a los días felices en los que no existían la preocupación ni la tristeza. Cuando todavía estaba muy lejos de conocer lo duros que pueden ser los golpes que asesta la realidad.
De nuevo, regresó a su cabeza para refugiarse en sus pensamientos. Reflexionó acerca de todo lo que estaba a punto de comenzar y volvió a sentir el vértigo de dejarlo todo atrás y emprender un rumbo nuevo y definitivo en su tránsito por la vida. Un viaje, iniciado setenta años atrás, que ese día iba a cambiar de vía y de tren. Ahora se sentía impulsado hacia adelante, a un destino incierto pero seguro. Sin vuelta atrás, sin segundas oportunidades. Una apuesta a todo o nada. No dejaba de pensar en la marabunta de sensaciones y de sentimientos encontrados que todo aquello le había estado generando en el pasado. En su cabeza recreaba innumerables escenarios en los que siempre, inevitablemente, acababa enfrentándose a su peor enemigo, él mismo. Pero el momento había llegado y aquel día, frente a todo lo previsto, la transición fue limpia y sencilla. Y se sintió bien. Como jamás se había sentido en toda su vida.
Finalmente, a la hora prevista, se levantó y se dirigió hacia su tren. Antes de subir, permaneció inmóvil durante un instante, como esperando una confirmación invisible que le indicase que estaba en el camino correcto. De repente, mientras se sentía arropado por el murmullo de fondo, una mezcla de ilusión, anhelos y esperanzas cruzó por su mente a toda velocidad, en forma de reconfortante escalofrío que le garantizaba la seguridad de estar avanzando en la dirección exacta. Esa era la confirmación que había estado necesitando.
Con un silbido, el tren inició su marcha y Samuel respiró. Era plenamente consciente de que aquel era su último tren. Pero eso no le importaba en absoluto. Sabía que ahí fuera le aguardaba el mayor catálogo imaginable de sensaciones y momentos de ese fascinante parque temático que es la vida. Y no estaba dispuesto a perder ni un minuto más.
TESS LORENTE
Eran las nueve y cuarto de un domingo cualquiera.
Sentada en el banco central de la estación del tren que te traería de vuelta a mí.
Me había puesto mi mejor vestido, ese azul cobalto que tanto te gustaba. Recogí mi pelo en una larga trenza, coronada por un adorno de pedrería y mis labios brillaban como la fruta glaseada de una confitería.
Estaba Preciosa.
La ocasión no era para menos.
Ibas a decirles a mis padres que queríamos casarnos esa primavera, antes de que el fruto de nuestro amor, se mostrara más obvio para todo el mundo.
Traías contigo un presente muy especial. Habías comprado la alianza de compromiso que formalizaría el acuerdo y con ella un corazón repleto de amor y de ilusiones de juventud.
Yo te quería.
Te quería tanto que cada segundo se me hacía un calvario sin tenerte a mi lado.
Te quería tanto, que cada despertar quería que fuera entre tus brazos.
Te quería tanto que me costaba respirar de la emoción contenida en aquella inmensa espera.
Una espera que no terminó.
Una espera infinita.
Cuando la megafonía de la estación me informó de que el tren llegaba con retraso, un pálpito enloqueció a mi pobre corazón y una punzada en el ombligo me advertía de que algo no iba bien.
Los nervios empezaron a acumularse en mi estómago y una sensación desagradable de náuseas contenidas iba agitándome cada vez más.
Pasaron los minutos, que se fueron transformando en horas.
Mis ojos clavados en aquel maldito reloj, me dolían por evitar pestañear mientras escrutaban el sigiloso movimiento de las agujas.
El muchacho del puesto de información de la estación intentaba, inútilmente, animarme para consolar mi ansiedad.
Llegaron noticias.
Llegaron las terribles noticias.
No regresarías a mí.
El tren había descarrilado y ya nunca regresarías a mí.
En un andén de una estación de tren, comprendí que me habías condenado a vivir con tu recuerdo. Sin boda, sin anillo, sin despertares abrazados, sin vida.
Todo lo que me quedaba de ti, lo llevaba en mi vientre.
Y ahora solo podía abrazarme a tu recuerdo.
JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO
Después de cruzar medio país sentado en este tren lento y destartalado, y después de haber tenido tiempo para leer casi entera aquella novela que me recomendaste hace ya algunos años, mantengo viva la ilusión de llegar a la estación y ver que me estarás esperando. Cuando hace dos días telefoneé para anunciarte mi llegada, te noté nerviosa, algo desconcertada… Te comprendo perfectamente, ¡hace tanto tiempo que no nos vemos! Yo también te he extrañado mucho, pienso en ti constantemente. Se me antoja mentira que pueda abrazarte de nuevo en apenas unos minutos… solo unos minutos.
El tren está ya deteniéndose. Tras la ventanilla te busco entre la multitud que espera en el andén. Veo de qué manera la gente que aguarda se abraza con viajeros que van bajando del vagón. Veo cómo todas las parejas se alejan sonrientes estrechándose la cintura con los brazos… Veo que no estás todavía aquí, que no pudiste llegar a tiempo… Esperaré quieto a que llegues, estate tranquila. Seguramente estarás apurada pensando en que llegas tarde…
Es extraño, han pasado más de dos horas. Te he llamado tres veces desde la cabina y no contestó nadie. Pensé que estarías viniendo…
RAQUEL LÓPEZ
El humo del tren de vapor se diluía bajo el intenso ruido del silbato, mientras avanzaba hacia la estación con su ritmo melódico.
No me puedo imaginar, cuántas veces habré visto esa imagen, los miles de sueños que se ciernen bajo una estación. Multitud de gente que corría de un lugar a otro para no perder el viaje hacia su destino…
Y así, todos los domingos, mi padre me llevaba de pequeña a la estación de Atocha y en concreto al museo del ferrocarril, en el paseo de las Delicias.
Su pasión por los trenes era inconmensurable, quizás la afición le vino por su padre que era tranviario.
El juguete que nunca pudo tener en plena posguerra y que con su imaginación y la ayuda de un cordel, iba enlazando latas que encontraba en el suelo convirtiéndolas en vagones. Ya de mayor y prejubilado se convirtió en el mayor coleccionista, construyéndose sus propias maquetas.
Aún recuerdo el brillo de sus ojos, cada vez que íbamos a la estación, era como ver a través de ellos al niño que llevaba dentro y que seguía manteniendo la misma ilusión….
.»….Y reina el silencio,
dejaste sola aquella vieja estación
que también se ha muerto
y subiras en las nubes
vagones, que van al cielo…»
CONSUELO PÉREZ GÓMEZ
El viaje en tren es quizá la más certera de las metáforas de la vida. Se va de una estación a otra, de un modelo de tren a otro, recorriendo un mapa infinito en el que, el viajero, ansía perderse, guardando en lo más recóndito el deseo de retorno al lugar donde nadie lo espera, pero que, por desgastada costumbre, no logra desterrar de su anhelo.
Se viaja con la pretensión de salir de una vida en ocasiones incómoda, que sentimos no nos pertenece, tratando o soñando que el viaje traerá hacia nosotros el paraíso necesitado, otra vida, otras quimeras, obviando a la vez, que todo lo buscado a través del chirrido de los raíles, el lugar preciso y precioso pretendido, ha sido pateado una y mil veces…tarde comprendemos que ese lugar es el que habitamos, que no está a mil kilómetros ni a diez mil, que el viajar descubre en cada paisaje que todos los paisajes son uno, y todos los lugares de la tierra el mismo ocupando distinto punto cardinal. En cada parada, en cada estación se establece un nuevo sueño que lleva al viajante a buscar próximo destino, aún no sabe que la solución está en la última parada, siempre y cuando el tren que dejó pasar no fuera ese que nunca llega o lo hace tarde, el tren que llega antes de lo señalado mientras los paneles anuncian la llegada de un tren equivocado.
La vida es un eterno viaje en tren; a veces eres locomotora, otras, vagón de carga, continente de sueños, afanes y dichas.
Y por fin ante nuestros ojos se presenta la estación fantasma indicadora del final del viaje donde toda maleta es por demás innecesaria.
MARÍA GALERNA
Un beso con efectos secundarios
Nos besamos en el andén. Subimos al vagón sin separar nuestros labios. Todo a nuestro alrededor, desapareció. Solo existíamos nosotros. Las bocas juntas, los ojos cerrados…
Una voz ronca llegó a nuestros oídos hasta entonces sordos a los sonidos.
—Billetes –dijo el tipo del uniforme. Miré con cara sorprendida a los dos.
Si yo solo había ido a ver cómo salían los trenes…
CONCE JARA
CON LA CABEZA ALTA
Aunque el Tren de la Fresa saliera a las ocho de la mañana, Amancio el maquinista, tenía una hora antes la maquinaria a punto. Contaba con la oscuridad como encubridora, para cargar el envoltorio de alimentos de estraperlo que cada semana introducía en Madrid.
Amancio se veía obligado a comprar comida a bajo precio en las granjas de la comarca de Aranjuez que luego vendería en el mercado negro de la capital, doblando e incluso triplicando su coste.
Aquella ilegalidad no la cometía por ansia de dinero y tampoco sentía culpabilidad por su comportamiento. Y es que lo hacía solo por hambre, esa hambre que había vuelto en famélicos a sus seres queridos gracias a la irrisoria cantidad de alimentos que recibían a través de la cartilla de racionamiento, impuesta por la dictadura.
La guerra les resultó mucho mejor que la actual postguerra, y sí, la ley es poderosa, pero en esos tiempos era más poderosa la necesidad.
El maquinista aminoraba la velocidad del tren antes de lo indicado, cuando se aproximaba a la estación de Atocha. Al pasar por uno de los huertos que bordeaban las vías, su mujer y su hija mayor, recogían el fardo repleto de alimentos que Amancio arrojaba a los raíles. Después ellas ocultaban el contenido del paquete, a toda prisa, bajo las faldas de la joven, gracias a una faja ajustada con cintas elásticas como las que llevaban las preñadas.
Tras esto, como aquella era una zona muy vigilada por la Guardia Civil, corrían hasta traspasar, por un orificio, el muro que bordeaba las vías del tren. Una vez fuera caminaban tranquilas, ya que resultaría muy llamativo ver correr a una joven embarazada.
Una mañana dos agentes apostados frente a la tapia les dieron el alto, pidiendo su identificación y preguntando de donde venían. La mujer de Amancio insinuó su malestar y ofensa por la forma en que las interrogaban, y más a su hija, que estaba en estado de buena esperanza.
Cansado de palabrerías, uno de los guardias apretó la tripa de la chica y descubrió que aquel volumen no pertenecía al de un bebé.
De camino al cuartelillo madre e hija lloraban, rogaban y suplicaban perdón para que no las multaran o encarcelaran, alegando que en casa eran diez bocas para comer, que total, ya tenían ellos la mercancía, que a saber a qué manos iría a parar y que aquello no era para tanto…, dijeron cualquier cosa antes que el castigo.
Y no, no las encarcelaron, ni las multaron, esas condenas no las hubiera humillado tanto como la que les aplicaron: las raparon la cabeza dejándolas llenas de trasquilones y después, junto a otras mujeres, las pasearon por su barrio sobre un camión, exponiéndolas como renegadas a la Patria.
Todos los viernes siguientes, a pesar de aquello, con las cabezas bien altas, aún envueltas en un pañuelo, madre e hija volvieron a recoger los fardos que Amancio siguió lanzando sobre las vías, para alimentar a sus hijos.
NEUS SINTES
De nuevo, allí sentada se encontraba. Esperando, como cada día, a la misma hora. Los recuerdos de aquella tarde volvían a su mente, para atormentarla. Llevaba hacía un año, una carga de la que su mente no podía desprenderse. Su corazón roto por el amor del que creía que había encontrado. La pocas esperanzas de que regresara de cada vez eran escasas.
Sabía que el no regresaría. Lo había visto partir, sabiendo con la esperanza de que regresaría. Así se lo hizo prometer su amado. Mentira. Todo en lo que había creído, había sido una mentira. Su corazón no quería creer, no quería aceptar la realidad, cuando su mente le decía que no volvería. Lágrimas derramadas por la tristeza, brotaron de sus ojos, esparciendo por sus mejillas.
Tenía que aceptarlo. Debía hacerlo. Al levantarse, miró la estación por última vez, la que durante doce meses, había frecuentado. Entonces, se sintió empequeñecer bajo un mundo disfrazado de mentiras. Había perdido doce meses, esperando al que creía que era su amor verdadero. Doce mes de los cuales ahora las lágrimas que derramaba ya no eran de tristeza, sino de rabia.
Se prometió a sí misma, que si algún día volviera a verlo, le haría sufrir como nadie podía imaginar.
CESAR BORT
«…en la estación de lluvias, el río crecerá, se desbordará, engullirá nuestras tierras. Nosotros nos refugiaremos en las casas, saldremos lo imprescindible por miedo a que nos arrastre el agua enfurecida. Mis padres y abuelos esperan que las inundaciones traigan nueva tierra para nuestros campos, tierra fértil. Lo esperan hace años y se alegran con las primeras gotas. Yo sé que eso no pasará. Sé de dónde viene el río, por dónde pasa: llegará lleno de mierda y cadáveres. Fin».
La clase se quedó en silencio hasta que la maestra empezó a hablar:
―Puedes sentarte, Fernando. Ha sido…, es un buen relato. Sí, un buen relato, de verdad, aunque el tema no era ese, sino: «La nueva estación de trenes». Ya sabes, la que van a construir, la que unirá el pueblo con la ciudad, y las nuevas posibilidades que se nos presentan.
Fernando se sentó en su pupitre. Dejó la libreta y, encima de ella, un lápiz cruzado como si pusiera un cerrojo que impidiera entrar a sus pensamientos. La mano encima del lápiz, por si acaso, y dijo:
―De eso hablaba.
SERVANDO CLEMENS
El tren subterráneo se detuvo: una persona se lanzó a las vías. Ya era algo común y nadie hacía alboroto. Los pasajeros empezaron a salir y a caminar por los andenes de la estación sin mirar el cuerpo destrozado. Los vagones quedaron vacíos, pero en uno de ellos estaba una niña, sola.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el policía que la encontró.
