Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «un mal trago». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 17 de julio!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Un mal trago de la vida ahoga mi mundo entre oscuridad inherente que vuelve a herir mi ser que no encuentra luces y ya no busca quimeras ni imposibles, ya no busca miradas pues perdió las llaves de su propia alma.
Un mal trago que ya no sé si es un yo poético o cambiando de narrador duele menos el lamento. Un grito en la nada, un fuego de silencio cuán volcán dormido que espera el momento acurrucado en lo efímero, rompiendo los tiempos, en el aquí y ahora habita lo eterno.
Pasado y futuro no existen pues generan sufrimiento.
Fin.
JUAN MANUEL CABALLERO
LA VISITA
Ella empezaba a impacientarse, sentada a la mesa junto a sus padres.
Él, mientras tanto, seguía metido en el baño, mirándose al espejo, esbozando manierismos casi convulsos de autoafirmación. Se había refrescado el cuello y la cara para paliar el acaloramiento y limpiar el sudor provocados por el nerviosismo agudo. Se miró a los ojos, los cerró apretadamente, rumió algunas palabras, una especie de mantra; apretó la mandíbula. Regresó al salón-comedor y se sentó otra vez en su silla, que estaba un poco despegada de la mesa, descolocada por el movimiento explosivo anterior, cuando se levantó súbitamente para ir al cuarto de baño. En un gesto que no resultó todo lo sutil que pretendía, desplazó la silla un par de palmos más allá del viejo matrimonio, delatando así su deseo de separarse de ellos todo cuanto fuera posible. La mesa era redonda y ella, su novia, estaba sentada frente a él, de manera que el matrimonio, sentado uno junto al otro, se veía flanqueado por la pareja de jóvenes.
– ¿Estás bien?- le preguntó su novia.
– Sí…¿por qué?
La joven miró a sus padres, que le devolvieron una mirada tan cómplice como afligida, con un toque inquisitivo. «Bueno…él no está acostumbrado a este tipo de cosas, está pasando un mal trago», dijo la muchacha dirigiéndose a sus padres, tratando de disculparlo. Extendió el brazo por encima de la mesa y agarró la mano de su novio en un gesto de arropamiento, de complicidad, tranquilizador. Notó su mano un poco pegajosa por la película de sudor que volvía a brotarle, que también le hacía brillar la frente; en un gesto nervioso, el joven retiró la mano, sacándola con cierta brusquedad de debajo de la de su amada. El viejo matrimonio miraba la escena con expresión atribulada. A instancias de la mujer, centraron la atención en el plato y continuaron comiendo en un gesto que pretendía normalizar la situación.
Luego de un rato de silencio, una relativa calma parecía haberse instaurado en la mesa. Mientras el novio se centraba en el plato de pollo en salsa, los otros tres charlaban lo más amenamente que podían dentro de un acuerdo tácito para relajar el ambiente. Fue entonces cuando el novio, en una torpe maniobra con los cubiertos para cortar un trozo de carne adherida al hueso, perdió el apoyo y toda la presión de sus manos fue a estamparse contra el fondo de salsa, que salió salpicada a su alrededor y asaltó el pelo y el rostro de la señora. Todos en la mesa quedaron atónitos mirando durante un instante congelado a la pobre mujer, con el viscoso líquido descendiendo en surcos por su cara; con un pequeño trozo de pollo pegado en la mejilla.
No sin esfuerzo, la muchacha y sus padres lograron también capear la situación en un alarde de aptitudes diplomáticas poco común, asociado a una capacidad de condescendencia hacia el muchacho digna de encomio. Este, entre avergonzado y deshecho de los nervios, se limitó durante un rato a mirar el plato fijamente, sin comer. Ante la mirada ya visiblemente preocupada de la joven (entre preocupada, molesta y contemporizadora a la vez, por tratar de ser más exacto), los padres intentaron un último recurso de acercamiento con el muchacho: «Entonces… ¿en qué estás trabajando?», le preguntó la mujer con el mayor tacto posible. Fue ahí donde el joven explotó: «¡¡ya basta!!». Se levantó de la silla en un gesto enérgico, casi violento, y estampó la servilleta sobre la mesa. «¡¡Dejadme en paz!!»: dijo esto mirando a la mesa, con los ojos inyectados en sangre. Hasta su novia, que nunca lo había visto así, sintió por un momento algo parecido al miedo, arropando a sus padres con los brazos en un abrazo abarcador, de protección. El joven entonces rodeó la mesa y tomó a su novia por la muñeca, deshaciendo el abrazo; farfullando, la condujo hasta la puerta de salida, mientras ella miraba atrás, a sus padres, que quedaron allí sentados, con un gesto de angustia trufado de resignación. «Lo siento, cariño, pero te lo advertí…», le dijo el muchacho mientras, prácticamente, la arrastraba hacia la salida; « ¡esto no ha sido una buena idea!». Ambos salieron raudos a la calle.
La noche empezaba a refrescar. Mientras con caminar acelerado se dirigían al coche, estacionado medio centenar de metros más allá, la señora salió a la puerta de la casa. Compungida, aún le dio tiempo a dirigirse a ellos (al muchacho, en rigor) en un grito que le salió medio roto, ahogado: «pero…¡¿qué te hemos hecho?!. El joven, sin mirar atrás siquiera, respondió, visiblemente airado: «¡¡déjame en paz de una vez, mamá!!».
BENEDICTO PALACIOS
MAL TRAGO
Le pudo la vanidad y ni por un minuto se imaginó que el manantial de las ocurrencias y el hecho de estar siempre en exposición como si fuera un cuadro de pintura o un santo moderno al que rendir culto, se agotaría. Tardó demasiado en arribar a la conclusión que la fama da de comer, aunque indigesta el exceso. Y él llevaba tiempo experimentando los primeros síntomas de una indigestión. Fue la consecuencia de un arrebato de sinceridad, de asomarse al precipicio y comprender que la vida es un seguro con fecha de caducidad.
Empezó entonces rompiendo con Paula como si fuera un logro personal, un triunfo de su inteligencia, de su innata habilidad con las mujeres. Él hubiera sido el prototipo seductor de no haber existido Don Juan, pero se equivocaba sin remisión. Hacía tiempo que Paula había dejado de quererle.
Lejos de verse perdedor, en tanto comprendió la magnitud del chasco dejó caer con solemnidad, un poco teatralmente, que la relación había nacido muerta. Y se lo comunicó con las palabras que buscaban suplantar los hechos.
—Paula, lo nuestro ha perdido sentido, murió como una estrella que se cae.
—¡Ah!
—Disculpa el tiempo perdido. Debí anunciártelo antes.
Tan dechado de sí mismo, esperaba una escena, unas lágrimas, un ruego para que lo averiado volviera a recomponerse, pero Paula le fulminó con una dura mirada, dio media vuelta, se anudó un pañuelo al cuello y retiró el flequillo de la frente. ¡No existía sobre la tierra persona tan fatua y pretenciosa!
Pasaron unos meses, el tiempo que uno suele darse para iniciar nuevas experiencias, pues estaba convencido de que la vida ofrecía no solo una segunda sino otras más y diferentes oportunidades, si uno mismo se erige con o sin consentimiento de los demás en protagonista.
Cobró nuevos bríos para una nueva relación, ahora con Amelia, reconquistó la confianza y se desentendió del anterior fracaso. Estaba tocado pero no hundido.Fue un amargo trago nada más.
Visitó no obstante a un amigo psicólogo, el cual le aconsejó en lo sucesivo aceptar la realidad.
—¿Cuál?
—No hay más que una y es reacia a someterse a los deseos.
—Lo sé, amigo, lo sé. Donde hay carne también hay hueso— adujo y se quedó tan fresco.
B. Palacios
DAVID MERLÁN
TRAGOS DEL ALMA
”Ahi viene otra» pensó el camarero al oír abrirse la puerta del local mientras acababa de secar un vaso con el trapo.
«Me gusta cuando llueve. La lluvia tiene algo de confesionario, ¿No creen?: obliga a entrar, a quedarse, a escuchar. En noches así, la barra se vuelve más sincera. Y yo, más paciente. No soy psicólogo, ni mucho menos un juez, ni siquiera me considero un camarero especialmente amable, pero tengo algo que ellos necesitan: silencio bien servido, tragos con nombres imposibles y paciencia para escucharles. Y tengan por seguro que la mayoría de clientes creen que vienen por alcohol. Mentira. Vienen por el perdón. O por el castigo.
Mientras, el cliente consiguió llegar a duras penas al taburete de la barra, y apoyándose en ella se sentó y agachó la vista.
La gabardina seguía chorreando. La corbata torcida y con cara de haber llorado en un funeral. Se sentó.
Miró a izquierda y derecha y puso comprobar que el local estaba completamente vacio. A veces los peores entran así: como si el mundo les debiera una explicación.
—¿Está abierto? —preguntó, sin molestarse en fingir educación.
—Para los que vienen huyendo, siempre —le dije, mientras secaba un cuarto vaso desde que había entrado.
Me miró de reojo y tamborileó los dedos contra la barra.
—Quiero algo fuerte. Algo que no olvide.
—¿Dolor o sabor? —pregunté. Siempre empiezo con esa. Es mi forma de medir el calibre de la situación.
—Remordimiento. Con lima, si puede ser—contestó él siguiéndome el juego.
Ya era mio…No todos piden ese cóctel. De hecho, nadie lo hace en voz alta. Pero él lo pidió, como quien ya se ha entregado a lo irremediable.
Lo preparé como me lo habían enseñado:
Dos partes de culpa, una de recuerdo turbio, hielo amargo y una rodaja de lima para disfrazarlo de frescura. Acto seguido, le serví la copa sin mirarle a los ojos y se lo sitúe bien cerca.
—Se toma sin brindar —le advertí.
Lo observó con curiosidad antes de agarrarlo con tres dedos por el tallo y darle vueltas con cuidado. Trascurridos cinco segundos, alzó la copa y se lo bebió de un trago. La mueca fue instantánea.
—¡Joder…! es como besar a alguien que sabes que vas a traicionar.
—Buen paladar, caballero—dije.
Él no añadió nada durante unos segundos. Yo tampoco. A cambio, me limité a dejar otro vaso cerca. La pausa siempre hace efecto. Entonces, se arrancó a hablar.
—Estuve con alguien… ¿sabe?, que no era mi mujer.
«¡Bingo!». pensé . Siempre empiezan por ahí, por el adulterio. Como si ese pecado vulgar fuese la raíz de todos los males. Me dediqué a observarlo en silencio mientras secaba otra copa con el trapo.
—¿Tiene uno que sirva para perdonarse a uno?— preguntó sin dilación.
—Claro. Pero es peor. Se llama Decisión mal tomada con toque de nostalgia—contesté lanzándole un dardo a su línea de flotación emocional.
—¡Vamos con ello, querido barman!
Agradecido por el trato de barman y no camarero, le mezclé algo denso, rojizo. Para la ocasión, a veces les echo vino viejo, otras jarabe de grosella con tequila tibio. Lo importante no es el sabor: es la culpa que se mantiene en la superficie. Porque al igual que las penas saben flotar, ésta, también sabe hacerlo.
Repetí el proceso del anterior combinado y se lo sitúe delante de sus ojos.
Lo miró como quien ve una vieja foto, pero en esta ocasión, decidió beberlo con más calma.
—Rechacé un ascenso, ¿sabe?.
—Me quiere contar el porqué?—le pregunté directamente.
—Les dije que era por ética, pero en realidad fue por miedo. Lo peor de todo es que acabé trabajando para González, el imbécil que lo aceptó.
—Muchos prefieren el lodo al vértigo —le dije.
—¿Usted no?
—Yo aprendí a servir desde abajo. El suelo es más estable. También la solidez de una buena barra de un bar de los de antes, como este. Cuantos más años, mejores estaban fabricadas las barras. Como está, de madera maciza y no de contrachapado barato como las de ahora para ahorrar costes.
Rió por primera vez al oír mi comentario mientras miraba los pocos restos que le quedaban del segundo de los tragos. La situación fue breve. El tipo tenía más cosas dentro, y en el fondo estaba deseando soltarlas, seguir confesándose con aquel sacerdote improvisado del alcohol en un bar.
—¿Me pone otro? Elija usted—añadió.
—Por supuesto, señor—respondí educadamente satisfecho. Ya era mio del todo.
—Mi hermano… —empezó.
No lo detuve y dejé que siguiera hablando. Solo preparé el tercer trago.
—Íbamos en el coche. Discutimos. Discutimos acaloradamente y decidió bajarse. Yo, cabreado decidí seguir. En cuanto cerró la puerta de un portazo salí quemando rueda. Mientras conducía recapacité en lo que había sucedido. En el fondo quería pensar que él contaba con que yo volviese, pero no lo hice. No volví a por él.
—¿Y porqué discutían acaloradamente si se puede saber?
—No, prefiero no contestar a eso. No viene a cuento. El caso es que discutimos y el no se dignó a volver a por su hermano mayor.
—Entiendo, señor—contesté sin insistir. No quería urgar en la herida de aquel corazón roto al tiempo que le colocaba delante de sus narices el tercer trago amargo de la noche.
—Pero…cuando…—reaccionó descolocado al ver delante de él la nueva bebida.
No podía entender en qué momento lo había preparado. Apenas habían pasado segundos desde que me había dado libertad para preparárselo.
—El último, señor. El trago final siempre se prepara solo. No tengo que pensar los ingredientes.
Aparecen en la coctelera como si supieran cuándo les toca—le contesté para acabar de descolocarlo.
Lo serví sin decorar. Color verdoso, textura espesa.
—¿Cómo se llama este, camarero?
«Camarero. Lástima. Me gusta más cuando me llaman barman» pensé, pero lo atribuí al alcohol que llevaba ingerido y no se lo tuve en cuenta, aunque si le hice una mueca de desaprobación. A continuación respondí a su pregunta.
—Se llama como lo que le dijo antes del accidente.
Su reacción al principio fue de no tocarlo. Tal y como había sucedido con los cockteles anteriores. A cambio, lo miró, como si temiera que le hablara.
—Tú… tú no eres un camarero, ¿Verdad?—contestó dubitativo pero tuteándome.
«Otra vez camarero. Lástima» pensé antes de contestar.
—Ah, eso me lo dicen mucho. Y nunca se equivocan del todo.
—¿Porqué piensa eso si se puede saber?—preguntó de nuevo formalmente mientras le pegaba un generoso trago a aquel viscoso liquido verde.
—Porque usted tampoco es solo un cliente normal, ¿O me equivoco?
—¿Estoy muerto?
Negué con la cabeza.
—Está más vivo de lo que le gustaría. Créame. Pero muy cerca del otro lado. Este trago decide—mientras arqueaba las cejas en su dirección.
Me miró algo descolocado pero directo a los ojos, y sin inmutarse, cogió la copa y se bebió de un trago lo que restaba.
De repente, la luz del bar subió un poco. Yo dejé la coctelera limpia en su sitio, junto con el escurridor y la cucharilla que había utilizado para preparar el combinado. Él no se movío ni un ápice. Solo respiraba hondo, como si por fin pudiera hacerlo.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Ahora toca esperar. El cóctel hará su trabajo. Tal vez despiertes… Tal vez no.
