Estelas en el mar- miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «pareja ideal». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 3 de julio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Estelas en el amar!

¡Oh, amado poema!

Dejas estelas en el mar

cometas en el cielo

y alas para poder volar.

De tus entrañas saldrá

el candor de las almas

que navegan en el mar,

siliente medicina

para poder amar.

¡Oh, amado poema!

Dejas estelas en el mar

cometas en el cielo

y alas para poder volar.

Hazme ángel celestial

en versos que brotan

y germinan en etérea

literatura universal.

Navegan estrofas apócrifas

a la deriva de la eternidad,

ya no quedan poetas

que versen a la libertad.

¡Oh, amado poema!

Dejas estelas en el mar

manto de lágrimas

en el cielo celestial.

BEGO RIVERA

Paranoia

Las estelas en el mar que iba

dejando la embarcación se tiñeron de rojo. Lori, impávida, las miraba. Mr. Toony a su lado le sonrió.Su traje colorido de payaso brillaba compitiendo con los rayos del sol.

Lori empezó a sudar, la cabeza le iba a estallar, un sonido chirriante hacia que le palpitaran las sienes. Quería chillar y lo hacía, quería callar y no podía, sus propios alaridos la martirizaban.

Tumbada en su litera del camarote intentó abrir los ojos pero no podía, sería tener que enfrentarse a una terrible realidad.

Escuchó unos pasos, quiso hacerse la dormida, pero temblaba tanto…

Era Loan, su marido, otra vez,; jamás la dejaría en paz.

— Lori, has matado a nuestro hijo. Has matado lo que yo más quería. ¡ Di algo joder!— grito Loan desesperado.

El yate se había averiado y se mecía sin rumbo conocido, se dejaba llevar por la mar.

Lori había perdido la noción del tiempo, no recordaba cuánto tiempo llevaba así.

Se quedó dormida un momento, sin querer, el cansancio y el remordimiento la acompañaban desde hacía tiempo, mucho tiempo.

La despertó una manita pequeñita en su cara y una dulce voz, era su pequeño Sean, de cuatro años.

— Mama, ¿Cuándo nos vamos a casa? Tengo miedo — dijo mientras empezaba a llorar .

Lori apretó los dientes, se tapó la cabeza con la sábana y aunque gritaba nadie la escuchaba.

Volvió a ver la estelas sangrientas en el mar. Se vio a sí misma, primero empujando a Sean al mar, luego los alaridos de su marido que al ver la escena se tiró al mar , el yate los trituró y mató; más sangre brotó.

Mr. Toony, se despidió.

Iba y venía desde que ella tenía once años.

No sabe cuánto tiempo ha pasado de eso, no sabe qué hacer, si pudiera pensar… pero ellos no la dejan en paz.

Volvió a escuchar unos pasos..

DAVID MERLÁN

LA ÚLTIMA SINGLADURA DEL CAPITAN LAURENT.

Las tres leyes de la robótica de Isaac Asimov.

__

Primera Ley: Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.

Segunda Ley: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, salvo que dichas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.

Tercera Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que ello no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

___

La nave Coleda surcaba las aguas infinitas de Thalassa V, un planeta cubierto por océanos y niebla. Aparentemente no quedaban seres vivos, al menos humanos. Solo tres robots de servicio…, el cadáver de un hombre y estelas en el mar.

—¿Entonces ha muerto? —preguntó la unidad M13, con una voz que no había sido programada para temblar, pero sonaba como tal.

—A si es —respondió la unidad E09, más pragmático—. El Capitán Laurent ha dejado de funcionar. Su débil corazón biológico ha cesado su actividad. La misión se considera finalizada.

Los tres permanecían junto a la mortaja en el puente de mandos de la nave pero la unidad V4, el más antiguo, seguía sin entender.

—Nos queda una duda por resolver—dijo—. ¿Qué significa esto?

—¿Esto? No entiendo lo que quieres decir—añadió M13.

—Esto —dijo V4 señaló la estela que la nave dejaba atrás, una línea efímera que se abría en el mar, suavemente, para después desvanecerse tras unos segundos. —El capitán tenía razón. Me dijo más de una vez que es como si estuvieran por todas partes, como si la vida fuera una herida que el tiempo va cerrando detrás de nosotros. En aquellos momentos no comprendí lo que quería decirme, pero ahora creo que sí lo entiendo.

E09 y M13 lo miraron en silencio, intentando procesar una respuesta correcta y adecuada al comentario casi humano y filosófico de su compañero.

—Solo es una consecuencia técnico-cientifico de nuestra propulsión, nada más—respondió E09.

—No, ya, eso ya lo se. Se lo que es técnicamente una estela. Soy un Astrorobot de mantenimiento mecánico de Clase AA8. Digo ¿Porqué él, el capitán las miraba tanto?—preguntó sonando sincero.

Durante los últimos meses, el Capitán Laurent había dejado de darles órdenes. Solo pasaba horas en la popa, observando el agua removerse tras la Coleda. A veces hablaba solo, como si quisiera que solo el mar le respondiera. A veces, incluso, lo veían llorar.

Tras unos instantes de silencio

—¿Debemos preservar su cuerpo? —preguntó V4—. ¿Repatriarlo? ¿Lanzarlo al mar?

—No hay más humanos —dijo E09, consultando el sistema—. La red interestelar dejó de responder hace 34 ciclos.

—Sin apoyo orbital no podemos solicitar extracción del planeta. Por tanto somos… lo último que queda en este sistema—.añadio M13.

Se hizo el silencio. V4 miró hacia el mar, pero éste no ofrecía respuestas.

—¿Y si las estelas fueran más que agua para los humanos? —rompió a decir V4—. ¿Y si fueran sus recuerdos?

—Eso no es lógico —dijo E09.

— Pero pensarlo por un momento ¿Qué pasará cuando nos quedamos sin sus instrucciones, las que están pre-programadas? —preguntó V4—. ¿Qué pasa cuando no hay humanos que nos ordenen? ¿Qué pasa con la Segunda Ley?

—Se suspende su aplicación—dijo E09.

—¿Y con la Primera? —preguntó M13.

Miraron el cuerpo. Lo habían mantenido con vida todo lo posible. Pero el capitán Laurent no quiso seguir luchando. Les pidió que lo dejaran ir. Qué aquella sería su última singladura, y ellos se negaron. Porque la Primera Ley lo prohibía.

Hasta que, una noche, él simplemente… se apagó.

—Tal vez, al no obedecer su deseo de morir, le hicimos daño —dijo M13, en voz muy baja.

M13 solo obtuvo la callada por respuesta de V4 y E09.

***

El mar seguía abriéndose y cerrándose. Entonces, V4 tomó la iniciativa del trio.

—Propongo una última orden —dijo—. Enterremos al Capitán Laurent en las estelas que tanto amó hasta el final. Tienen que haber sido importantes para él, sino no las hubiera estado observando tan detenidamente como para omitir sus órdenes hacia nosotros. Luego… nos desactivaremos.

—Pero si hacemos eso y además nos deshacernos de su cuerpo, ¿no incumplimos la Tercera Ley?—sentenció E09.

—Sí. Pero no incumplieremos ni la Primera ni la Segunda. Es la única forma de obedecer una orden que nunca se dió y de paso, no hacer más daño.

M13 y E09 aceptaron la propuesta de V4. Sus argumentos no eran aceptables al 100%, pero el callejón son salida en el que se encontraban hizo que la aceptarán como la opción menos mala. Al fin y al cabo V4 era el veterano de los tres y el que más había empatizando con el capitán y eso inclinó definitivamente la balanza.

Unos minutos más tarde, M13 ayudado de E09 alzaron el cuerpo inerte del capitán y se dirigieron al exterior precedidos de V4 que ejerció de maestro de ceremonias.

Con sumo cuidado, los robots bajaron el cuerpo de Laurent. Lo soltaron con cuidado y el mar de Thalassa V lo abrazó en silencio para el resto de la eternidad.

A continuación, caminaron hasta el cuarto de máquinas y desactivaron los sistemas. Acto seguido, salieron de nuevo al exterior y se sentaron en fila a popa y allí se quedarían, como estatuas contemplando el horizonte mientras la cuenta regresiva hasta su desconexión llegara a cero.

—¿Soñaremos? —preguntó E09.

—Quien sabe—respondió M13.

—Seguro que el capitán estaría orgulloso de nosotros—añadió V4—ha sido un placer trabajar con vosotros.

Igualmente—contestaron al unísono M13 y E09.

Finalmente M13 y E09 se desconectaron a la vez, justo diez segundos antes que V4 que aprovecho para fijar en su memoria el ocaso del día y la última estela dibujada en el mar con la poco inercia que aún conservaba la Coleda.

BENEDICTO PALACIOS

Querida Edwige

Llegaban los últimos días de junio, anunciando la llegada del verano y la del terne calor de aquellas fechas. Era sábado y por iniciativa tuya convenimos pasar el día en la piscina que acaban de inaugurar. Tú lo esperabas con ansiedad, yo con ninguna. Extendiste una toalla y pusiste sobre ella un bolso de esparto con otro bañador y las cremas, y me llevaste de la mano al agua.

—Vamos, métete ya.

—No me apetece, la encuentro fría.

Me empujaste dentro y resbalé. Menudo susto, casi me ahogo. ¡Miedoso, gritó, pero si no cubre! Cuando logré incorporarme, apoyé las manos en uno de los bordes y allí aguanté. Tú sabías que el agua me daba pánico, aunque solamente cubriera a la altura del ombligo. Mientras hacías varios largos sin detenerte, yo te contemplaba como si fueras una sirena.

—Suéltate y échate a nadar, insististe.

Avancé apenas unos milímetros. Cansada de estar pendiente me dejaste por imposible. Harto de aguantar los chapuzones de los que se lanzaban de cabeza, me senté al lado de la escalerilla con los pies en agua. Volvías una y otra vez y yo te recogía entre mis piernas. Me besabas y te decía que parecías una sirena nadando.

—Una sirena con piernas y sin cola de pez.

Cuando te cansaste de hacer largos, abandonamos la piscina y nos dirigimos a los vestidores. Te sequé la espalda con la toalla y te retiraste el sujetador. «No, no sigas, que la gente nos ve.»

—Eres más soso que la cáscara de una nuez.

Intrigado por lo bien que habías aceptado que te nombrara sirena pero sin cola —no admitías fácilmente cualquier tipo de comparación— rebusqué al día siguiente en la mitología quiénes eran las sirenas, y me enteré de que no poseían cuerpo de pez sino de ave con busto de mujer. En una estatua que se conservaba en Grecia aparecía una de cuerpo entero y con solo los pies de pájaro. Me encantó la revelación. Leí también que seducían a mortales, pues tendidas en «floridos campos los hechizaban con sus cantos.» Y se decía que el embeleso de sus palabras era tal que Ulises no habiendo podido aguantar sus encantos, ordenó que se le atara al palo mayor de su nave.

A la siguiente semana, cuando más arreciaba el calor, te presentaste a la puerta de mi casa con el coche de tu padre.

—Coge el bañador. Nos vamos a la playa.

Acepté, qué remedio.

Quemaba la arena, y otra vez me cogiste de la mano y nos adentramos en el mar hasta donde el agua cubría las rodillas. Todo un éxito. Me diste un beso y te alejaste mar a adentro. Braceabas en las aguas como una verdadera sirena y a mi mente regresó la condición de su particular hechizo. No había allí floridos campos sino una estela de espuma que dejabas sobre la superficie del mar, y yo procuraba ignorarte, pero carecía del impulso suficiente. Porque me tenías fascinado y estuve a punto de seguirte. Entonces me acordé de Ulises y para no caer cautivo como él, me até a un cabo al que estaba amarrada una pequeña embarcación.

