En espera de abril – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «reliquia». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 23 de octubre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

ANTONICUS EFE

En espera.

No quiero amanecer otro día más en esta maraña de incertidumbre que envuelve este mar seco de lágrimas.

—Nos dijeron que vale más no prometer, que prometer y no cumplir—

—Nos dijeron que algún día todos seríamos iguales ante la ley, repite conmigo: «Sigo en espera»—

—Nos dijeron que todos tendríamos derecho a un salario digno, repite conmigo: «Sigo en espera»—

—Nos dijeron que todos tendríamos las mismas oportunidades, independientemente de la condición social, racial o sexual, repite conmigo: «Sigo en espera»—

—Nos dijeron que la privatización de Telefónica, CEPSA, Tabacalera, etc. sería beneficiosa para toda la sociedad en conjunto, repite conmigo: «Sigo en espera»—

—Nos dijeron …, tantas cosas que es mejor ni acordarse.

Lágrimas de rabia se esparcen

entre los escombros de las promesas,

el quinto mandamiento está de adorno,

he visto a gente rezar en las cunetas.

Sentimientos de ira atrapan

a corazones olvidados a su suerte,

los domingos se llenan de hipocresía

para tapar los pecados de los viernes.

¿Quién está en espera el condenado o el verdugo?

¿Quién se mete por la nariz el esfuerzo de otro

a cambio de un miserable mendrugo?

Lágrimas de impotencia de derraman

ante la falacia de la riqueza,

el siervo vive alentando al patrón,

aplaudiéndole su bajeza.

Sentimientos de vergüenza ajena

enterrados entre trajes de fiesta,

resucita la Santa Inquisición

y se vuelven a encender las hogueras.

¿Soy un simple espectador o participo en la función?

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Mis versos acarician el olvido esperando que aparezca un recuerdo que jamás llega.

Un soplo de infinito me hunde en la tormenta de mi alma interna.

Un grito de viento abrasa la lava de volcán que me crepita dentro.

Una nebulosa en un silencio que espanta al miedo.

Un suspiro de efímero frunce el ceño del rictus al escapar de su piel lo eterno.

Un universo espera ser descubierto por un ánima que sin querer quedó atrapada en el infierno.

Espera, no sigas…

Pues la magia del poema se volverte en sempiterno, pues la lírica nunca muere en una orilla de la intempesta, ni protesta por un mundo que detesta, ni se queja por las acciones del prójimo llenas de ego y odio.

Espera, no sigas…

No cantes las verdades verdaderas pues la verdad camufla un sonido de lo que no se quiere escuchar. Es más fácil vivir una mentira disfrazada que no daña…

Espera, no sigas…

Deja que la conciencia decida la palabrería…

Espera, no sigas…

Fin.

EMILIA CREGO

UN NUEVO AMANECER

Amaneció un 20 de abril con un sol radiante, que se reflejaba sobre las gotas de la lluvia. Esas gotas aún estaban atrapadas entre el cristal de un ventanuco y un enrejado de una forma retorcida y abstracto. Fueron días con el corazón mojado y ahogado en la pena. Las prendas mojadas y la piel fría; fue como si entre la tierra, el agua estuviera suplicando ver salir el sol.

En aquel año de 1990, cayeron las doce uvas del reloj, empapadas en agua de lluvia, y las vieron correr por un regato hasta llegar al río. Los vecinos del pueblo de “Casas del Monte” se fueron adentrando en una profunda tristeza, al ver que en aquellos días no cesaba de llover.

El mes de enero y febrero se lo llevó la lluvia por caminos sin dueño. Al llegar el mes de marzo, las flores querían brotar y de nuevo el agua las dejó sin brillo. Aquellas pequeñas flores se las llevó la luna, para sentir la dicha de verse más hermosa cada día, aunque unas nubes negras no la dejaron brillar con su potente luz.

En espera de abril, se fueron los días entre lágrimas y suspiros al calor del fuego. Encerrados entre rejas, los tejados fueron receptores de una tempestad que no cesaba. Las calles mojadas vieron crecer a los arbustos y el manto verde sobre la tierra. En aquella sierra, la triste realidad reflejada desde la mirada inquieta y con la esperanza de ver algún destello de luz entre tantas lágrimas caer.

En la espera, el alma se entristece y, en días grises, la sombra cae en el desanimo. La mirada ausente y fría; una leve estela de luz se dejó ver y los ojos volvieron a sonreír. Llegando aquel día tan deseado, las nubes se tornaron entre blancas y negras, la luz tímida se reflejo en las copas de los árboles y sobre el agua caída.

A través de las ventanas se vio un nuevo amanecer; un día de primavera con el sol abonando la tierra y, en esta espera de abril, llegaron los días bañados por el sol.

RAQUEL LÓPEZ

Desde mi ventana veo

el gran lienzo gris del firmamento

diluyéndose en el etéreo empíreo,

augurando que se marcha el invierno.

El sol asomando entre las nubes

anuncia que llegó la primavera

el viento me acaricia con sus perfumes,

abrazándome con su brisa eterna.

Veo, desde mi ventana,

los campos aterciopelados

los árboles cubiertos de alas,

los días tan soleados.

Desde mi ventana observo

esa imagen tan sutil

el despertar de los sueños,

que renacen en abril.

BENEDICTO PALACIOS

La suerte de nacer en un pueblo pequeño, donde todo el mundo se conoce hasta por los apellidos, tiene este inconveniente, que dos muchachos pueden enamorarse de la misma persona, y la ventaja de que hay que estrenar en cuanto se anuncia la Pascua, hacia abril. Empezaba de verdad la primavera después de marzo, que solía ser un mes muy largo y frío y el pico Carpancho aún conservaba la nieve caída en enero. La gente decía que dejaba de helar o se secarían flujos y corrientes. La naturaleza llevaba tres meses muerta.

A mediados de abril, aquel año, el tiempo se tornó bonancible, y Ángel, Fabián y Celia, compañeros de colegio e inseparables cambiaron sus hábitos de asistir al colegio y estrenaron, Ángel un patinete, Fabián una bicicleta y Celia que hacía el camino a pie, un par de zapatos.

Una mañana que amenazaba lluvia, los dos le ofrecieron el respectivo medio de transporte. Y Celia eligió acompañar a Fabián en su bicicleta porque le parecía más segura y lo hizo sobre el cuadro abrazada a su cuello.

Ángel había escrito en aquellos días que en llegando el mes de abril la naturaleza renacía del largo y rígido invierno y empezaba a despertar el amor dormido. Y se imaginó que entre Celia y Fabián habían germinado los primeros brotes de amor, y le comían la decepción, la rabia y los celos. ¿No tendrían que haberlo compartido? Les daría un escarmiento y aprenderían la lección.

Había leído varias novelas de la serie negra y empezó a recordar las más variadas formas de castigo. Había innumerables, pero todas muy bestias. En todas se empezaban contando la llegada del comisario y del forense al lugar de los hechos, y se dejaba para el final la explicación de lo sucedido. Tampoco le convencía el método utilizado, el asesino se servía casi siempre de un pistoletazo o echaba mano de un arma letal. Un castigo sí, pero que no acabase en tragedia. ¿Situar un palo entre los radios de la bicicleta? Él se rompería la nariz, pero Celia no saldría mejor parada y lo desechó. ¿Empujarle por una escalera? Pero en el pueblo solo existía la de entrada a la iglesia.

Se tiraba de los pelos en el aula de literatura, pensando en qué medio elegir, y el profesor le preguntó si no le salía la rima de un serventesio.

—No, profesor, no es eso.

—Pues olvida, si es el caso la rima. Se te da la prosa infinitamente mejor. ¿Me permites que lea tu composición?

Se le pintaron en el rostro los ocho colores.

«El pico Carpancho se va quedando desnudo. Se anuncia la primavera, pero en estas tierras no han florecido aún los jacintos del campo. Vamos en todo los últimos, porque todo lo dejamos para después, para cuando llegue abril. Y como todo procede siguiendo un concierto, no nos compete adelantarlo ni interrumpirlo. Hay algo sin embargo que también debiera acatar unas reglas y se las salta sin remisión. El amor se adelanta a la primavera, al mes de mayo, al de abril, a todo el verano y a las cuatro estaciones. Y estoy muy cabreado y me comen la rabia y los celos. El corazón me pide venganza y lo estoy estudiando. Algo he leído al respecto, pero no me gusta que los relatos empiecen con la descripción del fiambre. ¿Qué puedo hacer? ¿Tendré que aguantar el desplante del amigo y el antojo fugaz del amor primero? Como me repugna la idea de acabar con el rival de un escopetazo, he descartado por completo el castigo, he vuelto a creer en los Reyes y les he pedido una bicicleta.

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.» Ángel Villanueva.

El profesor le puso un 10 y hubo sonrisas burlonas.

B. Palacios

DAVID MERLÁN

EN ESPERA DE ABRIL.

(Un homenaje a Batman. El señor de la noche)

Al calendario aún le quedaban unos pocos días de marzo, pero en Gotham el invierno se negaba a marcharse.

La nieve se amontonaba en los callejones, ennegrecida por el humo de los coches y el hollín de los tejados. Los espacios de noticias hablaban del deshielo inminente, de una primavera prometedora, pero la atmósfera de ciudad parecía ignorarlos: solo la noche le daba la razón.

Bruce Wayne llevaba semanas sin ponerse el traje. Apático. La batcueva permanecía en silencio, salvo por el zumbido de los grandes generadores y el goteo de alguna que otra tubería que recordaba la copiosa lluvia caída los pasados días.

Sentado, con su mentón apoyado sobre su puño derecho, observaba, absorto, los monitores apagados. Todo lo que le rodeaba daba más sensación de estar en presencia de un exiliado, que un gran héroe.

—Llega abril, señor —dijo Alfred, dejando una taza de café sobre la consola intentando romper el hielo en el que se había introducido su señor—. No estaría de más dejar que entre algo de luz, ¿No cree?.

—En Gotham no hay abril, Alfred. Aquí solo queda esperar.

—¿Esperar qué?

—Que algo cambie. Que alguien cambie.

—¿Y cree que eso va a suceder si persiste en esconderse aquí abajo, señor?—añadió mientras se giraba levemente dándole la espalda.—por cierto—dijo interrumpiendo su movimiento—ha llamado la señorita Vale (*), señor. Espera contestación.

Bruce no respondió. Miraba la oscuridad como si buscara en ella un rostro que ya no estaba. O quizá uno que aún lo observaba desde el vacío.

¿Sabe lo que me dijo una vez? —murmuró—.

—¿Quién, señor, la señorita Vale?

—No Alfred. Ella no. Él.

Alfred se detuvo, como si el aire se hubiese vuelto más denso.

—Dijo que Gotham no quería un salvador… solo un nuevo chiste.

—El Joker decía muchas cosas.

—Sí. Y casi todas eran verdad.

El mayordomo suspiró. En la pantalla, la imagen congelada de la ciudad seguía sin señales de vida.

—El Joker está muerto, señor.

—Los muertos no ríen, Alfred. Y yo aún puedo oírlo.

Durante un instante, el eco de una carcajada pareció resonar en los túneles de la cueva, o quizá fue solo el viento colándose entre las grietas de la montaña. La imaginación suele jugar malas pasadas a los héroes.

Esa noche volvió a llover.

Gotham entera olía a óxido, a crimen por doquier. En los tejados, los graffitis decían “El Murciélago volverá”, y en las esquinas algunos policías aseguraban haberle visto. Su silueta seguían siendo alargada entre las sombras, pero por desgracia para la esperanza de los que lo añoraban, no era verdad.

Aquel que patrullaba los cielos ya no era el mismo. El símbolo seguía allí, pero el hombre se había ido.

*****

Un mes después los disturbios, robos y saqueos campaban a sus anchas por toda Gotham City. Bruce apretó con rabia el mando de la TV, e hizo el amago de lanzarlo volando por toda la estancia, pero tras recapacitar medio segundo, decidió dejarlo con cuidado encima de la mesa ante la atenta mirada del presentador de las noticias que clamaba por su vuelta.

Y entonces, en la soledad de su doble indentidad, comprendió que su silencio había sido otra forma de cobardía.

Se levantó y se dirigió al panel central. Abrió el viejo maletín. Dentro, la máscara lo esperaba.

El material negro, gastado, reflejaba un brillo débil bajo la luz del monitor.

“No hay abril en Gotham”, pensó. “Pero alguien tiene que fingir que llegará.”

Esa madrugada volvió a las calles.

El murciélago surcó los tejados, de nuevo, invisible, como una sombra que se negaba a abandonar su doble vida de justiciero enmascarado.

Cuando acabó, la lluvia seguía cayendo incluso con más fuerza, pero nadie lo vio marcharse mientras susurraba

— Gotham dormirá mejor esta noche.

Horas después, amanece sobre las ciudad. Alfred lo esperaba en el interior de la guarida subterránea de la mansion Wayne.

Bruce se quitó la máscara y la dejó caer con desgana sobre la mesa.

—¿Ha servido de algo, señor?

—No lo sé, Alfredo. Gotham sigue igual de podrido.

—Quizá eso ya sea algo, señor.

Bruce lo miró de reojo al pasar a su lado.

—Dijeron en las noticias que en abril volverá el sol, señor.

—¿Y usted lo cree?

—No lo sé, señor. Pero me gustaría que así fuese.

—Seguimos en invierno, Alfredo, téngalo usted por seguro. Hágame caso.

Alfred asintió reverencialmente.

—Tal vez no lo vea usted así, señor, pero el sol no necesita su permiso para salir.

Bruce giró hacia la pantalla principal. Las cámaras mostraban la ciudad aún cubierta de nieve, y las luces de neón brillaban con renovada intensidad.

Por un segundo, su mente le volvió a jugar una mala pasada y creyó distinguir una figura borrosa en un callejón: un rostro blanco, una sombra sonriente que desapareció tan ipsofacto entre la niebla como había aparecido.