—Nada —dijo la pequeña—. Estoy… esperando a que vengan por mí.
—Papá murió y mamá dijo que no me moviera de aquí, que esperara a que alguien viniera a recogerme.
—¿Y a dónde se fue tu madre?
—Salió por esa puerta —dijo la niña, extendiendo la manita—. Ella me dio este papel, pero no sé leer.
«Si encuentras a mi hija, cuídala, ella es muy buena e inteligente y no tiene la culpa de nada. Mi mente me engaña, a veces soy mala y no me doy cuenta. Yo soy un peligro para ella. La pequeña merece que sea protegida y amada y eso hasta yo lo puedo entender. Sólo te pido un último favor: cuando saques a la niña de este vagón, cúbrele los ojos, por nada del mundo dejes que mire las vías del tren. Dile que me fui al cielo para cuidar a su papá».
JOSÉ ARMANDO BARCELONA
EL ÚLTIMO TREN
Me gusta ese olor característico de las estaciones de metro, una mezcla de humedad, aire mal ventilado y el arratio, que producen las ruedas del tren, rozando contra el acero de las vías cuando frena el convoy.
Son mi centro de operaciones, las trabajo todas, cosechando a los últimos rezagados, esos que apuran la madrugada, hasta casi la hora del cierre, y esperan, derrotados por el cansancio las más de las veces, a que el último tren los devuelva a la precaria seguridad de sus miserables escondrijos.
Hablo con ellos, o ellas, en lo mío no hay restricciones. Trato de acercarme con tiento, sin agobiarles, que me den su confianza, permitiendo que me huelan, se acostumbren a mi presencia y abandonen el recelo, como hacen los perros con la gente extraña.
No es fácil. La mayoría ya no conserva el recuerdo de una caricia amable, la vida atropelló sus anhelos, el desengaño hizo costra en sus corazones, son muertos vivientes, sin restos de esperanza. Los resabios aprensivos de sus miradas, parecen cicatrices de agravios antiguos, que el alma es incapaz de camuflar.
«¡No, no cojas este!», trato de disuadirlos, cuando las luces del monstruo se adivinan, cercanas, prontas a emerger por la perenne oscuridad del túnel. «Hazme caso, aún falta otro más, el último de verdad. Exquisito, entrañable, de antaño, que huele a rosquillas recién sacadas de la sartén, jabón de tajo y beso de madre.
Aunque solo sea por una vez, merece la pena disfrutar la experiencia, volver al tiempo en que los miedos se exorcizaban bajo una sábana, a los años en que la utopía era posible y las mañanas se despertaban con aroma a goma de borrar».
A menudo, las primeras veces, me miran con desgana, alguno incluso se lleva el índice a la sien, en el típico gesto que significa, «estás girado, tío», suben al tren y se pierden en la negrura de la noche perpetua del subterráneo.
Yo me quedo en el andén y espero, siempre espero, no puedo hacer otra cosa, porque sé que volverán. No tienen opción. La siguiente madrugada estarán allí, de nuevo, solos, impotentes, derrotados.
«¡No, no cojas este! Espera al último, es una experiencia única, lenitiva, reconfortante, que ya nunca volverás a experimentar».
Pero la desconfianza, avisada, cobarde, encallecida, vence de nuevo y, desde el andén solitario, veo al tren perderse en las tripas de la ciudad, llevándose con él los últimos desperdicios, que el día devuelve al extrarradio.
Y espero, paciente, confiado, anticipando el triunfo de la madrugada última, esa que siempre llega, cuando él, o ella, demasiado cansados para seguir luchando, dejan partir el metro y se quedan conmigo, solitarios, resignados, en el andén vacío, mirando, sin ver, la negrura insondable del túnel, por donde no tardan en hacerse patentes, las luminarias de mi viejo suburbano.
El convoy se detiene con estrépito de cacharrería vieja y bogies torturados. La estación ahora huele a creosota y fundición fantasmal, las puertas del vagón se abren con un quejido asmático y, suavemente, con mimo delicado, empujo dentro al votivo, que se deja llevar, como sumido en un trance.
«Deja atrás los miedos, el cansancio, las zozobras –le susurro, narcótico, como el rumor de las olas mansas, que acarician la playa con la marea–. Ya estás a salvo, vuelves a casa, al amor antiguo de caricias con olor a lejía, la tabla del cinco y arroz con tropezones los domingos».
Un nuevo bufido ahogado y se cierran las puertas. Arranca el tren con decrépita aspereza. Lentamente emboca el túnel. Desde el andén, lo veo alejarse para no volver. Dos luciérnagas rojas, como los ojos del diablo, que se difuminan en las tinieblas, marcan el final.
Caronte, con gorra de plato, un palillo entre los dientes y en mangas de camisa, camino del Hades, surca el nuevo Aqueronte, de hierros y hormigones, con la rutina intemporal de un mito.
Y yo, igualmente encadenado a mi destino, oferente y devoto, siempre de madrugada, sigo alimentando la voracidad de mi Señor, en estaciones de metro de última hora, que huelen a humedad, aire mal ventilado, arratio y, a veces, cuando la pesca es buena, a creosota milenaria.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
Ana y Luis se conocieron en un tren. Se puede decir qué fue amor, pasión, un torbellino qué arrasó con sus cómodas vidas.
Durante meses la estación era por donde escapaban a sus aventuras.
Hay, pero el amor siempre quiere más. Decidieron escapar. No había otra solución, eran tiempos difíciles, sus familias nunca lo aprobarían.
En la estación Ana aguardaba a Luis, cuando un mensajero le da una nota.
El tren frena, pero no puede esquivar a la mujer que cae.
En la mano de Ana aún tiene la nota.
MÓNICA ALTAMIRANO
Yo soy de campo, nací en el campo. Mis padres son de campo, mis abuelos y mis bisabuelos, toda mi familia es de campo. Pero yo quería salir de ahí y emprender una nueva aventura.
Sabía de amigos que se marcharon y que vivieron en la estación de metro. Pensé podría ser una opción para mi , para empezar. ¿Por qué no? La Naturaleza es así, se abre camino por donde puede.
Y eso hice.
Cuando entré, todo me pareció muy oscuro. Habían muchos tuneles. Era un laberinto bajo el suelo totalmente ajeno a mi anterior forma de vida.
Vi muchos como yo, igual de grises e igual de perdidos. Me llamó la atención sus andares errantes pero decididos. Sabían a dónde iban pero sin mirar a nada ni a nadie. Eso no me desagradó en cierto sentido. La vida me había hecho tímido y me daban la oportunidad de mirar sin llamar la atención.
No sé por dónde me metí, pero de repente sentí vibrar algo por todo mi cuerpo y vi luces acercándose. El ruido se fue haciendo más y más intenso y las luces ya iluminaban mi camino. Una corriente de aire hacia mi me gritaba ¡Vete de aquí! y me traía un olor rancio a quemado que jamás antes yo había olido.
El miedo invadió todo mi ser. Hacia delante no podía, hacia atrás me pillaría, no era tan rápido. Hacia los lados, los muros eran muy altos y no podía subirlos. Habían cables y tuberías.
Me quedé paralizado.
Por instinto me agaché y cerré los ojos.
Me vendí al diablo.
Pasó por encima mía. Se paró y paró el tiempo. Yo no podía moverme. Creo que ni respiré, ni los ojos abrí ¿para qué?
Pero pasó y el tiempo arrancó de nuevo el cronómetro de mi vida.
Levanté la vista y vi a mi primer ser humano comiendo algo. Yo le vi y él me vio. Me arrojo pan que casi me da. Me fui corriendo y pensé: soy un ratón de campo, ¿qué hago aquí?
Y me marché por dónde había venido.
ARCADIO MALLO
EMIGRANTES
Decía el abuelo que aquella madrugada de invierno de 1965, allí en la estación de A Coruña, había cambiado su percepción del mundo y, sobre todo, de la vida. Ya no había vuelta atrás, acaba de comprometer sus pocos ahorros en el billete del tren e, incluso, había tenido que pedir dinero prestado. Aquel joven que era por entonces, se despedía de la familia, mujer y tres hijos, con el corazón partido, las lágrimas al borde de dejar en evidencia al hombre de la casa y la impotencia de tener que hacer lo que no quería. Pero el hambre apretaba y las posibilidades de salir adelante trabajando solamente en el campo era casi nulas. El tren arrancó lento y todos se despedían por la ventana. En el andén, las lágrimas silenciosas de una mujer que se quedaba sola frente a la vida y con tres hijos, que lloraban a lágrima suelta, pese a que el cariño paternal era más militar que tierno. Aun así, cualquiera de ellos, sentía que se le iba un trocito de su yo en aquel tren, sin la seguridad de lo que podía pasar de allí en adelante. Con el pensamiento en la casa y rostro triste, fue viendo por la ventana como los montes de Galicia dejaban paso a las llanuras de Castilla. Luego todavía vendrían las cumbres blancas de los perineos y para cuando entrasen en Francia, el cansancio lo habría vencido y se había dormido. Despertó en la ciudad de destino. Berna. Bajó del tren, se llenó de aire y se convenció a sí mismo que aquello era el principio de una nueva era. Y no le ha ido mal al abuelo. Consiguió sacar adelante la familia, darles una buena casa y una vida cómoda para lo que entonces se podía pretender. Al principio, volvía en primavera para hacer los trabajos del campo y se volvía allí en otoño. Luego, ya solo venía para las cosechas de agosto. Cuando aparecimos mis primos y yo, dicen que también venía en navidad. Un día, insolente de mí, le pregunté por la calor de la familia. Por como aquel joven que se iba roto por abandonar la familia se había acostumbrado tan bien a tenerla lejos. Mi miró pensativo, quizás por la confesión que me hizo luego. Vi en el reflejo de su mirada aquella vida en blanco y negro a la que había dado color desde Centroeuropa. También vi a un soñador vencido, al que nada le salió como hubiera querido. Y entonces, carraspeando, me habló de Dolores. Y, maldades del destino, Dolores resultaba ser Lola, la hija del dueño del aserradero, que se había ido a Suiza buscando independencia y vida moderna. Un día se encontraron de casualidad en una fiesta, otro día se vieron con menos casualidad en el supermercado y la tercera vez que se vieron habían acordado encontrarse en el piso del, aprovechando que su compañero de vivienda se iba el fin de semana a las afueras. Decía el abuelo que, tan lejos de casa y sin nadie conocido, uno es débil. Contaba que las tentaciones del diablo eran continuas y que, antes o después, uno acababa cayendo en ellas. Por las fotos que había visto, la tentación era joven y hermosa. Risueña y muy simpática, parecía. Y por encima, vecina. Ambos encontraron cobijo a su soledad, uno en el otro. Pero se les fue de las manos y se enamoraron. Y con la excusa de una buena amistad, hicieron su vida allá. Mientras tanto, la abuela aguantaba los rumores de la emigración. Los chismes y comentarios por las aldeas vecinas a los que, con el tiempo, se hizo inmune. Aprendió a echarlo de menos. Luego se acostumbró a su ausencia. Y, finalmente, ya solo lo tenía presente cada fin de mes para comprobar que les enviaba el giro. En la madrugada de este invierno el abuelo nos decía adiós. Para siempre. En el velatorio, la abuela soltaba alguna lágrima protocolaria, aunque como ella confesaba más tarde, se había quedado viuda hacía mucho tiempo. Lola, sentada junto a la puerta, lloraba en silencio esforzándose en disimular el verdadero dolor de perder al amor de tu vida. Viéndolas, me preguntaba que había cambiado realmente en el abuelo, aquella madrugada de 1965 en la estación.
EDUARDO VALENZUELA JARA
UN ESCALOFRIO EN LA ESTACION
Juro que era la primera vez, en toda mi vida, que bajaba a la estación “Kassie” del metro. Sin embargo, experimenté esa sensación de que ya había estado allí. Olía a moho y su arquitectura acusaba que era bastante antigua. Era la hora peak de la mañana, los pasajeros nos agolpábamos en el andén a la espera del próximo convoy.
De pronto, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y, sin saber por qué, mi atención se volteó hacia el acceso central del andén. Allí, vi a un hombre, llevando un bolso, con gafas oscuras y un gorro de lana que le tapaba la cabeza hasta las orejas. Algo me impulsó obsesivamente a seguirlo con la mirada. Caminó, sin prisa, apartándose de la muchedumbre hasta llegar al extremo más alejado del andén, donde ya no había acceso al tren. Sin duda, ese sector era el menos atractivo de toda la estación, parecía descuidado y abandonado.
El sujeto del gorro dejó su bolso apoyado en la pared y se retiró como si nada. Esperé varios minutos hasta que no aguanté más y la curiosidad me llevó junto al bolso.
No alcancé a tocarlo cuando el estallido me cegó y me vi lanzado por el aire. Al caer, vi el infierno ardiendo por toda la estación. Los cuerpos, envueltos en llamas, se arrastraban a ciegas. Era horrendo y aunque no lograba oír nada, no podía evitar mirarlos, ya que había perdido mis párpados. Pasados unos instantes recuperé la audición y comencé a oír sus gritos y súplicas hasta que todo se desvaneció.
Cuando desperté, pensé que estaba soñando. Nuevamente estaba en la estación “Kassie”, pero ahora se encontraba intacta, como nueva. Me hallaba en el mismo punto de la explosión, sin embargo todo se veía limpio, bien cuidado y yo no tenía ni un solo rasguño. Las personas se movían por el andén con naturalidad y tardé un poco en darme cuenta que todas sus ropas eran extrañas. Me acerqué a un guardia de seguridad para preguntar.
―Hola. Disculpe. ¿Me puede decir qué hora es?
No pareció oírme. Insistí.
―¡Disculpe! ―grité con fuerzas― ¡¿Me puede decir qué hora es?!
Como me ignoraba, intenté cogerlo de un brazo y, entonces, me horroricé cuando mi mano traspasó su cuerpo sin lograr tocarlo.
Tardé tiempo, mucho tiempo en aceptarlo, pero era un hecho que no podía negar. Me encontraba atrapado en un lugar donde todo transcurría y parecía normal, pero nadie podía verme ni oirme. Un lugar donde, cada vez que trataba de salir, volvía a reaparecer en el punto inicial. Me encontraba en la estación de “Kassie”, sin poder escapar de su andén.