Sin más explicaciones, le di la espalda y me fui al fondo del bar dejándolo a solas con sus Pensamientos. Ni siquiera me miró. Sabía positivamente que los que llegan a ese punto ya no necesitan verme. Ya se han visto a sí mismos.
***
Fuera, seguía lloviendo y por momentos arreciaba.
Dentro de un coche accidentado, a un par de calles del bar, un hombre tenía los ojos cerrados y una media sonrisa.
Entre los dedos, aún apretaba algo invisible: una copa vacía.
Y así fue como serví un trago amargo más, y quizás un alma menos.
Y recuerden bien una cosa: Yo solo soy el barman (que no camarero). El menú, lo traen ustedes.
FIN
ARMANDO BARCELONA
Donde terminan los besos
Quince años de vida encerrados en el círculo hermético de una alianza. Un viejo anillo de poder que, como el de la historia de Tolkien, había obrado el milagro de amalgamar su existencia con la de ella, sustentando la ilusión de un todo perfecto, la felicidad en su estado más puro, un espejismo que lo fue hasta que se terminó la magia.
Se lo sacó del dedo, dejando en cada milímetro de piel desnuda un rastro de besos, urgencias y deseo, un vestigio de lo que hubo, fuegos de San Telmo culebreando la arboladura del naufragio, como juguetes rotos prendidos en las ausencias del alma.
Se sintió mareado, trastabilló y tuvo que apoyarse en la pared para recuperar el equilibrio. Algo más adelante, sentado en la acera, con la espalda apoyada en el mismo muro, un viejo indigente pedía limosna. Sus miradas se cruzaron por un instante, en una efímera comunión de inteligencia: dos parias azotados por el látigo de un destino cruel. Se acercó al mendigo. Entre sus piernas, en un platillo, recogía las monedas que le dejaba la gente; una escasa lluvia de calderilla que servía para limpiar de mugre las malas conciencias.
El anillo era una brasa incandescente que palpitaba en la palma de su mano, un infierno líquido haciéndose fuerte en las entrañas, como el que debió padecer Abelardo después de la castración, solo que al clérigo le quedaba el consuelo de una Eloisa enamorada. Aflojó el puño y el aro cayó al suelo, junto al vagabundo, con un tintineo metálico, casi alegre, insultante, que ahondó todavía más en la herida de un corazón desgarrado por el desamor. No tuvo fuerzas para recuperarlo, como tampoco las tuvo para luchar por ella. La había dejado marchar y ya no quedaba alguna razón en este mundo que pudiera oponer a la incomodidad de seguir viviendo. Solo restaba sacar coraje para terminar con todo; pasar el mal trago de una vez.
Se acercó a la balaustrada del puente y miró hacia abajo. Las aguas corrían impetuosas, impulsadas por una lujuria de tormenta recién estrenada. Podía escuchar el desprecio del río en el rumor sordo de la corriente, una mordaz carcajada burlona que parecía un reto, una invitación a demostrar un poco de valor, aunque fuera la única vez, algo tan sencillo como dejarse ir en un abrazo frío, blando, triste, como recordaba sus últimos besos.
Miró hacia atrás. El vagabundo ya no estaba en la acera. El anillo seguía en el suelo, igual que un despojo que simbolizaba su necia cobardía. Estaba solo. Sus pensamientos volaron hacia ella. La sintió lejos, desvaneciéndose en la neblina del recuerdo. No pudo soportar la idea de que algún día pudiera llegar a olvidarla. Saltó.
Zaragoza, 10 de julio de 2025
SERGIO TELLEZ
FERNANDO
Terminar con todo de una buena vez. Esa idea le martillaba la cabeza desde hacía varios meses, y en la última semana se hizo más repetitiva, a tal punto de tomar la decisión de no aplazarla por más tiempo.
Aquel día sería el indicado, no había vuelta atrás. Como cada domingo, su esposa e hija, junto con su mascota salieron a dar un prolongado paseo. En tanto él consumaba su plan.
Mientras se preparaba para llevar a cabo su tarea, no podía evitar pensar en lo que sucedería después. El informe del tiempo había pronosticado lluvias todo el día del lunes, y pensó que era un día adecuado para que el sol no saliera. «Mañana no saldrá el sol», se dijo a sí mismo, y una sonrisa melancólica se dibujó en su rostro. Bebió un largo trago de whisky, que sabía a un trago amargo, pero que le ayudó a reflexionar sobre su vida y a encontrar la calma necesaria para llevar a cabo su plan. El sabor del whisky se mezcló con la nostalgia y la melancolía que lo consumían en ese momento, y por un instante, se olvidó de la tarea que se había propuesto realizar.
Contempló el vetusto sillón, con sus brazos y patas en madera raídas. Se sentó en él con una determinación sombría, como si estuviera tomando posesión de su destino. Por su mente pasaron tantos recuerdos vividos en casa, su familia, su mascota, las visitas de amigos y parientes. La vida corrió a cuadritos, como en los rollos de las películas antiguas que tanto le gustaban. Estaba lleno de sentimientos, los recuerdos le apabullaron aún más ayudados por esa música de fondo escuchada en su vieja vitrola. La melodía que sonaba era «Fernando», cantada, de forma magistral, por el grupo ABBA. Sonrió con melancolía al recordar la clase estupenda que le dio su melómano amigo sobre ese tema. Fernando era una simple canción de amor sencilla y nostálgica en su original idioma sueco, que luego por el cambio de letra paso a una historia de dos viejos guerrilleros en la Revolución Mexicana en su versión en inglés y español. Lo cierto es que sonaba melancólica, pero a la vez pegajosa.
Fernando lo introdujo aún más en ese estado de nostalgia y tristeza que lo consumía en ese momento. El arma apropiada para llevar a cabo su plan, no era fácil de encontrar en ese pueblo tan pequeño y olvidado de la mano de Dios. Pero él supo dónde conseguirla. Su amigo alguna vez se la ofreció hablándole al oído para evitar ser escuchado por su familia. «Cuando la necesites, solo dilo. Con eso quedarán saldadas nuestras deudas y será un secreto entre los dos, que te llevarás hasta la tumba».
Se levantó del sillón con un movimiento decidido, y caminó hacia la ventana con una finalidad que parecía inevitable. Miró hacia la calle por última vez ese día antes de cerrarla. Luego, contempló el mueble y lo protegió con un plástico para evitar manchas rojas. Tomó la pistola de pintura marca DeWalt y comenzó a restaurar el viejo sillón, aplicando una capa fresca de color a sus patas y brazos desgastados, mientras tarareaba suavemente «Fernando».
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
VENENO QUE TU ME DIERAS
La idea original fue del primo Carlitos, un ser humano bajito y en pleno proceso de formación que, dicho sea de paso, en lo tocante a ideas, no tenía ni una buena. El caso es que el aburrimiento mortal que suele acompañar a las calurosas tardes de verano nos había llevado a hojear una vieja revista de la abuela y fue allí donde vimos el llamativo anuncio: “CRUZCAMPO, la cerveza más fina, que siempre sienta bien”. Así rezaba la publicidad, acompañada de la ilustración de unos niños exultantes que, sin miramientos, se andaban plimplando sendos tercios del susodicho brebaje. Sobraron las palabras. En ese momento, todos nos miramos con los ojos encendidos como bengalas, chispeando cual explosión de Petazetas de fresa y una sonrisa malévola que no hacía presagiar nada bueno. Y así, casi sin pensarlo, con esa astuta curiosidad que tenemos los niños, urdimos un plan sin fisuras que ya lo quisiera para sí mismo el equipo A.
El tío Manuel guardaba, en el fresco de la alacena, una caja entera de esos deseables botellines. El zumo de cebada procesada formaba parte de su dieta habitual. El frigorífico era un lujo por aquellos tiempos, pero la abuela disponía de una especie de sótano que hacía las veces de nevera y pesebre para las gallinas. Frescor y humedad se mezclaban con ese olor a cueva tan característico que aún perdura en mi recuerdo. De esta manera, aprovechando el sopor de la tarde y que todo el mundo se había rendido a la siesta, nos desplegamos a la caza y captura del botín cervecero.
—Esto sabe raro, pero me gusta—fue la reseña que hizo de manera espontánea Miguelín, el promotor de todo aquello, acompañada de unas risas flojas.
—Lo mejor son las cosquillas en la garganta—soltó Juanito, visiblemente achispado.
—Chicos, yo creo que me estoy mareando—murmuró Carmela, casi sin que se le entendiera.
—Si es que las mujeres no aguantáis nada—Sentenció Manolito, en lo que me pareció una especie de protomachismo que a lo largo del tiempo sería fuertemente perseguido, y con toda la razón.
Media hora, no más, transcurrió antes de que mi padre, alertado por el repentino silencio que habíamos dejado sembrado en el ambiente mis cuatro primos, mis dos primas y yo, se pusiera a buscarnos como loco por toda la casa. Por experiencia, sabía que esos vacíos infantiles nunca traían nada bueno. Su movimiento agitado y su cara de preocupación más que razonable alertó al resto de adultos siesteros quienes, ya desiertos y movilizándolos, dieron comienzo a la batida.
De repente, la luz del sótano se encendió. Por la entrada apareció la cara de mi madre, desencajada, sin poder dar crédito a lo que veía. Jamás he vuelto a ver ese gesto de asombro en un rostro humano. Sin embargo, era comprensible, a tenor de lo que tenía frente a ella: siete criaturas, de entre ocho y doce años, tumbadas en el suelo, cada cual, con su botellín fresquito en la mano, ya casi vacío, sin parar de reír, soltando una retahíla de tonterías y fumando Ducados como chimeneas. Por lo visto, lo de la cerveza nos había parecido poco y Miguelín estimó oportuno lo de fumar. El complemento perfecto para nuestra soirée veraniega. Cuando se quiere ser mayor hay que apostar a lo grande, con toda la artillería. El siguiente en asomar la gaita por la puerta del sótano fue mi tío Antonio, que desde que empezó a notar la algarabía no había parado de intentar localizar el mechero y su paquete de tabaco negro. Sin éxito, como se puede suponer.
Ahora, en pleno 2035, el elixir de lúpulo, por aquel entonces denominado Cruzcampo, junto al extracto de mandrágora y el licor de zarzaparrilla están considerados como los mayores venenos de absorción lenta que se conocen para el organismo humano. Del Ducados ya ni hablamos. Aquella tarde sobreviví de milagro, ahora lo sé. Al veneno embotellado y a los azotes de mi madre. Los siete nos acostamos con el culo caliente. No sé si mereció la pena, pero deben entenderlo. Éramos niños, curiosos y aquellos otros tiempos.
CARMEN BERJANO
TRAGO AMARGO
¿Cuál será el último niño que muera?
¿Cómo se llamará?
¿Habrá perdido ya a sus padres?
O estos sentirán el dolor más extremo.
¿Cuántas personas han fallecido ya?
¿Cuántas quedan?
¿Por qué mierda no se para esto ya?
No puede ser que los intereses económicos de cuatro primen sobre el derecho fundamental a la vida.
No
Y encima retransmitido,
¿Qué más tiene que pasar?
¿Qué más?
Para que los gobiernos cómplices actúen
Y entre todos paremos este maldito genocidio.
¿Cuál será el último niño que muera?
Carmen Berjano.
IRENE ADLER
RIGOR MORTIS
La cama era grande; la habitación lúgubre. Nadie había descorrido las cortinas y el sol de Roma entraba tamizado y nebuloso, proyectando con su recelo sombras mortecinas como augurios tenebrosos.
La hermana María fue la primera persona en tocarlo y declaró que estaba frío y no tenía pulso. La hermana Ángela hacía girar entre los dedos las cuentas de nácar de un rosario y el sonido, amplificado por la extraña acústica de la habitación monumental y sus altos techos artesonados, recordaba un poco a un aguacero o a un fuego de cobertura.
El secretario Bandini preguntó:
—¿Está muerto?
Las monjas miraron a la vez hacia los almohadones blancos y el rostro enjuto y apacible, en apariencia dormido, que incluso parecía sonreír dulce y mansamente en su mortaja de penumbra. El Santo Padre sostenía en la mano unos papeles que ninguna de las dos monjas se había atrevido a retirar, ojear, esconder. ¿Habría muerto a primera hora de la noche, mientras leía? ¿Sería conveniente saber qué había estado leyendo antes de expirar? El secretario Bandini temía alterar la escena o el cuerpo si movía algo y a la vez temía perjudicar a la Iglesia si no lo hacía.
Sonó una campana y después el teléfono. El médico personal de Su Santidad estaba en un atasco y le dió al secretario algunas instrucciones. Bandini se puso primero rojo y después pálido. Dijo sí dos o tres veces. Tragó saliva y se enjugó un sudor imaginario de la frente. Colgó el auricular lentamente, porque pesaba demasiado y se volvió a la hermana María.
—Hermana, ¿hay algún termómetro en los apartamentos papales del Palacio? El doctor Perugia necesita que le tomemos a su Santidad la temperatura.
La monja tardó unos cinco minutos en regresar con un termómetro de mercurio y aquellos fueron, sin duda, los cinco minutos más largos en la vida del secretario Bandini.
El médico necesitaba la medición más precisa posible y no sabía cómo pedir ayuda a las dos monjas para pasar aquel mal trago.
Voluntariosa y decidida, la hermana María, termómetro en ristre, preguntó:
—¿Dónde se lo pongo, en la boca o en la axila?
Bandini transpiraba copiosamente pero tenía la lengua como papel de lija. Por alguna razón psicosomática, sus glándulas salivares no funcionaban. Miró a la religiosa que rezaba y a la otra que sostenía el termómetro en alto como quien sostiene una espada. Con apenas un hilo de voz, farfulló:
—En el recto, hermana.
La hermana Ángela soltó un alarido de terror al tiempo que la hermana María se desplomaba contra las baldosas de mármol, haciendo añicos el único termómetro de mercurio del Palacio Apostólico.
Nunca llegaron a determinarse con exactitud, ni la hora ni la causa de su muerte.
CONCHA CARIAS
El temporal Nerea llegó ese enero dispuesto a dejar su huella en toda España. Las carreteras heladas, los coches no se distinguían bajo las montañas de nieve y los informativos contentos ya que había tema para rato. Todos los telediarios mostraban reporteros empapados, ateridos, vecinos que no podían abrir las puertas de sus casas y pueblos que parecían salidos de un cuento de Navidad… una tragedia.
En el plató, Ernesto Garrido, el presentador estrella, mira serio a la cámara:
—Estamos pendientes del azote del temporal Nerea. Vamos en directo hasta Villafranca del Bierzo, en León, donde la nieve complica el día a día de los vecinos. Desde allí nuestro compañero Aitor Menta.
La imagen saltó a un paisaje completamente blanco. La nieve caía sin piedad, cubriendo tejados, coches y hasta al propio reportero, que aparecía con su abrigo y gorro medio blancos. Aitor sujetaba el micrófono con unos enormes guantes, buscando la forma de que no le castañearan los dientes.
—Gracias, Ernesto. La situación aquí es complicada. Las carreteras están intransitables y la quitanieves del ayuntamiento está atascada desde hace un buen rato. Para que nos cuente más, está con nosotros el alcalde, don Saturnino Gómez.
El alcalde aparece en plano: rechoncho, envuelto en un abrigo que parecía de piel de oso, y con una bufanda que apenas dejaba ver su rostro. Su expresión dejaba claro que estaba allí por compromiso… y a disgusto.