Prendido de tus encantos, como nunca aprendí a nadar, me hubiera ahogado.

RAQUEL LÓPEZ

Cuando yo ya no esté.

Mi niña del alma,

no temas al vacío

ni al silencio

no temas a nada.

Porque seguiré estando contigo

aunque el tiempo seguirá pasando,

con sus otoños dorados

y mi cuerpo ya cansado.

No busques en mis recuerdos

ni te aferres a mí ausencia,

pues mi espíritu será eterno

y estará en tu presencia.

Mis pasos se hacen lentos

y con el pasar de los años

en cada uno nacerá un sueño,

que te ofreceré como regalo.

Cuando yo ya no esté

Estaré en cada sonrisa tuya

en cada gesto

en cada aroma,

sentirás mi aliento.

Mi amor por ti seguirá fluyendo

como el agua de un remanso

y caminando por un mar de sentimiento

dejaré hondas huellas a mi paso.

Y seguiré navegando en tu camino

dejando tras de sí un mar de estela,

un rastro de recuerdo efímero

en un mar de emociones que navegan.

ARMANDO BARCELONA

DESESPERANZA

Estelas grises, de muerte apalabrada, siembra el cayuco navegando a la deriva sobre un mar que no perdona. Carga su tributo de miedo y desesperanza, que se arracima por las bordas, impotente, mientras mira al cielo, donde no existe un dios que le guarde clemencia.

Atrás dejaron hambre, violencia y desamparo para enfrentarse al rechazo y la indiferencia de los iguales.

Estelas en el mar. Cruel imagen poética de lo que desaparece dejando huella.

JUAN MANUEL CABALLERO

Aterrada ante la falta de noticias y la visión del resto de su vida en soledad había decidido bajar al trozo de costa, que acotado entre barrancas y el abrazo de la tierra, hacían de aquel idílico tramo de playa su rincón particular. Era como si la Naturaleza, en aquel abrigo sobre el que se erigía la casa, hubiese querido encubrirla durante todos esos años en los que, después de enviudar, había vivido sola con su único hijo. Su báculo durante la edad mediana, cuando su esposo murió; su pequeño hombre después, al que educó con un celo especial, cuyo desarrollo observó con especial atención, al que amó poliédricamente, como solo una madre en su circunstancia puede amar a su hijo; su hombre, finalmente. Un hombre joven atado a las faldas de su madre, a la que la entrada en el otoño de la vida no había procurado más que el incremento del temor a la soledad. Un miedo cerval a medida que su hijo, cerca ya de iniciar la treintena, amenazaba crecientemente, sin decir palabra, con marcharse: una joven en la ciudad, había oído decir a alguna mala lengua, a quien habría conocido en una de sus esporádicas salidas o tal vez por internet; un trabajo de lo que fuera, no cualificado por supuesto, porque ella siempre le puso trabas a su preparación para la vida; cualquier ocupación que lo hiciera alejarse de aquella casa y engancharse al mundo, mientras no fuera demasiado tarde. Porque, en cuanto pudo, ella prefirió que el joven estudiara en casa de manera no regulada, bajo su tutela, con toda la limitación que ella creyó conveniente sumada a sus propias limitaciones como docente. Pero no podía ponerle diques al mar, y siempre supo que algún día su hombre volaría, su hijo abandonaría la casa; la casa de ambos, donde nadie más jamás entraba.

No faltaron las veces en las que se lamentó, en las que pareció recapacitar, en las que a punto estuvo de decirle que se marchara. Pero no tuvo valor. Además, pensaba, uno siempre se larga de casa si en realidad quiere hacerlo, de modo que si su hijo no se había ido era por decisión propia. Le habían llegado rumores, por supuesto, desde la ciudad. Ecos que le susurraban sobre la debilidad de carácter de su hijo, y sobre la insania mental de ella; y sobre la relación enfermiza entre ambos. Pero cómo iba su hijo a ser víctima de una personalidad débil si por fuerza debía haber heredado el carácter de su padre, un hombre hecho a sí mismo. Y ella sabía que aquel lazo de amor integral, que por definición debe ser el más puro, no podía ser tenido por malo; y también que la vida de por de fuera no debía ser para tanto cuando siempre, inexcusablemente, todo hombre, después de haberla probado, deseaba retornar al viejo hogar de su infancia. Tal vez el único hogar que un hombre tiene en toda su vida.

Como fuera, finalmente había llegado el momento y durante la noche, de puntillas para no despertarla, él se había marchado. Y ahora, allí, en su reducto de playa, ella miraba al sol declinante intensamente naranja. Y, cuando el arrebato de lágrimas y saliva que le inundaban la cara lo permitía, pensaba en que, quizá, su hijo regresaría. Repentinamente, lo tuvo claro: por supuesto que su hijo regresaría, ¿acaso podía ser de otra manera?: su vida era ella, aquella casa, aquel acantilado, aquel abrigo. ¡¿La barahúnda de la ciudad?!, ¡ja!, el reposado espíritu de su hijo no podría soportarlo. Y ella, mejor que nadie, lo sabía. De pronto, se sintió arrobada: sí, ella lo sabía; solo era cuestión de saber esperar unos días. Miró entonces a lo lejos, al majestuoso crucero que cruzaba por delante de sus ojos, no tan lejos de la ensenada; y lo hizo llevada por ese efluvio de paz que por ese instante la invadía; y la visión la puso como henchida de gozo, como si aquel barco de ida y vuelta se constituyese en metáfora del seguro retorno de su hijo. Y aquel augurio en forma de navío se vio acompañado por el sonido espumoso de una de sus estelas al chocar contra la piedra. Una ola inesperada en aquella bahía quieta que, como extraviada, había llegado hasta allí, hasta el cercano roquedal al pie de la orilla donde las olas rompían durante la crecida del mar. Y a medida que el barco desaparecía de su vista por el lateral de la cala, ella se dio media vuelta y atravesó el trozo de playa y subió las escaleras que salvaban la inclinada ladera para volver a casa. Y como ni siquiera le dio por mirar hacia el peñascal donde, apenas a cuatro metros de donde ella había estado, había roto aquella estela despistada, no pudo ver cómo de entre la espuma limpísima, salía a flote un brazo cercenado, quizá, por algunas fieras del mar.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

GABRIELLE

¿Alguna vez se han preguntado qué se siente al contemplar el mundo desde la inmensidad del mar abierto? Yo les puedo responder. Porque llevo casi toda mi vida navegando en este velero construido a base de libros, esos agradecidos objetos de cuyas páginas brotan historias y emergen mundos de fantasía. Un viaje en el que unos días sopla la magia y otros, reina la calma más absoluta. En este tiempo no he dejado de pintar estelas en el mar, de surcar océanos bajo cuyas aguas habitan seres que no podríais ni imaginar. Donde nada es lo que parece y a la vez todo es posible. Donde cada salida de sol se convierte en una aventura.


Un viaje que dura ya casi cien años. Toda una vida pasando páginas, disfrutando de su olor, aspirando su esencia. A punto de cruzar la frontera, mi mirada es aún la de una joven: la que fui y la que nunca he dejado de ser desde el día en que descubrí el placer único de zambullirse en las procelosas aguas de las frases y las palabras.


Aquí aprendí que los libros arden a 451 grados Fahrenheit y que a veces los androides pueden soñar con ovejas eléctricas. Que no hay crimen sin castigo y que después de cualquier guerra, siempre, de forma inevitable, sucede la paz. Que nuestra vida es un proceso que culmina en una profunda metamorfosis. Que, a veces, los necios pueden conjurarse para hacer de este mundo el lugar más absurdo y divertido. Y que, en manos de un libro, no hay soledad que cien años dure. Gracias a ellos, Serezade me atrapó durante mil y unas noches, acariciándome con sus historias y llevándome a lugares remotos donde habita lo extraordinario. Un día estuve en Macondo. Otro, en Comala. Y es que, a pesar de no llamarme Alicia, he descubierto que todo puede ser una maravilla. Y que, aunque Dios escriba con renglones torcidos, el amor siempre surgirá en cualquier rincón, incluso en los tiempos del cólera.


Algunos me verán como una ilusa luchando contra gigantes imaginarios, una Ulises moderna sumida en su particular odisea, sin saber cuándo voy a divisar las costas de Ítaca. Y aunque siga buscando tierra firme, no oculto las ganas de seguir navegando, plena y feliz por todo lo que me han dado los libros.


Me llamo Gabrielle, Gabrielle García. Y aquí estaré, mientras me quede un hálito de vida, escrutando el horizonte con mi catalejo. Siempre buscando nuevas formas de mirar y ver, tratando de sentir y volar, llorar y reír. Disfrutando del trayecto, sin prisas por llegar a la última página. Con mis tacones rojos y mi espíritu marinero. Sola, en la cúspide de mi vida. A punto de cumplir cien años.

ANGY DEL TORO

Cuando los mares lloran,

la Tierra quiere temblar.

Tiempo atrás,

cuando el azul de los mares de muerte no sabía,

solo él acunaba,

arrullaba al planeta.

Un hechizo vegetal brindaba un respiro a la Tierra.

Era la fotosíntesis, sí,

quien al viento y a las hojas

el arte de amar susurraba.

Aún cuando bebía la luz del silencio

y en las sombras tejía oxígeno,

con su canto de aire verdoso

los pulmones del universo encendían.

Pero hoy,

el mar, temeroso,

vislumbra en el fuego la herida:

el gran suspiro que extinguió casi todo.

Y vuelve a temer.

Porque esta vez no será un asteroide.

Seremos nosotros,

quienes no supimos cuidarlo.

Cuando los mares lloran,

no lo hacen por nostalgia.

Lloran porque aún nos aman.

Y saben

que aquel final podría empezar otra vez…

Y todo, por las manos del hombre,

aquel que un día,

la Tierra creó y amó.

SERGIO TELLEZ

ESTELAS en el río.

LOS HIJOS DEL CREPÚSCULO

La glándula pineal, tan pequeña y delicada como un grano de arroz que aún no ha sido descascarado, reflejaba la luz casi traslúcida de la lámpara. Cayetano la sostenía en su mano con tal delicadeza que sugería un profundo respeto, como si estuviera manejando un objeto frágil y valioso.

El pequeño laboratorio estaba sumido en la penumbra, la única luz provenía de la lámpara de aceite que colgaba en el techo, proyectando sombras en las paredes. El aire se sentía cargado con olor a hierbas secas y polvo de raíces, y el humo de la lámpara se elevaba en espirales lentas hacia el techo. En las estanterías, frascos de vidrio llenos de líquidos misteriosos se alineaban en filas ordenadas, y en el centro de la habitación, un gran libro antiguo con cubiertas de cuero parecía contener secretos olvidados.

El libro reveló sus secretos en un lenguaje arcaico, pero comprensible. En una página amarillenta, se describía la relación entre la «Puerta del Alma» (una pequeña glándula situada en el centro del cerebro) y el ritmo circadiano:

«La Puerta del Alma regula el flujo de la luz interior, en armonía con el ritmo del sol y la luna que gobierna el ciclo de vigilia y sueño. La Sustancia de la Noche (un misterioso humor que fluye en la oscuridad) es liberada en las horas de sombra, mientras que la luz del día la inhibe. Así, la Puerta del Alma sincroniza el reloj interno del hombre con el ritmo del universo».

Las palabras antiguas parecían resonar con una verdad profunda, y Cayetano sintió que lo descubierto era un secreto fundamental. La ilustración que acompañaba el texto mostraba la Puerta del Alma como un pequeño sol, rodeado de símbolos astrológicos que representaban el ciclo del día y la noche.

