Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «una retirada a tiempo». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 18 de diciembre!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Por fin me iré del todo
pues hasta ahora
lo hice de a poquito.
Dejaré por aquí
mis últimos versos
para embelesar los sentidos
del lector y del universo.
No pediré permiso
en susurro de cielo
moriré con mi mente,
en grito de crepúsculo
descansaré eternamente.
Sí, es una retirada a tiempo
y, ¡es para siempre!
EMILIA CREGO
AMANECEN CÁNTICOS NUEVOS
Tiempo para recordar las palabras, las que se quedaron prendidas de los árboles. Las hojas caían en silencio y murmuraban el tiempo pasado. Aquel que se fue bailando sobre las olas del mar en calma en una mañana estival. El frío nevó los campos y con aquel letargo me fui adentrando en la triste despedida. Una retirada a tiempo para llevarnos la dulzura en los labios y vivir de los recuerdos.
Se fue por aquella senda plagada de hierba y en aquella huida me quedé con los brazos caídos. La mirada se fue perdiendo entre destellos de luces; estas se iban recogiendo con la calidez de las sombras. Y entre luces y sombras mi último adiós se quedó en el aire. Con la nostalgia de aquellos momentos vividos, la mirada cristalina se quedó atrapada entre velos de seda.
Aquellos días sentía un profundo dolor en mi pecho; el cielo caía plomizo sobre un cuerpo desvalido. En aquel lugar de la tierra no floreció la primavera; los caminos se llenaron de piedras y lodo. En los días soleados en el alto de aquel valle, el campo volvió a florecer, cuando aún la tristeza estaba atrapada en un corazón ahogado de lágrimas.
Llegaron los pájaros cantando a coro; subían y bajaban de las ramas. Aquel árbol que me refugió se llenó de vida; las hojas volvieron a hablarme en silencio. Estas palabras me las llevé guardadas entre el cabello y en un estado de armonía con aquel entorno. Desperté ahogando las penas, sumergida en el agua de un río y secándome la piel con el perfume de las flores.
Entre las risas que brotaron para vencer el miedo, vi amanecer con los cánticos caídos de aquel árbol.
ANTONICUS EFE
Historia basada en hechos reales que no han sucedido todavía, pero…
La mujer de los sueños imposibles pretende usar su magia, ella cree que la noche está de su parte, ella piensa que la luna es su aliada. El amanecer se viste de confidente y escapa por su ventana, cabalga para avisar a su objetivo de que pronto aparecerá la montaña. El deberá hacerse invisible para poder contrarrestarla.
Todo comienza como comienzan todas las cosas, por culpa de la mente que nunca calla. Ella lo desea en silencio, quizás él, le sonrió de manera descarada, ella maldice su blanco velo cada vez que reposa en su almohada.
—Voy a hacerle un hechizo— ella misma en su espejo se declara
—¿Estás segura?— pregunta su conciencia.
—Tan segura como que después de cada noche la primera luz es la del alba—
Ella investiga el deseo entre los abrazos reglamentarios que hace tiempo que no le saben a nada, el es ajeno a todo, solo sabe que no le encuentra explicación a tanta fatiga acumulada. Se siente cansado cada vez que empieza la mañana, a la tarde no tiene fuerzas y en la noche no descansa, ella sigue empeñada en atraparlo en su cuento de hadas.
Alguien lo pone sobre aviso, ha visto algo en ella que él ignoraba:
—Ten cuidado con sus intenciones, no son del todo claras, tiene un brillo extraño en la mirada—
—¿Crees tú, que todo este malestar es por su causa?—
—Una creencia es una creencia, no una certeza contrastada, pero…, en su presencia…, no lo se explicar con palabras—
—Pues ahora que lo dices, mi cabeza parece que a ratos estalla, casi que floto en el aire y de todo he perdido las ganas—
Al abrigo de la noche, la misma que a ella le da alas, él quema su nombre escrito en una vela negra y y su foto en el congelador guarda, el hechizo se rompe, de momento, seguro que ella volverá a la carga, menos mal que no tienen que verse a la fuerza, es urgente la retirada.
ARMANDO BARCELONA
¿Noche de paz?
Hala, ya hemos dado una vuelta completa al calendario, la Navidad llama a la puerta y yo con estos pelos.
Si es que me lo veía venir, tú todo es dejarlo para mañana: que si todavía queda; mujer, ya veremos; si eso, lo vamos hablando; nunca tienes tiempo para abordar el tema,y cuando te quieres dar cuenta ya está el lío montado.
Pues que lo sepas, José Luis, esta vez paso de ir con tu familia, estoy de cuñados hasta el putiglán, a tu madre le salen los asados como el culo, y lo de tu abuela del año pasado… ¡Por Dios, qué bochorno! Vamos, ni muerta.
Y no será porque no os lo avisé: «Quitarle a la yaya el pacharán, que se ha pimplado ella sola una botella de El Gaitero». Pero tu padre venga a darle alas: «Para una vez que sale de la residencia, déjala que disfrute».
Desatada estaba, la jodida vieja, no veas qué pedo. ¿Y de dónde sacó los condones? Empeñada en inflarlos, como globitos: «para darle marcheta a la fiesta», decía la muy bruja. Hijo, no sé yo esa residencia, pero eso de que monten despedidas de casadas cada vez que les casca un marido, qué quieres que te diga, no lo veo normal.
Anda, y que no la montó gorda cuando vino tu sobrino para felicitarnos las fiestas. Pobrecico, que se escapó del cuartel de bomberos, porque le tocaba guardia, criatura, en esas fechas.
Con todo el equipo se presentó: casco, chubasquero, botas, y tu abuela, desaforada: «¡Los boys, los boys, que han llegado los boys!», gritaba, y se lanzó, como una loba, a meterle un billete de veinte euros por la bragueta.
«Abuela que es Ricardito, tu nieto, que no es un boy», le gritaba tu madre, y la otra ni caso, enganchada al paquete del chaval como si le fuera la vida en ello. Casi tuvimos que llamar al resto del retén para que vinieran a rescatarlo. ¡Qué vergüenza, José Luis, qué vergüenza! ¿Y qué me dices de Angelines, la mujer de tu hermano? Empeñada en hacernos una demostración de sus avances en lo de la danza del vientre.
Se había apuntado a un curso en el centro municipal del barrio y estaba toda entusiasmada. Ella, que siempre ha sido de natural tripuda, culibaja y con tres embarazos a cuestas, mientras su marido, hecho un lorzas y sudando Jonnie Walker por todos los poros de su cuerpo, le hacía los ritmos con el cajón, en camiseta y con los gayumbos a media asta, enseñando hucha peluda. Menudo espectáculo. Allí se quedaron los langostinos, se me cerró el estómago, no hubo manera.
¿Y del salido de tu tío Anselmo, que con la excusa de que está senil nos tiene a todas martirizado el culo a pellizcos? «¡Ay, no tenerselo en cuenta, pobre!», intercede tu madre, porque es su hermano, pero la fama de tocón le viene de lejos, que por mal nombre, los conocidos le pusieron Anselmo Manos Tijeras; por algo sería. Ay, José Luis, no te lo tomes a mal, pero tu familia es de traca.
Pero este año no me pillas, corazón, nos miramos un hotelito con encanto en la sierra y a la tribu que le den una vuelta, José Luis, cariño, que una retirada a tiempo suele terminar en victoria y más con semejante panorama.
Hazme caso, no me toques los ovarios y tengamos la fiesta en paz, amor mío.
DAVID MERLÁN
UNA RETIRADA A TIEMPO
(Continuación de AUNQUE TE CAMBIES DE NOMBRE – Una sombra en el Andén. Segunda parte)
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Esteban volvió a la destartalada estación de Whirl al día siguiente. Y al otro. Y al siguiente más. Siempre a la misma hora que el primer día. Ese día que cambió su vida cuando se reencontró con Clara. ¿O no era Clara?. Siempre con la misma esperanza estúpida de reencontrar una sombra que ya sabía que no iba a encajar ni obedecer al cuerpo que una vez fue su esposa.
La mujer no había vuelto, pero sus palabras inconclusas si, y le martirizaban constantemente.
<<—Es difícil de explicar, y yo… yo no estoy aquí para eso. Solo tenía que establecer el contacto. Iniciar el proceso, ser la chispa. No tenemos tiempo. Nos observan.>>
Sin embargo, en su creciente desasosiego, el tercer día encontró el primer indicio de que algo había cambiado: una marca con tiza blanca en una columna del andén 3. Un símbolo torpe, casi infantil. Tan solo se trataba de dos líneas oblicuas cruzadas por una horizontal. No significaba nada para nadie… salvo para él. Y está vez era bastante evidente a tenor de su tamaño.
Clara lo dibujaba así cuando quería decir “no sigas”.
—No puede ser —murmuró.
—Claro que puede —respondió alguien a su espalda.
Esteban se giró de repente. Un hombre con abrigo gris estaba allí, demasiado cerca, demasiado tranquilo para una estación donde nadie se detenía a hablar con nadie y aún menos con desconocidos.
—¿Quién es usted?—le preguntó examinándolo de arriba a abajo.
—Alguien que esperaba que fueras más listo, caminemos—añadió indicándole el camino discretamente, al tiempo que le mostraba la palma de la mano con el brazo estirado y pegado a lo largo de su cuerpo.
Caminaron. No juntos, pero en paralelo. El hombre hablaba como si aquello fuese un falso paseo acordado de antemano.
—Lo del accidente… —dijo—. Nunca fue un accidente. Tienes que saberlo.
Esteban se detuvo en seco, al igual que el hombre del abrigo gris, y levantó la vista para mirarle fijamente. Él esquivó la mirada. Esteban respiró hondo e hizo la pregunta:
—Entonces, sino fue un accidente …¿qué fue?
—Se podría decir que fue una retirada mal ejecutada—y reanudó sus pasos.
Esteban le siguió. Cuando se puso a su par, el hombre continuó desgranando la historia.
—Clara trabajaba para nosotros. Análisis, memoria, patrones, y un largo etcétera. Tenía algo raro: recordaba lo que otros olvidaban incluso después de ser borrados. Nombres, rutas, rostros… Era incómoda, pero precisamente por ello, igual de valiosa.
—Y peligrosa, intuyo—puntualizó Esteban provocando que el hombre se detuviese para contestarle y se apoyase en una papelera oxidada.
—Exacto. Sabes. La vida es como ese reloj de arena que, en cuanto nacemos, el destino le da la vuelta. En algún momento se termina la arena.—y se echó a andar de nuevo. Esteban le siguió.
—Cuando alguien así decide salir del juego, hay dos opciones: dejarla ir… o asegurarse de que su arena se termine lo antes posible, no se si me entiendes.
—Sois unos hijos de p….¿La matasteis?
—No —dijo tras una pausa—. La empujaron a desaparecer.
Esteban sintió el suelo moverse bajo los pies. Enrabietado, cerró los puños de ira y miró a su alrededor. «Demasiados testigos» pensó viendo el trajín de gente tirando de troleys y maletas.
El hombre misterioso ni se inmutó ante el lenguaje corporal agresivo que manifestaba Esteban. Aún así decidió poner de su parte.
—El coche, el informe, los testigos… todo estaba diseñado para que tú cerraras el duelo. Para que creyeras que estaba muerta. ¿A caso llegaste a ver su cuerpo? No, ¿Verdad? Funcionó…. hasta que no funcionó. No sé si me explico. Sigamos andando.
Esteban tardó un par de segundos en reaccionar.
—No, no llegué a ver su cadáver. Me pasé semanas entre el coma y la UCI. Entonces ¿ella vive?—lanzó la pregunta al aire al ver que su interlocutor no se detenía.
Tras pegar cuatro zancadas apresuradas, al verlo llegar por el rabillo del ojo, el hombre le contestó.
—Vivía —le corrigió—. Hasta que quiso volver a ser Clara.
Silencio.
—¿Y la mujer del tren?—preguntó Esteban intentando entender de una vez todo aquel embrollo.
—Una solución intermedia. Una “ilusión» si quieres llamarlo así. Alguien entrenado para parecerse lo justo. Para comprobar si tú seguías siendo un riesgo.
—¿Y lo soy?
El hombre lo miró por primera vez a los ojos.
—Lo eras. Ayer. Hoy ya no.
Sacó un sobre del bolsillo interior del abrigo y se lo ofreció.
—Aquí tienes lo que queda de ella.
—¿Cómo que lo que queda de ella?, pero no está viva? !Contesta!—añadió elevando un poco la voz.
El hombre misterioso le clavó la mirada en claro signo de <baja el tono o habrá consecuencias>
Esteban entendió ipsofacto el mensaje visual y obediente, susurro:
—¿Y si no lo acepto?
—Entonces volverán a enviarte más versiones. Cada vez mejores. Cada vez más cercanas y reales. Y acabarás perdiendo la diferencia entre recuerdo y realidad. Será un triste final a tu frágil cordura actual. Tú decides.
Esteban juntó los dedos y sostuvo el sobre sin abrirlo.
—¿Y si la busco?
—Sin duda la encontrarías —dijo el hombre—. Pero ya nunca sería la misma. Y tú tampoco.
Y sin más, se dio media vuelta.
—Una retirada a tiempo no es huir —añadió mientras se alejaba—. Es saber cuándo dejar de mirar atrás. Recuerda…la arena.
Esteban miro el sobre y le dió vueltas en su mano. Para cuando levantó la vista, el hombre había desapareció entre la gente.
