Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con tema libre. Este ha sido el relato ganador:
ANA CABALLERO DOMÍNGUEZ
Fui a tu ciudad, recorrí cada calle, sin pisar las huellas que tú a lo largo de la vida fuiste dejando en sus adoquines. Llené mis bolsillos de mapas, dibujé en ellos distancia, esa distancia que destrozó nuestra historia, volviéndolo gris, sin música, sin poesía, sin la magia de los primeros días. Evite encontrarme contigo, haciéndome invisible, mezclandome con las almas solitarias de aquel lugar, intentando olvidarte en otros ojos, que me mirasen como si fuese un amanecer, un despertar lleno de caricias y abrazos. Me emborrache de cafés que templaban mi alma, caminé perdida, solo con la compañía de mis lágrimas. Fotografié cada monumento, cada minuto sin sonrisas en mi rostro, sin ti, pensando en como olvidarte, en como deshacerme de estos lazos que me encadenan a ti. En los edificios de la plaza, vi reflejada tu sombra. Hui entre la multitud, corrí lejos de allí, no quería un encuentro. No deseaba que me vieses, no quería estar condenada a tu indiferencia, a tus te quieros de hoy pero tus adiós de mañana. Deseaba tus caricias, tus labios saboreando los míos, tu olor, tu risa en cualquier rincón, tus besos bajo la llovizna, tu olor a otoño, tu cuerpo danzando sobre el mio, soñar con tu espalda de almohada, pero te fuiste y yo me quedé sola recorriendo tu ciudad, persiguiendo tus sombras..
CARMEN SANZ
Dónde el corazón te lleve
Abro,
cierro,
lloro,
canto,
río,
bailo.
Siento, paro mi cuerpo, respirooo, amo.
¡El miedo es mi amigo! Y le invito a que se una a
mi caminar, en este viaje lleno de magia.
Busco un lugar cálido,
silencioso y deslizo mis dedos, toco mi corazón y escucho su latido, siento su energía y vivo su suave susurro. !Allí dónde el corazón me lleva!
ALBERTINA GALIANO
DESPEDIDA
Despierto y desapareces, una vez más.
La noche es larga y en ella navego sola, perdida.
Me faltan tus brazos y me sobra cama.
Sólo despojos en las cenizas frías de nuestra hoguera.
No quieres saber nada más de lo que ha pasado, todo te sobra.
Y tus objetos, desparramados con descuido por la casa son partes ingratas de tí, se han hecho fuertes, reivindican tenaces su lugar, se ocupan huraños de recordarme a cada instante que no estás.
Aprender a llorar bajito, para no despertar el dolor de otros…
Ocupo una amplia suite; nunca aspiré a tanto.
Un lecho inmenso, en el que se ha instalado la soledad.
Fantasmas que pululan a mi alrededor.
El sordo silencio, que es el reverso de las risas y sonidos de ayer.
Un hueco que crece y se lo traga todo.
Doblada por la mitad.
Mendigando afecto, me incorporo a la mesa y las cartas ya están repartidas. No conozco las señales, lo cual es como ser ciega.
Nunca antes había buscado tanto, y la imagen de la pantalla oscura me aterra.
Juego a ser alguien que quedó atrás; tiro de mis deseos con ambas manos.
Arremangada, entregada a la tarea, quiero creerme capaz
y sé que niego lo evidente.
Da pena verme tan esforzada, derrochando apariencia, elevándome sobre la nada, para llegar a nadie.
Después de todos estos años vuelvo a la casilla de salida y me debato entre volver a empezar, o avanzar con lo que ya tengo, por un camino diferente…
Partir de cero, tanto tiempo después, es en realidad partir de menos mucho.
No existen los cuentos de hadas.
Y el tiempo es despiadado, no perdona.
No hay cabezas que se giren a mi paso.
No me silban por la calle, ya no.
Si falto, no suena mi teléfono… ¿por qué no has venido?
Mi mundo es mi mundo, reducido a una única certeza: sólo lo perdido es perfecto.
JUAN ANTONIO ASENSI NOGUERA
LA MAQUINA PERVERSA
Estaba en calzoncillos. Se sentó encima de un taburete delante del siniestro aparato. Enfrente, amenazadora, imponente y brillando en acero, la lavadora BEKO MB812. Con incertidumbre, leyó las instrucciones. ¡Dios! No entendía nada de lo que leía, estaba escrito en un extraño idioma cabalístico con dibujos. Se le secó la boca. Encontró un dibujo del frontal y buscó ávidamente el botón de encendido. ¡Eureka, ahí estaba! ON. Lo pulsó, y un cuadro digital se iluminó.
-¡Bien! exclamó. ¡Esto está chupao!
Metió la ropa dentro. Volvió a leer y, tras mucho buscar, supo por dónde meter el jabón y el suavizante. Pero se equivocó al ponerlo, poniendo el jabón donde el suavizante. No se amilanó; echó un poco de todo en los dos sitios, total todo se iba a mezclar dentro ¿no? Después, eligió el programa. Tuvo un momento verde, ecologista, y seleccionó el programa ECO, creyendo que quería decir eso, cuando en realidad quería decir económico. Pulsó el ON y la BEKO MB812 ronroneó como un gatito y empezó a funcionar. Dejó encima las instrucciones y se fue a ver la tele. Al rato, volvió a ver cuánto quedaba. No lo ponía, o lo que es peor, no sabía dónde. Volvió a leer el manual, pero no logró averiguarlo. Miró la abertura con la ropa dando vueltas y pensó que ya estaría limpia. Encontró un dibujo misterioso que le recordaba a un tornado o a un torbellino en el selector, que decía “centrifugado”. Eso sí sabía que era. Y lo seleccionó. La metálica lavadora se paró de repente. Todo era silencio. Entonces, empezó a girar, cada vez más rápido y más rápido y cada vez más y más. Se asustó y se alejó, porque aquello parecía querer explotar. El centrifugado silbó malignamente, y pensó seriamente en meterse debajo de la cama. Sin embargo, se acopió de valor y con suma valentía, salió rodando como un comando, asiendo el manual y poniéndose a cubierto tras el frigorífico, por si acaso. Acurrucado, buscó raudo por el librito. La BEKO giraba a unas terroríficas 1600 r.p.m. en aquellos momentos. Encontró cómo hacerlo, y fue gateando a pulsar el botón para bajarla a unas 900 r.p.m. que le pareció razonable. Entonces, cuando la maldita maquina paró, intentó abrirla, pero no se podía. Entonces razonó que era porque el lavado estaba incompleto. Y pasó el selector al programa ECO por si se había precipitado y éste debía acabarse, para poder abrirla. Se repitió todo el lavado entero, centrifugado incluido. Estaba desesperado, pero se insufló de paciencia como Job, y esperó. La lavadora infernal acabó el programa y paró, pero tampoco se abría la condenada. Cabreado, volvió a centrifugar por si era eso, pero seguía sin abrirse. Rebuscó por todo el manual frenéticamente, pero sin éxito alguno. Así que al final, abatido, se rindió y fue a asearse. Marga, la asistenta, estaba al caer. Se duchó malhumorado, y cuando salió miró a la máquina perversa. ¡Se había desbloqueado! ¡Por fin! Emitió una nerviosa risita y justo cuando sacaba jubiloso la ropa de la maldita lavadora, la puerta del apartamento se abrió, y entró Marga, que exclamó al verlo:
-¡Buenos días señor Juan! ¡Qué! ¿Se ha apañao bien con la lavadora nueva?
-¿Qué si me he apañao Marga?
-Sí, que ya le dije ayer, que si necesitaba ayuda, que venía antes.