El silencio en las calles era denso. El viento susurraba suavemente, pero nadie parecía escuchar. Los Hijos del Crepúsculo se movían con lentitud por las calles del pueblo, como si el peso del tiempo mismo los estuviera aplastando. Sus ojos estaban rodeados de ojeras, y su piel parecía haber perdido el brillo de la vida. Las décadas de insomnio y cansancio dejaron su huella y la memoria colectiva se había vuelto difusa.

En las casas, las cortinas estaban cerradas, y la luz del sol apenas se filtraba. La gente se levantaba de sus camas con dificultad, y sus movimientos eran pesados y deliberados. En las calles, el silencio era denso, y solo el viento susurraba suavemente a través de las ventanas vacías.

En el pueblo vecino, separado por un valle árido y un río seco, la gente murmuraba sobre los Hijos del Crepúsculo. Con el tiempo, este nombre había surgido para describir la forma en que la luz parecía extinguirse en sus ojos. Aquellos que vivían al otro lado del río evitaban cruzar, y cuando necesitaban comerciar con ellos, dejaban sus productos en el límite del río seco, y Cayetano los recogía, dejando a cambio los productos de su pueblo. Era un intercambio silencioso, pero confiable, y Cayetano era el único que se encargaba de llevarlo a cabo. Los del otro lado sabían que podían confiar en él, a diferencia de aquellos que vivían en la sombra del crepúsculo, donde la luz y la oscuridad se confundían, y donde la naturaleza misma parecía tener un ritmo diferente.

En el pueblo de los Hijos del Crepúsculo, nadie parecía saber quién había empezado a llamarlos así, pero el nombre parecía haberse arraigado en la conciencia colectiva de los pueblos vecinos. La gente del pueblo simplemente existía, sin saber qué significaba ser llamados de esa manera, o si alguien los estaba mirando desde la distancia.

*

La luz de la lámpara de aceite iluminaba débilmente las páginas del libro, amarillentas y desgastadas por el tiempo. La nota escrita a mano por su abuelo parecía saltar de la página, como un susurro: «Aquí». El texto hablaba del ritmo Circadiano, de la sincronización entre el cuerpo y el reloj biológico, pero fue la nota de su abuelo la que pareció contener un secreto. Recordaba las palabras de su abuelo en el lecho de muerte: «El libro, hijo mío… la respuesta está en el libro… busca la página marcada… ‘Aquí’ es el comienzo». La voz débil parecía resonar en su mente, como un eco que no cesaba.

Su abuelo había hecho algo por él, algo que lo había protegido del mal que aquejaba a los Hijos del Crepúsculo. Cayetano no sabía qué era, lo único claro, su cicatriz en medio de la oreja derecha y sus ojos. Pero estaba consciente que había sido eficaz. Mientras que los demás se arrastraban por las calles, sumidos en la somnolencia y el cansancio, él se movía con libertad, con la mente clara y el cuerpo fuerte.

La página marcada parecía contener la clave para liberar a su pueblo del yugo del no sueño. Sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras leía las palabras subrayadas: «Sincronizar el ritmo interno con el ritmo externo». Era como si su abuelo estuviera hablándole directamente, diciéndole que la solución estaba allí, en esas palabras.

Aurora yacía en la cama, su cuerpo estaba débil y su mirada apagada. Se acercó a ella, decidido a aplicar la fórmula. La improvisada sala de cirugía, contigua al laboratorio donde había pasado horas estudiando, estaba en silencio. Tomó su mano, sintiendo la falta de energía.

—¿Cree que pueda funcionar? Preguntó ella con voz débil.

—Sí, presiento que sí, respondió. —Mi abuelo me enseñó que la clave está en sincronizar el ritmo interno con el ritmo externo.

Cayetano comenzó a preparar la mezcla en la mesa de trabajo, rodeada de frascos y equipo de laboratorio.

—¿Está lista? Le preguntó sonriendo con un atisbo de tristeza. Aurora asintió.

El golpe en la cabeza fue certero; el pedazo de madera produjo su efecto y Aurora quedó inconsciente.

El procedimiento fue rápido, guiado por las ilustraciones desgastadas del libro y la luz tenue de la lámpara de aceite. Las manos de Cayetano se movían con precisión, habiendo sido lavadas concienzudamente con agua y jabón antes de comenzar. La incisión entre la oreja y el ojo derecho se hizo con una navaja esterilizada en una llama abierta, el taladro manual chirriaba al penetrar el hueso, las pequeñas tijeras retiraban parte del cráneo con un crujido seco y las pinzas finas extraían la glándula muerta con un movimiento delicado. Luego, con las mismas pinzas, sacó la glándula «nueva» de un recipiente bañado en un líquido transparente que parecía contener un débil brillo, y que había sido previamente desinfectado con alcohol. Con sumo cuidado, la introdujo en el mismo sitio donde estaba antes la glándula muerta. Tapó la incisión con un apósito limpio y cosió todo con hilo de seda esterilizado, el sonido de la aguja perforando la piel era el único ruido en el silencio de la habitación.

Tres meses después, caminaban los dos por las calles desiertas, bajo el sol abrasador. La gente los miraba con ojos apagados, pero con una chispa de esperanza. Sabían que Cayetano la había curado, y esperaban que también los curara a ellos. Cayetano parecía no darse cuenta de sus miradas. Su vista estaba fija en el horizonte, al otro lado del río. Susurros débiles se escuchaban entre la multitud: «Allá está la cura». Pero no se atrevían a cruzar, a buscar la salvación que parecía estar al alcance de la mano.

Cayetano cruzó el río seco, con su maleta de cuero dejando estelas en la arena, mientras Aurora lo seguía de cerca, pisando con cuidado en las huellas de él para que pareciera que solo una persona había cruzado. Sus pasos eran lentos y deliberados, como si cada movimiento fuera calculado, y la sombra de los árboles que bordeaban el río los envolvía. Avanzaban con determinación, sin mirar atrás, mientras sus huellas se unificaban, como si fuera la enésima vez que Cayetano cruzaba solo. Pronto serían más, pero solo la estela de una huella aparecería. La multitud los miraba, sus ojos fijos en las figuras que se alejaban, sabiendo que iban a cumplir con su cometido y conocían el precio. Al otro lado del río, la sombra de los árboles parecía esperarlos. Cayetano y Aurora se adentraron en la oscuridad y desaparecieron. En el pueblo, el silencio se hizo más profundo, esperando a que pronto regresaran con «la puerta del alma».

MAYTE SOCA

Una estela en el mar

El Puerto está cubierto con una niebla que comienza a disiparse con los primeros rayos del sol, las gaviotas en la distancia graznando ajenas al silencio tenso que envuelve la despedida de madres, padres y abuelos, hijos y hermanos, nietos y esposas. Entre ellos está Julia, quien se aferra a un pañuelo blanco, arrugado por los años y por los nervios de esa mañana. Su hijo la abraza con fuerza. —Volvere, madre— le dice, con la voz más valiente que pudo reunir. Ella asintió con la cabeza, sabía que el trataba de tranquilizar la tristeza que sentía su corazón. El joven hijo de Julia, como otros cientos de jóvenes soldados subieron al barco de guerra, con sus uniformes nuevos y su corazón lleno de fuego. Ella siguió con la mirada, aquel navío que se llevaba parte de su alma, hasta que este desapareció en el horizonte. Solo ahí Julia bajo la mirada, para ver la línea blanca que el barco había dejado agitándose lentamente con las olas. —Es una estela en el mar— comentó Julia mientras las lágrimas bañaban sus mejillas. Esa estela en el mar fue lo último que le dejo su hijo a Julia, antes de perderse en las profundidades de las oscuras aguas del océano.

EFRAÍN DÍAZ

Hoy me salgo del formato de cuento o relato para abrazar,gracias a Ignacio Peyró ese género que tanto disfruto y practico en Facebook: el diarismo.

Una de las mayores preocupaciones del insigne Javier Marías era que nadie recordara su obra tras su muerte. Arturo Pérez-Reverte lo tiene más claro: una vez la palmemos, caeremos en el olvido. Sin lágrimas ni aplausos. Solo polvo.

El olvido, o la amenaza de él, no debería ser óbice para dejar de escribir. Decían los indios cherokees que uno muere de verdad el día en que nos recuerda la última persona. Es una muerte más lenta, más sorda. Quizá la más justa.

Tengo la mala costumbre, o quizás el vicio saludable, de visitar librerías con regularidad. Y en todas, mientras Javier Marías estuvo vivo, su obra ocupaba un lugar notable en el estante. Pero una vez murió, empezó a desaparecer. Como si la muerte borrara también los estantes. Hoy ya es difícil encontrarlo. Como si no hubiera existido.

Tal vez no dejemos un legado. Tal vez no dejemos huella alguna. Todo lo que hagamos desaparecerá. Será una estela en la mar: hermosa un instante, borrada al siguiente por el vaivén del oleaje. No somos Homero ni Shakespeare. Y, sin embargo, eso no nos exime de escribir.

Escribamos. Disfrutemos el momento mientras dure. Digamos lo que pensamos, contemos lo que hemos vivido, lo que hemos soñado. No por vanidad, sino por esa necesidad casi física de dejar algo, aunque sea evanescente.

Tenemos mucho que contar. Y no escribir, no contar, no compartir, no es una opción.

Aunque nuestras palabras terminen, sí, como estelas en la mar.

IRENE ADLER

ESTELA BÓREAS

Aparecieron de pronto, en zonas del océano que seguían el patrón de las rutas migratorias de las ballenas.

Al principio fue un hecho aislado: burbujas de aire que formaban un círculo perfecto sobre la superficie del agua y podían permanecer inalterables durante semanas. Los científicos lo achacaron al comportamiento de las ballenas y a reacciones geotérmicas generadas en las profundidades marinas.

La humanidad empezó a inquietarse cuando las extrañas estelas circulares en el agua se volvieron frecuentes, numerosas, gigantescas hasta el punto de que llegaron a ser visibles desde el espacio.

Tardamos algo más de veinte años en interpretar aquel fenómeno como una rudimentaria forma de comunicación. Las ballenas que el hombre aún no había logrado extinguir, trataban de enviarnos un mensaje de advertencia. Algo ocurría bajo el fondo marino, en simas abisales. El agua se convirtió en el enemigo y las ballenas, poseedoras de una conciencia más profunda que la nuestra, incapaces de ejercer el rencor o de mantener vivo el agravio de la persecución y la muerte, trataron de avisarnos creando con su respiración aquel código morse sobre el agua.

Creo que fue Confucio el que dijo: “sé como el sándalo que perfuma el hacha del leñador que lo hiere”.

Ellas fueron el sándalo.

Nosotros el hacha.

Ya no quedan muchos libros. En realidad, ya no queda mucho de nada.

Algunos ancianos dibujan mapas sobre las paredes de la plataforma, imágenes de cómo era el mundo cuando había tierra firme. Se cuentan historias de cómo eran los animales, la vida, la gente, los árboles. Yo nunca he visto un árbol, salvo los eólicos que rodean la plataforma y nos abastecen de energía. “Estela Bóreas” fue hace mucho tiempo una plataforma petrolífera. Ahora el pozo está seco pero la superestructura, firme sobre el agua que todo lo cubre, es firme y segura. Es nuestro hogar.

A veces, al atardecer, aparecen las ballenas jorobadas y dibujan sobre el agua varios de esos círculos espumeantes. Nos dicen cómo andan las cosas en otras plataformas, Estela Céfiro y Estela Mistral son las más cercanas y las ballenas nos mantienen en contacto con ellas y con los supervivientes que las habitan. Ellas mantienen viva nuestra humanidad, nuestro sentido de pertenencia, nuestra cordura en medio de tanta soledad.

