La espinita – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la espinita». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 4 de julio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

No puedo seguir adelante, hasta que no desaparezca esa espinita infinita que lleva clavada mi alma.

Tenía siete años cuando sucedió. ¡Dios mío, qué rabia siento todavía al recordarlo! Es parecido a entrar en un laberinto y no encontrar la salida, la angustia de sentirte perdido tiene una similitud con la angustia que siento.

Cada día vuelco toda mi energía en olvidar, ¡pero no puedo! Esa espina está también clavada en mi corazón, no logró que cicatrice, siento que me desangro por dentro al recordar ese momento.

A veces hasta me culpo porque pese a mi corta edad yo sabía que algo tenía que hacer, ¡y no lo hice!.

Me cuesta mucho conciliar el sueño, es como una pesadilla eterna. A veces grito en la madrugada y me levanto de súbito, ¡no puedo apartarlo de mi pensamiento!

Si hubiese actuado mi madre seguiría viva, con una simple llamada de teléfono hubiese bastado, ¡pero no la hice!

Hoy es el día indicado, voy a quitarme esta espinita para siempre, ¡lo tengo todo preparado!

Dejo esta misiva para despedirme, salgo en cuanto acabe de escribirla hacia los acantilados…

¡Lo siento mamá, nos vemos en un rato! ¡Te quiero!

CRUXMANUELA

La espinita que se clavó en mi corazón por tus sucia palabreria hacia mí, delante del grupo de amigos, al día de hoy me sigue doliendo.

Pasé de ser una chica respetada a «dar mala espina»

Tú eres el que extendió el rumor de que yo había perdido mi castidad.

Que fácil es colocar el aguijón en el otro. Bien sabes que tú punta viril nunca llegó a rozar, mi cuerpo sin mancha…

De ahí tus mentiras.

Pero oye bien lo que te digo «hombre bien vestido»Las agujas de tu acusación, un día se te clavarán, en tu lengua.

ANTONICUS EFE

Escribo en una servilleta

retazos de alguna obsesión.

Las modas me la sudan,

pero mi espejo me llama la atención.

Se que solo soy un ser vacío

que tiene que llenar su interior;

navego entre las aguas de un río

donde no existe ninguna ficción.

Escucho varias conversaciones

sin prestarles ninguna atención,

asiento con la cabeza

como si me importase el interlocutor.

Tengo que llenar mis horas

para distanciarme del dolor.

Avanzo contra el tiempo,

reniego de cualquier reloj.

Y ahora discrepo de todo,

he puesto en venta mi sumisión.

No quiero ser simpático,

pero escucho ofertas de cualquier postor.

Estoy tocado por los dioses,

bueno…, estoy tocado simplemente,

pero en mi defensa alegaré

que más tocada está la gente.

Tengo espinitas clavadas,

me duele el corazón.

Tengo espinitas clavadas,

son las agujas del reloj.

RAQUEL LÓPEZ

Creo que mi curiosidad era más fuerte que mi desconfianza, era como tener clavada una espinita, que tenía que curar para descubrir este pensamiento inquieto que me acechaba.

La noche siguiente me acerqué al hotel buscando a la señorita Claire.

Jamás había estado en ese hotel. No tenía aspecto lujoso y sus clientes no eran de lo más elegante. La dueña del hotel mostraba un carácter algo tosco cuando pregunté por la habitación de Claire y entre el humo del cigarro que portaba y el desorden de su mesa que revisé detalladamente, hizo una mueca de desaprobación indicándome donde estaba la habitación.

Al llegar, la habitación la puerta estaba abierta.

– ¡ Hola! ¿ Hay alguien por aquí?

– Pasa Bruce, ponte cómodo, estoy en el baño.

– ¿ Me esperabas?

– Mi intuición me dijo que vendrías.

Miré a mi alrededor, no vi nada extraño salvo unas cuerdas encima de la cama. Confieso que a pesar de mis años como detective y los casos que he visto, un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Claire se percató de lo que vi….

– No te preocupes, no haré nada que tú no quieras…

-¿ Quién le ha dicho que yo pueda sucumbir a sus encantos?

– ¿ Viniste aquí, no? Pero por favor me puedes tutear ahora que vamos a intimar..

Me quitó la americana empujándome hacia la cama hasta tumbarme y se sentó encima de mí.

– Y ahora…¿ Quieres que te cuente mi afición?

Y empezó a desnudarse. Después asió las cuerdas y me ató a la cama.

Yo no hice el más mínimo esfuerzo por soltarme, quería saber hasta dónde podía llegar. Acercó sus labios a los míos y…

-¡ Bueno, por hoy ya está bien! Ya conoces mi extraña afición.

Me desaté como pude pero confieso que me dejó con la miel en los labios.

Claire se encendió un cigarro y no dijo ni una palabra más.

En ese momento mi mente no podía pensar, me marché de allí sin articular palabra alguna, pero mi instinto me decía que ella no era la asesina.

No se durante cuánto tiempo estuve caminando bajo la lluvia. El caso era difícil, pero no imposible y mientras tanto fui atando cabos….

DAVID MERLAN

Ha vuelto a sonar la sirena antiaérea. A decir verdad, ya no le hago mucho caso y ya no me doy prisa en reaccionar. Estoy deseando que todo esto termine. Aún así, me he levantado del sillón, me he puesto el abrigo, que es lo único que merece la pena ser salvado aunque esté viejo y raído, y tras coger la maleta que perennemente se encuentra preparada en la puerta de casa con mis pertenencias más valiosas, cierro la puerta y le paso la llave. Quién sabe, a lo mejor, tras el próximo ataque, regresé a mi casa y tan solo me encuentre con escombros, pero aún así, lo hago. En el fondo se que es culpa mia.

Pero permítame que le explique cómo hemos llegado a esta situación. Todo empezó hace cien años, cuando mi abuelo dió con la clave de los viajes en el tiempo. Como buen nieto en edad de hacer travesuras, me salté a la torera sus estrictas órdenes de no utilizarla sin estar él presente, y por tanto, sin su supervisión. Si a esto le añadimos que tenía una espinita clavada con un tema, todo lo demás vino funestamente rodado.

En mi inocente mente de joven preadolescente todo parecía tener sentido. Mi idea era sencilla. Viajar atrás en el tiempo, y hacerme con uno de los pocos ejemplares que se habían editado de «Conclusiones técnicas de un científico en Santa Marta del Grillo Cojo». Se que así, a bote pronto nada parece tener sentido, pero créame, lo tiene y mucho.

Pues bien, como le decía, en el susodicho pueblo de nombre jocoso, vivía y trabajaba un extravagante cientifico llamado Federico Arboleda. Mi idea era apoderme de uno de esos ejemplares donde, según decían las crónicas postapocalipticas, en su página 88, se describía con claridad la forma de evitar el futuro presente que me rodeaba. El profesor Arboleda había escrito con detalle, la fórmula del compuesto que, años después, mejoraría mi abuelo, a la sazón, descendiente del profesor Arboleda, para convertirlo en el combustible de su maquina del tiempo. Ahora, con su pérdida, se había perdido cualquier posibilidad de intentar dar un salto temporal. Los cientificos más reputados lo habían intentado hasta la extenuación, pero sin obtener resultados satisfactorios.

Entienda que la idea parecía sencilla. Quitarme esa espinita que tenía clavada de ser en parte nuestra familia la culpable de la situación actual. Viajar atrás en el tiempo, ir a Santa Marta del Grillo Cojo, «tomar prestado» uno de sus ejemplares con la formula magistral, regresar y poder de este modo cambiar el futuro.

¿Conclusión?: ¡Vaya si lo cambié!

¿Motivo?: Pues que viaje, a Santa Marta con las dos últimas unidades de baterías que guardaba mi abuelo; que localicé el laboratorio de mi antepasado y que localicé lo que parece ser el último manuscrito que queda.

Pero ahora es cuando se complica todo. Una vez con el documento en mi poder, regrese si, a mí mundo, usando la segunda y última unidad de energía de mi abuelo, pero lo que me encontré a mi llegada fue apocalíptico. En nada se parecía al lugar que había abandonado horas atrás.

Mi desesperación fue en aumento al comprobar que había cambiado el futuro ya que no era suficiente con tener la fórmula. El recipiente contenedor donde se logra la mezcla había desaparecido y no era posible hacerse con uno nuevo. Un simple, barato e insulso tupper de plástico redondo con tapa.

Y ustedes se preguntarán:, ¿Y qué problema hay? Fabrico uno ahora y listo. Pues no, no es posible.

Porqué, se preguntaran ustedes. Pues es terroríficamente sencillo.Ya no existe el plástico. Las máquinas, conocedoras del poder que eso otorgarian al ser humano en el futuro y sintiéndose amenazadas con ser destruidas antes de tan siquiera comenzar a dominar el planeta, se encargaron de erradicar todo el plástico y sucedáneos de la faz de la tierra y con ello, la posibilidad de que en un futuro el círculo pudiera cerrarse. Eso es lo que yo intenté sin exito. Al robar en el pasado el manuscrito, creí tener la respuesta, pero lo único que conseguí fue certificar nuestra sentencia de muerte. El motivo fue que, aparte de la fórmula , en el manuscrito también iban los planos del molde del recipiente.

Tras la desaparición del manuscrito de Santa Marta que yo robé, mi antepasado el doctor Federico Arboleda, no pudo desarrollar las primeras pruebas y con ello nunca pudo comprobar y cerciorarse si su diseño era válido. Incluso, como yo, lo intentó con otros materiales, pero la fórmula es caprichosa y solo quiere el maldito plástico.

Y ahora aquí estoy con mi maleta con un par de mudas que me quedan en su interior, dos libros de filosofía para no olvidar mi humanidad, y el manuscrito de mi antepasado.

Si la gente supiera quién soy en realidad, seguramente tendría detractores y seguidores, pero prefiero no averiguarlo tentando a la suerte.

Prefiero, sinceramente, bajar al refugio como uno más, y esperar mi destino. En el fondo es lo que me merezco por intentar sacarme la espinita que tenía clavada.

BENEDICTO PALACIOS

A Lucrecia le encantaba el te, era adicta no solo a esta bebida de origen oriental sino a la ceremonia con que ella misma lo tomaba. Porque ninguna que ella conociera exigía el ritual con que preparaba una taza de te.

—Pero si yo lo bebo sumergiendo en la tetera una bolsita.

—Empecemos por el principio, por las hojas. No todas son iguales. Hay que seleccionarlas bien. Puedes ponerlas verdes, dejarlas secar o hacer con ellas una pasta. El agua no tiene que hervir sino romper a hervir. Y ya en la tetera hay que elegir bien las tazas, los platillos y las cucharillas. Los orientales han sido nuestros maestros. La cerámica china en que se servía había de tener color azul.

—Lo estoy apuntando.

—Es un horror mojar una pasta cualquiera, ni siquiera las pastas que se dicen de te. Los taoístas lo tomaban para aguantar sin dormir horas y horas de meditación. Conviene hacer la prueba porque un te a sorbos aquieta el espíritu, da sosiego y «el alma se serena.»

—Me interesa. Tengo un problema para el que no encuentro solución. A ver si el sosiego que produce esta bebida me ayuda a recuperar el amor que se rompió.

—No será fácil. El amor que se rompe es como una espina clavada con la que se ha de convivir. Aceptarlo no quita el dolor, pero conoces la raíz. Lo que duele de verdad es vivir con espinas y no saber dónde localizarlas.

—Me haría taoísta si lograra arrancar la mía.

—Creo que es imposible, porque si no hay razón que explique que una persona te guste muchísimo, tampoco la hay que explique por qué la has dejado de gustar.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

AVELINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

Me quedó solo un sueño por cumplir. Y no por falta de ganas, sino de perspectiva. Lo reconozco, no lo vi venir. Ahora, desde este limbo en el que me encuentro, me sigo preguntando qué hubiera ocurrido si llego a hablar por tercera vez. Siempre llevaré clavada esa espinita, la de la duda.

Pero me presento: soy Avelino. Avelino Manrique, jubilado de larga duración. A mis noventa y muchos años me encontraba ese día a punto de dar el salto al otro lado cuando sucedió todo. No, no pensaba morirme, no me sean macabros. Me refiero al salto de la cocina al salón. Ofelia, la señora que me cuidaba, acababa de fregar y como manda la tradición, una vez concluida su labor con el mocho, me prohibió terminantemente pisar en varios metros a la redonda. Así que, con la escasa agilidad y pericia que me permitían mis años, intenté dar el salto de la cocina al sofá, sobrevolando lo fregado.

Fue en aquel momento, mal calculada la trayectoria, cuando me topé con ella, la lámpara. Una lámpara maravillosa. Concretamente la del salón, un modelo de forja de estilo indefinido con la bombilla de un amarillo mugroso y más años que una condena. Pero en aquel momento, por lo que quiera que fuese, a mí me pareció maravillosa. Y algo de eso debía tener porque, tras el topetazo, sin venir a cuento, el salón comenzó a inundarse de humo, como el que ponían en los conciertos de los ochenta, una niebla espesa y blanquecina de la que emergió, tosiendo, un señor luciendo la calva más brillante y reluciente que he visto jamás. Lo mejor de todo es que aseguraba ser un genio. Imagínense a la de la fregona, contemplando el espectáculo desde la cocina. No hay palabras que describan aquello.