Unos segundos más tarde y cuando el tren estaba llegando a la estación, decidió abrir el sobre. Dentro solo había una fotografía, tomada desde lejos: Clara, sentada en un banco, mirándolo a él sin saber que la estaban observando. La analizó y llegó a la conclusión de que había sido tomada el día del primer contacto. El tablón con los horarios así lo delataba. Detrás, una nota escrita con su letra:
No me sigas. Recuérdame bien. Si lo haces, será igual que salvarme. Te quiero.
«Es imposible que la haya escrito ella» pensó y acto seguido dedujo que habían imitado su letra, pero «¿quienes? ¿Quién era aquel individuo del abrigo gris? ¿Cómo eran capaces de hacer que una persona reviviese de tal modo que incluso te hiciese dudar de todo, incluso de la realidad que te rodeaba».
El tren arrancó, pero Esteban no subió.
Por primera vez en semanas se marchó de la estación sin mirar los andenes.
Pero mientras caminaba, tuvo una certeza incómoda (y peligrosamente tranquilizadora):
En algún lugar, alguien sabría volver y le llamaría por su nombre.
Y si eso ocurría… significaría que la retirada ya no era una opción. Debía de estar atento.
Y una pregunta comenzó a repetirse en su mente. ¿Donde estas, Clara?
FIN?
PEDRO A LÓPEZ CRUZ
A GALLINA REGALADA
(o cómo dejar de ser un desastre cinco minutos al día)
Jueves. Ese día en mitad de la semana con el único afán de estorbar mientras las energías ya flaquean y la existencia se hace cuesta arriba. Mi jefe acababa de declarar que “mi nivel de iniciativa en la empresa resultaba seriamente preocupante”, lo cual no dejaba de ser irónico, pues fue precisamente esa escasez de motivación por mi parte la que me impidió arrojarlo por la ventana. Mi cuenta bancaria acumulaba moho, mi nevera telarañas y el ficus del salón había tomado la decisión suicidarse, negándose a absorber ni una gota más de agua. Hasta ahí, todo normal.
Pero entonces llegó la sorpresa. No venía envuelta en papel brillante, ni traía lazos rojos ni cosas de esas. Tampoco incluía ticket regalo e incluso llegué a dudar seriamente de la legalidad de su contenido. Yo es que suelo ser de tendencias más bien desconfiadas. Sin embargo, aquel resultó ser el mejor regalo de mi vida: un simple paquete sin remitente ni pista alguna, acompañado de una escueta pero motivadora nota que rezaba así: “Para cuando tu vida se vaya al carajo. Disfruta de tus cinco minutos. Una pequeña retirada en su momento lo arregla todo.”
Con esas promesas, ni qué decir tiene que me faltó tiempo para abrirlo. En primer lugar, porque soy idiota hasta niveles que ustedes no podrían ni sospechar. Y en el caso de que alguien me mate por curioso, que al menos sea un crimen con estilo. Total, que dentro había… una alarma. Sí, como lo oyen. Una vulgar y ordinaria alarma de cocina con forma de gallina. Anodina, amarilla, con ojos saltones y una expresión que parecía gritar: “muchacho, tú tampoco sabes lo que estás haciendo con tu vida, ¿verdad?”.
No era época de amigos invisibles ni paparruchadas de esas, así que, pensando que se trataba de una broma y devorado por la faena como estaba, la abandoné sobre el escritorio. No volví a echarle cuentas hasta el día en que, sin saber por qué, le di cuerda y la activé durante cinco minutos, tiempo en el que decidí que haría exactamente lo que me diera la gana. Nada de productividad. Nada de e-mails ni marketing digital. Nada de fingir interés en video reuniones por Zoom. Solo yo, los cinco minutos que me regalaba la maldita gallina y una taza de café que me supo a libertad de preso.
Aquello se hizo costumbre. A veces empleaba los cinco minutos en mirar al techo y preguntarme por qué sigo existiendo. Otras, esbozaba ideas absurdas para relatos que estoy seguro de que nadie iba a leer jamás. Un día, incluso, me atreví a decirle al de recursos humanos lo que pensaba de su “política de bienestar corporativo” (espóiler: no se lo tomó bien, pero yo me quedé en la mismísima gloria).
A esos cinco minutos les siguieron diez, luego veinte. La pequeña retirada se convirtió en una gran victoria justo a tiempo. Y así, sin darme cuenta, empecé a vivir de nuevo. Cambié de trabajo. Adopté un gato que, amparado en su felina elegancia, me ignoraba y me juzgaba de forma alternativa, como Dios manda. Empecé a hablarle a mis plantas y hasta me lancé a escribir de nuevo.
A día de hoy, la gallina sigue conmigo. Es fea como una deuda y absurda como una dieta navideña. Pero, cada cinco minutos, me recuerda que no vine a este mundo a contestar correos sin alma, a fingir entusiasmo en reuniones de zombis autistas o a posponer mi vida hasta el fin de semana. Hay veces en las que el mejor regalo no es bonito ni caro, sino que tiene forma de artefacto ridículo que, sin palabras, te grita: «Espabila, muchacho. Te queda toda una vida por delante. ¡Haz algo que merezca la pena, aunque solo sea cinco minutos al día!«
Así que en ello estoy. Y si hace falta una gallina fea y amarilla para recordármelo, pues que así sea.
Pedro Antonio López Cruz
ANGY DEL TORO
TU ARTE, MI ARTE
Solíamos tener buenas relaciones de trabajo. Pero un día —de esos que trituran el alma— presentábamos la restauración de unas obras antiguas en el Museo de las Artes, en la mágica ciudad de Florencia.
Él me acompañaba con su piano, mientras yo me sumergía en la belleza de los colores, en el contacto con el silencio interior y en el descubrimiento de que, en la vida, todo tiene un propósito.
—¿Tu cerebro quiere arte, ¿verdad? —repetía sin cesar.
—El tuyo también —respondí—. Entonces, ¿por qué no nos ponemos de acuerdo?
—Tú danzas entre luces y colores. Olvidas que, para danzar, hay que ponerle música… y deseo a los rostros, a las formas. Cuando observo tus pinturas, siento que bailamos pegados, que acaricio a quien me acompaña y hasta beso sus pies. Todo eso fluye y se posa en mi teclado.
Sus palabras me atravesaron con una claridad inesperada.
Su manera de ver el arte me condujo hacia la forma, hacia lo tangible.
—Hablas de transformación biológica —dije—. Yo me expreso desde la espiritualidad del ser.
—Esa es la cuestión —respondió—. El cuerpo como instrumento musical… esa es mi inspiración. Y eso también es arte.
Regresé la vista al cuadro. Las notas vibraban en el aire y sentí la cercanía de unas manos que pretendían alcanzar los dedos de mis pies. Fue entonces cuando comprendí que algo debía cambiar.
Hoy mantenemos una relación distinta, de esas que trascienden el tiempo. Parece imposible, pero lo hemos logrado. Continúo reconociendo a mis maestros, pero también entendí que había llegado la hora de ser mi propia maestra. Retirarme a tiempo fue la única forma de no perderme en el arte del otro.
Le invité a meditar. Hicimos algo parecido a un retiro espiritual. Cada paso era una reflexión. Caminar por las pedregosas calles de la Toscana —la Plaza de la Señoría, el Puente Viejo, la catedral de Santa María— nos devolvió el verdadero valor de las artes.
Nos sentíamos renovados, como esas obras restauradas que sobreviven al paso del tiempo. A veces, retirarse no es abandonar: sino, preservar la esencia.
L’IDIOT
Te lo dije. Te lo dije más de una vez, pero siempre fuiste bruto; Más que bruto, terco:
Algunas batallas se ganan sabiendo el momento exacto de la retirada. Pero no, para ti retirarse es de cobarde y tú eres hombre de pelo en pecho, “echao palante y te mueres en una cuarta de tierra, sin retroceder, con las botas, puestas”
—El buen gavilán no chilla —Te gustaba decir delante de Roberto para provocarlo, aún conociendo su Cobardía y que no era capaz ni de matar a una mosca. Dicen la gente que por eso lo hacías, porque sabías de su cobardía.
—Gallo fino no cacarea — le dijiste mirándolo a los ojos.
¿Total para qué?¿ Para anotarte una “pata» delante de los demás? Eso creías tú. Los demás comenzaron a llamarte abusador y estaban del lado del pobre Roberto y su sufrimiento.
El hombre te huía y tú te empeñabas en encontrarlo.
No te bastaba con estar “comiéndote” a su mujer, también tenías que humillarlo.
No le diste otra opción. Te dijeron que en una de esas borracheras que él cogía para olvidar las infidelidades de su mujer, con tu dinero, porque tú se lo dabas a Joaquina y ella se entregan a él para que fuera a emborracharse y así tener más tiempo contigo, él juró que un dia iba a perder la paciencia y te iba a matar como a un perro. Dijo paciencia, pero los presentes entendieron cobardía y lo animaron.
Y tú, confiado, solo dijiste en voz alta para que te oyeran.
—¡No tiene cojones para eso! Perro que ladra no muerde.
Y en vez de retirarte, avanzaste,y cada día lo humillabas más y el pobre, consumía más acohol con el que encender el fuego de la valentía.
Pero tanto pinchan al buey manso hasta que tira la patada.
Te esperó a la entrada de tú casa empuñando el cuchillo, y sin testigos te desafío.
—Terminemos esto para siempre.
Y tú, confiado en su miedo, confundido con el alcohol que llevabas dentro y por las palabras de Joaquina que te pidió que te la llevara del barrio para no hacer sufrir más a Roberto, no le hiciste caso y le diste la espalda.
¿Ves? Te creías tener el control de la situación y sin embargo, no supiste,ni te vas a enterar, que ella misma le inventó el cuento al marido de que tú la obligabas, que ella no te quería y le entregó el cuchillo.
EFRAÍN DÍAZ
Hay deshonras que se saldan con una bofetada bien dada, a tiempo y con testigos. Otras, en cambio, exigen algo más que el ruido seco de la mano contra la mejilla. Reclaman sangre, silencio o destierro.
En el barrio Dos Bocas de Trujillo Alto las deshonras, incluso las de menor cuantía, se tomaban muy en serio. Tal vez por eso los jíbaros caminaban con tiento, bordeando siempre el camino, como quien sabe que lo sembrado no se pisa. “No se pase pa lo sembrao, compadre”, decían, y no era una inocente metáfora.
De modo que cuando Anita le confesó a su padre que Antonio la había desflorado, dicho sin rodeos, con la crudeza con que se nombran las cosas que ya no tienen remedio, y que, para colmo, el muchacho no quería responder, el viejo Maelo estalló. Primero vino la bofetada. Ya fuera correctiva, pedagógica o por coraje. No tanto por la pérdida de la virginidad, que ya no se recupera, sino por la imprudencia de haberla perdido sin garantías. Acto seguido, Maelo agarró el machete y salió en busca de Antonio, porque el honor, como las plagas, si no se ataja a tiempo, se riega.
No fue difícil dar con él. El muy tonto se había refugiado en la casa de su padre, Anselmo, creyendo, iluso, que los muros familiares todavía ofrecían asilo contra las leyes no escritas del campo.
—Sal de ahí, cobarde. Tú sabes lo que hiciste —gritaba Maelo desde el patio, con voz áspera y seca.
La puerta se abrió despacio. Salió Anselmo, machete en mano, y a su lado Antonio, blanco, tembloroso y con cara de espanto.
—Su muchacho deshonró a mi hija y ahora no quiere responder —dijo Maelo, desafiante, sin levantar la voz, que es como hablan los hombres cuando ya han decidido.
—¿Es verdad eso, Antonio? —preguntó Anselmo.
Antonio, hecho una madeja de nervios, asintió con la cabeza.
—Pues ya sabe usté cómo se pagan estas afrentas, compadre. Mañana, al amanecer, lo espero en el yagrumo, machete en mano. Y allí veremos si su crío es tan hombrecito como presume.
Los jíbaros se tomaban muy en serio los duelos a machete. No presentarse era impensable, una cobardía que se arrastraba hasta la tumba. Presentarse y huir era peor todavía, una mancha que ni el más eficaz de los jabones borraba.
Antonio no tenía opción. Si quería conservar algo parecido a una buena reputación, esa ficción colectiva que convierte a los muchachos en hombres, tendría que batirse con el viejo Maelo.
El problema de Antonio era que Maelo no era cualquier rival. Era gallo castao en rejón, curtido por más de cuarenta años de sol, tierra y animales. En sus manos el machete era una extensión natural del cuerpo. Lo mismo abría surcos que gargantas.
—¿Qué has hecho, hijo mío? —le dijo Anselmo, cuando quedaron solos—. De todas las muchachas del barrio, tenías que meterte con la hija del viejo Maelo. ¿En qué carajos estabas pensando? Si te quedas, te mata. Y en asuntos de honor, nadie puede intervenir.
Esa misma noche, Antonio se fue.
Maelo amaneció en el yagrumo. Había pasado buena parte de la noche dándole lima al machete, tan afilado que, según él, podía partir un cabello en dos. Después de todo, se decía, iba a matar un cerdo.
Al rato llegó Anselmo, solo.
—¿Y su hijo? ¿Se juyó? —preguntó Maelo en tono birlesco.
—Parece que se fue de madrugada. No sé a dónde.
—Menudo hombre crió usté, Anselmo. Hasta mis gallinas tienen más cojones que el marica de su hijo.
