Relato ganador de esta Semana en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook:
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Aún siento el recorrido del sudor frío en mi espalda, y el corazón aprisionado. Sigo sin poder entenderlo. Esas plumas. Esos ojos. Esa luz…
Lo recuerdo como si estuviera pasando ahora, esa mano invisible empujando mi espalda, ese último segundo antes de sentir el paragolpes de la berlina rozando mi abrigo. ¿De dónde había salido ese coche?… ¿Cómo había salvado esa distancia a tiempo? Me temblaban las piernas y mi pulso era pausado como el TIC-TAC del reloj. Pero esa mano la sentí, seguro, esa zona de mi espalda nunca ha vuelto a ser igual. Noto ahí cuando algo se aproxima.
Esa misma mano que sentí hace un mes, en la misma área de mi cuerpo, cuando cayó sobre mi sombra esa rama de chopo. Otra vez. Y este sudor frío en mi frente… ¿Quién eres?, ¿por qué a mí?
Tic-tac, oigo alzar el vuelo de palomas.
Lo tengo presente. Y te veo. Eres una sombra en este pasillo azul. TIC. Me asustas. TAC. Te conozco. TIC. Caen plumas TAC Mientras me acerco. TIC. Noto el sudor frío, helador. TAC. Alzas tu mano. TIC. Me asusta tu mirada. TAC…
Te lo diré con miedo TIC Hace tantos años desde que te dije adiós… TAC
Tu mirada… TIC Noto tu mano cercándose sobre mí TAC …Te quiero, siempre te quise… TAC …
Hola abuela TIC
Vale, lo sé TAC
Vámonos
TIC
…
BETTY BRIGHT
Estábamos de cachondeo una noche de junio en la casita que teníamos alquilada entre todo el grupo de amigos. Serían alrededor de las 5 de la madrugada. Solíamos pasar los veranos en el pueblo y todas las noches nos quedábamos hasta las tantas hablando y tonteando con los primeros vicios.
Unos cuantos chicos del grupo se fueron a la otra habitación hacer espiritismos mientras nosotros seguíamos con las risas: «¡Dile al espíritu que me traiga un paquete de tabaco!», etc.
De pronto, se oyó un ruido como de cristales rotos en la habitación de al lado. «¡Inhiesta, qué pasa!» grité. «¿Te han atacado los fantasmas?». Y nos reímos. Pero las risas se fueron apagando al ver que no contestaba, y nos asomamos a la otra habitación a ver qué pasaba. Mi amigo Julián estaba tirado en el suelo y no había nadie más.
Corrimos hacia él, le abanicamos, le mojamos la cara y volvió en sí enseguida, pero estaba en pánico y no acertaba a articular palabra, solo decía que había visto una monja. En cuanto pudo, salió corriendo de la casa.
Estuvimos durante años dándole vueltas a ese tema. Era verdad que la casa había sido antiguamente habitada por monjas, y era verdad que los vecinos relataban visiones extrañas en el lugar… Pero también es verdad que la mezcla de las habladurías, el ambiente del momento y el alcohol, nos pudo jugar una mala pasada.
MADEIN EXTREMADURA
La mansión de los Vázquez
Se trataba de un enorme caserón de estilo modernista con detalles neogóticos. Hacia mas de cien años que se encontraba en estado de abandono. Sita en el casco histórico de mi ciudad, destacaba del reto de casas de la zona por su imponente tamaño y el estilo arquitectónico nada común en una ciudad del sur.
Existían cientos de rumores y leyendas sobre esta mansión, en su mayoría relatos pueriles o difíciles de creer. Los vecinos de la calle aseguraban ver extrañas luminarias por los grandes ventanales, y decían oir de madrugada un fino zumbido quienes se atrevían a saltar la valla del jardín.
Diversos investigadores de fenómenos paranormales intentaron sin éxito realizar psicofonías, pero las grabadoras simplemente no funcionaban dentro de la casa. También se habían realizado sesiones de espiritismo con resultados variopintos. Lo mas común en estos casos era que las personas acabaran obsesionados con la casa, desarrollaban una enfermedad mental.