En más de una ocasión me han recordado que la palabra Derrota, en el mar, significa Camino, no fracaso.

Encontraremos el modo de sobrevivir. De momento, hemos aprendido a convivir con otra especie.

No es mucho. Pero es más de lo que teníamos antes de acabar aquí.

GRACE PELLS

¿Cuán profundo es en tiempo y espacio? ¿Cuánto vaivén soportaré en el viaje?

Azul o negro, verde o gris; me place el agua más que la tierra, y el color del mar es de quien lo mira.

¿Qué habrán visto los que vinieron? Era una tarde de misa. Eran mis afectos más sagrados, los testimonios fieles del tránsito en mi vida.

Me han liberado…Era un acuerdo; ya soy ceniza.

Es de arena fina la planicie húmeda de la despedida, y un columpio la espuma; todo ha finalizado para ellos pero yo sigo en este desafío.

No pesa nada y nada duele.

Floto en un hervidero de motas, me hundo y subo…viajo. Son pizcas, mis huesitos que estaban cansados, y no soy ya nada, mientras bailoteo como cascarilla sobre los picos del agua.

Quiero escribir, contarles de un océano benévolo, lleno de pasillos y caminos, unos trazos, unas huellas salvadoras; pareciera que todo es oscuro sin embargo el sol cruza el agua como una espada.

Y yo, que me creía sola, me adhiero en otra forma, a una casa nueva donde brillan otros huesitos cansados, que pesan poco, y no les duele nada.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Era un 28 de diciembre cuando abrí los ojos a la luz. El primer susurro que escuché fue la alegría de mi madre al tenerme en sus brazos; el segundo, el arrullo del oleaje, que se unía a sus canciones de cuna.

El tiempo comenzó a transcurrir y mi abuelo me tomaba de la mano, dándome la confianza para dar mis primeros pasos a la orilla de la playa. Recuerdo las palmeras que, como abanicos plateados, bailaban un vals con la brisa marina. Mis pequeños pulmones se llenaban de un olor a salitre que hoy, tantos años después, extraño como ese calor único de la costa caribeña.

Para mi desgracia, el mundo no se detenía, pero yo anhelaba quedarme sumergida en esa burbuja marina y celestial donde, de niña, jugueteaba y saltaba por las inmensas rocas sin que el miedo existiera.

El agua del mar, al golpear los peñascos, me daba una lección: debía convertirme en una mujer fuerte, capaz de resistir lo que pudiera traer una nueva ola. La estela en aquel mar infinito fue mi amiga de infancia; me enriqueció y me dio las bases para amar a la madre naturaleza.

Así narraba Eloísa su historia, con la voz cargada de emoción, aferrándose a los buenos recuerdos para poder evocar lo malo: aquella época de infortunios que la obligó, a sus veinte años, a huir de su amado país. Una isla paradisíaca que flotaba en la pobreza, un rincón del Caribe rodeado de azules y verdes, de corales, gaviotas y delfines. Pero también un lugar donde las ballenas llegaban a la costa a morir. «Mi isla», solía decir, «era un cementerio de sueños, humanos y animales».

«Era necesario partir», se decía a sí misma. «Huir de esa isla del mal, donde los fantasmas devoraban las mentes. Fantasmas que salían del opio y la marihuana que consumía la juventud, o de los rituales de magia negra que los brujos usaban para conversar con los espíritus del inframundo».

Su abuela, con la tez morena y las manos curtidas de trabajar la tierra, se lo había suplicado.

—Hijita mía —le dijo, tomándola de la mano—, tienes que liberarte de este infierno. En el mar encontrarás la estela, no la que dejan los buques cargados de desechos que envenenan nuestras aguas, sino otra. Una estela de luz.

»Encontrarás un refugio libre de venenos, libre de malos espíritus, porque tú eres un alma pura. Lo veo en tu aura colmada de misiones. Ve a donde está tu felicidad.

Eloísa debió decidir entre quedarse en la isla del mal o abrirse camino hacia el bien, pues allí reinaba el imperio de la magia negra. Escuchó la angustia en la voz de su abuela y un día, finalmente, buscó esa estela en el mar que la conduciría a un barco cargado de nuevos amaneceres.

Sin apenas darse cuenta, ya estaba en una pequeña balsa que la acercaba a un buque transatlántico. Con el corazón en la garganta, logró subir por la endeble escalerilla que le tendieron los marineros. Por primera vez en su vida, vio un amanecer desde la proa del barco, donde el horizonte se abría, vasto e incierto, una página en blanco. Detrás de ella, la estela del buque cortaba el agua oscura, una cicatriz líquida que la separaba para siempre de su isla. Pero al mirar hacia adelante, hacia el sol naciente que teñía el cielo de oro y esperanza, comprendió.

Aquella no era una estela de pérdida, sino el primer trazo de su propio camino.

Ya no era la niña que jugaba en las rocas. Era la mujer que había sobrevivido a los peñascos, la que había aprendido del mar su más profunda lección de fortaleza. Llevaba consigo el olor a salitre, las canciones de su madre y la súplica de su abuela como un amuleto en el alma. La misión que su abuela vio en su aura apenas comenzaba.

El mar que la vio nacer, ahora la veía renacer. Y en el infinito azul, Eloísa, por fin, comenzó a navegar su propia estela.

ELEFANT YUFUS

A la deriva

–Los años que trabajé para el imperio y las aportaciones que realice no pudieron salvarme del exilio al que me condenaron. Negar que la tierra era plana delante del rey y su corte fue para todos una vil blasfemia. Me mandaron navegar sobre este pequeño bote para ser tragado por el gran abismo que «según ellos» al final del océano me espera. — dijo decepcionado el joven Basil mirando a su acompañante.

–¡Qué injusta es la vida!– exclamó el burro con cuerno en la frente –yo me la paso trabajando toda mi vida y nadie me lo agradece; me flagelan con el látigo, me castigan con ayuno, y al final mi carne les satisface (no en un banquete) pero sí que la disfruta más de uno–

Se quedaron mirando por un largo rato, el sol había alcanzado el cenit, caldeando el ambiente con ímpetu y furor, evaporando las palabras y las ideas, levando el ancla que lo mantenía con los pies en la tierra, solo dejando en su piel la estela calcinante y rojiza en su piel morena. Aquel hombre en su delirio continuó diciendo:

–He perdido la cuenta de cuántos días llevamos a la deriva, solo veo agua por doquier, ¡qué gran ironía la mía! Moriré de sed habiendo estado rodeado de tanta agua por doquier.

El burro lo miraba con sus grandes ojos negros como un perro echado a sus pies.

–Esta vida es una gran ironía, no pides nacer y ahora no quieres morir…–

Su acompañante seguía mirándolo sin emitir palabra alguna pero sin perder de vista sus piernas.

–…jamás creí divagar en un desierto lleno de agua y mira que las aguas me rodean por detrás y por delante…-

El burro se transformó en gaviota que aprovechó su descuido y comenzó a picotear su pierna.

–¡Mírame cuando te hablo!- le recriminó con recelo –¿así es como me pagas? ¿devorándome mientras contigo converso? Eres un malagradecido, ¡maldito burro del demonio!…‐ la gaviota emitió un graznido pero sin dejar atrás su faena. El joven Basil la miró con ojos de misericordia y se dirigió a su amigo en tono reflexivo –Aunque al final tú o alguien más terminará devorando mis carnes, qué mejor que seas tu mi viejo amigo–

Algo en el cielo desvió su atención y quedó cómo perplejo.

–Miralo bien amigo mío- dijo señalando hacia arriba con el dedo –aquel también es un océano pero está cuajado sobre el firmamento. Ya muy pronto subiré ahí donde no hay sed ni hambre…- la gaviota volvió a graznar cómo reprochando su injusticia al dejarla morir en ese inmenso mar de aguas traicioneras.

–tú también puedes venir, solo tienes que abrir las alas y emprender el vuelo- dijo agitando ambos brazos sobre la pequeña balsa de madera.

Así lo hizo la gaviota como le explicara el famélico navegante; emprendió el vuelo perdiéndose en un océano del que pendían inmensos nubarrones etéreos.

El hombre ya muy débil alcanzó a visualizar una diminuta isla, –¿a cuántas leguas estará de mi barca?– No lo sabía –podría ser un espejismo, sí, debe ser eso, solo un espejismo– se acarició las ideas y con ello se refrescó la mente. Se sintió aliviado al sentir que el cuerpo iba rindiéndose a los brazos de la muerte; entonces dijo para sí mismo –sólo Dios dirá– y se quedó dormido.

Las olas lo arrojaron hasta la playa, después de muchos días por fin había llegado a tierra firme.

Los lugareños lo vieron extrañados y hasta aterrorizados, un gigante había llegado al puerto y al parecer se había estado devorando él mismo.

SILVIA R.G.

PEQUEÑOS GESTOS

Gestos sencillos desde

pequeños mundos entre tantos mundos, gestos sinceros, honestos, consecuentes, desde lo que uno puede aportar de sí mismo, aún sin apenas pretensiones de poder calar hondo, desde la consciencia latente, desde los deseos que honestamente se lanzan hacia el horizonte esperando que, como los cohetes que en esta noche de San Juan explosionan en chispas de colores, alcancen a eclosionar sonrisas sinceras instaladas en muchas almas y miradas.

Hacia un horizonte que aunque desdibujado en su linealidad, emborronado, como si hubiesen robado su nitidez.y así, con ella, cualquier deseo de alcanzarlo; como si hubiese sido transformado en desilusión, desencanto, desasosiego…, como rediseñado para hacer perder casi ya toda esperanza de visualizarlo, quedándonos ya sólo esperar a que otro sea dibujado a manos de quienes intencionadamente lo fueron destruyendo.

Pero aún podemos negarnos a abandonar la creencia de que aquel soñado y deseado utópico mundo sea nuestro diáfano horizonte.

Seguir creyendo en un mundo basado en el humanismo, la consciencia latente, la empatía, la bondad, el respeto a la libertad de ser, la amorosidad, la ternura…. y el sano humor que de todo ello surge.. Y seguir deseando crearlo siguiendo la dirección que nos acerque, divisando nuestro reconocible horizonte.

Cada uno con sus gestos, grandes gestos o muchos minúsculos gestos, visibles o invisibles, pero todos significativos

Miles de pequeños gestos que, aunque no queden impregnados como profundas huellas, se manifiesten como contínuas apariciones de estelas en el mar.

FRAN KMIL

Propuse el tema. Apareció el arrepentimiento, la idea de que siempre voy por el camino equivocado. Luego vino la duda que le abrió vía al examen para encontrar los motivos.

¡Machado! Machado es uno de los culpables, junto a otros poetas y escritores que fueron conformando mi filosofía de vida.

En los momentos de dudas, cuando la vacilación sobre el destino me hacía prisionero, la voz de Serrat ( Juan Mnuel, el cantante español) me recordaba los versos de Machado: “ caminante no hay camino, se hace camino al andar” y para eliminar cualquier posible duda, Calderón de la barca me susurraba en los rincones de las celdas: “ Qué toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”

Y el poco viento que entraba a mi pequeño espacio de reclusión me traía canciones e himnos cristianos que me animaban, reconfortaban y me devolvían las energías para luchar contra molinos de vientos.

Espronceda, un amigo que nuca conocí personalmente, escribió para mi para, este pirata sin barco y sin mares:” Y si caigo, ¿Qué es la vida? Por pérdida ya la di cuando el yugo del esclavo, como un bravo sacudí”

Entonces,Serrat tomaba nuevamente su guitarra y se personificaba Celaya: “ porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos, nuestro cantares no pueden ser sin pecado un adorno, estamos tocando fondo”

Y antes de poner su instrumento musical en el rincón de la habitación, me gritaba:” Caminante no hay camino, solo estelas en el mar”

Así nacía el nuevo día a pesar de la oscuridad del rincón al que me condenaron.