“Los muertos no ríen, Bruce…” pensó mientras el primer rayo de sol de primavera se insinuaba tras los rascacielos

FIN

© David Merlán Castro

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(*) Vicki Vale: Reportera que se relacionó sentimentalmente con Bruce Wayne y que trabaja para la Gaceta de Gotham en los cómics, y para el periódico Gotham Globey en la película de 1989. Reporta las actividades de Batman y sospecha de la doble vida de Bruce Wayne sin lograr desenmascararlo.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

VER CRECER LA HIERBA

Cuentan que sucedió una vez, en días ya sepultados por el paso del tiempo. Cuando las guerras eran historia. El día en que no hubo nada que defender ni causas por las que luchar y todo se había reducido ya al más absoluto de los absurdos. Un aura gris tenebrosa sobrevolaba los campos. No quedaban pájaros por cantar, colores que alegrasen pupilas ni brotes que anunciaran vida alguna. Sin embargo, a pesar de todo, una vez más, abril estaba a punto de llegar.

Esa mañana se dejó caer, cansado y malherido, concediendo a sus huesos el privilegio de reposar en un manto de hierba seca y hojarasca. No fue consciente hasta entonces del inquietante silencio que se había desplomado sobre el mundo.

De repente, el rugido del viento comenzó a arreciar, poderoso como un león, barriéndolo todo a su paso. A través de la apertura del yelmo observó un celeste infinito salpicado de caprichosas formas de algodón en movimiento mientras una ráfaga le acariciaba la mirada. Había perdido la cuenta del tiempo. En realidad, había perdido la cuenta de todo: de cuándo y cómo empezaron las tribulaciones, de los lugares recorridos, de las vidas que ya no eran ni estaban, de cuanto quedaba en los caminos y de las cosas que alguna vez tuvieron sentido.

Se levantó y miró alrededor. El cansancio y el peso de su armadura tiraban de él, pero sintió que debía moverse. Con paso tembloroso echó a andar, ignorando que sus suelas, impregnadas de algo que nadie sabría describir, dibujaban un reguero de vida y colores imposibles. También aquel día los aromas mutaron y comenzaron a ser otros. Al girarse observó una miríada de flores que había brotado tras de sí y una bandada de pajarillos en bullicioso revoloteo. Malherido como estaba, continuó su marcha hasta donde pudo, sabiendo que la primavera empezaba a ganar su batalla. Su última batalla.

Fue un guerrero. Quizá de otra época, tal vez de otro abril. Aquel día, a su paso, volvió a crecer la hierba y todo lo demás. Se llamaba Atila. No tenía caballo, pero era rey. El rey de todos. De los unos… y de los otros.

EFRAÍN DÍAZ

Tenía que ir al barrio Palo Hincao. Contaba la leyenda que en ese lugar se vivía un eterno invierno, la única estación que conocían durante todo el año.

A medida que me acercaba, noté que el cielo se tornaba gris y más oscuro. Las montañas estaban secas, los árboles sin hojas, y no había rastro de vegetación. Pasé frente a la escuela y lucía abandonada, como si nadie la hubiese pisado en décadas. Las casas vacías, los establecimientos cerrados. Todo parecía un pueblo fantasma.

Vi un pequeño bar abierto, estacioné y entré. Estaba vacío, salvo por el dependiente detrás del mostrador: un mostrador de madera vieja que parecía tener todos los años del mundo. Las mesas y las sillas, de latón, estaban cubiertas de moho por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento. Dos mesas de billar yacían bajo una capa de polvo, con los paños raídos y las buchacas rotas. En la barra, varias botellas de ron y whisky medio vacías parecían llevar allí tanto tiempo como el invierno mismo.

—Buenas tardes, primo —me dijo el dependiente—. ¿Qué se le ofrece por estos lares?

—Una cerveza, por favor. La más fría que tenga.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad? Nunca lo había visto por estas latitudes.

—No. Es la primera vez que vengo. Me dijeron que en este barrio los doce meses del año son invierno, y quise corroborarlo.

—Pues quien se lo dijo, le dijo la pura verdad. En este pueblo maldito los doce meses son invierno. Y no tengo cerveza fría, porque no hay electricidad. Y pa’ tomar cerveza caliente, mejor dese un ron añejo o un whisky.

—Ron añejo, por favor. ¿Y cómo es eso de que aquí todo el año es invierno?

—Yo solo sé lo que me contaron. Cuando nací, ya era invierno, y siempre lo ha sido. Quien sabe la historia es Cheo Ruiz. Háblele a él, y se la contará. Aquí, mal tasao, quedamos unas setenta personas contando los muertos. Los demás se fueron. Cheo es el más viejo. Dicen que fundó el pueblo. A veces pensamos que es familia de Matusalén, porque no se acaba de morir.

—¿Y cómo llego a la casa de Cheo?

—Siga la carretera. Cuando llegue al árbol de mango, doble a la izquierda. Luego, en el de aguacate, doble a la derecha. La única casa que vea, ésa es la de Cheo. Si pasan diez minutos y no llega, regrese, porque ya anda perdío.

Pagué el ron añejo, dejé una generosa propina y me fui a buscar al tal Cheo Ruiz.

Lo encontré sentado en una antigua mecedora de madera, en el balcón de su casa. Vestía ropa vieja y raída. Fumaba un puro y tomaba pequeños sorbos de ron blanco.

—Buenas tardes —le dije—. ¿Es usted Cheo Ruiz?

—Pa’ servirle. Apuesto pesos a morisquetas que lo mandó Lolo, el del bar, pa’ que le cuente la historia de este maldito barrio.

—Así es. ¿Cómo lo supo?

—Mijo, aquí no viene nadie ni por error. Mucho menos por casualidad. Y los pocos que vienen paran en el bar, porque es lo único abierto. Lolo los manda pa’ acá, porque soy el más viejo y el único que puede contar bien la historia de Palo Hincao.

—¿Y qué edad tiene usted?

—A decir verdad, ya perdí la cuenta. Pero soy el único vivo que conoció todas las estaciones del año y de eso hace ya más de ocho décadas.

Todo comenzó un treinta y uno de octubre, hace muchos años. Era una noche tormentosa, con lluvia, truenos, rayos y centellas. Aunque éramos gente de campo, nunca fuimos muy supersticiosos que digamos. Pero por si acaso, aquí nunca se paría un treinta y uno de octubre. Los que iban a nacer ese día los sacaban antes o después, pero nunca ese día.

Sin embargo, Juana, que no creía en supersticiones, tentó la suerte y parió a su hija el treinta y uno de octubre. A esa criatura de los mil demonios la llamó Abril. Desde que nació Abril, comenzó la decadencia de este barrio. Una decadencia lenta como suero de brea, pero implacable.

Llevamos a Abril por la fuerza al cura del pueblo pa’ que le sacara los demonios, pero no dio resultado. El cura la llevó al obispo, y según se dice, mandaron a buscar un saca diablos a Roma, pero tampoco resultó. Poco a poco, el barrio se fue secando, se le fue apagando la luz. Las mujeres se negaron a parir. La gente comenzó a irse, y los que no se fueron, comenzaron a morirse.

Entonces, en un invierno, tomamos la decisión de desterrar a Juana y a su hija. Lo hicimos por las buenas, y como no quisieron irse, le quemamos la casa. Sabiendo que lo próximo era el linchamiento, se marcharon. Pero al marcharse, Abril se llevó la primavera.

Desde entonces, este barrio quedó atrapado en un invierno eterno. La tierra se secó y dejó de producir. Los árboles perdieron sus hojas, el cielo se tornó gris oscuro, y el sol jamás volvió a salir.

Cuando nos dimos cuenta del error, enviamos una pequeña delegación a buscar a Abril. Tardaron cinco años en regresar, y no la encontraron. Jamás supimos de ella ni de su madre. Volvimos a la iglesia, rezamos hasta cansarnos y nada.

Desde entonces vivimos en espera de Abril, de su regreso. A ver si con ella vuelven la primavera, las cosechas, las hojas, los cielos azules y el sol. Creo que es la esperanza lo que aún me mantiene vivo. Mientras tanto, seguimos en este eterno invierno.

Luego de escuchar la historia de Cheo Ruiz, me fui. Me fui con más preguntas que respuestas. Algún día volveré al barrio Palo Hincao a ver si regresó Abril, y con ella, la primavera.

ANGY DEL TORO

CLARO DE LUNA

Te busco en la oscuridad de la noche.

Al encontrarte, evoco en tu silencio las palabras que se escuchan en el fluir de las olas que reposan en la arena.

En ti el alma descansa, aunque no duerme del todo.

La vida se aquieta, y, sin embargo, late.

Siento que la suerte —esa que no es azar, sino camino— habrá de despertar.

Susurro para hablarte,

para decir que no me olvides,

que no dejes caer la flor de lo que amamos.

Que nos sigas regalando instantes de ternura,

porque el amor, cuando llega,

también despega y eleva en su bravura.

Sueño, entonces,

lo que aún no hemos vivido,

lo que no me atrevo a decirte,

lo que calla el corazón por temor a perderte en la espesura.

Sueño que hay días en los que realmente vivo,

días donde la vida, a verdad sabe.

Veo en el amor la inquietud de los ausentes,

y en la herida que sana, la presencia de quienes esperan.

Si pudiera, le diría:

“Déjame ser miel y no sal. Déjame ser alivio, no nostalgia.”

Acepto los abismos, los cambios, las pruebas,

porque hasta en el cataclismo el aliento es diferente.

Te miro, Luna,

y me digo que el tiempo es más que un amigo:

lo que seré mañana ya hoy lo estoy soñando.

Por eso aquí seguimos, como flor en el jardín, esperando abril,

buscando con certeza la diana y el suspiro,

recordando que soñar es otra manera de coexistir en Luna Llena.

MAYTE SOCA

Cada día Helena esta allí, parada en la puerta de su casa, mirando hacia el camino.

Esperando a abril

Su esposo Gustavo, la observa desde una de las sillas del comedor, en silencio.

—Helena, ven a almorzar. — le dice con voz cansada.

Pero ella no le responde. Sigue mirando al frente, al horizonte, con los ojos clavados en un punto lejano.

— Vamos, vamos a esperar a abril —susurra ella, sin apartar la mirada del camino.

— Mira, ahí viene mi pequeña.

Y entonces Helena corre a abrazar a su hija.

—Mi niña, llegaste. Deja eso ahí — la muchacha apoya su mochila en el suelo, mientras la madre la toma de la mano y la lleva hasta la mesa.

— Ven, siéntate aquí junto a tu padre. Mira todas las cosas ricas que cocine para ti. ¿Te gusta?.

El hombre observa toda la escena sin decir una sola palabra. Así cada día.

Pero llegó el día en que ya no pudo más.

Helena estaba allí esperando a abril, Gustavo se acercó a ella. La miró. Helena seguía con los ojos fijos en el camino.

— Ven, Helena vamos a almorzar.

No estoy esperando a Abril. Mira ahí viene. ¿La ves?.

Gustavo la tomó por los hombros, y la sacudió con fuerza.

— ¡Despierta de una vez, por favor! ¡Abril no vendrá!

¿Crees que no me duele verte así? ¿Crees que yo no la extraño también? Pero ella. Ella no volverá — grito, con la voz rota por el llanto.

Helena lo miro. Tenía la mirada perdida, pero en sus ojos brillaba algo más: una fe intacta, absurda y devastadora.

—¿Qué dices ? Mira, allí viene. Nuestra pequeña Abril. Viene llegando del colegio.

Gustavo miró, hacia donde Helena señalaba. Y la vio.

A lo lejos vio a su pequeña, venía caminando.

Su uniforme estaba desgarrado y sucio. Su rostro, pálido. Sus ojos, cargados de una oscuridad que helaba el alma.

Así, tal como el día que tuvo que ir a reconocerla en la morgue.

Así la vio llegar.

Está vez, los dos corrieron a abrazarla.

Y se perdieron juntos en la locura.

Una locura producida por un dolor tan profundo, por un vacío inmenso, de la ausencia que sólo la muerte puede provocar.

CARMEN BERJANO

Estas ansias no son buenas.

Añoro lo que nunca tuve mientras no disfruto de nada.

Este frío que no llega ya cala mis huesos.

No es otoño y ya quiero que pase este invierno.

Pero todo está cambiando porque desde que apareciste, en mis ganas ya es mayo.

Carmen Berjano

MARTU MONFORTE

Sonata de abril

Hojas amarillas y rojas

caen lentamente

doradas de sol,

agitadas de brisa

Giran en la tierra,

tejen en su murmullo

una melodía otoñal

brillante de nostalgia…

Mi sueños,

en su crujiente abrazo,

vuelan con ellas

huérfanos, desolados…

La música se eleva,

tiñe el aire,

las hojas agonizan

más…

el árbol sigue en pie!

En tanto…

Enciendo el fuego

Me abrigo de palabras

me sirvo un café.

Luego

renacerán

el brote

y los anhelos!

BLANCA CERRUTI

SUCEDIÓ EN ABRIL

Transcurrían los primeros días de abril. La ciudad estaba preciosa. El aire olía a primavera y los jardines lucían floridos. Las aguas del río que cruzaba la ciudad parecía de plata líquida.

Oscar había llegado aquella misma mañana para asistir a un ciclo de conferencias sobre el cambio climático.

El día de la primera conferencia, una mujer ocupó la butaca a su derecha. Se saludaron. Durante el debate, intercambiaron algunos comentarios.

A la salida, él la invitó a un café en una cafetería cercana con un aire antiguo muy acogedora; ella, sin cuestionárselo, aceptó.

Al día siguiente coincidieron en la sala y se sentaron juntos. Al salir, sin premeditación alguna, se encontraron paseando por el casco antiguo y acabaron yendo a cenar.

Y ya, cada día, antes y después de la conferencia, quedaban. Paseaban por la alameda, visitaban tiendas de antigüedades, iban a comer, y hablaban de todo. Más que una incipiente amistad, parecía un rencuentro de viejos amigos.

Ninguno de los dos se explicaba que se diera entre ellos tal conexión. Pero era evidente que se sentían muy a gusto juntos. Hablaban libremente y eso hacía que fueran descubriendo facetas de sí mismos que desconocían y eso los enriquecía.

Aquella tarde, acodados los dos en el puente, de cara al río, Oscar le habló de su familia. De Emma, su mujer, a la que amaba profundamente, y de sus dos hijos a los que adoraba. Ella le habló de su soledad, no buscada, pero aceptada, y de su trabajo en recursos humanos y voluntariado afín.