Lo cierto es que el ultimo propietario de la casa, Manuel Vázquez de Ulloa, apareció asesinado junto a su mujer, sus tres hijas, la ama de llaves y el cochero, una noche de febrero de 1909. Las crónicas de la época hacían responsable de los hechos a Mateo Melchor Tudela y su banda, conocido grupo de bandoleros que sembraron el pánico por la comarca durante años hasta que cayeron muertos en un intenso tiroteo con la benemérita.
Años después de la tragedia y al no existir ningún heredero, la mansión pasó a ser propiedad del ayuntamiento, el cual se olvido de su mantenimiento durante décadas, hasta que en 1992 el joven nuevo alcalde decidió dar una utilidad social al edificio, destinando fondos para la creación de una biblioteca publica.
A mí, como herrero del ayuntamiento, me toco la labor de asegurar con una estructura metálica la fachada y los muros de carga interiores.
El primer día, montando la estructura exterior no ocurrió nada fuera de lo normal, pero el segundo día sí que fue algo mas accidentado. Como la casa carecía de sistema eléctrico, la energía la tomábamos de un generador de gasoil que instalamos en el jardín, donde también realizábamos los cortes de las vigas con el soplete.
Los problemas empezaron cuando encendimos las maquinas de soldar dentro de la casa, concretamente en el hall. Los picos de tensión eran increíbles, algo muy raro si tomas la corriente de un generador de combustión. Era como si una fuente de energía muy potente intercediera en los equipos de soldeo, desprogramando y modificando todos sus parámetros. Por mas que intentábamos soldar nos resultaba imposible.
Lo peor le ocurrió a mi compañero Juan: su grupo explotó y le hizo caer del andamio donde se encontraba. Tuvimos que salir a toda prisa hacia el hospital dejando allí todo el equipo. Las heridas no fueron graves para lo que podía haber sido, un brazo roto y algunos puntos, vamos, un mes de baja.
Una vez que Juan salio del hospital lo llevé a su casa y regrese a la mansión para, al menos, recoger el equipo y a los dos peones que me esperaban fuera, que no se atrevían a entrar en la casa. Achacaban lo ocurrido a la maldición de la mansión de los Vázquez, y tengo que admitir que a pesar de que soy muy escéptico con los temas paranormales, llegue a creer que tenían razón. No obstante, empujado por la curiosidad, decidí entrar de nuevo en la casa y recorrer sus estancias alumbrándome con un pequeño soplete de fontanero buscando no sé el qué.
En la primera planta solo encontré polvo acumulado durante casi un siglo encima de los mueble desvencijados y rotos por los desprendimientos del techo. Lo mismo en la segunda planta, pero cuando descendí hacia el sótano, empece a oir un el zumbido del que hablaban los vecinos y que se hacía mas evidente a medida que me acercaba a un gran portalón de madera cerrado a cal y canto con grilletes y candados típicos de pricipios del siglo XX.
Esto era muy extraño ya que no había ninguna puerta cerrada en toda la casa, ni siquiera la de entrada. El zumbido estaba tan presente tras aquel portalón que incluso podía oír un pequeño chisporroteo de cables.
Decidido a averiguar lo que era, subí a buscar mi cizalla de mano, martillo y cortafríos. Me llevó mas de una hora romper los cerrojos, candados y grilletes. Los peones, al oír los golpes, me gritaban desde la calle para que saliera, pero al abrir el portalón mi sorpresa fue tal que casi me desmallo.
Un fuerte resplandor me cegó por unos segundos, el zumbido se volvió atronador, el calor era asfixiante y, cuando hube recuperado el sentido de la vista, no salía de mi asombro: Había una bobina de tesla gigante funcionando desde hacía ochenta y cuatro años. ¿Quién podía imaginarse que los fenómenos extraños que refutaban la leyenda de la casa eran producidos por un generador de alta frecuencia inalámbrico e inagotable?
CURSOS DE SOLDADURA
Todo comenzó hace cosa de un mes, a la noche.
Sentado me hallaba consultando la televisión cuando hasta mí llegó un ruido desconocido. Siguiendo el sonido fui a la cocina y de la fresquera provenía. Ni qué decir tengo que no le otorgué importancia alguna, pues se trata de un aparato viejo que en mi casa aterrizó despues de quemarse la peña en las fiestas mayores, harà tres o cuatro años. Pero a la mañana siguiente, cuando quise matar el reseco de la noche con agua en abundancia, encontré la fresquera abierta de par en par y toda revuelta.