Maelo buscaba provocarlo, empujarlo al duelo que el muchacho había rehuido. Pero Anselmo resistió las embestidas con una dignidad callada, esa que no necesita machete.
—Ya veo de dónde sacó su muchacho la valentía —remató Maelo—. Viene de una estirpe de cobardes.
Y se marchó.
Antonio eligió la retirada a tiempo, pagando el precio habitual: el destierro y la infamia. Se fue a la ciudad, a casa de una tía, y nunca volvió al barrio Dos Bocas, la tierra que lo vio nacer y lo expulsó sin miramientos ni remordimientos.
Hasta el día de su muerte, Anselmo cargó con el mote de “manilo”. Anduvo encorvado por el barrio, con la mirada baja y la reputación mancillada.
El viejo Maelo tampoco regresó satisfecho. Volvió a su finca, pasó revista a vacas, cabros, cerdos y gallinas, haciendo cuentas. Casar a una hija desflorada previo al casamiento, lo sabía bien, exigía una dote mayor. Y el honor, como casi todo en la vida, siempre terminaba cobrando intereses.
SILVIA GALLARDO
.no soy valiente y aunque camino con el puño en alto me vencen los miedos ,y no los enfrento porque algo hay en mi de cobardía ,soy débil, lo confieso aunque a veces mis palabrasy mi acitutud rebelen fortaleza, soy espíritu que se siente atrapado en la incertidumbre y baja los brazos,para caminar conla lacabeza gacha y el corazón vencido, Pero algo hay en el pecho que se rebela aunque el cerebro diga, adelante! , es la fuerza de un tsunami que irremediablemente,daña y destruye entonces quedo atrapada en la vorágine de lo que pude haber sido y se truncó,
entonces, apresuro mis pasos en una retirada a tiempo ante capacidad de dar libertad al pensamiento,t la incapacidad de hilar mis más profundos pensamientos, dejar atrás las semillas sembradas con la ilusión de verlas florecer porque
llegué a un momento en que mi capacidad de fortaleza se volvió la incapacidad de seguir adelante
Me rindo, se agotaron mis palabras, mis historias, mi poesia, no puedo más, me retiro con la tibia esperanza de recuperar mi débil espíritu y rescatarlo del abismo que cada vez se vuelve más profundo y oscuro.
Me retiro a tiempo para no quedar sepultada en la mediocridad . Mis lágrimas regaran la tierra que harà florecer mi lucha por la viday seguir teniendo en mi pluma la crisálida de la cual renazcan nuevas esperanzas y volver a conquistar mis cielos en infinita sinergia con el universo.
SERGIO TELLEZ
AUSENCIA
El que mira por la ventana ve un día lluvioso y nublado. Las gotas de agua resbalan por el cristal. El que está debajo de la cama ve un espacio estrecho y oscuro, donde la alfombra está desgastada y el polvo se acumula en los rincones. Y el que se oculta en el armario ve una oscuridad total.
El que mira por la ventana tiene su rostro pálido y demacrado, y sus ojos están rojos de llorar. Se siente vacío y solo, como si la lluvia hubiera lavado todas las emociones que le quedaban. Su mirada se pierde en el horizonte, buscando algo que ya no está allí. Su mano se apoya en el cristal, y siente el frío del vidrio en su piel.
Pero ¿qué sentido tiene la vida sin Él? ¿Qué sentido tiene el mundo sin su sonrisa y su risa? Las preguntas se acumulan en su mente, pero no hay respuestas. Solo hay dolor, y la certeza de que nada volverá a ser igual.
El que está debajo de la cama se siente aplastado por la oscuridad. El espacio es estrecho y opresivo, y el aire es denso y pesado. Su respiración es lenta, y su corazón late con dolor. Se siente atrapado, sin salida. Sus ojos se fijan en la parte inferior de la cama, esperando algo que ya no está allí. La ausencia es un dolor físico, un vacío que no se puede llenar. Su cuerpo se estremece con un sollozo silencioso.
El que se oculta en el armario se siente envuelto en una oscuridad total. No hay contornos, no hay formas, solo un vacío que parece no tener fin. Su respiración es un susurro apenas audible, y su corazón late con un ritmo lento y doloroso. Se siente pequeño y asustado, como si la oscuridad lo estuviera devorando. Su mente se llena de recuerdos, de momentos que ya no volverán, de palabras que ya no se pueden decir. La soledad es un peso que lo aplasta, y no hay escapatoria.
El de la ventana le hacía creer que el mundo era un lugar desolador, pero emocionante. En el colegio, se sentaba en la última fila, observándolo, pendiente de Él. De vez en cuando, se acercaba y le susurraba que no se uniera a los demás, que no se fiara. Y Él se sentía inquieto, pero de manera extraña, un poco más seguro. Le decía que era especial, que no encajaba con los demás. Él se sentía solo, pero a la vez, como si fuera el único que entendía algo que los demás no.
El de debajo de la cama se movía en la oscuridad, dando palmadas suaves a la base de la cama, haciendo crujir la madera con un ritmo lento y melancólico. De vez en cuando, sacaba un pie descalzo y peludo buscándolo a Él. En ese espacio estrecho, se sentía un extraño consuelo, un rincón seguro donde la tristeza no era tan intensa. Él era el único que se atrevía a asomarse, aunque sintiera un escalofrío recorrer su espalda. Le hablaba al oído con una voz ronca, le decía cosas que solo ellos dos entendían.
El del armario era un enigma, un secreto guardado tras la madera oscura. Su voz, un susurro grave y profundo, se filtraba por las rendijas, envolviendo el cuarto en un halo de misterio. Cada día, a la misma hora, su voz se dirigía a Él, contando historias de mundos lejanos y criaturas fantásticas, de sombras y luces, de miedos y valentías. Y aunque sus palabras estaban envueltas en un velo de temor, Él sabía que en el fondo, el del armario le estaba diciendo algo crucial: que era fuerte, que era capaz, que era único. Que podía enfrentar el mundo con la cabeza alta, sin miedo a ser diferente, sin miedo a ser él mismo.
*
La habitación estaba sumida en un silencio desolador, solo roto por el susurro del viento que se filtraba por la ventana abierta. Entró con pasos lentos, como si temiera perturbar el aire quieto. Se acercó a la cama vacía y se sentó, rodeada de los recuerdos de su hijo. Lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas mientras susurraba su nombre, como si esperara una respuesta que no llegaba. La habitación se llenó de su dolor, de su ausencia. Los monstruos, inmóviles en sus rincones, la observaban con ojos tristes. El del armario cerró sus puertas con un crujido suave, como si no quisiera ser visto. El de la ventana se apartó de la luz, dejando que la sombra lo envolviera. El de debajo de la cama se quedó quieto, conteniendo el aliento.
Sacó un pequeño objeto de su bolsillo y lo apretó en su mano. Era un juguete, un pequeño monstruo de peluche que su hijo había amado. Lo acercó a su pecho y volvió a llorar desconsolada, sabiendo que la paz que ahora sentía su hijo era un regalo, una liberación del tormento que había consumido su frágil cuerpo. Una retirada a tiempo, aunque dolorosa, había sido lo mejor.
MANOLI DÍAZ TORRALBA
Nunca me gustaron las despedidas dramáticas, pero aquella mañana decidí que era el momento perfecto para una retirada a tiempo. Como la tonta buenaza que dice mi abuela que soy, había aceptado ayudar a mi cansina prima Teodora a pintar su casa, ya que según dijo entre las dos sólo nos costaría un par de horas. A los diez minutos ya estaba cubierta de pintura de un verde chillón, sus tres perros iban dejando huellas artísticas por el pasillo mientras Teodora buscaba tutoriales en el móvil con cara de pánico.
Cuando sugirió pintar el techo “a pulso”, supe que el destino me estaba enviando una señal muy clara. Fingí recibir una llamada urgente, asentí con seriedad y murmuré palabras como “reunión”, “imposible posponer” y “jefe”. Agarré mi chaqueta manchada y me despedí simulando una cara de preocupación.
Desde la calle, oí un golpe y un grito. Sonreí. A veces, retirarse no es cobardía: es supervivencia.
YOLANDA PINA REY
UNA RETIRADA A TIEMPO
Cómo puedo plasmar este sentimiento que vibra en mí en estos momentos.
Cuántas veces empecé algo y lo dejé inacabado, cuántas veces no hice algo porque me daba miedo.
Yo creo que una retirada a tiempo es válida en según qué casos:
En esas ocasiones en que una persona no te llena o no suma a tu vida, mejor vete, que una retirada a tiempo es una victoria asegurada para tu alma.
Sin embargo, si quieres iniciar algo potencialmente bueno para ti, ¿cómo vas a retirarte sin ni siquiera haberlo intentado?
No soy psicóloga, tampoco gurú de nada. Tan solo soy una persona igual que tú que aprende sobre la marcha.
Y sobre lo que aprendí en mi caso te puedo decir, que sigas siempre a tu intuición, ella te guiará a dar los pasos hacia el camino correcto y si por lo que sea te das cuenta que no lo es, date la vuelta, que una retirada a tiempo te llevará hasta el lugar de tus sueños, usa la llave que abre la puerta que te lleva a saberlo (averígualo).
Cuando una retirada es guiada por la intuición, no es un fracaso; es el primer paso firme hacia el lugar donde debes estar.
Siendo tú misma seguro acertarás, pues creceremos y evolucionaremos a quienes queremos llegar a ser.
La conclusión que yo saco de mis propias palabras es que una retirada a tiempo, no significa una derrota, sino todo lo contrario.
Es una victoria asegurada en el momento correcto. Asi que sigue intentándolo abre todas las puertas y no te rindas nunca, tu valor será la fuerza que te lleve a tu mayor logro. Se llama Creer en ti.
CESAR TORO
Retirada a tiempo.
Cuando me vaya
el silencio será cómplice
desapareceran con la lluvia
el tiempo me dirá
tanto has nadado para…
no se que decir
aquí estoy solo
cuál Adán en el paraíso
desnudo he terminado
de nada sirvió
el ego y la ambición
dos por uno medirán…
y todo acabará
a tiempo
al polvo volveré.
JUAN C VALTIERRA
Una retirada a tiempo
Retirada al tiempo
Imagen generada en Grok
Este cuento lo escribí para un concurso de cuentos especulativos y como que le falto algo y no paso… ahora lo paso a costo, acepto sugerencias y tarjetas de crédito…
La Retirada a Tiempo
Por Juan C Valtierra
En San Jerónimo del Olvido el tiempo se rompió un martes. Don Eusebio lo supo porque el silbido con que arreaba las vacas le entró por la boca en lugar de salir. Las vacas no se movieron. Miraban el horizonte como si leyeran algo escrito en el aire.
Remedios hervía agua en la cocina. Sin burbujas. Sin ruido. El líquido temblaba en una frecuencia que no era calor.
Tres semanas antes había llegado el hombre del gobierno. Corbata gris, maletín café, mapa donde San Jerónimo era un círculo vacío bajo líneas azules. Seis meses de plazo. Luego el agua. Luego nada.
Don Severiano se había levantado en la junta.
—Hay otra forma de no ahogarse —dijo.
Esa noche el Chayo trazó con cal un espiral alrededor de la plaza. Caminó descalzo tres horas pronunciando números que no estaban en ningún calendario. Cuando llegó al centro, se quedó inmóvil con los ojos cerrados hasta el amanecer.
—¿Funcionó? —preguntó Abundio.
—No sé. Pero algo se movió.
Las mujeres comenzaron a cocinar recuerdos. No metáforas: recuerdos literales sacados del fondo de la memoria y materializados en cazuelas. Doña Casilda preparó el mole de 1887 que nunca había probado pero que conocía con exactitud. Remedios hizo un caldo para una boda que sucedería en 2047.
Los hombres contaban historias que no eran suyas. Abundio hablaba de cruzar un río en 1920, cincuenta años antes de nacer. A media narración se detenía, confundido.
—¿Esto me pasó o me lo contaron?
—Ni una ni otra —dijo don Severiano—. Te está pasando ahorita.
La hija de Remedios, Lupita, los miraba con desprecio.
—Nomás se van a ahogar como pendejos.
—Quedarse quieto también es ahogarse —respondió Severiano—. Esto es ahogarse hacia otro lado.
Lupita se fue tres días después. Tomó el camión a Guadalajara con dos maletas y todo el coraje del mundo. Fue la única que eligió irse.
Remedios lloró una semana. Eusebio la encontró una noche en el patio mirando las estrellas.
—¿Y si tiene razón? ¿Y si nomás somos viejos necios?
Eusebio no respondió porque él también tenía miedo.
Cuando volvió el funcionario, San Jerónimo manifestaba síntomas. Las calles mostraban sus capas: empedrado colonial bajo asfalto bajo tierra que todavía no existía. La iglesia exhibía sus tres construcciones al mismo tiempo como imágenes superpuestas.
El hombre parpadeó frente a don Severiano. Por un instante vio a un Severiano de treinta años. Volvió a parpadear: el anciano de siempre.
—Quedan dos semanas.
—Ya nos fuimos —dijo Severiano—. Usted nomás no se ha dado cuenta.
La noche antes del diluvio nadie durmió. Se reunieron en la plaza alrededor del espiral casi borrado por el viento. Todos tenían miedo. Miedo de que funcionara y miedo de que no. Miedo de no saber cuál sería peor.