Y hablaron del afecto que, de una forma tan natural, había nacido entre ellos. Quizá por poder manifestar una parte de sí mismos que, hasta entonces, no habían podido compartir con nadie de su entorno.

EL último día fueron a pasear por la alameda.

—Marta, no quiero perder esta amistad tan especial que ha nacido entre nosotros y que va a dar una luz nueva a mi vida.

—Yo tampoco, Oscar, porque también ilumina la mía.

—Vamos a hacer un pacto: el primer fin de semana de abril, nos encontraremos en la cafetería que tanto nos gusta. Allí recordaremos lo que hemos compartido estos días y cómo va nuestra vida. En el intermedio no entraremos en contacto.

—De acuerdo, Oscar, pero sin promesas, porque las promesas atan.

Y lo fueron cumpliendo. En cada encuentro repitieron paseos, rememoraron charlas. Oscar le hablaba sobre todo de sus hijos; Marta, de su trabajo en recursos humanos y su voluntariado. El domingo, después del desayuno, se despedían con un entrañable abrazo hasta el próximo abril.

Es el primer fin de semana de un nuevo abril y Oscar parte a su encuentro con Marta. La espera en la cafetería de siempre. Pasa el tiempo. Pero ella no llega. El corazón se le acelera y hasta le parece que el sol se ha oscurecido.

Cuando se dispone a abandonar la cafetería, el camarero se le acerca con una carta en la mano. «Es de la señorita que siempre le acompaña», dice entregándosela. Oscar la coge, se lo agradece con un gesto y sale.

La guarda y se dirige hacia el puente. Acodado en la baranda abre el sobre y saca la carta…tan solo unas pocas líneas.

«Todo está bien, Oscar. Cada abril recordaremos lo que vivimos y, que lo que sentimos, iluminó nuestras vidas sin cruzar ninguna línea. ¡Cuidemos esa luz!».

No era un adios. No era un olvidarse. Era un anclar los recuerdos.

Oscar baja hasta la orilla del río. Hace un barquito con la carta y lo deja en la corriente que discurre mansa y se lo lleva sin hundirlo.

Tampoco él se siente hundido. Marta tiene razón. Lo importante es cuidar la luz que se despertó en ellos para que siga iluminando sus vidas.

Oscar sube del río, cruza el puente y se pierde por la alameda de la mano de sus recuerdos.

Blanca Cerruti

LUCINDA QUART

EL DIAMANTE ROJO

Desde antes del amanecer, en el campamento de Coopera, hay una actividad frenética y ruidosa. El personal de la agencia de cooperación se mueve entre los barracones y el Beechcraft de carga con disciplinada premura, llevándose todo lo que es importante, transportable, no perecedero. De vez en cuando, por encima de las voces de los voluntarios del campamento, resuena el tableteo de las ametralladoras hacia el oeste, no demasiado cerca pero tampoco lo suficientemente lejos. La milicia intenta tomar el aeropuerto, a unos veinte kilómetros de allí, y la MONUSCO les ha ordenado abandonar Kivu Sur.

Sentada a una mesa de la abandonada cantina, Grace Covarrubias intenta recordar cuál es el nombre de la nueva facción rebelde, que nunca es la última y siempre se parece mucho a la anterior o a las siguientes. Aquí los hombres abusan por igual de las siglas que de las mujeres o del ganja; la vida de una niña vale medio euro, y existe la creencia de que el VIH se cura con magia.

Mira el reloj en la cara interior de su muñeca: han pasado cuarenta minutos desde que habló por radio con el padre Aguirre, de la misión salesiana de Kavumu. El sacerdote le aseguró que estaban en la carretera, pero de ser así, ya tendrían que haber llegado. Y la radio del campamento sólo emitía estática y ruido blanco desde entonces. A sus pies, apoyadas contra las patas de la mesa, se amontonan todas sus pertenencias mundanas: una mochila con ropa sucia, dinero para sobornos, sus credenciales de la ONU y los visados de la niña bajo un nombre falso. En tres cajas de embalaje, la documentación recogida en Kavumu: informes médicos, listados larguísimos de nombres y fechas, las grabaciones de audio de sus entrevistas con Abril.

Como no quiere pensar en las razones por las que el padre Aguirre se retrasa, decide que la mejor manera de esperar a Abril sin perder los nervios, la esperanza o la cordura, es repasando sus notas. Mientras el piloto del Beechcraft no arranque los motores, hay tiempo.

Su nombre no era Abril. Dos monjas de la misión la llamaron así porque dijeron que su fortaleza y sus ganas de vivir eran tan imparables como la primavera. Tenía unos grandes ojos color avellana y una expresión seria, desconcertantemente adulta. Había visto cosas que nadie debería ver jamás en toda su vida y ella, con sólo nueve años, ya era una víctima, una superviviente, un número triste en una sórdida estadística.

En las grabaciones, el padre Aguirre traducía del lingala las palabras de Abril. Había pausas en las que Grace reconocía la náusea y el dolor del cura ante los hechos, pero nunca logró ver en los ojos de la niña un atisbo de rencor, únicamente miedo. A pesar de su corta edad, Abril entendía que ahora era un testigo incómodo y si su vida en Kavumu nunca había valido nada, su muerte era valiosa, necesaria, inevitable. A ratos, Grace tenía la sensación de estar hablando con un condenado a muerte.

“Vinieron de noche. En la choza dormíamos mis siete hermanos y yo. Mamá estaba trabajando, como todas las noches”. La voz de Aguirre hace una aclaración obvia para futuros analistas estúpidos en despachos cómodos, a muchos miles de kilómetros de allí. “Su madre es prostituta, así mantiene a la familia. Las mujeres sostienen África sobre sus cabezas porque los hombres están muy ocupados bebiendo, matando gente o fumando ganja. Sólo repartimos comida y medicamentos a las mujeres, nunca a los hombres, porque los venderían”.

Abril continúa su relato. Hay algo inquietantemente monótono en su voz, aunque quizá sea porque así suena el lingala para los europeos. O quizá no. Quizá ese distanciamiento se deba al hecho de que además de destrozarle el cuerpo, también le han destrozado el alma.

“Hicieron un agujero en la pared y nos pusieron un pañuelo en la boca. Olía mal y nos dormimos. Cuando desperté, vi a mi hermana pequeña tumbada en un prado, tenía la cara hinchada y hacía movimientos raros, como cuando tienes tos. Pensé que el hombre que estaba encima de ella estaba intentando despertarla, pero él también se movía raro. Había más hombres, más niñas, mucho ruido. Y sangre por todas partes, como si lloviera del cielo”.

“¿Cuántos años tenía tu hermana?”

“Dos. Para el Diamante Rojo sólo sirven niñas pequeñas. Eso les oí decir a ellos después”.

En las transcripciones, Grace Covarrubias describió el ritual del Diamante Rojo, quizá la práctica más abominable de todas las que ella, acostumbrada a la miseria humana, había recogido en un informe:

Dieciocho hombres liderados por un diputado provincial de Kivu, secuestraron a cincuenta niñas en Kavumu entre los años 2013 y 2016. La más pequeña tenía un año y medio. La mayor —Abril— nueve años. Las violaron y luego las degollaron como si fueran animales, abriéndoles la yugular y las carótidas para bañarse con su sangre porque eso les protegía de las balas, el VIH y los malos espíritus. Algunos cuerpos aparecieron mutilados a las afueras del pueblo, pero a la mayoría, las enterraron en una vieja plantación expropiada a un alemán asesinado por la guerrilla. A Abril la encontraron dos monjas salesianas en una cuneta de la carretera de Bukavu. Según los médicos, iba a necesitar una veintena de cirugías reconstructivas por el daño causado a sus órganos internos después de la agresión. Tendría secuelas importantes de por vida. Nunca podría tener hijos. Su familia la repudió después de aquello: por vergüenza, porque era una deshonra y no encontraría marido; porque se había atrevido a hablar con los curas blancos y la mujer de Naciones Unidas.

Grace y el padre Aguirre acordaron sacar a Abril del Congo bajo un estatus especial de refugiado político y llevar su caso a la prensa, a la Asamblea General, al tribunal de La Haya. Y entonces llegó la orden de evacuación de la MONUSCO y todo se precipitó. El padre Aguirre tenía que traer a Abril desde el hospital de la misión hasta el campamento de Coopera, media hora en coche como mucho. Pero no habían llegado y el piloto del Beechcraft no podía seguir detenido en la pista, en espera de Abril y del salesiano.

Pero Grace no pensaba irse de Kivu sin la niña. Puso toda la documentación bajo la custodia de su asistente y le dio instrucciones precisas de qué debía hacer con ella. Luego se colgó en bandolera la mochila con la ropa sucia, los visados de Abril, sus credenciales de la ONU y el dinero para sobornos, y se subió a uno de los todoterrenos de la organización con su traductor local al volante. En la carretera de Kavumu los alcanzó la sombra alargada y rugiente del Beechcraft, volando bajo hacia algún lugar del mundo donde la vida de una niña no valiera medio euro; los hombres no abusaran por igual de las siglas que de las mujeres, y no lloviera sangre del cielo.

Algún lugar donde el drama oculto de Kavumu ocupara la primera página de los periódicos, las conciencias, las sanciones. Que el sufrimiento indecible de una niña de nueve años sirviera para evitarles ese mismo sufrimiento a otras niñas. Que el sacrificio del padre Aguirre sirviera para algo. Que su propio sacrificio sirviera para algo…

“Voy a buscarte, Abril. Ya casi estoy, tú espérame”.

Pero Grace nunca llegó.

Y ellos consiguieron detener la primavera.

SILVIA GALLARDO

Tomàs era un niño de tes morena, chaparrito de expresión melancólica que permitia leer ensu infantil mirada y en su imagen humilde la

condición de a bandono y descuido; asistia a la escuela, descalzo, consus pie citos agrietados por amasar

con ellos

lodo con arcilla,que serviría para la elaboracionde tabique,a eso se dedicaba su familia para sobrevivir

y c riarlo con el minimo sustento que lo tenía a puntode la inanición

. Le gustaba la escuela, era su lugar seguro donde olvidaba sudificil y precariavida y el maltrato a que era sometido

.Era inicio del ciclo lo escolar y tuvo lafortuna de que lo asignaran a un grupo donde reci biria

clase con unadocente recién llegada que sería un pilar para su vida,con ella.vivió la se n sación de tener

un hogar porque rec i bió allí amor, atención y respeto además de la con vivencia con otros niños estabanenla vísperade celebrar el día del niño

la noble maestra quería agasajar Asus niños

_es una vez al año:- pensó-

así que gastó toda su quincena para prepararun festejo

i n olvidabl e para sus pequeños discentes .

lescompro pastel y ricos bocadillos

además de ha berles confeccio nado

unas hermosas bolsitas que lle nó

ode dul ces y hocolates,decoró

el salon con globos y cora zones donde escribió los nombres de cada niño.

llegó el díaesperado. Todos los. niños entraron al salón con

gran algarab ía

la maestrales indicó :- sus bancas tienenun corazón con su nombre . pásen a sentarse..

muyfelices obedec ieron ycada niño ocupó su lugar,todos ansiososde la sorpresa que les esperaba.Tomas se sentóen el suelo. -aqui es tu luga r le indico la maestra – el respondió !no! mis papás dicen que debo comer Enel sueloporque no trabajo bien en los hornos de tabique.la maestra no permitió esa situación, lo tomo de la mano y lo condujo a su lugar:aquí-le dijo porque hoy es tu día y te voy a consentir

con lagrimasconmovedoras agradecio a su mentora por el amor que él creía no merecer ,acostumbrado al maltrato ensucasa, » hoy es 30 de abril , día del. niñoy festejamos su día, porque todosustedesmerecen ser felices ydeseo que hoy lo sean ydicho esto, sempezóa repartirles pastel y bocadillos que disfrutaron.ucho, principalmente Tomasque está ab acostumbrado solo a la tortilla los frijoles,y comió con tal voracidad que conmovió a la joven maestra, realmente fue un man jar.y un agasajo cuando les entregó las bolsascondulces.

tomas tomo las manos de su àngel , así. veïa asu maestra y se las besó con devocion

gracias,-la amo gracias por existir-le murmuró mientras le daba un beso en la mejilla .

El día termino y todos sefueronfelices.

desde ese día, Tomás se la pasa en esperade a b ril y cuenta losdias para llegar all30 con la esperan za devolver a comer, reir y disfrutar lo que no reci bia en casa.

hay niños que asisten a la escuela con el tomago. vacio ysu alma lastimada por la pobreza y un a vida triste y gris que ellos no eligieron

tomas encontró en esos momentos

de su vida, laesperanza

De una vida mejor gracias a

su maerstra que desempeño sunoble labor humana, con devoción y entrega gracias a ella. tomas se convirtió en un niño con aroma de flores ycolor a primavera, y a semilla bendecida que brota en cada

abril con el petricor de la bella infancia.

«la infancia es una etapa maravillosa no hay pasado, no hay futuro, solo un presenteque se mira con inocencia e ilusión».

MAITE BILBAO

LA ESPERA

Todo el mes de marzo es un yeso opresivo. Lo siento como una corteza, gris y helada, adherida a mis costillas. Llevo días palpando el dolor sordo del esternón, la presión geológica de una semilla demasiado grande, húmeda y viva, a punto de reventar la arcilla. Anoche, al doblar el codo, oí un crack seco. Aquel sonido fue la tensión superficial de la piel que cedía.

Pasé la yema del dedo: una fisura finísima, plateada, como un hilo de seda mientras corta el carbón. Por ella, una humedad tibia empieza a filtrarse.

Mi vista es mi tortura; la abstinencia me ha impuesto un filtro de sepia gastado y cemento mojado. El cielo es una hoja de plomo. Bajo el paso elevado, el Suministrador de la Esquina Gris me espera. Sus ojos, los únicos que aún retienen un azul ácido que me hace temblar, me alargan la mano. En ella, envuelto en un plástico sucio, un solo pétalo de narciso: un amarillo tan violento que me quema la retina al verlo. Es una dosis de luz pura, un pico de voltaje en el cerebro. Lo pago con mi último recuerdo de sol de verano. Lo atesoro.