— Avelino, ya que has tenido la osadía de despertarme de mi sueño—sentenció el calvo—, estoy obligado a hacerte realidad tres de ellos. Así que, sin más preámbulos, vamos comenzando, chato, que no tengo todo el día.

En ese momento me rasqué el cogote. Uno no está preparado para según qué cosas:

— Mi primer sueño sería volver a ver a Gertrudis, mi santa, fallecida hace ahora catorce años. Que el señor la tenga en su gloria.

— ¡Concedido!

Aquel Einstein alopécico, hermano bastardo de Don Limpio, hizo una especie de reverencia con los dedos. Unas chispas brillaron en el aire y de repente, apareció Gertrudis. Pero no como yo la esperaba, no. Lejos de hablar y moverse, lo que tenía frente a mí era un cadáver, seco como la mojama, con lápida incluida, para dar fe de que se trataba de ella, mi Gertrudis.

— ¡Será hijo de…!

— ¡Vamos, Avelino, dispara, que se me acumula el trabajo! escucho tu segundo sueño —apremió el de la lámpara con cara de tener bastante prisa.

— Ser inmensamente rico —balbuceé sin pensarlo dos veces, aturdido todavía por el desconcierto de verme frente a lo que quedaba de mi Gertrudis, que casi se caía a pedazos.

— ¡Voilá!

Siendo fieles a la verdad, he de admitir que aquel genio, el muy hijo de las mil y una noches, me había hecho rico, inmensamente rico. Pero ahí se acabaron bruscamente todos mis sueños. Y de ahí también lo de la espinita de la que les hablaba. Me quedé con mi último sueño por cumplir. No pude seguir con las peticiones porque en aquel momento un señor gordo, sudoroso y con bigote se abalanzó sobre mí con un cuchillo y un tenedor. Es lo último que recuerdo. El genio, muy ocurrente él, me había convertido en un solomillo de buey de casi un kilo, hecho en su punto, con salsa roquefort y rodeado de patatas panaderas. Rico no, riquísimo.

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

EL MEIGALLO DE LA VACA (Para el tema de la semana).

Esta historia fue muy y muy real y la protagonizó un hermano de mi abuelo, especialista en tomaduras de pelo y bromas.

Aunque gallego, él no vivía en Galicia, pero sí pasaba allí los veranos.

Y en una ocasión, un vecino al cual conocía de toda la vida, muy crédulo en todo tipo de meigas, meigallos, trasnos y el gran etcétera de los personajes míticos tan dados en la cultura celta, que días ha le había comentad su gran preocupación: a la vaca alguien le había “echado” un meigallo(hechizo) y no daba leche.

Por tanto, había que someterla al ritual para deshacer el tal hechizo denominado “arredor da Igresia” (alrededor de la iglesia). Pero claro, como hay que subir de noche al monte le daba miedo ir solo y le pidió que le acompañase.

Por supuesto mi tío abuelo le dujo muy serio que sí, quedando un jueves, ya que se había de hacer en una noche sin luna.

El rito consistía en coger la vaca un día sin luna como ya he dicho, meter en una bolsa un molete (pan de trigo gallego redondo) y encaminarse hacia la iglesia ubicada en la cima de un monte,

Una vez allí, rodear tres veces la iglesia. Ir luego al cruceiro (cruz de granito alta sita en medio del cruce de caminos) y allí comer el molete entero ¡sin dejar una miga! Mientras, a la vaca se la deja pastando.

Y una cosa imprescindible: No decir ni una palabra. Pase lo que pase, siempre en silencio.

Ah, durante todo ese rato, la mujer del interesado, había de quedar barriendo toda la casa pero al revés de como lo hace normalmente.

La iglesia estaba situada en lo alto de un monte y, aunque había varios accesos el más cercano era a través de A Corredoira do Trasno. (Caminito del trasno: diablillo que gasta bromas pesadas)

Así que, a oscuras, solamente con la luz de una pequeña linterna comenzaron el ascenso. Y tras varios traspiés, algún que otro resbalón y grandes esfuerzos y órdenes a la vaca que se negaba a subir la cuesta, alcanzaron la meta: O Adro.

O Adro (El Atriio) es una amplia explanada rodeada de castaños que en verano dan una deliciosa sombra, en medio del cual se halla la iglesia parroquial y, pegada a su pared izquierda, se encuentra el cementerio.

Instalados delante de la puerta principal y, por señas, que recordemos, el ritual era en total silencio) acordaron comenzar el recorrido, uno tras otro: primero el interfecto, estirando la vaca, seguido muy perezosamente por la vaca y cerrando la fila, mi tío abuelo tal como habían acordado antes de salir.

Tres doblar la esquina izquierda, recorrieron la pared derecha, interrumpiendo la marcha por una meada de la vaca, giraron la esquina reiniciando la marcha junto a la pared trasera para a continuación tocar ya la pared del Campo Santo, donde la vaca hizo otra parada para de vaciar sus intestinos.

Siguieron adelante y, al llegar a la mitad del cementerio, mi tío sacó del bolsillo una pequeña rama de zarzamora con algunas espinitas, que restregó suavemente a una de las patas traseras.

Evidentemente, la vaca movió bruscamente su extremidad inferior y su dueño, sin poder hablar debido al “mandato” se giró asustado, topando con la cara de mi tío que, gran comediante, abrió los ojos con aspecto alarmado.

Pasaron esa zona llegando ya nuevamente a la puerta. Allí, se pararon y otra vez por señas acordaron iniciar la segunda vuelta.

Como la vez anterior pasaron por la pared lateral derecha, donde la vaca se paró para rascar algo del suelo que luego tragó, y, nuevamente llegaron a la zona del cementerio.

La respiración del dueño comenzó a ser agitada y su avance más lento y cauteloso. Pero al alcanzar el lugar donde antes hubo el infortunado percance, la historia volvió a repetirse, rozando esta vez la parte trasera del lomo.

Si ya antes la vaca había saltado algo, el salto actual fue un auténtico salto casi de pértiga.

El dueño se giró y poniéndose la mano sobre el pecho abrió la boca espantado.

La reacción de mi tío por supuesto no fue menos: se llevó las manos a la cabeza para a continuación indicar seguir.

Y se inició la tercera y última vuelta.

Y volvieron a alcanzar el temido camposanto. Y mi tío esta vez, pasó la rama con espinitas por la parte baja del cuerpo, algo alejado de las ubres.

La reacción de la vaca fue tal que ambos hubieron de intervenir, ya que el animal se encabritó, saltó, y poco faltó para que rodase cuesta abajo.

Ambos callados, consiguieron calmarla y, por tanto, finalizado el ritual de las vueltas.

Llegado a la puerta de la iglesia, el dueño, reponiéndose aún del susto pero contento porque imaginaba ya salvada la vaca, se sentó en un tronco de castaño caído; su colega lo miró fijamente, haciéndole ademán que aún no se había acabado y le indicó el cruceiro, situado a unos cincuenta metros de la puesta de la iglesia. Allí se encaminaron depositando la bolsa con el pan y, cómo no, una bota de vino “da terra” (hecho en casa) y todo ello depositado en una mesa de granito sita delante del cruceiro. Una vez acabada esa extraña cena, iniciaron el regreso que, si dificultosa había sido la subida, otro tanto lo fue la bajada, con la vaca queriendo correr cuesta abajo mientras ellos intentaban frenarla. Y, por supuesto parándose, una vez sí y otra también, para que la señora evacuara los productos finales de su digestión y metabolismo respectivamente, léase cagadas y meadas.

Y finalmente llegaron a casa.

Allí estaba la pobre mujer sudando de tanto barrer, que los recibió al grito de:

-Mira que sodeslentos (sois) ¿no veis como estoysudando? No queda ni un lixo (pequño fragmento) de polvo ya. Y a vaca qué. ¿marchó el meigallo?

-Ay siiii-respondió el marido-si vieses como al pasar por cementerio saltaba y rebrincaba echándolo fuera…

Mientras, el acompañante, se despidió de la pareja que se disponían a meter la vaca en el establo y se encaminó a su casa tronchándose de risa.

Lo que nunca me explicaron fue si la vaca volvió o no a dar leche.

MARTU MONFORTE

La duda,la certeza.

Como quien sale de una piscina soñada y corre descalzo por el césped impecable y, de pronto, un grito de dolor cierra la garganta. Y el paraíso se convierte en un infierno. Una espinita, como aguijón maldito, se clava en la planta del pie. En mi alma, en todo el cuerpo; el dolor me recorre.

No es una simple espinita, claro. Es la verdad, esa escondida por años con cuatro llave pero que sin embargo, latía en el aire. Es la verdad que llega en un susurro y a medias. No se rebela del todo, llega en puntas de pie como una certeza llena de dudas, con altas probabilidades de ser cierta pero queda un margen de error. Un margen importante, al que deseo asirme. Y ruego que no. Que no sea cierta. Pero a la vez, sí. Necesito la luz.

Pero ya está ahí, clavada. Inmóvil, helada, me quedo suspendida. Miro mis manos, toco mi pelo rojo, recorro mi piel poblada de diminutas pecas. Giro y temblando miro a mis hermanos. Ellos, tan inocentes y trigales, ríen y juegan.

La verdad temida se asoma. Ahora es espina de fuego atravesándome.

Él me ha dado todo, me ha protegido y cuidado en noches de fiebre. Es un gran hombre, dicen. Es un acto de amor.

Se me viene el rostro aturdido de mi madre, su mirada esquiva siempre, melancólica a veces, culposa también; muda, escurridiza…

Era tan joven, dicen. Son historias pasadas, agregan. Sólo ellos sabran, susurran. Sienten miedo también, pero qué saben. Se apresuran, callan, miran para otro lado, como siempre.

Mi cuerpo está frío. Se asustan, tapan otra vez, disculpan, sepultan la verdad, es mejor no estallar.

Pero ya está hecho, la espinita se clavó justo en el espacio de mis preguntas sin respuestas, ahí donde flotó la oscuridad toda mi vida: en la imagen diferente que el espejo me devolvía y me dejaba insomne.

No dudo de su amor, lo agradezco.

Él no es mi padre, dicen sin decirlo.

¡ Basta de mentiras! Esto también es desamparo. Corro, mi madre va a escucharme, debe quitar esta incertidumble clavada en mí.

Atropellada grito: ¡genes, genes! Sólo eso, identidad quiero.

Es mi derecho.

EFRAÍN DÍAZ

Cuando Arcadio terminó su desayuno, se enjuagó la boca. Como de costumbre besó a su mujer, siempre besaba a su mujer y se marchó a trabajar. Llevaba meses con una espinita que lo carcomía por dentro. Un mal presentimiento. Sospechaba que su mujer lo engañaba. La idea le rondaba la cabeza con la fuerza de un clavo que a pesar de los martillazos, nunca se hunde. La actividad sexual entre Arcadio y su mujer había disminuido considerablemente. Ella ponía toda clase de excusas para no acostarse con él. Sin embargo, se le notaba muy contenta, felíz y sobre todo, satisfecha.

De camino a su trabajo Arcadio llamó e informó que estaba enfermo, dio media vuelta y la emprendió hacia su casa. Al llegar, estacionó el vehículo a dos bloques de su propiedad, caminó un poco y ocultándose tras un árbol, se puso en vela. Pasaron unos treinta minutos. La calle estaba desierta. Acaso estaba su cerebro jugándole una mala pasada? Pero las señales estaban ahí. Apenas tenían sexo y ella se notaba rebosante de felicidad. De repente, un vehículo extraño se estacionó frente a su casa. De el se bajó un joven unos 10 años menor. Con su mirada, el joven escrutó el área, como tomando las debidas precauciones. Luego, presionó el timbre de la casa y Arcadio vio como su mujer abrió la puerta en una exótica y muy diminuta pieza de lencería. Al verla, Arcadio sintió una puñalada en el corazón. Sintió que un buche amargo le subió por el esófago y nuevamente bajó hasta alojarse en su estómago. Las rodillas le temblaron y para no caer de bruces, se agarró del árbol que le servía de escudo. Como podia su mujer traicionarlo de esa forma? En su propia casa y en su propio lecho. La traición es la peor de las acciones, pues por definición nunca proviene del enemigo.