El agua llegó al amanecer. Despacio al principio. Luego con prisa. Tocó la primera casa y se detuvo. No había muro. El agua estaba ahí pero las casas permanecían secas, como si el pueblo existiera en un pliegue donde el agua no tenía jurisdicción.
Don Eusebio se vio triple entonces. Se vio niño corriendo. Se vio anciano sentado donde estaba parado. Se vio muerto y supo que ese cadáver era él en 1998, pero también era él ahora, presenciando su propia muerte futura que ya había ocurrido.
Remedios intentó salir del pueblo. Una barrera la detuvo. No física. Algo peor. Como si el borde de San Jerónimo fuera el borde del tiempo mismo.
—No puedo salir —dijo temblando.
Abundio lo intentó también. Corrió hacia donde empezaba el agua. Su cuerpo pasó a través pero del otro lado no había nada. Solo vacío. Regresó.
—Quedamos sellados —dijo.
Don Severiano fumaba en su puerta, tranquilo o resignado, nadie sabía.
—¿Esto querías? —le gritó Abundio—. ¿Convertirnos en fantasmas?
—Quería que no nos borraran. No nos borraron.
—Nos borramos solos.
—Es distinto —dijo Severiano—. Ahora es decisión nuestra.
Pasaron los años afuera. O no pasaron. En San Jerónimo no había forma de saberlo. Construyeron la presa. La llenaron. Funcionó perfectamente. Luz para tres municipios. Agua para mil hectáreas.
Los sensores marcaban anomalías que los ingenieros cerraron como errores de equipo. Profundidades que cambiaban. Ecos que parecían voces. Pescadores que juraban oír campanas.
Ramírez, buzo de Manzanillo, bajó una vez. Encontró el techo de una casa. La puerta entreabierta. Del otro lado había aire. Una mujer barría cantando. Cuando se volvió, su rostro fluctuaba entre edades: niña, joven, anciana, todo en el mismo segundo.
Ramírez vio un espejo en la pared. En el espejo se vio viejo, joven, muerto, vivo, todas sus versiones al mismo tiempo.
Salió disparado. Embolia. Hospital. Nunca volvió a bucear.
En La Barca, Lupita tiene ahora treinta años. Dos hijos. Trabajo en una oficina. Vida normal. A veces sueña con el pueblo sumergido. Todos están ahí: su madre cocinando, don Severiano fumando, las vacas bajo el mezquite.
—Ven —le dice su madre en el sueño—. Ya está tu caldo.
Despierta llorando porque sabe que ellos siguen ahí, esperándola en un tiempo que no fluye. Pero ella no puede regresar. Ella eligió el tiempo que corre y envejece y termina. Ellos eligieron el tiempo que no termina nunca.
En San Jerónimo del Olvido, don Eusebio ordeña vacas que son todas las vacas que ordeñó y ordeñará. Remedios hierve agua que nunca termina de hervir. Abundio sirve copas llenas y vacías al mismo tiempo.
Don Severiano fuma en su puerta mirando el agua que los cubre sin mojarlos. A veces el Chayo se sienta con él.
—¿Valió la pena?
Severiano no responde. La pregunta implica un antes y un después. En San Jerónimo ya no hay antes ni después. Solo un ahora que se repite como un disco rayado. Un ahora donde permanecen salvados y condenados, vivos y muertos, atrapados en la grieta que ellos mismos abrieron.
No detuvieron el progreso. Lograron algo peor: volverse inmunes a él. Inmunes al cambio. Inmunes al futuro. Inmunes a la redención que solo el final otorga.
Los físicos estudiaron las anomalías años después. Uno publicó un paper sobre bucles temporales que fue rechazado. En sus notas personales escribió: “Si el tiempo es navegable, ¿qué pasa con quienes eligen no navegar? ¿Se salvan o se convierten en fósiles vivientes atrapados en su propio ámbar cronológico?”
Se suicidó tres meses después. En su mesita de noche encontraron un mapa donde había marcado con círculo rojo un punto bajo el agua. Junto al círculo, una pregunta escrita con letra temblorosa: “¿Se puede entrar?”
Nadie sabe si lo intentó.
MARTU MONFORTE
Las nubes
Diez meses sin lluvia ya eran mucho. La sequía calcinaba el aire. Los árboles estaban marchitos, el calor acechaba las casas; la sierra crujía mientras los animales se morían desorientados a la orilla de los ríos. Acaso yo era también un animal sediento.
Me instalé en la hostería de siempre. Tenía mucha sed y bajé al comedor. La dueña parecía preocupada, tenía el ceño tenso. Desde la cocina llegaban rumores de un conjuro, de oraciones. Salí y caminé por caminos apelmazados, tenía una sensación de ahogo. Las motas de polvo me caían sobre el sombrero, las zapatillas y las manos.
Había sol pleno, apenas probé el desayuno. Decidí ir a Río Chico, a Paso de las Tropas. ¿Adónde sino?
No era un lugar cualquiera: ahí nos conocimos con Manuel. Después, se convirtió en nuestro refugio. Río arriba había piedras robustas, ollas de agua naturales donde nos bañábamos y pasábamos el día. Manuel tocaba la guitarra y yo me dejaba estar. Pero había un tiempo acotado, un tiempo cruel; nunca más de dos días. Un tiempo rojo y clandestino, también.
Subí al auto. Enseguida dejé a un costado las sierras. Tomé un camino angosto, cada vez más estrecho y chamuscado. A mi alrededor había matorrales ardidos, otros blancos de tan secos. El clavel del aire se enroscaba en los troncos, en los alambres, en los palos y en los cables de luz. Esa plaga devoraba todo, marcaba su presencia. Los miré y tuve miedo.
A los veinte minutos de andar me sentí perdida, el paisaje que conocía se había desdibujado. Como los brazos, el olor y la voz de Manuel. Me faltaba el aire. Detuve el auto y bajé. Los rayos de sol me encandilaban. Vi un puñado de casas y fui hacia ellas. Una mujer de pañuelo gris y vestido gastado se acercó con una botella de agua fresca. Le agradecí. Tres chicos a mi alrededor me miraban sin hablar. Fui hasta el auto y busqué los caramelos y las pastillas de menta. Lamenté no haber tenido más. Volví y se los di. Fueron un tesoro en sus manos sucias de tierra y juegos. Miré hacia un costado para tragar mi angustia y el vacío que sentía de andar por esos lugares sin Manuel. Me topé con un retazo de lona que simulaba un techo y protegía la entrada de la casa. Unos perros dormían estirados. La mujer ofreció que me sentara a descansar. Varios troncos hacían de bancos; nos sentamos alrededor de una pequeña mesa de piedra. Hablamos del calor y de la sequía. De qué más se podía hablar. Le dije que iba a Paso de las Tropas, al río. Ella bajó la vista y palideció. Enseguida agregó con voz hosca que siguiera el camino, que no me desviara y saldría directo. Eso debí haber hecho, Manuel había sido un desvío, una locura. Los chicos me preguntaron de dónde venía, cómo era mi lugar. No puede hablar de un llano de tréboles y, a veces, amarillo de trigo. No pude hablar de mi jardín, ese verdor se estaba apagando. Quizás ya no tenía un lugar. Quizás me había perdido a mí misma. Los chicos repitieron la pregunta con inocencia y curiosidad. Permanecí unos minutos en silencio. Al rato, agradecí el agua y la charla; seguí viaje.
El camino era duro, había pozos y cortadas. Algarrobos raídos, malezas. No vi ni un solo pájaro en el cielo, solo nubes de polvo. Recordé a Borges: No habrá una sola cosa que no sea una nube. Pensé en Manuel y su sonrisa, en los besos que se hacen y deshacen en la memoria, en mi mano extendida esperándolo y despidiéndolo después; ayudándolo a volver a su vida. Me engañaba, para él sólo era cuestión de seguir. Somos nubes, pensé; igual que nuestro silencio, nuestro aliento y nuestras esperanzas. Todo es y se esfuma y se vuelve a armar. ¿Será el olvido una nube que se forma y deforma? Ya nada es lo que fue; incesantemente la rosa se convierte en otra rosa, dice el poeta. Es otra su boca, como es otro este camino que busca el río. Somos otros.
Media hora después de andar por huellas monótonas apareció una subida y después una bajada abrupta. Algunas casas, perros, cabras flacas y un parador improvisado para recibir a los veraneantes. Un hombre mayor me guio y me ofreció estacionar bajo un árbol frondoso. Me bajé del auto agobiada. Miré el árbol ¿Cómo sobrevivía? El hombre adivinó mi pensamiento, enseguida nombró la especie, fue lo primero que dijo. Era una bendición para ellos y para los que llegábamos. Miré alrededor, había dos autos nada más. Le dije que buscaba el Paso de las Tropas. Él sonrió apenas. Levantó la mano y señaló: ahí nomás, dijo. Y dijo que el trecho que faltaba había que hacerlo a pie. Después, hizo silencio. Bajé el bolso y la lona, quise pagarle, pero me dijo que después. Empecé a caminar hacia el río, había una mujer bajo un toldo armado con cartones y bolsas gruesas. Estaba sentada al costado de una mesa, le faltaba una pierna y sonreía. Me ofreció pasteles caseros bañados de miel. Compré cuatro y dos aguas. También vendía caramelos. Compré un puñado, por si acaso al volver me cruzaba con los chicos. Después comencé a subir una cuesta empinada. Tenía los pies hinchados y la piel de la cara tirante. Me senté a descansar, no tenía apuro. Manuel ya no me esperaba sonriendo o cantando recostado sobre la roca más alta. Escuché su risa y su voz; recordé cuánto disfrutaba tirarse esos clavados desde lo alto y mi miedo y la alegría después.
Bajé unos cincuenta metros rodeada de espinillos y llegué a un puente. Este no era el camino que había hecho tiempo atrás. No sabía si me había perdido o tal vez era otra forma de llegar. Recordé el poema: la Odisea cambia como el mar. Hay algo distinto cada vez que la abrimos.
Crucé el puente y miré hacia los dos lados. Esperaba escuchar el murmullo del río, un chapoteo, algo. Las rocas parecían lomos de elefantes y, donde antes había ollas de agua, ahora había pozos profundos y vacíos. Piedras y más piedras, unos hilos de agua verde corrían entre ellas. Cuatro o cinco personas, quizás turistas como yo, estaban recostados sobre esas masas duras. Y ahí se amontonaban, entregados o ajenos. Crucé y traté de acercarme, pero no pude. Unas matas secas bordeaban la orilla del río. Me senté en un rincón, tendí la lona y apoyé la espalda en una piedra frente a la pared caliente de la sierra.
Mordí un pastel, me costó tragar, lo escupí. Tomé de un tirón media botella de agua. Cerré los ojos, el cuerpo de Manuel era una sombra que bailaba sobre la pared. Bailaba hasta deshacerse y perderse. Él se volvería a armar. Me corregí: él nunca se desarmó, él tenía a cada quien en su lugar; yo me había demorado en el juego de ese amor. No supe retirarme a tiempo. Tal vez no pude y esta desazón que me ahogaba era el costo por haber amado a quien no me correspondía.
El aire era pesado, el calor sofocante. Los ríos habían muerto, el monte agonizaba pero los pobladores resistían aún con su pena a cuestas.
Me paré, miré hasta donde alcanzaban mis ojos. Estaba cansada y decidí volver.
Me detuve bajo ese árbol que ofrecía una sombra espesa. Al rato, le pagué al hombre. Él me miró y me contó una historia a modo de oración.
Un día apareció ella. Los antiguos cuentan que era gitana y conjuró a la luna hasta el amanecer. Inmóvil y con los ojos cerrados, susurró un hechizo. Suplicó a sus dioses hasta que la luna se puso pálida y, de a poco, empezaron a caer las primeras gotas hasta convertirse en aguacero. Cuentan que así salvó al pueblo, pero un torrente furioso giró su cauce y arrasó con ella. Llueve su nombre en los altares, durante las sequías. Llueve su nombre, amén.
Dijo amén tres veces y después me miró a los ojos. Bajé la vista, caminé hasta donde estaba la mujer del toldo y compré otra botella de agua, ella me deseó buen viaje. Le sonreí con la mirada inundada de lágrimas.
Volví y le pregunté al hombre como se llamaba la gitana. No lo recuerdo, dijo. No es importante. Es la fe, agregó.
Miré el cielo y subí al auto.
Manuel era un cauce seco; agonizaba en su orilla
Hice el camino de regreso con la oración vibrando en mis labios.
MARÍA PAU
Bolero
La noche que decidió morir a la vida de a dos, Lola se situó frente al espejo y, con un doblez exacto de sus extremos, replegó la pancarta que él le había prendido en el fondo del pecho.
«Eres tan eco, amor, tan resonancia llena de mí. Hasta mí, amor, estira los pasos hasta mí, tu reflejo», le decía él (él decía, decíale él una vez, otra vez, una vez más hasta el convencimiento).
En un rebobinar de memoria, Lola apuró esa muerte —la de él en ella, la propia en él— y dio una última mirada a la tarjeta postal, la pareja perfecta que anunciaba Cortázar —«Para verte, tenés que mirarme»—, antes de hacerla algas en el desagüe: el abrazo se despegó de los cuerpos, la boca desarmó las risas y el uno se desdobló en dos.
«Reflejo es amor el», dijo, desarticulando el recuerdo de las letras. Y fue el desamor como despojos que se retrajeron sin imprevistos hasta la alcantarilla. Y no gotearon.