Todos los días, veía como el calendario y reloj de la estación avanzaban. Así caí en cuenta que me encontraba alrededor de cincuenta años en el pasado, por eso el lugar lucía nuevo y las personas vestían ropa de aquella época.
Nunca más volví a dormir, nunca más tuve hambre, ni frío, ni calor. Parecía que solo mi mente estaba allí, funcionando para siempre. Día tras día, vi pasar las jornadas con su ajetreo diario. Vi pasar las semanas desde mi completa soledad. Vi mudar las ropas según las estaciones del año. Vi pasar los años sin poder hacer nada para cambiar mi deprimente destino.
Comencé a reconocer a las personas que frecuentaban la estación. Me aprendí sus rostros, sus voces, también sus gestos y sus guardarropas. Creo, si es posible, que me fui encariñado con ciertas familias. Fui testigo de su envejecimiento, conocí a sus hijos y los vi crecer, desarrollarse.
Cierto día, caí en cuenta que esa gente, cuyas vidas apreciaba tanto (porque eran todo lo que yo tenía ahora), morirían tristemente en aquel atentado que les aguardaba en el futuro. Desde ese momento decidí hacer cuanto estuviera a mi alcance para advertirles.
Noté que por las noches me sentía con más energía que en el día y así es como, cierta vez, cuando vi que lograba proyectar una pálida sombra en el piso, me acerqué al guardia que hacía su ronda nocturna y le grité.
―¡Escúcheme! ¡Escúcheme! ¡Aquí pondrán una bomba!
Pude ver los ojos del guardia haciendo contacto con los míos. Sin duda me vio, porque escapó despavorido.
Esa experiencia me dio la confianza para seguir intentándolo de allí en adelante.
Con los años, lo único que conseguí fue que la guardia nocturna evitara recorrer ese sector del andén.
Decidido a comunicar mi urgente mensaje, no me rendí, por el contrario, me obligué a tener más fortaleza durante el día para poder lograr el contacto que necesitaba.
Con el pasar de las décadas, me hice más y más fuerte hasta que logré manifestarme desde el alba. Conocí a todo el personal de la estación, jornada tras jornada, cada vez que los veía les hablaba, les imploraba que me escucharan.
Casi sin darme cuenta, el tiempo transcurrió, inexorable, hasta que llegó la fecha del atentado. Esa mañana tendría mi última oportunidad: comunicarme conmigo mismo.
Aguardé impaciente a que mi “yo” apareciera en la estación. Debo reconocer, que verme entrar al andén fue como ver un fantasma, pero me sobrepuse y caminé hasta enfrentarme. Entonces, me concentré y sumergiéndome en mi “yo” real, pude sentir como un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Haciendo uso de todas mis fuerzas logré llevar la atención de mi “yo” hacia el sujeto del atentado. La fatiga que sentí fue enorme y solo me quedaron las últimas energías para guiarlo en un intento para arrojar la bomba lejos.
Todo fue inútil. Volví a “vivir” el infierno que trajo el estallido mortal. Todas esas personas que ahora eran parte de mí, murieron de la forma más horrible sin que yo pudiera hacer nada.
Esta vez, mi espectro, derrotado, permaneció entre los escombros de la tragedia. Vi llegar a la policía, vi cómo se llevaron los cadáveres de aquellas familias que conocía tan bien. Y finalmente, días más tarde, en el mismo sitio del suceso, escuché las conclusiones de la investigación:
―Es realmente triste esta tragedia, inspector. Cuatrocientas veintiseis personas muertas y más de setecientos heridos de gravedad.
―Así es, comisario. Una horrible tragedia… Y lo peor es que podría haberse evitado.
―¿Cómo dice?
―Todo fue culpa de la superstición, comisario.
―¿Y cómo es eso posible?
―Ni los guardias, ni las cámaras de seguridad hicieron su trabajo. El punto del atentado llevaba años sin ser atendido. Los cretinos de la estación confesaron que no vigilaban esa zona porque había fantasmas.
EDUARDO IVÁN JUAREZ
«¡Andá a la concha de tu madre!», gritá desde el umbral y pegá un portazo. Él desde adentro te va a gritar: «¡no vuelvas nunca más, puta de mierda!». Te lo va a decir con ese tono de borracho empedernido, de cada domingo, que tanto odiás. Te duele que diga eso aún estando ebrio. Pensá que ya no podés permitir que te siga tratando de esta forma. Caminá hasta la casa de tu vecina a buscar a Fede. Él te va a ver con lágrimas en los ojos. «¿Fue papi, otra vez?» te va a preguntar. Vos abrazalo y decile que lo vas a llevar unos días a casa de nona Pili. «¿Y vos a dónde vas a ir ma?», te va a preguntar con cara de ángel. No llores. Sólo decile que te vas a ir unos días a Córdoba en busca de trabajo. «Pero papá dice que a vos nadie te va a dar trabajo», te va a decir. Contale que tenés pensado volver a buscarlo para llevarlo con vos. Pedile a la vecina que te preste una bicicleta. ¿Qué pensás hacer con todo esto Claudia? Se escucharon los gritos… ¿estás bien?, te va a preguntar preocupada mientras te alcanza su bici negra. Decile que sí. Que te vas a lo de tu madre y pensás en viajar. Preguntale si no le importa ir mañana a buscar la bici. «No, si no la uso. Tenela», va a responder con amabilidad. Cargá a Fede en el portaequipajes, poné el bolso en el canasto y agradecele por todo.
Estás pedaleando. Fede te va a pedir que no te vayas, que te quedes con él. «Sólo son unos días. Pili te va a cocinar cosas ricas» decí. El te va a agarrar fuerte de tu cintura. Sentí su cabecita apoyada en tu espalda. Acariciale una manito. Notás que está fría «¿Tenés frío mi amor?», preguntá. Te va a responder que no, y te va a volver a pedir que no te vayas.
Estás llegando a lo de tu madre. La ves a lo lejos que espera en la vereda. «¿Qué pasó?, te va a preguntar antes que te bajes de la bici. «Lo de siempre», respondé sin dar demasiadas explicaciones, mientras la saludás con un beso. Pensá que si le contás la verdad se va a enojar con vos, como es su costumbre… Esa puta costumbre de echarte la culpa de todo. Ella les va a pedir que pasen a la casa. Fede va a entrar corriendo a mirar tv. Vos no entrés. «No mami, estoy apurada», deci. Dale el bolso. Explicale que está la ropa y algunos juguetitos de Fede. Decile que se lo vas a dejar hasta el jueves. Te va a decir que son muchos días, que no tiene dinero para alimentarlo todo ese tiempo. «Si se me da este nuevo laburo voy a ganar buena guita y te devuelvo todo, hasta con intereses», deci y sonreí. Sabés que ella no te cree porque ni vos te lo crees. «Si… me imagino la cantidad de plata que vas a tener», te va a decir revoleando los ojos. «Y vos…¿no llevas bolso? ¿acaso vas a estar siempre con la misma ropa?» ,te va preguntar. » Voy a Córdoba, a lo Cari , ella me va prestar algo que ponerme», deci. «Te dije mil veces que cuides a tu marido. Él tiene un trabajo estable», te va a reprochar. » Mi marido es un hijo de puta», deci y le mostrás las marcas de los golpes que te dejó en la panza. «¿Y vos qué hiciste para que te pegue Claudia?, te va a preguntar incrédula. No constestes. Senti ganas de llorar. «El jueves te quiero acá buscando al nene» va a agregar mientras entra a la casa. Le explicás que mañana vendrá tu vecina a buscar la bicicleta. Tu madre la llevará al patio y te saludará a la distancia con un simple «chau Claudia». Pensá que vos hubieras preferido un abrazo, fuerte. Un «te amo hijita, suerte». Te vas. Escuchás a lo lejos el andar del tren que se aproxima a la estación. Apurás el paso. Pensá que hoy es el momento, que hoy lo tenés que hacer.
MERCEDES MEDIANO
Cuando el corazón está vacío las ganas de amar se abren camino a toda costa como un río que sigue su corriente salvando los obstáculos que encuentra en su sendero, el agua no se detiene sino que encuentra la manera de seguir su rumbo. Es implacable. De esta misma manera el corazón de Julia buscaba su camino.
Tenía que ir a trabajar todos los días desde su pueblo hasta la capital cogiendo el metro. Su cabeza en sus cosas, su rutina, sus compañeras y un amor imaginario.
Pasaba demasiado tiempo sola, aunque tenía amigas. Tenía familia, lo tenía todo menos ese calor que necesitaba en el alma.
Ella estaba soltera porque una relación anterior no había funcionado y después de un tiempo necesitaba sentirse querida, admirada y envuelta por el cariño y deseo de un hombre bueno, o no bueno del todo, malote, conquistador.
Casi siempre coincidía en la estación con un señor canoso, esbelto, bien arreglado, de mirar intenso que le dedicaba una sonrisa y algunas miradas sostenidas unas veces y de soslayo otras.
Lo primero que hacía cuando llegaba a la estación era mirar con cautelo, buscando su presencia. El estómago se le tensaba por los nervios y la saliva se amontonaba en su boca haciéndola tragar mientras un suspiro se escapaba de su pecho cuando se encontraba con su mirada de golpe y entonces su cuerpo se tranquilizaba.
Tan poca cosa servía para dar color a su día. Provocaba fantasías que ocupaban su mente y la hacían soñar.
Cada mañana se arreglaba cuidadosamente, se perfumaba por si se acercaba lo suficiente y pudiera percibir su aroma que le llevara a recordarla todo el día.
La estación se convirtió en su novela durante un tiempo, pero la vida da vueltas y nos lleva por caminos inesperados.
Pasó un año y ella cambió de trabajo y dejó de ir en metro. Ahora iba a su nueva ocupación en coche y todo quedó suspendido en la memoria.
Aquella estación de suelos brillantes y amplios. Aquellas paredes pintadas de un verde intenso y ese ir y venir de personas con prisa para ir a sus actividades diarias. El guarda jurado vigilando con intensidad mientras hacía su ronda bajo los tristes fluorescentes y ese destello metálico y enérgico del vagón de metro que hace posible el fácil acceso a la ciudad sin tener que conducir.
En el recuerdo quedan los encuentros silenciosos. Las miradas y sonrisas colgadas en el aire de la estación esperando un paso adelante de alguno de ellos. Todo misterio. No se conocieron. No supieron sus nombres ni sus estados de soltería. Eran unos desconocidos para siempre. .El romance quedó atrapado por el tiempo en la estación, donde ella volvía cuando su desesperación la llevaba hasta aquella parada de metro para ver si encontraba su mirada.
RODOLFO ALBERTO MICCHIA
EL CASO DEL CONDUCTOR DEL TREN BALA
(Basado en un hecho real, aunque el personaje y la narración rozan la ficción)
Esta es la historia de Kaiyo Fukuda, la vida de un residente nipón que pasaría inadvertida, excepto por lo que a continuación paso a relatar.
La crónica diaria nos cuenta que el ciudadano japonés se diferencia por su puntualidad, el término respeto está muy arraigado en su vivir, por consiguiente, los tiempos deben ser estrictos para no perjudicar al semejante.
Todo en Japón es una máquina bien aceitada y Kaiyo Fukuda no era la excepción, más si su oficio era ser conductor de un tren bala, el cual tenía como nexo, Tokio – Kioto, este pasaba por las estaciones de Shinagawa, Yokohama y Nogoya, por esa razón la puntualidad no era tarea simple.
El trayecto duraba dos horas y cuarenta minutos, esto contando con las paradas en las estaciones antes mencionadas.
Kaiyo había desayunado en un puestito callejero el «Asa Teishoku», como se denomina al tradicional desayuno japonés, el cual se compone de arroz hervido y sopa de miso, un encurtido de verduras pescado y huevo, dicha preparación era fundamental, ya que Kaiyo no era de probar otro bocado hasta la hora de la cena.
Esa mañana, exactamente a las nueve y cuarenta y tres, Kaiyo se dispuso a cambiar su ropa de civil por el uniforme reglamentario de la empresa, el tren de alta velocidad Shinkansen de la serie A5, estaba listo para partir. Sentado en el transporte, Kaiyo Fukuda esperaba atento la señal para cumplir un día más, de su experimentado oficio.
El bólido partió exactamente a las diez, hora de Tokio, doce y cuarenta debía arribar entonces a la terminal de Kioto.
Alcanzando una velocidad de 320 km por hora, el primer tramo transcurrió sin contratiempos, excepto por Kaiyo, quien sintió un leve dolor en la boca del estómago, pero no le dio mayor importancia.
El siguiente tramo era Yokohama – Nogoya, ni bien salió de la estación, el retorcijón en su vientre lo arqueó, Kaiyo comenzó a tener una sudoración fría y su estado no era del todo saludable, probablemente el pescado en el miso no había estado del todo, como decirlo… fresco.
El punzar llegó al intestino grueso y pedía salir a la brevedad, Kaiyo mantuvo la marcha y la calma, el tren era lo bastante seguro hasta para circular sin control, decidió entonces poner una nota en el tablero de mando y correr al baño, las cámaras supervisan casi todo en Japón y el tren tenía varias.
Desde la sala de control, el operador notó la ausencia del conductor, inmediatamente puso alerta roja. Ampliando la imagen a la pantalla principal y maximizando el escrito pudo leer el nombre de Kaiyo el cual significa perdón, a continuación, una frase contundente garabateada con apuro decía Kagome, que traducida al castellano es interpretada como me cago.
Lógicamente, el baño tenía cámara y encuadrando la misma, el grupo de alerta vio a Kaiyo más japonés que nunca retorciéndose en el inodoro.
El momento duró escasos seis minutos y veinticinco segundos, tiempo suficiente para que el rápido se desplace catorce kilómetros perdiendo la parada, el segundo error que cometió Kaiyo, fue vaciar el depósito, en una acción refleja presionó el botón de escape, por lo que el contenido a esa velocidad, despedazó la materia en fragmentos tan o más pequeños que una semilla de sésamo, eso acompañado del líquido, pulverizó a los pasajeros que agolpados como moscas, esperaban el arribo del dinámico móvil, el cual pasó raudo sin su guiar.