El aire de marzo huele a óxido y a mentira piadosa. Pero cerca de la grieta, y al respirar hondo, percibo algo más: el aroma profundo y dulce de la tierra que se abre, un olor a vientre de madre y a compost fermentando. Crece y llena mis pulmones. El Suministrador me advierte, con voz rasposa, que la policía del calendario está al tanto: «Hueles a clorofila, chico. Te van a decomisar.» La esencia de jacinto en la nuca es la evidencia de que la belleza está a punto de delatarme.

El ansia es tan fuerte que me sabe a saliva, con la astringencia de metal oxidado en la lengua. Saco el pétalo. Lo masco con el ritual de un adicto. Es crujiente como un insecto seco y al instante libera un sabor a electricidad y almendra amarga. Me sube a la cabeza como un trago de absenta. Siento la efervescencia en la garganta, una punzada de dulzor excesivo, como si hubiera bebido un jarabe de sol concentrado. Esta dosis es insuficiente, un aperitivo de la nueva estación, que solo intensifica la agonía.

El mundo sigue con el sonido monótono del ruido, del arrastre de las quejas. Pero la grieta en mi piel es un receptor: puedo escuchar la vibración de las raíces hundiéndose en mi carne, el silencio ensordecedor de las semillas en la espera.

Y entonces, sucede.

Un mugido bajo y profundo que rompe el horizonte, seguido de un gong metálico. Es el bramido del Toro de la primavera que ha roto su corral. Es el primero de abril. La corteza se rompe con el impacto. Abril.

De la fisura en mi pecho irrumpe un chorro de savia espesa y templada. Mis oídos se inundan con el grito glorioso del primer petirrojo, que ahora es una explosión sónica de color azul y rojo que estalla en los tímpanos. La abstinencia desaparece, reemplazada por la furia del color. El Suministrador se ha esfumado, dejando un rastro de ceniza. Me desplomo, con el pecho abierto, y mi jardín interior fluye en forma de una niebla aromática y un crujido gozoso de hojas tiernas. Abril es real, y su locura me ha devuelto la vida.

Maite Bilbao Pérez

SILVIA RAFI GRACIA

RECORDANDO UN ABRIL

Un día de Abril, a punto de poner el pie en el paso cebra junto a la salida de la estación, me encontré de cara frente a Daniel

«¡Hola, Lluïsa! ¿Me reconoces?» me dijo con aspecto de alegrarse de verme, a lo que alargué mi brazo hacia su espalda y él el suyo hacia la mía y, tras un beso en cada mejilla, le respondí, contenta de verle, algo así como «Claro, como tú también me has reconocido a mí. La verdad es que he perdido vista pero muy de cerca sí que distingo bien las caras».

Ví que tenía prisa; su tren era el que iba a llegar ya en nada «Ves, Daniel, no pierdas el tren; ya volveremos a encontrarnos otro día – le dije disculpando su pronta retirada;-. Dale recuerdos a tus padres, un abrazo de mi parte, que hace mucho también que no les veo». » Sí. No lo puedo perder. Lo siento. Con mis padres justo ayer celebramos juntos el aniversario de nuestro primer encuentro, del día que nos conocimos; y reconocimos. Ya les daré un abrazo de tu parte, Lluïsa. Dales también tú recuerdos míos, un abrazo, a Fernando y a Bernat»

Me dirigí a mi casa y por el camino fui recordando los días anteriores a ése que Daniel había mencionado (aunque de veinticinco años antes)

Raúl y Martina hacía cuatro años que, tras varias pruebas, entrevistas, comprobaciones… de aptitud, habían ya formalizado los trámites para poder ser padres de un niño o niña que, no teniendo familia propia que quisiese hacerse cargo, necesitase ser adoptado.

Fernando y yo también habíamos planeado iniciar ese proceso; pero en poco quedé embarazada y lo dejamos estar.

Habíamos hablado mucho sobre ello con Raúl y Martina. Y, supongo que en gran parte por este motivo, así como ellos siguieron muy de cerca todo mi proceso de embarazo y parto, también Fernando y yo seguimos el suyo (mucho más largo e incierto que el nuestro), pues fueron aquellos años una época en que nos veíamos muy a menudo.

A veces, durante mi embarazo, Martina me comentaba que, como yo, ellos también estaban gestando; no a un ser que se fuese formando, pero sí amorosidad en sus almas, preparándolas para recibir a su deseado hijo.

Fernando y yo fuimos padres de un precioso niño al que llamamos Bernat. Y, mientras Bernat iba creciendo, ellos seguían «gestando» y soñando con ese ser que iba a formar parte de sus vidas; imaginándolo en múltiples situaciones; aunque nunca, claro, con el mismo aspecto físico cada vez.

No querían incluir ningún rasgo concreto, ni género, en ese imaginario que día a día iban construyendo para su acogida, como si estuviesen construyendo un nido elaborado con multitud de imaginadas vivencias comunes de lo más diversas. .

Cada uno tenía sus propios sueños, pero muy a menudo los iban compartiendo y así iban fortaleciendo la trama que lo tejía.

Hacia mediados de marzo, pasados ya casi cuatro años en lista de espera y en puertas de primavera, recibieron el aviso de que un niño, un varón a punto de cumplir sus cuatro años de edad, reunía ya las condiciones para poder ser adoptado, y que, dado el orden que ellos ocupaban en la lista de espera y leído su expediente, contaban con la posibilidad de acordar un encuentro oficial para, tras unos cuantos días de convivencia con el niño en su país y el visto bueno del equipo psicológico y asistencial del organismo oficial competente de aquella zona, poder decidir si aceptaban a Daniel como hijo y Daniel a ellos como padres.

Viajarían, por tanto, en no más de un mes, a aquel país. Y así fueron pasando los días, con la latente espera de que llegase aquel día de abril en que por fín pudiesen conocerle.

Les enviaron por correo un breve informe sobre el pasado y la situación actual de Daniel con los datos más relevantes y también la fotocopia de una fotografía suya. Si se comprometían acordarían esa esperada fecha para el encuentro.

Y así, en espera de su día de partir, colocaron en un marco, sobre la mesa que tenían frente al sofá, aquella sombra de «fotografía» en blanco y negro gravada en papel de folio. Apenas se distinguían las facciones de su rostro; se desdibujaban entre las sombras y sólo podían optar por seguir repetidamente imaginándolas; pero ya sabiendo que pertenecían a alguien que, de alguna manera, también les esperaba a ellos.

Y ambos miraban contínuamente aquella imagen en la que, con imaginación, podían aproximarse a cómo era el rostro de Daniel.

El día señalado para su partida les acompañé al aeropuerto.

Sus emociones, incontenibles, parecían poderse tocar. Inundaban el vehículo.

Me iban explicando…

y sus voces sonaban a canción nostálgica << por la nostalgia de no estar ya a su lado y por todo el tiempo pasado de no haberlo estado>>; también a incertidumbre <<¿les aceptaría él? ¿sabrían tener la actitud adecuada? ¿conectarían? ¿sería él tímido? ¿,muy lanzado, quizás? ¿ muy travieso? ¿temeroso de su nueva vida?…>> . Y también a euforia, de tanta alegría que no cabiendo ya en sus cuerpos, efervescía…

Me iban explicando qué llevaban en sus maletas: la jirafa blandita de ropas de colores que Fernando y yo les habíamos regalado, un ratoncito de peluche que cargaba a otro ratoncito más chiquito en su espalda, un pequeño camión de carga, algunos pequeños automóviles de mano, unos cuantos cacharros de cocina en miniatura, globos de colores….

<< Sus futuros abuelos y tíos, y otras amistades, habían manifestado con diversos obsequios su apoyo emocional >>. También algunas pocas piezas de ropa para él <<no conocían aún su talla y completarían su vestuario para aquellos días durante su estancia allí >> además de piezas de ropa para ellos dos, entre otras las que llevaban puestas en la fotografía que les pidieron enviar para que Daniel pudiese ver quiénes, muy pronto, iban a poder ser sus padres si a él e gustaban. Y que podría entonces, en otro país, tener, como otros compañeros de la guardería, un padre y una madre «para él».

Fuí yo quien les hizo la fotografía que enviaron..

Y yo podía ver en sus ojos, cuando la miraba, aquel feliz anhelo donde se albergaban tantas esperanzas, amorosidades y deseos

Me decían…que pronto podrían ir a pasear por los campos << muchos de ellos ya cubiertos por las amapolas, decían>>, con Daniel; por muchos caminos por donde pudiese correr y saltar, tocar piedras y tierra y hierba fresca…, como tantas veces lo habían imaginado en sus rutas a pie, ahora que estallaba la primavera y todo iba a ir floreciendo, con sus tempos; como también iba a ir floreciendo su relación; también con sus tempos, pero indefinidamente.

Que también le enseñarían el mar, decían, que Daniel no lo habría visto nunca.

Y que jugarían en la arena…, como también muchas veces lo habían visualizado mirando el mar.

Ir haciendo estos comentarios, con intermedios de algunas canciones tarareadas entre los tres, podía ir aligerando la ansiedad que también sentían por sus temores, dudas…, de si quizás algo podría no salir bien.

Nos abrazamos cálidamente antes de su embarque. Les desee lo mejor, y sentí en ese momento que los tres corazones vibraron con la misma frecuencia; porque yo también me sentía muy emocionada.

Me llamaron al día siguiente por la tarde. Estaban en la habitación del hotel que el abogado había concertado, y oía la vocecilla de Daniel con un timbre muy vívido, muy despierto, imitando el sonido de los vehículos de juguete que estaba manipulando.

Habían demasiadas cosas para explicar entre tal cúmulo de emociones.

Estaban jugando los tres, me dijeron, con todo un poco de lo que habían llevado, a ratos alternados. Para explicar la emoción del encuentro de aquella mañana y sus posteriores reacciones no tenían suficientes palabras. Y estaban pendientes también de otras expectantes llamadas. Así que pensé que al regresar ya habría tiempo y no insistí en pedir detalles.

Pasados unos cuántos días, ya de regreso, completado el tiempo de adaptación y el de todos los trámites, les fuí a recibir al aeropuerto, coincidiendo con unas cuantas amistades más, tíos, abuelos…Todos deseosos de verles.

Daniel era un niño precioso, aunque, éso sí, muy chiquito aún para su edad.

Ahora tendrían medio mes de mayo por delante, y bien pronto ya el verano <<tiempo de playa y sol>>, luego el otoño…y cada estación de cada año, ilimitadamente.

Todo siguió su curso, su progresiva adaptación, con sus necesarios tempos, de los que estuvimos muy al caso, Fernando y yo, durante los primeros años.

Una de las cosas que me quedaron grabadas, de situaciones que íbamos comentando, fué que el equipo oficial que llevaba allí el seguimiento (una psicóloga y una trabajadora social) les insistieron, corazón en mano, en que era importante, tanto por parte de ellos dos como de las personas que iban a formar parte de su entorno cercano, que quedase claro que Daniel, por su bien, tenia derecho a ubicarse y enraizarse totalmente en su nueva vida, sin el peso de ninguna mochila referente a su pasado.

Y creo que supieron, supimos, los de su entorno más próximo, cumplir con esa recomendación. Aunque, por lo que Martina y Raúl me iban explicando, Daniel se tuvo que ir acostumbrando a según qué importunios de muy poca delicadeza, así como «¿y quién era tu madre verdadera?» ; o

«Tú no eres de aquí, tú eres de allí»; «tu família de verdad está allí, y tendrás que ir a conocerles ¿no?»; «quizás tienes muchos hermanos, de otros padres, y tú no lo sabes»; «¿ tú eres un niño abandonado? ¡ pues vaya madre!»; «algún día tendrás que conocer a tu madre verdadera, ir a verla» o…

Y algunas, con el avance de su edad y la de sus compañeros, bastante malintencionadas o bien, aún sin mala intención, muy burdas.

Y pensaba yo, y sigo ahora pensando: ¡qué absurdo hacer tantas preguntas y comentarios inútiles a un niño << y con los años a un adolescente>> que se ha pasado sus primeros casi cuatro años de vida sin nadie que respondiese por él, nadie que reclamase ningún tipo de vínculo familiar!.

Los que procedían de sus compañeros siendo aún de corta edad, casi seguro surgían de lo que oían decir a sus padres… Pero ya contando con más años…

Y aún cuando fuesen comentarios sin intención de herir por parte de quienes los emitían, me parecían, como mínimo, muy poco respetuosos, porque con ellos podían herír a Daniel << Raúl y Martina nos transmitían sus sensaciones…, lo que Daniel les comentaba…>>, Podían crearle dudas e inseguridades…como rasguños que no se perciben dolorosos por su superficialidad; pero que después de unos tras otros y otros…acaba siendo una herida que, aunque se la ignore, de tanto en tanto, cuando algun «mensaje» va a desembocar al lugar donde se mantenía imperceptible, quizás oculta, esa herida duele o sangra.

Y Daniel tuvo que aprender a ir desarrollando fortalezas para evitar las memorias de dolor de

esa herida de muchas pequeñas heridas..

Entre Daniel y sus padres siempre hubo una gran sinceridad. Y en sus conversaciones se tenía siempre en cuenta infundir un gran respeto hacia su madre biológica << le facilitaron una manera adecuada de mencionarla cuando quisiese referirse a ella, pues Daniel ni siquiera conocía su nombre de pila, ni era consciente de ningún tipo de recuerdo de ella >>.

Un necesario y sincero respeto hacia aquella mujer que le posibilitó poder disponer de una vida.

En sus primeros años las respuestas a sus inquietudes, o a veces avanzándose, se daban en formato de un bonito cuento, aunque todo lo sincero y honesto posible, edulcorando pero sin contaminaciones , Y más tarde, adecuándose a los tempos de su crecimiento, maduración y nuevas preguntas o inquietudes, fueron incorporando, algunas veces <<cuando percibían que Daniel lo deseaba>> la obertura a suponer posibilidades diversas respecto a los porqués de su abandono

y a los porqués del embarazo de su progenitora; cuando Daniel ya era consciente de que existían situaciones de vida muy duras que generaban respuestas no siempre fáciles de entender ni socialmente aceptadas.y que nadie debía juzgar sin ser capaces de «ponerse en sus zapatos».

Y desde siempre, desde su ingenua infancia, hicieron hincapié en perpetrar la necesidad de que debía dejarla «volar» fuera de él sin el más mínimo rencor y sin juicios de valor hacia su actitud, hacia su decisión.