Lola estiró sus huesos de trapo hasta tocar. Un pie pez rozó el óxido, la fina línea del cristal, muelle y horizonte. Huella filo, huella pez, pies de agua sobre las aguas.
Rechinó el espejo en sus ojos al desdoblarse sobre él, y se clausuraron los escenarios ausentes de ella. «El amor es reflejo», rearmó su voz. «Hasta mí. Estiro los pasos hasta mí, mi reflejo: el lado verdadero».
La noche que decidió morir a la vida de a dos, Lola desplegó un golpe de versos e hizo de las palabras de él escombros.
No más dos. En el espejo, una: cada vez más una.
YOMALCKRY OSORIO
Escapaba a toda prisa, sin mirar hacia átras , el tiempo marcó la hora de sus despedida , no se queria marchar estaba acostumbrada a ese hermoso lugar lleno de grandes paisajes, praderas llenas de flores ,
pero era una situación demasiado insostenible era eso o seguir arriesgando su vida de forma innecesaria por algo sin sentido , ya no era feliz ahi .
prefirió marcharse de una forma muy elegante , en total y absoluto silencio , esperando a que todos se durmieran , se fue sin aviso , su ausencia fue notable al dia siguiente porque ella era pura sonrisa y una gran alegria que siempre la acompanaba .
No tuvo más opción que irse sigilosamente en medio de la noche , todo era oscuridad, llovia incesantemente pero ya no habia otra opción y no volveria a tener otra oportunidad como esa.
Su vida corria un inminente peligro .
Él la tenia amenazada . Y en medio de esa lluvia corria desesperadamente , estaba totalmente empapada , la ropa pesaba para continuar.
Le acompanaba una pequena maleta , no dió la oportunidad de llevarse todo , irremediablemente le tocaria empezar de nuevo.
Su único equipaje era la decisión de irse lo más lejos que pudiera , escapar de ese lugar de donde era maltratada en muchos sentidos .
Queria salvar su vida a costa de lo que fuera , anhelaba un nuevo comienzo y eso implicaba dejar todo absolutamente atrás .
Hasta pensaba en cambiarse el nombre y asi no levantar ningun tipo de sospechas, se tinó el cabello , cambió de forma de vestir y asi poder seguir .
Para ella fue un duro comienzo , logrando salvar su vida, fue una total y completa odisea muchos lugares recorridos para protegerse y continuar respirando , fue toda una singular aventura que jamás olvidará pase el tiempo que pase .
Podrá caminar segura y sin miedos . Al fin será inmensamente feliz!…
BLANCA CERRUTI
UNA RETIRADA A TIEMPO
Ángela no sabía qué hacer. Llevaba un rato con la carta en las manos. Era de Mario, conocía su letra, pero no se atrevía a abrirla. Desde que le había comunicado la fecha de su boda con Pablo lo venía notando como si se hubiera vuelto hacia adentro de sí mismo.
Mario, su amigo del alma, ¿qué le diría?
Por fin rasgo el sobre, sacó la carta y comenzó a leer.
Mi querida Ángela:
Cuando leas estas líneas ya estaré lejos de ti, camino de Escocia. Sé que te va a sorprender porque hace tan solo unos días estuvimos juntos y no te mencioné que me iba a ir de viaje. No podía decírtelo, ya que habrías tratado de impedirlo y me hubiese resultado más difícil marchar.
Te preguntarás cómo es que me voy y tan lejos, pues por algo que nunca has sospechado: porque te amo.
¿Recuerdas cuando nos conocimos? El médico del pueblo se había jubilado y tu padre vino a sustituirlo. No conocías a nadie y te invitamos a unirte a nuestro grupo de amigos.
Tu manera de ser, tan tú misma, me conquistó desde el primer momento. Yo también te caí bien y nos hicimos amigos inseparables.
Aunque salíamos en grupo, siempre encontrábamos un rato para charlar tú y yo y muchas veces te hablaba de cuánto me gustaba Escocia.
Te comentaba cómo sus gentes eran de trato cálido y acogedor. De sus costas salvajes. Su música derramada con las gaitas y de las leyendas.
Cuando te contaba alguna, me encantaba ver con qué expectación me escuchabas.
Con un trato tan cercano entre tú y yo, me fui enamorando de ti, pero tú seguías considerándome sólo tu mejor amigo y yo aprendí a amarte en silencio y a ser feliz con verte. Eras tan vital, que charlar contigo de tantas cosas que nos interesaban a los dos, iluminaba mi vida.
Sin embargo, empezaste a salir con Pablo y a los veros juntos en el grupo y, escuchar tus confidencias sobre tu relación con él, me dolía, Ángela, aunque no lo manifestaba para no turbar tu felicidad.
Me conformaba con tu amistad, tu cariño, los ratos tan bonitos de nuestras charlas. Pero escucharos cómo planeáis vuestra boda me rompe el corazón y tengo que irme para que lo que sient, no sea una sombra en tu felicidad.
Te llevo conmigo y me quedo en ti.
Sé muy feliz, Ángela.
Mario
Ángela dobló la carta, la metió en el sobre y se limpió con el dorso de la mano las lágrimas que corrían por sus mejillas. Entendía lo que Mario no había escrito y aceptó su marcha como el más entrañable regalo nacido en el corazón de su amigo y que ella guardaría siempre en su propio corazón.
Blanca Cerruti
MAITE BILBAO
¿Qué pasa por nuestra cabeza cuando la decisión final es dejar de buscar finales?
EL SORBO CERO
El vial era un peso muerto, demasiado denso para ser solo líquido y vidrio. Arcadio lo levantó. El gesto era una agonía, la fatiga de una vida entera concentrada en el fatigoso alzar del brazo. Sentía el hastío puro, un vacío físico justo bajo el esternón que lo acompañaba desde hacía meses. Podía oler la certeza de su extinción.
—Estás a punto de hacerlo, ¿verdad? —La voz de Némesis era un deslizamiento de seda sobre roca: sin eco, sin prisa.
Arcadio ni siquiera se inmutó. Su carne pesaba. La había esperado. Némesis, detenida en el umbral, era una figura quieta, su túnica gris como la niebla que se bebe la luz. El aire que traía consigo era la prueba de todos los límites que había conocido y rebasado; el recuerdo de cada «y si hubiera» que lo obligaba a dudar.
—La orilla es para quienes dudan. Yo he pagado el precio del centro; la espuma, ahora, me sabe a fraude.
—Cuando ya lo has tenido todo, la única posesión que resta es el vacío —replicó Némesis.
Arcadio sintió la sustancia bailar en el vial, mercurio atrapado. El contacto del cristal era un frío que ya no le dolía, solo lo adormecía.
—No es un salto —dijo Némesis—. Es una caída en el olvido que jamás te traerá de vuelta.
Arcadio se inclinó sobre la mesa. Su aliento nubló el cristal un instante, un recuerdo fugaz de calor, lo único que quedaba de la vida.
—Quiero la memoria de lo no vivido. Y luego, la nada absoluta. Es el único acto sin huella.
—Y con la nada, el fin de mi servicio —dijo Némesis—. Soy la suma de los «¿y si hubiera?», que te obligaban a parar.
El pulgar de Arcadio se posó en el tapón. El laboratorio, con su luz blanca y estéril, se encogió alrededor del silencio. El Sorbo le rozó los labios. Némesis asistía, firme, un juez sin veredicto. Sus dedos se crisparon, imprimiendo el temblor en el vidrio frío. Arcadio cerró los ojos y se concentró en sentir la ausencia del límite.
***
La verdad de Arcadio era simple: su vida era un archivo de clímax, una colección de puntos finales.
Desde joven, aprendió a detestar el ‘después’. El placer real residía en el instante justo antes de adquirir. Coleccionó cimas: escaló montañas solo por la vertiginosa euforia del último metro, ignorando la bajada. Amasó fortunas y las quemó, solo para revivir la descarga adrenalínica de la primera ganancia. Se casó por el fervor del «sí, quiero» y se divorció por la fría calma de la firma final. Siempre el último sorbo, la última nota, el último riesgo.
Cada éxito era solo la prueba de que lo siguiente sería menos intenso. Su alma se estaba quedando sin oxígeno. La frontera se movía, y cada momento álgido era más débil que el anterior. La búsqueda se volvió alquímica: detener la vida en su momento más álgido.
Por eso creó el Sorbo del Olvido, una llave a la memoria universal y un borrador de la conciencia presente. El único Sorbo que garantizaba el punto final definitivo, el único acto que no tendría después.
***
Vio, con la claridad desolada de la derrota, que si Némesis se disolvía, su victoria sería la de un autómata. Sería incapaz de decir basta, condenado a un solo, interminable, e inútil instante sin fin.
No deseaba más vida; solo la paz incondicional que representaba el reconocimiento de Némesis. Su mano se detuvo. Sintió el peso frío del después sin su conciencia, un peso que superaba la densidad del vial. El esfuerzo de no beber fue mayor que el de cualquier cima que hubiera escalado. Fue la primera vez que luchó por la ausencia de un acto. Su mano se estrelló contra la mesa, el vial rodando y deteniéndose al borde del abismo. El cristal resonó, un sonido pequeño, definitivo.
—Suficiente —susurró. Su voz sonaba hueca, como la de un hombre despertando de una pesadilla febril.
Némesis exhaló. El suspiro llenó la habitación de un aire que por fin se sintió fresco. El sonido se desvaneció por completo. La luz del laboratorio encontró su túnica, volviéndola un gris claro, como el amanecer sobre el metal.
—Lo has logrado —dijo Némesis.
Arcadio se apartó de la mesa, el cuerpo repentinamente exhausto, cargando con el peso de todos los logros que había evitado. El dolor en su pecho se había disuelto, reemplazado por un vacío físico, menos agudo pero más vasto. Miró a Némesis:
Ella le devolvió la mirada, serena: —Ahora que no buscas el final, Arcadio. Solo te queda el camino.
Maite Bilbao Pérez
ALFREDO LOZANO
VECINOS
El filete se resistía a ser cortado. Había pasado demasiado tiempo en la sartén mientras miraba la televisión sin ver nada. Masticaba sin ganas, con el telediario murmurando cifras y muertos lejanos. Bajé el volumen cuando sonó el primer golpe. No fue un coche. Fue una ostia seca, de las que no necesitan explicación. Luego silencio. Mastiqué. El filete sabía a cartón y a culpa.
—Puta mierda —dije en voz baja, a nadie.
En el tercero derecha siempre había jaleo, portazos y discusiones. Gente jodida que se odia por costumbre. Al principio intentaba no escuchar, pero poco a poco aprendí a distinguirlo todo sin querer. La del tipo, áspera, siempre con un punto pasada de alcohol. La de ella, cada vez más pequeña y quebrada, como si pidiese perdón por existir.
Otro golpe. Y un “para” ahogado. No un para cabrón, ni un para o llamo a la policía. Solo “para”, como si eso sirviese de algo.
Dejé el tenedor y fui a por otra cerveza. No era la primera, ni siquiera la segunda. Le di un trago mientras miraba esa mancha negra del techo que cada vez parecía más grande.
No es asunto mío, yo ya tengo bastante. Me lo había repetido mil veces. Cuando el niño del cuarto piso lloraba de madrugada, cuando vi al vecino del primero con la ceja ensangrentada y pasé de largo, o cuando mi ex llamó llorando y apagué el móvil porque no estaba para dramas.
Otro golpe. Esta vez contra la pared que pega con la mía. La vibración me atravesó el cuerpo como un calambre. Fue ahí cuando pensé en llamar, pero el móvil estaba en el salón, boca abajo, dormido.
—Mira lo que me obligas a hacer —dijo el tipo.
Siempre es así. Siempre hay alguien que tiene la culpa de recibir. El telediario seguía con lo mismo. Subí el volumen, como si pudiese tapar la realidad con un sonido más fuerte. La verdad es que funcionó unos treinta segundos. Luego vino el grito. Ya no era para pedir nada. Era puro dolor. De ese que sale del cuerpo sin pedir permiso.
Cerré los ojos. Vi a mi padre con la cara desencajada de furia, gritándole a mi madre en una cocina muy parecida a la mía. A mi madre mirando al suelo, tragándoselo todo, contando baldosas para no romperse por completo. Recordé pensar, que si nadie hacía nada, quizá era porque no había nada que hacer y, que si me callaba fuerte tal vez se acabaría. Mentira, nunca se acababa.
—Puta mierda — dije esta vez más alto.
Cogí el móvil, lo miraba en mi mano, con el pulgar flotando sobre la pantalla. 112, tres números de mierda, nada complicado, nada heroico. Llamar, decir la dirección y que se encarguen ellos. Las consecuencias me atormentaban, tendría que soportar las miradas que casi hacen daño en la escalera. La peligrosa tensión de cruzarme al tipo en el rellano. En ella diciendo que no era para tanto y quedar como el gilipollas entrometido del edificio.
Mi padre siempre decía que una retirada a tiempo no era de cobardes, sino que era lo mejor que podías hacer para no cagarla. Lo decía después de cada pelea, cuando la casa ya guardaba silencio. Pero es algo que él nunca supo aplicar.
Este último golpe no sonó como los demás. Fue más hueco. Como cuando algo se rompe de verdad. Después, silencio. Ni gritos, ni pasos. Nada. El silencio me apretó el pecho. Marqué el número y esperé una respiración al otro lado.
—emergencias, ¿En qué puedo ayudarle?
Abrí la boca. No salió nada. —Yo… —susurré.