—Buenos días, alcalde. Gracias por atendernos en estas circunstancias.
—Buenos días —respondió el alcalde con un gruñido.
—Cuéntenos, ¿cómo está viviendo el pueblo este temporal?
Saturnino, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura, contesta:
—Pues con vecinos atrapados, calles impracticables y la quitanieves más atascada que nunca. Un mal trago, vamos.
Aitor asentía, hasta que le realizó una pregunta que cambiaría la entrevista:
—¿Y cómo combaten el frío los vecinos?
El alcalde lo miró como si acabara de escuchar la mayor gilipollez del mundo. Resopló y soltó:
—¿Que cómo combatimos el frío? ¡Pues como podemos! Con sopas, con braseros y con lo que se ha hecho toda la vida. Pero le diré una cosa: lo que no combatimos es tener que estar aquí pasando este mal trago, aguantando el frío, solo para que ustedes tengan sus imágenes.
Aitor intenta reconducir el momento:
—Bueno, alcalde, solo queríamos informar a la audiencia.
Pero Saturnino ya no se contenía:
—¡Informar! Lo que hacen es tenernos aquí congelados mientras ustedes están tan a gusto en el plató. Que acabo de salir de una gripe y si llego a saber que me iban a tener aquí plantado una hora esperando a que conecten, no vengo. Que tengo mil cosas que hacer, hombre.
En el plató, Ernesto tragaba saliva mientras buscaba cómo salir de aquel mal trago en directo.
—Muy bien, tiene usted todo el derecho a decir que no le entretengan más estos pesados de la prensa…
El alcalde siguió desahogándose:
—¡Claro que sí! Aquí venís a preguntar bobadas en vez de traer una pala y echar una mano.
El cámara ya estaba retirando el plano poco a poco.
—Pues nada, alcalde, le agradecemos que nos haya atendido. No le robamos más tiempo.
Y mientras le quitaban el micrófono, Saturnino aún murmuraba:
—¡Ustedes ahí con la calefacción, y aquí uno pasando este mal trago…!
La imagen volvió al plató. Ernesto intentó recomponerse, se aclaró la garganta y soltó una sonrisa forzada:
—Bueno, como ven, el frío pone a prueba la paciencia de todos. Gracias a nuestro compañero Aitor y al alcalde de Villafranca. Seguiremos informando.
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Esa misma tarde, el vídeo del alcalde dio la vuelta a las redes. Lo apodaron “el alcalde del Nerea”, y las imágenes del momento se convirtieron en memes: Saturnino vestido de vikingo, Saturnino montado en una quitanieves voladora, Saturnino declarando el estado de emergencia del pueblo.
Mientras, el propio Saturnino se refugiaba en el bar del pueblo, rodeado de vecinos. Con un carajillo entre las manos, negaba con la cabeza mientras en la tele repetían su entrevista en bucle.
—Famoso, dice… Si lo que yo quiero es que me dejen tranquilo. Menudo mal trago el de hoy…
GRACE PELLS
Blas dijo; un brindis por los amigos.
Y ahí caí en la cuenta que hace un año que faltas. Debe ser el sopor que te da un malbec en medio de las maracas de una fiesta.
Te sales.
Y se hizo las cuatro y pico, cuando me patee las diez cuadras hasta casa. Me pegó de lloradera creo. Sin embargo no fue un mal trago. Te trajo en andas el rocío y te acomodó en mi hombro. Un aroma a fruta, Ufff que intensa es la nostalgia, pesa como adoquín y no hay manera de bajarla.
Si me hubieras mirado, tal vez digo tal vez, hoy hubieras venido a dormir conmigo, y el gato te hubiera ronroneado las rodillas.
Lo peor es saber que de allí no se vuelve, que maldigo el árbol donde colgaste tus penas, que todo fue por ese amor que tú mirabas.
Es tinto el recuerdo, suave en la lengua, y golpea el corazón como una pandereta muda. Nadie escucha, solo yo.
Si me hubieras mirado…Los dos, nos hubiéramos salvado.
GUILLERMO ARQUILLOS
LA ELECCIÓN
¿CÓMO IBA A SABER ELLA qué frasco guardaba el veneno y cuál contenía solo un líquido parecido?
Los hombres la estaban devorando con la vista, con miradas que ardían en su espalda. Un aroma pestilente a alcohol se desprendía de todas partes, se mezclaba con el sudor de las camisetas y se adhería al aire monzónico haciéndolo denso, pegajoso. Hablaban entre sí, pero Elena no entendía nada, solo lo que un chaval traducía al inglés.
El viaje en bicicleta por Vietnam había estado lleno de dificultades, no solo por la lengua y las extrañas costumbres de las aldeas, sino, sobre todo, por lo complicado que era a veces avanzar por aquellas selvas infestadas de peligros, carentes de lo más básico, siempre lluviosas y calurosas. Álvaro y ella habían decidido jugarse la vida recorriendo las mismas veredas donde su padre había muerto a manos del Vietcong. Camuflado en sacos de arroz, el veneno se movía con rapidez por los senderos de la Ruta Ho Chi Minh, la que había burlado en su día a los aviones americanos.
El más viejo dijo algo incomprensible para Elena y los demás respondieron con una catarata de risotadas. Ella, al instante, supo quién era: el de la barba blanca, el que la miraba con repugnantes ojos de toro en celo. Seguro que la idea de aquel maldito juego había sido suya; o, si no, del que cojeaba, el mestizo que parecía su ayudante, tan sucio y maloliente como él.
—Mi amigo Cop Den quiere saber si te vas a quedar ahí para siempre, sin decidir —dijo el intérprete—. Si no eliges, cortan el cuello a tu hermano y aprovecharé el tiempo.
Uno de los cinco hombres, Elena no pudo ver cuál, soltó un pedo muy sonoro. Todos rieron de nuevo, incluso aporrearon la mesa. Elena temió que golpearan otra vez a su hermano, atado como estaba al espaldar de la silla. Inmediatamente, un olor parecido al estiércol de vaca llegó a la chica y ella hizo un gesto de repugnancia.
Trató de controlar los nervios con el ritmo de su respiración. Un trueno sonó entonces. Elena avanzó hacia los botes y alargó la mano. Escogió uno cualquiera, el de la derecha; no tenía ninguna razón para preferir uno sobre otro. Se giró, miró a los hombres y a su hermano y les enseñó el recipiente. Era alargado, de cristal sucio; estaba cerrado con un grueso tapón de plástico blanco.
Cop Den dio una orden tajante y el intérprete tradujo:
—Mi amigo ha dicho te acerques a hombre y hagas beber.
Silencio.
A lo lejos, quizá en el extremo de la única calle de la aldea, se oyó el llanto de un niño. Antes de que dos de los hombres inclinaran hacia atrás la cabeza de Álvaro y lo obligaran a abrir la boca, los hermanos se miraron un instante. Elena pareció decirle: «lo siento mucho»; los ojos del chico se inundaron de lágrimas. Internarse en aquella zona con la romántica idea de conocer el lugar donde murió su padre había sido, definitivamente, una mala decisión.
—Acércate —dijo el intérprete, siguiendo las palabras de Cop Den—, tienes darle beber a tu hermano.
Elena avanzó dos pasos, levantó el frasco, lo destapó, dio un fuerte grito y, con una rabia que le salía de muy adentro, se bebió su contenido. De un solo trago, con rapidez.
Durante un rato, todos guardaron silencio y fijaron sus miradas en Cop Den. Este arrugó los labios, apretó los puños y dijo algo que nadie tradujo. Sonó a maldición. Álvaro consiguió levantar los ojos y mirar de nuevo a su hermana.
—¿Cómo has podido…? —dijo. Y se quedó con la boca abierta, contemplándola.
Lentamente, Cop Den se puso de pie. No dijo nada. Sencillamente, comenzó a aplaudir con fuerza. Los otros cuatro hombres y el intérprete también se pusieron a aplaudir. Uno de ellos se agachó detrás de Álvaro y lo soltó.
POCO DESPUÉS, ENCERRARON A LOS HERMANOS en una cochambrosa cabaña en las afueras del pueblo. Empezó a llover con rabia, mientras esperaban que Cop Den y los suyos los dejaran marchar.
«A veces», pensó Elena, «solo sobrevive quien está dispuesto a morir».
Y el niño que había llorado antes, mientras los hermanos se jugaban la vida, comenzó de nuevo a llorar.
Esta vez, con más fuerza.
EFRAÍN DÍAZ
Deprimido y apesadumbrado, Andrés caminaba como si arrastrara pesadas cadenas que apenas le permitían avanzar.
Vio un bar y decidió entrar. Total, ¿qué más podía pasarle? Su semana había sido una cadena de infortunios que no le desearía ni a su peor enemigo.
El bar estaba vacío. Solo un cliente, impecablemente vestido de traje y tomando un whisky doble, le dijo dándole la espalda:
—Ven y siéntate, necesitas un trago.
Sin pensarlo, Andrés se sentó a su lado.
—Su cuenta va por mí —dijo el extraño a la hermosa bartender, que servía con una sonrisa y un escote tan profundo como provocador. Luego pidió otro whisky doble para Andrés.
—Vaya semana has tenido, hijo —dijo el extraño.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó Andrés, entre sorprendido e incrédulo.
—Sé muchas cosas desde hace mucho tiempo. Quizá más cosas y más tiempo del que quisiera. Es mi naturaleza.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Andrés, intrigado.
—Eso no importa por ahora. Tampoco tienes que decirme el tuyo, Andrés.
La bartender, de curvas generosas, escote hipnótico y sonrisa de femme fatale, trajo el whisky con movimientos que destilaban sensualidad. Andrés sorbió el trago. Abrió los ojos impresionado por la calidad. No podía identificar el sabor, pero una oleada de alivio y despreocupación recorrió su cuerpo. Volvió a beber.
—Sé que esta semana ha sido muy dura —continuó el extraño—. Tu mujer se marchó con tu mejor amigo, te despidieron injustamente del trabajo, y tu hija mayor quedó embarazada de un fracasado que supo endulzarle el oído. Y lo peor no ha llegado. Lo que tendrás que pagar de pensión alimentaria será suficiente para que ella viva bien con tu mejor amigo, mientras tú volverás a la casa de tus padres. Con suerte, te alcanzará para alquilar un cuartucho.
—Pero si apenas me acaban de despedir. No podré pagar pensión—dijo Andrés.
—No te preocupes. La próxima semana volverás a trabajar. Y aunque ganes bien, entre tu mujer y el juez, te vana a esquilmar.
El whisky comenzaba a hacer efecto. Andrés, sorprendentemente, no se hundía más. Por el contrario, se sentía mejor. Cada sorbo traía una nueva dosis de bienestar. Como si, por más tragedias, todo fuera a estar bien. Como si pudiera con eso y más.
Pasaron las horas. Andrés hablaba y bebía. Lo curioso era que el vaso nunca se vaciaba, aunque la bartender no volvía a servirle. Y el sabor seguía siendo sublime.
Cuando ya era madrugada, el extraño dijo:
—Andrés, soy el dueño de este bar. Y no quiero que termine la noche sin que te lleves a la bartender a la cama. Cerrarás esta desastroza semana con broche de oro.
Andrés, ebrio y entusiasmado, sintió que el corazón se le aceleraba al ver de nuevo a la bartender. El hombre agregó:
—No tienes que pagar. Todo va por cuenta de la casa.
Ella tomó a Andrés del brazo y lo condujo al despacho trasero, donde había una habitación decorada con sofisticado gusto lujurioso. Luces tenues, muebles sugerentes, aromas embriagadores. Todo invitaba al sexo.
Y Andrés no decepcionó. El whisky le renovó las fuerzas. Hizo el amor como si tuviera veinte años. Luego cayó en un sueño profundo.
Al despertar, buscó con la mano a la hermosa bartender. Pero junto a él yacía una mujer flaca y descarnada, de unos setenta años. De pechos pequeños, caídos. Sobre la mesa de noche, una peluca y un puente dental con cuatro dientes se reían de él con sarcasmo mudo.
Espantado, Andrés se vistió a toda prisa y huyó. Buscó el bar donde había vivido aquella extraña noche, pero solo encontró un viejo almacén clausurado. No había rastro del lugar ni del misterioso hombre del traje. Quiso pensar que todo fue una pesadilla, pero la mujer que aún dormía en la habitación trasera era tan real como la resaca.
Ese día juró que no volvería a beber, aunque ni él mismo se lo creyera.
BELBEL L
SELECCIÓN DE PERSONAL
Y volvió a mirarme mal. ¿Por qué? Yo estaba allí como cualquier otra persona para optar al puesto. Todos mirábamos al suelo, inquietos, meditabundos, preocupados… En breves momentos seríamos entrevistados. El test psicológico ya lo habíamos hecho hacía una semana. No teníamos resultados aún.
Me levanté de golpe para dirigirme al baño cuando vi de reojo su insistente mirada Era una chica de entre 26 a 30 años, aproximadamente. Más joven que yo seguro. Reflexioné unos minutos pensando si podía conocerla o reconocerla de algo, pero por más que pensara no llegaba a ninguna conclusión clara. Volví del baño más preocupada de lo que entré. No me sentía a gusto ante esa hostil mirada escrutadora, y mucho menos, sin saber, sin conocer un por qué. Los demás tenían miradas neutras, unos, serias, otros, y algunos, hasta agradables…
Pasaba el rato y dos de los opositores al puesto ya habían sido interrogados. Uno de ellos, con un gesto de desencanto en su cara y sus gestos. No así la otra, sonriente, confiada. Ambos nos desearon buena suerte y se despidieron con cortesía.
Quedábamos cuatro, dos chicos más, ella y yo. ¡»Que la llamen pronto»! -pensé. Así tomaré aire y me sentiré más aliviada. Pero no, llamaron a otro de los chicos. Ya solo quedábamos tres. Ahora pareciera que no estaba tan pendiente de mí. «Menos mal» – me dije para mis adentros.
Me levanté a coger un café de la máquina y lo bebí a pequeños sorbos. Tiré el vasito y cucharita a la papelera, y…, ¿cuál mi sorpresa al volver a mi silla? Ella no estaba. ¿Se habría ido, cansada de esperar? ¿Estaría en el baño? ¿Dónde? Salir del edificio estaba prohibido. Si se salía era para marcharse definitivamente. Eran normas de la empresa.. Alegaban pautas de tiempo. Si alguien se ausentaba más de lo establecido y en ese intervalo, era requerido para la entrevista y no se hallaba, quedaba eliminado automáticamente. Y fumar, nada de nada. Estábamos en la planta 28 de un building de 32 pisos. Entre que subía y bajaba el ascensor, el cigarrillo estaba prácticamente consumido.
En el edificio había mayormente oficinas, comercios y algún apartamento.
Opté por ir al baño y me lavé las manos y me retoqué un poco el pelo y los labios. Cuando me disponía a salir noté una mano en mi hombro. ¿Cómo y de dónde había salido ella? Mis piernas temblaron y mi mano apartó rápidamente la suya, algo fría. «-¿Tú quién eres?» «¿Me conoces» – le pregunté con voz firme rozando el malhumor.
– Claro que te conozco. Y tú a mí también.
-Año-curso 90-91 , COU, colegio Nuestra Sra. del Carmen. Mi nombre es Laura Costa y tú, mi profesora de lengua, Julia Martínez. Me suspendiste en junio con un insuficiente (4). Fue la única asignatura que me quedó, y no pude optar al examen de selectividad.