Por su propio bien y por el bien de ella deseándole lo mejor.

Y Daniel así lo iba haciendo, la dejaba «volar», sin ningún rencor.

Y al encontrarme con Daniel aquel día casualmente, con aquel cariño que desprendió, he vuelto a ir recordando, con una intensa ternura, todo aquello que aquel año compartí con Raúl y Martina, sobretodo durante aquellos días en espera de abril.

He ido pensando en aquel niño …que fué y es, como se esperaba, una gran persona arraigada a su hogar y a los más «suyos» y rebosante de bondad.

Y sé que, además de celebrar cada año el aniversario de nacimiento de Daniel, también cada año él, su padre y su madre, celebran íntimamente su primer emocionante encuentro, y concretan su cita en puertas de primavera en espera de ese día de abril.

(Sílvia Rafi Gracia//20/10/2025)

MANUELA CÁMARA

No es abril quien tarda

«Bandini soñaba con la primavera,
con el sol derritiendo la nieve del patio trasero.
Entonces volvería la vida,
y él dejaría de tener frío
—John Fante, Espera a la primavera, Bandini

El invierno se ha quedado a dormir en los espejos.
Nadie lo invitó, pero ocupa todos los rincones de la casa:
el aliento borrado en los cristales,
el temblor de la taza vacía,
la lentitud con que cae la tarde
atorando mis pies en su frío.

Dicen que abrí vendrá pronto,
que el aire ya huele distinto,
que bajo la tierra la hierba se despereza
como un niño que despierta
y recuerda su nombre.
Pero aquí adentro el calendario sigue mudo,
y las campanas, cuando suenan,
parecen anunciar un regreso que no llega.

He aprendido el arte de esperar
como quien reza o borda una sombra.
Pongo una silla junto a la ventana,
por si abril se dignara a sentarse;
dejo que entre el viento,
remueva el polvo
y me borre un poco.

A veces salgo al campo.
Cuando mi aliento crece, el mundo suspende su respiración.
El suelo exhala un rumor tibio,
como si las raíces murmurasen un secreto
que nunca alcanzo a entender.
Entonces creo ver algo moverse entre la niebla:
una figura leve,
una silueta que tal vez es mía,
o tal vez es abril, tanteando su camino de regreso al mundo.

Anoche soñé que el mes se abría como un libro,
y dentro de sus páginas respiraban los días perdidos:
una madre cantando junto al fuego,
un amor que olía a lluvia nueva,
y mi propia voz repitiendo palabras
que ya no sé pronunciar.
Desperté con el pecho lleno de campanas,
pero fuera seguía esperando el frío.

Comprendí que no es abril quien tarda,
sino yo, detenida en este umbral.
Que hay inviernos que no están en el clima,
sino en la sangre.

He mirado a mi alrededor y solo he hallado este invierno
bebiendo desde mis sienes sus últimas sombras.
He visto el silencio colgado del tejado
como un pájaro dormido.
Mis horas son frascos cerrados,
sin perfume,
sin promesas.

Por eso hoy ya no espero a abril:
salgo a buscarlo al aire.
Camino hasta que el sol me nombra
y entiendo, por fin,
que la primavera no llega de golpe:
que es apenas un temblor de agua
que se atreve, lentamente,
a romper el hielo dentro de uno.

MCámara.

ARCADIO MALLO

EN ALGÚN LOCAL

Me he sentado al fondo, en el rincón más oscuro que he encontrado. Este antro parece el típico local de mala muerte del extrarradio. Quizás lo sea, no lo sé, no conozco la ciudad. Casi no hay gente y, la poca que hay, hace lo propio por pasar desapercibida. Excepto aquellos dos que están en la barra, iluminada por unas luces amarillas que proyectan sobre ellos la mayor claridad que se ve entre esta cuatro paredes. El chico obeso, con barba larga y camiseta corta (le sobresale la barriga por debajo), gorra de Ferrari, sucia y vieja, empuña una garra de cerveza que bebe a grandes tragos mientras sondea a la parroquia de un lado a otro, valiéndose del taburete redondo de giro 360 grados que lo sostiene. En la otra punta, como si no se llevasen, un hombre mayor, delgado y bien vestido, duerme sobre la barra mientras el hielo se le derrite en su whisky on the rocks. Hago un gesto al camarero, que secaba vasos con un paño blanco, con calma, impasible a las idas y venidas, y le señalo el whisky del bello durmiente. Visto mí gesto, lo mira y se vuelve hacia mi. Le hago la V de victoria con mis dos dedos en un intento, veremos si en vano o no, de indicarle que lo quiero doble. En el hilo musical que pone voz a la penumbra se escucha a Sabina, en espera del mes de abril que alguien le ha robado. La noche es joven todavía como para poder ahogar los recuerdos hasta olvidar. Mañana será otro día.

NILA J BOHÓRQUEZ

Abril…el mes más hermoso del año,

desbordante de flores engalanadas

luciendo pétalos mil colores

y belleza incomparable…

portando en sus brillantes alas

a una niña de bucles dorados,

de ojitos radiantes destellando

con su esplendor el lar escogido.

Llegarás en abril…

y *Abril* será tu nombre,

repleta de amor y esperanza,

alegrando al mundo cual florecilla

que florece llena de luz natural.

¡Niña linda!… tesoro invalorable

que nos unirás en el amor…

embeleciéndonos con su sonrisa

al esparcir alrededor notas musicales, cual concierto primaveral

Tu inocencia y dulzura

nos enseñará amar con el corazón

abierto y a valorar más a la vida,

vida siempre bella…

¡Capullito de oro…

desde el vientre de tu madre

ansías con vehemencia

ver la luz del universo

que guiará el sendero

de tu existencia!…

¡Y en la espera de abril

para recibir a *Abril*…

deshojamos cada día con fe,

paciencia, entusiasmo y algarabías,

las páginas del calendario!…

(Letras dedicadas a una madre feliz

que desea con alegría y emoción,

el advenimiento de su hija).

LETICIA R MENA

TAL VEZ ABRIL

Amaneció y atardeció por el oeste muchas veces durante la espera, en la completa oscuridad de días sin sol y noches sin estrellas ni luna.

El calendario transcurría. Todo era el mismo día gris y sin vida repetido, el mismo letargo, sin luz ni esperanza. Ni un solo brote verde, creciendo rebelde en alguna grieta del suelo.

El día que encontré esa amapola creciendo en la fría arena, comenzó a resonar en mi cabeza la idea de que no todo estaba perdido.

Si aquella pequeña flor salvaje había podido arraigar allí, en mitad de la nada que había dejado el fin del mundo, tal vez aún podía quedar la esperanza de vida.

Tal vez ese abril esperado devolviera el calor a un mundo devastado. Un poco de aquello que, antaño, era conocido como existencia.

Tal vez allí mismo, abajo en el subsuelo. En el interior de una tierra que, como mi propio interior, había resistido al agonizar del mundo.

Desde ese día cavo en la tierra muerta, con las manos desnudas, buscando un nuevo brote, una flor salvaje que llevarme a la boca.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Continuación : La tristeza en sus ojos.

(Los personajes de este relato me dijeron que querían seguir viviendo)

En el crepúsculo del 1902, Isabel, con dieciséis abriles aún por florecer, se vio unida en matrimonio por la férrea voluntad de don Simón. Su padre, un roble inquebrantable de tradiciones, pregonaba con orgullo el buen casamiento de sus hijas como el más alto galardón. Eloísa y Clara, sus hermanas mayores, ya habían echado anclas en matrimonios convenientes con prósperos empresarios de la capital, anclando su destino al de hombres que manejaban los hilos del poder económico. En el hogar de don Simón, doña Gertrudis, su esposa, era una sombra dócil, una figura sumisa cuyo universo giraba en torno a la casa, encarnando el ideal de la época: «una virtuosa con decoro y abnegación consagrada a su hogar».

A Isabel, como a sus hermanas, se les había inculcado con mano de hierro la custodia de la moralidad, la religión y la sagrada labor de la crianza. La identidad de aquellas tres mujeres pendía de un delgado hilo: su estado civil. Una mujer casada era el compendio de la esposa y la madre; una soltera, en cambio, se marchitaba bajo la sombra de la lástima, una «solterona» que había traicionado su propósito social.

Eloísa e Isabel, sin embargo, eran dos ríos subterráneos de rebeldía, buscando grietas en la pared del patriarcado para escapar de su opresiva marea. Ambas anhelaban romper las cadenas invisibles que las ataban a un destino prescrito. Clara, en contraste, se había entregado al sistema, diluyendo su personalidad jurídica hasta convertirse en un eco de su marido. Su autonomía era un espejismo, un privilegio ajeno a su potestad marital. Poseía riquezas sólo en apariencia, pues la verdadera administración de sus bienes descansaba en las manos de su esposo.

Los años se deslizaban como arena entre los dedos, arrastrando consigo la pesada carga de sus obligaciones. Eloísa e Isabel, en cada espera de abril, se encontraban, susurrando planes, urdiendo estrategias para mover la pesada losa del matrimonio. Eran dos gemas preciosas, incomprendidas, cargando con su cruz para sobrevivir en aquella sociedad implacable, donde la libertad femenina era una utopía.

El mes de abril, cedía su lugar a la primavera, abriendo paso a un encuentro fugaz. En el bullicio del almacén del pueblo, Isabel tropezó con Miguel, el pintor. Sus ojos, como pinceladas de anhelo, la deseaban capturar en sus lienzos vibrantes, donde los atardeceres parecían esperar la figura femenina que diera armonía al paisaje. Pero de aquellos encuentros solo nacían miradas furtivas y saludos respetuosos. Miguel se conformaba con admirar a su musa, soñando con el día en que su amor prohibido, como una golondrina extraviada, encontrara el camino a su nido.

Pero abril, caprichoso y juguetón, guardaba un último secreto. Una tarde, cuando el sol se derramaba sobre las tejas del pueblo, Miguel esperaba en el almacén, no por casualidad, sino por un arrebato de audacia. Isabel apareció, sus ojos reflejaban la melancolía de un cielo nublado, pero en su interior una chispa que se negaba a extinguirse.

—Isabel —murmuró Miguel, su voz un hilo apenas audible entre el ajetreo del lugar—, he terminado un cuadro. Un atardecer en el campo. Pero le falta algo… Le falta su luz.

Isabel lo miró, y en esa mirada hubo un océano de palabras no dichas. La osadía de Miguel, como una brisa inesperada, había soplado sobre las brasas de su espíritu.

—¿Y qué podría aportar mi luz a su atardecer, señor pintor? —respondió ella, con una ironía apenas perceptible, un velo que ocultaba un corazón latiendo con fuerza.

—Todo —dijo él, —. su esencia, su libertad. Quiero pintar su espíritu, Isabel, no solo su belleza. Muchas veces se puede pintar el silencio del alma.

En ese instante, Isabel recordó a su relicario, aquella ave herida que voló por su libertad.

—¿Libertad? —dijo Isabel, más para sí misma que para él.

Miguel entendió. No se trataba de un retrato cualquiera, sino de un pacto silencioso, una promesa de alas. Esa misma noche, una carta llegó a manos de Eloísa. La caligrafía de Isabel temblaba, pero sus palabras eran firmes como rocas. «Hermana, el mes de abril me ha traído más que primavera. Me ha traído de nuevo mi reliquia pasada, que me ha mostrado el camino. La pesada piedra del matrimonio no es un muro insuperable, sino una ilusión. Prepárate, porque juntas, moveremos montañas».

CESAR TORO

Cuando llega abril mi espíritu se llena de alegría, pues siento que he dado otra vuelta al sol o a la tierra, pues no estoy seguro, si es la tierra la que se mueve o el sol que gira.

<<Una generación se va y viene otra; pero la tierra permanece siempre>>

Vine a este mundo en abril así qué, como decimos cumplo años en ese mes, aunque tampoco sé, si es un año mas o un año menos, ya que, a veces dudo del tiempo, si no hubieran relojes ¿que mediríamos? Y si los relojes irían pa tras como el cangrejo o pa lante como el elefante.

Bueno en fin estoy aquí escribiendo para el tema de la semana y dando gracias a Dios por darme otra oportunidad para vivir, escribir y compartir con mis amigos los que tengo cerca, los que estan lejos y los que me leen en el grupo de escritura.

Después de abril llega mayo y florecen las amapolas y los guayacanes el paisaje es maravilloso, luego espero que llegue Julio, que a veces viene solo y en ocasiones con el niño… y nos baña con sus tormentas y aguaceros.

AXY LINDA

En espera de abril

—Cada cumpleaños recibirás un regalo especial —dijo la figura nebulosa—. El primero ya lo tuviste: nacer.

—¿Quién eres? ¿Por qué yo? ¿Qué será? —preguntó Alexis.

—Calma, niño. Esas preguntas no te las voy a contestar; las comprenderás con el tiempo.

Dicho esto, desapareció, dejando a Alexis en un mar de dudas. Pensó contarlo a sus padres, pero sabía que no le creerían.

Pasaron los años y nada fuera de lo común: un pastel, risas, abrazos. A veces alguna lágrima. Abril se repetía, pero sin “milagros”.

Hasta que, a los treinta y cinco, el aire volvió a brillar. La misma figura reapareció.

—¿Otra vez tú? —murmuró Alexis—. ¿Es en serio? ¿No te soñé? Creí que eras solo una ilusión.

—Ya vamos otra vez con las preguntas. Sigues dormido —replicó el ser—. Has tenido obsequios cada abril, pero nunca los notaste.

—¿Y crees que yo estaba esperando abril para descubrir qué sorpresa tendría? Solo he vivido como cualquiera, con mi gente, con lo de siempre.

—¡Eso es! —susurró la voz—. La rutina, el abrazo, el amanecer. Esperabas prodigios, sin darte cuenta de que lo extraordinario eras tú, respirando en cada abril.

Alexis respiró profundo y sus días se transformaron en instantes valiosos.

El ser desapareció y no regresó hasta muchos, muchos años después, para acompañarlo a otra dimensión, donde viviría un eterno abril.

RUFINA SEVILLA

Abril.