Al llegar a Kioto, Kaiyo fue sancionado, llegó adelantado, el error tenía su precio y él lo sabía, el honor japonés estaba en juego, Kaiyo tenía dos opciones. El harakiri o salir del país, eligió lo segundo.
Buenos Aires fue su destino, Kaiyo terminó como repositor en el supermercado chino que tenía su tío, allá en Villa Soldati, cerquita de la estación de tren donde todos los días se arrepiente de no haber desayunado en su casa.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Raúl llegó al edificio de la estación cargado con una pequeña maleta. Había pasado por allí muchas veces, pero pocas había entrado dentro para coger un tren. El ir y venir de la gente dentro de aquel espacio le sorprendía. Era como estar dentro de un hormiguero.
Justo en la entrada que daba a la calle había unas escaleras mecánicas que subían del metro y daban de frente con un puesto de libros. Sintió la necesidad de acercarse y comprar alguno, no para leerlo durante el viaje, si no por la extraña necesidad que a veces sentimos por poseer uno de aquellos tesoros entre los dedos. Los títulos clásicos estaban mezclados con otros novedosos, aquello era un regalo para la vista, al menos para la suya. Quizá echaba en falta alguno de la editorial C.H., pero sabía como conseguirlos.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de la cantidad de vidas e historias que caminaban sin descanso por aquel lugar. Cada una con un destino, con una cuenta atrás que acababa cada día y comenzaba al siguiente. También se percató de los restaurantes de comida rápida que esperaban agazapados a que los viajeros saciasen su hambre allí. No entró en ninguno de ellos si no que prefirió buscar alguna cafetería cerca del andén, en la planta superior, no fuera a ser que se despistara y perdiese su tren. Nunca se sabe cuando puede salir el último.
Ascendió a la siguiente planta. Allí estaba el andén. Los contenedores de vidas llegaban y se iban, cargaban y descargaban. Le resultaba mágico ver cómo ocurría el proceso.
Entró en la cafetería y pidió un té. Se sentó en una mesa situada junto a una enorme cristalera. Aún quedaban veinte minutos para que su tren llegase.
Decidió que observar a aquellas desconocidas personas, y tratar de entender cuál era su historia, sería una buena forma de pasar el tiempo.
Primero vio como una mujer de unos sesenta años se despedía de un chico joven. La mujer se abrazaba a él y lloraba. El chico parecía querer consolarla con una sonrisa y unas palabras, después cogía su equipaje y montaba en uno de los trenes.
Al poco tiempo observó como un grupo de jóvenes buscaban su transporte mientras cantaban, o gritaban como si nadie más estuviese por allí. Cargados con mochilas y ropa veraniega, despertaban las miradas sorprendidas y, a veces, envidiosas de los viandantes que por allí se encontraban.
Hubo otro que le llamó la atención. Hablaba por su móvil y parecía completamente alterado. Incapaz de reprimirse, los gestos de su rostro desvelaban una furia incontrolada. Agudizó su oído y pudo ser capaz de oír la voz de aquel hombre elevada sobre el ruido provocado por todo el gentío de su alrededor.
Raúl pensó que podría estar así todo el día, y comprobar que había tantas historias y tantos destinos, como corazones latiendo. Todo se movía, cada persona, cada tren, cada hoja que volaba por el aire llevada por el viento, cada cucharilla que tintineaba contra cualquier taza. Todo danzaba en un infinito baile cuyo ritmo marcaba un reloj. Uno que acababa de observar detrás de él. En una enorme vidriera situada en la fachada del edificio, en la pared frontal de los andenes. Era como si aquel reloj vigilase los ferrocarriles, las tiendas, la cafetería…, y además guardase en custodia el ritmo que debía seguir la vida. Y sin embargo, ese reloj, parecía también custodiado por los edificios y personas que aparecían dibujados en esa vidriera. En un extraña asociación de ideas, Raúl pensó que aquellas figuras eran como árboles: Inmóviles, pero no inertes. Podía sentir la vida de aquellos personajes, de aquellos monumentos plasmados en el cristal hacía ya muchos años. Eran los únicos seres que no se movían, cuyo tiempo no avanzaba ni retrocedía, pero que sin embargo, abarcaba cada segundo de los que el reloj marcaba.
Como al resto del mundo, a Raúl también se le pasaba el tiempo. Se dió cuenta de que apenas quedaban ya cinco minutos para iniciar su viaje. Cogió su cartera para pagar el té y aprovechó para extraer también el billete del tren. Sin darse cuenta, sacó también una foto. La miró y sonrió.
Sus hijos le decían que lo que iba a hacer era una locura, que no podía apostar su felicidad por alguien a quien ni si quiera había visto en persona. Pero apenas quedaban cinco minutos, y nunca se sabe cuando puede salir el último tren.
ANGY DEL TORO
UN VIAJE AL PAÍS DE LOS CONGELADOS
Cuenta la leyenda que en el “Valle de los Hielos” había un lugar al que todos temían. No obstante, un grupo de valientes y aguerridos viajeros decidió, luego de una gran discusión, visitarlo. Caía la tarde, esperaron a que el sol se ocultara y se acercaron a unos pocos bultos, baúles y maletas que aún quedaban por despachar en el andén. Ya dentro de los vagones confirmaban que el plan había sido realizado con éxito. Sobre el escritorio de la Oficina del Despachador de Equipaje uno de los viajeros había dejado un pergamino lacrado con una nota que decía «SI SIRVES A LA NATURALEZA, ELLA TE SERVIRÁ A TI» Una vez llegados a su destino, el espanto se apoderó de sus mentes. Grandes extensiones de tierras boscosas, cultivos y elevadas colinas yacían cubiertas de nieve. Lo que más dolía era encontrar infinidad de troncos de árboles cubiertos de musgo y en muchos de ellos, se reflejaban rostros humanos y cuerpos de animales, todos congelados e incrustados en los árboles. El Planeta donde ellos habían vivido durante milenios, colapsó ante el cambio climático y solo quedaron algunas especies que, como ellos, decidieron hacer algo para que renaciera. El Reino Animal se reproduciría y solo contaban con su fuerza y poder de reproducción. Una Rata gris cargaba con sus ratones, las lechuzas ululaban sin descanso para que el resto de los animales salieran de entre los rincones. Maullaban los gatos, mientras que tarántulas, serpientes, cucarachas y otros, corrían tras los sapos que saltaban por entre los copos de nieve. Excelente moraleja del gran pensador y educador Confucio y para que se cumpla, es que ellos, los animalitos, realizaron este viaje.
MANUEL ALBÍN EXTREMERA
Estaba paseando un poco distraído sin una meta concreta,,
seguí andando y me acordé de la estación del tren;
entonces fijé un destino ir a la estación y revivir aquellos recuerdos de cuando era un niño.
En aquellos tiempos, las persona mayores, las parejas y los niños se iban allí a pasear debajo de unos abetos que daban unas sombras que gustaba pasear debajo de ellos.
Recuerdo que paseaba con mis padres y nos sentábamos a descansar en un banco de madera que estaba ubicado frente a la la puerta principal y entonces veíamos a los que llegaban y los que marchaban, unos se iban contentos, esos se iban de vacaciones y los que se despedían con cara sería, esos se dejaban a su familia atrás.
Eran momentos que se quedan grabados en tu mente para siempre, una estación longeva que han quedado como reliquia y yo la recuerdo con nostalgia.
RAÚL LEIVA
Mundanos
Cada viernes se sentaba en el único y desvencijado banco de la estación. Repasaba por enésima vez el gastado discurso para su modesto auditorio de palomas y gorriones.
El soliloquio comenzaba con aquel abandono ayuno de reproches que deshojó su alma ese verano, nadie le explicó que en la vida se pierde siempre y hay que aprender a tomar o que se puede de la manera que sea para al menos compensar tanta desidia. Los primeros amores no le fueron esquivos, sino que le jugaron en contra los destiempos, si él estaba buscando no encontraba, si ya se había conformado con los restos, las oportunidades le rozaban tangencialmente. Se definía como un corazón asintótico a la felicidad.
«El tren a veces pasa una sola vez por la vida, y hay que tomarlo» le dijeron, y se había subido, y lo habían bajado a patadas tantas veces como pudieron.
Cuando un alma queda tan vacía cualquier mal consejo sirve de refugio, por eso creyó todo lo que le dijeron, por eso cayó cuando le contaron, por eso cerró las filas del sufrimiento para no seguir caminando lastimado, a veces la ignorancia se convierte en un inexpugnable refugio.
Sabía que algún viernes iba a venir, se iba a bajar del tren y le iba a intentar explicar varios “por qué” oxidados que guardaba en el aceite del rencor para intentar rescatar de este podrido mundo un segundo de paz, aunque más no sea incomodando, como vino haciendo hasta ahora, pero en el plano activo.
Paciencia le sobraba, tiempo ya no tanto.
Su memoria se había convertido en un campo minado y las flores que traía en su mano eran un mal recuerdo de lo que pudieron ser. El harapiento traje a duras penas lograba contener el desvencijado cuerpo del viejo.
Los días pasaban uno tras otros como una cuenta regresiva, ansiaba ver el tren una vez más, sabía que el viernes vendría cargado de respuestas, esa era la promesa que le habían hecho y no iba a renunciar nunca a su modesta empresa.
Una oscura tarde cualquiera se recortó del repetido paisaje una sombra lejana, los ojos del viejo parecieron ensayar el borrador de una lágrima, su cara se llenó de soles de inviernos y las arrugas se acentuaron como una corteza a punto de rasgarse. Eran sus respuestas tan esperadas las que llegaban envueltas en ruido y olor a gasoil quemado. Apoyó sus manos en el banco y hamacó su cuerpo tres veces hasta levantarlo y ponerlo de pie. Su cara se iluminaba y el corazón le estaba por estallar de un momento a otro cuando un impulso lo hizo dar un fallido paso, que al enredarse con los cordones de los zapatos lo hizo caer delante del tren que no pudo evitar arrollarlo.
No había testigos, el maquinista no lo había visto y poco podían aportar las palomas y gorriones. Del último vagón se recortó una sombra que avanzó pesadamente hasta el banco desvencijado. Miró como se iba lento el tren para perderse definitivamente en ese plomizo atardecer.
Se acomodó el harapiento traje, se dejó caer en el banco y puso a su lado un marchito ramo de rosas que traía consigo. Un pequeño conjunto de palomas lo rodearon y comenzó a contarles el soliloquio de los olvidos y las ausencias.
GAIA ORBE
el acero brilla en la cúpula
busco entre las miradas
aquellos ojos curvos de miel
notas dulces en mis lágrimas
desdibujan el andén
la fugacidad del reloj preside la sala
nadie está allí por azar
flotan las noticias nadan los relatos
encuentros adioses
libros que se acaban
cuando mi espera se ilumina en niebla
enfrento el dilema
origen trayecto destino
ritual de pitidos
parque sin fronteras
de pronto
rompe el constante alboroto
el agujero de gusano quiebra
dos realidades dos mundos
lugar de todos espacio de nadie
giran las ruedas
tiempo de avanzar
ROBERTO MORENO CALVO
La Dama victoriana se había convertido en la obsesión de Carmen, en la de su descripción, la exposición al mínimo detalle. La había vestido mentalmente de muchas maneras, sin renunciar nunca al corte clásico de aquella época.
Esta vez había cambiado su drawn bonnet de ala ancha, atado con una lazada en satén azul bajo una barbilla alargada y con hoyuelo, por uno más pequeño de ala corta y muy recargado. Del broche en forma de corazón brotaban muchas plumas teñidas de verde y una guirnalda amarilla haciendo un camino a no se sabe dónde.
Para esta ocasión, que ya sería la definitiva, había elegido un hourglass dress, aunque el corsé tan apretado no la dejase casi respirar y agotase el poco oxígeno que le quedaba tras muchos años de opresión. Para compensarla un poco del sufrimiento, le aligeró el polisón y lo dotó de muchos volantes: en las mangas, en la parte baja de la falda y en el cuello. Volantes que la permitiesen planear observando el paisaje los días de viento.
No sabe por qué no puede imaginar a la dama sin el pañuelo amarrado a su puño y sin poder ver las iniciales que lleva bordadas. La otra mano sujeta un bolso medio abierto hecho de satén rosa y terciopelo verde a juego con el vestido y un parasol lleno de puntillas.
Con el cuerpo totalmente rígido giró la cabeza a un lado y a otro, controlando el paisaje y dando vida a las plumas de su cabeza.
Se sobresaltó por el rugido del tren. La fiera de acero negro se hizo sentir en toda la estación anunciando su próxima partida e imponiendo su poder, acelerando el ritmo de todos los asistentes, todos menos el de una dama, que con una impostada tranquilidad se dirigió hacia la puerta de su vagón.
Aún no sabía si una dama de aquella época viajaba en tren y mucho menos sola, sin dama de compañía, pero debía darla libertad en su mente. Atrás dejaba el huerto de sentimientos que tenía plantado en su alcoba junto al calor de la chimenea.
Sus ojos se abrían paso en el bosque de piedra y hierro que la rodeaba. La escalera central escupía gente en busca de un destino. Tenía tantos escalones como segundos se necesitan para reflexionar. Los farolillos a gas que la engalanaba iluminaban el camino; un camino presidido por un gran reloj recordando todo el tiempo nuestra lucha.
El cielo de cristal y acero se echó a temblar de nuevo. El vapor de agua que nublaba el paisaje no impidió que la dama reconociese la puerta de su vagón. Se subió levantando la falda ligeramente. Sus pies no vacilaron.
Fue entonces cuando comprendió que al fin la Dama victoriana le había tendido la mano. Lo que no sabía ahora, es a dónde la llevaba.