Arcadio pensó irrumpir en su casa violentamente y acabar con el joven. Después de todo, la súbita pendencia y el arrebato de cólera eran eximentes de responsabilidad penal. Pero ya había deliberado premeditadamente, lo que tiraba al traste la súbita pendencia y toda su teoría. No merecía la pena ir a la cárcel por una mujerzuela como aquella. Entonces tuvo una mejor idea. Con el sigilo de los Reyes Magos cuando van a dejar los regalos a los niños, Arcadio entró a su casa. Fua a la cocina, agarró el cuchillo más grande que encontró y silenciosamente caminó hacia su habitación. Al llegar, agarró la perilla de la puerta y cuando estaba a punto de girarla, se detuvo. Titubeó. Hay puertas que no deben abrirse, pues no sabemos si nos gustará lo que veamos detrás. Pero agarró valentía de donde no había y abrió la puerta. Su esposa y el amante de ésta estaban tumbados en la cama. Él totalmente desnudo y ella aún con la lencería puesta. Ambos miraron a Arcadio con cara de asombro. Su primer instinto fue taparse. Cuchillo en mano, Arcadio les ordenó que no se movieran y acto seguido ordenó al amante de su mujer llamar al periódico local. El amante se resistió y Arcadio, con cara de lunático lo amenazó con cortarle la verga si no obedecía. El hombre agarró su celular y llamó al semanario. Luego, Arcadio le ordenó llamar a la policía. La mujer le cuestionó a Arcadio su proceder. Cual era la necesidad? A lo que Arcadio se limitó a decirle que ella era la que menos legitimidad tenía para estar exigiendo.

Como suele suceder, la prensa llegó primero y para cuando llegó la policía, el foto periodista ya tenía las mejores fotografías de la deshonra. Las fotos aparecieron en el diario local, que luego las vendió a diarios nacionales y el triángulo amoroso fue la comidilla nacional por varios meses.

Ya en el tribunal y ante un caso de divorcio por la causal de adulterio, el abogado de la esposa de Arcadio le preguntó al susodicho “lo cierto es que usted no agarró a su mujer y a su presunto amante teniendo relaciones sexuales, verdad”. Arcadio lo miró con furia. No los había agarrado en plena faena sexual, requisito indispensable para configurar el adulterio. La esposa de Arcadio esbozó una leve sonrisa. Y Arcadio, entre frustrado y derrotado, lo único que pudo manifestar fue “bueno, tampoco los agarré rezando el santo rosario”.

JOSÉ LUIS USÓN

EL SALVAJE V

Al llegar al segundo piso se detuvieron. La pulsación del timbre, vino seguida de un doblar de campanas que parecieron resonar en alguna torre cercana. Pasó algún tiempo hasta que un apagado arrastrar de pies, se oyó al otro lado de la puerta. Cuando esta se abrió, tras ella apareció una anciana de escasa estatura, replegada sobre sí misma, sus manos sarmentosas asomaban de la manga de una ligera camisola negra, pues vestía de riguroso luto, y su calavera casi se podía ver tras la piel blanquecina y traslúcida de su rostro. Lucía unas gruesas gafas de pasta, cuyos cristales de culo de vaso, se veían sucios, evidenciando la escasa utilidad de los mismos. A pesar de su fealdad y su edad provecta; la exquisita forma en la que la ropa se amoldaba a su maltrecha anatomía, sus modales y su melódica forma de hablar, le daban un aire de distinción. Se apoyó con la mano izquierda en el marco de la puerta, mientras con la derecha sostenía un largo bastón, que no utilizaba como sostén, sino como guía, balanceándolo ante ella de lado a lado, localizando así los obstáculos que encontraba en el camino.

— ¡Encarnita hija, qué alegría!

— ¡Tía Milagros! Cómo está hoy. Espero que vayan remitiendo esos dolores. Tiene mucho mejor aspecto que la última vez que estuve.

— ¡Ay, hija! Solo fachada. Estos dolores se vendrán conmigo a la tumba, es lo que tiene la artrosis, es como una mala amiga, que siempre está ahí, fastidiando. Pero pasa, pasa, veo que vienes acompañada.

— Casi se me olvida. Este es Joaquín, mi primo. El hijo de mi tío Constancio, el primo de mí madre, el de Barcelona. Seguro que se acuerda, venían al pueblo todos los veranos cuando éramos niños. Nos hemos encontrado por casualidad en el autobús, y pensaba alojarse en una pensión, pero le he dicho, que, de ninguna manera, que un primo mío no se iba a alojar en alguna pensionzucha de mala muerte, llena de rufianes y mujeres de mala vida, habiendo tanto sitio en esta casa. Verdad que no le importa tía.

— Qué me va a importar, la casa es grande y la soledad es mala enfermedad para el alma, las paredes se me vienen encima, me agobian. Será una alegría vuestra compañía.

Cuando la anciana se dio la vuelta y enfiló el pasillo, Joaquín miró de reojo a Encarna, que inmutable, acababa de embaucar a su tía sin despeinarse. Ella en un gesto pícaro, juntó los dedos pulgar e índice de su mano derecha, y pasándolos de lado a lado sobre sus labios cerrados, a la vez que levantaba los hombros, dio a entender a Joaquín que callara y siguiese el juego. La tía caminaba ligera, demostrando una agilidad insospechada. Mientras avanzaba por el largo pasillo, moviendo con gracia su bastón, apareció por una de las puertas una joven que no tendría más de quince o dieciséis años. Sonrió al verlos. Era Inés. Llevaba unos días trabajando en la casa ejerciendo labores de cocinera. Normalmente iba por las mañanas, dejaba listas la comida y la cena y tras dejar la mesa puesta, al mediodía desaparecía hasta el día siguiente. Hoy, Milagros le había pedido que se acercase por la tarde para preparar una cena especial para su sobrina. Cenaron en una cocina alicatada hasta media altura con azulejo blanco y rematada hasta el techo en un papel con motivos florales. Cubrían dos de sus paredes unos muebles verde versalles, con puertas sobresalientes y largos tiradores de acero. La encimera blanca estaba repleta de utensilios de cocina, una panera y un frutero, donde media docena de melocotones perfumaban la estancia con un aroma dulzón. El suelo hidráulico le daba un aire de modernidad. Joaquín no había visto nunca nada parecido.

Cuando terminaron, Encarna acompañó a Joaquín a la que esa noche sería su habitación. Era la más alejada de la de la tía, justo a la otra punta del pasillo, y contigua a la que siempre utilizaba ella. Tenía un amplio balcón oculto detrás de las cortinas, desde el que se podía ver la calle. Una cama, una mesilla y una cómoda, sobre la que había una hornacina de San Antonio en madera labrada, eran todos los muebles de que disponía. Joaquín no los abrió y depositó su petate a los pies de la cama. Descorrió las cortinas, las contraventanas estaban abiertas y salió al balcón, un rumor de voces llegó desde la calle enrareciendo el ambiente. Encarna lo miraba desde la puerta, observaba con curiosidad sus movimientos, su evidente nerviosismo.

— ¿Te gusta? —preguntó—.

— Claro, es mucho mejor que cualquier pensión que hubiese podido pagar —Hizo el comentario sin mirarle a la cara—. Te agradezco que te tomes tantas molestias. Has mentido a tu tía por mí. Debo reconocer que eso me duele, porque es un encanto.

— No te preocupes, si supiera la verdad, tampoco pondría pegas.

— ¿Y cuál es la verdad, Encarna?

No contestó, un ligero rubor tiñó sus mejillas. Salió al balcón y se acodó en la barandilla de forja, a su lado, mirando a la calle. Haciendo caso omiso a su pregunta, paso un rato hablándole de la ciudad y de la zona en la que se encontraban.

Cuando Joaquín se quedó solo, se desnudó y se tendió en la cama. Había sido un día largo, habían pasado muchas cosas desde que salió de Valdeoro. Pensamientos contradictorios se agolpaban en su cabeza. Tenía delante el mundo mirándole, retador, y luego estaba Encarna. Daba vueltas, se removía. Al final, el cansancio ganó la batalla a la incertidumbre

No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, cuando entre tinieblas oyó unos golpes en la puerta. Esta se abrió sin esperar respuesta, un rectángulo luminoso enmarcó la figura de Encarna vestida con un liviano camisón de gasa blanca, que, al contraluz, permitía apreciar sus áureas proporciones a través de la tela. Despojada de todo pudor, seductora. Sus evidentes pechos, ingrávidos, la perfecta curvatura de sus caderas, anchas, dispuestas. Joaquín, solo pudo rendirse ante lo inevitable.

Amaneció otro día caluroso. Encarna hacía ya horas que había abandonado su cama. La duda oscilaba en el pecho de Joaquín, como un péndulo, y en su movimiento síncrono se alternaban el remordimiento y algo parecido a una grata sensación de subordinación.

Encarna se levantó sigilosa, su espíritu adornado con una biznaga de jacintos, rebosante, plena. Se dirigió a la habitación de Joaquín. La encontró vacía. Sin ningún pudor empezó a fisgar entre sus cosas. Sobre la mesilla, había un cuaderno anillado y un lápiz de carboncillo, lo abrió por la primera página, en ella con una letra impecable, rigurosa, había escritos unos versos torpemente rimados.

Lo que ese día nació

Con ilusión desbordada

Se entreteje día a día

En el blanco bastidor

Tu alma y la mía bordadas

Una y mil veces lo haría

Te sueño y te soñaría

Incluso en la duermevela

En esas lindes del sueño

Tu recuerdo es flor de higuera

Y ese dulzor, de esa higuera

Envidia tiene al sudor

Que cálido, surge y rueda

Resbala en tu piel de nácar

Como gotitas de perla

´

Renuncié a la pasión en sábanas extrañas

Anaqueles de besos con desgana

Me tejí entre tu piel esa mañana

Como piojo, en las costuras de tu alma

Encarna sabía del secreto amor de Joaquín por la poesía, pero no imaginaba que se atreviese a escribir. Al leerlos, su corazón latió rebelde, al pensar, si sería ella la inspiradora de esos versos. Daban la impresión de estar escritos hace tiempo, ya que en las siguientes páginas había otros. La duda se atrincheró en su pecho, una espina clavada que empezó a aguijonearle el alma.

YOLILLANA RELATOS

Quítame esta espina

(para el tema de la semana)

Eran las 3 de la madrugada y Elena ya estaba despierta.

Pensando en él, buscando restos de su olor en la almohada. Hacía menos de veinticuatro horas que había estado allí, a su lado, en su cama, con la cabeza en esa misma almohada que ahora utilizaba ella.

Su mente no paraba de dar vueltas, repitiendo una y mil veces las cosas que le diría si lo tuviera delante.

Todo lo que no se atrevió a decirle la noche anterior.

Que le gustaba demasiado, y no solo para el sexo; que la química entre ellos era tan fuerte que estaba convencida de que, si alguien los viera cuando su piel se tocaba, podría ver chispas salir de sus cuerpos.

Que ese primer abrazo le había puesto todos los pelos de punta, erizado la piel, y acelerado el pulso; su olor, su tacto, su fuerza al abrazarla. ¡Dios! Cómo podía hacerla sentir tanto con un solo abrazo.

Del sexo no había más que decir, porque la atracción era tan intensa que debía provenir de otra vida, algo kármico con lo que tal vez sus almas debían lidiar.

Le diría que su sola presencia causaba tal remolino de emociones y sentimientos en ella, que durante días se encontraba ansiosa, mirando el teléfono como una adolescente para ver si tenía algún mensaje suyo, y mordiéndose las ganas de ser ella quien iniciara la conversación. Lo último que quería era asustarlo y que decidiera no volver a verla más.

Aunque tal vez, eso sería lo mejor, tampoco era lo que quería porque tenía demasiada adicción a él, y la vida era demasiado corta y fea a veces como para rechazar las cosas buenas. Y lo de ellos, al menos para ella (y en el fondo sabía que para él también), era fantástico.

Que no recordaba haber sentido eso desde hacía mucho, muchísimo tiempo, y pensaba que ya a su edad tendría más fuerza interior, más autocontrol para no dejarse dominar por esos instintos primitivos, pero estaba claro que no.

Le gustaba demasiado y no era solo físico.

O tal vez sí y estaba confundida. No, no era solo físico.

Si fuera solo físico, no le importaría nada más de su vida, y le importaba todo. Con cada encuentro, él se soltaba más y más hablando con ella, contándole cosas, y todo le gustaba.

Le diría que lo imaginaba muchas veces en su casa, en múltiples situaciones. A veces hablando sin más mientras hacían alguna tarea juntos, o cocinando, o sentados en la terraza. En la cama muchas veces, después de un día de trabajo, alternando el sexo con las charlas y las risas. Ese humor suyo que estaba descubriendo ahora y también le encantaba.

Que ahora, tal vez, él podría entender por qué ella guardaba las distancias durante algunos periodos de tiempo, siempre después de verse; para preservar su paz mental.

Se alejaba de él para lamerse las heridas, pasar el duelo y estabilizarse.

Curiosamente no tenía problemas de conciencia, y lo pensaba hasta con sorpresa porque para ella la infidelidad había sido, y era, imperdonable. Si la persona con la que estás no es tu mejor amigo o amiga, no es la correcta. Pero eso le aplicaba a ella. A él le podía pasar algo distinto y también estaba bien.

A ella no le importaba ser la otra, la amante, si él era feliz así. Si su vida le llenaba, ¿por qué la iba a cambiar?

Pero en su caso no servía. Para ella, su pareja tenía que ser su todo; su amigo, su compañero de vida, su amante, su confidente, su cómplice, todo.

Ahí estaba ella, pensando si le enviaría todo esto que no se atrevió a decirle, con el corazón a punto de salirse del pecho y más miedo que vergüenza.