-¡Pero si estaba chupao Marga, ya lo ve!
-Pues menos mal que usted sabe mucho señor Juan, porque ahora me lo tiene que explicar a mí, que yo no tengo ni pajolera idea de cómo va esa lavadora tan moderna.
Y Juan se puso a llorar.
SAMANTHA PROSE
…Yo no era cualquier mujer, no solía pasar desapercibida, sabía perfectamente cómo actuar para que los hombres cayeran rendidos a mis pies, esa mezcla de falsa inocencia y sensualidad con un esbozo de picardía me hacía sentirme como una cazadora audaz que no fallaba nunca en su objetivo, que actuaba con diligencía y frialdad, sin embargo… con Jim me sentía diferente, con el me sentía pequeña, insegura, como una leona cazada, aun hoy me preguntó que tenía el que no tuvieran los demás, tal vez la manera en que leía mis pensamientos y adelantaba mis palabras, de besar mi piel que se abría poro a poro como una flor en abril , no sé si sería su olor, su voz cuando me susurrraba en la cama, sea lo que fuere solo tenía que mirarme de lejos para provocar en mí un escalofrío desde la nuca hasta el ombligo, un mariposeo en el estómago y una punzada en el pubis, lo deseaba tanto, lo deseo tanto, cuantas veces hizo temblar mis piernas… que tenía Jimi que no tuvieran los demás que hacía que mi alma se abriera en canal…
YAKKY MARCELA MURGAS SEQUEDA
En la cautivante armonía de su voz,
me encontré rendida a sus pies.
No pude cohibir mis manos,
y allí desear permanecer.
La epifanía llego a mí,
palpitante y fugaz como su presencia.
Podría asegurar no necesitar nada mas,
todo iba más allá que solo una utopía.
No bastaba una excelencia moral,
ni un esfuerzo por ser elegida.
No había fuerza alguna para garantizar,
lo que definiría como una alexitimia.
MARÍA LARGO
Se miró al espejo, y en la profundidad de sus ojos no se encontró. Cuencas vacías de sueños y una demoledora tristeza habitaban ahora en ellos. La luz se había ido apagando sin saber cómo ni cuándo.
Postrada en la cama de un hospital,llena de arrugas,con la sonrisa marchita y heridas en el corazón, sacó fuerzas para incorporarse levemente y acercarse al baño. Allí se encontró con su reflejo,pero éste no le devolvió la media sonrisa sino que le lanzó una pregunta.
¿Quién eres? Ahora,que el pelo se tornó blanco, ahora,que los huesos duelen, ahora,que la boca calla y la cabeza olvida,ahora,que el cuerpo se arrastra y el alma levita, ahora,que por fin estás sola y lejos,muy lejos,de los lloros,pañales,deberes, salidas, preocupaciones, reproches,… Ahora,que cada paso por el piso es un logro,que cada suspiro podría ser el último,que cada beso suena a despedida.
Volvió a echarse en la cama,abatida por el esfuerzo. El cansancio,el hastío y una taciturna pereza se fue apoderando de ella suavemente.
Atardecía. A través del cristal de la pequeña ventana de su gris habitación se despedían los últimos rayos de sol,que se iban apagando igual que ella ese día. Un cielo de tonos anaranjados y ocres le recordó el mejor atardecer que un día vieron sus ojos.
Fue durante su luna de miel, el Serengueti a sus pies, amarga y fría cerveza africana en mano,una vida por delante juntos y un sol enorme y rojo que descendía despacio tras la silueta un baobab gigante. El aire olía a libertad, juventud y a sueños por cumplir.
Por fin el sol se hundió en el horizonte. El cuarto se quedó a oscuras sin más luz que el foco de salida de emergencia. Sintió un chasquido en la espalda,le recorrió un escalofrío extraño por todo el cuerpo que le llegó hasta el corazón. El frío heló su sangre para siempre con el último pestañeo. Sus ojos marrones se cerraron ,tirando la bandera, quizá perdiendo la batalla,pero ganando el descanso eterno de quien ha vivido intensamente,saboreando cada momento y marchándose feliz. Ahora,cuando aún podía no reconocerse en el espejo,ahora,antes de que habite el olvido para siempre entre sus canas,ahora, cuando cada arruga aún contaba una historia,ahora,cuando aún podía despedirse en paz.
ÁNGEL MARTÍN GARCÍA
Odio viajar en metro cuando hace frío.
Del congelador al horno. La combinación perfecta para pillar todas las enfermedades habidas y por haber. Caída de defensas seguida de orgía vírica sin protección.
Hay que darle emoción a la rutina.
Hay que darle sabor a las horas y horas que pasamos bajo tierra, practicando para el futuro próximo.
Y el hombre de al lado estornuda. Y la mujer de enfrente tose. Y un niño se suena con fuerza los mocos. Y el mendigo que canta parece a punto de morirse. Para tu disfrute. Para que seas uno de ellos. Para que tengas algo en que pensar.
La máxima aspiración cuando uno viaja en metro es contagiarse de gripe A. Pillar algo que te acabe matando.
Odio viajar en metro cuando hace calor.
Un universitario con aspecto de no haber aprobado ninguna asignatura en cuatro años respira con agitación, mientras su rostro, que se torna amarillo por momentos, se contrae con fallido disimulo por las náuseas.
La mujer que está tosiendo se tapa la boca con un pañuelo de papel que no es de la marca Kleenex y cuando se lo aparta te parece ver en él salpicaduras de sangre.
El tópico de que el metro es un ataúd de metal subterráneo está chupado hasta dejarlo insípido, pero no por ello es menos cierto.
La gente va al metro a practicar. La superficie es monótona. La superficie es contaminación, es accidente de tráfico, es robo con asalto a mano armada acabado en homicidio, es cruzar sin mirar cuando no se debe. Bajo tierra todo son sorpresas. Enfermedades que no se ven en ningún sitio se incuban en el metro con mimo.
Odio viajar en metro. A secas.
Los terroristas, los suicidas, los enfermos, los desesperados. Existen arriba y abajo, pero todo es más silencioso y terrorífico bajo tierra.
Eres parte de ellos. ¿Qué tienes? ¿Qué ofreces?
Mira lo que lee el de al lado. Trata de que no lean tu conversación de WhatsApp subida de tono. Mira con desconfianza al extranjero. Revisa quince veces si tu cartera sigue en el bolsillo. Cámbiate de sitio a uno en el que estés lejos de la cepa vírica de aspecto humanoide que tenías al lado. Huye del contacto humano. Huye del aire, del sol, de la naturaleza. Huye y refúgiate donde tu naturaleza se refleja en los ojos de todos.
Odio viajar en metro.
ANITA CABRITA
(…Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria. Por los siglos de los siglos…)
– Llevas el pelo azul.
(Por siempre. En el nombre del Padre…)
– ¡Que llevas el pelo azul!
(…del Hijo…)
– Anoche me violó un pitufo.
– Ja, ja, ja. No es verdad porque no existen.
– ¿No los has visto en la tele?
– Sí…
(…Y del Espíritu Santo…)
– ¿Volverá a violarte?
– Es posible. Tengo que contarte un secreto. Pero no puedes hablar y menos con Las Brujas.
– Te lo prometo. Ayer te sentaste a mi lado en la terapia y llorabas mucho…
– Calla, joder. Tengo la llave de la taquilla del pitufo que me violó anoche. Se la robé. Y tú y yo vamos a abrirla.
– No me gusta robar.
– Tú vigilarás. Le robaré su mayor tesoro y lo compartiremos, ¿Vendrás conmigo? Saldremos de aquí, volaremos de la mano y nunca nos separaremos.