No quise repetir curso. Dejé los estudios y opté por hacer otras cosas. Suerte del restaurante de mis padres, donde trabajé de ayudante durante un largo tiempo.
Me quedé muda, petrificada, sin aliento.
Le pregunté cuánto tiempo hacía de esto. Me dijo que 11 años. Ella tenía ahora 29 años y yo, 36.
Le pedí disculpas por no haberla reconocido antes y por la situación vivida.
*
Lo recordé, claro que lo recordé. Fue una decisión muy dura para mí también. Pero tenía que ser justa con otros alumnos en su misma situación…
*
Me dejo un mal sabor de boca, entre amargo, seco, balbuceante.
Iba a justificar mi presencia allí (yo había dejado la enseñanza hacía 4 años), pero el mal trago que sufrí en ese momento me impidió hacerlo…
La cogí de las dos manos, y con el corazón en un puño y una lágrima a punto de salir, mirándola casi implorandole mi penitencia, mi redención.. .Con gesto abatido le deseé toda la suerte del mundo. Cogí la puerta y me marché en el más escrupuloso silencio.
Solo se rompió cuando oí su voz, gritándome a mi espalda «vuelve Julia, vuelve, por favor. ¡No te vayas!»
EVA AVIA TORIBIO
El trago que nunca debí beber
Han transcurrido varios días desde que entré por la puerta de comisaría y ahí, las jornadas, de todos los miembros del cuerpo pasan de trago en trago, o bien por la celebración de haber salvado una vida o bien por la pérdida de otra víctima inocente de la … de sistema. Mientras tanto. sus vidas están en continuo peligro y son tan poco valoradas por el resto de sus semejantes, que, en ocasiones, puedo llegar a comprender que algunos se pasen la legalidad por el …, no te voy a decir la palabra porque soy de otra época, aunque haya vivido en muchas, y cometan actos, digamos, reprochables.
Una nueva víctima apareció anoche, el Destripador, celebró la fecha de su nacimiento a lo grande. Trago a trago, como así ha hecho desde entonces, disfrutó de su bebida favorita. La bebió lentamente, se regocijó, se relamió, hasta que la dejó vacía, para luego poéticamente depositar una rosa roja sobre ella, recalcándome, de que cada trago suyo, es uno amargo para mí, un trago que me recuerda el porqué dejé de beber sangre humana.
En cambio, las víctimas que a lo largo de los siglos han fallecido entre martes 13 y martes 13, son completamente al azar. Las desgarra como si de un animal rabioso se tratara y las deja desangrarse. Cada una de ellas es responsabilidad mía y créeme, es una carga muy pesada, pero no tengo el valor de terminar con él, porque es mi creación y una madre, en la mayoría de las ocasiones, es ciega ante los pecados que sus hijos cometen.
En estos momentos me encuentro en el instituto forense con el sargento, ante el cadáver de una mujer que podría ser yo misma, porque, el muy hijo de su madre escoge a sus víctimas por sus rasgos físicos, advirtiéndome que llegará el día en el que nos enfrentemos y que uno de los dos terminará con el otro.
—Elisabeth —Intento que vuelva a la realidad con los chasquidos de los dedos—, que te has ido —Divago porque esta mujer se comporta particularmente de forma extraña—. Pensé que estarías acostumbrada a este tipo de casos —Aunque pesándolo bien, esta joven se parece físicamente a ella, pero claro, eso no se lo voy a decir, solo lo puedo pensar.
—Perdón, es que la víctima me recuerda a otros casos similares, que sucedieron casualmente en las mismas fechas —Piensa, Elisabeth, piensa, como puedes ayudar al sargento sin mostrar todas tus cartas—. Mismas incisiones en el cuello, misma comprensión física, edades similares, misma causa de la muerte por perdida completa de la sangre y no me puedo olvidar de la rosa.
—¿Me estás diciendo lo que estoy entendiendo? Perdóname, pero estoy un poquito espesito, la noche ha sido muy larga —Me viene a la mente un café—. ¿Quieres un café, que voy a por uno? —Ahora que pienso, en todos estos días no la he visto ingerir nada sólido ni líquido.
—No, gracias, estoy bien. Tómese uno, que yo termino aquí. Espéreme en comisaria, que tengo unas cosas que hacer.
—No tardes, y por favor, trae contigo los expedientes de los casos de los que me has hablado.
En casa de Elisabeth.
Por donde empiezo, más bien, hasta donde me remonto atrás en el tiempo, no puedo llevarle casos que se remonten tanto en la historia. Tengo un cuarto repleto de cajas con algunas de las pertenencias de las víctimas que podrían llevarlos hasta él, pero claro, quien soy yo para juzgar sus actos, si yo no estoy libre de pecado. Mi última víctima humana, fue el último trago que jamás debí beber, el mas amargo de toda mi existencia, pero para que conozcas de que hablo, primero tengo que contarte otro pedacito de nuestra historia, porque durante toda ella, él, ha estado presente.
La noche que le regalé la vida de la que ahora disfruta, mi mente estaba con mis nietos, lo único que me preocupaba era localizarlos y le abandoné a su suerte. Él no tuvo a nadie durante su transición, no como yo, que, sí que tuve a Padre; alguien que le explicara lo que iba a experimentar, que le dijera como actuar, aquel que le ofreciera su primer alimento, ese, que le serviría para finalizar su transformación. Pero él, Tarrem, que así se llama y significa “el cazador”, meses después me localizó en México, en cambio yo, nunca fui capaz de encontrar a mi sangre.
Desorientada y si un propósito al que aferrarme a esta mísera vida, aproveché su habilidad para atrapar a sus presas en mi beneficio. Con Padre estaba acostumbrada a tener unos lujos que sin mi capacidad como depredadora no habríamos mantenido. Mis habilidades como oradora, como seductora y las suyas como cazador, nos permitieron durante siglos ser los ejecutadores en las guerras y conflictos que durante siglos sucedieron en América, hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial.
Martes 13 de febrero de 1945, nos encontrábamos en Dresde (Alemania), en otro trabajo como espías, como asesinos cualificados. Lo que permaneció oculto hasta ese día es que, durante todos esos siglos de viajes de ciudad en ciudad, incluso de país en país, tenía un propósito para Tarrem, el de localizar a los descendientes de mi hijo, de mis nietos, su motivo era que yo acabara con la vida de uno de ellos, en la fecha de su nacimiento, en la fecha en la que le abandoné. Pensarás que es una locura, pero que mas locura que la de nuestras vidas. Esa noche, como buena madre celebraba con mi hijo su nacimiento y él esta vez no era el agasajado, me tenía un regalo preparado, un joven alemán sería el delicioso trago con el que saciaría mi sed.
—¿Te gusta, madre?
—Me conoces bien, tiene una pinta suculenta —Me relamí como antes no había hecho—. Siempre me han gustado los hombres que me recuerdan a la estatua de Hércules Farnesio —Ahora lo pienso y me da asco, pero necesito que conozcas todos los detalles.
—Lo sé madre, es todo tuyo. ¡Disfrútalo!
Ahora te cuento lo que hice con él, algo que como mujer no pensé que podría hacer a otra persona, porque, aunque te suene retorcido, no es lo mismo acabar con alguien que consideras lo merece, aunque estés equivocado a realizar el acto tan cruel que cometí con ese joven. Su cuerpo era una estatua esculpida en carne y hueso, ojos grandes y profundos, piel blanca sin imperfecciones, labios carnosos y rosados, que decían muérdeme, Tumbado en el sofá del salón donde pernoctábamos, y sin que el opusiera resistencia, le poseí brutalmente, mientras veía como mi creación disfrutaba de mi violencia.
—¿A qué esperas madre para saciar tu sed? —Me dijo, relamiendo sus colmillos.
Las lágrimas brotan mientras te cuento esto, mientras en los papeles leo los recuerdos de ese día. Esa noche, después de violar con la misma intensidad con la que habían abusado de mí, siglos atrás, clavé mis colmillos y gota a gota succioné su sangre, esa que al principio me era familiar, pero estaba tan deliciosa que no podía parar.
—Madre, detente, que debes saber algo —se rió mientras me hablaba.
—¡Déjame, que está de muerte! —le dije, mientras me relamía.
—Lo sé, pero tienes que saber, que es sangre de tu sangre.
En ese instante me detuve, le di de beber mi sangre, pero no llegué a tiempo, murió entre mis brazos y por mi culpa. La rabia que sentí hacia mi acto, hacia el ser que yo había creado la descargué hacia él, porque Tarrem, había cometido un acto muy cruel, él sabia lo que yo sufrí por no encontrar ni rastro de mi familia. Lo abandoné en esa habitación medio moribundo, a la salida del hotel, este fue destruido por una bomba. Marché de Alemania, teniendo la creencia de que el Destripador había muerto y con el propósito de que jamás bebería sangre de otro ser humano. Ese fue el trago mas amargo de toda mi existencia.
En el despacho del sargento, comisaria.
Creo que Elisabeth no va a venir. Revisar todos estos papeles me están volviendo loco. Va siendo hora de que regrese a casa, han sido las cuarenta y ocho horas más largas que recuerde. Hace días que no se sabe nada en redes sobre esa extraña mujer, aunque Elisabeth tiene un parecido. ¡No! Estoy divagando, creo que necesito un trago. Mi dulce compañera, no puede ser ella. Esa mujer se la veía fuerte, segura, excitante. ¡Puff! Voy a dejar de pensar en ella de esa forma, porque estoy convencido de que es la responsable de todos estos crímenes. Mejor me voy a por una copa al bar de al lado.
En la calle, cerca del bar.
—¡Hola, sargento! ¿Me estaba buscando? —Este tío es imbécil y si no aparece madre, es posible que el entrante de esta noche sea él.
Besos, la Incondicional.
EL IDIOTA
Un mal trago.
La vida en un trago.
Poco le importaba vivir un día más o uno menos.
Entre las diferentes psibilidades de acabar con la existencia, se inclinó por el veneno y dejar al azar la ejecución del plan.
Debía elegir.
Delante, sobre la mesa,del comedor, tenía dos copas: una de vida, la otra de muerte. Las dos con el mismo vino, una con el veneno.
Los malos tragos se toman rápido, de un tirón, aguantando la respiración para no sentir el gusto amargo en el paladar. No recordaba dónde se había enterado de la relación entre respiración y sentido del gusto, pero lo había experimentado en más de una ocasión y daba fe de la verdad. Así tomaba las medicinas de mal sabor.
No debía ser distinto con los tóxicos. Aunque a decir verdad, no sabía si alguien alguna vez lo había descrito. A juzgar por el olor, lo imaginaba entre amargo y ácido, desagradable, para que la garganta al sentirlo se defendiera y cerrará las glándulas y no lograra pasar el líquido mortífero .
¿Qué pensaría la gente cuando lo encontraran muerto? Otra vez el negativismo, el cabrón negativismo que lo había llevado a someterse a la prueba. Tenía cincuenta a cincuenta de probabilidad de éxito y ya daba por sentado la muerte. No obstante, lo embargaba una tranquilidad siniestra, una quietud malévola que sentía gozo jugándose la vida en un trago.
Nadie lo estaba obligando. Nadie más que él ganaría o perdería la apuesta. Era su decisión, su elección, una extraña manera de despedirse del mundo, de decirle adiós a la mierda de vida que le había tocado.
Si salía vivo de la aventura, tendría la señal que andaba buscando para continuar en la lucha, seguir resistiendo los embates de la mala suerte, desgracias y calamidades que siempre le acompañaban por doquier y la seguridad del triunfo porque los contratiempos se convertirían en entrenamiento para fortalecer el alma. Si moría, simplemente era el fin de la vida y las preocupaciones, poco que perder.
Tomó una de las copas y la bebió de un golpe. Esperó un rato y…
—¡Guauuu! ¡Gané!
Se puso de pie. Danzaba un extraño baile y entonaba un cántico con palabras nuevas nunca antes oídas.
“ Me gustó. Lo debo repetir —pensó — Es muy divertido”
Y bailaba y bailaba con gozo.
ELEFANT YUFUS
El hombre que vendió el mundo
Una diminuta luciérnaga de mortecina luz naranja, se enciende y apaga revelando así los labios del hombre que vendió el mundo. Lo vi sentado en la oscuridad del lugar, con el sombrero de paja sobre las rodillas, y el gabán de lana desteñida al hombro; un jarro de barro permanecía agarrado por una de sus manos de labriego. No había expresión en su rostro, como si la oscuridad de su ser se hubiera tragado las facciones de hombre honrado y dejará la cáscara de un moribundo. El humo del lugar era tal que terminó por escocerme los ojos. Yo era apenas un mozo de siete años cuando lo vi en su estado más deplorable. Caminé entre los bultos que ahí permanecían ensimismados y llegué hasta él. Su rostro, esculpido en tierra, me dedicó una mirada furtiva la cual de forma maquinal desvió hacia su bebida. Me senté frente a él. Sus manos, ocupadas en placeres mundanos, me contaron historias sin que yo les preguntara. De la vez en que mató a aquel hombre entre la negrura de la noche. De las caricias dedicadas a Raquel, la niña con la que salió un par de meses en los días de colegio. La vez que metió los dedos en la bolsa de María, su madre, a la que apenas le alcanzaba el gasto. Cada historia estaba ahí, tatuada en esas manos de energúmeno. Impávido, como una vela a la cual el fuego la ha ido consumiendo y no puede hacer nada para correr lejos.
Quise reprocharle tantas cosas, tomarlo de los hombros y zarandearlo para hacerle salir de ese sopor en el que se encontraba inmerso. Pero mis manos y mis pies eran tan pequeños y fantasmagóricos que apenas si podía sostenerme. Qué podría hacer yo contra un hombre de tal calaña y dotado de tal fuerza. Lo miré y dije para mis adentros: «no es el hombre en el que quisiera algún día convertirme». Sin embargo, pareció leer mis pensamientos. Levantó la mirada, no había ira, tampoco tristeza. Solo unos ojos escocidos por el humo que salía de la cola de la pequeña luciérnaga. Entonces cerró los ojos y pude ver dentro de ellos. De alguna manera estábamos conectados. Sentí su dolor, su tristeza. Sentí como iba apoderándose de mi, cada recuerdo y cada vivencia. Entendí sus actos, aún los más viles pero sin justificarlo, sólo como un espectador que mira desde la pantalla sin poder hacer nada para evitar lo inevitable. Fue tanta mi compasión que decidí acompañarlo en su soledad. Su vida había sido un mal trago, igual o incluso peor que lo que yacía en el interior del recipiente de barro. Y él se lo tomaba de a sorbitos, como deseando que no se terminará nunca. Sin embargo, el jarro estaba casi vacío, como si se hubiera evaporado mientras me sentaba frente a él. Lo abracé, y termine por reconciliarme conmigo mismo. Jamás pedí llevar esa vida pero es la que mis acciones me llevaron a hacer.
ANGY DEL TORO
DONDE DUERMEN LOS TRASGOS
Varios días de lluvias intensas bastaron para que Leo, “el churroso”, se enfrentara con el mayor de sus fantasmas: el de la desesperación.
No lloraba, pero sus ojos estaban hinchados, como si lo hubiese hecho durante mucho tiempo. Dejó caer su mochila sobre el césped, y así fue como comenzó su descalabro.