Solo le iba a pedir una cosa: que por favor le quitara la espina que tenía clavada en el corazón desde la noche anterior, para poder seguir con su vida, con o sin él.

AXY LINDA

“La espinita”

(Venganza o justicia)

Puedo ser una tierna rosa,

Y amar con toda mi pasión,

Pero así al que me deshoja,

Haré con espinas su prisión.

Linda Sán-Fre

LUISA MARGARITA

«LA ROSA Y EL HOMBRE»

He estado buscando entre las rosas extraterrestres que me trajeron, unas espinas como las de antes, las extraño, sentía que esas flores tenían su propia defensa; pero éstas se pueden arrancar y no pasa nada.

Además creo que las espinas le daban su fragancia, su personalidad, ya no huelen o más bien su olor es el silencio y un morir desconocido que se posesiona de mis manos y de mi alma.

Yo siempre he pensado que los humanos tenemos espinas, lo que en la mayoría de las personas son invisibles. Son espinas de necedad , de ira, espinas de desamor o falsedades. Espinas que hacen la vida difícil y que provocan desconfianza y odio.

Ocurre que las antiguas rosas se parecían ,de cierta manera , al hombre en su esencia y esto me confunde. En las rosas encuentro muy necesarias las espinas en el hombre, para mi , es un defecto que se agudiza con el tiempo y traspasa lo razonable. Me alegra que todos no las tengamos.

En cuanto a las rosas, las de ahora, no las cultivo, si me las traen las agradezco; pero cuando vuelven la espalda hago un plato especial de rosas ajenas, de esas sin espinas ni aromas para que los vegetarianos

lunáticos se chupen los dedos!

LYNETTE MABEL

Espinitas

Hay una espina clavada

en la esencia de las cosas.

Soy de las cosas,

soy parte de la curvatura

resquebrajada en mi pared,

soy un roto descosido

en medio del pantalón,

soy la espinita clavada en mi dedo…

soy esa honda postura.

Hay una espina clavada

en la delgada piel del mundo.

Soy de las cosas,

soy ese dentrífico

que lava tu boca maldiciente,

soy el palillo de dientes

que horada las conciencias,

soy la toalla solitaria

que dejaste sobre la mesa.

Hay una espina clavada

en el alma de la madre tierra.

¡Soy de las cosas,

cómo son estas de la mente,

pero de un cerebro

en parte resquebrajado

y con agujeros

como la pared de mi sala,

el roto en mi pantalón

o el dedo con la espina clavada!

Hay una espina clavada

en la esencia de las cosas

y también en mí.

MARÍA JESÚS GARNICA

Tengo una espina qué me pincha, a veces no la noto a penas, otras veces me pincha hasta doler.

Llevó años así.

Pero hoy me levanté y pensé qué me tengo que sacar está espina.

No se aún como, pero estoy en ello.

Vamos a sacar la espina, de ese qué te a traicionado, de ése qué nunca está cuando lo necesitas. De amigos,de familia.

Esa espina qué pincha. Fuera.

EDUARDO VALENZUELA

Dicen que ya todo estaba anunciado al caer la tarde, cuando se escuchó el canto del Cue-cué ―ese pájaro negro de mal agüero, que lleva las maldiciones de los brujos―, pero yo se que no; yo se que todo fue culpa de la borrachera y de esa espinita que siempre llevó clavada Faustino.

Ya desde temprano corría el vino y abundaba la comida, como para que no se notara pobreza. Y es que Faustino quería que el casamiento de su hija mayor fuera recordado para siempre en el pueblo. Guirnaldas multicolores cruzaban las calles y hasta a los burros los habían adornado con lazos, pompones y ribetes para celebrar la ocasión. Era la gran fiesta para el casamiento de Jacinta.

La novia lucía de blanco radiante, con flores bordadas a mano, y la cola de su vestido era tan tan larga que hacían falta una docena de niños emperejilados de organdí para llevarla. Sus hermanas ―Felinta y Rosinta― eran las damas de honor. Jacinta y Felinta, las dos mayores, eran el vivo retrato de Lucinta, su madre; de piel blanca, ojos negros y cabellos castaños, pero Rosinta, la menor, era distinta; ella era de piel canela y ojos verdes… como yo.

Faustino ya estaba borracho cuando me vio llegar en la tarde montado en mi yegua overa. Yo sólo era un vecino más del pueblo; estaba en mi justo derecho de asistir a la fiesta, como todos. El hombre me lanzó una mirada de odio que incendió el aire y luego fijó sus ojos rojos en su esposa Lucinta que, nerviosa, bajó la vista. Entonces comenzó el desmadre.

La espinita había infectado el corazón de Faustino por años, llenándolo de celos y rencores contra su mujer; al verme llegar, saltó el pus. A vista de todos y fuera de sí, Faustino dijo cosas de Lucinta que nunca debieron ser dichas y remató la situación con una sentencia:

― ¡¿Crees que nunca me daría cuenta que Rosinta no es mi hija?! ¡Ella es hija de este mal parido!

Cuando hablé intentando defender el honor de Lucinta, la cosa se puso peor. Faustino sacó un cuchillo, me alcanzó la mejilla con un corte y la fiesta se tiñó de sangre. Alguien me pasó una navaja para que la lucha fuera más justa, pero yo no quería pelear. Lo que debía ser una celebración de alegría se había transformado en una bestial pelea de gallos, donde los invitados al matrimonio formaban un corro que nos azuzaba. Faustino embestía una y otra vez con sus zarpazos asesinos; yo, sólo buscaba salvar con vida.

Cuanto más intentaba calmarlo, más furioso se ponía.

―¡Faustino, hombre! ―le decía yo― ¡Las cosas no son como crees!

Pero el tipo estaba enajenado. Y así fue como se me vino con todo encima.

Sentí un escalofrío que me recorrió desde la mollera hasta los pies, luego el dolor en el vientre y la extraña sensación que causa la cuchilla rebanando los intestinos.

Caí de golpe al suelo mietras oía los gritos y llantos de Lucinta, Jacinta, Felinta y Rocinta. El frío y la oscuridad se apoderaron de mi cuerpo, junto con la certeza de estar muerto.

Nunca pude decirle a Faustino que estaba en un error. La verdad no era como él creía, que la pequeña Rosinta era mi hija, no… ¡Lo cierto es que las tres muchachas eran hijas mías!

FIN

JUAN PEÑA

La gente se agolpaba frente a la carreta, esperando que se levantaran las lonas y empezara la actuación. No solo los niños, sentados delante, sino también, los adultos, se sentían impacientes y nerviosos por ver al titiritero. La fama lo precedía, era reconocido en todo el continente, era el artista y cuentacuentos más distinguido de su generación, puede que, si nos dejamos guiar por los elogios y las obras que se le atribuían, de todos los tiempos.

Un genio sin parangón que, según unos, inventaba las mejores historias, las más intrigantes, las más románticas, las más épicas, y, según otros, no las inventaba, sino que las conocía, porque había sido testigo. En cualquier caso, creador o notario, las narraba con tal lujo de detalles y tanta emoción, que quien las escuchaba, se las creía, no podía olvidarlas en toda su vida y soñaba con ser uno de los personajes de esas leyendas.

Además, y no era poco, se decía que viajaba con una belleza de piel canela, pelo negro y ojos verdes, que alegraba la vista de los varones e inspiraba envidia a las mujeres. Así que, unos por las historias, otros por las curvas y la mayoría por ambas cosas, nadie quería perderse la actuación del gran Ulmer, el mago de las palabras, pero las lonas no se levantaban, permanecían inmóviles y silenciosas, mientras un murmullo crecía entre la multitud, pues ya pasaba un buen rato de la hora y aunque la gente no se iba, empezaba a incomodarse, a moverse, a estirar el cuello, a tocar al de al lado para preguntarle.

Era menos sabido, aunque igual de importante, que Ulmer también viajaba con una jovencita de manos delicadas y dedos largos, que aprovechaba el momento en el que la gente empezaba a removerse en su sitio y se rozaba con el vecino, para limpiarle los bolsillos y engrosar la bolsa, pues alimentar tres bocas, si son de buen comer, no es fácil y la voluntad que pedía Ulmer al finalizar la obra, siempre era escasa, nunca iba acorde con la expectación del principio ni con el entusiasmo del final. El público, que con tanto tesón había esperado, que tanto había aplaudido durante la obra, que se había enardecido con las heroicidades del protagonista, que se había reído a carcajadas y llorado a moco tendido, que había sentido compasión y odio y rabia y frustración y esperanza y felicidad, al finalizar el último verso, se largaba pies para qué os quiero, olvidándose de dejar un par de monedas en el sombrero.

De la multitud, desprevenida y confiada, no solo se beneficiaba la troupe de Ulmer, ya que donde hay gente, hay ratas y donde hay ratas, hay rateros que, como buenos cazadores, sabían que no se puede esquilmar sin sentido ni mesura, pues eso provoca el efecto no deseado de «pan para hoy y hambre para mañana». Por eso, las víctimas eran menos de los que salían satisfechos y el espectáculo se engrandecía de ciudad en ciudad y cosechaba éxitos en cada plaza que visitaba, dejando solo algunas espinitas clavadas a su paso, que dolían más en el orgullo, que en la bolsa, pues es sabido que el avisado no tiene derecho a queja y de hacerlo, queda como un simple.

HARDOLD LIMA

Una mascota peculiar.

La luz dibujo un círculo circunscrito en el prado por algunos segundos, algunas hormigas y una mariposa salieron espantadas, pues las frecuencias y luminosidad estaban delicadamente calibrados para evitar cualquier menor accidente. Algunas ovejas a lo lejos miraron con curiosidad aún con algo de verde padto entre los dientes. La figura pequeña y morena de una supervisora se materializó y la luz se hizo tenue hasta desaparecer.

La gente del pequeño pueblo no se sorprendió al ver a un supervisor caminar por las calles preguntando por la la familia Santander, ellos regentaban un gran rancho de ovejas a las afueras de santa maría.

La supervisora tocaba su cuello para permitir el traductor bionico comunicara sus pensamientos y grabara las entrevistas. Esto le hacía mucha gracia a los pequeños de la aldea que la seguían curiosos jugando también a tocar sus cuellos, la extraña procesión siguió por las delgadas calles del pueblo, pequeños patitos que seguían a una madre ajena.

Los dos soles subían a lo alto y la tropa llegó a la cámara de comercio, donde los niños se dispersaron ante las lejanas llamadas de sus madre reales que los esperaban para comer.

—Que gusto verla señora. —Dijo, un alto y corpulento dependiente al verla llegar—

La supervisora acomodo instantáneamente si postura relajada y dio el saludo oficial de las fuerzas armadas de la mancomunidad de mundos. A su pesar el dependiente respondió el saludo.

—Aquí no cabe tanta formalidad señora, apenas somos una colonia afilada. Menciono con una gran sonrisa, sacudiendo su delantal.

Ciertamente las formalidades no eran necesarias, pero ella como un clones administrativo no podía evitar cumplir sus órdenes grabadas con anterioridad en lo profundo de su cerebro.

Ella extendió una tarjeta holografica, se podía apreciar un cerebro con algo delgado incrustado casi entre los ojos y por encima de la nariz.

—Ahora tienen sentido muchas cosas ¿que planea hacer la oficina? —Pregunto el dependiente— mientras acariciaba su bigote espeso.

La supervisora tocó su cuello y una voz sintética se escucho.

—Ordeneen, analizar y ver nivel de rhiesgo, si solo si (alto) destruir inmediatamente.

—Ya veo. Parece ahí arriba siguen muy tercos con eso. Murmuro entre suspiros el dependiente.

A lo lejos se veía bailar el verde césped a manera que el calor subia suave y reconforantemente. Una niña caminaba tranquila al costado de un enorme perro que la cuidaba con extremo celo.

La supervisora no pudo evitar extender su brazo con la palma abierta. El dependiente se abalanzó sobre ella para evitar una desgracia, como ex militar de la federación conocía el nivel destructivo de un implante táctico de plasma.

—obstruir, cuando proceso, delito. —se escucho de la voz sintética que salía del cuello de la supervisora—

Aun en el suelo apresada por el fuerte agarre del dependiente, pido ver que la niña jugaba alegre con el perro que se acercaba a otros niños y recibía pequeños pedazos de alimento de muchas mujeres del pueblo.

—Ese perro es el héroe local, son incontables los niños que ha salvado de accidentes; cuesta creer es una especie alterada para la guerra.

Respondame supervisora ¿El genocidio es un delito muy grave para la mancomunidad?

—Afirmación, estatuto 152. Respondió ella incorporándose y limpiándose algo de polvo.

—Es solo una teoría mía. Pero esa espinilla que seguro se le clavo en el cerebro de cachorro, posiblemente explique a este perro dócil, en comparación de las fieras de guerra que son su especie geneticamente manipulada.

La supervisora no pudo esconder si cara de contradicción, ahora tendría que hacer un informe extenso y quedarse algunos años en esta colonia primitiva, exterminar esta raza de peligrosos perros de guerra que participaron en la bárbaras guerras de hace 1000 años podría traer problemas con los activistas ecológicos, esa gente tiene escaños políticos en la mancomunidad de mundos.