Aunque no soy varón que se achante con facilidad, este hecho me ocasionó un paralís que duró dos minutos a lo menos. Tras respirar profundamente y echarme sal por encima del hombro, me dispuse a revisar el contenido de la susodicha, por si algún roedor hubiere instalado allí su nueva morada. Como resultó que no, pensé en llamar a mi amigo Marcial el de la mili, que tiene un negocio de bicicletas y arradios, para que le echase un ojo. Salí al pasillo camino del teléfono y… allí estaba.
En mitad del pasillo de mi hogar, un melocotón de Calanda.
¡Compórtate como un hombre, Mariano! Me dije a mí mismo, para espantar las tontadas. Y miren ustedes que a lo que agacho el lomo para recogerlo, se gira el melocotón despacico hacia mí, levanta su barbilla de melocotón, me mira con chulerìa, me apunta con su dedo de melocotón, se vuelve a girar e inicia una rodadura hasta el sofà.
Como alma que lleva el diablo salí gritando por la puerta del corral. Allí estuve acojonado durante horas, hasta que decidí enfrentar la situación, porque soy un hombre y porque me había cagado. Cogí la escoba por si hubiere crecido y a buscarlo que me fui.
Lo encontré sentado en el sofá, viendo la Fórmula 1 y con el mando de la tele en su mano de melocotón. Ni me miró. Me fui para la bañera a quitarme la peste, atrancando la puerta del baño con una barra de hierro, que uno es de pueblo, pero ha visto psicosis.
Cuando salí, la fresquera estaba de nuevo abierta y a lo que se me saltaban las lágrimas imaginándome la carne picada despicàndose y reviviendo, descubrí a mí melocotón preparándose un bocadillo de jamón, con aceitico y todo.
Esta vez si me miró y me sonrío. En ese momento se me despertó el instinto paternal y le abrí una Mirinda de naranja. Le ayudé a llevarlo todo a la mesita del comedor y me fui a unos quehaceres. A punto estuve de comentarlo donde los piensos, pero me dije: chico y para qué, igual cuando vuelvas está todo como siempre y ha sido un sueño.
No estaba como siempre, no. El melocotón era majo, pero guarro, guarro. Había dejado todo el sofá lleno de migas y los dedazos de melocotón marcados por todas partes. Lo encontré haciendo la siesta en mi cama, con toda la pelusa encima. Me acosté a su vera, en una esquinica para no molestar y cuando desperté, él no estaba. Escuché un chapoteo en el baño y con el corazón en un puño por un mal presentimiento, allí que fui. Estaba medio ahogado en el fondo del váter. Se había subido para orinar y por la falta de experiencia, se venció y se fue para el fondo. Metí la mano, lo saque, lo lavé y me mordió, fuerte además. Me avergüenza decir que lo estampé contra la pared, pero no estaba muy maduro así que apenas le hice un rasguño. Cuando terminé de curarme el mordisco, el melocotón estaba fregando la vajilla y eso sí que no lo ha hecho por mí nadie, en la vida.
Y así fuimos pasando los días, con algunos disgustos, como cuando descubrió los canales guarros y estuvo una buena temporada dejándome el sofá lleno de almíbar. Y dile que no, jodo como se pone, así que compré una funda y que disfrute, bendita juventud.
Últimamente no tiene buen color y se está quedando en el hueso. Yo le digo que se meta un rato en la fresquera, pero no quiere oír hablar de volver allí. Que también lo entiendo. Pero claro, verlo consumirse y arrugarse un poco cada día me está ocasionando un sufrimiento jamás conocido por mí.
Yo no sé qué voy a hacer cuando llegue la hora, me moriré de pena y de soledad. Sin mi melocotón de Calanda no soy nadie, no quiero seguir viviendo sin él. Ojalá se me lleve el Señor al reino de las frutas.
JEZABEL
¿RESETEAR EL UNIVERSO?
Esperaba a Elisa en el sitio de siempre. Los viernes tenía ensayo con su grupo de teatro y solíamos quedar para comer en la esquina de la calle San Manuel con el Paseo de la Intendencia. Yo llegué primero y me puse a mirar distraídamente los antiguos whassaps almacenados en la memoria del aparato.