—Suficiente, mamá. Ya dormiste bastante. Despierta y ven conmigo a la escuela —murmuró con la voz quebrada—. Respóndeles tú a las maestras:
“Tu madre es muy descuidada, te manda sin lonchera, ni ropa limpia, y no te ayuda con las tareas.”
La vida sin ti, mamá… no es lo mismo.
Postrado sobre la tierra húmeda, junto al portón oxidado y siempre abierto, pero al que nadie entraba. Ni siquiera lo nombraban.
Como si fuera un salvavidas, Leo se abrazó a la caja de su juego favorito: Mal Trago.
Cerró los ojos. Y entonces… el barro desapareció.
El mundo se transformó en una cueva húmeda, con vapores violetas y luces danzantes que emanaban de frascos que humeaban. No sabía si dormía o soñaba, pero sentía que alguien lo observaba.
De repente, sintió unos pasos pegajosos. Una risa torpe.
—¿Quién está ahí? —preguntó Leo.
—¡Bienvenido! —exclamó una voz chillona—. Te esperábamos para el brindis.
Frente a él aparecieron cuatro criaturas. No daban miedo. Parecían monstruos salidos de dibujos animados, pero se veían tan reales, más que los humanos que él conocía. Cada uno tenía una ficha flotando frente a su cuerpo.
Desde el azul cristalino, una figura fantasmal, casi invisible, resurgía.
—Quieres desaparecer para que nadie te moleste… lo lograrás —susurró—. Ser invisible no siempre duele, siempre que haya alguien que te sueña.
Con un peinado que desafiaba la gravedad, aparecía Flequi, daba vueltas, flotaba a su alrededor.
—Yo también quería que me olvidaran, pero un día, sentí que me lo recordaban. ¿Te preguntarás quién?
Leo, con la cabeza humedecida por la pertinaz lluvia, negaba.
—Tú, sí… tú mismo. Cada vez que abrías el juego.
De repente, el Bromista Herido aparecía: deslumbrante, verdoso y brillante.
—Ríe primero. No permitas que te vean llorar —decía Truco, mientras sacaba una carta de su sombrero—. ¡Que las bromas sean tus escudos!
¿Quieres una pócima? No cura nada, pero da risa. Aunque… yo la inventé porque, al igual que a ti, el pecho me dolía.
Leo asintió. —Entonces, ¿esta pócima es tuya?
La Desconfiada, envuelta en un manto morado, se desdibujaba, como si un fantasma deseara ser.
—¿Te escondes tras tus pensamientos? — preguntaba ella—. Yo también pensaba que nadie me quería. Por eso me convertí en media sombra. Hasta que uno cualquiera me escuchó y dijo: “La desconfianza protege, pero también encierra.”
Chopa, atenta a cuanto sucedía, le entregaba una botella pequeña, con una sola palabra escrita: Confianza.
Cuando apareció Boldo, él que nada entendía, pero sentía. Traía consigo algo distinto. Parecía confundido. No sabía por qué estaba allí, pero le gustaba escuchar.
“No hace falta entender todo para acompañar bien”. Reflexionaba Leo.
Boldo no hablaba. Solo se sentaba a su lado y le ofrecía un casco viejo, de lata. Mientras que interrumpía el silencio, susurraba a su oído. —Es para cuando tengas miedo.
Leo, volteaba su cabeza, asentía y lo aceptaba.
Los trasgos lo rodeaban. Le mostraban cartas, frascos que burbujeaban, juegos sin reglas.
Leo sentía que, por primera vez, en semanas, estaba acompañado.
Ya no era el niño sin mamá, ni el desaliñado, ni el que nadie elegía.
Era Leo, el jugador de pociones.
—¿Tengo que volver? —preguntaba, sin saber a quién dirigirse.
—Vas a volver, pero no igual —respondió Flequi—. Ya no estás solo. Nosotros vamos contigo, aunque nadie nos vea.
—¿Y mi mamá?
Todos callaron. Chopa lo miró con ternura. —Ella también juega… pero desde otro lado.
Entonces, todo se desvaneció. La cueva, los frascos, las cartas que flotaban… Aquel humo violeta se evaporaba como un suspiro.
Recostado sobre un mármol frío, al pie de una lápida sin nombre, Leo abría los ojos. La lluvia había cesado y en sus manos mojadas una carta del juego, arrugada pero intacta: la carta del Trasgo Valiente.
Se levantó despacio. Miró la piedra y la acarició como quien quiere hablarle.
—Mamá… gracias por jugar conmigo.
Y se marchó con su mochila a cuestas, sabiendo que a veces, un mal trago es solo el comienzo de una gran historia.
RUFINA SEVILLA
Un tragó amargó.
Me tocó vivir
Pero aquí estoy mi vida
Esperándote
Para recibirte
Con los brazos abiertos
Si estuvieras conmigo
Tan solo una vez más
Besándome despacio
Sin dejarme respirar
Si estuvieras conmigo
Tan solo una vez más
Acariciando mis sueños
Haría puentes ,con mis brazos
Pues lo que tú, y yo vivimos
Es siempre ,para recordar.
BLANCA CERRUTI
AL OTRO LADO DEL TRAGO
Edriel camina por la orilla de la playa, como lo hace cada atardecer, desde hace tantos que ya ni recuerda. Siempre desierta a esas horas, es lo que él necesita. Apenas unas gaviotas picotean la arena. Le gusta contemplar el mar en calma, peo no serena su atormentado corazón.
¿Por qué a mi hijo? ¿Por qué así? Es tan injusto. Edriel no puede aceptarlo y cada vez que se lo pregunta el corazón le sangra. La muerte de su hijo ha paralizado su vida.
Detiene un momento el paseo para secarse una lágrima rebelde y la ve. Las olas la han arrastrado hasta la orilla. Es una botella extraña, pequeña, triangular. Su cristal blanco permite ver el interior. No contiene el clásico papel con un mensaje. Dentro baila un líquido ambarino.
La coge. No tiene corcho, la boca está sellada. En uno de los lados, grabado en el cristal, se lee: «Bebe, puede ser tu salvación».
Su primera intención es devolverla al mar, pero lo piensa mejor y la guarda.
Ya en casa, la coloca sobre la mesa de la cocina sin dejar de mirarla. La coge y vuelve a leer la frase grabada: «Bebe, puede ser tu salvación». «¿Qué salvación? Mi hijo, lo único que me unía a este mundo, me lo arrebató un accidente», piensa mientras le da vueltas entre las manos.
De pronto, el sello salta liberando, como un suspiro contenido, que sorprende a Edriel, que a punto está de soltar la botella.
Se la acerca para oler el contenido. No huele a nada, sin embargo, provoca una mezcla de sensaciones: tristeza, vacío interior, nostalgia…«¿Y si fuera cierto que beber un trago le salva de su angustia?», piensa con un hilo de esperanza.
Edriel, aprieta la botellita con fuerza y se la lleva a los labios. Bebe un trago. Un fuerte sabor amargo le llena la boca y le obliga a cerrar los ojos. Cuando los abre, se encuentra en un lugar desconocido.
Mira a su alrededor. Está en una ciudad, pero el ambiente es extraño. Edriel observa: la gente camina por la calle, hay tiendas abiertas con clientes comprando. Algunas personas se paran a charlar; pero nadie sonríe. En sus caras no hay vida, sus gestos son automáticos
«¿Dónde estoy?», se pregunta Edriel aturdido.
Ve a un joven y le para.
—¿Disculpa, es esta una ciudad costera? —le pregunta. Me gustaría ir a una playa.
—Lo es. El Bus 55 te llevará a ella —responde el joven con una voz que a Edriel le ha sonado metálica.
Cuando llega a la playa se deja caer en la arena. «El trago amargo me ha traído hasta aquí, pero ¿qué sentido tiene», se pregunta desconcertado.
Instantáneamente, en su mente resuena la respuesta: Estás en la ciudad de los vivos sin vida. Aquí llegan las personas que han dejado de vivir por anclarse en un dolor que no han sabido aceptar. Aquí no hay penas ni alegrías, tampoco hay vida; la vida pasa por ellos, no la viven.
Edriel lo entiende: Aceptar los hechos y seguir viviendo, no significa olvidar.. Ahora sabe que solo viviendo podrá mantener a su hijo vivo en sus recuerdos.
Se levanta de la arena y, en ese mismo momento, una botellita triangular, mecida por las suaves olas, llega hasta sus pies.
Es idéntica a la que le trajo a la ciudad de los vivos sin vida. La coge y la mira esperanzado, el sello de la botella salta y Edriel bebe un trago, tan amargo, que le hace cerrar los ojos. Cuando los abre, está en casa y liberado de la angustia que le tenía atenazado.
Seguirá afrontando la vida cada día, porque ahora sabe que, solo viviéndola podrá mantener a su hijo vivo en su corazón.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
Perla mía estás ausente en el el mar inconsolable que cubre nuestro hogar.Te fuiste para no volver y tuve que beber el trago amargo de la soledad ¿donde te fuiste?, que no te llega el aroma de mi trago amargo.
Te llamo y no respondes y yo sigo con la bebida de tu ausencia.
Nuestros hijos inocentes, comparten conmigo; tu esposo, el trago amargo del resplandor del día y la oscuridad de la noche.
Noches sin bendiciones, ni abrazos maternos, pues tu ausencia ha logrado robarles las risas y el cariño de tus abrazos. Son inocentes de los tragos amargos de sus padres llenos de dolores, culpas y reproches.
Miro el jardín pidiendo paciencia al árbol de acacias que extiende sus ramas para cobijar la fría y nostálgica casa.
Las estrellas me enseñaron que la oscuridad es necesaria para poder ver la luz. Le pido al viento que cambie el rumbo de tu ausencia.
Las flores que plantaste en el jardín no florecen todo el año, te puedo decir; que están marchitas. Busco que me enseñen su belleza para compartir los tragos amargos.
El sol me dijo esta mañana que no importa cuanto te hayas escondido volverás a brillar en este hogar, que te recuerda. Pero ese brillo no lo veremos, pues ayer me enteré de tu partida definitiva.
¿Acaso la vida es también la muerte?, si nos conectamos con la vida afrontamos la muerte como un trago amargo, así fuiste tu Perla mía para nosotros.
RAÚL LEIVA
Burócratas
Un domingo cualquiera, llamó a la puerta de mi casa un hombre delgado y alto que lucía un andrajoso frac púrpura. Pensé que se trataba de una mala broma de algún amigo, o de alguna celebración que pude pasar por alto, o simplemente de un error en el domicilio al que se dirigía este curioso individuo.
—Buen día. ¿En qué te puedo ayudar?
—Buen día, Raúl Leiva. ¿Puedo pasar?
Que me haya llamado por mi nombre y apellido, no pudo menos que inquietar mi mañana. Me quedé congelado e intentando darle lógica al encuentro.
—Buen día, Raúl Leiva. ¿Puedo pasar? Tengo una propuesta para hacerle.
La palabra propuesta me sonó a amenaza mafiosa en un tono amable que, sin embargo, a pesar de su carácter invasivo, me estaba abriendo una posible puerta de salida a una situación hasta el momento desconocida para mí. Lo hice pasar y se sentó en mi mesa. Le ofrecí café y negó con la cabeza. Buscó en su maletín una carpeta gris con mi nombre entre un montón de hojas prolijamente ordenadas.
—Voy a ser breve Raúl, te voy a contar el porqué de mi presencia aquí y la propuesta concreta que, de ser aceptada por vos, la formalizamos con una firma y te dejo libre por el resto del día. ¿Entendido?
No sé bien en qué momento asentí, pero él interpretó que sí.
—Bien, sigamos. Mi nombre no va a agregar nada a esta charla, soy solo un enviado. Mi función es de cobrador. Dicho así suena un tanto frío y que soy solo alguien que busca un dinero so pena de incautarle sus bienes materiales. Nada más alejado de eso, te cuento de qué se trata mi visita. A lo largo de tu vida te has cruzado con personas o situaciones riesgosas para tu salud y para tu propia vida. Desde tu nacimiento venís teniendo una especie de “suerte” por así decirlo. Las posibilidades de nacer vivo que tuviste fueron muy bajas, dado la edad avanzada de tu madre como las condiciones en las que naciste. Tu infancia pasó por lo menos por una decena de situaciones riesgosas en las que tu vida estuvo en peligro, desde la imprudente acción de subirte al colectivo en marcha y viajar colgado del pasamanos, hasta ese día que jugando a los drogadictos se tomaron unas pastillas de insulina de tu abuelo Ramón. En tu adolescencia y juventud, los accidentes automovilísticos y las caídas de la moto jugaron un rol importante en esta colección de riesgos, pero la frutilla del postre fue cuando a los veintitrés años, ibas a suicidarte en la vieja casa de tu tío Victorio donde vivías solo, y justo llegó tu mamá para ver cómo estabas o si necesitabas algo y se fueron a tomar mate. ¿te acordás Raúl?
Claro que me acordaba, lo que no entiendo es de dónde sacó este individuo estos datos que solo yo sabía y me había guardado en secreto hasta hoy.
—Sé que te estás preguntando cómo conozco todos estos datos. Te explico; cada vez que tomaste un riesgo o la situación te encontró, nosotros estuvimos allí para cuidarte. Algunos nos llaman suerte, otros creen que somos el destino, algunos nos dicen como un eufemismo que somos “ángeles de la guarda”. Solo somos los administradores de los tiempos. Nadie nace con algún propósito o algo así, solo vienen al mundo a vivir cuanto puedan o cuanto quieran. En tu caso particular, te fuimos dando posibilidades porque vimos algo de potencial, no sé, eso no lo evalúo yo. Existe una suerte de comité que mide tus posibilidades de, por así decirlo, contribuir a un mundo mejor, y a medida que vas creciendo si seguís teniendo potencial te vamos salvando de situaciones en las que nos confundimos con el azar o en algunos casos, le toca pagar a otro ser humano con menos posibilidades. Esto te da unos años extras para que puedas vivir y ver los cambios. Ahora, si de alguna manera tus méritos decrecen o abandonás la idea de crear un mundo mejor, el comité reevalúa tu accionar y puede costarte incluso la vida. Ante que esto ocurra, me mandan a mí a negociar con vos una suerte de retiro voluntario de la actividad. Si firmás estos formularios que te cuentan un poco más técnico todo lo que te dije recién, te desvinculamos y tenés un mes de vida. Después de eso, te da un infarto sin dolor mientras dormís y nada más.
—¿Y si no firmo nada? ¿Qué sé yo si esto que me estás proponiendo es cierto o parte de una mala broma? ¿Y si llamo a la policía y les digo que me estás amenazando o chantajeando o algo peor?
—Tranquilizate Raúl. Nadie te está amenazando ni chantajeando. Sos libre de hacer lo que quieras. Yo, de verdad, te estoy ofreciendo la última y única posibilidad de irte con algo de este mundo. Los del comité no querían saber nada de arreglarte un tiempo extra, tenían toda la intención de terminar cuanto antes porque los números no les cerraban. Personalmente me puse a buscar cada pequeña cosita, acción, decisión o lo que sea que hayas hecho por el mundo para armar una presentación y que se te otorgue el beneficio del tiempo extra. Incluso justifiqué algunas acciones que no tenían la menor chance de ser salvadas.