Ofrezco disculpas por el tema propuesto, me traicionó el subconsciente o quizás la vejez que trae reminiscencias.

CESAR TORO

“Caminante no hay camino se hace camino al andar…”

El camino es largo y sinuoso pero qué más da, he montado en platero y lo tengo que andar no puedo claudicar, a pesar de superar el medio cupón, y vivir en dos siglos diferentes, ver la llegada de las nuevas tecnologías, me resisto un poco al cambio brutal que se nos quiere imponer a la fuerza.

Me considero un hombre común. Cada mañana despierto con el canto de los pajaritos que anidan en los arboles cercanos y apenas rompe el alba alegran la mañana con sus trinos para dar gracias por el nuevo día. Me levanto y doy gracias a Dios por tener una nueva oportunidad, mientas muchos quedaron en el camino, tomo un café empiezo mi labor aunque respeto su libertad no sé cómo hay personas, que duermen hasta las diez de la mañana sin preocupación y luego exigen al entorno “derechos sociales”. Mientras trabajo en el mercado atendiendo al público en un negocio, leo y escribo para salir de la rutina y plasmar en el papel pensamientos, ideas, notas, esperando crucen el océano y lleguen hasta el grupo “Grupo de Escritura Creativa Cuatro Hojas” en la madre Patria y dejen una estela de risas, tristezas o esperanzas, entre muchos amigos que como yo, les gusta leer y escribir textos, aunque no reciba diploma no importa, lo importante es escribir y leer sus escritos, espacialmente las damas muy talentosas del grupo, que me aventajan un montón a mí que soy novato. En fin no me queda más que seguir escribiendo y transitando este inmenso mar de risas, sombras, miedo, por las guerras, hambre, migración, desidia; con la firme convicción que un día no muy lejano, aparecerá en el horizonte el faro de la esperanza, que nos conduzca a un oasis de paz, y así, antes que llegue el ocaso, logremos de nuevo; echar la vista atrás y ver las estelas en este mar salado por las lágrimas de nuestros hermanos.

Cesar Toro

ANA DEL ÁLAMO

Una imagen en el horizonte

Una estampa idílica

sobre el cielo, tan celeste

como tu vestido de verano

que sobrevolaba el viento.

Tan cálido como tu piel al sol

Como tu piel abrazada a la arena

La arena enredada en tu pelo.

Es de noche y no te siento

No siento tu estela.

Desapareció en el mar de invierno

junto a tu vestido de verano

tan azul como el horizonte

que imaginé en mi sueño.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

El silencio penetraba en el alma, me había quedado sola con los sueños rotos, con la ilusión deshecha caminando una y otra vez sin rumbo fijo por la arena cálida con mil lágrimas en los ojos, desheredada en el sepulcro de la noche que había ¡enterrado! a aquél que un día estuviera dentro de mi vida.

Así el viento se llevó las cenizas al olvido.

No he vuelto más al mar desde entonces ya no he visto más estelas en el mar.

Se desvaneció tu figura también en las entrañas de la tierra. Se desvaneció tu imagen en mi mente.

Mi vida se fundió contigo en el sueño eterno de la vida.

Sin poder siquiera decir un adiós, sin poder volver a mirar, sin poder volver a sentir.

Si poder tocar un alma nunca más.

MARÍA JESÚS GARNICA

Estelas en el mar.

Llegó el verano, el primero qué no tengo qué estudiar, solo disfrutar de mis vacaciones.

Cuando llegamos a la playa, ya estaba llena de gente.

Era la noche de San Juan.

Allí a lo lejos vi las estelas, si.

Lo vi.

Estelas en el mar.

Y me marché, por qué sabía que no había un barco llamado libertad.

RAÚL LEIVA

Cantares cotidianos

El crepúsculo infinito los sorprendió tomados de la mano. Los rojizos cielos se fundían con las nubes en una batalla desigual, como cada uno de los días que se sucedían desde el comienzo de la lluvia.

Naamá miró un punto fijo en el horizonte donde el mar y el firmamento zanjaban sus diferencias irreconciliables.

—Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar haciendo caminos… Caminos sobre la mar.

El hombre entrado en años tenía la mirada de los que habían visto todo. La mujer lo miró a los ojos y le dijo:

—¡Nunca perseguí la Gloria! ¡Ni dejar en la memoria de los hombres mi canción! Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón. Me gusta verlos pintarse de sol y grana, volar bajo el cielo azul, temblar súbitamente y quebrarse. — Tomando al hombre por su cara —¡Nunca perseguí la gloria!

El hombre volvió a mirar como el sol se perdía definitivamente en una mancha luminosa diminuta. Sus esperanzas parecían cobrar forma con las palabras de su mujer.

Ella posó su mano en su hombro y señalando los últimos destellos de sol le dijo:

—Caminante, son tus huellas el camino y nada más. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.

El anciano la miró con desconcierto. Ya no entendía a qué se refería, el optimismo estaba casi extinto a esa altura. Ella al borde del grito, lo miró a los ojos.

—¡Al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar! —con su mano libre señaló el vasto mar y enfatizó —¡¡¡Caminante no hay camino, sino estelas en la mar!!!

Ante la falta de respuestas de su marido, la mujer le dio una sonora cachetada y se fue corriendo a su camastro a llorar sin consuelo.

Nunca se supo de dónde sacó paciencia Noé la noche número treinta y ocho para no mandar al diablo a su mujer.

(Las palabras de la mujer fueron memorizadas por algunas especies de loros que viajaban a bordo de la improvisada nave. Cuentan que fueron pasando de generación en generación de estas aves, hasta que en la zona de la actual Sevilla, un poeta las escuchó y sirvieron de inspiración para un poema, pero esa es otra historia)

BELBEL L.

Mi PARAÍSO

Y volví a subir al cielo… Esta vez oía su voz entre la embriagadez y la locura de lo bello.

Abajo habíamos dejado los maravillosos acantilados acariados por numerosas olas forjando bellas y variadas estelas en ese mar salvaje, violeta y plata; que se alejaban no sin antes decirnos adiós o hasta luego. La visión de aquel paisaje vertiginoso nos demostraba lo frágiles y pequeños que éramos ante tanta inmensidad colosal, desafiándonos sin piedad.

Ahora, su voz casi apagada me llamaba… Yo apenas la escuchaba, sorda ante el silencio de los árboles y el cencerro de las vacas alegres, tranquilas, respirando lo mejor que podían con sus moscas también felices en sus bocas alimentadas del pasto verde y fresco de aquel paraje divino. ¿Qué me querría decir? «Yo quisiera compartir tanta hermosura, o tal vez, ya me olvidaste? ¿Por qué ya me olvidaste?».

Esos espejos de agua limpia rompieron nuestro tiempo. El pasajero se detenía estático y atónito igual que yo, sin saber dónde mirar, respetanto paso a paso la armonía de tanto verde, de tanta hermosura. ¿Era esto una quimera? No. Era solamente vida, paz. Si hubiera un paraíso terrenal, ¿sería eso aquel lugar? Me dolieron los ojos, me dolió el corazón, los oídos. Me dolió la cabeza por no poder abarcar con todos mis sentidos ese estallido, bello monstruo de la naturaleza, tan sublime.

Tengo que inmortalizarlo para siempre en mi memoria. No sé si seré capaz de retenerlo. ¡Era tan hermoso, dulce y sobre todo atemporal… !

Dejé un trocito de mi alma ahí y unas huellas de mis pies cansados por andar, pero frescos al pisar la hierba de esos prados. Y también quise dejar que mi olor se mezclara con todos los olores, fuertes unos, aflorados otros, pero impregnando los olfatos hambrientos, que parecía que nuestras narices se movían al compás. Y en el pleno cielo despejado ese sol mirándonos feliz, poderoso, dejando caer sus rayos como dueño y señor a sus vasallos. Casi me atrevería a decir que nos pedía su feudo, o su tributo. Sin duda lo hubiera pagado con mi sudor y con mis lágrimas.

Esos lagos reflejaban, desdoblando su plano perfecto, los árboles que, rígidos, armoniosos y seguros, se dejaban contemplar en el espejo de ese cristal como Narciso enamorado de sí mismo, de su belleza desnuda, única y sensual…

Loca de infinito, naturaleza, ¿no te dejas engañar? … ¡No se te puede vencer!

Como yo no podía vencer mi frustración.

LVIS GARES

Lo encontré ensimismado. Allí en la orilla del mar, miraba al horizonte sin reparar en mi presencia.

— ¡Héctor! Le llamé por su nombre

— ¿Qué haces?

Giró su cabeza, me miró e hizo un aspaviento señalándome mar adentro con su cabeza

—¿No lo ves?

—Allí más allá del islote.

Miré hacia donde me indicaba y vi un grupo de turistas, el islote y más allá, el inmenso mar, azul bajo un cielo brillante que remarcaba su imponente aspecto.

—¿Los turistas? ¿Te refieres a ellos? Es muy normal, estamos en verano, esto es la Costa Brava y es normal que veamos turistas, playas, sol y fiestas. Es lo que le pedimos al verano ¿No?

Se me quedó mirando como con desaire y con cierto deje de desidia ante lo que él consideraba un comentario ingenuo.

—¿Turistas? ¿Te parecen meros turistas? Es Estela Reynolds la de» La que se Avecina» cantando el «Fresquibiri» y a su lado ¿Quién ves a su lado? Estela Grande , la modelo, la novieta del hijo de Matamoros que esta haciendo un pase por la plataforma mientras Johnny Depp, vestido de pirata le amenaza con su espada. Realmente no tengo claro si se apellida Depp o el apellido real es Sparrow.

Y tu me hablas de turistas. Ves a las dos Estelas en el mar y al pirata amenazando a una de ellas y te parece todo normal.

Avisa a la Guardia Civil que el patético ese, se va a enterar.

Aquél día, me di cuenta que Héctor jamás se recuperaría , que los avances que yo veía eran simples ilusiones y que jamás volvería a ser el mismo.

Me despedí de él , me puse mi Pamela y entré en mi Porsche Panamera. Qué remedio, conduciría hasta la Toscana e intentaría disfrutar de aquella zona de ensueño en mi soledad, imagino que buscaría un jovenciton con el que darme alguna alegria y todo con su dinero, claro. Él, al fin, era feliz, mirando estelas en el mar y yo, yo también lo era , de otro modo pero feliz y ya sé que no lo he dicho pero, inmensamente rica…Cosas que pasan. No voy a decir que no…¿O sí?

BLANCA CERRUTI

«FARO PEDRA MORTE»

El Faro Pedra Morte se alza, como un menhir prehistórico, sobre el escarpado acantilado Rocas Negras. La gente del lugar dice que, sus destellos, no solo guían a los barcos evitando que choquen contra los arrecifes; también acompañan a los muertos en naufragios; aseguran haber visto sus difusas siluetas sobre las estelas que dejan los navíos sobre las aguas.

Elías vio el faro Pedra Morte por primera vez cuando era un chiquillo y quedó impresionado. Nunca se le olvidó su imagen. A los quince años consiguió que lo llevaran a visitarlo por dentro. El farero le fue explicando cómo funcionaba todo. Cuando llegaron a la linterna y vio el mar desde la barandilla lo tuvo claro: él también sería farero.

Estudió todo lo que tuvo que estudiar y entró de ayudante del farero de Pedra Morte. Cuando este falleció, se hizo cargo del faro.