Levanté la vista de mi teléfono móvil y pude ver como un señor gordito y calvo, con un traje de tela marrón clara y chorreando sudor, cruzaba el paso de cebra en dirección hacia donde yo estaba. Lo más sorprendente de todo es que parecía dirigirme una sonrisa inmensa.
-«Hola, cariño, siento llegar tarde pero no nos han soltado hasta ahora. ¿Comemos?», me dijo al llegar.
Yo no supe qué hacer. Era evidente que no lo conocía de nada pero me dejó totalmente estupefacto el tono familiar con el que me hablaba. Viendo que no podía articular palabra me dijo, preocupado:
«¿Te pasa algo, mi amor? ¿Porqué te quedas tan callado? ¿He hecho algo que te haya molestado?».
Estas palabras son exactamente las que Elisa me suele decir en circunstancias similares. Por eso, traté de aparentar una cordialidad que no nacía sinceramente de mí sino de mi estupor. Le contesté una vaguedad y juntos penetramos cogidos de la mano en el centro comercial en dónde solíamos comer. Subiendo por las escaleras mecánicas, recordé una carta que había recibido hacía tan sólo unos días y cuyo significado no había entendido. La carta decía esto:
«Dentro de un tiempo procederemos a resetear el universo. La operación tal vez ocasione a nuestros usuarios algunas pequeñas molestias leves, ajenas por completo a nuestra voluntad. La más frecuente es que durante algunas horas las personas que normalmente nos acompañan en la vida sean suplantadas por otras desconocidas, a las que llamamos «desubicados transitorios» y que ocuparán su lugar. Es muy importante para la correcta marcha del proceso que usted haga como que no ha notado el cambiazo y siga con sus costumbres habituales. En caso contrario, es posible que los «desubicados transitorios» se queden definitivamente en su vida. Le garantizamos que si usted se comporta con normalidad, todo volverá a ser igual en un periodo mínimo de cinco y máximo de ocho horas».
Firmado: EL DEPARTAMENTO INFORMÁTICO DIVINO.
Entonces lo comprendí todo. Este tipejo era el «desubicado transitorio» que me había tocado a mi.
Le veía mirar la carta de platos combinados y bocadillos como solía hacer Elisa, y eligió el mismo sándwich vegetal que ella solía comer. Mientras hacía estas maniobras, lo seguí observando atentamente. Comenzó a hablar. A través de sus palabras comprendí que era notario y que vivía y trabajaba habitualmente en Logroño.
«Ya no me quieres?», me dijo por sorpresa.
-«Claro que si, mi amor», le contesté como pude.
-«Vámonos a casa que tengo que poner una lavadora».
El notario y yo subíamos cogidos del brazo por el Paseo de Cánovas. Cuando pasamos por una farmacia vi que el termómetro marcaba los cuarenta y dos grados. Se quitó la chaqueta muerto de calor, dejando ver un cerco de sudor en las axilas. A estas alturas mi desesperación y mi astucia libraban en mi interior una batalla campal. La idea de pasar el resto de mi vida con un notario de Logroño me horripilaba y, cuando entramos en el ascensor, había decidido seguir las instrucciones de la carta al pie de la letra. Aquello era un mal trago, pero tarde o temprano, si me comportaba con normalidad, el notario desaparecería y Elisa regresaría a mi lado.
Cenábamos y aquel hombre seguía hablando cosas extrañas de su jornada laboral. Por lo visto había tenido un grave problema cuando una señora se había negado a firmar unas escrituras y habían tenido que convencerla en el último momento. Con la mirada le hacia creer que me interesaban sus palabras, pero lo cierto es que la angustia iba creciendo en mi interior pensando en el momento en el que ambos nos meteríamos en la cama. Afortunadamente a Elisa no le gusta demasiado hacer el amor por la noche y eso me tranquilizaba un poco pues el tipo entraba y salía como si fuera ella y sacaba de los cajones objetos y pertenencias sin cometer un sólo error. Es decir, en cierto modo era mi mujer porque se comportaba exactamente como ella.
Algo crujió en su interior cuando fue hacia la cómoda en la que mi mujer guarda sus pijamas, extrajo uno de color rosa e intentó ponérselo infructuosamente. Era una imagen ridícula verlo de esa guisa y sentí cierta pena por él cuando me miraba con expresión de profundo desconcierto. «Tengo que comer menos…», dijo entre dientes. Finalmente se quedó en calzoncillos y nos fuimos al salón.