—¿Y por qué tanto interés por mí? ¿Por qué no me liquidan y listo?
—Porque sembraste en tus hijas una semilla que tiene mucho futuro. Cuando le propusiste a tu mujer Laura de ser padres, le dijiste que si lo hacías era porque creías que el mundo podía ser mejor e ibas a luchar por ello. Después pasó la vida y te decepcionaste de muchas cosas, pero seguiste apostando a creer, y eso es lo que el comité terminó aceptando. Les hice ver que era injusto sacarte del mundo dejando a las muchachas con más dudas que aciertos, y sobre todo con algunas preguntas que todavía te quieren hacer. Ese es el tiempo que tenés que aprovechar en lugar de perderlo desconfiando de mí.
—No puedo firmar… no te creo.
—En ese caso quedás en manos del comité. Ellos deciden cuándo y dónde termina tu vida. No hay garantías en cuanto a tiempo o si vas a sufrir mucho o poco durante tu deceso. Eso no está en mis manos. Nosotros solo tratamos de negociar lo mejor para vos.—¿Lo mejor?
—Y sí. Imaginate que podés vivir un último mes a pleno, que podés despedirte de tus hijas, de hacer algo con tus amigos, de ordenar por así decirlo tus cosas y les evitás el mal trago a todos de irte de este mundo sin más ni más. Es bastante incómodo dejar de existir sin una explicación o alguna reflexión acerca del paso por la vida. Fijate que la mayor parte de las preguntas en los entierros y velorios comienzan con un “¿por qué?” Un mes, es lo máximo que se otorga. La experiencia dice que, si te dan más tiempo, podés resentirte y volverte destructivo. A los más resentidos solo le dan horas de vida, lo suficiente para un par de llamadas. ¿Alguna duda?
—No… Ninguna.
—…
—¿Dónde firmo?
FRAN KMIL
Un mal trago.
La vieja se dio un trago a pico de botella. Engurruñó la cara, contorsionó los labios, tosió y escupió a la acera haciendo un gesto de asco: se había dado un mal trago, al menos eso le pareció a Fermín. Sin embargo, pasándose la lengua por los labios, dijo:
—Hacía rato no tomaba un aguardiente tan bueno.
Vació un poco del líquido en sus manos, las frotó por unos segundos y se las llevó a la nariz para olerlo.
—Tiene el aroma de mi planeta.
¿Cuál, el de los curdas? Pensó Fermin con sonrisa burlona en los labios, pero nada dijo. No debía distraerse. Carecía de tiempo para perderlo con una vieja callejera sin techo.
Estaba sentado en el banco de la parada de ómnibus de la ruta 108 casi a la una de la madrugada, aparentando esperar el transporte de regreso a casa, como parte del plan para matar a la bruja que a esa hora llevaba de comer al grupo de personas sin casa debajo del puente de la avenida 210, al cual, al parecer, pertenecía la vieja sucia y apestosa que se le acercó brindándole un trago y se había quedado a su lado tratando de socializar.
En la conspiración mundial la supuesta maga era la cabeza visible de la futura rebelión, le informaron y le entregaron el expediente. Al estudiar al objetivo, no pudo comprender de qué manera una bella mujer pregonando un posible regreso a un planeta inexistente podría afectar la seguridad nacional de un país si sus accione habían sido unos que otros trucos de magias, curar enfermos y repartir dinero¿Una maga amenaza para una nación tan poderosa, para todo el universo, como había afirmado el jefe? El mudo se estaba volviendo loco o él, tan lerdo, que no veía las señales de peligro. ¿Acaso existen de verdad los extraterrestres? ¿La magia es real? ¿Existen los.otros universos?
— ¿Quieres oir una historia? Seguro te ayudará a comprender la misión.
Dijo la vieja dándose otro trago y dejando la botella sobre el banco.
Fermin se sorprendió.
¿Misión? ¿ Cómo sabe la vieja…?
Pero no le alcanzó el tiempo para averiguar. La flamante camioneta silverado color sangre se detuvo a unos pasos de él con fuerte frenazo y chirriando las gomas contra el pavimento. La hermosa mujer de vestido rojo ceñido al cuerpo y escote provocativo se apeó al mismo tiempo que la vieja se arremangaba la sucia falda y se agachaba como si fuera a hacer sus necesidades delante de ellos, sacó un objeto raro, luminoso, tan pequeño que no sobresalía de la palma de la mano y Fermin sintió un hilito de sangre tibia que bajaba hasta sus labios desde la frente.
No hubo detonación de arma de fuego ni olor a pólvora, solo un destello de luz y el ruido sordo del cuerpo al caer contra el piso.
NILA J BOHOROQUEZ
«Lágrimas en aquel pétalo de rosa»…
¡Vaya trago amargo el de Eleuterio
al despedir a su amiga del alma…
la hermosa Fernandina…
ofrendándola con su presencia
en su último adiós, llorando
con su alma en ruina!…
Con paso lento y meditabundo
abandonó el camposanto,
pero con su pensamiento fijo
en su amada Fernandina…
secándose las lágrimas suavemente
con un pétalo de rosa deshojado
del precioso ramillete de flores
que amorosamente había colocado
en su última morada…
Ante el trago amargo y desconsolador, rezumándose
lentamente en sus poros desgarrantes de dolor,
ansioso buscaba un sorbo suave y
reconfortante, el cual encontró
en el elixir creado desde la
amistad y el amor silencioso…
¡Y esos vacíos que solamente
calma el bálsamo del tiempo,
fueron sanados en la paz y
conformidad, convirtiendo el
inmenso sufrimiento por la ausencia
de un gran amor no declarado,
en un bello recuerdo del ayer,
hoy, sin espinas en su corazón!…
¡El pétalo de rosa, bañado con su
ardiente sollozo en aquel instante
de la triste despedida, se mantiene
húmedo marcando las hojas de su
libro preferido, «El desconsuelo impregnado en una rosa», escrito con tinta púrpura, donde se destacan las
emociones y saudades de un ser solitario!…
SILVIA R.F.
EN AGUAS TRANQUILAS
Júlia, Carles y Eduard, hijo de ambos, de ocho años, acudían diariamente, durante aquella estancia de vacaciones, a una preciosa playa de muy poca afluencia de gente (se accedía por un estrecho camino algo largo a pie). Sus aguas transparentes con un extenso tramo de poca profundidad y una mullida suavidad en contacto con los pies, sin rocas ni apenas piedras…, como también el amplio espacio de fina arena que les permitía situarse (sombrilla, toallas, neveras…) manteniendo una cómoda distancia entre las personas que allí confluían y, en intimidad, poder practicar libremente movimientos , jugar a hacer hoyos o castillos…, eran fuertes motivaciones para percibirla como un lugar ideal donde disfrutar durante unas horas cada mañana.
Sólo un delgado y ligero hilo blanco y rizado cosquilleaba la arena en la orilla de aquel trozo de mar que, por su quietud, parecía un espejo donde.un cielo despejado de un intenso azul y los rayos de un sol impoluto se reflejaban a modo de mosaico vibrando zigzagueante
Se refrescaron los tres en aquellas acogedoras aguas acoplando sus cuerpos, con múltiples posturas y balanceos, a la densidad salina que, como un lecho, les acogía. Y jugaron efusivamente con una pequeña barca neumática hinchable que habían comprado en el pueblo donde se hospedaban.
Júlia y Carles salieron del agua a tenderse en sus toallas, les apetecía tumbarse bajo el sol y contemplar de soslayo aquella especie de caleidoscopio que, sin delimitación, iban componiendo los destellos de sol entre los diversos azules y turquesas y las suaves sombras matizadas de la arena extendida como una inmensa cálida alfombra
Eduard quiso quedarse un rato más estirado en su pequeña barca, instalado en la comodidad del suave respiro de aquel mar; a lo que Carles y Júlia accedieron sin problema, puesto que Eduard era de carácter prudente, además
de que tocaría de pies
sobradamente cuando quisiese bajar de la barca, y de que no se encontraba
a más de cuatro pasos de la orilla para poder salir sin el más mínimo esfuerzo. No se intuía ni un ínfimo signo de oleaje, sólo se manifestaba un muy ligero vaivén como una suave y relajada respiración.
De repente, Júlia se sintió mal, muy inquieta,
temblorosa,
con aturdimiento mental y falta de fuerza muscular. Se pinchó el dedo para comprobar, con su glucómetro, su nivel de glucosa en sangre. Marcaba cincuenta, lo cual implicaba que debía tomar rápidamente un zumo de fruta y descansar hasta poder remontar (no hacerlo así implicaría.una gran probabilidad de llegar a perder la consciencia), así que sacó un zumo de su bolsa; con la ayuda de Carles, ya que Júlia iba sintiendo un creciente temblor.
Y mientras lo hacían, simultáneamente se percataron de que la barca, y en su interior Eduard, sentado y no ya tomando tranquilamente el sol, se había alejado de la orilla unos cuantos pasos más adentro que unos breves momentos antes, cuando ellos se habían.colocado en sus toallas. Pero todavía se alejó algo más, en pocos segundos, en el tiempo que transcurrió desde que Carles se levantaba veloz de su toalla y se acercaba hacia aquel mar que, a simple vista, se percibía tan llano e inmóvil.
Aunque los tres sabían nadar, ninguno de los tres podría considerarse buen nadador
Júlia, ante el panorama, aunque muy obnubilada, se levantó también zumo en mano y se introdujo en aquellas aguas caminando y absorbiendo al mismo tiempo la bebida con su cañita, hasta situarse en el límite donde ya no hubiese podido mantenerse en pie sin mover brazos y piernas; pidiendo a gritos a Eduard, al unísono con Carles, que no se moviese ni intentase bajar, mientras iba observando, asustada, cómo cada vez que Carles, nadando a toda prisa en modo Croll, alargaba el brazo con la intención de sujetar la barca, aquella embarcación hinchable se desplazaba más hacia adentro. Así una y otra vez, y otra y otra…
Júlia absorbió su zumo con toda la rapidez que le resultó posible y comenzó a mover ambos brazos, alzados, como señal de auxilio (se divisaban algunas embarcaciones no excesivamente lejanas y también habían algunas personas tomando el sol en la arena.). Luego gritó varias veces «¡ayuda!»
Temía que Carles perdiese las fuerzas para poder seguir nadando a ese ritmo si continuaba sin poder alcanzar la barca, que el cansancio le llegase a abatir totalmente..Se le veía agotado y muy angustiado.
Además de sentirse muy asustada se sintió también inútil, torpe y culpable
por no poder intervenir, ayudar, dejando toda la responsabilidad de salvar a Eduard únicamente a manos de Carles.
No podía divisar con claridad qué expresión tenía Eduard en su rostro, estaba demasiado lejos para ver bien su mirada y gesto. Pero le imaginaba muy asustado. Comprobó, éso sí, que mantenía una actitud serena y obedecía a sus consejos y, éso, algo la tranquilizaba..
Por fín, vió que en una de las brazadas Carles había conseguido alcanzar la barca y, situándose en la parte trasera, la iba empujando en dirección a la orilla.
Cuando estuvieron casi ya a la altura del lugar donde ella se había situado, pudo también dar un par de brazadas hacia dentro (el zumo habría hecho cierto efecto) ayudando a Carles a empujar y, en poco, ya en zona de tocar suelo con los pies, la fué empujando ella, permitiendo así que
Carles pudiese aflojar el ritmo e ir desacelerando su respiración…
Ya en la arena, bajo la sombrilla, mientras bebían agua, vieron que pasaba por allí una lancha guardacostas (probablemente alguien hubiese dado aviso…)
Júlia debía comer algo para recuperarse del todo y poder contar con fuerzas para el camino de regreso. Carles y Eduard también picaron algo, mientras los tres se iban mirando y recuperando de aquel gran susto, de aquel horrible rato.
.
Ya se les pasaron las ganas de seguir allí.
Era una playa idílica, sí, pero ya no podrían volver a mirarla con los mismos ojos.
Aunque, por suerte, sólo fué un mal trago de poca duración, el sabor de aquel corto espacio de tiempo que en su momento pareció eterno, se quedó muy grabado en sus memorias.
Pero sí quisieron seguir manteniendo, como parte de sus entrañables recuerdos, las vivencias en aquella playa anteriores a aquel trago de espanto, aunque hubiese desaparecido totalmente el mínimo deseo de volver a pisarla.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
El último trago.
(Ironía)
Me llamo armando, tengo 16 años y, vivo con una familia disfuncional como tantas.
Mi madre, una mujer chapada a la antigua abnegada, débil, que aceptaba el maltrato de su supuesto marido pues creía merecerlo ante ella haber vivido lo mismo en su familia, creía que los hombres deberían mandar en casa, que tenian razón en insultarlas y golpearla, cuando algo no les parecía y, que las mujeres deben obedecerlos y atenderlos. Pero al fin era una buena persona, la cual aguantaba a un tipo nefasto qué se decía mi padre. Tenía dos hermanos, mi hermana Andrea de 9 años y Leo de 7.
Este hombre mi padre, era un misógino, alcohólico, desobligado, mujeriego y, para nada amable y cariñoso, además era de golpeador. Realmente un depredador.
¿Cuantas historias habrá como ésta?, han de ser incontables.
Yo, desde luego tenía que trabajar para ayudar a la manutención de la casa, pues mi padre daba muy poco dinero, se lo gastaba principalmente en sus francachelas.
Mi madre hacía arreglos de ropa para tener otro ingreso.
En esa casa sólo se respiraba tristeza y miedo. Trataba de alguna manera de que mis hermanos no sufrieran tanto los efectos de esta vida, les llevaba de vez en cuando algún regalito de acuerdo a mis posibilidades y le llevaba a mi madre flores, las cuales le gustaban mucho, le aliviaba en algo sus pesares.
Yo estudiaba por las noches, con la esperanza de poder retomar la prepa. La cual había tenido que abandonar para trabajar.
En muchos momentos lloraba en silencio por estar viviendo esta pesadilla; de la cual quería escapar, pero, no me atrevía dejar a mi madre y hermanos solos en las garras de este tipo nefasto.
Mis compañeros de trabajo me invitaban a reuniones, a tomar algo en bares, a lo cual respondía que no me era posible, y lo hacía por no tener dinero y por no caer como mi padre en el vicio del alcohol.
Por las noches mi padre llega a casa como siempre tomado, exigiéndole a mi madre la cena, en esta ocasión le responde, que la espere un momento que ya casi está lista.
A lo cuál le dice que entonces para que la tiene, si no es para atenderlo, que él es quien manda, y debe obedecer que ve que ella no sirve para nada, y le lanza un golpe en la cara mandándola al suelo, yo corro hacia él y lo empujo y le digo que porqué no se va de la casa, a lo cual me contesta que esa también era su casa y que no se iba a ir, que le hiciéramos como quisiéramos. Mi madre me grita qué me detenga qué ganas tenía de desaparecerlo pero, me hago a un lado y, a su vez me empuja riéndose y sube a su recámara a dormir.
Levanto a mi madre, le digo que no podemos seguir así, me contesta que tengo razón, y que debemos deshacernos de él, claro le digo, debemos pensar bien cómo hacerlo.
Al día siguiente mi madre me dice que vió en un programa que aventaron de la escalera a alguien para matarlo, si haciamos eso no levantaríamos sospechas de nadie, que como siempre estaba tomado no habría mayor problema.