Soy el mes de abril

Soy un mes pipireto

Salto, brinco sin parar

Y los años se convierten,en realidad

Con los dedos de la mano

Hago cuenta con los años

Enero , febrero, marzo

¿Y llegó abril todo es ilusión?

No hay nada mejor

Compartir los sueños

Salto , brincó,sin parar

Y los sueños se convierten en realidad.

YOLANDA PINA REY

Retrato de una Mujer Llamada Abril

La miré y entendí. Entonces lo supe: los nombres no se eligen al azar. Abril no era solo la estación donde todo comienza, sino la mujer que decidió comenzar.

​Ella llevó el invierno en sus huesos por 48 eneros, hasta que un día, cansada de ser escarcha, se miró al espejo y cambió de color, se vistió de verde.

​No es la que espera a que la lluvia pase, es la que la atraviesa y rompe el asfalto con la fuerza de una primera flor.

​Su viaje no es hacia adelante, sino hacia dentro. Y allí, en el refugio de su propio origen, se encontró. La versión de sí misma que siempre fue: la promesa de la vida.

​Si conoces a una Abril (o si eres tu propia Abril), sabes que la lección más importante aquí no es la espera, sino el primer paso después de un largo invierno.

ALEXANDER QUINTERO PRIETO

Hojarasca de elenco

«La frustración que vive un actor al no querer saber nada más de su personaje… Mientras observa cómo —en la distancia— sigue teniendo injerencia en una historia: mandando cartas y llamando por teléfono, entre otras necedades; pero nunca aparece… Se debe sentir como un duelo eternamente entreabierto.»

—Troy nos mandó este regalo de Holanda. Siempre nos desea lo mejor para nuestra relación. A pesar de haber dormido juntos. Cómo posdata enfatiza que nos visitará para abril— le enfatiza Carmina a su esposo Carl—.

—¡El puto Troy ya no existe! ¿Qué hay de mis regalías? Yo creé el personaje. ¿Por qué siguen utilizándolo tan vilmente? Troy no existe… Sólo Edmond. Yo. El actor que ya no le interpreta. Troy debe morir. No debería recordar los orgasmos con Carmina, en forma de añoranzas camufladas con buenos deseos. No hay oportunidad de un nuevo otoño de temporada !Tal abril no existe! El actor se arranca los pocos pelos que le quedan.

«Porque por más que el intérprete deje su personaje… El personaje fue el intérprete encarnado, que cambió su nombre durante años.»

—¿Por qué sigues llamando, Troy? Lo nuestro es pasado. Tengo la vida que nunca me pudiste dar. Tenemos una casa grande con chimenea, un par de gemelos hermosos y un carro híbrido con Carl. Olvídame. Tengo una primavera después de tantos abriles muertos contigo.

—Soy Edmond. El actor que interpretaba a Troy. Nunca terminaste con él, porque yo lo asesiné cuando dejé ese elenco de mierda. Y siempre tuviste un aliento de perro terrible. Sufría en cada toma, querida Carmina. Desearía llenarte la boca de hojarasca si es que los estúpidos guionistas deciden que los visitaré -en un set otoñal-. Edmond llora de verdad ante el ataque de sinceridad.

«Si tomamos cada rol de nuestra vida como el de un intérprete… ¿Estamos negando la realidad o esta vez seremos nominados al Oscar? ¿Y si antes nos quitamos la vida, sería un premio póstumo? ¿Al menos cerraremos el ciclo? ¿Qué posibilidad hay de que nos invoquen de nuevo en la serie y el duelo se extienda más allá de la muerte?»

—Te escribo desde la prisión, Troy Manyoma. Protégeme desde el cielo. Soy el hijo de Carmina y Carl. Eres el tío que nunca tuve. Pudimos jugar juntos al basket. Pero seguí el mal camino y terminé en la cana.

—Respeta a los muertos, Manyoma. Troy ha muerto… Att: tío Edmond.

«Tal vez aceptaremos que nos creímos el papel con algo más que la carne. Que dejamos de dormir por alimentar una ficción. Pero ya será muy tarde.»

—Edmond ha muerto. Felices abriles. Con cariño..

Troy.

IRMA UTRILLA

“Esperando el mes de abril”

Desde que tengo uso de memoria abril, ha sido mi mes favorito, no sólo porque es cuando cumplo años, sino porque algo en el aire cambia, cuando llega este mes, para mi, todo se llena de colores, aromas, brisas frescas, y de una alegre y suave sensación de amor, que parece abrazarlo todo, abril hace sentir vida, como si cada flor que nace, trajera una promesa nueva.

Cuándo estaban mis papás, solían hacer de mi cumpleaños un día inolvidable, como eran las vacaciones, siempre encontraba la forma de sorprenderme, a veces un viaje, otras con una comida especial o simplemente con su presencia, que era el mejor regalo.

Recuerdo como mi mamá decoraba la casa con mis flores y mi comida favorita, y mi papá siempre me llevaba a un lugar que yo deseaba ir o visitar. Como cuando me llevaron a conocer a los gigantes de Tula, fue genial ese día o cuando cada año íbamos a Zitácuaro, Michoacán, toda una aventura.

También recuerdo como un día de mi cumpleaños, mi papá me sorprendió con un grupo musical y mi mamá no sabía que que iba a llegar mi papá con un grupo musical, mi mamá improvisó rápidamente una comida fue maravilloso, aunque llegaron muchas personas que no conocía, Pero fue un día genial.

También en mi cumpleaños me llegaban siempre serenata de tríos, mariachi rondalla o amigos, que simplemente venían a cantarme mis mañanitas a las primeras horas de mi cumpleaños

Abril también trae consigo la primavera, me estácion favorita, vemos cómo los árboles se visten de verde otra vez como los pájaros vuelven a cantar en mi ventana y en todas partes que salgo a caminar, el sol calienta sin quemar, todo parece ser más bonito más vivo, incluso el amor se siente distinto, más ligero más real.

Además, es el mes de las vacaciones de semana Santa, las ferias más hermosas como la feria del caballo en Texcoco, o la feria de San Marcos en Aguascalientes me encanta caminar entre los colores, los aromas, la música y la alegría de la gente es como si todo el mundo celebrará junto conmigo la llegada de abril.

Para mí Abril no es sólo un mes más en el calendario es la promesa de algo nuevo la esperanza de qué lo bueno vuelve y el recordatorio de que cada año la vida florece otra vez, por eso cada vez que se acerca abrir, mi corazón se llena de emoción por qué en abril, todo renace, incluso yo.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

En espera de Abril

—¿Crees que hoy sí vendrá Abril?
—Pues no lo sé. Si no viniese hoy, creo que sería ya el tercer día sin verla por aquí.
—Vaya, pues sería bastante raro, porque desde que comenzamos de nuevo creo que no la vi por aquí, si acaso, en un par de ocasiones.

Tras esta conversación se escuchaba el tumulto por los pasillos, advirtiendo que un nuevo día comenzaba y cada cual se repartía por los lugares que le tocaba habitar.

—Oye, ¿has notado algo raro en estos últimos días? —le preguntó él a ella.
—Pues ahora que lo mencionas, te iba a hacer la misma pregunta. Desde que ella dejó de venir, todo ha cambiado… está muy raro.

Una vez todos estaban en sus puestos y la jornada iba a comenzar, alguien perturbó el silencio inquietante que reinaba en aquel lugar. Aquel silencio era como el del extranjero que llega a un nuevo sitio y resulta tan extraño para el resto que nadie puede más que mirarlo sin hablar.

Era el hombre encargado de dirigir todo aquello. Pero esta vez no venía solo, como de costumbre. Su semblante no era el habitual: había algo en él que había cambiado para siempre.

Sacó una lista de una carpeta negra que solía acompañarle y fue nombrando uno a uno a quienes debían seguirle, junto a otras dos personas —un hombre y una mujer— hacia otro lugar.

—Pues por las horas que son, parece que hoy tampoco vendrá.
—¿Sabes una cosa? Ahora que lo pienso, las últimas veces que estuvo por aquí noté algo raro —comentó él—. Normalmente esperaba al final de la jornada, pero últimamente estaba más atenta a la limpieza.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella.
—Derramaba unas cuantas gotas de un producto y rápidamente se afanaba a limpiar con el puño de su jersey, como si no quisiera que nadie viera lo que hacía.
—Pues ahora que lo dices, yo también noté algo extraño —respondió ella—. Llevaba más peso de lo normal, como si cargara con algo que deseaba soltar, pero no encontraba lugar donde hacerlo.

Pasados unos momentos, regresaron los que habían abandonado la sala y, sin mediar palabra pero con el rostro serio, recogieron sus pertenencias y se marcharon. La persona al frente del grupo dio una serie de instrucciones tras recibir órdenes.

—Vaya, parece que al jefe le han mandado hacer cambios de nuevo —comentó él—. Veremos a ver con quién nos toca trabajar esta vez.
—Espero que no sea con los de la tercera, ese movimiento de piernas constante me pone muy nerviosa —respondió ella.

Los cambios se realizaron, pero nadie en aquel lugar se atrevió a tocarlos ni a él ni a ella.

—Vaya, parece que nos quedamos donde estamos —dijo él.
—Sí, pero fíjate: parece que todo el mundo nos mira raro… y no dejan de mirarnos —le respondió ella.
—De verdad, mira que llevamos tiempo en esto y cada vez me cuesta más entender las cosas. Cómo ha cambiado todo.

El trabajo siguió su curso. Ese silencio —el del extraño que nadie pareció haber visto antes— seguía presente entre nosotros. Otra vez tocaron a la puerta.

En esta ocasión era otro grupo de personas: tres mujeres que llevaban algo con ellas. Solo con la mirada parecieron pedir permiso para entrar y se aproximaron.
A mí me dejaron un ramo de flores blancas junto con un peluche de osito blanco. A mí me pegaron un papel que decía: “Nunca te olvidaremos”.

Los presentes empezaron a derramar aquel líquido con el que Abril me limpiaba en las últimas ocasiones que la vi tan a menudo.
Y el extraño silencio desapareció, empujado por la tremenda ovación que durante dos minutos llenó aquel lugar.

Así fue como aquel pupitre y esa silla entendieron que, desde ese día, algo cambió para siempre.
Pero, como muchos, nunca comprenderemos por qué tuvo que suceder.

Como ya dijo Marius en “Sillas vacías en mesas vacías”, ojalá su canción, nunca más se tenga que escuchar en ningún lugar.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Esperando abril

Tema semanal.

El invierno llegaba al pueblo, como la herida que dejó en mi alma cuando Esteban se unió a la guerra.

El pueblo olía a humo y muerte, por las noches se oían gritos de horror y llanto, las casas se sentían vacías olían a pólvora y se sentía el miedo de que mataran o hirieran a alguno de nuestros hombres, no sabíamos si regresarían a casa vivos.

Alicia mi vecina, hacía los uniformes para nuestros valientes soldados, Andrés su esposo había ido también a luchar al frente.

Había pasado el invierno en un suspiro, la guerra era inminente, se sentía el temor y la expectación en los habitantes del pueblo, que se encontraba muy cerca de la ciudad, ellos sabían que si estallaba la guerra, que era inevitable, habría muchas muertes y se escucharía toda la revuelta, ¿que podían hacer? Tan solo esperar.

Habían llamado al frente a muchos pobladores, no podían negarse a ir era una deber.

El miedo se mezclaba con pasiones, tristezas, desengaños, sueños rotos, alegrías, olvidos, etc. todo ahora parecía incierto, eran momentos de tensión de espera, de cambios, pensamientos de no sólo quien vencería en esta guerra absurda, sino quién regresaria a casa y quien no.

Al fin dejan de escucharse los extertores, los sonidos de balas.

Se ha declarado la paz, ya no importa quien venció a quien. Sólo la espera de quien regresará o no.

Sabemos que la vida de muchos cambiaría, ya no se vería de la misma manera, algunos la apreciarían más, otros vivirían con temor, algunos impactados por él comportamiento tan irracional del hombre tratarían de ser mejores seres, jamás olvidarían.

Llegaría nuevamente la primavera, renacerian las flores, las esperanza, los sueños olvidados, renaceria el amor, la solidaridad.

Una nueva primavera para todos.

JUAN C VALTIERRA

El hijo de doña Refugio

Vine a San Miguel de los Cerros Oscuros buscando a Evaristo, el hijo de la curandera, la que curó a Felipe cuando se le metió el mal de ojo que le echó la Petra del molino, comadre de doña Refugio, la que se casó con Griñón, hijo del puestero que vino de Agua Turbia donde vendían pies de carne, aunque algunos dicen que Griñón era primo del puestero, de Segismundo, el del puesto en la plaza grande, el que le vendía cosas raras a don Macedonio, hermano de la Gertrudis, la que adivinaba lluvias lamiendo piedras del río, y Gertrudis tuvo a Evaristo con el hijo del presidente municipal, ese que le dio un terreno a Remedios de la tienda.

Remedios era hija de Cristóbal el paletero, el que hacía paletas con agua del pozo donde se ahogó Saturnino buscando el anillo de oro que perdió Hortensia, pero Hortensia nunca tuvo anillo, lo inventó para explicar por qué Saturnino se tiró al pozo, porque la verdad era que estaba loco de amor por ella, y Hortensia era sobrina del presidente don Ausencio, el de los doce hijos con tres mujeres, pero uno de esos hijos era Felipe, el mismo que curó la curandera cuando estaba chiquillo, la mamá de Evaristo, el que yo andaba buscando porque mi compadre Eusebio me mandó decir que Evaristo tenía algo mío, algo que mi papá le dejó al puestero antes de morirse.