En la escalera se escuchó un fuerte ruido. Algo pesado cayendo. Luego un sollozo bajito, corto, casi animal. Me dejé caer en el sofá y me tapé la cara con las manos. El móvil vibró una vez, como si se burlara de mí. Pasaron diez minutos, quince. La cerveza estaba caliente y el filete seguía en el plato, olvidado.
El silencio continuó, eso fue lo peor. Dudé si volver a llamar, puede que sea tarde o, tal vez lo haya sido siempre. Cuando al fin se oyó la sirena no sentí alivio, me dieron ganas de llorar. No había sido yo quien avisó, sino otro vecino, alguien con menos excusas. Me levanté y observé por la mirilla como las luces azules se imponían ante la oscuridad de la escalera. voces y pasos rompían aquel silencio de culpabilidad. Una puerta entreabierta y una mujer hablando muy bajo. Volví al salón. apagué la tele. Me quedé sentado a oscuras, con el móvil en la mano, pensando que una retirada a tiempo no siempre es huir. A veces es acostumbrarse, y yo llevaba demasiado tiempo haciéndolo.
REBECA FS
«A tod@s los profesores que no encajamos.»
—No puedo ir, ni siquiera al soportal. He dormido 4 horas y si quiero mantenerme cuerda, delante de los niños, he de irme …
—¡Me da igual! Señaló la compañera enfadada.
Me retiro para ir a mi aula. Me buscó para decirme que cómo podía dar clase con el armario tan desordenado. Aparte me pidió pañuelos para los compañeros, pero luego me dijo que no. Que los niños son primero.
Di mis clases de por la tarde y me fui a mi casa pensando en ir al médico por ansiedad.
¡Qué duro es joder al personal!
MARIO NÚÑEZ
El investigador paranormal entró por los fondos del Clarión Campanario, a estudiar fenómenos parapsíquicos entre leyendas y versiones a cuál más extraña, que van desde narcotráfico, fantasmas, poltergeist, espionaje, todos rumores que circulan entre vecinos, curiosos, charlas de cafetines baratos y cafés de alta gama en el puerto de Punta del Este.
Sabe que el edificio tiene vigilancia, probablemente remota, cuanta con suministro y probablemente con custodia de serenos, aunque en sus aproximaciones anteriores nunca vio a nadie.
En una ocasión llamó en voz alta desde la entrada principal y desde la posterior, sin respuesta alguna.
El explorador de lo extraño es un hombre joven, guardia de seguridad privada como ocupación principal, y está acostumbrado a avanzar en la oscuridad linterna en mano, realizando sus rutinas de vigilancia de los lugares a los que está destinado.
Está en pareja, aunque entre su trabajo y aficiones, y el exigente trabajo de su compañera, interactúan muy poco las horas de trabajo, más las de ella que las de él, deja mucho tiempo libre al explorador digital.
Javier es su nombre, Javo para sus amigos y conocidos, y especialmente para sus colegas youtubers también exploradores de lo fantástico, de los que abundan en la red social.
Javo es tímido, muy intelectual e instruido. Sus investigaciones previas suelen ser profundas y variadas sus fuentes, antes de emprender las búsquedas que graba y sube luego a la plataforma de videocontenidos.
Aún no ha podido adquirir en las plataformas de venta chinas los instrumentos que los demás aventureros de lo paranormal utilizan para captar energías, como el Spirit Box, el detector electromagnético, los termómetros ambientales y que denuncian presencias de otras dimensiones.
Tiene un amigo, que posee y a veces le presta un detector de metales, que Javo está convencido que un día le permitirá identificar también algún tesoro escondido en los lugares que visita.
Así que cuando supo de la historia – las versiones, más bien -, del lujo abandonado en ese edificio enclavado en la zona de San Rafael, uno de los corazones aristocráticos del balneario mejor cotizado de Sudamérica, imaginó muchas cosas: como mínimo, registrar suficientes fenómenos inexplicables como para alcanzar el rango de influencer en YouTube, y como máximo, algún tesoro que, por supuesto no compartiría, sino que engrosaría las arcas siempre vacías del guardia de seguridad.
Noches atrás, cuando planificaba esta incursión, sin contarle a nadie más que lo imprescindible a su amigo que proporcionaría el detector de metales, Javo no podía apartar de su cabeza la historia del centroamericano que pidió un préstamo de ocho millones de dólares a un banco local para la construcción del hotel y spa de lujo.
El empresario se declararía en quiebra sin pagar un dólar, y luego el banco también declararía la bancarrota, y tanto el centroamericano por su deuda, como los dueños del banco por su desfalco, desaparecerían para siempre del país, sin que tuvieran que responder por sus obligaciones incumplidas.
Atrás habían quedado los tiempos en que, con bombos y platillos, el entonces Presidente del país, el mismo que en círculos selectos era mencionado junto a su hijo en los mismos negocios de exportación e importación de narcóticos, ante la apacible y tolerante vista de la justicia local y organismos internacionales.
Otra de las versiones, la que Javier tenía por la más excitante, incluía espionaje internacional, infiltraciones de la entonces novísima mafia rusa, producto de actividades de adinerados autócratas eslavos, antes vinculados a la antigua URSS y sus satélites.
Esas versiones atribuyen a estos fondos non sanctos, el financiamiento del Clarión Campanario en todos los emplazamientos Campanario del subcontinente: Oaxaca – México, Trinidad Beni – Bolivia, Cuenca – Ecuador, Cusco – Perú, y Punta del Este – Uruguay.
Todos lugares de inserción de esas grandes inversiones internacionales, donde los financieros eslavos y sus socios variopintos pueden operar parte de sus grandes capitales y establecer allí bases poderosas tanto económicas como políticas.
La hotelería suele ser uno de los instrumentos de acceso, pero detrás de ella vienen negocios relacionados con narcóticos, armas, farmacéutica pirata, contrabando de cigarrillos y bebidas, todo en connivencia con poderosos europeos y norteamericanos, y finalmente con autoridades y potentados locales, personajes de menor envergadura, pero que terminan sosteniendo el entramado local y la dependencia también política de los emplazamientos de divisas.
Javo trata de no dejarse llevar demasiado por las intrigas conspirativas, o paranormales, e incluso siente mayor afinidad por ese tema, que por los fenómenos psíquicos o incluso los extraterrestres.
Extraña un poco los tiempos de su infancia y adolescencia cuando la ufología estaba de moda. Hoy en los medios digitales, se da por sobreentendido que deben existir infinitas formas de vida extraterrestre o dentro de la propia tierra o mar, originadas en el espacio infinito y ya nadie le presta demasiada atención a esas cosas.
La puerta trasera cede. Es el acceso a una sala de máquinas que climatiza el spa y las piscinas, y que por supuesto se comunica con las instalaciones de servicio del viejo hotel. Lejos de la vista de los huéspedes que visitaran las instalaciones, e incluso apartados del acceso de la mayoría de los funcionarios que se desempeñaran en las instalaciones hoteleras.
En otros cuatro lugares del planeta, una hacienda perdida en el pantanal del Beni en Bolivia, a pocos metros del río Maporé, en un cabo inaccesible de St. Barts, en Trinidad y Tobago, Kaliningrado, en la costa báltica rusa, y en la Pequeña Caimán, parte del protectorado británico de las Islas Caimán.
La red estratégica Starshield envió instantáneamente las señales encriptadas anunciando la invasión a las instalaciones del Clarión Campanario, en sucesivas áreas sensibles.
Inmediatamente se activaron los protocolos de defensa y eliminación de la amenaza, con recursos nada convencionales, cuyo alcance incluso la mayoría de los interesados en proteger las instalaciones desconocen.
Han existido antes muchas modalidades de incursiones en el hotel, algunas reales, muchas inventadas que no llegaron a ocurrir, mediante vandalismo de puertas y ventanas laterales, grafiteadas, pero nunca por esos pasajes que nadie – ni el propio Javo – sabían que existen.
El guardia investigador desconoce los riesgos que corre, ni las turbulencias que acaba de desatar, buscando las anheladas “vistas”, “suscripciones” y “me gusta” por el video que está realizando.
Tendrá que aprovechar al máximo esta única visita para reunir material que luego compaginará en no más de veinte minutos de contenido.
La incursión le lleva por una galería angosta, donde la única luz que escurre en línea recta es la de su linterna y sus reflejos ocasionales en objetos metálicos y vidriados que no logra distinguir bien.
Su cámara Go Pro de resolución media registra como puede la penumbra, y su teléfono graba videos de respaldo, o en ángulos diferentes para luego compaginar.
Al avanzar por la galería en lo que Javo supone sea el rumbo al edificio principal del Clarión Campanario, un par de reflejos azules diamantados parecen moverse levemente, aunque cuando dirige ambos dispositivos al lugar, no encuentra metales ni nada a la altura de su cabeza que justifiquen demasiada atención.
A veces necesito ser más paranoico al grabar, se dice. Todos mis colegas investigan cada ruido, movimiento, olor, color, sensación térmica, y dedican minutos a cada evento percibido o imaginado.
En sus pocas experiencias invasoras anteriores, nunca encontró nada y terminó reconociendo ingenuamente sus fracasos en grabaciones que jamás tenían más de diez o doce visitas.
Esta vez va a ser diferente, se dijo. Con el detector de metales y tanto por explorar, algo tiene que haber.
Desconocedor del peligro letal que corre, el explorador digital novato sigue avanzando por pasillos con puertas que dan a baños de servicio, armarios de artículos de limpieza, un equipo avanzado de computación para red aparentemente inactivo, otra habitación pequeña con herramientas para electricidad y reparación de equipos de comunicación, y algo que le llama poderosamente la atención. El pasillo con puertas a los lados avanza unos metros más, y termina en una mampara de yeso pintada del mismo color que el resto de las paredes, pero a diferencia de todo lo demás, los bordes no tienen tapajuntas, así que el techo y el suelo parecen continuar detrás del mamparo.
Llegado a este punto, Javo está algo inquieto más que nada por curiosidad, y festeja para sus adentros el exitazo épico que será este video cuando lo cuelgue en las redes.
Las alarmas emiten nuevas señales en las cuatro locaciones a las que está conectado el Clarión Campanario, y dispositivos anti – intrusos empiezan a preparase para la orden de ejecución… de Javo, en este caso.
El desprevenido y curioso Javier golpea con el nudillo de su índice derecho, comprueba que suena hueco, y comienza a explorar los bordes laterales, superior e inferior de la placa, buscando señal de algún cerrojo que intuye está cerca, aunque no se vea.
El borde inferior parece ceder un poco, y Javo presiona una, dos, tres veces hasta que un cricket suelta una traba, la mampara sale un poco hacia afuera mostrando lo que parece ser una puerta pivotante.
Trata de mover la placa hacia afuera, sin éxito; empuja hacia arriba tirando son cuidado hacia afuera, y la abertura responde como una puerta volante, sube y se acomoda parcialmente bajo el techo.
Esto ya es mucho más de lo que esperaba, se dice el explorador, que se asoma por debajo y alcanza a observar por la media abertura unas mesas y butacas, con instrumentos y una vitrina médica a un lado.
Duda si entrar o no, al tiempo que operadores en Bolivia, Trinidad y Tobago, Rusia e Islas Caimán, se comunican frenéticos pidiendo instrucciones sobre cómo y cuándo actuar.
El protocolo indica que llegado el extremo de una invasión a esa escala, se requiere la eliminación inmediata del o los intrusos, aunque necesitan coordinar las actuaciones, porque esto activará luego la segunda fase de desinfección del lugar, que será rociado por agentes químicos activos letales, y la posterior actividad de profesionales anónimos adscritos a las instalaciones del Clarión Campanario, para la eliminación del o de los cadáveres de quienes serán ejecutados sin que sepan de qué modo les llegó el último suspiro – que será muy doloroso y rápido, por cierto -.
Fácil, limpio y sin riesgos, indicaba el protocolo, aunque completarlo sin dejar rastros se conseguirá de modo eficiente pero no exento de ciertos movimientos con un mínimo de exposición.
Eliminado el o los intrusos, deberá despejarse con ventilación automática el recinto, los limpiadores entrarán con trajes anticontaminación, empacarán los cuerpos de los intrusos, discretamente los subirán lo más comprimidos y plegados posible, serán rociados con extracto en polvo de carne, empacados en plástico vegetal degradable al contacto con el agua.
Luego, los limpiadores de la escena se trasladarán a un discreto muelle deportivo sobre el mar, de allí en una lancha mediana se alejarán de la costa lo suficiente para que la profundidad superior a cuatrocientos metros permita que atraigan tiburones y otros depredadores y carroñeros acuáticos con cebo, para regalarles su platillo principal envuelto y digerible en minutos.
Para que el operativo inicie, la puerta pivotante debe estar cerrada con el intruso dentro del recinto, o completamente abierta, en cuyo caso un mecanismo hidráulico procederá a su cierre. Con la puerta semiabierta, el cierre igualmente se puede activar el dispositivo aunque de manera remota por un operador y los códigos adecuados.
Pero Javo ni la abre completa, ni la cierra; la deja por la mitad y entra en cuclillas, confiando en que no se cerrará sola, y sabiendo que permanecerá allí algunos minutos a lo sumo.
Luego ingresa, observa el lugar prolijamente dispuesto y aseado, aunque deshabitado como todo el edificio.