Me pide que compre en la farmacia unas gotas para dormir, que las venden sin receta médica, para dárselas en una bebida y así asegurarnos de que esté bien dormido.
Por la noche, mi madre ya le tiene preparada la cena con la bebida con las gotas. Llega y cena en silencio, sube a su recámara, esperamos un rato, y nos acercamos sigilosamente lo arrastramos hacia la escalera, y lo aventamos con gran fuerza, esperando ya acabar con él.
Bajamos rápido a verlo, y nos damos cuenta que aún respira y está todo ensangrentado.
Mis hermanos se despiertan con el ruido y van a ver que sucede, se ponen a llorar al ver al padre en ese mal estado, mi hermana le dice a mi madre que llame a un doctor. Está tan nerviosa, pero, decide llamar a una ambulancia, esta llega y se va con él, deseando que muera en el camino o en el hospital.
Mi madre espera a que la llamen y le digan cono se encuentra, después de una hora de espera le llaman, el médico le dice que está mal herido pero que con cuidados se recuperará de los golpes, pero que desafortunadamente por la caída tan fuerte se rompió varias vértebras, quedando parapléjico, lo cual no tiene cura, y no podrá mover ninguna parte de su cuerpo, que tendrán que asistirlo en todo.
Que ya se lo puede llevar a casa.
Mi madre llora, el doctor piensa que es de pena, sin saber que llora porque no murió y ahora lo tendrá que cuidar hasta que muera.
CESAR TORO
MARIA LATINA.
En la frías montañas de la cordillera andina vive María, una joven humilde y sencilla; todos los días por la mañana se toma su taza de café con un panecillo, cada trago le sabe a gloria. Ella, se ocupa de las labores del hogar, ayuda a sus padres en todo lo que puede, ordeña las vacas, cuida de los animales domésticos y cultiva flores en su jardín.
María, como todas las jovencitas, sueña con ir a la universidad y algun día conseguir un príncipe azul, para formar una familia, como Dios manda; en otras palabras, su meta es alcanzar éxito y felicidad. Al menos, eso es lo que ella anhela. Sus padres le han enseñado valores, respeto, educación, fe en Dios y muchas cosas más, que siempre tiene presente.
Al terminar la secundaria tiene que dejar el campo, trasladándose a vivir en la ciudad, así continuar los estudios superiores. Con mucho esfuerzo y perseverancia, consigue matricularse en la facultad, para empezar una carrera universitaria, a medida que avanza en los estudios, también María descubre un mundo desconocido hasta ahora para ella, nuevas amistades, compañeros de estudio, fiestas. Hasta se ha comprado teléfono nuevo.
Ella se ha dejado atrapar por el ritmo citadino y a estas alturas, se olvido de sus raíces. Ahora comparte con amigas, se ha cortado el cabello; además, se viste a la moda. No faltan las fiestas, los amigos, los bailes, ya poco importan los valores. El estudio ha dejado de ser su prioridad, pues lo que importa es “figurar”. Esta joven, ha caído víctima del consumismo, tecnología y la “moda” pues deberá mantener un status, “social” porque de lo contrario, será relegada a un segundo plano por sus amigos o por la sociedad.
El tiempo pasa, María, tiene novio, aunque no le va muy bien en sus estudios, ella continúa con su carrera; pero un buen día descubre que está embarazada. Su novio Patrick, así se llama, le pide que se practique un aborto; sin embargo, ella se oaún conserva algunos principios morales que aprendió en su hogar, por lo tanto, María tiene a su bebé, un hermoso varón. Lo ha bautizado con el nombre de Pedro en honor a su abuelo.
Ella sabe que ha cometido muchos errores, pero por ahora no le queda más que seguir adelante. Se une a vivir con Patrick, su pareja, quien es también estudiante de la universidad y pertenece a una familia acomodada de la ciudad.
Se mudan a un departamento donde hay mucha comodidad y lujos, aunque Patrick solo trabaja de vez en cuando ayudando a su padre, que es un gran empresario, sin embargo; sus padres le han apoyado, para que tenga una vida cómoda por lo menos hasta ahora.
No pasó mucho tiempo, se acabó la magia, María descubrió que Patrick era un alcohólico, además, consumía estupefacientes.
Su sueño de juventud de su príncipe azul empezaba a desvanecerse, a pesar n de tener toda comodidad, ropas de marca , carros, viajes y cenas de gala, no se sentía una mujer feliz.
Ella, después de tener un hijo, debió abandonar los estudios pues tenía que atender el hogar y al niño, que han pasado a ser su prioridad. Así continúa el camino, su pareja, siempre le reclama y le dice que no sirve para nada, que, si no fuera por él, no sería nadie, constantemente es maltratada verbal y psicológicamente.
María, soporta todo esto, por amor a su hijo; sin embargo, ella se hunde cada vez más en depresión y soledad, a pesar de que: económicamente no le hace falta nada.
Buscó ayuda psicológica y tratamiento para la depresión, pero todo empeoraba su compañero ya no solo la intimidaba y la vejaba, sino que, la golpeaba y agredía físicamente, cada vez que estaba bajo los efectos del alcohol, ella era víctima de su furia.
Poco a poco esta situación se vuelve más difícil, María sufre inmensamente y soporta en silencio como una pesadilla que nunca imaginó ni en el peor de sus sueños. Lo más grave es que no tiene a quién acudir, sus amigos se alejaron, su familia está distante, ahora se encuentra sola contra el mundo, lo único que le da valor para seguir y soportar es Pedro, su hijo, por quien vive y respira.
Un buen día sucedió lo inevitable, Patrick llegó a media noche alcoholizado y la golpeó hasta dejarla inconsciente. Los vecinos, al oír los gritos de auxilio, llamaron a la policía, fue auxiliada y trasladada al hospital. Allí permaneció en recuperación, por un tiempo. Al salir, María tomo la firme decisión de poner la denuncia en contra de su pareja por violencia doméstica. En la fiscalía le asignaron un defensor público para que tome el caso. El día de la audiencia Llamaron al acusado para el juicio, pero los abogados ya arreglaron todo con el Juez y como en estos casos suele suceder, el agresor quedó libre por falta de pruebas.
María ha tomado la decisión más sensata, separarse de su pareja. Sabe que no podrá pelear la custodia del hijo pues sucederá lo de siempre, saldrá perdiendo. Así emprende un día el camino de regreso a la sierra. Se siente desolada, ha regresado con las tablas en la cabeza.
Ahora se da cuenta de los errores que cometió. ¿Qué paso? No lo sabe.
¿Nadie le advirtió tal vez? ¿Fue víctima de una sociedad injusta?
¿Era muy joven, se dejó llevar por el entusiasmo?
María no tiene una respuesta, solo que ahora se siente fracasada, desanimada, en fin, sus sueños de juventud han quedado sepultados en una selva de hierro y cemento llamada cuidad. El único consuelo bonito, es su hijo, una semilla de esperanza que sembró y que espera un día dé frutos.
María ha vuelto, a la sierra; sus padres la han recibido con alegría, el aroma del café y hierba fresca vuelve a recordar la casa de sus sueños bonitos; sin embargo, cada trago es amargo como la hiel. María no es la misma de antes, el sufrimiento los golpes y las tragedias vividas han dejado una honda huella en el alma de una mujer que soñaba con alcanzar la dicha y gloria que le fue esquiva, ¡tal vez! nunca aprendió a escuchar los consejos que le dieron, o porque el destino así lo quiso.
Despues de beber este trago envenenado. María enfermó gravemente de una rara afección, la cual los médicos no pudieron diagnosticar. Así que; la enviaron a casa, donde al cabo de una larga agonía, María partió de este mundo sumida en la mas triste soledad.
Unos dicen que murió de tristeza, pero, yo sé, que murió de amor.
Autor: Cesar Toro
ALMUT KREUSCH
Un mal trago
Otoño, un domingo por la mañana. La lluvia fina envolvía la tierra como un manto delicado y gris, penetrándola con dulzura y en silencio. Cuando finalmente la fuerza del sol rompió las nubes, el campo relucía con un verdor rabioso, lleno de vida. Las
hojas y las hierbas se adornaban con diminutos diamantes que brillaban con los colores del arcoíris, hasta evaporarse.
María no era capaz de disfrutar de la belleza que se desplegaba ante ella. Para ella, todo estaba negro. Se hallaba sentada en el porche de su casa, en su mecedora de
curvas generosas, gastada por el paso de los años, y con el suave vaivén intentó calmar su mente revuelta, dolida y desorientada. Miraba el esplendor del paisaje sin verlo.
Medio año atrás, la muerte le había arrebatado a su única hija, Elena, y a la única nieta que tenía. Un borracho al volante provocó el choque frontal. Elena era madre soltera. Su pareja la había abandonado cuando ella cayó en cinta.
Se mudó con su hija al pueblo, a la casa de su infancia porque estaba necesitada de protección y amor. La niña creció feliz. Adoraba a sus abuelos.
María soltó un gran sollozo.
Pero esta tragedia no sería la única.
Hace dos meses enfermó Pedro, el amor de su vida, con quien se había casado cuando ambos tenían 19 años: su compañero, su amigo, su confidente.
Un cáncer, de esos que minan en silencio y con malicia la salud, se proclamó vencedor sin dar tregua.
Pedro luchó durante dos interminables meses como un guerrero valiente. Se negó a ingresar al hospital; había leído la verdad en los ojos de los médicos.
María no se movió de su lado, cuidándolo, reconfortándolo, abnegada. Y, aun así, nunca perdió la fe, esperando que ocurriera el milagro.
Antes de que el valiente corazón de Pedro dejara de latir para siempre, entrelazó sus manos con las de María y, mirándola con sus hermosos ojos verdes, aunque ya sin brillo, dijo casi en un susurro:—Te quiero, María. No he querido a nadie tanto como a ti. Mi deseo de marcharme el último no podrá cumplirse. Pero quiero que sepas que siempre cuidaré de ti, esté donde esté. Siempre estaré a tu lado.
Ahora, con el eco de sus pasos como única compañía, su inquietud aumentaba con los días. Sentía que su cabeza estaba a punto de estallar por no recibir respuesta a su única pregunta: ¿por qué?
«Si Dios existe, ¿por qué siempre se lleva lo mejor? ¿Por qué no protegió a mi hija, a su pequeña, de ese accidente mortal? ¿Por qué no evitó la muerte de Pedro? ¿Cómo puedo amar a Dios sobre todas las cosas? Si Dios quisiera que yo fuera feliz, ¿por qué me arrebató la razón de vivir? ¿Por qué permite mi desazón, mi infelicidad, mi dolor y mis lagrimas? ¿Qué lección pretende darme? ¿Qué pecados se han cometido para ser castigados con la muerte? ¿En qué hemos fallado?»
Se dio cuenta de que las fuerzas la abandonaban. Podía sentir que se acercaba a un oscuro, tenebroso y profundo abismo. Las últimas palabras de Pedro volvieron a resonar una y otra vez en su cabeza:
“¡Siempre estaré a tu lado!”
Era eso lo que ella más deseaba: estar a su lado, junto a su hija y su nieta, los cuatro de nuevo unidos. En ese lugar del que nadie había regresado nunca, pero que se intuía hermoso.
De repente sintió frío y entró en casa. Y por primera vez se dirigió a la habitación donde Pedro había pasado las últimas semanas de su incontenible deterioro. Desde que salió de la casa para siempre, dentro del ataúd blanco, María había mantenido
cerrada la puerta.
Titubeando, e intentando silenciar sus pisadas, se acercó a la cama. Se sentó en el borde. Miraba la huella en la almohada. La acarició. Sus dedos fríos temblaron. Y volvieron a brotar lagrimas amargas.
En la pared de enfrente seguía colgada la lámina que el enfermo contemplaba en los momentos sin dolor y que le proporcionaba sosiego. Era la imagen de un bosque en otoño. Las hojas que todavía se aferraban a las ramas, al igual que aquellas que ya
habían formado una gruesa alfombra, estaban bañadas por la cálida luz del sol de la tarde. Pedro no se cansaba de recrearse en esa explosión de colores.
María dejó vagar su mirada por toda la habitación hasta detenerse en la pequeña mesa donde todavía se encontraban los medicamentos que, con el paso de las semanas, había aprendido a distinguir perfectamente. ¡Siempre le parecía un milagro cómo una pequeña pastilla blanca podía calmar los dolores más intensos! O aquella amarilla, que le proporcionaba un sueño sin memoria.
«¿Y si…?»
No se permitió terminar ese pensamiento repentino. Pero ya era tarde. Era como una semilla destinada a brotar. Imaginaba cómo, mediante un pequeño gesto, podría reunirse de nuevo con su familia en ese lugar que prometía felicidad; alejar el
sufrimiento, las noches sin dormir. Abrazar a los tres que más amaba en este mundo.
Llenó medio vaso con agua y disolvió en él todas las pequeñas pastillas blancas y amarillas que encontró. No sería más que un pequeño mal trago, un trago amargo.
Olvidar para siempre su existencia, ahora sin sentido, la soledad y la desesperación que, de otro modo, la perseguirían durante todo lo que le quedaba de vida.
Pensó en Pedro, ¡en la cara dulce de la niña, en su hija! ¿Cómo podía seguir viviendo sin ellos? Con decisión, acercó el vaso envenenado a su boca.
En ese momento comenzaron a sonar las campanas de la iglesia, acompañadas por el suave canto de un coro. Las imágenes que se apoderaban de su mente y la belleza del momento le impidieron continuar con su propósito. Con los ojos cerrados los
recuerdos de su infancia feliz se apoderaban de ella: el amor de sus padres, sus abrazos, sus besos, sus cuidados incondicionales, sus sonrisas, su fe depositada en ella, el sacrificio para que pudiera estudiar y su orgullo cuando se graduó. La familia que la protegía, un lugar seguro hecho con cariño.
Y las campanas de la iglesia convertían los domingos en días especiales. Ir a misa era un ritual de union.
¿Como podía despreciar todo lo que había recibido? ¿Que derecho tenía ella de rechazar la vida, dejarse llevar por la desesperación y no agradecer el privilegio de seguir existiendo?
Su misión no era morir, no era suicidarse por autocompasión y egoísmo. No. Su misión era pintar de colores lo que le quedaba de vida y honrar a los que se fueron. Agradecer la suerte de haber tenido la oportunidad de compartir con ellos un tramo
del camino, recordarles con amor y llevarles en el corazón siempre.
Desde este momento, su camino sería otro: dar amor al prójimo, repartir lo bueno con los demás, abrir la puerta de su casa como quien abre su corazón a los demás.
Y, cuando llegara su otoño, partiría hacia el cielo, con la paz de haber cumplido su misión en la Tierra.
ANTONIO PRADES
LA PERSIANA
Un golpe en la persiana metálica. Fuerte. Seco. Risas jóvenes, un grito como de animal borracho, una botella rota, una voz que animaba: “¡dale más fuerte!”. Luego pasos alejándose. Después, nada.
Juan abrió los ojos, pero no se incorporó. Ya sabía qué hora era. Cinco de la mañana. Otra vez. Lo sabía por la lengua de trapo, por el pinchazo en la sien, por el calor de julio que le pegaba a ese colchón mugriento.