Resoplo por su trágico destino, estos animales vienen entre 20 a 40 años, posiblemente tendría que encontrar un empleo en este planeta y una pareja para reproducirse, su hija tendria que llevar el informe final su muerte.

Resoplo nuevamente, mirando al alto dependiente, era atractivo sexualmente y se notaba si adn era de gran calidad.

—Yo, sola, largo informe, quedar aquí.

Se escucho de la voz sintetica, el prado verde era infinito y una niña jugaba con un perro de guerra amable con una pequeña espina incrustada en su cerebro, mascota singular a ojos de un cosmos indiferente.

IRENE ADLER

MATAR EL TIEMPO

Un ordenanza muy joven golpeó con los nudillos en el cristal de la puerta, sacando al inspector jefe Heat de sus ensoñaciones. Con un gruñido le franqueó el paso y el ordenanza—casi un muchacho—susurró con un hilo de voz trémula:

—La señorita Ruth Belville solicita verlo, señor. Dice que es urgente.

El inspector jefe se sacudió la somnolencia y el cansancio como si aquel nombre fuera un jarro de agua fría. ¡Ruth Belville allí! De pronto todas las consideraciones sobre el atentado del Observatorio de Greenwich que traían en jaque a la policía londinense desde primera hora de la mañana, quedaron reducidas a un único, desagradable, imprevisible y olvidado asunto: el inconveniente que la presencia policial en el Observatorio pudiera causarle a Ruth Belville.

El inspector jefe se olvidó del anarquista muerto, de la bomba química, de la mano amputada y del regocijo profesional de los forenses. Se olvidó de la política, de los rusos, de las organizaciones clandestinas que vigilaban desde hacía semanas, de la presión del Jefe de policía que lo instaba a obtener resultados, seguridades, detenciones, garantías. Y toda su atención y deferencia se centró en la mujer vestida de riguroso negro, edad indefinida, expresión severa y adusta que ahora tomaba asiento en su despacho con la rigidez propia de una estatua de cera. Ruth Belville, la Dama del Tiempo, cuyo reloj Arnold de caja dorada reposaba entre sus manos algo rapaces, bien a la vista, para recordarle al funcionario de Su Majestad que ella era un símbolo inquebrantable del Imperio. Si llevara un cuervo con las alas desplegadas recostado sobre el hombro izquierdo, a nadie le resultaría extraño. Mantenerla apartada de su deber en el Observatorio de Greenwich era como admitir que los anarquistas habían logrado su objetivo: herir a Inglaterra en su orgullo.

—Señorita Belville, cuánto lamento los inconvenientes que hayamos podido causar a su trabajo. Ahora mismo mi ordenanza redactará para usted un salvoconducto que le permita acceder al reloj del Observatorio.

Se puso de pie, azorado, y ya estaba en la puerta cuando la mujer lo detuvo.

—Inspector jefe, no he venido aquí por éso—su voz era gruesa, torpe, como sí careciera de práctica en conversar—. Yo conocía a Martial Boudin. He venido a prestar declaración.

“¡Inaudito!”, pensó el inspector jefe Heat. “¡Dos bombas en un día!”

—¿Conocía usted al terrorista que intentó volar el Observatorio esta mañana? ¿ Y de qué, señorita Belville?

El reloj Arnold refulgió suavemente bajo la luz amarilla y polvorienta de la lámpara de queroseno mientras ella le daba vueltas entre los dedos.

—Del Observatorio, naturalmente. El señor Boudin lo frecuentaba y allí nos conocimos. Hablábamos de rosas y del tiempo—sus ojos pequeños y brillantes como canicas miraron al inspector jefe con la fijeza estática de los animales disecados—. No es ningún terrorista. Le agradecería que no le llamara usted así.

El inspector jefe pensó en los Lores del Parlamento, en los comerciantes de toda la ciudad, en los terratenientes y la pequeña nobleza, en el Mayordomo de la reina, todos ellos clientes o suscriptores del servicio de sincronización de Ruth Belville. Imaginó su figura oscura y algo siniestra detenida bajo la sombra del reloj del Observatorio, el Arnold abierto en la palma de su mano, la corona de oro girando con áspera exactitud y las agujas meciéndose hasta acoplarse al telúrico vaivén del Meridiano 0. El reloj era un Orbe en sus manos, un artilugio prodigioso, la inaprensible representación del decoro. Aquella mujer fría como la lluvia de febrero y de rasgos imprecisos como la niebla londinense emprendía entonces una singular peregrinación de casa en casa, llevando en las manos la Hora Exacta como si llevara la espada artúrica o el Santo Grial. Sus clientes la recibían con la debida solemnidad. Se sincronizaban entonces los relojes de pared y de bolsillo al Arnold de caja dorada y el orden natural de las cosas seguía su curso inamovible, antiguo como el mundo, necesario como lo son la obediencia, el esfuerzo o la lealtad.

Por primera vez desde que esa mañana encontraran el cuerpo mutilado de un sastre anarquista francés en Greenwich Park, el inspector jefe Heat entendió la extraña elección del lugar del atentado. Ni oficinas de correos ni comisarías de policía esta vez. Algo mucho más simbólico y abstruso; más hondo en su magnitud y su significancia; y por tanto, más perdurable en el recuerdo, el miedo o la imaginación. Matar el Tiempo. Ése era el objetivo de Martial Boudin. Sólo que no había tras el acto terrorista ni ideas políticas ni agitadores soviéticos ni soflamas incendiarias de anarquistas descontentos. Martial Boudin había intentado volar por los aires el reloj del Observatorio de Greenwich por amor.

O al menos, éso fue lo que infirió el inspector jefe Heat del asombroso relato de la señorita Belville esa tormentosa mañana de febrero, mientras la lluvia golpeaba los cristales de la ventana, oscureciendo o desdibujando los contornos de la calle y azotando las capotas de los calesines y el ánimo de los transeúntes armados de paciencia y de paraguas.

<<Como sin duda usted ya sabrá, inspector jefe, hay en el Observatorio de Greenwich Park una encantadora y muy bien cuidada rosaleda. Mis favoritos son los parterres de Black Baccarrá y rosas Tudor. Las Tudor poseen un aroma delicado y fragante y las Bacarrá se parecen mucho al terciopelo violeta. En mis visitas al Observatorio suelo acercarme a contemplarlas. Hay algo magnánimo y magnético en las rosas, algo que no sabría expresar con palabras. Ellas, como yo, son prisioneras del Tiempo. Nunca lo desafían; nunca lo cuestionan y nunca se rebelan.>>

El inspector jefe Heat trató de imaginar a aquella mujer albergando algún tipo de pasión en sus entrañas. Su cuerpo parecía esculpido en piedra o cenizas. Su luto parecía provenir de los muertos en la batalla de Hastings. Su tristeza era tan abrumadora como el olor a colofonia de su vestido de terciopelo pasado de moda. Una Vestal que servía para custodiar los secretos arcanos del Tiempo pero no para disfrutar de sus dones. Más parecida a la espina Tudor que a la Rosa.

<<Pues sucedió que un día, queriendo acariciar una de aquellas rosas, se me clavó una espina en la mano y entonces apareció aquel joven apuesto y gentil y se ofreció amablemente a ayudarme. Y ahora la prensa lo llama extranjero, anarquista y sedicioso. ¡Mentiras! ¡Odiosas mentiras! Él sólo quería ayudarme. Destruir el reloj del Observatorio para que yo pudiera ser libre>>

Miró el reloj Arnold con la expresión desolada del esclavo que contempla estupefacto y resignado sus grilletes.

<<Debe usted decir a todo el mundo que Martial no actuó cómo lo hizo por cuestiones políticas. No era un terrorista ni un traidor. Sólo era un hombre que tuvo la desdicha de amar a una mujer que estaba comprometida con un rival poderoso, insospechado, cruel e implacable. Intentó matar al Tiempo para liberarme y encontró una muerte temprana, horrorosa e injusta por mi culpa. Nadie le roba al Tiempo lo que es suyo sin pagar un alto precio. Y todo por una espina, inspector Heat. Una espina… Él me quería libre y yo le quería más. ¿Le contará usted al mundo, inspector jefe, lo que ocurrió en realidad?>>

SERGIO TELLEZ

¡YO NO HE DICHO QUE FUE USTED!

El camino polvoriento, azotado por seis meses de intenso verano, conducía a la pequeña finca de Cesáreo Roncoso. Cada lunes, de manera sagrada, él visitaba su cultivo de caña de azúcar. Sin necesidad de mandos en las riendas, su viejo caballo lo dirigía en lento trote, por cada recoveco del escarpado camino que los llevaba desde el pequeño poblado de Bella Vista hasta su finca. De forma autómata, en dos horas y treinta y cinco minutos, el equino dejaba a su amo en el patio de la humilde casa de madera, esperando su preciado pago en especie un balde lleno de agua fresca, mezclada con una manotada de miel de purga, producida en el trapiche de la finca.

Aquel lunes, como cada lunes, Cesáreo se encontró con Evencio, su fiel obrero y viviente de la casa.

—Don Cesáreo, le tengo novedades; los cables de la luz que van de arriba de la casa a la red principal los trozaron a machete y se los llevaron.

Cesáreo, en su buena fe, comentó:—¡puai! ¿Quién sería el que me hizo ese mal?, Deberían pedir y no robar nada a nadie.

Dos mulas jóvenes y fuertes, premiadas por la naturaleza con el vigor híbrido del cruce de asno con yegua, eran las encargadas de la labor en el trapiche. Arrastraban la viga de madera que hacía girar el molino, donde se obtenían raspaduras de caña de azúcar de forma rústica para fabricar miel, que luego era comercializada con el fin de preparar limonada, tinto o guarapo. Este guarapo sería el detonante de varias riñas a machete.

En la noche, luego de la faena en el trapiche, Cesáreo recibió la visita de su amigo «Mister», apodo puesto a Pancracio luego de llegar del extranjero en una visita a su hija.

— ¿Qué pasó don Cesáreo, por qué no hay luz?, La instalaron apenas hace un mes y ya no tiene.

—Un desgraciado se robó los cables que van a la red principal, con las ganas que tengo de disfrutar este nuevo servicio —dijo Cesáreo, mientras bebía un largo trago de guarapo.

—Mire don Cesáreo, lo que hay que hacer es pararle bolas a los vecinos que vayan a echar la luz, por ahí estará el hijueputa que se robó los cables.

—No diga malas palabras, no sabemos qué necesidad tenía el que se los llevó—dijo Cesáreo.

Los días pasaron con sus noches y al cabo de unas semanas «Mister» alertó a Cesáreo: —el viernes pasaron por el frente de mi casa las mulas de su compadre Rubecindo, que llevaban seis postes de algarrobo carretera arriba y de seguro son pa echar la luz.

—Pues de él no desconfío, es mi compadre y no se atrevería a hacer algo indebido.

Sin embargo, Cesáreo quería corroborar la inocencia de su compadre y lo visitó el mismísimo martes en la mañana.

Rubecindo, como buen cristiano, invitó a su compadre al interior de la casa de tabla. Sentados a la mesa, Cesáreo, de forma desprevenida, observó un par de cables que asomaban debajo de la alacena y que tenían en sus puntas un corte no ortodoxo, muestra inequívoca de haber sido cortados de forma inusual. Rubeciedo de reojo, miró a su compadre y tosió de manera incómoda. —¿qué se toma compadre?

—Un guarapito fresco, si no es mucha molestia— dijo mientras se secaba el sudor de la cara con su poncho.

—Compadre, ¿va a echar la luz? —dijo Cesáreo.

—Si compadre, contestó Rubecindo.

Una hora de charla sobre temas intrascendentes y una duda que crecía invadió la mente de Cesáreo.

—Bueno, compadre, nos vemos el domingo en el pueblo, viene el cura Miguel a decir la misa de ramos.

—Claro que sí, compa, allá nos vemos.

Bella Vista era un pequeño poblado donde el tiempo parecía detenido; sus calles empedradas estaban impregnadas de historias sobre muertos en duelos a machete, muertos por picadura de serpiente, muertos que no aparecían… Sus habitantes eran pintorescos, con nombres exóticos y personalidades peculiares, que de cierta forma combinaban con el sol canicular que los acompañaba durante todo el año.

Estaba tan bien distribuido que cada modesta casa, fabricada con madera de la zona, ofrecía un servicio diferente y único.

Una cantina, una droguería humana y veterinaria, una iglesia, una oficina del inspector de policía, un billar, una enfermería, un depósito de materiales, una tienda de abarrotes, una escuela con un único salón de clase agrupándose todos los grados, una casa con su inquilina, donde los mayores descargaban sus deseos reprimidos y los muchachos perdían su inocencia, y las otras humildes casas eran habitadas por sus pobladores que cada día salían a sus labores rurales.

Llegó el domingo de ramos y con él, los habitantes de la región se reunieron en la pequeña iglesia, que no daba cabida a todos, por lo que la mitad de los feligreses se quedaron a las afueras, recibiendo el castigo del sol implacable de medio día.