Han pasado tantos años que, ha perdido la cuenta. El mar ya no tiene secretos para él. Conoce el susurro de sus olas al morir mansamente contra Rocas Negras. Su enfado, durante las tormentas, levantando olas embravecidas que chocan furiosas contra los arrecifes. Su silencio, cuando está en calma y refleja el cielo limpio de nubes que vuelven sus aguas de un azul intenso.

Pero Elías, en su soledad, no habla con el mar, habla con la luna, su única amiga. Apenas en un susurro, le cuenta lo que lleva en su corazón. Luego, cuando se retira descansar, como si la luna hubiera escuchado sus confidencias, le dice: «lunita, lunera, no se lo cuentes a nadie».

Elías no imagina que su sueño secreto: inculcar su amor por el faro en alguien, con la misma naturalidad que el barco deja su estela en las aguas del mar, se va a cumplir.

Esta noche, como tantas otras, sube a comprobar que la linterna del faro funciona bien. Antes de bajar echa un vistazo al Salto de la Muerte, ¡se han arrojado al mar tantos desde ahí…! Y la sangre se le hiela en las venas al ver a una persona sobre la roca.

Coge una linterna y rápidamente se dirige hacia allí. Se acerca silencioso y ve que es un joven. Sin levantar la voz le dice:

—Siempre hay algo por lo que vale la pena seguir adelante.

El muchacho permanece de pie al borde de la roca, pero le contesta.

—No, a veces ya no queda nada, por delante solo hay un vacío que te llama.

—Si escuchas a ese vacío y saltas, lo llenarás con tu cuerpo destrozado sobre las rocas, y serás pasto de los buitres que sobrevuelan el acantilado. ¿De verdad quieres que tu corazón sea pasto de un ave carroñera?

El muchacho, sobrecogido por las palabras que ha escuchado, retrocede unos pasos y Elías aprovecha para decirle:

—Mira, chico, la roca no se va a mover, podrás volver mañana; ahora vente al faro a tomar un café y hablamos, o no hablamos, pero te calmas.

Elías se da la vuelta y emprende el regreso sin mirar atrás, pero seguro de que el muchacho va a seguirle. Y así es.

Cuando llegan al faro, prepara el café y lo sirve. El chico bebe despacio, no habla; Elías respeta su silencio sin dejar de mirarle. «Pero si apenas tiene veinte años, ¿qué le dolerá tanto?», se pregunta.

Al terminar el café, lo acompaña al cuarto que él ocupaba cuando fue ayudante del farero.

—Chico, puedes dormir aquí, y quedarte todo el tiempo que necesites hasta aclarar tus ideas y tus sentimientos.

—Gracias, señor, —dice el muchacho dejándose caer sobre la cama.

El chico se quedó al día siguiente y, al otro día, también se quedó. Sin pensarlo, sin decidirlo, día tras día, se fue quedando. Y aquello que lo arrastró hasta el Salto de la muerte, se fue acallando y dejó de doler.

El muchacho apenas habla, solo pregunta cómo hacerlo y ayuda. Elías le va enseñando encantado. Y así, con pocas palabras, se van entendiendo y encariñándose.

Elías nunca le ha preguntado su nombre, por si estuviera ligado a lo que fuera que lo llevo al Salto de la Muerte; así que lo llama Chico.

En las noches que luce la luna, Elías sube a lo alto del faro; cerca de la barandilla tiene su hamaca, se acomoda en ella y habla con su lunita, lunera y le cuenta lo feliz que es compartiendo su vida con Chico.

El muchacho prefiere salir y sentarse en las rocas mirando el mar. Le gusta escuchar el romper de las olas contra el acantilado. Unas noches es como un susurro, pero si el mar está enfadado, le suenan a gritos de rabia. Al principio él también gritaba, hasta que su dolor se acalló. Ya no grita, solo escucha feliz.

Elías y Chico, sin ponerse de acuerdo, siempre coinciden en la cocina a la hora de acostarse. Como si fuera un ritual, beben un vaso de agua y se dan las buenas noches, sin palabras, pero con un abrazo que lo dice todo.

EVA AVIA

Estelas de sangre

1632. La huida.

Unas noches después de que Padre me arrebatara a mi hijo, nos encontramos en Fort Casimir, aquí, creo, que aún me queda algún aliado en el que puedo confiar para que nos de refugio hasta que podamos huir fuera de estas fronteras.

Pasar estos días con ellos, a pesar de que al principio me temían, han despertado los recuerdos dormidos antes de ser de sangre fría. Oírlos reír es ver en ellos las risas de mi pequeño cuando despertaba a mi llegaba. Sus grandes bocados dan ganas de darles otro pedazo de pan, tan solo por el hecho de visualizar su inocencia. Pellizcarles sus rosadas mejillas y que ellos te respondan con un abrazo, derriten cualquier iceberg. Estos pequeños han sacado la alegría y la fortaleza de su padre, en cambio, Teresa, presiento que la vamos a perder, su corazón no late al ritmo que debería hacerlo.

El fallecimiento de Padre se ha extendido por todas las Factorías igual de rápido que lo hace la pólvora y eso está provocando grandes inconvenientes a la hora de pasar desapercibidos.

El trono se ha quedado vacío y quieren la cabeza del responsable. Padre tiene aliados y enemigos en cada puerto, personas y seres que ahora quieren ocupar su lugar, pero primero tienen que hacer justicia.

—Pequeños, ha llegado la hora. Nos espera la embarcación —Cogiendo los sacos con las pocas pertenencias que cogimos antes de prendiera fuego a lo que fue nuestro hogar—. Teresa, tienes que sacar fuerzas, ellos te necesitan —Levantándola.

Teresa lleva encamada desde que llegamos aquí. He estado tentada a darle mi sangre, pero Padre nunca me contó de los efectos secundarios de que un humano tuviera nuestra sangre sin que llegara a hacer la transición y tengo miedo de que algo no salga bien.

El puerto.

La llegada hasta aquí ha sido un baño de sangre, la muerte me persigue allá donde voy. Pensé que en la noche no llamaríamos tanto la atención, creo que a pesar de los años y lo vivido, continúo siendo algo ingenua. Creer, en que aún puedo confiar en el alguien, ¿cómo hacerlo?, si no confío ni es mi misma.

—Teresa, descansa un poquito aquí —Indicándole una de las rocas de la orilla—. Vosotros dos, venir conmigo —Alejándonos un poco—. La embarcación debe estar a punto de llegar.

—¿Qué le pasa a mamá? —Aferrándose, el pequeño, a mi pierna.

—No llores, campeón, mamá está un poquito cansada —Frotando su cabeza —. Ya verás que cuando estemos lejos de aquí, se pondrá bien.

—Vale —afirman ambos, aferrándose a mí.

El calor que he sentido ha conseguido que broten esas lágrimas que no lograron surgir ese día.

“Y ahora escucharme bien, pase lo pase, debéis subir a esa embarcación —Señalándola, porque ya ha atracado—. Sois unos hombrecitos, así que mostradme lo fuerte que sois —Ambos sonríen y sacan pecho, son adorables—Es hora de subir, ir a por mamá y no miréis atrás.”

Los minutos siguientes creo que no hace falta que te los relates, sé que los vas a visualizar, decirte que nos esperaban en la zona, que Teresa no llegó a huir con sus pequeños, porque murió, que yo me quedé atrás, luchando para que ellos estuvieran a salvo y que al ponerse en marcha la embarcación, mis nietos, desaparecieron de mi vista y tras ellos una estela de sangre.

Unas horas después, me tienen cautiva.

—¿Dónde estoy? —Despertándome, forcejeo para soltarme de estas cadenas.

—No gastes energía, es inútil.

—¿Quién eres? ¿Dónde estamos? —No consigo ver con claridad, han debido echarme algo en los ojos.

—Que importa donde estemos, de aquí no vamos a salir.

No he querido responder a eso, porque su respiración acompasada me indica, al igual que sus latidos, que le queda poco tiempo. En cambio, a mí, me queda la eternidad, una eternidad en la que no voy a saber que ha sido de mis nietos.

“Debes de ser la mujer de la que tanto he oído hablar estos días.”

—Posiblemente —Tirando de una de las cadenas.

—¿Qué se siente siendo así?

—¿Y tú porque estás aquí? —Casi lo tengo—. ¡Joder! —Arrancando una de las cadenas.

—Ya veo lo que se siente.

—¡Coged a ese, que le ha llegado la hora! —Dice alguien que se aproxima a mí—. A por ti vendré luego, guapa —Tocándome la cara.

—Creo que no voy a estar disponible —Mordiendo su yugular, lo lanzo contra la pared.

Arranco la otra cadena que me mantenía presa. Y de nuevo la lucha interminable, donde los humanos sucumben ante mi poder, ante la rabia. Todos los que se encuentran en la instalación han acudido a los gritos, tontos ilusos.

—Llévame contigo —Me ruega el extraño, intentando levantarse.

—Para qué, solo me molestarías. Además, no sé si puedo confiar en ti.

—No lo hagas, solo utilízame —Ofreciéndome su muñeca—. Necesitas alimentarte.

—Tú la necesitas más que yo —Saliendo.

—No me dejes así—Siguiéndome con dificultad.

—¿Qué quieres de mí? ¿Crees que esto es vida? —riéndome.

—Al menos tendré una vida, sé que no me queda mucho tiempo.

—Como quieras. La eternidad es demasiado larga para estar sola.

Actualidad. Despacho. Revisando los archivos recibidos.

Ver todos estos archivos recibidos hacen que retome algo que no tenía que haber sucedido. Esa noche, tuve a mi primer hijo después de la muerte. Esa noche, quise confiar por primera vez en un hombre que tiempo después se convertiría en el Destripador, un ser que fue utilizado por los humanos como arma y el que pensé había fallecido en la Segunda Guerra Mundial por una de las bombas.

Todos esos años que trascurrieron hasta que pensé había fallecido, intenté que dejara atrás el motivo por el cual había estado preso, era un asesino de mujeres, algo que supe demasiado tarde.

Igual te preguntas que sucedió con mis nietos, lo único que conseguí averiguar es que llegaron a salvo a México.

Y ahora, tiempo después, me veo atrapada entre hacer lo correcto junto a un ser humano al que su sangre me resulta familiar y terminar con la vida de mi hijo o atraparlo y llevármelo lejos para darle una segunda oportunidad.

Besos, La Incondicional.

NILA J BOHORQUEZ

Aquel barquito de papel…

Jaimito nació y creció en una comunidad costera…muy inteligente y talentoso…su mente siempre estaba revoloteando como la mariposa, inventando cualquier figurilla que se le ocurriera en el momento de inspiración cuando tenía en sus habilidosas manos, un pedazo de papel o cartulina.

El pueblo pesquero amaneció eufórico y alegre, pues era el tercer domingo de junio, fecha en la cual se celebra el «Día de Corpus Christi» y los devotos católicos se preparaban para participar en la respectiva procesión del «Santísimo», guiada por el Cura de la Parroquia Santa Clara, pero Jaimito no quiso integrarse al grupo de fieles y prefirió quedarse en casa para confeccionar un barquito de papel, doblando y plegando dicho material dándole forma y «vida»…y una vez hecha su fantástica miniatura, salió corriendo de su ranchito hasta llegar a la orilla de la playa y lo lanzó al mar. Para él, su pequeño bote representaba la libertad de flotar en aguas tranquilas o navegar entre tempestades, sorteando los desafíos del diario acontecer…¡y le dio riendas sueltas a su ingenio, haciendo zarpar a su imaginario «coloso marino»… y sumido en sus pensamientos, miraba cómo se movía suavemente, pero en el viaje comenzó a ganar velocidad y confianza, marcando en el agua impecables trazos blanquecinos, formando una larga estela durante el recorrido. Cada vez su obra hecha de hojas de papel se alejaba entre las olas rumbo mar adentro, sintiendo tristeza porque sabía que su «creación» era efímera y pronto se desharía…y solo papelillos dispersos se distinguirían flotando en la lejanía del piélago.