ASAPH FERNÁNDEZ
Crónicas de un durmiente
–Desde la casa más alejada, esa que se alza con su caña brava y sus pisos de tierra, hasta el más hermoso de los «cantones» con sus paredes de barro crudo y sus tejas cocidas al sol, salieron a recibirlo. La estación se fue llenando desde muy temprano; niños, hombres y ancianos. Mujeres con sus rebozos de lana y sus listones trenzando su pelo. No había capataz ni tampoco labriego, nadie era más ni tampoco menos. Todos eran uno, todos vestían de blanco. Ellos, con los huaraches de cuero, camisa y calzón de manta; el zarape al hombro cubriendoles pecho y espalda. Ellas, con sus huipiles bordados, y sus rebozos de lana; entre sus chales llevaban embutidos a los chilpayates. Algunas llevaban grandes abrazadas de alcatraces recién cortados, nubes y gladiolas en colores blancos. Los hombres, lanzando cohetones al cielo. Ni la fiesta patronal había reunido a tanta gente en un solo lugar como aquel día.
Llegaron, con la caravana, montados en la culebra con escamas de hierro. Algunos a la cabeza y otros montados a la espalda de la bestia, muchos con carabinas y carrilleras.
El cuerpo de Don Serafín fue bajado en una caja blanca de madera, a los primeros minutos del mediodía, justo cuando el güero se alzaba imponente sobre aquel cielo raso. Dicen que su arribo fue desde Guanajuato, hasta llegar aquí, la tierra del maíz bola, la mera mata de la amapola.
Cuando bajaron la caja, las mujeres comenzaron con el llanto; los niños, contagiados por sus madres, las imitaron fielmente a moco tendido, y el sentimiento embriago a grandes y pequeños. Todo el pueblo quedó dolido y es que Don Serafin era más que un narcotraficante, él les dio trabajo, abrió la escuela, enseñó a los campesinos a cuidar mejor de la tierra, con decirte que hasta trajo el ferroviario. Si, así como lo escuchas, gracias a él estamos aquí desempeñando un trabajo.
–Será mejor que te calles, a nadie le gusta escuchar que los durmientes hablen. Pensaran que somos fantasmas y nada de eso… así que vuelve a tu lugar que ahí viene la locomotora.
–Pos callate tu si quieres, a mi no me cuesta nada contar una que otra historia, total, por aquí ya naiden transita. Ni siquiera la culebra de hierro, ya naiden nos hace caso.
Un hombre que pasaba con su mula escuchó la conversación, tal fue el susto que le dio escuchar voces sobre la vía que la borrachera se le cortó de inmediato. Miró la botella de aguardiente y la arrojó entre los peñascos.
–¡Maldito licor!, primero me haces olvidar y ahora hasta voces en los durmientes me haces escuchar–. Se llevó las manos a la cabeza y su realidad se comenzó a ver perdida, quizá por el alcohol o quizá por la fatiga.
Dirigió la vista al frente, las viejas vías, carcomidas por el tiempo, parecían besarse, allá donde el cielo y la tierra unían sus cuerpos. Separados por una delgada línea recta. Nada parecía tener sentido. Aun así siguió su camino jalando al mulo que llevaba la carga con sus enseres para pasar, al lado de las vías, la noche; así como el caracol que lleva la casa a cuestas.
–¡Anda Ramona! No ves que los espíritus empiezan a apoderarse de las cosas. Nomas falta que tu empieces a rezongarme.
–No te preocupes Marcelo– dijo la mula sin aspavientos –si los durmientes hablan es porque aún retienen el alma en el cuerpo. Recuerda que son cadáveres de los árboles de donde fueron arrancados.
ARITZ SANCHO MAURI
Como siempre llegaba con el tiempo justo, -con el tarzanillo pegado al culo, con la mochila cargada de ilusiones y sueños; con la primera piedra y un puñado de cemento en los bolsillos para un terreno donde poder construir algo realmente hermoso. Iba con lo justo, pero eso para ella no era ningún problema.
Había quedado con la chica de mis sueños, con la que compartí varias citas en la estación de tren de Irun para realizar un viaje apasionante por la costa del Mediterráneo.
Tenía una mezcla de sentimientos y la noche anterior no había podido pegar ojo. Por un lado estaba emocionado y excitado, y por el otro tenía miedo a las mil once incógnitas que se me presentaban en esta oportunidad única e inigualable.
Me encontraba en el autobús que me llevaría al apeadero donde comenzaría esta aventura insolita.
En aquel autobús se encontraba una señora bien maquillada, con un bastón ; la luz del sol que reflejaba su cabello blanco tan brillante me vislumbraba sobre la tesitura del cambio de los acontecimientos.
La señora me habló con voz de soprano:
-¿Donde vas con una mochila tan grande?
-De viaje con una chica , -me sonroje.
-¿Como puede saber usted tanta información? -entonces descifre que era ella de mayor.
–Tu cara lo dice todo.
-Que tenga usted un feliz viaje, seguro que no lo va a olvidar jamás.
-Muchisimas gracias, que tenga un buen día.
Tenía toda la razón; no lo iba a olvidar jamás.
De repente comenzó a salir humo de aquel autobús; -me vino la negra, y el chófer nos comunico con cara de preocupación que teníamos que esperar a otro. Intenté hacer autostop a varios y convencer a alguien para que me acercara con urgencia. Después de parar unos cuantos coches cerca de un semáforo me encontré con un señor calvo que iba en una furgoneta de trabajo y tras explicarle la situación me dijo que me llevaba.
Le dije que se diera toda la prisa que pudiera; le expliqué los motivos, me hizo caso.
Empezó a adelantar como si de una persecución policial se tratase, iba como un rayo.
Llegué a la estación y llegaba con el tiempo justo, saque la mochila de un buen tironazo. Salí corriendo hacia la estación, estaba nublado. El tren comenzó a salir y vi a la chica a través del cristal y le metí un manotazo.
El tren comenzó a salir le miré a los ojos detenidamente mientras corría.
Jamás le pude decir lo que sentía pero creo que ella ya lo sabía.
El tren ya se marchó y no lo supe coger.
SISI ZIRCONITA
He tenido un sueño
vívido en mi mente,
Estoy esperando en la estación
Siempre en primavera
Cuando despierta la vida,
La espera …¡ Desespera!
Más no me importa
Tengo una vida entera
Para esperarte amada mía.
El tren ha regresado puntual,
Mi corazón está inquieto.
Te busco con anhelo
¡ Es tan fuerte este deseo!
Sigo rastreando el entorno
Ya desfilan los viajeros
¿Dónde estás? Susurro por dentro .
La brisa te delata,
Tú halo de perfume alcanza
Mi sentido del olfato,
Reviviendo en un instante
Mis deseos más internos.
Ahí estás sí, ya te veo.
Tu belleza me hipnotiza,
Esa tez blanca junto a
Tu negro cabello.
Has vuelto a envolver
Mi corazón en la locura,
Esa que te ama , que te siente.. .!
Oigo las campanas,
¡Repican, tocan a muerte !
Mi cuerpo vuelve,
El plañir está presente.
Mis ojos lloran,
Mi alma muere!
Hace tiempo que no estás
Ya nunca más vuelves.
Volveré a la estación
Cada primavera.
Este duelo maldito
No me deja vivir
Y yo…sigo en el andén
¡ Esperando tu regreso!
GUILLERMO ARQUILLOS
Mirar en la estación
Si sabes mirar, puedes aprender mucho de la naturaleza humana observando a la gente en una olvidada estación de tren entre Mariúpol y Kiev.
Abre bien los ojos: quizá veas el rostro ilusionado de Natalia, siempre un poco antes de las siete de la tarde, cuando pasa el tren hacia la capital. O tal vez te fijes en Klara, que baja a las vías a ver llegar a los héroes.
Cada día, hay muchos en la estación que los aguardan. Vendrán esta semana: el alto mando lo ha confirmado, pero nadie sabe cuándo, porque los rusos no están dejando pasar convoyes ucranianos. Ya no hay tranquilidad ni para los heridos o los moribundos.
Dime, ¿qué ves en los ojos de Natalia? ¿No te das cuenta de que es una mujer enamorada, que ha sufrido un enorme shock cuando se han llevado al frente a su marido, Demyan?
Quedan unos minutos. A Klara, a Natalia y a todos los vecinos les duele el cuello de levantar la cabeza y mirar a lo lejos. Quieren que pase el tiempo, que la máquina corra más. Quizá si sonríen al horizonte, si se ponen de puntillas, si hablan entre ellos como si no hubiera un invasor ni varios muertos en cada familia… quizá pudiera parecer que nada ha cambiado. Pero no es cierto. Obsérvalos: sus vidas se han transformado para siempre.
¿Sabes que Klara fue novia de Demyan? ¿Crees que ha dejado de recordar el olor del cuerpo que besó en las noches de verano? ¿Piensas que no le dolió que terminara formando una familia con Natalia?
¿Cómo imaginas que Natalia va a recibir a su hombre? ¿Le dirá las palabras que ha ensayado delante del espejo, mientras se pintaba los labios? ¿Le recordará las horas de amor y de trabajo que han pasado en el pequeño huerto de su casa? ¿Le repetirá que es el más apuesto, fuerte y adorable de este pueblo sin nombre? ¿Le recordará que se pertenecen el uno al otro para siempre?
¡Ya vienen! Sí, mira, mira. La gente está dando saltos de alegría. ¡Regresan los héroes! Ese tren llega para devolver la felicidad a sus vidas. No importa que algunos estén enfermos o que vengan heridos: son sus hombres, los dueños de las almas de las enamoradas, de los padres orgullosos y de los hijos que presumen de llevar su sangre.
¡Se acerca! Sí, sí, se está acercando. Por fin se detiene. Los vecinos se aprietan en el andén para escuchar el delicioso sonido de los frenos y de las puertas de los vagones al abrirse…
Silencio.
Mucho silencio. Se oye respirar incluso al aire. Dos perros se ladran a lo lejos, quizá sean enemigos.
Empiezan a bajar: ¡Qué horror! Cuerpos mutilados. Hombres sin brazos, con las cabezas vendadas o los ojos tapados, guiados por compañeros que hacen de lazarillos. Decenas de muletas, bastones y palos para apoyarse al andar. Entre varios compañeros, bajan del tren una camilla y la sorpresa enmudece la estación.
Se oyen las quejas de quienes necesitan nuevas dosis de morfina.
—Hola Natalia. ¡Cuánto te he echado de menos! —dice Demyan, en medio de la multitud.
El hombre, con una pierna amputada, le sonríe a su mujer usando unas muletas.
—¿Quién eres tú? —dice Natalia con cara de extrañeza—. Yo estoy esperando a mi marido.
—Soy yo, Natalia. Soy Demyan. ¿No me reconoces?
—Tú no eres mi Demyan. No trates de engañarme. Mi marido tiene la cara sonriente, no como la tuya; es fuerte y apuesto, no como tú. Y tiene las dos piernas, a ti te falta una.
—Pero, si soy yo, ¡mi amor! He dado mi sangre y mi pierna por todos vosotros; por mi patria, por ti, cariño, por ti… —la mirada de Demyan no sabe dónde posarse.
Los ojos de ella no conocen a su esposo. Solo ven la imagen de un inválido, un barbudo mal vestido y sucio. Un muchacho maloliente que dice palabras que el cerebro de la chica no puede aceptar.
La gente se va marchando de la estación. Demyan sigue suplicando a Natalia. No comprende qué le sucede.
Ahora quedan solamente tres personas. ¿No los ves? ¿No ves la cara de incredulidad de Natalia y de frustración de Demyan? ¿No oyes sus juramentos?
Klara está serena. Sí, Klara, la que permanece alejada desde hace años, la que ahora se acerca, cuando Natalia se gira y se marcha. La que sujeta los brazos del héroe con un gesto de amor.
—Bienvenido Demyan. Bienvenido, cariño —le dice.
EPÍLOGO
Si sabes mirar, puedes aprender mucho de la naturaleza humana observando a Natalia en la estación del pueblo. Cada día, cada semana, cada mes, la chica baja allí y espera a su imaginario Demyan: el que ha inventado, porque en su interior desea amar a alguien que ni existe ni existirá jamás. Un ser ilusorio, de esos que solamente viven en nuestra fantasía.
SILVANA GALLARDO
EN UNA ESTACIÓN
La vida pasa con tanta prisa, que no nos percatamos de la cantidad de estaciones en las que hacemos parada, simplemente nos acomodamos en nuestro asiento y dejamos fluir la distancia que corre como una cinta y nos permite visualizar los paisajes que acompañan nuestro viaje. A veces son áridos, otras veces boscosos, soleados, con lluvia y podemos observar las manos que se agitan en señal de despedida; pero se van desdibujando de nuestra mente conforme avanzamos.
En una estación vieja de tren, acude, de vez en vez, un hombre que espera con ansiedad la llegada de su hijo. Leandro, salió de casa hace ya muchos ayeres. Se fue con la promesa de volver por su padre y su madre cuando tuviera una estabilidad financiera y cambiar sus horizontes, para que conocieran más gente, que disfrutaran otros lugares y no terminaran su vida en un pueblo olvidado de la mano de Dios, un pueblo que parece fantasma, porque en realidad, el tren dejó de pasar.
Se percibe un paisaje desértico, solo. Ya no hay huellas de pisada, ni algarabía de voces que se cruzaban con el viento. Los vendedores ambulantes apagaron sus gritos que acompañaban la vendimia; sus frases graciosas para acercar a los paseantes, los viajeros, a probar la rica comida, el café y el pan.
Camina un largo tramo, parece autómata, en su mente solo está la imagen de su hijo.
Cree que al llegar a la estación, arribará el viejo tren con su sonido peculiar y echando humo por la chimenea. Verá a su hijo bajar por el vagón del centro, el mismo que abordó cuando se fue con el alma llena de ilusiones y proyectos.
Cabizbajo y cansado, porque los años ya le pesan; su mirada triste y un corazón esperanzado, lo mantienen con vida. Al llegar, se sienta en una banca de piedra, maltratada por el tiempo y el olvido. Fija su vista en la lejanía por la que supone ha de ver la locomotora. Se pone de pie, la noche lo cubrió. Regresa a su jacal. -Mañana será otro día- piensa y vuelve sus pasos un instante para cerciorarse de que no llegó su amado hijo.