En la multitud, los compadres muy juntos escuchaban a medias el sermón del cura desde afuera, mientras conversaban sin parar, aprovechando que el sacerdote no los veía.

—Compadre, ¿Usted dónde compró los cables para echar la luz?—preguntó Cesáreo.

—¿Cuáles cables, compadre?

—Pos los que estaban debajo de su alacena.

—¡Ah!… a don Melquíades.

Terminada la ceremonia, Cesáreo comentó: —compadre, acompáñeme dónde Melquíades necesitó comprar un par de azadones.

Veinte pasos y entraron al depósito, —buenas tardes don Melquíades —dijo Cesáreo.

—Buenas, señores. ¿Qué los trae por acá?

—Necesito un par de azadones de los buenos, los últimos que le compré salieron muy malos, ya no sirven para nada.

—Con esas piedras tan filudas que salen de debajo de su tierra, ningún azadón aguanta — replicó Melquíades.

Cesáreo cambió de tercio. —También necesito sesenta y dos metros de cable doble número tres para echar la luz de la red central a mi casa en la finca.

—Pero yo le vendí esos sesenta y dos metros para la acometida, hace como un mes don Cesáreo.

—Sí señor, pero algún necesitado se las bajó sin permiso— exclamó Cesáreo, tosiendo sin convicción.

Rubecindo palideció mientras respondía: —si el vainazo va para mí, está muy equivocado, yo los compré acá mismo. ¿Cierto, Melquíades?

—Pues a mí no me los compró, espere le preguntó a Filomena.

—Mija, Venga para acá.

Pasaron unos segundos y apareció la vieja Filomena.

—¿Sumercé le vendió cable doble para la luz a don Rubecindo?

—No que yo me acuerde— dijo Filomena, mientras saludaba.

—Entonces fue a uno de sus hijos, la verdad no me acuerdo —dijo Rubecindo.

—Ellos no están por acá, se fueron a la capital y se van a demorar un buen tiempo —dijo Filomena.

El par de compadres salieron «aún» muy juntos y caminaron lento y sin hablar hasta la casa de Cesáreo; una relación de treinta y seis años estaba a punto de acabar.

—Los cables de la luz, yo los compré, vendí mis dos únicas cabras y pagué doscientos cincuenta pesos por los cables— dijo Rubecindo, mientras montaba en su caballo para dirigirse a la finca, dando un gran latigazo a su animal, como nunca antes lo había hecho.

Cesáreo se quedó sentado cavilando en su butaca, UNA ESPINA QUEDO CLAVADA EN SU CORAZÓN, mientras Caballo y jinete se alejaban muy lento.

Al día siguiente Cesáreo cumplió su rutina semanal, arribó a su finca y realizó la molienda de diez cargas de caña de azúcar; en la noche se dirigió a casa de su compadre.

La relación tensa no impidió que Rubecindo invitará a pasar a su compadre. No sé ofreció a tomar nada, a pesar del calor sofocante.

—Mire compadre, ¡yo no estoy diciendo que el cable se lo robó usted!, pero el que tiene es mío; me permite tomar la medida, mi cable era de sesenta y dos metros exactos — dijo Cesáreo.

—Claro que sí— contesto Rubecindo.

Cesáreo tomo un carrete de nailon previamente medido con exactos sesenta y dos metros dobles, y lo extendió sobre el cable desenrollado de punta a punta. Sesenta y un metros setenta y cinco centímetros midió el cable, a lo cual Cesáreo promulgó: —casi exactos los sesenta y dos, si quitamos lo que quedó colgado en la casa por el machetazo, nos da la medida exacta.

—Pero eso no quiere decir nada— dijo Rubecindo.

—Pos claro que tiene que decir algo, ¡que los cables son míos!, gritó Cesáreo— luego se calmó y prosiguió: —mire compadre, le repito, ¡yo no estoy diciendo que usted se los robó, pero los cables son míos!

—Los cables yo los compré, ya no me acuerdo si fue en el depósito o a quién desgraciados se lo compré, comprenda que mi memoria desde hace años no es la mesma de antes— replicó Rubecindo.

—Vea compadre, no es que me parezca, ni es que yo sospecho, como esta luz que nos alumbra en esta santa noche de luna llena, el cable es mío, no lo vaya a subir a servicio hasta que no se resuelva esta situación— dijo Cesáreo.

—Usted sabrá, haga lo que quiera, pero el cable es mío— replicó Rubecindo.

Cesáreo no contestó nada, dio media vuelta y salió muy despacio.

Don Melitón, inspector de policía de Bella Vista era un pequeño hombre de setenta y cinco años, con un gran bigote que hacía juego con su barriga en extremo prominente. Ya nadie se acordaba de los años que este buen hombre llevaba en el pueblo, solucionando toda clase de conflictos, en especial los ocasionados luego del consumo exagerado de guarapo.

Los casos más graves eran reportados a la capital de la provincia, de dónde generalmente se enviaba una comisión que investigaba e informaba, para luego impartir justicia. Los casos más leves eran resueltos en el mismo despacho de don Melitón y por lo general no requerían más que un pago en moneda, o en su defecto animales que iban desde gallinas hasta vacas, dependiendo de la falta cometida.

«Don Mel», como lo llamaban cariñosamente, exigía como cierre del caso, un gran abrazo, que se cumplía casi siempre con lágrimas y promesas de paz total, acompañadas luego de una visita a la cantina.

El miércoles de pascua, Cesáreo muy a las ocho de la mañana, entró en el pequeño establecimiento que fungía como oficina de la inspección de policía.

—Buenos días don Mel, vengo a poner una denuncia por robo.

—Hola Cesareo, ¿cómo van las cosas?, ¿cómo está la familia?

—Muy bien, gracias don Mel.

—Cuénteme Cesáreo.

Cesareo dio detalles pormenorizados de la situación, resaltando que no acusaba a su compadre de robo, pero que él tenía los cables.

Don Mel tomo atento apunte a lo relatado.

—Mire Cesáreo, el paso a seguir es citar a Rubecindo a un «careo» con usted. Ya veremos qué pasa, yo me encargo de hacerle llegar la notificación.

La cita se programó para el siguiente domingo, dónde muy prestos, los compadres asistieron; Rubecindo sostenía los cables, fruto de la discordia.

—Buenos días señores, ante todo les recuerdo que ustedes son considerados por toda la comunidad ejemplo de rectitud, además no es secreto que son los mejores amigos; hasta se les tiene un apodo: «los inseparables», entonces, espero que al salir de esta audiencia, y tómese el fallo que se tome, ustedes sigan con sus buenas relaciones —dijo don Mel, en tono conciliador.

Rubecindo miro de soslayo a Cesáreo, pero este no se inmutó, sus ojos estaban perdidos en la pequeña estatua de centro de la vetusta mesa, que servía de escritorio.

La balanza, símbolo de justicia, sostenida en una mano por una mujer con sus ojos vendados, mientras en su otra mano blandía una espada, causaron asombro en Cesáreo.

Cesáreo en su modesto entender asoció la espada a la justicia humana y los ojos vendados a los hurtos a escondidas de sus vecinos.

Su cabeza no paraba de dar vueltas, azuzada por las ocho totumadas de guarapo consumidas minutos antes de entrar a la audiencia, acompaña por la espina que tenía clavada.

Enceguecido por el alcohol, no escuchó el fallo, salió de la oficina sin el abrazo formal y se dirigió a su casa. Cinco minutos después volvió a la oficina en dónde aún permanecía don Mel y Rubecindo, desenvainó su espada y dio un machetazo certero en el cuello de su gran amigo y compadre.

Dos horas más tarde el jinete con su caballo jadeando, se apeaba en el patio de la casa de su amigo «Mister».

—Don Mister, por favor déjeme esconder, muy pronto llegarán al trapiche a buscarme, por acá no vendrán.

—¿Pero qué pasó, don Cesáreo?

—¡Maté a mi compadre! —dijo Cesáreo con un dejo de tristeza.

—Quédese unas horas, pero tiene que salir en la noche y no me diga a dónde se dirige, no quiero ser su cómplice.

Prosiguió Mister:—váyase para la casa elda, donde se está secando el cacao, escóndase debajo del cajón de fermentación y salga cuando la noche caiga.

Cesáreo se dirigió al sitio, no sin antes agradecer a Mister.

En la penumbra, Cesáreo se parapetó debajo del cajón, desenfundó su machete y buscó un recoveco en dónde esconderlo. Lo encontró justo a su izquierda; una pequeña rendija donde nunca lo podrían encontrar. Trató de introducirlo, pero algo se lo impidió. Metió sus manos para sacar lo que estaba estorbando, tocó algo parecido a unos cables, los saco lentamente.

En la punta de uno de los extremos, envuelta en cinta blanca, un letrero con su mismísima letra decía: «sesenta y dos metros.

FRAN KMIL

No sabía si me dolía más la espina que se me clavó en el pie derecho al andar descalzo por el jardin y no hacer ruido para no ser descubierto y que dificultaba mi andar o esa otra que llevaba atravesada en mi cerebro desde que surgió la duda que no me dejaba pensar en otra cosa.

Caminaba apesadumbrado, cabizbajo, revisando entre los recuerdos ese momento puntual en que pudo surgir la desconfianza, repasando mis actos, las palabras, las miradas, los gestos en que pude desagradarle, en que no le demostré mi amor. Una parte de mí anhelaba llegar a la casa y comprobar los hechos, la otra no, esa temía que las sospechas fueran fundadas y prefería cerrar los ojos para no ver nada. Pero el recuerdo de las miradas entre ellos, aquella tarde en que nos encontramos casualmente en la pizzería, la forma en que ella hablaba sin mirarle a los ojos, los continuos pestañeos y las repeticiones nerviosas de palabras, encendieron en mí la alarma y me dieron la fuerza que me impulsó a inventar la partida por unos días, a vigilar.

Debía sacarme la espina, pero no la que pensé se me había clavado en la pizzeria, sino la verdadera, la que siempre llevé conmigo al casarme con ella y que esas miradas, esos pestañeos y las palabras nerviosas, hicieron que renaciera el dolor.

Ya habíamos pasado por una situación igual. Pero entonces no era yo el marido, sino el amante.

YOMALCKRY OSORIO

Hay dudas que se siembran en el alma, y se adhieren como una estaca.

Hay recuerdos que se incrustan en el pensamiento como una púa difícil de arrancar, se convierte en un laberinto y no encuentras la salida.

Se convierte en un vivir con dudas, porque hay preguntas que no tienen ni tendrán jamás respuesta la imaginación puede jugar una mala pasada.

Existen misterios que jamás serán desvelados, secretos que se llevaron como una astilla en el corazón.

Hay momentos que se convierten en aguijon, como si de una piedra en el zapato se tratara, no queda más opción que aprender a avanzar aunque se convierta en un dolor desgarrador.

Hay piedras y espinas qué bordean el camino, hay que descifrar como cruzar y arrancarlas de la piel para ganar en esta encrucijada qué a veces se torna bizarra.

Hay astillas que se adhieren al rostro eclipsando las miradas, la sonrisa se vuelve casi obligada.

Hay veces aparentar estar bien cuando en realidad las esquirlas siguen molestando en cada centímetro de la piel.

Hay puntas de agonía por doquier, y no lo puedes evitar, no se ha concedido tan inmenso poder.

Aprendes a llevar los días como una lenta agonía y muchas veces todo se puede llegar a percibir como una espinosa flor.

En muchas ocasiones nos hemos de preguntar ¿porqué las rosas tienen espinas?.

Quizás la respuesta más simple seria ¡para aprender a comparar el alma con un terciopelo!. Para ser tratados con amor y delicadeza..

MARÍA GALERNA

La espinita (Pa que te fies)

Me dijo que tendría que sufrir. Que seria por el bien de todos. Que era mi deber, había nacido para eso.

También me describió por lo que tendría que pasar.

Acepté. Sabía que podía soportar, con estoicidad, unos cuantos latigazos, algún escupitajo, que se metieran con mi familia -que al ser muy corta acababan pronto-, pero nunca, jamás, me habló sobre la corona. Sólo mencionó, de pasada, algo sobre una espinita…¡Una espinitaa!

Si lo sé, no vengo.

ANGY DEL TORO

ESPINAS DEL RECUERDO

Rebuscando en el cofre de mis memorias he encontrado un tesoro, tan guardadito él estaba que su aroma aún conservaba. Momentos vividos que, aunque pequeños en apariencia, han marcado mi alma cual espina punzante. Recuerdo con claridad el silencio de las olas al estrellarse contra el acantilado, el penetrante aroma del mar y la escalera de piedras que permitía a mis pies descalzos alcanzar sus aguas. Las espinas de erizo de mar clavándose en mis pies una y otra vez han hecho imborrables aquellos baños en el atracadero de botes que daba al fondo de mi casa.

Extraer las espinas de erizo se convertía en un ritual interminable. El ardor del yodo y la paciencia de mi madre son el símbolo de la etapa más feliz de mi vida, mi infancia. Infinidad de mimos acompañaban el dolor del aprendizaje, sus palabras se repetían una y otra vez: “te he dicho que te pongas tenis, que no vayas a la costa con esas sandalias encueradas”.