– Iré contigo porque te quiero con todo mi corazón.
(Amén).
OMAR ALBOR
En el remanso
busca mi cuerpo
no ser un impostor
de tú mirada.
Tus ojos saben ser
lo que yo quiero ver
en la nube de este cielo
se esconde, ese viaje.
Aquella noche volamos
encerrados en ese auto.
Volamos en el vapor de nuestros
Cuerpos que empañaron los vidrios
de ese momento me quedó grabada
tú mirada, cómo extaseaba ser el único.
Ese gran momento de no poder parar
De ser lo que yo quiero ser
De gozar y ver en la penumbra
Como tú sombra enciende el vendaval
en mi corazón.
SERVANDO CLEMENS
—Dios mío, se va a caer la muchacha —dijo una señora, desde un camastro de un hotel.
—¡Baje de ahí, señorita! —gritó un empleado—. ¡Ya estoy harto de limpiar manchas de sangre!
La chica posaba para una selfie en la orilla del piso número ocho. Ella pretendía sacar una foto espectacular de la playa para publicarla en su cuenta de Instagram, mientras su sugar daddy dormía como un lirón.
De pronto, la jovencita perdió el piso, a causa de las fuertes ráfagas de viento, a las doce cervezas que había ingerido y al porro que se fumó media hora antes.
—¡Me lleva la chingada! —gritó la muchacha, en el aire. Pero para su buena fortuna, cayó adentro de la alberca.
—¡Es un milagro! —exclamó la dama del camastro.
La chica se hundía hasta el fondo de la piscina, al tiempo que maldecía por haber mojado su valioso iPhone X.
DAVID DURA MARÍN
El tunel tenía seis kilómetros de largo
A pesar de estar bien iluminado era un fastidio a esas horas de la noche.
Lo monótono de un largo día junto a la claustrofobia que suponen los espacios cerrados era lo que menos le apetecía.
El olor de la pizza en el asiento del copiloto y el helado de su marca favorita no hacían más que alargar su llegada a casa.
Al poco de pasar el kilómetro tres, el coche empezó hacer ruidos extraños.
Repasó de cabeza el estado del combustible , hasta se acordó de la conversación con el mecánico de su barrio en su última revisión.
Si solo había pasado medio día.
Pero ahí estaba , con las luces de emergencia y buscando el chaleco amarillo entre la guantera y un sinfín de papeles.
Probó de todas las maneras y rezó a todos los santos en cualquier idioma que pudiera existir. Aquello no dio resultado. El coche no arrancaba.
Tantas veces veía esos teléfonos a ambos lados de aquél tunel y hoy era el momento de tener que utilizarlos.
Sintió ganas de reír al no llevar monedas , no creía que fuera necesario.
Una vez en el teléfono , marcó el número indicado, un tono, dos , así hasta cinco y cuando ya pensaba que era su día de mala suerte noto un cambio de tono.
Habló atropelladamente contando su historia y después de tantos años pasando por allí no sabía ni como explicar donde se encontraba.
Hola?….me escucha?….
Date por muerto, escuchó desde el otro lado.
Haga el favor de dejarse de bromas, salió de su boca , junto a un sabor amargo nunca antes conocido.
Pasados diez minutos , varias llamadas sin contestación y ningún coche en ningún sentido, empezó a preocuparse.
Pero más aún al ver una figura en una especie de monopatín o algo parecido acercarse poco a poco a él.
Está usted en un apuro?…
Quiere seguir viviendo?…
Aquello le pareció lo más terrorífico que había escuchado en la vida.
Echó a correr en dirección opuesta al ser que cada vez tenía más cerca.
Pronto vio la claridad de la luna y comenzó a gritar pidiendo auxilio.
Nada más salir del tunel se fijó en una pinada y sus pasos le llevaron hasta debajo de un árbol.
Comenzó a enterrarse con hojas secas y ramas .
Intentó calmar su respiración , cosa imposible en tales circunstancias, cogió una rama con la mano derecha y se dijo asi mismo, o él o yo.
Pasaron largas horas , ya comenzaba a picarle la nariz y los ojos entre tanta hoja e insectos del suelo.
Pensó que estaba libre de peligro y se incorporó del suelo sin soltar la rama de su mano.
Salió corriendo tropezando con todo a su paso , llegó otra vez a la carretera y justamente vio unas luces en su dirección. Era un coche.
En medio de la carretera le hizo el alto pero el coche no frenó, es más , aceleró impactando contra su cuerpo alejandolo varios metros del asfalto.
Su cuerpo quedó inmóvil junto a un reguero , su corazón aún con vida latía al ritmo de una persona que se va .
Sus últimos pensamientos fueron escasos, solo deseaba morir tranquilo sin aquella cosa cerca de él……
MARÍA DAVID
El templo de la muerte te acecha feerico,
Oh,dulce templo
[del silencio].
Almas de tela te atraen mágicamente,
Oh,dulce templo
[del silencio].
La vida sube y baja trágicamente
Sobre tus negras columnas,
Polvorientas por las alas de unas «Señoras»
[del silencio].
Perdido en las frías noches de invierno,
El vikingo busca refugio
-para dormir,
Pero las voces glaciales se desatan,
Sutil le atraen
Y el alma abandona el cuerpo podrido
Lleno de pecados y lágrimas
[del silencio].
Otro peldaño crece tácito
De los candados de la vida desde hace mucho resuelto.
Los antiguos tablones crujen
-se pudren,
Las aguas verdosas,su cálido corazón
-lo congelan,
Y se cae en la extraña niebla
Qué sale de las montañas de hielo.
El templo duerme iluso por su humilde vida.
Tus párpados pesados se caen,
Causados por el ciclo de una vida
[del silencio].
Oh,dulce templo
[del silencio];
Tú ya no existes…
Eres solo polvo perdido en el viento,
Una ilusión qué se materializa,
Qué coge vida,
Qué quiere saborear el dulce polen de la vida.
Oh,dulce templo
[del silencio];
La vida mundana ya no te pertenece,
Ahora tú brillas reluciente
Sobre las llanuras vivaces de la muerte.
GABRIELA MOTTA
El nudo en la corbata
I
«Con una carrera las cosas te serán siempre más fáciles, serás libre de escoger tu propio destino y las oportunidades nunca te faltarán», esas eran las palabras de su madre que retumbaban una y otra vez en su cabeza cuando pretendía cambiar de rumbo. Sabía que para tener éxito necesitaba prepararse, esa era su única manera de ser libre. Aquellas palabras le habían quedado tatuadas en su memoria, no tenía la posibilidad de sobrescribirlas o al menos no sabía que existía la opción de cubrir tatuajes viejos con nuevos diseños.
Así que entre errores y aciertos fue forjando su camino, cada vez que se aproximaba a su meta sentía que cargaba con una mochila más y más pesada.
Pero más allá de las adversidades se gradúo con honores. Estaba feliz o eso creía, había alcanzado el objetivo que lo haría el ser humano más exitoso.
II
Teresa era su mejor amiga, lo conocía mejor que nadie inclusive que él mismo. Podía ver sus sombras y sus luces, y ese título era evidentemente la sombra más grande que lo había cubierto en los últimos años.
—Y ahora ¿qué? —Le preguntó a quemarropa.
—Aquí es cuando debes felicitarme Tere, no cualquiera se gradúa con honores a los 23 años.
—Hemos discutido millones de veces lo que pienso de todo este circo, no entiendo ¿qué te sorprende?
—Hoy dejemos las discusiones, por favor. La tomó de la mano y la abrazo.