En la vitrina, hileras de frasquitos, unos con rociadores, otros con tapa sellada en los dos estantes superiores, y recipientes de cierre hermético y térmico, balanzas de precisión, lupas digitales, manómetros y microscopios, en los tres estantes inferiores.
La vitrina no tiene traba, y Javo duda en abrirla, por cumplir el precepto de no alterar el espacio explorado, al menos con la cámara encendida, claro.
En el primer estante, cinco frasquitos de cien centímetros cúbicos con el rótulo de “Peligro, material tóxico”, y el nombre de “Novichok”.
En el segundo estante, igual cantidad de recipientes con las mismas características y advertencias, pero con un rótulo que indica “Batracotrixina”.
El nombre de los rótulos del estante superior le suena, y realiza una búsqueda rápida en su teléfono, que graba en su vincha cámara, y confirma que Novichok, es un poderoso veneno neurotóxico y su nombre es la traducción coloquial del término eslavo “novato”, por tratarse de un producto “cazabobos” que mata simplemente con tocar una superficie impregnada en el producto, beberlo o inhalarlo.
Un potente agente químico de origen soviético, actualmente prohibido por los acuerdos sobre prohibición de químicas, que actúa en segundos generando una dolorosa muerte con inflamación neural y paro cardiorrespiratorio.
Batracotrixina, producido por la mucosa de la piel de la rana dorada colombiana, un agente químico de efecto también casi instantáneo y sin antídoto conocido, que elimina por parálisis cardiorrespiratoria a la víctima, consciente hasta su deceso luego de un corto y doloroso proceso de agonía y parálisis que ni siquiera le permitirá a la víctima emitir sonido alguno.
Ambos productos son altamente volátiles, y se disuelven en el aire libre. Eñ Novichok no se detecta en autopsias, la Batracotrixina sí.
Ahora Javo está espantado. No sabe cómo proceder, y si probablemente deba llevar consigo un frasco de cada producto como prueba de su descubrimiento.
En las cuatro bases de vigilancia, los permisos urgentes están llegando: el protocolo de eliminación se ejecutará cerrando la puerta y regando por aspersión suficiente Novichok como para eliminar a los residentes de una manzana, para luego ventilar y retirar los restos mortales del intruso, que ahora saben es uno solo.
Javo duda sobre si será suficiente el registro de video, o llevarse dos frascos de muestra, calculando que circular con esos productos, aunque los entregue a las autoridades, puede desatar consecuencias imprevisibles en otras personas y para él mismo, en círculos militares, policiales, políticos y diplomáticos.
Pero las características de su hallazgo pueden generarle un ingreso económico de magnitud aún incalculable, y siendo lo económico una motivación importante en sus incursiones …
En estas cavilaciones está, con la mano puesta sobre el pestillo de la vitrina a punto de abrirla, cuando en su teléfono celular suena el ringtone de Bob Esponja, que anuncia una llamada entrante.
La pantalla muestra el nombre y foto de perfil de Betty, su pareja, anuncia video conferencia, que es imprescindible atender a cámara encendida, a riesgo de pasar por una discusión y crisis de pareja gigante como las acostumbradas, cada vez que Javo defrauda a su mujer.
Abre la llamada, y del otro lado, su compañera Betiana inicia el contacto con voz potente, casi gritando:
¿Dónde estás? Eso parece un laboratorio. ¿Dónde carajo te metiste ahora? ¡Solo falta que te saque la policía por andar chusmeando como siempre!
¡Quedaste en tener preparada la cena y la ropa lavada para cuando yo llegara!
¡Hay trapos sucios por toda la casa, y de comida, solo restos de leche en la heladera! ¡Me tenés harta, harta; no sé qué te vi, ¡tendría que haberle hecho caso a mi hermano que te conoce desde la escuela! ¡Siempre el mismo vago, volado e inútil!
¡Vení ya para acá y más vale que traigas cena! Si en media hora no estás acá, dormís afuera, ¿entendiste?
Javo sopesó las posibilidades. ¿Abandonar la exploración justo cuando se pone más interesante, y perder las oportunidades que le abriría su descubrimiento, o dormir afuera y escuchar gritos durante tres o cuatro días?
Mejor una retirada a tiempo.
Javo sale de la habitación con un estampido de la puerta cerrándose a su paso, camina casi corriendo por el pasillo, el jardín y la calle hasta el auto que lo llevará a la rotisería de siempre y a su casa, todo en menos de veintiocho minutos.
EVA AVIA
Una retirada a tiempo
¡Corre y no mires atrás!
Desconsuelo al gritar.
¡No sueltes su mano!
Grito perdido en la oscuridad.
El espejo les llama, la curiosidad puede más.
Otros niños gritan, ahí ya no están.
Miro, no lo puede evitar.
¡Corre y no mires atrás!
Eco que no puedo escuchar.
¡No sueltes su mano!
Él, ya no está.
El tiempo es oscuro detrás del cristal.
Una retirada a tiempo no hubiera sido mi final.
Consuelo al saber que él a salvo está.
Besos, la Incondicional.
MARIANA DI PASCUA
Nunca
Yo no me pienso divorciar, le dije enojada al inicio de el primer día de terapia a Agustín.
El con viveza de psicólogo me respondió :_no no, nadie te está pidiendo que te divorcies.
_Quedate tranquila que acá es un espacio para hablar de lo que tu quieras.
Ahh, dije yo. Solo vine porque el grupo psicosocial me derivó, porque en una consulta con mi doctora me preguntaron por encima vez si vivía violencia doméstica.
Yo siempre decía que no pero esa vez me puse a llorar y sospecharon algo.
_Cuánto lleva de casada dijo Agustín?.
_Maldito pendej@ me habían puesto de psicólogo, como seis años más chico y tonto.
_Como diez dije y me puse a llorar como diez minutos.
Pero repetí :no me pienso divorciar, a veces grita pero no me pega y luego siempre me dice que me ama.
Agustín era buen psicólogo y seguí con el unos seis meses.
Un día en una marcha de las mujeres de negro caminaba en fila con todas con mi hijo mayor de la mano.
Ahí pensé en esas pobres mujeres y en las cosas traumaticas que vivirían sus hijos. De repente no me vi diferente a ellas. Miré a mi hijo, recordé lis últimos siete años y supe que fui cada año a esas marchas por mi.
Me retiré a tiempo.
No se si Agustín lo supo pero puedo decir que hizo muy bien su trabajo, yo por fin me divorcie.
SILVIA R.G.
DOS RETIRADAS A TIEMPO Y OTRA EVITADA
Era un lago de aguas oscuras. Podía haber sido un lugar con mucho encanto, cabía suponer, bajo un techo que no hubiese estado teñido de aquel apagado y oscurecido cielo que, con una anómala densidad, impedía vislumbrar cualquier presencia de sol .
Un camino lo rodeaba, estrechado a ambos lados por árboles, arbustos, grandes helechos y también dispersos matorrales, componiendo una espesa vegetación extrañamente monocromática; como si la gravedad de aquella cúpula opaca que cubría todo les hubiese robado la posibilidad de destacar, con algun luminoso
matiz, entre aquella homogeneidad de tono verde grisáceo.
Y nada nos resultaba posible divisar más allá de unos pocos metros de nuestra itinerante ubicación.
A un lado del camino, un par de piedras grandes y aplanadas nos permitieron sentarnos a contemplar el lago desde una cierta distancia.
Habíamos leído maravillas de aquel lugar y bien seguro debía serlo, en otros momentos en que la luz natural lo iluminase y aquella perceptible densidad no perturbase el silencio.
Habíamos dejado nuestro vehículo bastante lejos, a un lado del camino antes de que comenzase a estrecharse tanto; y aún no siendo un mediodía soleado, nada hacía pensar que pudiese comenzar a oscurecerse en tan poco tiempo, a tan pocos pasos..
Desde aquellas piedras observábamos aquel vasto lago, su incierta oscuridad, intentando imaginar cómo serían sus aguas en un día soleado.
En las altas y espesas hileras de cañas que lo rodeaban, se inició un suave balanceo y también las hojas de algunos árboles se pusieron en suave movimiento que no tardó apenas nada en tomar fuerza. Las cañas se inclinaban cada vez más hacia uno u otro lado; algunas, por proximidad se dejaban caer sobre las aguas. El viento parecía sentirse muy cómodo manifestándose; y, a pesar de estar todavía en pleno verano, era frío su tacto; y extraña su voz.
Sí, su voz. Porque cuando rozaba el agua con tesón parecía surgir una especie de canto procedente del fondo del lago, con un lenguaje ininteligible, obviamente, pero mostrándose profundo y variable entre tonalidades de graves a agudas que transmitían inquietud; porque bien podían parecer lamentos de seres que por allí, por aquellas aguas, hubiesen perdido algo muy importante, esencial, vital.
Crecientemente aquel lugar nos iba resultando demasiado inhóspito, como si no fuese apto para foráneos seres curiosos, como si nosotros fuésemos invasores de un hábitat en cuarentena y nuestra presencia «non grata».
No se oía piar, ni trinos,
de ningún pájaro. Imperaba permanente el silencio, a excepción de los rumores que en los elementos del entorno provocaba el roce o los golpes del viento. Ninguna señal de presencia humana; sólo muy de tanto en tanto sonidos inindentificables tras nuestras espaldas como de furtivos movimientos de los pequeños seres oriundos de aquel lugar.
Quizás nosotros fuésemos las únicas personas desconocedoras de que no era un buen momento para estar en aquel lugar.
Oímos, rompiendo el silencio, un par o tres de disparos, por lo cual supusimos que en algún lugar de por allí habría alguna zona de caza.
Y como si fuese una respuesta a la ruptura de aquel vacío sonoro apareció una cortina de lluvia en el otro extremo del lago.
No nos hizo falta decirnos nada. Nos miramos y al unísono nos pusimos en pie, nos cogimos de la mano y nos incorporamos al camino a toda prisa en dirección a nuestro automóvil.
Aquella espesa cortina que, desde una prudencial lejanía había aparecido ante nosotros, se nos iba acercando, cada vez más precipitadamente al tiempo que íbamos apresurando nuestro paso, hasta que no nos quedó otra que apretar a correr.
Parecía que aquella lluvia, de caída asombrosamente vertical, desease jugar con nosotros a perseguirnos permitiéndonos cierta ventaja. Parecía esconder la intención de alejarnos a una gran distancia de aquel lugar.
Y fué justo haber entrado en nuestro coche cuando comenzó a extenderse ampliamente por todo aquel territorio con una fuerza torrencial.
Nos dirigimos hacia la carretera, poco a poco, ya que aquella especie de agigantada cascada que se había formado, apenas nos permitía ver por el cristal; aunque sí que íbamos comprobando la gran fuerza de un viento que estremecía, no sólo por su visible potencialidad para, si se lo proponía, crear situaciones caóticas, sinó también por el frío que traspasaba la piel.
Por suerte, teníamos a mano una ligera manta que pudimos colocar sobre nuestros hombros. a falta de llevar en nuestro equipaje ropa de vestir de abrigo.
Ya habíamos pagado nuestra estancia en el cámping donde habíamos estado confortablemente alojados y habíamos recogido nuestra tienda y todos nuestros enseres.
La visita, con picnic incluído, a aquel lago, estaba prevista para pasar allí nuestro último día por aquellos lares.
Teníamos previsto dejar ya aquel hermoso entorno entre valles, ríos y montañas para dirigirnos hacia la costa. Nos apetecía mar.
Dejando a parte aquella reciente, inesperada y forzosa escapada del lago , los días anteriores transcurridos habían sido muy agradables, sintiéndonos felizmente integrados en el entorno y contentos de las relaciones que con diversas personas habíamos podido establecer durante aquella semana.
A lo que nos había ocurrido se le podría quizás definir como una escapada a tiempo cuyo recuerdo no contaminaría el de todo el resto de buenos momentos.
Entre canturreos y conversaciones varias, ya muy lejos de la lluvia, el viento y aquel repentino frío, entre carreteras y autovías…llegamos a aquella esperada zona costera cuando ya estaba a punto de oscurecer. Tras una larga búsqueda de alojamiento, ya nos parecía imposible encontrar algún lugar donde pernoctar.
Nos habían hablado de una zona que se alzaba sobre la costa muy hermosa, boscosa y escarpada, y en vistas de que nada podríamos encontrar a ras de mar, hacía allí nos adentramos,. por carreteras de cerradas y angostas curvas, por donde encontrar alguna recta significaba un muy fortuíto y efímero momento de poder aflojar la tensión de mantenerse constantemente con tanta atención.
Y así nos fué pasando el tiempo internados en aquel laberinto de curvas y pasando de largo uno y otro camping, todos sin plazas libres, mientras seguíamos buscando dónde poder instalar de una vez nuestra tienda de acampada. Se hacía evidente que, dado el ritmo en que iba oscureciendo y el cansancio que habíamos ido acumulando, era urgente encontrar algún lugar donde dormir y que, sin miramientos, accederíamos al primero que dispusiese de alguna plaza y por fín apareció uno..
Estaba etiquetado como camping nudista junto al cartel que anunciaba su nombre, lo cuál para nosotros no significaba ningún problema, sinó en todo caso comodidad.
Entramos en recepción para hacer los correspondientes trámites.
Nos extrañó un poco que el joven que estaba sentado tras el mostrador estuviese desnudo, pero entendíamos que simplemente se trataba de sentirse a gusto, cada cual a su manera.
Una vez finalizado el trámite nos sugirió que mirásemos los carteles que habían colgados.