Ya era común que las plantas de mis pies finalizaran la delicia del baño de mar cubiertos de pequeñas espinas negras, lo que inevitablemente me convertía en el centro de atención de la familia. Mis padres y abuelos, con sus manos firmes y seguras, se encargaban de removerlas. Aplicaban yodo para desinfectar las hincadas. Aunque el proceso era doloroso, la sensación de cuidado y protección lo superaba con creces. Aquellos momentos me enseñaron sobre la fragilidad, la resiliencia, el dolor y el cariño familiar.

Hoy, en mi adultez, recurro a Google Maps para recorrer las calles y playas de mi infancia. Cada rincón, cada esquina, me lleva de vuelta a aquellos días soleados donde disfrutaba de una vida simple y saludable. Rememoro los lugares donde fui feliz, donde reí y lloré junto a aquellos que se me han adelantado en el camino y que ahora me esperan más allá del recuerdo y la memoria.

CARMEN ÚBEDA FERRER

La delgada línea de la conciencia

En un mísero pueblo de montaña poco habitado, vivía un joven matrimonio con sus dos hijos, Julián de tres años y Tomás de dieciocho meses. Los dos niños jugaba siempre a la puerta de las casas junto con Manuel, el hijo de la casucha de al lado, pues los tres críos eran más o menos de la misma edad.

Todos vivían como podían. Las pocas tierras que poseían eran muy duras de trabajar y poco daban para llenar las bocas, no obstante las patatas y las hiervas comestibles, siempre hacían buena olla y llenaban los hambrientos estómagos. El sol y el aire de la montaña hacían el resto para mantener los cuerpos sanos. Los chiquillos se criaban como manzanas en el árbol, robustos y sonrosados.

Pocos vehículos transitaban por aquellos parajes casi olvidados de la mano de Dios.

Un día un automóvil muy lujoso se paró delante de las casucas donde jugaban los tres niños. Bajaron del vehículo una mujer y un hombre bastante jóvenes y muy bien trajeados. Al oír que ruido del motor cesó delante de sus casas, salieron los aldeanos a curiosear y a ver quienes eran los forasteros y que querían. La pareja de visitantes les dijeron que aquellos parajes eran muy pintorescos y por eso se habían detenido para admirar el paisaje. Les preguntaron por los niños , si los tres eran hermanos. La madre de Manuel señalo quién era su hijo y los padres de Julián y Tomás señalaron quienes eran los suyos. Después de este intercambio de palabras se despidieron con sonrisa y buenos deseos.

Pasadas un par de semanas de nuevo llegó el lujoso automóvil hasta el enriscado pueblo y se paró ante la casa de los dos pequeños hermanos. Salieron los padres de los niños y estuvieron hablando con aquellas personas, largo rato en voz muy queda. La vecina, la madre del pequeño Manuel, desde el umbral de su puerta los observaba con un gesto malencarado.

Durante un par de días salió el niño Julián solo a jugar sin su pequeño hermano. Inquietos y curiosos los vecinos preguntaron por Tomás, se le ocurría algo o estaba enfermo.

La explicación que les dieron fue la siguiente. El niño había sido vendido a unas personas muy adineradas para que tuviese un buen futuro. Tendría estudios y sería un señorito. Muchos les dolía el corazón, pero era lo mejor para el niño. Se lo contaban a ellos porque eran buenos vecinos. Nadie más del pueblo tenían que enterarse de la venta del chiquillo y menos que nadie su hijo Julián, que como era tan pequeño olvidaría que tuvo un hermano. El secreto así quedó acordado.

Pero en lo más profundo de la mente de la madre de Manuel comenzó a formarse una ponzoñosa espina, de malquerencia y envidia por la suerte de los padres del pequeño Tomás. Maldecía a sus vecinos y esperaba con malévola paciencia la ocasión para arrancarse la mala espina que la carcomía.

Pasaron los años y Julián se convirtió en un hombre joven y fuerte que trabajaba de sol a sol junto a su padre. No se quejaba y era feliz con la vida que le había tocado vivir.

La vecina ya no pudo por más tiempo guardar el secreto. Habían pasado ya demasiados años sin decir ni una palabra. Era el momento de arrancar aquella espina que le atenazaba la mente y el corazón. Si hubiese sido su Manuel el elegido, ahora sería rico e importante y hasta a ellos, les llegaría su fortuna.

Una tarde, cuando el mozo Julián regresó del campo le contó la historia de su hermano.

Julián abandono a sus padres por no haber sido el hijo que vendieron, en vez de a su hermano. Hubiese sido un hombre con estudios y adinerado y no un miserable campesino.

Por su parte, Tomás, jamás quiso volver a ver a sus padres. Se avergonzaba de su humilde origen y sentía desprecio por ellos porque había sido vendido.

ANA DEL ÁLAMO

Ya no calzo albarcas.

Las dejé enterradas bajo la nieve

en un pueblo desnudo de hombres.

Nadie anunció mi ida ni acompañó mi despedida.

Me desprendí de las espinas y reservé los pétalos.

Las alforjas se cubrieron de rosas, sin espinas, sin albarcas.

Los tilos y las encinas abrigaron esos montes que se morían de frío.

Los sabinares extendieron su manto arrullando a las alondras.

Fue un viaje desabrido con sabor a noche oscura.

En tierra prometida, otros nobles alimentaron mi estirpe.

Ahora… no sé si soy de nieve o mis pies sin albercas se hunden en el charco.

La prudencia me precede y mi corazón no se pronuncia.

Tan solo soy una espina enclavada en mi horizonte.

GRACIELA PELLAZZA

¿No lo notas?

Vengo herido.

Esta línea de tiempo es una alfombra de espinos.

Esquivo mediocre las lecciones, la lista de lo que conviene, lo que indica lo sensato, ante el error conocido. Tropiezo y clavo la pera como un payaso viejo. No hay nada más circense que un golpe desvergonzado, en el círculo conocido, donde has caído tantas veces.

Tienes el aura que provoca mi miserable papel, el acto inútil de esperarte, donde nunca llegas.

Nunca sé bien donde estas, cuando no estas conmigo.

Hoy no fue un buen día.

Es urgente crucificar todo aquello que te distrae, lo que desvía tus manos cuando quiero enlazarte en mi ronda. Vengo dejando una huella, el rastro de una advertencia. Me punzan esos besos, que los sentí mentira. Te he chocado ocho veces… Las he contado.

¿Y no te has dado cuenta?

Tengo astillada la planta de los pies, el cuerpo me pesa mucho menos que el alma, se desmorona el cuello y la cabeza es una granada.

¿No me he explicado bien?

Vigilo sentado en el borde de la cama; la puerta apenas esta entornada y apagué todas las luces, la luna enfoca la ventana.

Tengo un reloj viejo, y un revolver nuevo, para cuando llegues a la madrugada.

¡Vengo herido, te dije!

¡Y cuando te lo dije , eran las ocho de la mañana!

GAIA ORBE

El ventanal se empaña con el vapor del té y de mi aliento. Dibujo un paquete cuadrado sobre el vidrio. Le hago una lazada por arriba. Ato unas ramitas de rosas en el moño. Lo observo hasta sentir.

No quiero de regalo una pashmina noble y lujosa, hecha con el vellón invernal de las cabras del Himalaya. No quiero sentir sobre mi piel, la textura de las manos que la hilaron en la rueca por pocas rupias. No quiero un regalo azucarado. Se necesita la dulzura de mil flores para tener una sola gota de miel. Tampoco quiero flores para oler. La que se salve de ir a la bolsa de basura quedará sepultada entre las hojas de algún libro. Cuando alguien lo abra, caerá al piso y seguirá el destino de las otras. No quiero un regalo con sonido aunque en el chip esté cargada la colección de discos más ecléctica. No quiero oír gritos esclavos de las fábricas de la China. Además, no quiero que el regalo tenga forma alguna. Las joyas se pierden y los cintillos mueren en los cajones.

Quiero un regalo sin ansias. Los árboles crecen sin deseos por los frutos. Estos maduran porque está en su naturaleza que así suceda. Quiero de regalo la majestad del viento. Una hoja seca parece que se traslada por sí misma. Sin embargo es el viento, libre de mala saña, que la mueve de acá para allá. Quiero un regalo que rompa las ataduras del cosmos. Las edades de la historia se acumulan, la tierra enloquece cada tanto y el sol siempre permanece. Ya no quiero espinas densas, ni sutiles, ni de ninguna otra especie.

Hace frío, prendo la hornalla. Muevo los dedos sobre el fuego. Abro la canilla para lavar la taza y de pronto, me doy cuenta de que los ríos pierden sus nombres, sus meandros, al llegar al mar. Entonces, para qué pedir un regalo si el océano es la meta de todas las aguas.

ALBERTINA GALIANO

Tengo una espina clavada, y no la alcanzo con mis manos.

Me tortura en la espalda, en la zona más alejada de mi control, la parte más vulnerable de mí.

Como no la veo en el reflejo del espejo, paseo por la vida haciendo ver que no está, que sólo la noto yo.

La gente me devuelve también esa imagen, y me acompañan en el disimulo. Creo que piensan que es la mejor forma de cuidarme.

Al sentarme se me encaja en las vértebras y siento un dolor tan fuerte que debo hacer un esfuerzo enorme por no gritar.

La espina está en mí desde que recuerdo, pero nunca tan intensa. Ha ido creciendo con el paso del tiempo. Aumenta con ella mi malestar, mi mal humor y mi miedo.

Busco a alguien que no me oculte la verdad, que señale lo evidente, que diga en voz alta que la espina sobrepasa mi ser y el tejido de mi ropa, y que es ajena a mí. Alguien que no tenga miedo del hilo de sangre que pueda emanar de ella, quizá. Que confíe en al menos intentar aliviar mi pena, sin medicinas.

Alguien valiente que no finja ni tema el contagio, y que no tenga prisa.

Alguien que no me tema.

Una mirada serena que guíe mis dedos vértebra a vértebra y me ayude a ver lo que no veo, lo que sólo otro desde la distancia puede ver.

La única manera, pienso, será colocarme en el lugar donde habitas, al alcance de tu voz y de tu palabra.

Ya no puedo esperar más. Ábreme ahora la puerta y déjame entrar.

OMAR ALBOR

Espinita Ya había partido hacia el norte sus pies no aguantaban tanta presión Y en el cielo al partir las nubes dibujaban formas de caminos en reflejos Nunca giro su cabeza solo tomo su mochila cargo tres recuerdos más y se marcho Se subió al primer bondi, que paso sin rumbo incierto, quería escapar En la casa dejaba un cuerpo desnudo tirado en la cama, lleno de ideas y buenas vibras Pero su cabeza misteriosa quería otro resplandor, no quiso dejar todo así Pero el tiempo fue lluvia y gasto a la piedra, la hizo frágil frente al sol Quería florecer siendo quien es La cúpula de toda idea fue más fuerte Y se fue en busca de aquel amor perdido en Tucumán donde dejo algo escondido debajo de una piedra Que nunca pudo olvidar, el paraíso oculto del rincón más profundo De ese amor de esa espinita clavada en él, lo llevo a volver No sabía que encontraría pero se entregó al viaje En el pasado fue león y cordero Hoy viaja con rumbo norte, lleno de preguntas por resolver Pero su calma es caldo por beber, y su vida está a sus pies. Viajando.

LVIS GARES

Mis memorias

—¡ Eres como una espinita que se me ha clavado en el corazón!

—Basta ya de cachondeo que me has metido el cuchillo de leñador hasta el mango. Menos mal que no has tocado un órgano vital.

— Siempre tan tiquismiquis. Es un juego. Lo he visto hacer cientos de veces en la tele y nunca pasa nada. Incluso con los ojos vendados. Se les llama lanzadores de cuchillos. Anda, déjame probar otra vez que esta vez sale bien seguro

— Los cojones treinta y tres, Pedrito que eres el más animal de toda Gipuzkoa y me desuellas vivo si te dejo

—Lo que si que he tenido es siempre muchas ganas de ser aizcolari. Eso si es una espinita que se me ha quedado clavada. Mi aita y mi ama me decían que no valía para ello, que algún día cortaría algo más que un tronco pero esto se acaba hoy, vaya que si se acaba hoy…

Asier no sabía lo que pretendía su amigo Pedro pero estaba seguro que nada bueno tramaba. Desde pequeño se metía en líos y más líos. Lo que no entendía es como había dejado que le lanzara los cuchillos minutos antes.

Minutos después salía del caserío familiar con un hacha enorme y super afilada que deslumbraba al solo reflejo del sol que se alzaba sobre el valle

—¿Qué haces animal? Te vas a hacer daño. Que no sabes manejar un hacha

—Tranquilo Asier que sé lo que hago

Se subió sobre un tronco de buenas dimensiones, miró sus manos, la herramienta, el tronco y por último me miró a mí. Levanto las manos y ….