Se durmió súbitamente en el sofá viendo «La que se avecina», como le solía ocurrir a Elisa. Dudé unos instantes pero decidí comportarme como si nada extraño estuviera pasando. Es decir, dejé transcurrir un cuarto de hora y suavemente lo desperté. Me miró con unos ojos extraviados en el sueño, se levantó desorientado y me abrazó. Olía a sudor de nuevo.
Lentamente lo conduje por el pasillo hasta nuestra cama. Sin dudar un instante se acomodó en el lado izquierdo y me dijo: «Abrázame».
Debo decirles que, en condiciones normales, uno de los momentos más felices del día es éste. Elisa me pide que la abrace por la espalda y yo, con mi brazo derecho rodeo su cuerpo, que en estos momentos me parece un oasis de confort y una fuente de inmensa tranquilidad. Así nos solemos dormir.
«Cariño, ¿te pasa algo? Venga, abrázame como siempre», me dijo el notario. «Dame un besito».
Se lo di en los labios, se durmió a los diez segundos y comenzó a roncar a los veinte. Su ronquido era estridente y molesto. Yo le abrazaba intentando contener mis náuseas, esperando el instante de escaparme a la cocina. Pasaron unos minutos más y cuando ya estuve seguro de que el paquidermo no despertaría, me largué. Ya en la cocina intenté razonar. Lo que me estaba ocurriendo era sencillamente espantoso. ¿Volvería a ver a Elisa? ¿Dónde estaba ahora? ¿Sería una «desubicada» como el puto notario de los cojones? ¿Con quién estaría durmiendo en esta noche trágica? De pronto, me asaltó un ataque de celos infundados, imaginándomela en los brazos de un fontanero, un árbitro de fútbol o un astronauta, pero enseguida pensé que si Elisa era una pobre «desubicada» lo era contra su voluntad y además no sería consciente de serlo. Pensé también, mientas engullía con desesperación una taza de arroz con leche, que aquello de resetear el universo era una inmensa gilipollez y que todos, incluso Dios, nos habíamos vuelto locos con tanto móvil, tanto ordenador, tanta tableta y tanta estupidez informática. Esto es el resultado de una evolución humana hacia el sinsentido y el disparate, pensé horrorizado… De pronto, escuché un ruido. Y luego otro. Al notario cabrón se le habían soltado dos enormes pedos que estarían inundando seguramente nuestra habitación de una mezcla fétida de olor a mierda y sudor…
Debí de quedarme dormido en la cocina. Lo cierto es que allí me desperté unas horas después con un intenso dolor de espalda. Amanecía. Me levanté sigilosamente. Ya no se escuchaban los ronquidos ni los pedos de aquel gordo sudoroso. A tientas, me acerqué a nuestra habitación. No quería encender la luz porque prefería mantenerlo dormido el mayor tiempo posible. Escuché con atención. Apenas se oía nada y en mitad de la semioscuridad y el silencio, percibí con nitidez la respiración dulce de Elisa. Allí estaba. Había vuelto y como por la ventana se colaba un mínimo y tenue rayo de luz, contemplé con más amor que nunca su pelo rubio recogido con una cinta negra.
«¿Te pasa algo, mi vida?», me susurró mientas intentaba abrir sus lindos ojos azules. Yo deslicé mi brazo por su cuerpo y le di el abrazo más cálido de toda nuestra vida en común. Elisa había regresado del más allá y podíamos descansar tranquilos.
PACO ORTEGA
Invisible el sabor de tus labios, fríos y distantes de un segundo de amor, vacía tu mirada y sin el brillo del mar…
¡Calma! Corazón, no fuiste tu el culpable.
Rígido tu cuerpo y tus venas desbordando en un mar vivo. Sordo el entorno y tu ultima lágrima de desesperanza…
¡Calma! Corazón, la vida y su fragilidad, sin duda…
Su cabello en mis manos desvanece y no se entrelaza en mis dedos, parecía dormida, pero aun no comprendo su escaso respirar.
¡Calma! Señores, seguro mañana despierta.
El amor luce de vez en cuando algo trágico….
JOSUE GONZALEZ
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