—Yo solo quiero verte feliz, nosotros sabemos que tu vocación es otra, ¿por qué incites en hacer de cuenta que eso no es así?
—Al menos finge que te alegras, de lo contrario dejame disfrutar de mi momento. Hoy no estoy para tus dudas existenciales.
—Perfecto, si eso quieres, me marcho. Se despidió y se fue.
Luego de ese episodio se distanciaron. Cada uno siguió su camino, cruzándose de vez en cuando, pero solo para hablar frivolidades.
III
Ese día el encuentro fortuito se dio en la casa de un amigo en común. El tema de la noche era la noticia de que el recién recibido había por fin encontrado su primer empleo.
Por primera vez en meses tuvieron que hablar de otra cosa que no fuera del tiempo y la agitada vida de sus mascotas.
—Hola, me imagino que ya te han dicho el motivo de nuestra reunión.
—Si claro, me lo dijo Beto. Si es lo que te hace feliz, me alegro por ti.
—Gracias por no criticarme Tere.
—Tu ya sabes qué opino de todo esto.
Alzó su copa de vino y pidió un brindis en honor al homenajeado y de esa manera dio por concluida su estadía en la fiesta.
IV
A la mañana siguiente luego de una larga noche de festejos, mientras se vestía para su primer día de trabajo se contempló solo parado frente al espejo atándose la corbata y una única pregunta revoloteaba por su cabeza: ¿Por qué aquel nudo oprimía con tanta crueldad su garganta, si por fin él sería un hombre libre?
LUISA VÁZQUEZ
«Julia»
Julia había nacido en una pequeña ciudad de provincias. Pertenecía a una familia de clase media alta para los que las apariencias eran muy importantes.
La niña contaba ya tres años y todavía no caminaba ni hablaba. La mayor parte del tiempo lloraba sin que se supiese el motivo. No jugaba con muñecas, se limitaba a quedarse sentada donde su madre la pusiera mirando fijamente al techo.
Los padres de Julia eran mayores, habían buscado descendencia durante años y, cuando ya se habían resignado a no tenerla, descubrieron con tremenda alegría aquel embarazo tardío.
Fue una gestación difícil, el feto parecía no desarrollarse de manera normal. Al final la niña nació sietemesina. Pesaba escasamente 900 gramos y su cuerpecito cabía en la palma de la enorme manaza de su padre.
Los médicos informaron a la ansiosa pareja que confiaban poco en que su hija saliera adelante, pero ella tenía unas enormes ganas de vivir y se agarró al débil hilo de vida que le quedaba desesperadamente. Así y contra todo pronóstico, a los tres meses de su nacimiento, Julia estuvo lista para ir a su casa.
Pero era un bebé que apenas abría los ojos, que no movía la cabeza ni intentaba incorporarse. No emitía sonido alguno excepto aquel llanto monótono, sin lágrimas, constante.
Cuando contaba seis meses, la pareja consultó al mejor pediatra de la ciudad. Después de interminables pruebas este les informó que algunas partes del cerebro de Julia no se habían desarrollado adecuadamente. Su consejo fue que cuando la niña fuera un poco más mayor, pusieran su caso en manos de un psiquiatra.
Cumplidos cuatro años, la paciencia de sus padres obtuvo recompensa, habían conseguido que caminara y se expresara a través de un corto y básico vocabulario. Entonces decidieron, que el resto de su evolución debía ser confiado a un profesional con los conocimientos necesarios.
El doctor Pascual era el psiquiatra más reconocido de la provincia. Trataba los casos más complicados siempre con muy buenos resultados. Por tanto, pusieron todas sus esperanzas en él.
El eminente doctor llegó a la conclusión de que, probablemente, si estimulaba la parte del cerebro que no tenía un funcionamiento normal, este se desarrollaría y Julia se convertiría en una niña normal.
“Una niña normal” ¡eso era lo que más importante! Mantener su status en la cerrada y selecta sociedad de la pequeña ciudad de provincias donde vivían. Allí las apariencias eran lo único importante. Los niños estudiaban en los mismos colegios y el pasatiempo preferido de los progenitores era presumir de sus logros tanto físicos como intelectuales.
Ya había sido suficientemente duro justificar que Julia, a sus cuatro años, todavía no hubiera asistido al colegio. Afortunadamente, la excusa de su nacimiento prematuro y el miedo de su madre a que le sucediera algo, le sirvió al cabeza de familia para salir del paso.
Aun así, las miradas de soslayo de sus vecinos cuando salían a pasear con la niña todavía en el carrito o al dirigirse a ella y no conseguir su atención, eran el mejor ejemplo de que la sombra de la sospecha sobrevolaba sobre sus conocidos.
Por tanto, estaban dispuestos a aceptar cualquier propuesta que el eminente Doctor les hiciera, por muy descabellada que pareciera.
Dos veces a la semana se trasladaban a la consulta. Allí, ataban el pequeño y desvalido cuerpo de Julia con fuertes correas a una camilla, le introducían un trozo de goma en la boca y conectaban electrodos en su cabeza. Una vez preparada, le daban descargas eléctricas constantes y cada vez más fuertes que hacían arquear y tensar su cuerpo.
Los primeros días, el desconocimiento la hacía confiar y se dejaba llevar. Luego se convirtió en una lucha titánica incluso vestirla para asistir al tratamiento.
Después de un mes de grandes cantidades de dinero gastadas sin resultado aparente, los padres se encararon con el Doctor.
Este se justificó diciendo que el de Julia era un caso difícil, que debían insistir, que pronto verían los avances y que el sacrificio habría valido la pena.
Al cabo de dos meses la niña empezó a dejar de caminar, de hablar, incluso de llorar. Permanecía tumbada en su cama sin mover ni un musculo, con la mirada perdida en el infinito, sin expresión, con la baba resbalando por la comisura de su boquita.
Pálida y cada vez más delgada, era incapaz incluso de tragar la comida triturada que su madre le daba con una cuchara. De vez en cuando, un quejido bajo y profundo escapaba de su pecho donde, a duras penas, se notaba la respiración.
La pareja corrió al servicio de Urgencias del Hospital más cercano. Esperaron durante horas con la angustia como compañera.
Cuando apareció el medico les sorprendió la dureza de su expresión y la mirada de frio desprecio que les dirigió.
“¿Qué le han hecho a esa niña, por el amor de Dios? ¿a qué cruel tortura la han sometido? La parte de sana de su cerebro está completamente destruida, será un vegetal el resto de su existencia, ¿por qué?”
Con los hombros hundidos, demudada la expresión y ahogado por el llanto, el padre contestó:
– ¡SOLO QUERÍAMOS QUE FUERA NORMAL!
OLGA LUJÁN
EL DESCENSO A LOS INFIERNOS
La pena impuesta no era suficiente a ojos del reo. El Tribunal le declaraba culpable y le condenaba a dos años de prisión. El hecho de carecer de antecedentes y la ausencia de dolo, le permitiría no entrar en prisión.
Para Gabriel, mi defendido, cualquier condena terrenal era minúscula al lado de la que ya sufría en sus pesadillas. Él buscaba desesperadamente purgar aquel terrible momento. Para mí, su hijo recién licenciado en Derecho, suponía la victoria más triste que un abogado puede alcanzar en su debut profesional.