¿Adónde va ese ser de figura solitaria? Los pocos habitantes de ese pueblo, son testigos del andar de ese ser agobiado por la tristeza, que se aparece todos los días en la derruida estación de un tren, el que un día se llevó a su hijo. Ese ir y venir desde el alba hasta el ocaso, se convirtió en un ritual, más la gente no entendía como lograba sobrevivir ante la nada.
Todos saben que el hijo ingrato, olvidó su origen, alguna vez alguien lo vio en la ciudad, engalanado por un golpe de suerte, que le dio la ventura de vivir cómodo y con algunos lujos, todos se quedaron con esa idea. Se lo dijeron a Pedro, mas su reacción fue de enojo, pues nunca concibió que aquel muchacho al que tanto amaron y le prodigaron, dentro de su pobreza, lo necesario y vital, fuera capaz de ser tan vil y abandonarlos.
No fue así, a veces la gente es traicionera, tramposa, egoísta y envidiosa. Dijeron que Leandro consideró que sus padres ya habían vivido su vida y decidió vivir la suya, así, sin valorar su origen, a sus padres, su hogar en el que creció con limitaciones materiales pero riqueza en atenciones y cuidados hasta forjarlo como un hombre. ¡Ah!, la gente que todo distorsiona, con chismes mal intencionados.
Un día menos pensado, el susodicho volvió. Llegó en un auto modesto que daba cuenta de una situación totalmente ajena a las habladurías que llegaron a oídos de sus padres.
Su casa lucía vacía, -¡madre, padre!- gritaba, esperando a un par de ancianos que acudirían a abrazarlo y darle la bienvenida, plenos de gozo.
Una persona extraña salió, sorprendida del regreso del supuesto hijo ingrato. -¿A qué has venido?- le preguntó.
-He venido por mis padres. ¿Dónde están?-
-Ay, amigo mío, hace ya tiempo que tus padres se fueron de aquí?
-Pero, ¡adónde! dime, por favor.
– No puedo, es doloroso.
-Por favor! dime.
– Bien, tu madre, hace como un año, murió de tristeza por tu ausencia. Tu padre trataba de consolarla, diciéndole día tras día, que volverías, que te esperaría en la estación del tren y llegarían juntos a casa. Perdió la esperanza, dejó de comer, solo dormía y falleció por inanición. Tu padre la envolvió en un petate y la colocó bajo la sombra de un árbol para que viera, según él, que llegarías con tu padre.
Si vas a la vieja estación, no encontrarás ni un alma excepto la de tu padre que murió sentado en una banca, esperando tu llegada. Tardaste tanto tiempo en regresar. Allí yacen sus restos, a la intemperie. Nadie pasaba ya por allí, donde dejó su último suspiro.
ANDREA ROSSI
Terminé mis diligencias en Londres y antes de regresar a Estocolmo decidí consentirme pasando unos días en Chentelham, para disfrutar de sus aguas termales, tratamientos de hidroterapia, relajantes, de belleza, y sobre todo antienvejecimiento.
Entre uno y otro baño me aconsejaron que antes de irme visitara Bibury, pueblo antiguo, exponente de la vida rural inglesa, que está a sólo treinta minutos en bus.
Su arquitectura data del siglo… bueno, hace siglos que fue construido, casas de piedras color arena con tejados rojizos, caminé entre jardines rebosantes de flores, almorcé y tomé el té en el hotel Bibury Court, antigua mansión convertida en hermoso y confortable hotel. Visité las cabañas de piedras del siglo XVI de los tejedores.
Tal vez el tiempo aquí tiene otro ritmo, no me detuve a comprobarlo ya que cuando salí del embelezo en que me tenía atrapada Bibury, busqué la terminal de buses pero ya era tarde, el último salió hace quince minutos.
Tengo dos opciones, el hotel o la estación de trenes. Llego a tiempo, el próximo tren pasa dentro de diez minutos.
Ya tranquilo mi espíritu viajero, recorro el andén. La edificación es antigua, de ladrillos rojos a la vista, bancos de angostos listones de madera, como los que hay en los parques y por supuesto pintados color verde «inglés».
Poca gente espera el tren, sonrío para mis adentros y me digo que llevan al máximo el deseo de promover al pueblo, pues van vestidos con ropa acorde a la estación de trenes, faldas largas, cinturas muy pequeñas, ellas y ellos llevan sombrero, los zapatos hermosos. Pues, vi en Bilbury sus casas siglo no recuerdo cual, XV o XVI, el hotel igual y ahora diría siglo XVIII o XIX, un verdadero paseo en el tiempo.
Una sorpresa es el tren, es antiguo. Los asientos de madera tapizados con cuero, y los viajeros vestidos como los que esperaban conmigo, tomo asiento y con disimulo reviso mi ropa, sigo con pantalones negros, camisa rosa, modernos zapatos marrones.
El revisor de ticket, también encuentro que su ropa es de «otro siglo», le pregunto si hay coche comedor, se toca la gorra y me indica hacia donde ir.
Tengo hambre y sed, camino por el pasillo hacia el restaurante con el acompasado traqueteo del tren que es tan agradable, paso al siguiente vagón, cuando voy a abrir la puerta veo a través del cristal con bordes hermosamente biselados a una mujer que va a salir, así que me retiro para darle el paso, ella hace lo mismo, espero y ella también, me gusta el sombrero que lleva, pequeño y coqueto. Vuelvo a tratar de entrar, y ella a salir, le sonrío y ella me corresponde, abro la puerta y no hay nadie, busco con la mirada y no está. Extraño, muy extraño.
Hay mesas vacías, me instalo y por un tiempo comida y bebida absorben toda mi atención. Oscurece, debo volver a mi lugar. Llego a la puerta y allí está, la misma mujer que trataba de salir ahora trata de entrar. No espero y abro, otra vez no hay nadie, la sorpresa me deja inmóvil, sigo con la puerta abierta, miro el cristal y allí está la huidiza mujer, con expresión curiosa, me acerco al cristal y ella igual, rápidamente miro del otro lado de la puerta, ¡nadie!, los oídos me zumban, mi corazón se agita, mi mente se esconde y yo… pues… aprovecho y acomodo mi coqueto sombrerito. La estación de trenes de Bibury es algo más, algo más allá, ¿más allá?
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
LA VÍA MUERTA
En todas las estaciones hay una o varias vías llamadas “vías muertas” por donde no hay circulación. Generalmente se utilizan para aparcar vagones fuera de servicio en ese momento, para en ocasiones hacer maniobras o para cualquier otra utilidad.
Pero aquella vía muerta que vi el otro día tenía algo diferente. Algo que llamaba la atención, al menos a mí y no pude resistir acercarme a verla mejor.
Se trataba de una estación pequeña, en un pueblecito de La Osona, en la falda del Montseny.
Me acerqué y noté como si una fuerza mágica me deslizase, similar a una cinta transportadora, donde casi ni movía los pies para ir hacia ella.
Mientras me acercaba notaba que me invadía un sentimiento extraño; una mezcla de paz, nostalgia y tristeza a la vez, mexclado todo ello con maravillosos aromas a flores naturales.
Al llegar definitivamente, vi que tanto en su interior como en un amplio espacio alrededor de los raíles, crecían plantas aromáticas, algunas de ellas totalmente desconocidas.
Y entonces, escuché una voa suave y dulce que me saludaba diciendo:
-¡Hola!
Miré a mi alrededor y no vi a nadie.
Nuevamente, la voz repitió su saludo:
-¡Hola!
Seguí mirando por todo mi entorno y vi que una de las plantas de la vía muerta movía sus hojas a la vez que decía:
-¡Eh!, que soy yo
No me lo podía creer. ¿Me hablaba una planta? ¿Estaría soñando? ¿Quizá era una alucinación?
Pero otras voces distintas todas ellas, agitaban sus hojas repitiendo:
-Míranos, somos nosotras, las supervivientes del GRAN DESASTRE.
La gente de mi alrededor pasaba sin hacer cso de lo que estaba suceciendo, mientras por megafonía se escuchaba:
-Próximo tren, Barcelona Sants, vía dos.
Luego no era un sueño lo que estaba viendo, ya que ahora todas las plantas al unísono repetían:
-¡Holaaaaa!
Fue entonces cuando decidí prestarles atención, así que les pregunté:
-Hola, pero ¿qué queréis?
-Explicarte nuestra historia para que la des a conocer.
Me quedé tan extrañada que me senté en el suelo dispuesta a escuchar. Y una de ellas, con unas extrañas flores azules comenzó:
-En este terreno donde ves esta vía, vivió hace muchos años una prestigiosa curandera llamada Marta.
Y aquí, donde ahora estás, tenía su plantío de plantas medicinales que había ido recogiendo a lo largo su vida.
Plantas procedentes los lugares más recónditos de toda la geografía universal.
Y es que recorrió prácticamente el planeta con los medios más rudimentarios que imaginarse pueda. Pero al ser tenaz en su empeño, allí donde se lo proponía, allí llegaba, fuese en carro, sobre una mula, un camello, un barco de vela o andando, evidente
Y allí adonde iba, contactaba a su vez con curanderos, meigas, chamanes, lamas tibetanos y toda persona entendida en remedios que se le cruzase.
Buscó y rebuscó remedios de culturas remotas como las celtas, judías, musulmanas, vasconas, de la Castiila medieval, y hasta alguna prehistórica que aseguraba que había descubierto en las Cuevas de Altamira.
Y, por supuesto, no podían faltar las más accesibles como las procedentes del antiguo Egipto, de Aristóteles e incluso de Avicena.
Y así formó un espléndido huerto medicinal y adquirió tal fama que incluso prestigiosos médicos venían a consultarle en casos que se les presentaban rebeldes.
Hasta el día que un ingeniero de Caminos, en su despacho, sin conocimiento del terreno, decidió que por aquí pasaría un nuevo medio de transporte a través del que algunas ciudades y pueblos estaban ya conectados: el tren.
La curandera, ya anciana protestó, claro está, escribió cartas, mandó telegramas.
Muchos médicos de unieron a las protestas pero todo en vano.
Entonces ella, recordando un conjuro dado por una meiga gallega, maldijo el tren a la vez que hechizó estre trozo de terreno para que jamás por aquí pasase ninguno.
Y el hechizo tuvo éxito.
Intentaron sacarnos segándonos, pero nuestras raíces se hicieron más fuertes y profundas.
Tan fuertes, que, una vez puestos los raíles, cuando intentó pasar por encima la primera locomotora, le fue imposible: al llegar a donde vivíamos, crecieron en segundos ramas gigantescas que descarriló.
Volvieron a segarnos. Nuevamente intentaron hacer pasar la locomotora y otra vez volvió a suceder lo mismo.
Lo intentaron muchas veces más con todo tipo de medios, pero el hechizo era más fuerte que los brazos e instrumentos de cualquier hombre.
Así que nos dejaron estar y aquí seguimos. Esperando que alguien que entienda de la materia, vuelva a utlizarnos con el fin que fuimos plantadas
ARCOÍRIS MORENO
¿Qué es sueño, qué es realidad?
El consabido aplauso de fin de vuelo, me confirmó que ya estaba en tierra conocida, Frankfurt, aeropuerto. Con el corazón preñado de recuerdos, olores, sentimientos, besos, deseos, un tanto de melancolía, y un sin fin de gratitud por esos días inolvidables, por ese “premio” como llovido del Cielo, que aún retumbaba en mis entrañas… Una semana, que me había aportado la experiencia, el conocimiento, la expansión, comprensión, e incomprensión, que no había conseguido alcanzar en mi medio siglo y pico de existencia. El lugar en sí, no viene a cuento. Aunque si, está bien mencionar que allí de donde yo venía el tiempo parece haberse detenido mínimo medio siglo atrás. La incongruencia de “casi nuevo”, renovado, y en ruinas, conviven en una armonía forzada. La gente que allí vive, conoce la existencia de otras forma de vida, de otras facilidades, otras normas, aún así, como en una cárcel de barrotes invisibles, saben que no tienen posibilidades de escapar, a esa realidad; y queriendo ser buen ejemplo para los más chiquitos, sonríen, bailan, cantan… lucha constantemente por sobrevivir, por no perder la esperanza de ese “milagro” donde la propia humanidad, deje de ser su peor enemiga. Con esta amalgama de imágenes, pensamientos, sensaciones, sentí que traspasaba la barrera entre dos mundos, ninguno apto, según yo, para vivir feliz, libre, y plenamente.
Recogí la maleta en la sala de equipajes, y corrí a la estación del tren. Según los horarios de salida, podría llegar a tiempo de subir en el rápido, directo a Stuttgart. Jamás me resultó tan lenta la escalera mecánica, estaba a menos de dos metros para alcanzar la puerta que ya comenzaba a cerrarse. Y no, por más que pedí a gritos, “bitte warte” espéreme… el tren, ignorando mi deseo de llegar a casa, mi hambre, mi cansancio… me dejó en el andén con dos maletas, un bolso, y la pregunta: ¿qué hago ahora? entre ceja y ceja.
Busqué con la mirada un lugar tranquilo, donde relajarme, descansar… No debo dormirme. Solo descansar, y luego ya buscaré algo de comida. En un rincón entre la escalera y el ascensor descubrí un banco libre. Pegada a mis maletas, me senté agradeciendo, como de costumbre, y cerrando los ojos, recordando a mi querida Susan P, respiré profundamente, una y otra vez, no debo dormir, me repetía, mientras notaba una pesadez y un bienestar indescriptible. De pronto recuerdo que sentí una especie de intranquilidad, y mis oídos zumbaban como cuando despega o aterriza el avión, y lo di por normal, cosas del viaje, pensé. Acto seguido, tuve la sensación de liberarme de ese cuerpo denso y cansado que roncaba sobre el banco de madera. Podía verme, y podía ver toda la estación, estaba flotando y tan fácil me resultaba subir al techo, como bajar a ras del suelo. Era yo, pero, en otra forma de ser, había oído, leído, sobre experiencias de este tipo, pero, jamás lo había experimentado. Estoy soñando me decía, pero, aún así, es hermoso este sueño, quiero salir y ver el mundo. Mis deseos se realizaban casi instantáneamente, así, pude ver la Tierra en su totalidad, como el globo que nos muestran en el cole, pero esta vez, era ella, la Madre Tierra, viva, y comunicándose también conmigo, la escuchaba respirar, y lo más hermoso fue la visión, de lo que sucedía en ese preciso instante, pude ver la gran masa humana despertando al unísono en un anhelo de paz, de armonía, de amistad unos con otros, o otros con todos… Veía como cada sujeto, hombre, mujer, … abandonaba sus tareas, sus herramientas, sus pistolas, sus cargos, sus tareas… y se unía a la gran rueda humana que ya daba varias vueltas a la Tierra, todos tomados de la mano, como en los juegos infantiles de la rueda, cantando cada quien en su idioma, pero con una felicidad y una dicha jamás experimentada. Feliz por esta buena nueva, quise unirme a esa gran fiesta, a ese evento tan esperado, y deseado por mi, desde que tengo uso de razón, y apenas estaba sintiendo el contacto de las manos que se unían a las mías… noté que alguien zarandeaba mi cuerpo abandonado. Como aspirada por una fuerza potente y sutil al mismo tiempo sentí que mi “yo” etérico, volvía a unirse al físico, y aún sin salir de mi asombro, abrí los ojos, y respondí al señor que me ordenaba: póngase la mascarilla, aquí sigue siendo obligatorio. Transportes públicos, y estaciones. Por favor, use su mascarilla.