El local olía a un montón de malas decisiones. El olor químico de los productos de limpieza, del limpiacristales y del polvo se mezclaban con el hedor amoniacal del orín de rata. Allí hasta la suciedad estaba sucia. No había ventanas, solo unos agujeros en esa persiana metálica que chirriaba cada vez que entraba o salía.
Allí vivía, si se podía llamar vivir a aquello. Vivía en un trastero de doce metros cuadrados, que lo era todo. Dormitorio y cocina, almacén y celda. Un colchón de espuma en el suelo, cubos, líquidos limpiacristales, una bici vieja, una cafetera recogida de Dios sabe dónde, un carro de la compra robado y poco más.
Intentó volver a dormir, pero era imposible. La rabia lo mantenía despierto. Se incorporó, apoyando la espalda contra la pared. A las seis de la mañana, el reflejo de un televisor estropeado le mostraba la mierda en la que se había convertido. El rostro descolorido, huesudo, los dientes como si se los hubieran tirado desde lejos, como las teclas de un piano desafinado, los ojos hinchados, la barba de días. En el pómulo, un corte irregular que se oscurecía gradualmente en un tono morado. La soledad terminaba siempre por arrastrarle a problemas.
Buscó en los bolsillos de un pantalón tirado en el suelo. Lo sacudió. Ni un mísero cigarro, ni monedas. Nada. La ausencia de tabaco siempre hacía que el tiempo pasara más lento de lo que él podía soportar. Se retorcía inquieto, como si le picaran las hormigas.
Rebuscó en la lata de cerveza cortada que hacía de cenicero. Rescató una colilla, seca, torcida. Dio una calada larga. El sabor a cobre del tabaco gastado le rasgó la garganta.
Se vistió con una camiseta y unos pantalones que cogió de una pila de ropa que nunca había estado del todo limpia. Se puso unas chanclas negras y salió a la calle a la caza de otra colilla que todavía se pudiera liar. El aire era ya húmedo, pegajoso. Caminó encorvado, rebuscando en el suelo con la mirada aburrida.
Encontró dos colillas, una entera, con una pinta decente, casi nueva. Se las guardó rápido en el bolsillo. Caminó despacio hacia la puerta del Mercadona, allí habría más. Los empleados suelen salir a fumar al parking y los clientes tiran casi enteros los que se han encendido por inercia al bajar del coche.
A las ocho y media pasadas, con un buen puñado de boquillas se metió en el parque. Como siempre, el Navelino estaba en su banco de cemento. Las palomas le rodeaban como viejas amigas. Recogía sus cosas con el rostro ensombrecido por la ansiedad, que le daba un aspecto cansado y torturado, corroído por sus propios conflictos.
Juan no le dijo nada. En esas calles había muchos como ellos, los mal repartidos, auténticos productos del barrio, y no quería compartir el tabaco. Sacó unos papelillos arrugados y se lió un cigarro. Fumó despacio, mientras miraba el suelo. El humo le calmaba. Se quedó allí, inmóvil, un rato. Hasta que el calor empieza a picarle la espalda. Otra mañana más.
Volvió al trastero, a su chabolo. Metió en un cubo azul la rasqueta de goma y la esponja. Preparó una mochila con los líquidos limpiacristales y se la colgó al hombro. Salió sin prisa. No la tenía. Tampoco tenía jefe, ni contrato, ni horario. En la calle no podía contar con nadie, solo se podía fiar de sí mismo. Él era su propio capital de inversión.
Bajó la calle hasta la verdulería de la esquina. Malik estaba subiendo la persiana. Juan dejó el cubo y la mochila frente al escaparate. Se escupió en las manos y empezó a ayudar a descargar la furgoneta con el género.
—Hoy no hace falta que limpies los cristales, Juan —le dijo el verdulero con un ligero acento que ni veinte años en la ciudad habían conseguido borrar.
—Bueno —respondió él con una sonrisa rota que colgaba de su cara—, me paso mañana.
—Pero toma, esto no lo puedo vender.
Malik le pasó una bolsa verde de plástico con tres nectarinas tocadas y un puñado de albaricoques blandos. Juan asintió con un gesto leve y le dio las gracias sin añadir ninguna palabra más. A él le valían.
Siguió caminando con su mochila al hombro hasta la óptica de la calle Sagunto. Ya estaba abierta. Ni pidió permiso ni saludó. Se plantó delante del cristal y se puso a limpiar el escaparate con movimientos lentos, mecánicos. Al terminar, entró.
Rafa, el dueño, lo miró por encima de las gafas, con fastidio. Juan esbozó una mueca que se quedó en una sonrisa mal fingida, desdibujada.
—Tendrías que haber venido hace tres días. Si tengo que seguir limpiando yo, contrato a una empresa de verdad.
Por un instante, la máscara inexpresiva del optometrista se desvaneció y pareció mostrar un gesto parecido a la amabilidad. Le soltó un billete arrugado de diez euros. Juan lo guardó en el bolsillo, rápido, sin decir nada y salió de la óptica. El sol ya le quemaba la cabeza.
Pensó en hacer un descanso, volver a Mercadona a rellenar el bolsillo de las colillas y a comprar algo para cocinar, pero la idea de volver al trastero lo deprimió más que el hambre. Demasiado calor, demasiado pequeño, demasiado sucio, demasiada soledad. No había nadie con quien le costara más pasar el rato que con sus propios pensamientos. Desechó la idea de inmediato.
Resopló. Hacía muchísimo calor y aún no había conseguido quitarse de encima el dolor de cabeza. Tal vez en la farmacia le dieran un ibuprofeno. Pero Lucas, el farmacéutico, lo echó a patadas la última vez que fue a mendigar un remedio.
Terminó en el bar, claro. Siempre acaba allí. Estaba empadronado al final de ese mostrador. Entró. Como siempre el dueño estaba ignorando la barra, sentado en una mesa tomando algo, rodeado de amigos, como un mafioso de película que devora espagueti en la trastienda sin parar.
Pidió un café y una copa de coñac. El camarero lo miró con desprecio.
—Dentro de nada vienen los almuerzos. No estoy pa´ tus mierdas. Espero que hoy pagues, que aún me debes lo de ayer.
—Llevo pasta.
Mintió. Solo tenía los diez euros. Con eso solo pagaba la mitad de lo de ayer. Tampoco discutió. Sabía que le apuntaban más botellines de los que tomaba. Pero ¿dónde iba a ir? No le fiaban en ningún otro sitio.
En el barrio está mal visto ir de fiote, el trapicheo y el contrabando siempre se pagan a tocateja. Aunque todavía existe el trueque.
Consiguió cambiar la bolsa de fruta que le había dado Malik por medio paquete de tabaco. Un viejo que almorzaba en la barra le aceptó el negocio. Fumó en la puerta, copa en mano. Los hombres torcían el gesto al pasar. Las mujeres se cruzaban de acera. Para todos solo era carne de barrote, carne de cuneta.
A Juan, le daba igual. Se la sudaba todo. Acabó el coñac de un trago, relamiendo el borde del vaso con la lengua seca, asquerosa. Al volver a entrar, el bar, como todos los días, ya estaba lleno de gente inútil haciendo cosas inútiles.
Se cruzó con el viejo de la barra, que salía con la bolsa en la mano, y le dijo que le dejaba otra copa pagada. Juan sonrió. Por un segundo, se le iluminó algo en la cara. Algo que parecía esperanza, pero era veneno. Sabía lo que significaba. Ese segundo trago era el umbral. Punto de no retorno. Más allá no había trabajo, ni vergüenza, ni mañana.
Aún así, lo bebió. Lento. Apoyado en la barra. Cansado. Con la mirada clavada en el suelo. Así quemó otro día. Borró las horas. Escuchando a borrachos, detenidos en el tiempo, repitiendo siempre las mismas discusiones, mendigando copas con la mirada, hasta vomitar, mientras la esperanza de un futuro que valiera la pena vivir se escapaba por el desagüe del retrete junto a la última copa.
Arrastrando el cuerpo de vuelta a su trastero cuando ya no quedaba nadie en el bar. Trago tras trago hasta quedarse muñeco. Dejándose caer en su colchón mugriento. Juan era así, no podía hacer nada, aunque naciera mil veces seguiría siendo igual. Él, que de joven había tenido tantas expectativas, ahora veía cómo la vida se le iba a la mierda sola, sin pedir permiso.
Sabía que beber no ayuda, pero enlazaba una borrachera con otra en una huida continua hacia delante. Juan ha conseguido defraudar a demasiada gente. Era consciente de que debía cambiar, se prometió en vano. Lo sabía. Lágrimas de resentimiento y frustración resbalaban por su mejilla.
Se durmió entre lloros. Y a las cinco de la mañana, otra vez, la persiana vibró con fuerza. Y otra vez, Juan abrió los ojos.
AXY LINDA
Después de dos años sin abrir la app de citas, el lunes me animé. Un perfil sin mucha información, pero en mi país. Atractivo. Diez años mayor. Empezamos a hablar, pasamos al WhatsApp, luego al teléfono.
Ya el martes a mediodía, ¡me invita a vivir con él!
Estoy emocionada como adolescente: le creo, lo siento real, auténtico; tenemos muchas coincidencias.
Estoy dispuesta a emprender un nuevo viaje, poniendo todo de mi parte para que el trayecto sea feliz, armonioso y exitoso para los dos.
Por la noche llama y conversamos de nuestras relaciones anteriores.
Miércoles temprano, envía un mensaje diciendo que algo que yo dije —sobre un exnovio celoso, pero buena persona— no le agradaba, ya que su exnovia lo dejó por uno así, y los celosos no podían ser buenas personas.
Al final escribe: “Ya perdiste. No pierdas la lección.”
Lloré medio minuto y, como en un mal trago, bebí mis lágrimas. Poco después… solté una carcajada y abrí la app afirmando:
“¡No he perdido!”
MARTU MONFORTE
Verano de fuego
Aquel verano, hace tres años que pesan como tres siglos y, a veces, como tres suspiros, te llevaste los besos que parecían eternos y las noches de fuego. Te llevaste el cielo prometido y el brillo de tus ojos que acunaba en la palma de mi mano. También el soplo de luz que iluminaba el puente que unía mi alma con la tuya.Te llevaste las risas despreocupadas, las canciones en la playa alrededor de las fogatas nocturnas, la magia de un amor de verano, de un nido rojo y pasajero. Tuve el sol en mis ojos, el corazón desbocado galopando sin respiro, la gracia de sentirme única y amada… El delirio inexplicable de haber encontrado el sentido de mi vida.
Sin embargo, te fuiste. Fue el trago más amargo de mi vida. Pero no me derrumbé. Costó y mucho volver a empezar, limpiar el alma y ese sabor desgraciado.
Crecí, aprendí a quereme y a valorarme. De a poco y,
con los pies en la tierra, valoro el aprendizaje.
Porque esos amores traen eso también. Son demasiado perfectos e ideales y por eso mismo no pueden realizarse.
A mi me trajo la certeza de que mañana, en cualquier momento, el amor verdadero llegará.
Estoy preparada y agradecida.
De nuevo abro mis manos y mi corazón a un amor posible. Y aunque dure un instante sé que dejará huella eterna; será un trago dulce, definitivo. Un amor de luna llena, pasará por creciente y menguante, girará y volverá a ser. Más allá de esta vida. Más allá de nosotros.
PILAR MONTES CABRERA
La gota que culminó el vaso.
Autora: Pilar Montes
El lugar estaba desperdigado de papeles mientras que las paredes yacían humedecidas. La llovizna comenzaba a ser frecuente en esa época del año, aunque teníamos que vivir en ese cuarto hasta que logrará conseguir un traslado. Herriort se apoyaba en mí, a la vez que yo buscaba acomodar una silla. Al lograrlo, Herriort se sentó y dejó su bastón apoyando en la pequeña mesa iluminada por unas velas. Coloqué la botella de vino y dos vasos junto a esta; y luego proseguí a buscar otra silla.
Al sentarme, vi que su rostro evidenciaba cierta mejora. Al menos, sus lentes redondos lograban disimular aquellos moretones que enmarcaban su mandíbula, pero sus manos serían el recordatorio de su infierno. Varios cortes cicatrizados rodeaban su palma y algunas manchas en sus dedos no lograrían desaparecer. Con toda la celebración por la independencia, nadie parecía darle importancia a su aspecto físico.
Ambos permanecimos en silencio hasta que Herriot alzo la vista hacia el estante de al fondo. Sabía que debía enfrentarlo, era lo menos que podía hacer.
— Canek, te agradezco por haber cuidado de mi niña. Hiciste de ella una buena mujer que supiera adaptarse a los designios de la vida —dijo mientras acomodaba los vasos—. Algunos niños me contaron sus proezas con mucho entusiasmo. Al menos eso me consuela.
— Ella quería que vivieras — dije sirviendo la bebida en nuestros vasos—, y me encargaré que suceda. Aunque logramos tomar la capital, una parte de la escoria sigue en el interior del país; así que sigue mis indicaciones, que por eso tienes a un general de tu lado.
Lo bebí de golpe por lo que sentí aún más el amargor, pero no fue suficiente. Tiré lo restante del vaso y proseguí a servirme más.
— Hubiera deseado verla, abrazarla y decirle cuanto lo sentía por dejarla. Luché por sobrevivir para luego recibir este trago amargo. Solo Dios sabe sus razones— expresó con la mirada fija y tomó un sorbo—. Sé qué la veré dentro de poco tiempo.
Aunque lo quisiera disimular, podía percibir el peso de su dolor en sus ojos. Ya había llorado lo suficiente cuando le di la noticia, pero esto no parecía mejorar. Su miraba se desvió a una caja que yacía en suelo, se agachó para traer consigo un libro de tapa dura. Lo colocó en medio de los dos para luego deslizarla hacía mí. Era demasiado.
— Deberías tenerlo tú — le dije rechazándolo—, tú eres su padre.
— Acéptalo Canek. — me dijo— Es su voluntad
— Ella no está aquí — expresé molesto, pero él no se inmutó—, solo tenlo ¿sí?
— ¿Qué ganas haciéndote esto?
Iba a tomar el vaso, pero Herriot me detuvo. Le quité la mano bruscamente, pero volvió a colocarla. No iba a ver una tercera porque Herriot tiró el vaso al suelo
— Amigo, ¿quieres que te odie? — expresó suplicante.
Quizás sí. Mi propio castigo no era suficiente. Hubiera deseado que fuera ella quien llorara mientras me rogaba por volver.
Miré al suelo y levanté la mirada para verlo.
— Aunque haya matado a esos bastardos y masacrado a sus cómplices en la horca. Nunca será suficiente castigo.
Ese trago me hizo aflojar la lengua más de lo que quería porque ahora sentí la rabia al recibir esa maldita mirada de compasión.
— Ya estoy cansado de perder, Herriot —le dije a duras penas —, harto de que Dios priorice mi vida por encima de todos a los que tuve que enterrar.
Agarré la botella y comencé a beberla hasta la mitad. Me limpié la boca y me levanté para irme al sillón. Estaba muy cansado para explicárselo.
Mi voto para:
David Merlán
Armando Barcelona
Mi voto para…
Almut Kreusch
Blanca Cerruti
Armando Barcelona
Mi voto esta semana es para:
DAVID MERLÁN
ANTONIO PRADES
Mi voto para esta semana:
-Sergio Téllez
-Guillermo Arquillos
-Armando Barcelona
Gracias a todos por esos magníficos tragos