Todo había sucedido muy rápido. Desde entonces vivía sumido en una tristeza absoluta que le consumía por momentos. Aquel fatal accidente le había convertido en alguien que ya no era ni la sombra de lo que fue. La felicidad, en los últimos años le fue esquiva aunque él siempre superó «las ausencias», como le gustaba llamarlas, con un ánimo sorprendente. Mi hermano se había marchado a trabajar a Bruselas. Beatriz, mi hermana pequeña, sintió la llamada de Dios y se fue de misiones a un pueblo perdido de Etiopía. A mi madre hubo que ingresarla en un centro desde que el Alzheimer no le permitió continuar con nosotros. Nos quedamos los dos solos en una gran casa de la que mi padre, fuerte de carácter como nadie no dejo que el desánimo se adueñara de nuestro hogar.
—Nada de tristezas hijo, la vida es así y debemos enseñarle que no va a poder con nosotros. —Decía animándome a estudiar cuando me veía flaquear.
Atrás quedaron las muestras de orgullo que me prodigaba. Lejos se marchó una vida que él se esforzaba en conseguir que fuera feliz. Un destino celoso de su fortaleza, cruzó su coche con la bicicleta de aquel pequeño. Fue imposible evitarlo. Yo viajaba a su lado.
Desde entonces, solamente sueña con columpios, desde donde niños etéreos le señalan con el dedo.
ENRIQUE OSORIO
Acrece de Beethoven
su impactante música
entre las cósmicas esferas,
y viajando con sus maravillosas
y trascendentales notas,
me desplazo hasta más allá
de todo lo humanamente concebible,
quizás hasta el horizonte eventual
del más grande de los agujeros negros.
Y allí, en el borde del Todo
y de la Nada,
cada nota escucho
con la pureza cristalina
que el profundo abismo
a tan magistral música le concede.
Y allí, observando el infinito,
siento aún más la fuerza
y el encanto de su música,
viajando cual partícula
por el borde de tan mágico santuario,
en busca del origen sin origen,
de la causa sin causa,
del espejo sin sombra;
y floto, floto muy alto
con cada sonido,
con cada armonía
que obnubila y acrece
cada espacio-tiempo
de mi conciencia.
Acrece de Beethoven
su impactante música,
y con cada acorde
su cristalina esencia
golpea mi conciencia,
desnudando el cosmos
en su magnífica presencia.
JOSÉ MANUEL PORRAS
La noche que cambió todo
Rendido. Así estaba Josh tras un intenso día de estudio y ejercicio en el colegio. Apenas le dio tiempo para cenar y ducharse cuando sus párpados comenzaron a volverse cada vez más pesados, cayendo repetidas veces cada vez más rápido, haciendo que todo esfuerzo por mantenerse despierto fuera en vano. De esa manera y sin pensarlo dos veces, se dirigió a su cuarto y se tumbó en la cama. Diez segundos después se sumió en un placentero sueño que le haría olvidar su día a día, mientras un pequeño rastro de baba caía por la abertura del lado izquierdo de su boca. Y de repente, algo minúsculo le entró por la boca, penetrando hasta su garganta… y Josh, sin oponer resistencia, se lo tragó sin darle importancia. Pero sí que la tenía…De hecho, aquel inocente accidente cambiaría las cosas tal y como las conocía.
La mañana comenzó con el incesante martilleo del despertador a la hora usual. Eran las siete y cuarto y no podía demorarse más. De un respingo, Josh se levantó, cogió la ropa del armario, se vistió y se dirigió a la cocina, bajando las escaleras. Pero cuando entró, se encontró algo que no esperaba: su padre estaba en shock. Ojiplático y completamente paralizado, intentaba desayunar la tostada con mantequilla que sostenía con su mano derecha sin mucho éxito. Y no era para menos. Cuando lo vio, Josh reaccionó de la misma manera. En la tele, que estaba justo en frente de ellos, se podía ver cómo hordas de personas se suicidaban en masa en puentes y ventanas de rascacielos de grandes ciudades, mientras que se iniciaban guerras sin cuartel por todo el mundo al mismo tiempo.
El shock dejó paso a un punzante dolor en su barriga que se combinaba con un intenso sudor frío que recorría su nuca. Pensó que era estrés o ansiedad por la incertidumbre y el caos que se avecinaba a nivel mundial, pero cuando se le fue olvidando, el dolor no remitió en lo más mínimo. De hecho, conforme las horas iban avanzando en el reloj de la clase, se volvía cada vez más insufrible. Era como si algo en su interior explotase, y no sabía cuánto tiempo más podría aguantar así.
Pero el recreo llegó. Con el sonido de las campanas del colegio que marcaban las doce, una multitud eufórica de niños corrían por los pasillos y se agolpaba en la puerta del patio ante su inminente apertura, mientras que Josh intentaba hacerse hueco para acceder a los baños del colegio. Allí podría aliviarse al fin. Lo único que quería en aquel momento era mitigar el insufrible dolor que le atenazaba en las entrañas. Lamentablemente no fue tan fácil. Tras varios intentos por expulsar aquella inaguantable carga que albergaba en su interior, Josh lo dio por perdido. No podía excretar nada, el dolor no menguaba en lo más mínimo y para colmo sólo le quedaban diez minutos para disfrutar del receso que le ofrecía el colegio. Sin embargo, esa no era su principal preocupación. Lo que realmente le preocupaba era tener que aguantar aquella infernal tortura durante tres horas más.
Cabizbajo y visiblemente afectado por la tristeza que le afligía, Josh caminaba con significativas dificultades motoras hasta la puerta del patio, para ver dónde estaban sus amigos. Miró de izquierda a derecha, haciendo una rápida panorámica de lo que estaba pasando, y, en apenas segundos, lo consiguió.
Eran bastante previsibles; normalmente siempre se ubicaban en el mismo sitio. Así, haciendo un ostensible esfuerzo para acercarse, Josh se dio cuenta de algo extraño. Los movimientos de sus compañeros eran erráticos y excesivamente ortopédicos como si hubieran perdido la elasticidad que tanto les caracterizaba, como si fueran robots, y al mismo tiempo, la expresión de todos ellos permanecía impertérrita, seria, taciturna, haciendo que las sonrisas se redujeran a la mínima expresión, provocando que el contacto visual y la interacción humana brillara por su ausencia mirase donde mirase. «¿Qué demonios está pasando?» pensaba Josh, mientras se acercaba a sus colegas y se fijaba que ellos también se comportaban de la misma manera.
—Tíos, ¿qué pasa? —preguntó Josh para romper el hielo— ¿Os habéis percatado de que todo el mundo está súper raro? ¿Qué ha pasado por aquí?
Josh no recibió respuesta alguna a sus preguntas. Sus colegas ni siquiera lo miraron.
—Ehh, ¿de qué coño vais? No me hagáis el vacío. ¿Es por lo del otro día? ¿Es por la coña esa del cementerio? Vamos, tíos, tampoco era para tanto. Era sólo un chiste.
Pero siguió sin recibir ningún tipo de respuesta.
—Vale. Me estáis cabreando con vuestra indiferencia. ¿Acaso os creéis mejor que yo? ¿Sabéis qué? ¡Qué os jodan! —gritó Josh mientras se alejaba del grupo y se le escapaba una lágrima por su ojo izquierdo.
Cual reloj suizo bien engrasado, la campana del colegio marcó el final del descanso e, inmediatamente después, bajo la atenta mirada de la rígida y malhumorada supervisora, todos los niños sin excepción iniciaban su rutinaria marcha de paso débil para llegar a cada una de sus respectivas clases y ocupar sus correspondientes asientos. Como no podía ser de otra forma, Josh ocupó su sitio designado en la clase, y, en ese segundo, su barriga le asestó una tremenda punzada que hizo que se retorciera y soltase un leve grito de dolor. «Si este es mi fin, ¡por favor, que se acabe ya!» pensaba Josh mientras sudaba profusamente por su cuello.