Cuando llegué, Evaristo ya se había ido con Indalecio, hermano de Felipe, el que nació en noviembre cuando las campanas doblaban solas, y por eso le pertenecía medio a los muertos, según explicaba la partera Silveria, hermana de Bonifacia la tejedora ciega que veía el futuro en los hilos pero no el presente, y Bonifacia le tejió un rebozo azul a doña Refugio, ese que después doña Refugio le regaló a Remedios porque le había fiado el azúcar cuando Griñón se gastó todo comprándole frascos de milagros a la Visitación, la que llegó de Yahualica vendiendo suspiros de santos embotellados, prima de Rutilio el herrero, el que hizo las rejas a la tienda de Remedios, rejas que después quitaron porque Leocadio se atoró entre los barrotes huyendo por haberle pegado a Fermín, el que después resultó que no estaba muerto sino dormido tres días bajo el nopal de don Tranquilino, dueño de la otra tienda, compadre de Cristóbal el paletero, aunque a veces Tranquilino le bajaba los precios para fregar a Cristóbal porque Cristóbal se había metido con Eusebia, hermana de la esposa de Tranquilino, antes de que Eusebia se muriera del susto cuando vio a su marido besándose con su sombra al mediodía, y el marido de Eusebia era don Tránsito, el de los hornos de cal, hermano de Nabor el que vendía estampitas, el ciego que no era ciego sino que veía solo lo que le convenía, y lo que le convenía eran las piernas de Hortensia cuando subía las escaleras de la iglesia sin terminar, pero Hortensia estaba comprometida con el hijo del síndico Plácido, ese que cobraba impuestos hasta sobre los sueños, medio hermano de Griñón por parte de padre, porque el puestero tuvo dos familias, una en Agua Turbia y otra en San Miguel, aunque nadie lo supo hasta que llegó Griñón borracho con el mezcal que destilaba Jacinto, el que después se volvió cristero o federal según le convenía, cuñado de la curandera, la mamá de Evaristo.

Me dijeron que Evaristo trabajó en la herrería de Rutilio aprendiendo a hacer ganchos de carnicero, esos que después le vendió a Macedonio para colgar las reses que mataba en luna llena, y Macedonio no era su papá sino su tío abuelo o primo lejano, quién sabe, porque la curandera nunca aclaró quién era el padre de Evaristo, si el hijo del presidente o el presidente mismo, don Ausencio, el que le dio el terreno a Remedios, o la promesa de un terreno que nunca se hizo realidad pero que igual sirvió para que Remedios abriera su tienda y empezara a vender de todo: piloncillo que traía Perfecto el arriero desde Zapotlán, aguardiente de contrabando que destilaba Jacinto, veladoras que se apagaban cuando alguien mentía, esas se las vendía Anacleto el velador, sobrino de la beata Crescencia, la que rezaba tanto que se le olvidó hablar normal, y también vendía rebozos que le traía Bonifacia.

Felipe me contó que Evaristo no era hijo de sangre de la curandera sino que ella lo encontró en el camino una madrugada cuando venía de curar al hijo del síndico Plácido, el que se enfermó de empacho por haberse comido tres elotes podridos que le vendió Tranquilino, los que le llevó Perfecto el arriero, el que después se quedó mudo porque vio algo que no debía ver, algo relacionado con el padre Onofre y la Visitación, cuando el padre se fue tras ella comprándole todos los frascos de milagros con los diezmos de la iglesia, y entre esos frascos había uno con el último suspiro de Santa Remedios, la santa que nunca existió pero que inventó la Visitación, y por eso bautizaron Remedios a la de la tienda, porque su mamá, esposa de Cristóbal el paletero, le tenía devoción a esa santa falsa, y la esposa de Cristóbal era hermana de Eusebia, la que se murió del susto al ver a su marido don Tránsito besando su propia sombra, hermano de Nabor el que espiaba a Hortensia, la que primero estaba comprometida con el hijo del síndico pero después se casó con Filomeno el carpintero, el que hacía ataúdes por adelantado y le hizo su ataúd a Cristóbal el paletero, y cuando Cristóbal murió ya no le quedaba el ataúd porque había adelgazado de tanto hacer paletas sin probarlas, entonces Filomeno le vendió ese ataúd a Malaquías, el tuerto que le ganó tramposo a Eusebio en las cartas, y Eusebio era mi compadre, por eso vine a San Miguel, porque Eusebio me mandó decir con Perfecto antes de que Perfecto se quedara mudo y antes de que Eusebio se muriera de vergüenza, que viniera a buscar a Evaristo porque Evaristo tenía algo mío, una maleta de cuero que mi papá le dejó al puestero, una maleta con papeles adentro o un mapa de un tesoro que enterró Segismundo, o herramientas de carnicero, nadie lo sabía bien.

Cuando llegué a la casa de doña Refugio ella me miró como si me conociera y me dijo:

—Tú eres el hijo de Rigoberto.

—No señora, soy hijo de Teódulo.

—Es lo mismo. Rigoberto y Teódulo eran la misma persona con dos nombres. En Yahualica era Teódulo, en Tepatitlán era Rigoberto. Vendía orejas en un lado y manos en el otro, para que no lo cacharan vendiendo partes completas.

Me ofreció café que le había dado Remedios, café que Remedios compraba a Zacarías, el que viajaba a Colima a traer café de contrabando, el mismo Zacarías que era el arquitecto que nunca terminó la iglesia porque se le apareció la Virgen y le dijo que las iglesias sin terminar están más cerca del cielo, aunque algunos dicen que no era la Virgen sino la Gertrudis disfrazada.

—Evaristo se fue con mi hijo Indalecio siguiendo a Griñón —me explicó doña Refugio—. Griñón se fue a buscar al puestero, su papá, o a buscar a Segismundo, no sé bien, porque cuando hablaba de su pueblo mezclaba a los muertos con los vivos.

—¿Y sabe dónde puedo encontrar a Evaristo?

—Pregúntale a Felipe, mi otro hijo, él sabe más porque él y Evaristo se hicieron amigos cuando Evaristo trabajaba en la herrería.

Fui a buscar a Felipe y lo encontré en la tienda de Tranquilino comprando tabaco, ese que Tranquilino le compraba a Jacinto, el que ahora sembraba tabaco porque se había vuelto cristero.

Felipe me miró y me dijo:

—Ya sé quién eres. Eres el hijo de Teódulo, el que vendía orejas en Yahualica. Evaristo anda buscándote. Tu papá le dejó dicho al puestero que si algún día llegaba su hijo a San Miguel, le entregara una maleta, pero el puestero se murió antes, entonces se la dio a mi papá Griñón, pero Griñón nunca la abrió porque le daba miedo lo que hubiera adentro. Griñón se la dio a Evaristo para que la guardara, pero Evaristo la abrió y adentro no había partes de muertos sino cartas, cartas que tú le escribiste a tu papá desde Yahualica diciéndole que ibas a venir a buscarlo pero nunca llegaste, y Evaristo se puso a leerlas y se encariñó contigo sin conocerte, entonces decidió ir a buscarte, pero se fue por el camino del norte mientras tú venías por el sur, y se cruzaron sin verse, como se cruzaron mi papá Griñón y Macedonio aquella vez que se buscaban mutuamente.

—¿Y dónde está ahora?

—Debe andar por Agua Turbia buscándote en el pueblo de tu papá, donde el puestero tenía su negocio de pies de carne, donde toda esta historia empezó antes de que yo naciera, porque las historias aquí no empiezan cuando creemos sino que ya vienen rodando desde antes.

Me quedé callado pensando que había venido a buscar a Evaristo y resulta que él andaba buscándome, y que la maleta había pasado del puestero a Griñón, de Griñón a Evaristo, y ahora Evaristo la traía cargando buscándome para dármela, y adentro solo había mis propias cartas, las palabras que yo escribí hace tanto tiempo que ya ni recordaba.

Felipe me ofreció tabaco y acepté. Nos quedamos mascando en silencio viendo pasar a la gente: a Remedios cargando una bolsa de azúcar, a la Petra del molino caminando con su nieto, a Bonifacia pasando con su telar, a Rutilio empujando un carretón con rejas, a la beata Crescencia rezando mientras caminaba.

—¿Sabes qué es lo más chistoso? —me dijo Felipe—. Que tal vez Evaristo es tu hermano. Porque tu papá Teódulo, o Rigoberto, anduvo con la curandera antes de irse a Yahualica, y la curandera quedó embarazada pero nunca quiso decir de quién porque en ese mismo tiempo andaba también con el hijo del presidente, entonces cuando nació Evaristo nadie supo de quién era, y la curandera dijo que qué importaba, que los papás no hacen a los hijos sino que los hijos se hacen solos.

Me quedé más callado todavía, masticando la idea de que Evaristo fuera mi hermano, y que yo hubiera venido hasta San Miguel buscándolo sin saber que era mi hermano, y él andaba buscándome sin saberlo tampoco, los dos cargando la sangre de Teódulo o Rigoberto, el que vendía orejas en Yahualica y manos en Tepatitlán.

—¿Y ahora qué hago?

—Pues espéralo. Evaristo va a volver cuando no te encuentre allá, así como tú llegaste acá cuando no lo encontraste aquí. Se van a encontrar en algún momento, tal vez aquí, tal vez en el camino, tal vez en abril cuando todos regresan. En abril regresó mi hermano Indalecio la última vez antes de convertirse en polvo, regresó flaco con los ojos puestos en otra parte, y estuvo tres días sentado en el portal sin hablar hasta que una tarde de viento se levantó y se fue caminando hacia el monte y ya no volvió, se deshizo en el aire como se deshace el humo.

—¿Y por qué abril?

—Porque abril es el mes donde los que se fueron pueden volver aunque sea para irse otra vez, es el mes donde el tiempo se abre como se abre una herida vieja, donde los muertos caminan entre los vivos sin que nadie se espante, donde todo lo que se perdió puede encontrarse aunque ya no sirva para nada. En abril florecen los mezquites y el río baja más claro, y la gente sale a los patios a esperar no sabe qué, solo espera porque abril es mes de esperas.

Me quedé en San Miguel esperando a Evaristo en la casa de doña Refugio, la que daba refugio a todos, la que se casó con Griñón el hijo del puestero, esperando que llegara abril, porque doña Refugio me dijo que Evaristo siempre regresaba en abril, que era su mes, el mes donde sentía que podía volver sin explicaciones, y así se va enredando todo, porque en estas familias todos venden algo, todos se deben algo, todos se buscan sin encontrarse, todos esperan abril como si abril trajera respuestas, en este pueblo que se llama San Miguel de los Cerros Oscuros, donde las historias se enredan como raíces bajo tierra, tocándose sin verse, alimentándose unas de otras, sin principio ni final, solo puro enredo que sigue enredándose, como esta historia que vine a buscar a Evaristo el hijo de la curandera la que curó a Felipe el hijo de doña Refugio la que se casó con Griñón el hijo del puestero aquel que vino de Agua Turbia donde vendían pies de carne, y así nunca se termina porque nunca empezó, porque siempre estuvo aquí dando vueltas, esperando que alguien llegara para contarla otra vez, y ahora la cuento yo sentado en la banqueta de la tienda de Tranquilino mascando tabaco que me dio Felipe, viendo pasar los días que son todos el mismo día, viendo pasar la gente que tal vez es la misma gente repitiendo sus vidas, esperando a Evaristo que tal vez ya llegó pero no lo reconocí, o tal vez nunca va a llegar porque está esperándome en Agua Turbia mientras yo lo espero aquí, los dos esperando eternamente en lugares equivocados, como esperó Griñón al puestero que ya estaba muerto, como esperó el padre Onofre a Dios en el fondo de un frasco, como espera este pueblo entero algo que no sabe qué es pero sigue esperando, bajo estos cerros que un día amanecieron oscuros o siempre fueron oscuros y la gente estaba ciega, bajo este cielo que es el mismo cielo de todos los pueblos perdidos donde la gente vende partes de muertos y espera a hermanos que no conoce y cuenta historias que no terminan nunca porque las historias aquí son como el viento, van y vienen, se enredan en las ramas de los mezquites y vuelven a pasar llevando los mismos nombres, las mismas caras, las mismas búsquedas, los mismos abriles que prometen regresos, hasta que ya no sabes si estás viviendo tu vida o la vida de tu papá o la vida de tu abuelo, si eres tú o eres otro, si San Miguel existe o es solo un sueño que alguien sigue soñando en algún otro pueblo igual de perdido, igual de polvoriento, igual de lleno de gente que vende algo, que busca algo, que espera algo que nunca llega.

TERESA SÁNCHEZ

El invierno llegaba al pueblo, como la herida que dejó en mi alma cuando Esteban se unió a la guerra.

El pueblo olía a humo y muerte, por las noches se oían gritos de horror y llanto, las casas se sentían vacías olían a pólvora y se sentía el miedo de que mataran o hirieran a alguno de nuestros hombres, no sabíamos si regresarían a casa vivos.

Alicia mi vecina, hacía los uniformes para nuestros valientes soldados, Andrés su esposo había ido también a luchar al frente.

Había pasado el invierno en un suspiro, la guerra era inminente, se sentía el temor y la expectación en los habitantes del pueblo, que se encontraba muy cerca de la ciudad, ellos sabían que si estallaba la guerra, que era inevitable, habría muchas muertes y se escucharía toda la revuelta, ¿que podían hacer? Tan solo esperar.

Habían llamado al frente a muchos pobladores, no podían negarse a ir era una deber.

El miedo se mezclaba con pasiones, tristezas, desengaños, sueños rotos, alegrías, olvidos, etc. todo ahora parecía incierto, eran momentos de tensión de espera, de cambios, pensamientos de no sólo quien vencería en esta guerra absurda, sino quién regresaria a casa y quien no.

Al fin dejan de escucharse los extertores, los sonidos de balas.

Se ha declarado la paz, ya no importa quien venció a quien. Sólo la espera de quien regresará o no.

Sabemos que la vida de muchos cambiaría, ya no se vería de la misma manera, algunos la apreciarían más, otros vivirían con temor, algunos impactados por él comportamiento tan irracional del hombre tratarían de ser mejores seres, jamás olvidarían.

Llegaría nuevamente la primavera, renacerian las flores, las esperanza, los sueños olvidados, renaceria el amor, la solidaridad.

Una nueva primavera para todos.

MARÍA JESÚS GARNICA

Cuando comenzó todo sería otoño, fue sutil.

Un pensamiento, un estado de ánimo.

La ansiedad.

Pedi ayuda, primero a mí aseguradora, luego a la seguridad social.

Me dieron cita para abril.

Y yo sin ganas.

De nada.

Siempre me gustó salir al monte.

Ahora no.

Y sentía qué me faltaba el aire.

Tengo que esperar.

A abril.

Cuando llegue la primavera.

Esperando a abril.

CONCHA CARIAS

Desde hace más de quince años trabajo como portera en la calle Arapiles de Almarina, un tranquilo pueblo costero donde el sol malagueño no tiene calendario. El tiempo me ha hecho reconocer el cerrar de las puertas por su sonido, y a cada vecino por como suben y bajan las escaleras.