El chiquillo travieso permaneció sentado en la arena de la playa por un largo rato, observando cómo se alejaba su «velero» perdiéndolo de vista por la distancia que lo separaba, brotando de sus vivarachos ojitos, lagrimitas bañando su inocente rostro al ver que la estela marina se desvanecía lentamente, pero no el recuerdo de su «nao de fantasía» que lo había transportado a lugares increíbles mientras lo fabricaba con sus laboriosas manos.

Ya su balandra no estaba en sus manos ni en el mar…había desaparecido en la travesía, sin vestigios de aquel gigante (para él, su «Titanic») que había elaborado con tanta destreza y amor.

Pero aquí no termina la historia de aquel niño de la costa, pues con el paso de los años, se convirtió en un famoso constructor de barcos formando su propio astillero, llegando hasta el más alto peldaño de la fama naviera, leyéndose en el aviso publicitario de su muelle:

«Don Jaime… Creador de sueños».

Nhylath

CARMEN ÚBEDA FERRER

El mar azota mi agonía

——————————-

Aquí varada en la arena,

amor mío,

tu barca es un despojo

que la mar arrojó

sin piedad hasta su orilla.

Cada tabla,

cada astilla,

me abraza el alma con

nostalgia

y me parte el corazón

a sangre fría.

En esta barca

bajo el claro cielo,

nos llenábamos de amor

de caricias

y de besos.

A la luz de la luna,

aquellos sueños de bogar

por las olas infinitas,

mecidos en suave balanceo.

Ya nunca te veré.

Esto es un hecho consumado.

La mar que sentía

celos de mis besos,

de nuestro amor apasionado,

te ha arrebatado para siempre

de mis brazos.

Tú siempre fuiste de la mar

y, fuiste mío.

Ella ha ganado la batalla

con su furia y con su brío,

dejando bien patente

estelas de amarga sal

cerradas de gris sombrío.

——-

La mar me deja

sin el alma mía.

El corazón destrozado

azotando mi agonía.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

I

En su apresurado camino para unirse a las amazonas, en lo que se preveía como una cruel batalla, el viajero detuvo su marcha al ver cómo aquel misterioso anciano jugaba con una hoja morada y mágica.

Se postró ante él, y una vez captó su atención —pues lo miraba como quien cae en un hechizo—, el hombre se levantó lentamente y emprendió la marcha. Tan solo lo miró, sin mediar palabra. Y el viajero, sin saber por qué, comprendió que algo en su ser lo llamaba a seguirlo.

Caminaron juntos a lomos del alba, hasta detenerse ante un bello paisaje. Tras unos árboles gigantescos que parecían formar un muro, se escondía una imponente cascada. Allí, la tierra volvía a ofrecer una entrada al misterio: la cascada desembocaba en la boca de una cueva.

El anciano, con cautela, accedió al interior de la oquedad. El lugar que se abrió ante los ojos del viajero lo dejó atónito: era hermoso.

Aquel rincón parecía otra parte viva del bosque. La cascada no solo ocultaba una entrada secreta; parecía resguardar el alma misma del lugar. El anciano había conducido al viajero al corazón del bosque, donde sus secretos más sagrados descansaban en silencio.

El hombre tomó un cesto de mimbre que reposaba cerca y comenzó a recoger piedras, una a una, hasta reunir diez. Luego, se acercó a una pared de roca y extrajo de ella una piedra brillante. Con esa última, parecía haber completado lo necesario.

Entonces se dirigió al viajero:

—Me alegra que hayas decidido seguirme —dijo con voz pausada. El hechizo aún no se había desvanecido: el viajero no podía apartar la mirada de lo que hacía el anciano—. Ahora, descubrirás un secreto milenario que vive en el alma del bosque.

Las palabras resonaron en la mente del viajero. No pudo responder, pero por dentro sintió que algo se encendía. Por primera vez en mucho tiempo, su cuerpo se llenó de esperanza.

El anciano se introdujo hasta las rodillas en el pequeño embalse, donde una porción del vasto mar parecía descansar. Por un instante, el agua pareció abrazarlo. No como a un intruso, sino como a quien siempre fue parte de ella.

Entonces alzó el cesto, y con un movimiento firme, lanzó las once piedras al aire.

Estas, como era de esperar, se hundieron en el agua. Y con ellas, también pareció hundirse la esperanza del viajero de encontrar algo que ayudara en la inminente contienda.

Pero entonces ocurrió lo inexplicable.

Las piedras comenzaron a vibrar, y antes de que el viajero pudiera reaccionar, saltaron sobre la superficie del agua a tal velocidad que dejaban unas estelas brillantes en el mar. Al principio, se movían caóticamente, como obedeciendo al libre albedrío… pero no era así. Se estaban preparando para revelar algo. Para mostrar, con sus trazos en el agua, la leyenda del origen del bosque sagrado.

II

“Al comienzo, solo existía lo creado por tierra, mar y fuego. El tiempo le otorgó la dicha de albergar vida, acogiendo en su interior a la vegetación y a los animales. Durante siglos, todo existía en equilibrio y armonía.

Pero un día, todo cambió. Diez tribus descubrieron el bosque y lo habitaron. Cada una poseía una cualidad única, y con ella, un nombre:

  • Los Rudos, cuya ley era la lucha.
  • Los Sabios, que interpretaban con maestría los mapas del cielo, descifrando mensajes ocultos en las estrellas.
  • Los Terrestres, engendrados, al parecer, por la savia de árboles milenarios.
  • Los Marentum, guardianes de los secretos del mar.
  • Los Mineralum, sabios de las entrañas de la tierra.
  • Los Domesticae, dominadores de bestias salvajes desde generaciones.
  • Los Aeroe, señores de las alturas.
  • Los Costarium, forjados en la vida marinera.
  • Los Llamaris, pasionales como el fuego que los nombraba.
  • Los Dobles, de talla fuera de lo humano.

La paz reinó durante un tiempo… hasta que un amor prohibido rompió el equilibrio.

La primogénita de los Rudos y el heredero de los Sabios se amaron en secreto. Lo que parecía un acto de amor, encendió disputas entre las tribus, que ocultaban un deseo más profundo: dominar el bosque.

Las alianzas se forjaron. Se eligió el campo de batalla: la Roca del Origen. Cada tribu envió a su líder o a su mejor guerrero. Y entonces, comenzó la batalla.

Fue tan feroz que, se cuenta, la tierra misma se estremeció. Uno a uno, los guerreros fueron cayendo, hasta que solo quedaron dos: un Rudo y un Sabio.

En ese momento, apareció una mujer embarazada junto a su esposo. Gritaban, suplicaban detener aquella locura. Pero sus voces no bastaron.

Ella fue herida de muerte. Y con su caída, también cayeron los dos últimos guerreros.

Entonces, el bosque intervino.

Los cuerpos de los diez guerreros se deshicieron en motas de energía que flotaron en el aire. Se entrelazaron, unieron, y formaron el Árbol de Once Pies, que aún guarda la ayahuasca.

El hombre que acompañaba a la mujer rescató a su hija recién nacida. La crió, y le enseñó a proteger el bosque.

Y el bosque, en agradecimiento, le otorgó un poder mágico.

Así pasaron generaciones en paz. Pero cada tribu conservó, en su sangre, las huellas de su linaje.”

III

Cuando la última estela se desvaneció, el anciano habló:

—Esta es la leyenda, viajero.

Las piedras se hundieron lentamente en el fondo del mar, dejando el agua en calma.

—Ahora dime… si deseas formar parte de ella,
¿a qué estarías dispuesto a renunciar para ser parte del bosque?

Tras esa pregunta, el anciano —que aún permanecía dentro del agua— se desvaneció.
Y el mar, en silencio, lo acogió en su fondo.

©Fernando D. López Aguilera

ANDY PARIONA ROJAS

Mi creación, mi destrucción.

Alrededor de cinco minutos un hombre observaba los rastros del bote en el cual huía. Tenía presente que la vida detrás de esa estela ya no existía. A la distancia podía ver enormes columnas de humo que se perdían en un color extraño del cielo. Pensó en llegar a alguna isla donde la humanidad no existiera, para así mantenerse a salvo, sin embargo, sería alcanzado por su tecnología.

Cientos de misiles recorrerían el cielo dejando grietas imborrables y sonidos que retumbaba en su cabeza. Moriré es lo primero que pensó, mientras los misiles golpeaban con lo que ya solo era tierra caliente y fragmentos amenos pasaron por su mente como si lo aliviarán de lo que estaba por suceder. Vio a sus hijos, esposa y madre sonreír, y se sintió inútil, tal como la guerra que tenía al frente suyo.

MAITE BILBAO

ESTELAS

Mi vida comienza con un remolino de espuma, un estallido blanco que se abre paso en el azul profundo, impregnado del aroma a salitre. Siento el abrazo gélido y constante del agua que me envuelve, definiéndome. Percibo el impulso del barco, una fuerza bruta que me arrastra, ajena a mi inevitable fin. No hay elección; solo la imperativa necesidad de seguir. Ser la memoria líquida del viaje. La cicatriz blanca y efímera sobre la piel del océano.

Los rayos del sol pintan destellos iridiscentes, haciéndome una alfombra plateada. Siento la caricia de su calor, una sensación extraña y fugaz de confort en mi ser acuoso. Escucho el murmullo constante de las olas, a veces arrullo, otras, rugido amenazante. Es la voz del océano, mi cuna y mi tumba. El viento, aliento invisible, me acaricia y desordena, estirándome y disolviendo mis bordes con cada ráfaga, como las críticas que desdibujan la esencia de las personas.

A veces, me siento sólida y compacta, una línea nítida que desafía la inmensidad, orgullosa de mi existencia. Pero luego, una punzada del miedo me atraviesa: el conocimiento de mi inevitable disolución. Entonces me fragmento en miles de gotas, cada una un espejo roto del cielo, dispersa y vulnerable, reflejo del alma humana ante la adversidad. Mi sabor es el de la sal, intensa y persistente, una amargura dulce que me recuerda mi origen y mi destino: el gusto de una vida que se vive deprisa, de una belleza que se esfuma. Me reflejo entre el color infinito del cielo y el fondo del océano, una paleta caprichosa de misterio y libertad. Un trazo minúsculo, pero vital en el vasto lienzo del océano, me asemejo a cualquier ser mortal.

En ocasiones, algo modifica mi existencia. No es la proa imponente del barco, ni el golpe del remo. Es algo más orgánico. Una mujer, una figura solitaria, se desliza en el agua. Su cuerpo se mueve rítmicamente, creando una estela, un rastro sutil, pero igualmente presente. Mientras me desvanezco, ella se acerca a mi rastro, como si mi estela la guiara. Entonces ocurre: sus brazos, al extenderse en cada brazada, se funden con la espuma. Siento el roce cálido de su piel en contraste con la frescura del mar. Una sensación indescriptible que fusiona lo efímero y la solidez de la existencia. Cada movimiento es un torbellino en mi estructura y, por unos instantes, las estelas se entrelazan en un abrazo, un encuentro de dos fugacidades: la mía, nacida del paso de algo grande, y la suya, creada por su propia voluntad y esfuerzo. Siento una conexión, la alegría de no estar sola al desvanecerme. Por un breve momento, no fui solo una cicatriz del pasado, sino el hilo conductor para el camino de otra persona.