Después de un arduo trasiego en el que el avance del tiempo parecía no tener cabida, la campana volvió a sonar. Eran las tres y eso significaba que al fin podría contarles a sus padres el asunto que le atormentaba. Sin demora y con paso ligero, tomó la calle de su casa, llegó y abrió la puerta principal con la llave, y, sin dar pie a que le preguntaran por su día, Josh dijo:
—Papá, tengo que ir al médico. Hay algo dentro de mí que me está matando.
—Dime, hijo, ¿qué te pasa?
—La barriga, papá. Tengo la barriga a punto de reventar
—¡Dios! Vale, hijo. No te preocupes; ahora mismo pido cita de urgencia
Inmediatamente, el padre llamó y le emplazaron una cita para dentro de una hora en su hospital más cercano… y en medio de la cara de dolor, Josh esbozó una tímida sonrisa…Parecía que al fin podría librarse de aquella interminable condena.
La mano izquierda tiritando reflejaba el estado de ánimo que trataba de ocultar el padre de Josh mientras conducía por la autovía. Pero, pese a este palpable ejercicio de contención, no perdía el control en ningún momento; mantenía la cabeza fría. Si de algo era consciente por su experiencia previa al volante, era que obviar las normas viales, especialmente cuando llevas a otra persona a tu cargo, puede salir muy caro.
No obstante, no encontraron obstáculos en el camino que dificultasen la conducción. La apacibilidad fue una constante hasta llegar al hospital y, sin perder un solo segundo, llegaron, aparcaron, entraron al hospital y subieron las escaleras hasta llegar a la consulta requerida. En el interior del mismo, la notable ausencia de gente en los pasillos los conducía a la inequívoca conclusión de que no tendrían mayor demora en atenderlos…y, efectivamente, así fue. Dos minutos después de haber entrado, el doctor ya procedía al examen médico de Josh. Sin embargo, el procedimiento no fue tan positivo. A medida que iba palpando, la cara del médico se convertía en un cóctel de emociones que se dirimía entre la incredulidad y la inquietud. Para asegurarse, pidió hacerle un TAC del abdomen, donde realmente vería y confirmaría si sus peores sospechas eran fundadas.
Sin más preámbulos, los tres se dirigieron a la sala destinada para la prueba. Una vez dentro y mientras Josh se desnudaba y acto seguido se ataviaba con una bata blanca de hospital, los dos, el médico y su padre, se protegían de la radiación tras una mampara de cristal, donde se ubicaba un panel de mandos con botones y una pantalla. Dos minutos después, Josh elevó el pulgar derecho indicando que estaba listo, se tumbó en la camilla diseñada para la prueba, y el médico presionó dos botones para poner en funcionamiento la máquina. El escáner comenzó a funcionar y en la pantalla apareció un minúsculo objeto que desprendía lo que presumiblemente eran rayos láser hacia el páncreas y el hígado de Josh. El médico no daba crédito a lo que veía. Sus cejas elevadas y sus ojos abiertos como platos eran las mejores pruebas de que la situación era profundamente crítica. No había lugar a error.
Ante las más que manifiestas señales físicas de sorpresa y angustia que el doctor profesaba, el padre intentó pedirle explicaciones de lo que estaba pasando
—Doctor, ¿qué pasa?
—Ehh, ehh, no sé cómo decirle esto
—Me está preocupando. Por favor, dígame qué pasa
—Pues verá. He visto…he visto
—¿Qué? ¿Qué ha visto?
—Algo que desprendía rayos láser. Algo que no tengo ni idea de lo que es.
—¿Cómo? ¿Rayos láser? ¿Está seguro?
—Sí, no sé de dónde vienen, pero estoy seguro que son rayos láser
—¿Y qué va a hacer?
—Pues tendremos que pedir el quirófano para una intervención de extracción
—¿Y cuánto tardará?
—Pues de seis a diez días hábiles
—¿Cómo? Ni de coña. Tiene que ordenar esa operación lo antes posible, ¿me entiende?
—Sí, pero no sé si podré pedirla para antes de ese periodo de tiempo
—Escúcheme bien. Mi hijo está siendo disparado por algo extraño en su interior. No sé hasta cuándo aguantará vivo, así que más le vale que la intervención sea inmediatamente
—No sé…
—Escuche, me estoy comportando racionalmente. Estoy tratando de no perder la compostura, pero como no lo operen hoy, ya le digo que usted correrá la misma suerte que mi hijo y morirá con él en esta sala, ¿me ha entendido? —dijo el padre en tono amenazante mientras le agarraba las solapas de la bata
—Vvvale. Voy a pedir una operación de urgencia para que se la hagan inmediatamente
—Así me gusta. ¿Ves cómo no era tan difícil?
Sin dar respuesta a aquella pregunta envenenada y con un constante nerviosismo, palpable en su entrecejo, el doctor cogió el teléfono móvil de la mesa de mandos y, temblando, pulsó el número de la dirección del hospital para solicitar la intervención. Entre silencios incómodos y sucesivas repeticiones para confirmar lo que había visto en la pantalla, el doctor trataba de desarrollar su explicación, hasta que, finalmente, escuchó cómo le daban luz verde a la propuesta que les acababa de hacer. En treinta minutos, Josh podría ser sometido a la operación que tanto necesitaba.
El tiempo se detenía por momentos; las manecillas del reloj parecían dormidas. La espera estaba conduciendo a la desesperación al padre de Josh, quien únicamente centraba su atención en intercalar la mirada de su hijo, que no paraba de retorcerse por el dolor, con la de su reloj de pulsera. Cada minuto resoplaba más rápido, apretaba sus mandíbulas más fuertemente y tornaba su gesto hacía una expresión más salvaje, como si fuera la de un animal a punto de atacar. Definitivamente, la impaciencia estaba sacando lo peor de él. Pero al fin llamaron a la puerta. El doctor se acercó a abrir y dejó que entrara el camillero. Josh obedeció y se tumbó en la camilla, que se dirigía rápidamente al quirófano y cuyo rastro era seguido por el doctor y el padre de Josh. Las puertas del quirófano se abrieron a su paso y los enfermeros emplazaron a Josh a la camilla fija de la sala de operaciones. Y mientras tanto y pese a que le parecía cada vez más una labor titánica, Josh trataba de mantener la calma ante el continuo bullicio que se desplegaba ante él.
Pero cualquier vestigio de desorden se disipó inmediatamente. El orden comenzó a imperar. Cada uno de los médicos presentes en la sala parecía tener claro su cometido y turno para actuar y, así, una vez que la anestesia suministrada empezó hacer efecto en el cuerpo de Josh, la operación comenzó. El padre de Josh esperaba fuera mientras tanto.
El bisturí hacía su labor, las máquinas quirúrgicas le acompañaban, el sudor salía sin remedio por los poros de los médicos y, mientras, toda la atención se focalizaba en el cuerpo marchito de Josh: las quemaduras en el páncreas y el hígado eran de una gravedad máxima. Tenían que indagar más. Inevitablemente tenían que cortar más si querían averiguar la causa de aquel fenómeno sin precedentes.
A medida que fueron avanzando en su búsqueda, aparecieron los rayos láser que apuntaba el doctor hacía unos minutos y, justo más abajo, su detonante: una nave espacial diminuta que salía despedida del cuerpo por la abertura que los doctores le habían proporcionado. La reacción de total estupefacción entre los asistentes no se hizo esperar.