El más característico de todos es don Thomas, del tercero B. Un hombre tranquilo, de esos que piden poco y saludan siempre. Con un pronunciado acento inglés, habla pausado, como si eligiera con pinzas las palabras. Lleva más de veinte años viviendo en este edificio.

Cuando le conocí, todo en él era orden y disciplina: los zapatos brillantes, su cordial saludo a las diez de la mañana para desayunar en el bar de la esquina, y el regreso tras su paseo al mediodía. Se había instalado en Almarina buscando el sol, huyendo de los días de lluvia y niebla de su Escocia natal.

La vida discurre tranquila para don Thomas, hasta que la cartera empezó a dejarme sobre el mostrador, día si día también, cartas del Banco dirigidas a él. A veces, como tengo confianza con la ella, se las recojo yo misma.

Ya casi no le veo pasar por el portal y a veces cuando baja a su rutina habitual, al regresar abre su buzón y se torna cabizbajo, como si sobre sus espaldas descansara un peso muerto.

Don Thomas poco a poco ha cambiado: barba descuidada, más delgado, la ropa que antes lucía impecable ahora holgada, arrugada, y sus zapatos han dejado de brillar.

Lo veo salir con una bolsa vacía al anochecer y a su vuelta, tras la mirilla, distingo a través del plástico, barras de pan, o frutas. Me alerta escuchar los comentarios de otros porteros de la zona quienes le han sorprendido revolviendo en los cubos de basura de su finca y por otro lado la del primero C, comenta que a la salida de misa le había visto más de una vez en la cola del comedor social: “¡Qué vergüenza para la comunidad! La gente va a pensar que en esta casa somos unos muertos de hambre “.

Y de cartas del banco pasamos a cartas del Juzgado, que la cartera debe entregarle en mano.

Hace poco al abrir la portería de tarde, me lo encuentro en el descansillo, con la mirada perdida y me pregunta si en abril hará buen tiempo en Portugal. Le digo que sí, que para esa época ya brotan los almendros:

—Entonces tal vez vaya de viaje —susurró—.

No hace mucho, una mañana un funcionario del juzgado se plantó frente al mostrador de la portería y con frialdad me pidió que le mostrara como llegar al tercero B, la casa de don Thomas.

Hoy es 15 de abril, acabo de sentarme en la garita tras fregar las escaleras, y ha empezado a entrar gente: dos policías que escoltan a dos funcionarias del juzgado, un cerrajero con su caja de herramientas y una mujer que dice ser la nueva dueña de la casa de don Thomas.

Acompaño a la comitiva. La policía llama al timbre y aporrea la puerta. Les aviso de que era seguro que don Thomas esté en la casa. Pero una de las funcionarias, desoyendo mi advertencia ha soltado un “¡Proceda!” al cerrajero quien con un taladro ha empezado a hurgar en la cerradura. De pronto se ha escuchado un disparo seco, corto, seguido del silencio más largo que recuerdo.

Me he apartado lentamente y tras bajar las escaleras agarrando con fuerza el pasamanos, he conseguido sentarme en la garita.

Los policías despejaban el descansillo, ahora lleno de vecinos y curiosos, para ver como los enfermeros del SUMA sacan la camilla, sobre la que se distingue el cuerpo de don Thomas envuelto en una sábana impoluta.

Los policías comentan que don Thomas apareció en el comedor de su casa, sentado en una butaca, junto a la ventana, con miras al puerto. Sobre una gran mesa encontraron papeles en montones: cartas del banco, recibos de préstamos y una nota escrita en inglés y castellano:

«I don’t want to bother you»… “No quiero molestar a nadie.”

Los medios de comunicación apenas se han hecho eco de la muerte de don Thomas. El tiempo pasa y nadie ha reclamado su cuerpo.

Los vecinos hacen como si no hubiera ocurrido nada, más que al principio un: “Pobre hombre, tan educado”, suelta alguno. Pero cada uno sigue con lo suyo. Yo tampoco digo nada, aunque se demasiado… y me callo.

La nueva propietaria del piso, lo vendió rápido. Después de una gran reforma ahora se alquila a turistas que buscan el sol y las vistas al mar.

A veces, cuando dan las diez en la radio, me parece oír los pasos lentos de don Thomas, bajando la escalera con su bastón. No me asusta, más bien me da vergüenza porque sé que todos lo vimos hundirse poco a poco, como se apagaba… ni yo misma le invité a un café, le pregunté qué pasaba y fui incapaz de tocar su puerta.

Y cada abril, cuando la luz cambia y entra distinta por las ventanas, Almariana me huele a mar y a culpa mía.

EL IDIOTA

En espera de abril.

El complejo de vivienda estaba conformado por edificios de dos plantas de cuatro apartamentos con entradas opuestas de dos a dos.

El mio, mejor dicho, donde vivía, porque no era mío, sino que lo rentaba, miraba hacia el lecho de un arroyo seco, tan seco como mi vida en libertad, en espera de abril, de las lluvias de primavera para saciar su sed e hincharse de agua y renacer.

También yo esperaba abril, no a sus lluvias, no a la primavera, no a las flores, ni el renacer de la naturaleza, sino al término de mi contrato de arrendamiento para no pagar una multa por incumplimiento y marcharme de un lugar en el cual no encajaba, donde era despreciado, para seguir buscando el sitio donde pertenecía, ese pedacito donde pudiera decir soy feliz porque nadie se queja de los ruidos en las madrugadas, de la música alta, de que “fume” en la escalera y el olor inunde todo el edificio, donde nadie me acuse de haberme visto robar los paquetes que dejaban los repartidores de Amazon.

De alguna forma había que buscar el dinero.

—Eres un mal ejemplo para mis hijos.

Me dijo la vecina de enfrente antes de convertirse a Cristo Jesús, cuando vivía y convivía con el mundo y se echaba encima de casi todo el mundo masculino, sin importarle el ejemplo para sus hijos. Entonces lo importante era la plata, lo material, no la fe.

—Por la fe somos salvos.

Me dijo cuando le afirmé que mi alma ya no tenía salvación.

Para que me dejara en paz, le confesé que la espiaba, que me hacía pajas a su costa.

—Tienes buen gusto, cabrón.

Sonrió pícaramente como volviendo al mundo, luego se recompuso, se estiró la falda, larga que usaba, no ya esas minifaldas que no dejaban nada a la imaginación y aparentando la biblia contra su pecho:

—Nada es imposible para Dios si te arrepientes de corazón.

Y yo mirando el libro apretado contra su pecho.

—¡Quien fuera la biblia!

—¿Cómo?

—Para que me aprietes así contra tus tetas.

Fui grosero exprofeso.

Se persignó y se alejó nerviosa, asustada no de mis palabras, sino de los malos pensamientos. Lo sé porque gritó.

—Eres el diablo que viene a tentarme. ¡Aléjate satanás!

Y Lucifer solo ataca cuando conoce las debilidades.

Antes no quería ni verme, me evitaba, yo era muy poca cosa para ella: sin plata, sin trabajo, sin futuro y nada agradable a la vista por los tatuajes y las cicatrices en el rostro, testimonio de los años en prisión.

Si antes la deseaba, después la evitaba para no tener que oír de su Dios, de su religión, del tesoro que me esperaba si me convertía, si renacía por el espírit.

El Señor nunca me había salvado de ninguna pelea, no confiaba en él. Apostaba a la destreza del movimiento de la navaja, a la rapidez de mis puños, a la agilidad de mis piernas.

—Tengo un niño pequeño, necesitamos dormir, por favor, no pongas música alta en la madrugada.

Me pidió la vecina del primer piso, la mulatona cubana de pelo suelto, buen cuerpo y sonrisa bella.

—Que me lo diga tu marido.

La desafié porque sabía que no lo iba hacer. A ese blanquito enclenque, sin un músculo en el cuerpo, se le notaba el miedo. Lo respiraba cuando pasaba cerca de mí. Eso lo aprendí en la cárcel. Allí se aprenden cosas importantes para la sobrevivencia, una de ellas es saber oler el miedo del contrario para aprovecharse de él.

Todos los inquilinos teníamos en común el ser de bajos ingresos y recibir ayuda del gobierno.

Éramos la gente baja de la sociedad, vivíamos del dinero de otros contribuyentes.

La mayoría eran inmigrantes latinos en la etapa de adaptación, gente que habían llegado en busca de mejor vida, pobre pero honrada, trabajadora.

No encajaba,

el mundo me rechazaba o tal vez, y es lo más probable, yo odiaba al mundo, fue lo que enseñaron.

Solo el odio te mantiene alerta, vivo.

Los otros sentimientos son para gente débiles.

Cuando llegue abril, voy con mi odio a otra parte.

EVA AVIA TORIBIO

Abril te espera

¡Como no, me faltaba la monja! ¿A qué día estamos hoy? ¡Ah, sí! 28 de marzo, Domingo de Ramos! —me digo a mí mismo, mirando el calendario que hay en la entrada—. ¡Pues lo siento por ti, pero tengo prisa! Esta noche me cuentas lo que te sucedió —le digo con miranda profunda.

Cierro la puerta, no antes de haber atravesado su figura fantasmal. ¡Esto es nuevo, la muy puñetera me persigue! ¡Parece que esté loco, hablando solo por la calle! Porque imagino que no la ve nadie. Acelero mis pasos y ella no baja el ritmo. —¡Si pretendes dar miedo, lo estás consiguiendo! —le digo, mientras ella con cara de pocos amigos está pegada a mi como si de mi sombra se tratara.

Ya he llegado a Refillable of Tetbury, creo que en mi vida he corrido tanto. La joven que me entregó la nota, creo, por su expresión, que me estaba esperando. Y he acertado, me estaba esperando, porque le solicita a su compañera que continue con el cliente que está atendiendo para acudir a mí.

—Veo que viene acompañado —Mirando hacia la monja—. ¡Pasad, que aquí no podemos hablar!

Unos minutos después, en la trastienda, April, que así se llama la joven, nos sirve unas copas de hidromiel.

—Creo que lo va a necesitar —Toma asiento y a su lado, frente a mí, la monja—. ¿Tiene la fotografía? —Solicitando, con sus gestos, que se la muestre.

—¿Cómo sabe de su existencia?

—Creo que no hace falta que le explique como lo sé, la respuesta está sentada a mi lado con cara de pocos amigos —Insiste con sus gestos.

—¿Otra copa? —Necesito esa copa más que el aire que respiro.

Le entrego la foto. En ella aparece la monja con la reliquia en la mano y el siguiente año, 1.583. Lo que no comprendo es por qué dos almas de distinta época aparecen con la misma estatuilla.

—Ella es Walsingham —Señala la estatuilla—. ¿Conoce la historia que hay detrás de ella? —Coge la foto y la mira con detenimiento.

—Sí, por supuesto, pero creí que todas las imágenes fueron quemadas.

—Parece ser que no. Porque, dígame una cosa, ¿en la casa hay una verdad?

Para cuando quiero contestar afirmativamente algo aprisiona mi cuello. La monja me mira y dice no con la cabeza. Intento hablar, ella se levanta enfurecida, mi cuello se rompe.

“Ya veo, no puede hablar, ella no le deja. Tenga cuidado, porque si todavía no se ha dado cuenta, todas las fechas tienen algo en común. Será mejor que se marche y no se olvide de esto —Se levanta y me entrega la fotografía.”

—Sí, será mejor que me marche. Gracias,

Salimos los tres y para cuando ya estoy en la puerta, la joven me dice una frase que no consigo entender “Abril te espera”.

Camino dubitativo dirección a la que, por una semana, es mi residencia. Las connotaciones que está tomando el caso por el que he sido contratado no me están llevando a esclarecer nada, más bien me están poniendo en peligro, y comienzo a desesperarme un poco.

—No me vas a dejar en paz, no, ¿verdad? —hablo en voz alta. La mirada de la gente a mi paso es la desaprobación. Ya la conozco, y desde bien pequeño, porque ni siquiera mis padres supieron comprender lo que me sucedía.

La ligera brisa, el largo paseo por el pueblo y la llegada de la noche, no han sido suficientes para responder la duda que me llevaba rondando desde ayer, la de que si verdaderamente ha desaparecido esa mujer. En la casa no he encontrado indicio alguno de su estancia, también puede ser porque hace unos meses que desapareció. Me voy a volver loco, mejor entro y a ver que me depara esta noche.

—¡Joder, que susto! —les grito a todos, porque los tengo plantados frente a mí—. No me esperaba este recibimiento.

—¡Amada seres a dama!, ¡Somos seres reconocer, seres somos!, ¡Ama dama!” —me gritan.

—¿Tú no dices nada? —me dirijo a la monja—. Mejor así, porque para que me digas algo que no tiene ni pies ni cabeza…

Me siento en el sofá frente al televisor, y el COVID-19 sigue siendo noticia por las declaraciones de la Dra. Birx. Cambio de canal y vuelvo a cambiar y no hacen nada. Los ojos me pesan, me recuesto en el sofá…

“Tengo que encontrarla. ¿Dónde la tienen escondida? ¡Aquí estás! Eres demasiado valiosa para que estés en un lugar como este. ¿Quién eres? Me ahogo…, su..el..te..me.”

Me despierto con un sobresalto tocando mi cuello. He sentido como el cuello se separaba de mi cabeza. Así falleciste —me dirijo a ella con mis gestos—, te ahorcaron. Tu cuello, de ahí esas marcas.

Miro mi reloj y son las cinco de la mañana, Lunes Santo y este será, cuando anochezca, mi cuarto día en la casa del terror o más bien la casa de las almas en pena. Cuatro muertes, cuatro vidas truncadas repentinamente y en todas ellas lo único en común es esta casa.

Esa mujer del sueño, ¿quién es? ¿Será la siguiente víctima? Cojo la fotografía y en ella no hay ninguna persona más, solo el año 1729. Un momento, ¿cómo se me ha podido pasar? 146, eso es, cada 146 años hay una muerte. Eso quiere decir que…, 2.021. ¿2.021? ¡Abril te espera! ¿Qué tengo que esperar de abril?

Continuará…

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9 comentarios en «En espera de abril – miniconcurso de relatos»

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