Lo miré con tanto asombro, que él también quedó asombrado, y más aún cuando le dije:
– Pero, qué haces aún con las pistolas, tú no participas de ese evento? Aunque le hablaba en perfecto alemán, parecía no comprender ni una palabra.
– Señora, ¿Qué está diciendo, de qué evento me habla?¿se encuentra bien? ¿ha tomado alguna sustancia?…
Lo vi hablando por su celular, y al poco llegó su compañera Ambos me hablaban, yo les entendía, alemán ya es un idioma conocido para mi, aún así, no comprendía nada, yo continuaba
entre realidades paralelas. ¿De qué conozco yo a esta policía? La miré a los ojos, sin prestar atención a sus preguntas.
-Espera, un momento! Yo te conozco! Tú hablas español, ¿verdad? yo te conozco, estaba a tu lado en esa rueda, tomadas de la mano, y al otro lado, había un hombre de piel muy oscura, alto, y que cantaba sin cesar, algo así como un mantra, Om Mani Padme Hum… ¿lo recuerdas?
Me miró entre confusa, aliviada, y sorprendida, pidió a su compañero que se alejara unos metros, y casi susurrando en mi hombro izquierdo me preguntó:
-¿Es tu primera vez?
– La miré, sin articular palabra, pensando: ¿Cómo lo sabe? Y recordé las sábanas… Noté un calor en las mejillas, y un vacío infinito en el estómago. Debe referirse a otra cosa… seguramente.
-Yo también te recuerdo, estábamos compartiendo un sueño lúcido, un viaje astral.
A veces en mis pausas, aprovecho para meditar, y con un poco de suerte consigo salir al espacio.
– Ah, ¿era eso? Sonreí, nerviosa, y aliviada al unísono – Entonces, ¿todo ha sido un simple sueño?
– Según se mire, sueño si, simple no. Se llama viaje astral.
– Hablas muy bien español, casi sin acento. Yo vivo media vida aquí, y continuo mordiéndome la
“luenga” con algunas palabritas. Como siempre el humor, vino en mi ayuda.
– Mi madre es de Andalucía, (me aclaró sonriente) viví algunos años de mi niñez en varias ciudades españolas…
Tomé mi cuaderno de apuntes, anoté mi nombre, y número de teléfono, se lo ofrecí, lo guardó sin mediar palabra, tenía la sensación de que entre nosotras había algo así como telepatía, y que volveríamos a encontrarnos, en algún espacio-tiempo.
El aviso de la llegada del próximo tren dirección Stuttgart, me sacó de esa especie de trance, aún flotando entre realidad y ensueño, le di las gracias, nos despedimos con un abrazo, “a la española” y empujé bolso y maletas al filo del andén, donde las puertas del esperado tren se abrieron, esta vez, invitándome a pasar…
ALMUT KREUSH HOFFMANN
Es la estación de un pueblo en la nada donde la vida transcurre siguiendo su cómoda rutina marcada por los horarios de los trenes detrás de un cristal sucio.
El río ancho de aguas verdosas, hogar de aves y peces, pista de baile para los mosquitos al atardecer, es mágico en su infinito y calmado movimiento y que lleva enterado los recuerdos de pueblos, paisajes, tempestades, música de las verbenas celebradas en ambas orillas y que no se distinguen en nada.
El río separa a los dos países y ahora está salpicado por inquietantes manchas de sangre. Ya no suena música sino alarmas y misiles.
La pequeña estación se ha convertido en refugio para miles de personas, en su mayoría mujeres y niños, que huyen del otro lado, de su patria marcada desde hace meses por horrores que nadie entiende, excepto el dictador sanguinario, provocador y obsesionado por una reconquista perversa. Su cetro es el miedo, el terror y su manada de perros matones bien adiestrados y sumisos.
La estación es la primera parada donde ya no suenan sirenas, donde sus habitantes no pernoctan en refugios antiaéreos, donde no hay muertos pudriéndose en fosas comunes y donde los niños tienen padres vivos.
Las organizaciones humanitarias se vuelcan para reconfortar a los recién llegados, ayudan a encontrar un destino para los que no tienen, dan esperanza ante la desolación, abrazos y escucha ante el miedo, la tristeza y la desorientación de sus almas.
Los pocos hombres de caras tristes y arrugadas son los ancianos, los más jóvenes están obligados a luchar en el frente. No hay objeción.
Algunos se resisten y cruzan el río clandestinamente.
Escucho muchas historias y la tristeza, la resignación, el cansancio y el miedo se ven reflejados en los ojos de aquellas mujeres.
Cierto, la comunicación verbal es insuficiente, pero un abrazo que transmite amor, fuerza y esperanza, una sonrisa, manos que se entrelacen e incluso la escucha muda liberan y alivian emociones. El idioma de las mujeres es universal que no necesita traductores.
Para los niños la estación es una burbuja de alegría, de colores, de pinturas, de globos, de juegos y de risas; pintan corazones amarillos azules o pasman los miembros de sus familias y sus casas en una hoja de papel, una realidad que ya es pasado. Los abrazos y besos que recibo cuando retomen su viaje quedarán grabados para siempre en mi cara y en mi piel.
Pero para algunas mujeres la estación no es la primera , sino la última antes de volver a enfrentarse a su país en llamas que dejaron hace no mucho, presas del pánico.
Vuelven para abrazar a sus padres que se negaron a abandonar sus casas, vuelven con la esperanza de ver a sus maridos, hijos o hermanos vivos. Han dejado a sus menores en la seguridad del país de acogida, al cuidado de familiares o amigos.
Lloran por lo que han dejado y por lo que temen encontrar.
Sus casas saqueadas en el mejor de los casos. Y en el peor encontrarse ante una montaña de escombros o una cruz en el cementerio. Lloran porque temen por su propia vida, por dejar huérfanos a sus hijos pequeños.
La estación del pequeño pueblo se ha convertido en un hervidero humano y humanitario, y lo único que les deseo a los pasajeros que vuelven a subirse a los trenes es que su bagaje pese un poco menos ahora.
MERCEDES FERNÁNDEZ GONZÁLEZ
La lluvia arreciaba fuerte y tenía mojadas hasta las entrañas.
Llegué a la estación con tiempo suficiente. Mi tren no saldría hasta dentro de 2 horas.
Me dirigí a la cafetería justo al lado, necesitaba algo caliente. Entré con pudor, iba dejando un reguero de agua a mi paso.
La mirada sonriente del camarero me animó a seguir adelante.
Busqué una mesa semi escondida y encontré la ideal con su estufa al lado
-Un café bien caliente, por favor
No llevaba mi libro, el que siempre cargo por si encuentro un ratito libre para avanzar en su lectura. Aquel lo era. Pero mis hombros llevaban días diciéndome: «nos estás matando con tanto peso». Libro fuera del bolso. No soy de digital, qué le voy a hacer.
Mi móvil mojado como mis entrañas. Incomunicada. Sentí hasta alivio. Nadie sabría de mí, dónde estoy, qué hacía, cuánto iba a tardar.
Alivio creo que no es la palabra adecuada, sentí placer.
Sin libro y sin móvil, sólo me quedaba esperar al camarero con mi café. Tardaba.
Sin darme cuenta, tiré de mi imaginación y empecé a observar.
La adolescente nerviosa memorizando rápido y en voz alta sus apuntes. Examen en unas horas, la evidencia era palpable. No se debe estudiar el último día ¡Suerte!
Hombre maduro, barba cuidada, ropa elegante, periódico en mano, relajado, entregado a las noticias. Jubilado, sin prisas y sin ganas de estar en casa. Para muchos envidiable, para otros, tortura.
Pareja embelesada. Ahora te beso yo, ahora tú, te toco la nariz, te guiño un ojo, te acaricio por debajo de la mesa. Si estuvieran a solas, la pasión los desbordarían. Ufffff me entraba «calor» al verlos.
Al lado, todo lo contrario, pareja en silencio, móviles en mano, tecleo rápido. Y no intercambiaban ni el aire. Qué pena de incomunicación.
Grupo de 4 amigas. ¡Vaya risas! No hay nada como reirse con amigas y que nadie te entienda. Habían pasado del café a los chupitos, la tarde prometía. No sé si envidiaba más al jubilado que a ellas.
Yo, esperando mi café.
Lo que da de sí la imaginación. Qué bien me lo estaba pasando.
Seguí observando.
Señora llorosa, sola. Familiar enfermo, estaba claro. Cuánta necesidad de consuelo desprendía. Hombros caídos reclamando un abrazo. Ganas de acercarme no me faltaron.
Al fondo, chaquetas y corbatas. Serios. Debatiendo leyes. Solo trabajo y ahora ese café con toda la pinta de estar ya frío. Una vez corbatas fuera, ni se acordarían del nombre del otro. Compromisos.
Y al fondo ella. Me miraba. Sonreía. Las dos esperando un café que no llegaba.
De la risa pasamos a las carcajadas en la distancia. Complicidad absoluta sin intercambiar palabra. Insuperable momento.
¡Estábamos haciendo lo mismo! Jajajajaja
Ni libro, ni móvil, ni compañía: pasar un rato divertido es algo más fácil … y más serio.
Mi tren acababa de llegar y yo no quería irme, no quería que me encontraran.
BEA ARTEENCUERO
Ahi estas impavida,
Como hace 40
Interminables años.
Aún resuenan las campanan
Anunciando la partida.
Nuestros niños llamados
A defender la Patria.
La estación…
Abrazos …despedidas
Alegres partieron
Dejando lágrimas
Por doquier;
El abrazo de la madre,
El beso de la novia,
La promesa de la carta.
En un instante trenes
Que llegaban y partian
Llevando nuestros hijos,
Novios, hermanos.
En su cara dibujada
Una sonrisa de
Esperanza
Sueños de libertad
Los acompañaban.
Las viejas campanas
Anunciando
La partida.
Las lágrimas
Quedaron aquí…
Aqui mismo.
En la estación
Revoloteo de pajaros
Subiendo al tren que
Los llevaba a destino.
Casi tres meses
Resistieron con cuerpo
Corazón y alma
Hasta el dia
Que los vistes llegar
Testigo mudo
Del abrazo del regreso,
Testigo mudo
Del que no volvio
40 años pasaron
Aun resuenan
Las pisadas
Del dia aquel
Que salieron
Con el corazón
En una mano
Y en la otra
La bandera
Azul y blanca.
En cada espacio
Tienes el rostro
Que vistes partir.
En tus sombras
Quedaron por siempre.
LOS HEROES DE MALVINAS..
Nuestros hijos
Hijos de mi patria
Que un dia
Los vistes partir…
M ADELA CID
—Pues, después del suceso, dicen que está maldita.
—¿Quien ha visto?. No puede ser. Es un edificio público. Una estación de Tren. Por Dios, un poco de cordura…
***
Después de varios años de haber emigrado a trabajar a Francia, luego de haber terminado varias obras con mi contratista y lograr mas de un ascenso; había reunido el dinero suficiente para pasar unas vacaciones con mi madre, en mi aldea y hasta tenía planes de declararme a la moza mas linda de toda la comarca, Rosalia, que se había quedado viuda de novio.
El señor Alfonsino, gran amigo de mi padre, vivía, con su esposa, en una de las casas que están a pocos metros de la estación de ¨A Frieira¨. Solo esas casas, de las que estaban en esa ladera del río, se salvaron cuando construyeron la línea del tren. El señor Alfonsino aprovechó la circunstancia, pues ahora la vía tenía una calle de servicio junto a ella, que llegaba a su puerta, lo que le permitió poner una tienda, que siempre estuvo bien surtida, gracias al ferrocarril y a ¨A Raia¨, que tenía de trasfondo, a solo unos metros.
Ahora jubilado, este amable señor era asiduo ocupante de los bancos del andén, desde donde servía de reclamo a la tienda, pues todos al verlo la recordaban y los foráneos que preguntaban, eran directamente orientados.
Esta vez, me recibió, como siempre, muy cordial, con un gesto de amistad y sus mejores deseos. Era un poco parco de palabra, mas aun así, una persona encantadora. Ver su figura alta y delgada, al descender del tren, aceleraba la impresión de estar en casa.
***
—Ese señor Alfonsino, como todos los de aquí, vendía también en su tienda mercancías portuguesas. Eso era prohibido.
—¿A tí qué?. Resolvían los problemas.
—Cuentan que logró fortuna porque se topó con una ¨moura¨, en una de las fuentes de ¨A Frieira¨.
—¡Hummm! ¡Haberlas, haylas!
***
El ¨encoro da Frieira¨ es uno de mis paisajes favoritos. De ¨rapaciños¨, mi amigo Fermín y yo, escapábamos del maestro y terminábamos bajando hasta el alto de ¨A Agra¨, para ver pasar el tren antiguo. Desde tan lejos parecía un largo gusanillo, cuya cabeza de locomotora, lucía una armadura de acero negro y brillante. Se movía, escribiendo un trazo gracioso en el paisaje, con el humo de su chimenea. Luego de parar en la estación, aparecían los pasajeros del tamaño de hormiguitas. Una máquina preciosa que hoy adorna la Plaza de la Estación, en Ourense.