Emitiendo una desagradable luz roja de una antena junto con un estridente sonido de alarma, la nave sobrevolaba la sala, y, al tiempo que las enfermeras gritaban guiadas el miedo y la histeria colectiva, los doctores reparaban las heridas internas de los órganos y cosían rápidamente la abertura en el abdomen de Josh, ante las posibles consecuencias negativas de aquel contratiempo. Querían asegurarse de que la operación salía bien y el chico quedara a salvo. Pero un golpe interrumpió de nuevo su concentración. Se trataba del padre de Josh que, habiendo escuchado gritos, esquivó y noqueó a uno de los enfermeros que le impedía el paso para entrar en la sala y ver qué pasaba. Y, sin embargo, eso no fue todo. Justo después de entrar, la emisión de la única televisión que había en la sala se interrumpió para dar paso a los informativos de última hora.
—Nos habéis descubierto —dijo el presentador con apariencia humana que parecía estar poseído por algo en su interior.
—Sí, somos alienígenas —continuó diciendo la presentadora que tenía el mismo estado que su compañero.
Entonces fue cuando ambos miraron a la cámara en silencio. Un minuto. Un eterno minuto que hizo que se paralizara el mundo por aquella horrenda emisión. En el plató sólo se escuchaba la honda y entrecortada respiración del equipo; en la sala de operaciones, el único movimiento procedía de las miradas de extrañeza entre los asistentes. Nadie se atrevía a hablar; perder la concentración era un precio demasiado alto a pagar en los albores de lo que parecía la llegada del apocalipsis definitivo.
Como si de un férreo protocolo se tratase, tras ese minuto, volvieron a hablar. Esta vez, sin hacer pausas, anunciaban lo que parecía un comunicado oficial
—Durante años os hemos estado observando. No, no estabais locos. No estabais locos cuando conjeturabais que los extraterrestres pinchaban vuestras señales de comunicación. No, no estabais locos cuando decíais que nos habíais avistado en el cielo, y, sobre todo, no, no estabais locos cuando decíais que nosotros habíamos aterrizado en la tierra. Lo hicimos y ahora sabemos lo que pasa. Ahora nos alegramos de que no hicierais caso a todos esos locos. Gracias a ello, os hemos analizado pormenorizadamente durante todo este tiempo y ahora somos parte de vosotros —explicó el presentador sin dejar la más mínima expresión en su rostro
—Debido a nuestro sistema de reducción inmediata, que desarrollamos tras compilar todos esos datos, pudimos contraer nuestro tamaño hasta el mínimo para poder acceder a vuestros cuerpos sin problemas. De esta manera, pudimos entrar a través de vuestros orificios corporales la pasada noche y hemos podido generar suicidios en masa y guerras de todo tipo. Con este ataque inmediato, logramos penetrar en el interior del noventa por ciento de la población mundial y tened por seguro que no pararemos hasta llegar al cien por cien —dijo la presentadora sin expresión en su rostro
—¡La aniquilación completa de la raza humana es nuestro objetivo y no pararemos hasta conseguirlo! —gritaron los dos al unísono.
Con la devastación presente en sus semblantes, la mitad de las enfermeras corrían sin rumbo aparente, mientras las otras lloraban en cada uno de los rincones del hospital, renunciando a cualquier atisbo de esperanza. La locura parecía haberse adueñado de ellas. El contrapunto lo ofrecía los doctores. Tratando de mantener la calma y pensar en las opciones disponibles, todos ellos optaron por destinar el poco tiempo que tenían para llamar a sus familiares y comunicarles su afecto ante el inevitable final. Aunque todavía quedaría algo más. Iracundo y con la furia presente en sus ojos, el padre de Josh rompía cualquier cosa que se le pusiera cerca de él. Llegaron a temer por sus vidas. Su imprevisibilidad era más que manifiesta; su locura más que evidente…Pero afortunadamente se desvaneció como la brisa matutina en la playa. Instantes después, cuando volvió a recuperar la cordura, cogió a su hijo en brazos, que lloraba sin parar ante la tragedia, y salió corriendo del hospital en busca de un refugio. Sin rumbo fijo. Con la esperanza de sobrevivir…pese a que era más que evidente que sus días estaban contados.
ROCÍO ROMERO GARCÍA
durmiendo al pie de las escaleras al cielo.
Su cuerpo era
un templo.
Antiguo y abandonado,
tan encantado(r)
que resultaba
maldito.
Sus muros guardaban
batallas perdidas lideradas
por las manos de mil hombres
y quinientas mujeres,
narradas con la voz
más ronca y marchita,
incapaz de expresar
con palabras o versos
la desgracia
que en aquellos
relatos acontecía.
Monjes y falsos profetas
predicaron bajo
la luz de la claraboya;
las palabras de Judas
proclamaban las paredes
con clavos tan mudos
y dolientes como las promesas
y los anhelos sin cumplir.
Gitanas y maleantes
buscaron refugio
de una realidad que no podía ser,
con rosarios desgastados
por el llanto de
los ángeles caídos
y monedas arrancadas
en manos llenas de sangre
sin vida.
Viajeros con brújulas rotas
y mapas sin destino,
siguiendo los cráteres
de una luna de hormigón
y nombrando estrellas
que aún no habían
cumplido su mayoría de edad;
buscando un lugar donde
poder gritar que los
rincones del mundo
se pueden doblar aunque
la Tierra sea redonda.
Amantes buscando un nido
donde poder escribir poemas
con la lengua,
donde poder ser la paradoja
y los antónimos de lo complejo,
donde no hacía falta
consumir los relojes
para que se amaran
a destiempo.
Dioses del
Caos
y
de la Paz
buscando un sitio
donde nacer mellizos
y enamorar a una mera mortal
con banderas blancas
y guerras contenidas
en tarros de sombras
y monstruos
sin rostro.
Nada resultó más sencillo
que dejar a su corazón
tomar el control de su cabeza
y enamorarse de la destrucción,
del caos y su teoría,
porque cualquier guerra
es una revolución
y ella era una
granada.
Su cuerpo era
un templo,
tan roto
y
exhausto
que ni sus grietas
de oro consiguieron
evitar una orden
de desahucio.
Sólo quedaba vagar,
columpiarse en las nubes
y caminar junto a las
almas sin propósito,
cuyos hilos habían
sido cortados como
petición de algún
dios caprichoso.
Adentrarse en la espesura,
donde toda mirada
pierde sentido
y las palabras ya no bailan
para tener significado.
Allí la encontrarás,
durmiendo al pie
de las escaleras
al cielo.
ROSA MARÍA JIMÉNEZ MARZAL
Sé que me estoy muriendo,que me queda poco tiempo…lo sé aunque el médico no cambie la expresión de su rostro y mis hijos finjan una jovialidad extrañamente alarmante.
Sé que me muero….finjo dormir para oírlos hablar y ver cómo me miran con el asombro que produce la muerte ajena.
Debo adentrarme en solitario en este viaje grandioso sin retorno,debo hacerlo dejando atrás cuánto amé y un día fue mío.
Escucho lamentos que nadie parece oír,los de aquellos a los que dañe, los que lloraron por mí culpa….son como fragmentos rotos del pensamiento.
Estoy exhausto y desgarrado…el dolor se apodera de mi cuerpo y recuerdo la dulzura de otro ser humano,de todos aquellos que, generosos atemperaron la amargura de mi egoísmo.
Fui injusto en mi apreciación de los demás…repudie con soberbia a las personas con belleza interior, aquellas que jamás soportarían una confrontación,esas cuya luz interior se les desborda por los ojos… Y acepté con malévola complacencia a aquellos otros que parecían vivos pero estaban muertos,los que presumían de sus desbocados impulsos y reían los míos.
No me queda tiempo para agradecer ni pedir perdón….
Fui tan reservado en mi propio egoísmo que terminé en el aislamiento absoluto y, me temo, que no tengo amigos que lamenten mi muerte.