Estaban llenos de muchos símbolos, algunos de ellos dibujados también en unos medallones para colgarse al cuello, y explicaciones escritas sobre qué significaba cada símbolo. Y también un plano del lugar con espacios señalizados.
Pero estábamos demasiado cansados y queríamos tener la tienda montada antes de que ese cansancio nos dejase en estado de ko.
Nos extrañó, y lo comentamos, que tuviesen tanta simbología establecida y que, en cambio, no hubiese ningún tipo de norma en cuanto a dónde instalar la tienda.
Interpretamos que funcionaría como una zona libre de acampada donde, en lugar de normativas estrictas, se sugerían unas normas generales basadas en un mútuo respeto para favorecer una deseable convivencia entre los campistas.
Una vez entrados en la zona, la sensación que íbamos percibiendo era de dejadez y abandono, pero no quisimos sugestionarnos. Plantamos nuestra tienda en uno de los pocos espacios llanos que quedaban libres.
Mientras la estábamos instalando, una pareja se aproximó, de regreso, a la de justo al lado de la nuestra..
Entre ellos hablaban francés, pero chapurreaban bien en lengua castellana; y nosotros chapurreábamos bastante bien la francesa.
Nos explicaron, como información importante, que debíamos saber que aquel lugar no era de costumbres naturistas, como generalmente se interpreta el nudismo, sinó que se trataba de un espacio de contactos sexuales, intercambios de parejas, parejas espontaneas, tríos, orgías multitudinarias… Y que por las noches, cuando los niños dormían, eran los momentos de mayor actividad, paseando entonces los adultos arriba y abajo con linternas con cuyos centelleos, en función de qué tipo de relación deseaban. emitían un tipo u otro de señales. Que la gran mayoría dejaban abierta la puerta de su tienda o camioneta, como señal de disponibilidad, pero que
a veces se dedicaban a enfocar con potente luz
en las tiendas que se mantenían cerradas, para ver si quizás despertaban su interés; o también golpes rítmicos en los tubos metálicos o en las paredes.
Nos explicaron que su hija les había reservado plaza en otro camping, ése sí naturista y que cumplía muy buenas condiciones, para pasar unos días juntos; pero habían llegado antes de tiempo y, no pudiendo contar con plaza en aquél, habían optado por pasar dos días allí, dado que estaba muy cerca del otro. Y que durante esos días pues…Que ellos se iban a duchar al camping donde estaba su hija, que les colaba, porque allí era imposible.
Y nos sugirieron que por la noche cerrásemos bien la tienda y permaneciésemos impasibles y en silencio ante cualquier señal.
Les dimos las gracias y, con una sensación expectante, fuimos a dar una vuelta por las instalaciones; todavía se podía ver bien, a pesar de la tan escasa iluminación, ya que aún no había oscurecido totalmente.
El grado de dejadez era caótico; de ir esquivando papeles, plásticos, latas… Las instalaciones de los servicios «higiénicos», dejando a parte que carecían de puertas que pudiesen cerrarse, deplorables en cuanto a grado de suciedad; además de que, tanto las duchas como los inodoros
desembocaban en el río que rodeaba el «camping»..
Pasamos toda la noche en vela, claro, reflejos de linterna arriba y abajo, voces, golpes rítmicos tras nuestras cabezas…
Pudimos cerciorarnos de que era cierto lo que aquella pareja de al lado nos había explicado
Hacia las cinco y media de la mañana, faltando ya poco para el amanecer, recogimos todos nuestros bártulos, montamos en nuestro vehículo y salimos de allí escopeteados
Era nuestra segunda escapada a tiempo (o a destiempo) en menos de veinticuatro horas.
Íbamos comentando, ya alejados de aquel cuchitril, que cómo podía ser que en un lugar de citas sexuales hubiese tanta suciedad, cuando debería, precisamente, contar con instalaciones de gran pulcritud. Y que parecía que nos hubiese abandonado aquella buena suerte que nos había acompañado todos los días de nuestras rutas y estancias anteriores a la visita del lago. Y hablando del lago ¿Qué diantres se escondía allí?
El turismo en aquella zona estaba asombrosamente desbordado, era prácticamente imposible encontrar algún lugar donde poder pasar unos días. ni tan solo una noche.
Nos sentíamos muy cansados y sin el más mínimo atisbo de inspiración en cuanto a qué direccion tomar para proseguir con una nueva ruta.
Mi hermano vivía a unos cincuenta kilómetros. Sabíamos que esos días iban a estar en casa. Así que se presentó en nuestras mentes una confortable tentación.
Encontramos una cabina telefónica en una gasolinera y.les llamamos… Aunque no tenían prevista nuestra aparición hasta unos días más tarde ( habíamos acordado con ellos que al final de nuestra ruta pasaríamos a verles) nos acogieron con calidez.
Arriesgarnos a una posible tercera forzada escapada a tiempo nos pareció que era demasiado arriesgado.
Se dice aquello de que «a la tercera va la vencida».
Y no deseábamos de ninguna manera una escapada a destiempo.
Y todo esto ocurrió hace más de trenta años; pero a menudo la memoria es caprichosa.
LETICIA R MENA
UNA RETIRADA A TIEMPO
Abandonar la batalla,
que no la lucha,
para seguir peleando un día más.
Tornar en retirada,
una a tiempo,
antes de heridas incurables
que dejen más que cicatriz.
Marchar de regreso,
con la espada rota arrastrando por el suelo,
derrotado en duelos
que ni entienden de riñas al alba
u honor entre caballeros.
Bajar la cabeza, vencido.
Cruzar los brazos,
sobre un pecho herido
en el orgullo,
como signo de autoprotección,
pues ni corazas ni armaduras
sirvieron para guardar más que el sobrevivir un día más
a los enemigos.
Pues corazas ni armaduras sirven para guardar nada
cuando el enemigo es uno mismo.
Una retirada a tiempo
antes de morir en el intento,
en batallas perdidas desde el comienzo.
Una retirada para dar tiempo
a la esperanza,
al coraje,
a la fuerza
para volver a levantarse,
la cabeza,
los brazos,
la voz,
el alma,
y volver a la lucha de nuevo.
PILAR MONTES CABRERA
Título: Para que él viva.
Escucho los gritos detrás de las ventanas y el golpe seco de los cuerpos cayendo sobre la tierra. Los disparos resuenan, y de pronto, se detienen. El aleteo de las bestias se acerca a tierra para devorar lo que queda, escucho el crujido de los huesos rompiéndose una y otra vez.
Me pregunto si Canek aún sigue luchando allá afuera, si todavía tiene la fuerza suficiente para llegar.
El dolor en el pecho me obliga a dejar la mano de mi hija. Ella me mira asustada, pero le sonrío apenas. La acerco a mí para que no sienta frío, aunque ella se aferra a mi cuerpo como si fuera suficiente. Claro que la protegería, no hay duda.
– Tranquila -le susurro acariciándole el cabello-, tranquila.
El dolor vuelve con mayor intensidad, lo suficiente para saber que él sufre. Ella no podría percatarse de la sangre humedeciendo mi camisa porque el sueño parece haberla vencido. En ese momento, siento el golpe ligero del crucifijo en mi pecho, recordándome mis pecados y, sobre todo, el peso que llevaría si no hago nada.
Miro al techo en búsqueda de una señal inexplicable, una que contradiga este pensamiento que ha comenzado a crecer. Sin embargo, solo escucho el retorno de las aves buscando a quién matar.
El ardor en mi pecho crece lo suficiente para aguantar un grito que podría alertar mi ubicación, aprieto las holguras de mi pantalón lo suficiente para dejar el ardor en mis dedos. Al bajar la intensidad, veo la sangre seca de mis manos, y también, a la muerte reclamando a su hombre perdido. Giro a mi derecha para ver el arma, una oportunidad.
– ¿Por qué estás llorando? -me susurra de pronto.
– Porque te extraño mucho- le digo.
– Pero si estoy aquí – me dice con su voz dulce.
– Siempre estás aquí – le comento y le beso la cien a lo que ella cierra sus párpados.
Sé que Canek la encontrará. Le explicará que mi intención nunca fue dejarla, aún si parezca absurdo, espero que tenga suficiente fe para creerle. Sé que su dolor tomará forma de odio porque él buscará culparse, pero ambos sabíamos de que esto podría ocurrir y aunque tenía fe, sé que es hora de ver la realidad. Mientras siga viviendo de su carne y hueso, él no podrá levantarse. Confío en el destino que Dios me ha otorgado. Sin embargo, espero que él entienda mis razones cuando lo vea.
Me dispongo a arrancarme el crucifijo del cuello y apoyarlo en mis labios, en símbolo de aprobación. Luego, procedo a tomar el arma.
CONCHA CARIAS
Aunque te cambies el nombre, las cosas no se borran por ciencia infusa. Eso lo aprendí siendo una cría, cuando entendí que un apellido no es solo una palabra que se escribe en los exámenes, sino una carga que se arrastra. El nombre de mi padre pesaba demasiado. Bastaba escucharlo para que mi cuerpo se tensara, como si me delatara, como si me marcara ante los demás incluso cuando nadie sabía nada.
Entre los siete y los doce años, aquel tipo me robó la infancia. Me la quebró en silencio, sin palabras que yo supiera usar para explicarlo. No sabía nombrar lo que pasaba, y esa incapacidad me dejó muda durante mucho tiempo. Aprendí pronto que callar era una forma de sobrevivir. También aprendí a separar la cabeza del cuerpo, a desconectarme de mí misma cuando la realidad se volvía insoportable. Era un mecanismo de defensa, aunque entonces no lo supiera.
En ese proceso empecé a trazar fronteras. La primera fue el nombre. Decidí que mi apellido no iba a pronunciarse entero. Lo reduje a una inicial, como si así pudiera reducir también su peso. Recuerdo con nitidez el primer día de clase de primero de Bachiller. El tutor, un profesor antiguo, de los que creen que la autoridad se ejerce alzando la voz, me pidió que me presentara. Dije solo mi nombre, con la rabia torpe de la adolescencia. Él me obligó a repetirlo varias veces, con los dos apellidos bien pronunciados, en voz alta, delante de todos. Fue una entrada humillante, el festín perfecto para los compañeros que ejercían el matonismo. Aun así, me mantuve firme. Desde entonces, aquel apellido completo quedó reservado únicamente para firmas oficiales y trámites inevitables. No era un capricho: era mi escudo.
Con los años entendí que ese límite me protegía, sí, pero no borraba la historia. A los veinte aprobé una oposición y durante los nueve meses de instrucción mi identidad se redujo a un número: en mi chapa identificativa ondeaba un enorme 45. Fue liberador. Nadie preguntaba de dónde venía, quién era mi padre, qué apellido cargaba. Solo era un número más. Después, ya en mi trayectoria profesional, tuve la suerte, o quizá la al revés, de trabajar a menudo como agente encubierta. Mi identidad se convirtió en una herramienta. Los nombres se asignaban de forma arbitraria, a veces incluso para humillar al recién llegado. A mí no me costó adaptarme. Llevaba toda la vida entrenando para eso.
En otros destinos nos llamábamos “compañero” o “compi”. Era una costumbre práctica y respetuosa: nadie se apropiaba del nombre del otro, nadie lo usaba para situarse por encima. Puede que cueste entenderlo desde fuera, pero para mí fue un alivio constante. Durante un tiempo, el apellido dejó de ser una amenaza.
Hasta que volví a cambiar de ciudad y de trabajo. Allí me asignaron un mote con identidad femenina, algo aparentemente inofensivo. Pero pronto mi jefe, alias “Aitor”, dejó de usar el apodo y empezó a llamarme combinando mi primer apellido con un “señorita”. Lo hacía con delectación: durante el café, en el ascensor, en privado y en reuniones, donde incluso provocaba las risas de los altos mandos. Acudí al psicólogo y este me aconsejó que fuera asertiva en mis comunicaciones, por lo que ensayé varias veces esta frase ante el espejo: “Aitor, es muy divertido el mote, pero me llamo así y quiero que me llames así”. Cuando lo intenté, las carcajadas de él y de sus secuaces atravesaron las paredes. Aquel fue el inicio de un acoso en toda regla.
Había descubierto cómo machacarme sin gritar, sin insultar. Solo repitiendo “señorita” una y otra vez, como la gota del tonto cayendo siempre en el mismo sitio, erosionándome el cerebro. El acoso duró seis años. Nadie intervenía. Nadie lo frenaba. Hasta que mi salud mental dijo basta.
Cambié de destino y pensé que todo había terminado. Pero el apellido volvió a alcanzarme por otros medios. Para que mis allegados me encontraran, usé mi nombre completo en una red social. Alguien de mi pasado, de cuando trabajaba encubierta, me reconoció. Llegaron los insultos, los mensajes hostiles, la violencia verbal. No lo dudé: volví a omitir el apellido.
Cuando nació mi hijo sentí alivio. El apellido de mi marido borraba aquel nombre “sucio” que no pasaría a la siguiente generación. Aquello fue para mí el mayor alivio de mi vida. No negaba la realidad; me negaba a transmitir una herida.
Ahora, medio vieja, entiendo que cambiar el nombre no borra nada. Solo lo oculta. He sido una superviviente, pero la historia existe, y sin memoria no hay perdón. Llevé el apellido de mi agresor, respondí al nombre del acosador, pero he legado a mi hijo una carga que no le correspondía. Y eso, al menos eso, sí es una victoria.

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