Los días de nublados, tienen magia, Las aguas del ¨encoro¨, bajo las nubes oscuras, son un espejo espectacular y desde la ladera opuesta, se ve en ella la vía, que bordea la ribera. La negra máquina andante y su conjunto, se mueven cabeza abajo en el reflejo de las aguas , hasta llegar a la zona de las fuentes, donde los flujos cálidos de los surtidores que se incorporan, rompen los embrujos.
Soñábamos con ser pasajeros del gusano brillante, comprar un billete en la estación y conocer el mundo.
***
—¿Ellos tuvieron una hija?. Recuerdo una chica de cabellos rojos, como los de su madre. Muy bonita.
—Yo te digo que era ¨meiga¨. El señor Alfonsino logró casarse con ella, que esa es otra historia, y por eso prosperó. Construyó una casa hermosa, una tienda bien ubicada, tuvo todo lo que quiso, y pudo ser mas. A saber… Era muy discreto, eso si
—Era educado.
—Nadie supo nunca la edad que tenían. A ella, dejaron de verla un día, pero no se supo que hubiera muerto.
***
Viajaban en el tren un grupo que, supuse también venían de Francia. Eran ¨mozos¨ alegres y bulliciosos. Vestían ropa elegante y hablaban de cosas modernas. No los conocía. Al parecer, dos eran de la zona de las aldeas del Valle de las ¨Inverneiras¨, detrás de Castro Laboreiro y un tercero de Azureira.
Mis otros compañeros de viaje se fueron a pie, eran de cerca. Pero yo debía subir, pasar la Sierra de Bustelos y luego un tramo llano de 700metros hasta la aldea. Requería un tiempo de camino, que la noche eminente y la tormenta que se anunciaba, no auguraban agradable. Por suerte, mi padre le había pedido a su amigo Alfonsino que me reservara el taxi.
Mientras me despedía y daba las gracias al señor Alfonsino, el Taxista, al que llamábamos Manolo ¨taxi¨, montaba mi maleta en el cajón del coche que había estacionado junto a la salida, hacia el pedregal de las fuentes.
El grupo de ¨mozos¨ que viajaban a Castro, se asombraban de que hubiera solo un taxi. Uno de ellos hacia burlas, a modo de piropos, a costas de una ¨moza¨ bonita que venía de la ribera, evidentemente para llamar su atención.
Ella subía por un estrecho sendero entre las rocas, hacia la calle de la estación y llevaba un cesto mojado y grande, Solo entonces me fijé en ella.
Me pareció que su carga era demasiado pesada y me acerqué para ayudarla.
—Es bueno cuando alguien tuerce al lado correcto —me dijo agradecida— y me regaló una sonrisa encantadora.
***
—De aquellas, habían muy pocos taxistas, la gente de esta zona, poco acostumbrada, prefería ir andando a todo sitio que pudiera.
—Lo que no había eran cuartos, que a todos gusta lo que es bueno.
—Tampoco habían muchos coches, las ¨estradas¨ no estaban preparadas y tanta curva y ladera no ayudaban mucho. Los viajes a sitios cercanos daban poco, pero si habían viajes a las aldeas mas alejadas, se pagaban bien y mas según la hora y el día.
***
Cuando llegué junto al taxi, el chofer había bajado mi maleta.
—Queda aquí , que yo vendré después de este viaje —me dijo sin mirarme a los ojos.
No supe cómo reaccionar, tampoco tuve tiempo, pues ya estaban los otros dentro del taxi.
Acto seguido, arrancó el coche y se fueron a toda leche por el tortuoso camino.
Llovía.
Hice mi ruta a pie. Llegue de noche, temblando de frio, todo empapado.
Al otro día supimos la noticia del accidente. El Manolo taxi se había desbarrancado en la ladera de Lapela, cerca de la fuente ¨das Mouras¨.
—¿Cómo lo has sabido, mujer? —preguntó mi padre.
—Han pasado por aquí la Rosa y la Palmira. Dicen que todos han muerto.
—¡Ohhh! Malo será.
MARÍA ISABEL PADILLA SANTERVAZ
Cuando salió de su casa, el frío de la madrugada quiso golpearle el cuerpo, pero apenas lo sintió y se despojó de abrigo y bufanda. Los pocos transeúntes, con los que a aquella hora se cruzaba, iban camino de las fábricas a comenzar la jornada laboral. Sin embargo, a él le pareció que deambulaban sin rumbo aunque resistiéndose a la inercia que los arrastraba. Inmediatamente, se sintió unido a aquella fuerza desconocida para él. No pasó mucho tiempo, cuando advirtió que los obreros tomaban diferentes caminos y desaparecían de su vista.
Terriblemente solo, caminó entre las calles mojadas y las tenues luces de las farolas que parecían guiarlo por lugares extraños.
Tras una larga caminata, surgió ante sus ojos la estación ferroviaria La Esperanza, invitándole a entrar al edificio. A pesar de su aguante, se sintió forzado al interior.
Observó, en las dependencias, las taquillas de venta de billetes, los bares con olores a cigarros, café y churros, las filas de asientos para la espera de los pasajeros, los retretes, y el bullicio de una multitud que no se materializaba, a pesar de buscarla con desatino. Las voces de los chiquillos, vendiendo las noticias de la mañana, le hicieron volver la cabeza y comprobó que no había niños. En ese momento, el sonido distorsionado del altavoz centró toda su atención y ahogó la algarabía del edificio. Anunció la próxima llegada del ferrocarril y a continuación dio su nombre apremiándole a abordarlo. Un sudor rancio le recorrió el cuerpo. Acelerado, el corazón le martillaba el pecho mientras un río de sangre fluía por sus venas, veloz, y le aporreaba las sienes.
Sin hacer caso a la llamada, ocupó uno de los bancos; necesitaba pensar, intentar saber qué estaba ocurriendo. Al poco, un impulso lo levantó del asiento y lo obligó a cruzar la puerta hacia el andén. La inminente llegada del transporte se adivinaba por el chirriante sonido de las vías, el humo siniestro rasgando el aire y el silbato insistente del arribo.
A empujones, accedió a un vagón cuya apertura quedó automáticamente bloqueada. Accionó, en vano, la manivela de la puerta, sin conseguir que abriera. El silbato anunciaba la urgente salida, cuando un revisor penetró en su compartimento exigiéndo el billete. Inconscientemente, introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo, con sorpresa, un documento doblado. Era el billete de viaje que no había comprado. Con manos temblorosas, desdobló el papel y leyó, espantado: Billete Sin Retorno.
KATA MAR
Cuentan los que lo vieron que un hombre llamado Marcus estaba Esperando en el sitio acordado a su amada dos horas, se iban a escapar puesto que eran amantes desde hace tiempo, él le hizo prometer en su lecho que, si el ella no era nada, ella lo mismo a él, tenía un nombre mágico digno de una tremenda dama. ese nombre era Azucena del Carmen.
Fue casada a la fuerza con un señor rico por sus padres como era las costumbres que se pagara la dote con unas tierras. para que se en pocas palaras los sacara de pobre. Azucena vivía desdichada, le fastidiaba que el viejo la tocase, se le acercara, la abrasara…aprendió a aparentar el «soy feliz» para que nadie dijera nada… hasta que una mañana llego Marcus con su uniforme de granjero, Azucena lo saludo con un delicado apretón de manos, y le dio la bienvenida., unos días más tarde estaba mirando la ventana, se quedó estupefacta con el cuerpo esvelto de aquel hombre… ahí se le clavó una daga en el corazón, no lo dejaba de pensar día y noche… trataba por todos los medios de evitarlo a toda costa.. por qué tenía unas ganas inmensas de serle infiel a su marido en su cabeza pensaba más el qué dirán de la sociedad incapaz de comprender esa atracción fugas, sin darse cuenta de pronto su corazón empezó a albergar un sentimiento muy peculiar a semejante belleza… la tenia intranquila tan solo pensar que alguien se podía dar cuenta de lo que estaba sucediendo en su interior. Afortunadamente en un principio no se notó.
Al cabo de un tiempo las cosas se salieron de control puesto que una noche él le declaró todo su cariño, ella igualmente hizo lo mismo, pasaron la noche juntos el la acariciaba despacio, ella tan solo disfrutaba de ese momento mágico… así pasaron 3 años, viéndose a escondidas amándose a través de las paredes de la vivienda. Una noche el le propuso que escapasen a lo que ella temerosa dijo que no pues tenia miedo a las habladurías de la gente, el insistió hasta que ella acepto vacilante.
Por fin llego el día esperado, la mañana estaba tranquila como los árboles del jardín de atrás, como siempre Azucena estaba preparando el desayuno, se sorprendió al ver a su marido con cara de acontecido… aun así no le dirigió la palabra, continuo con sus asuntos, en cuanto él se alejó para la sala a leer el periódico de la mañana. Tres minutos después llegó Marcus, alegre como siempre la abrazo por la espalda le dijo al oído:
-¿Estas lista?
-Sí, estoy lista.
-Entonces te espero en la estación de tren se despidieron con un beso.
Pasaron 5 horas, y Azucena nunca llego, Marcus triste viajo en el primer tren que vio para nunca más volver.
Cuentan los que estuvieron presentes que al enterarse azucena de la partida de su ser amado entró en una terrible depresión que la llevo a estar en un hospital para enfermos mentales.
OMAR ALBOR
Hoy es un día gris lleno de neblina de esas que te obligan a limpiarte los ojos para poder ver, la diapositiva imperfecta de cada mañana, sentir ese olor tan particular de gasoil, cigarrillos, perfumes dulces, cafeteras chillonas y alguien que grita llego tarde al trabajo y pasa corriendo los cien metros libres, ese cúmulo de historias donde la mía es una más soy el diariero de la estación de Temperley si donde hay 4 ramales que se bifurcan para lugares diferentes, historias miles, las veo a todas cuando arranca el día tipo 4 AM hasta las 6 PM dónde mí cuerpo dice basta y cierro mí kiosco y me voy a mí hogar, en ese momento los perfumes cambian y se vuelven densos dónde ya los cuerpos están fatigados y el que fue con la corbata en el cuello la trae en el bolsillo o en casos mal colocada, seré testigo mientras pueda de esta rueda loca que miles no observan y yo con privilegio la veo girar.
Siempre seré el diariero de la estación de Temperley el que te vende un diario o una revista el que dice que tren tomar a tú destino por llegar.
Te regalo un deseo buen viaje y deseo pronto volverte a ver.
Roberto su amigo diariero.
JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO
Desde que comenzamos a explorar el significado que tiene la vida, viajamos echando minuciosamente y sin darnos cuenta, pequeños retazos transformados en recuerdos en nuestra pesada mochila. La cargamos a veces con pesadez y una pizca de gozo, pero sin mediar palabra, avanzamos con todo a cuestas siguiendo el camino que rige nuestro destino. Nos movemos empujados por sentimientos y emociones, dejando huellas tatuadas en otros seres que transitan o viajan junto a nosotros. Teniendo por costumbre de volver siempre al lugar de partida. Allí, donde nos esperan, donde nos quieren, donde nos refugia el amor de nuestra familia. A veces volvemos solos o acompañados de alguien mas, que también viaja explorando, cargada de recuerdos, a veces vagos y otras veces de insufribles pesadillas.
Esperamos sentados en una estación, al eterno tren que da la vuelta al mundo cada año. Usando diferente asiento o vagón, experimentamos a base de golpazos o caídas, los giros que da la vida. Sólo cuando hacemos conciencia, se nos escapa un suspiro y, a regañadientes, lamentamos o nos quejamos de la pesada carga que lleva nuestra mochila. Cuando maduran los pensamientos y se convierten en enemigos íntimos, a veces, se nos ocurre la idea de no coger el siguiente tren. Quedarnos sentados en un banco meditando la idea de huir de los problemas, luchando por soltar de una vez la mochila. Decidimos entonces, mirar adentro y comprender, llegando a recordar que tenemos una estación favorita, aquella donde nos espera una mano amiga y las manos que nos ayudan a soportar la carga.
Avanzamos así durante toda la vida, visitando estaciones y montados en trenes, que nos van dirigiendo a un destino. Hasta que finalmente, soltamos la mochila y no queremos seguir luchando o simplemente, su propio peso, es el que nos vence. Tal y como lo hacía mi primo, que luchó y avanzó pesaroso, tomando en su vida veintidós trenes en veintidós estaciones. Dejando retazos con tinta permanente en un millar de corazones. Algunas veces vagos y otras insufribles. Hasta que la carga de su prematura mochila se hizo muy pesada y, durante un largo año, aguantó su peso acompañado de las manos que nunca fallan. No pudiendo mas, decidió por fin soltarla y avanzar con ligereza a la última estación, donde cambió la mochila por unas alas, tomando con ello su último tren.
D.E.P Rubén Serrano Casado.
voto a
KARLOS WAYNE
Mi voto es para:
Eduardo Valenzuela Jara
Mi voto: Servando Clemens.
Mi voto: Sisi Zirconita. Silvana Gallardo
Mi voto para:
Guillermo
Sisi
José Armando
Consuelo Perez
Mi voto es para FELIX MENENDEZ
Coronado Smith
Servando Clemens
Mi voto es para:
Eduardo Valenzuela Jara
Servando Clemens
Mi voto lo reparto entre:
Félix Meléndez
Bego Rivera
Tess Lorente
Mi voto para un relato facisnante ,es para arcoiris moreno
CESAR BORT
MERCEDES FERNÁNDEZ GONZÁLEZ – UN RATO DIVERTIDO
Raúl Leiva – Mundanos
Mi voto
Sisi Zirconita
Félix Meléndez
Por mí, los votos a todos. Está muy complicado
-Juan Jose Serrano
-Tess
-Pedro López
-Félix Meléndez
Juan José Serrano Picadizo
Bego Rivera
César Bort
Mi voto es para:
– Servando Clemens
– Bego Rivera
Mi voto es para:
Neus Sinte
Benedicto Palacios
Servando Clemens
Sergio Santiago
Servando Clemens