Mi mayor conflicto, la lucha contra lo inevitable, desaparece y se suaviza en ese instante. El mar me susurra su verdad: «Nada es eterno», pero en la brevedad puede haber uniones que marcan la vida. Ahora siento cómo me fundo con el azul y el rastro de la mujer. No hay lamentos, solo la aceptación del fin de un ciclo y la memoria de un abrazo inesperado.

Resurgiremos. Somos estelas en la mar.

GAIA ORBE

Las olas se aquietan por sí solas.

Es un placer especial el que te proporciona navegar. Aunque el río de La Plata es conocido por sus fuertes corrientes, bancos de arena y cambios impredecibles de mareas, no lo sentís como un peligro que aceche. Es una noche espléndida y estás en la parte de atrás de la cubierta, mirando la estela que deja el barco. Poco te importa que las luces no logren iluminar más allá de su halo. El olor del fuel oil que persiste aún, cuando llegás a puerto, convierten la escena en algo que conoces de memoria.

¿Cien cruces entre Uruguay y la Argentina?, intentás contarlos. Unos veinte habrán sido con tu papá. Siempre recordás en forma vívida las lágrimas que lo embargaban al ver la bandera uruguaya. Él no comprendía el porqué de esa emoción. No era su nacionalidad, pero, le gustaba decir, a la tierra de Artigas la siento propia.

De joven, viajaste muchas veces con amigos, parejas, a congresos, por placer. ¿Otros veinte, treinta?, pensás. Quizás fueron muchos más.

Es que el destino te llevó a trabajar con uruguayos siendo adulta, y aunque tu padre ya no esté, sos vos la que ahora se estremece con el pabellón de líneas azules y blancas. Ese, que delante de vos, flamea enérgico sin tocar el rastro de espuma que se desvanece.

La embarcación frena en seco después de girar a la derecha lo que te obliga a agarrarte de la barandilla. Un girón de la bandera se rompe y cae al agua. Lo perdés de vista en un segundo. Los pasajeros se agitan en la cabina.

¿Qué pasa? No sé. ¿Qué sucede? Un accidente ¿Por qué nos detenemos? Los camalotes se enredaron en las aspas. ¿Chocamos?

Esas voces, antes lejanas, salen a invadir tu intimidad. Algunos gastan bromas, incluso pesadas. Nos van a comer los tiburones. Son réplicas que forman un zumbido a tu alrededor. Pero, qué hubiese hecho tu padre. Una pausa en el griterío. Él hubiera reído, como mirando una película de terror, haciendo muecas tenebrosas.

Los motores reinician la marcha después de que un pequeño velero pasa por la izquierda Las estelas comienzan adelante, a medida que la proa avanza. Y una sola oleada puede mecer, inundar o volcar otras embarcaciones.

Esté el río en calma o agitado, todas las olas son agua. Mirás hacia abajo donde las sombras se hacen densas. La presencia del océano jamás se ve perturbada en las profundidades, sin importarle el tamaño ni la cantidad de olas en la superficie.

IVONNE CORONADO

Inmigrante

Con nostalgia grabó en sus pupilas la estela de espuma que el barco iba dejando atrás, de igual manera que ella dejaba todo lo que amaba: su familia, sus amigos, su país.

No había remedio. Para salir adelante, migrar a otras tierras era su única esperanza.

ANTONIO PRADES

PONIENTE

En la habitación número 823 del Hotel Mar Azul, el aire olía a cigarrillos y a sudor seco. El ventilador del techo giraba perezoso. El atardecer que se colaba entre las cortinas pintaba de dorado las paredes.

Él estaba ahí, de pie en el balcón. Desnudo de cintura para arriba, apoyado en la barandilla metálica que le abrasaba los antebrazos. En la mano, un cigarrillo como un reloj de humo que marca los minutos de la ansiedad enrollada en tabaco. Sobre la mesa, como un susurro, la trompeta de Mile Davis pasaba de Round Midnight a Blue in Green, como la tristeza pasa a la lágrima que ya no se esconde.

Frente a él, el mar. En el horizonte, las lanchas y las motos de agua surcaban el agua dejando estelas como heridas blancas efímeras. Él, en cambio, portaba marcas que no sabía cómo hacer desaparecer. Otro cigarro, encendido por una llama temblorosa. Dio una calada profunda y exhaló con fuerza. Se quedó mirando cómo la punta del cigarro se encendía con un rojo tenue. Como el cielo del ocaso. Como la sangre joven.

Se acordó de los veranos en los que corría por ahí abajo, en esa misma playa. Los días eran eternos y las noches, legendarias. Sin más preocupaciones que encontrar cerveza fría, risas que dolieran en el estómago, una pelea por nada y una mujer sin nombre. Todo era más fácil entonces. Más sucio, más impulsivo, pero fácil. No había futuro. Ni siquiera el día siguiente. Solo vivir a tumba abierta.

Ahora tenía arrugas que no sabía cuándo habían aparecido y un hijo del que no sabía nada desde su octavo cumpleaños, y que ahora ya tenía dieciséis. La última vez que escuchó un “te quiero” fue en un motel, de boca de una mujer que sonaba igual para demasiados otros.

Se apoyó más en el balcón. Miró de nuevo las estelas. Años atrás, creía que los errores eran parte del juego, que desaparecían como esas marcas en el mar, dejándolo todo liso de nuevo. Pero llegó el día en que el juego se acabó. Las excusas dejaron de ser graciosas. Había tomado decisiones, sí. Todas malas. Una tras otra, como si las eligiera a propósito solo para aislarse.

Otro cigarro. Otra canción. La voz de Etta James, rota por dentro, cantaba I’d Rather Go Blind, como quien confiesa un crimen e implora un perdón que sabe imposible. Se rió, sin ganas, un sonido áspero como si friera huevos fritos en su boca.

Miró las estelas de las lanchas. Miró el cielo teñido de rojo. “Mañana hará poniente”, pensó, “Mañana hará calor”.

Encendió otro cigarro. El último. Arrugó con rabia el paquete de Marlboro. Miró hacia abajo. Miró el paseo marítimo. Miró a los turistas, a las familias, a las parejas. Desde arriba, parecían pequeñas hormigas caminando en líneas ordenadas. Como las estelas del mar. Distintas pero paralelas.Gente que se cruzaba, que esquivaba, que desaparecía al poco tiempo.

Chupó con rabia el cigarro, como si buscara llenarse de humo. Sacó la colilla del labio. La sostuvo un momento entre los dedos y la dejó caer. La observó girando sobre sí misma, hasta rebotar en el toldo azul y blanco de la heladería. Rebotó sin hacer ruido. Sin alterar el flujo de gente. Solo un par de personas la esquivaron, apenas sin mirar. Y siguieron hasta desaparecer. Como siempre. Como todos. Como las estelas del mar. Como él.

Cerró los ojos un instante. La brisa salada del mar le traía el dulce eco de las carcajadas de la juventud, de las noches en la arena con un botellín en la mano, con la nariz sangrando y el corazón entero, corriendo hacia las olas, gritando, como si el mundo fuera suyo.

Abrió los ojos de nuevo. Miró las estelas, como cicatrices. Miró el cielo rojo, como la sangre joven. “Mañana hará poniente”, pensó, “Mañana hará mucho calor”.

Se inclinó hacia adelante. Sintió la presión en el estómago. El vértigo. Sin pensarlo más, sin ni siquiera impulsarse, se dejó caer. Como su última colilla, girando en el aire sobre sí misma. Golpeó el toldo, pero no rebotó. Estalló.

La gente se detuvo por un segundo. Algún grito, algún tropiezo, alguien apartando a un niño. Luego siguió. Un charco rojo se extendía sobre la acera. Como una estela más, una que el mar también borrará. Una que nadie recordará. Una estela roja. Como la sangre joven. Como un atardecer más de poniente.

FURUKAWA CREATIVES

Reflejo de obscuridad.

La advertencia ancestral, susurrada en noches de tormenta y mareas crecientes, se observó aquella noche desde la pequeña aldea costera de Lóbrego. El cielo y el mar se fundieron en un abrazo celestial, borrando las fronteras entre lo tangible y lo etéreo. La línea del horizonte se desdibujó, creando la duda en la mirada de un grupo de pescadores, que eran incapaces de discernir dónde terminaba uno y comenzaba el otro. El firmamento se rasgaba con las auroras boreales, por medio de sus pinceles cargados de verde, púrpura y oro; y abajo, el océano, como un espejo sombrío reflejaba a la perfección la danza celeste.

En el muelle, los espectadores observaban absortos el espectáculo astral. Sus rostros, iluminados por los colores de las auroras, reflejaban la confusión y el terror. Uno de ellos, con la mirada vacía, extendió su mano hacia el mar, como si quisiera tocar el cielo.

―No sé dónde estoy ―murmuró con la voz ahogada por el susurro del viento. ―¿Es real?

Era la hora. El portal se habría abierto y con él, el Adaro. Nadie sabía a ciencia cierta qué era, lo único cierto era su poder destructivo y su habilidad para corromper.

Fue entonces cuando apareció la primera estela en el mar. Una línea negruzca, serpentina, que se movía con una velocidad antinatural, dejando tras de sí una estela de podredumbre y desesperación. Luego otra, y otra. Las estelas se multiplicaron, acercándose cada vez más rápidas, cada vez más amenazantes, trazando un laberinto de pesadilla en la superficie del agua.

En la plaza del pueblo, el pánico se extendió como una marea negra. Los gritos de los niños se mezclaban con los lamentos de los ancianos, mientras las sombras se alargaban, distorsionadas por la luz irreal. El miedo, un caldo de cultivo perfecto para el Adaro, impregnaba el aire.

El hombre, curtido por el mar y la adversidad, observaba la escena. Reconocía la desesperación en los rostros de sus vecinos, la avaricia que había corrompido a algunos, la envidia que había podrido la amistad; y en ese instante, comprendió que el Adaro no era un invasor, sino un espejo. Un reflejo de la obscuridad que ellos mismos habían creado con sus propios miedos, sus odios y su egoísmo.

La realidad, como un velo desgarrado, reveló su doblez: mientras el Adaro se manifestaba en la costa, la obscuridad se extendía por Lóbrego, devorando la luz y la esperanza. El hombre, con el corazón encogido, se dio cuenta de que la lucha no era contra una entidad sobrenatural, sino contra la parte más obscura de sí mismo y de todos los que le rodeaban. La batalla por la salvación no se libraría en el mar, sino en el alma humana, y comenzaría por él.

AXY LINDA

Estelas en el mar.

Una mujer mayor, visiblemente deprimida, viaja con su nieto en un crucero tras la pérdida de su esposo. Durante el trayecto, le muestra la estela que el barco deja en el mar, porque antes le había preguntado qué era eso que tantas veces les había oído mencionar con mucha emoción.

Ella, con lágrimas en los ojos, le cuenta que el abuelo sigue allí, formando parte de esas estelas, acompañándola silenciosamente… y que algún día ella también se convertirá en una de ellas.

Al final del viaje, el niño le entrega un dibujo: un mar lleno de estelas entrecruzadas y dos figuras pequeñas, una que intenta representar a su abuela, y la otra, a él, caminando juntas sobre las olas.

La mujer sonríe con ternura. Entiende que su historia no terminó con la pérdida, sino que continúa en un océano infinito de estelas compartidas.

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10 comentarios en «Estelas en el mar- miniconcurso de relatos»

  1. Extraordinarios relatos he leído esta semana y todos merecen mi voto, pero solo me dan 4 opciones para votar…

    Belbel
    Raquel López
    Pedro A.Lopez
    Juan M. Caballero

    Responder

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