Me espera un abismo en tinieblas y silencio total porque no creo en nada, porque soy incapaz de confiar.
Sé que me estoy muriendo…no puedo hablar,apenas oigo….pero noto la tibieza de la mano de mi hija,siento sus lágrimas caer sobre mi cuerpo. Fui malo, egoísta y cruel….pero ella me reconcilia con la vida y me hace creer en el buen corazón y el perdón inmerecido.
Sé que me muero y quisiera que fuera en paz…se que el alma es puesta en una balanza y puedo afirmar que todo cuánto he hecho mal se ha debido a la estupidez y la debilidad humana…y que debo realizar un acto de confianza si deseo que el consuelo venga.
Sé que me muero y noto la tibieza de la mano de mi hija.
EUGENIA MARU
Porque la mente sólo toma formas,
desaté los nudos y descubrí su transformación
un gran silencio salió de mis ojos,
lo vi en el espejo espiral que conozco desde siempre.
Quería bailar contigo, como antes,
recuerdo haber visitado antes tu alma,
caminando en bosques infinitos,
hablando recién luego de muchas vidas.
PECERA CON PEZ
La sonrisa de las manzanas podridas
Son las 8.30 de la mañana y espero nervioso el sonido del timbre que anuncie que vas a entrar por la puerta. Cada día a la misma hora, mi mejor momento del día, me dedicas esa sonrisa que deja entrever tímidamente tus dientes enmarcados por unos labios carnosos. Si supieras lo hermosa que te ves cuando sonríes. Simulo colocar el género detrás del mostrador mientras sigo todos tus pasos espiándote entre cajas. Memorizo tus gestos, no hacerlo me sería imposible. Me gusta tu forma de colocarte el pelo detrás de la oreja repetidamente cuando este se empeña en volver a su sitio, adoro tu forma de morderte el labio cuando piensas. Ese labio que muerdo en mis fantasías mientras te desnudo lentamente. Son imágenes que dan a todo un sentido. Imágenes a las que necesito recurrir a lo largo del día a modo de potente anestésico para poder subsistir en mi patética vida. Cada día revisas toda la tienda, como si fuera un ritual del cual no puedes obviar ningún paso, siempre haces lo mismo. Te paseas ojeando la fruta que espera expectante a ser la elegida. “¿Seré yo?, ¿algún día seré yo?» les oigo susurrar mientras me uno a sus ruegos. Pienso que quizás algún día seré yo el elegido. Coges una y la palpas suavemente entre tus dedos. Cuántas veces he deseado ser esa manzana. Te acercas al stand de los frutos secos y coges un puñado de nueces, unas pocas, no más de los que pudieran caber en una mano, las metes en una bolsita de plástico y la anudas con gracia. Me lo acercas al mostrador para que lo pese y me sonríes. A veces nuestros dedos se tocan, tienes las manos frías. Tú solo tacto me duele.
Nunca serás nada, me decía mi madre. Y yo sin entenderla le gritaba y me enfadaba. Le reprochaba sus palabras sin comprender cuanta razón tenía. Nada… que gran virtud. La gente ve a través de mí, nadie repara en mí. Soy libre. Puede que todas esas veces encerrado en el armario, puede que los monstruos de la oscuridad que me acechaban de niño me estuvieran enseñado algo. Me enseñaban a ser nada. Faltaba días al colegio, semanas enteras… La profesora Pilar al volver me miraba y decía; “Se nota que lo has pasado mal, mi niño. Estás muy delgado, mi niño” y yo por temor a los monstruos no decía palabra. Solo me dejaba acariciar por esa manos que algunas tardes olían a mandarina. Subí de curso y la profesora Pilar dejó de llamarme mi niño. No volví a sentir sus caricias impregnadas de olor a mandarinas. Los otros profesores no preguntaban. Poco a poco comprendí que me había convertido en nada. La gente podía ver a través de mí.
Todas las mujeres son unas putas, decía mi madre. Paso cerca de ellas y veo sus faldas cortas, sus leggins ajustados, el sudor marcado en sus apretadas camisetas debajo del pecho cuando corren por el paseo y se me pone dura. Todos los hombres somos unos perros que van detrás de perras en el celo, decía mi madre. Pollas pensantes que no pueden dejar de perseguir a esas putas… Mi padre se perdió un día detrás de una perra, el olor de su coño le embrujó y nos dejó sin mirar tras de sí al cerrar la puerta. Y entonces mi madre me enseñó a ser nada.
Miro la puerta detrás del mostrador, son las 8.30 de la mañana. Me estrujo con fuerza la entrepierna mientras le digo: “no tú no, tú no puedes hacerme esto”. Pero entonces entras y no puedo evitarlo.
Te quiero. Y nadie podrá negar lo contrario. Espero el día para reunir la fuerza suficiente para decírtelo. Te quiero y sé que me quieres. Tú me sonríes y nadie lo hace. Tú me ves y nadie lo hace. Estamos predestinados.
Hoy al cerrar la tienda te he visto de camino a casa y he seguido tus pasos. Estabas con cascos y mirando el móvil. Con tu abrigo de cuadros y un bolso nuevo que el mes pasado no llevabas. Estabas tan bonita. Sé donde vives y un día te diré lo que siento. Pero hoy no era el día. Hoy el vecino ha coincidido contigo en el portal y ha roto nuestro momento íntimo.
Por la noche frente al espejo me he mirado a los ojos. Tenía el bote de pastillas en la mano. Estaba decidido a pasar al siguiente estadío de la nada. A desaparecer… Y entonces he pensado que no podía hacerte esto. He recordado la manera de colocarte el pelo detrás de la oreja, he vuelto morder tus labios. He cerrado el bote de pastillas. Me he metido en la cama y me he masturbado.
Son las 8.30 de la mañana, retiro las manzanas golpeadas antes de que aparezcas con tu bonita sonrisa. Yo también sonrío, puede que hoy sea el día. Puede que hoy sea la manzana.
LUCIDECES ROMUALDO RAMÍREZ
La tormenta
Mar adentro
Es demasiado tarde para regresar,
no es que las puertas
se hayan cerrado
de repente,
es que da igual ya
el rumbo…
Porque todos las direcciones
huelen a muerte
y a barco partido
por la mitad.
Las olas empezaron
a sentirse inseguras,
después se asustaron
y alguien gritó
en cubierta,
un verso
con final trágico.
Aunque quieras
y aunque lo intentes,
no puedes salvarte
cuando la tempestad ha empezado,
y los puntos cardinales
de la brújula,
han cortado las venas
de todos los horizontes.
La tierra es un don
para aquellos
que todavía no han muerto.
¿Pero para nosotros?
que ya no podemos distinguir
el agua de la lluvia
con la del mar,
la tierra tan sólo es…
aquel destino
que se hunde
en las profundidades.
Si alguien nos esperaba
en el puerto,
y todavía nos quiere a pesar
de todo el mal
que nos hicimos,
le recomiendo
que se vaya preparando
para llorar.
Juan Antonio Asensi
Yo voto a Enrique Osorio
Voto por Pecera con pez
«Me quedé sola recorriendo tu ciudad», escribe Ana Caballero. Espero que mi voto a ella no caiga en vacío… jaja
Anita Cabrita
Luisa Vázquez y Ana Caballero
Pez con pecera
Mi voto va para Anita Cabrita
Servando por el «surrealismo tan real» de su lavadora.
Luisa Vázquez por la triste historia de Julia.
Mi voto es para DAVID DURA por la tensión conseguida en su relato mediante frases premonitorias.
Voto por Ana Caballero