—Ostias, cabrón que me has tirado el hacha en la frente. Llama al Samur, Pedrito que tengo un vahído y me estoy yendo

—No seas exagerado Asier. Arrancó el hacha de mi cabeza y se puso a cortar el tronco. Hachazo va y hachazo viene

— Deja el hacha ya , joder que creo que la diño si no me atienden

Pensé en la muerte , no por verme en ese estado que no me veía sino por la sangre que había caído delante de mí. Había varios litros. Y noté un calor interno y un no se qué, que pensé que era la muerte llamando a las puertas.

Pedrito no paró hasta partir el puto tronco.

—Ale Aita y Ama, esto va por vosotros. Soy el mejor aizkolari de la familia.

—¿Me avisas ya al 112? –le dije sin mucho ánimo de espíritu.

Dos horas después estaba en una ambulancia camino del hospital y con una enfermera mirándome las constantes vitales y digo yo que preguntándose como tenía el hachazo y el cuchillazo encima y seguía diciendo paridas.

La verdad es que esa era la espinita que yo tenía clavada . Una enfermera guapa, de riguroso blanco, en una ambulancia y preocupada por mi estado . En el camino le pedí su número de teléfono y una cita. No sé si fue las pocas esperanzas que tenía en que yo saliera adelante pero me dijo que sí, el sábado que viene en el frontón a las 21h y a cenar a un Mc Donald’s ( que no se diga que no somos románticos)…

Años después, Pedrito sigue partiendo troncos y yo me he alejado de él. Sigo vivo de milagro, por cabezón, por la cita que era otra espinita y ahora voy a ver como mi Arantzazu da a luz a otro vástago. Se ha empeñado en dar a luz ella misma y practicarse la cesarea a pelo ya que es una espinita que tiene clavada.

Pues eso. Aquí espina que nos sale, espina que nos quitamos.

Ale, agur

CESAR TORO

La espina cruel me tortura.

Durante mi estancia en esta vida, he tenido la oportunidad de vivir y trabajar en campos, pueblos y tambien en grandes metrópolis.

En el campo, la vida es dificil, especialmente la epoca del siglo pasado, cuando no existian las facilidades y la tecnología de que hoy en dia tenemos.

Pero la gran satisfaccion que teníamos los de aquella epoca era, que podíamos tomar las frutas directamente de los arboles comerlas, sin tener que pagar un centavo, ademas la vida era maravillosa, no era necesario estar pegado a una pantalla para ser feliz. Podiamos caminar por las noches bajo la luz de la luna y las estrellas o bañarnos en el rio, todo gratis,

sin temor ya que las personas, no estaban pendientes de hacer daño, ademas todos tenían oportunidad de trabajar, de cultivar las tierras y de una buena educación, especailmente en lo que se refiere al respeto, etica y moral.

Hoy en dia, no podemos decir lo mismo.

Entre las cosas que recuerdo de aquella época, el trabajo duro al tener que labrar la tierra, las manos terminaban destrozadas por la cantidad de espinas que habian en la maleza, ademas cuando cosechabamos alguna fruta como: naranjas, limones o arrancábamos una rosa, siempre terminabamos espinados. No obstante, ese dolor era pasajero y al día siguiente ya no nos acordabamos.

De cualquier modo si la espina se incruztaba el la piel, con la ayuda de otra espina salia y la herida sanaba prácticamente sola, pues la naturaleza es sabia.

Por otro lado, en mi largo camino, me encontre con otra especie de espinas duras y resistentes, muy difíciles de extraer. Esas espinas que dejan heridas que peduran por siempre y que producen dolores, muy difíciles de sanar.

Esas espinas son:

La espina del odio.

La espina del rencor.

La espina se la indiferencia.

La espina de la traicion.

La espina del abandono.

La espina de la violencia.

La espina de la soledad.

Todas estas espinas han dejado profundas cicatrices en el alma y en el corazon.

Sin ambargo; mi espíritu, se llena de alegria y gozo; por que, a pesar de todas estas espinas que me atormentan. Dios me ha concedido, fortaleza y sabiduria para resistir, asi como el lo hizo cuando colocaron un su cabeza, una corona tejida de espinas.

Tengo un ungüento sanador que es la oracion, a través de la cual pido se me conceda; humildad y fuerza, para perdonar y olvidar el dolor, que las espinas dejaron en mi pecho.

IVONNE CORONADO

Una Mente Enferma

Desde que regresó a su casa, María siente que nada es igual en su hogar. El comportamiento de los suyos la hace sentir mal. Un torbellino se desata en su interior, mientras piensa:
-Creen que no me doy cuenta, pero se equivocan. Claro que me doy cuenta! Es una espina dentro de mí, hace que el corazón me duela.
Ya no son los mismos conmigo. Me tienen miedo. No lo soporto más.
Cuando joven, su familia, al verla tan perturbada por sus pesadillas nocturnas, y su continua necesidad de dormir durante el día, la llevaron al médico, quien sugirió le hicieran un examen siquiátrico, y le pusieran en tratamiento. Con los medicamentos comenzó a tener un poco de normalidad. Lo que le permitió terminar sus estudios, enamorarse, fundar su propia familia.
María, sonríe un instante, al recordar el día de su boda. Los brazos fuertes de su amado llevándola a la alcoba. Los primeros síntomas de su embarazo, el parto difícil, la ternura que la embargó al contemplar en sus brazos a su pequeño José Manuel, llamado así en honor de sus dos abuelos.
Se casó tan enamorada de Juan.
Su esposo la mimaba. Sus desmayos ocasionales, su deseo de dormir fueron atribuidos entonces a su condición de madre primeriza.
Hoy José Manuel rehúye sus caricias, y corre a los brazos de su padre después que la vio caer al suelo, con convulsiones.
Pero hubo algo más grave, tiembla toda, y vuelve a pensar, con tristeza, que hoy parece un fantasma, está pálida y ojerosa.
Sus pesadillas asfixiantes, la hacían revolcarse en la cama. Juan y ella, duermen en camas separadas, pues pretexta necesitar descansar mejor.
Juan sabía que era esquizofrénica, pero que estaba bajo control. Se casó con ella sabiéndolo. María era una belleza. Le dolía tener que aceptar que su enfermedad había evolucionado. Se volvía irritable por ratos.

No había dejado de quererla, como ella suponía. Su enfermedad no la dejaba ver que el niño, siendo tan pequeño, no sabía que pasaba. Ella se enojaba y lloraba regularmente. Él no podía quedarse todo el día en casa.
Estaba lejos de imaginar lo que su esposa tramaba hacer, guiada por su mente enferma.
Una noche, cuando todos dormían, ella se levantó sigilosamente.
Se dirigió a la cocina, y tragó todo un frasco de pastillas.
La encontraron por el suelo, en la madrugada. El médico, verificó que su corazón había cesado de latir.
Juan, llorando avisó a sus padres:
—Esta vez se aseguró de no despertar—les dijo.
Hacía unos meses, la creyeron muerta. En la morgue, ella se despertó de su catalepsia, y asustó a un empleado, que salió gritando despavorido.
Para ella y para todos fue una experiencia dolorosa, pero María, en su mente trastornada, la había amplificado.

Cuando la dieron por muerta, no hubo una verificación correcta, dando lugar al macabro evento.

En su ataúd se miraba serena, al fin libre de su angustia.

Ivonne Coronado (Ivoima)

Montreal, 2 de julio 2024.

Nota: Me acordé de lo que mi madre me contó un día. Busque y ciertamente ha habido alguno que otro caso así. A raíz de eso, me hizo prometerle que verificaría si de verdad estaba muerta.

GUILLERMO ARQUILLOS

PEQUEÑA ESPINA

Podría haber sido un día más. Uno de los muchos en que él se acercaba con ojos brillantes de odio y con puños apretados y Elena se encogía como un ratón que huía por una grieta de la pared. O podría haber sido una de las noches en las que Vicente volvía a casa oliendo a vino peleón y soltando palabrotas e insultos a Silvia, mientras la pobre chiquilla le rogaba que la dejase en paz, por favor, papa, ¿qué culpa tengo yo? Mirando lo guapa que era, él perdía el control y terminaba aporreando las puertas y los muebles.

Pero la tarde había sido distinta, los cuatro juntos, el centro comercial abarrotado, las rebajas echando humo y Vicente, el bueno de Vicente cuando no estaba fuera de sí, soltando bromas y pasando la tarjeta como si no le importara que ya estuviera casi al límite del crédito.

Más tarde fueron a cenar.

Andrés, el pequeño de once años, solo pidió un trozo de pizza y ni siquiera levantó los ojos del móvil; los problemas de los demás no le afectaban. El resto de la familia pidió hamburguesas y una de pescaíto frito.

Elena y Vicente, por una vez, hablaron de los viejos tiempos. Él aprovechaba cualquier oportunidad para regañarle por algo que había dicho en Primark o cuando iba al probador del Zara. Trataban de entenderse por encima del bullicio de los cazagangas: era uno de julio. Las voces resonaban en los pasillos de mármol, ahogando la música de fondo. Nadie hacía caso de la publicidad machacona de las pantallas gigantes…

Y Vicente comenzó a toser.

En un primer momento, le dio una tos seca e intermitente, como la que tenía a veces con el asma. Elena se calló, abrió los ojos y esperó a que se le pasara. Silvia agachó la cabeza sin decir nada, como siempre. Delante del marido de su madre apenas se atrevía a abrir la boca y menos si Vicente comenzaba a toser. Solo lo llamaba papa cuando se defendía de sus insultos, esperando que él se compadeciera. La familia de Vicente había terminado aceptando el color de piel de la niña, aunque desde que nació apenas le dirigían la palabra ni a la madre ni a la hija.

Andrés levantó la cabeza un momento para mirar:

—Mama, igual se le ha clavado una espina —dijo sin mucho interés.

Agachó de nuevo la cabeza y siguió con su juego.

Elena permanecía inmóvil. Todo sucedía con rapidez. La tos de Vicente se hizo espasmódica, cada vez más fuerte; intentaba aspirar aire con fuerza, luchando como si no pudiera respirar, como si tuviera la cabeza bajo el agua. Silvia levantó por fin la mirada, pero no hizo ningún gesto. Algunas personas de alrededor echaron un vistazo con curiosidad.

Unos segundos después, los jadeos de Vicente eran más sonoros y desesperados. Mientras intentaba echar la cabeza hacia atrás, Elena solo podía pensar en el último enfado que tuvo con Silvia, la noche anterior cuando casi le puso la mano encima. Al recordarlo, hizo una mueca de asco. El rostro de Vicente se fue tiñendo de rojo, cada vez más rojo. La gente bajó la voz, pero todo sucedía tan rápido que nadie podía reaccionar.

Los labios de Vicente comenzaron a volverse azulados, la espina en su garganta lo estaba asfixiando; intentaba decir algo, le resultaba imposible; daba arcadas, no podía vomitar. Algunos vecinos de las mesas próximas empezaron a levantarse, asustados. Se acercaban justo cuando Andrés terminó el nivel de su juego y miró a su padre con los ojos muy abiertos:

—¿Se va a morir, mama? —dijo—. ¿Papa se va a morir?

El chaval se quedó pensando un instante; madre e hija se miraron levantando las cejas. Vicente se agarraba con fuerza el cuello, tratando de expulsar la espina de su garganta. No podía dejar de toser, su entrepierna se mojó y el líquido goteó bajo la silla; le faltaba el aire. Comenzó a sudar y sudar y sus ojos se hincharon, como si fueran a reventar.

Alguien gritó:

—¡Un médico, este hombre necesita un médico!

Hubo un murmullo, pero nadie contestó.

Andrés marcó rápidamente en su móvil.

—Mama, voy a llamar al 112. ¡Papa se va a morir! Haz algo, mama, por favor, ¿no ves que se muere?

Y Elena hizo lo que estaba deseando hacer, lo que llevaba siglos deseando hacer: de un manotazo lanzó el maldito móvil de Andrés a que se estrellara contra el suelo, bien lejos. Miró a su hija Silvia y movió la cabeza de un lado a otro, arrugando los labios. Entonces, murmuró:

—Es una espina del pescado.

Un grupo de hombres se acercó apresuradamente, pero ambas, madre e hija, sin levantarse siquiera, se sonrieron.

Podría haber sido un día más, uno como cualquier otro. Pero no lo fue.

ABBY MARSIE ROGOM

LA FORTALEZA.

LA ESPINA DE AYER.,

EL DOLOR DE HOY.

ELLA ENTRABA

A SU FORTALEZA;

SUS DOS GUARDIANES, ÁNGELES…

NI CAÍDOS

NI EN GRACIA,

VELANDO

POR SU ETERNA NOSTALGIA.

ARRRODILLADOS

SOBRE LA PIEDRA,

DE PIEDRA

SUS RODILLAS.

EN UN MUNDO INTERMEDIO

SIN PAZ,

SIN IRA.

ELLA MIRÓ ARRIBA… SOBRE SU CABEZA

LA NEGRA PALOMA.

VE A LLEVAR

MIS PENSAMIENTOS, MENSAJERA,

COMO EL CUERVO

DE NOÉ.

SABRÁS LLEGAR?

A AQUEL LUGAR

EN EL PASADO,

QUE NO RECUERDO… CUÁNDO

NI DÓNDE ES.

Y VUELVE,

CON TU RAMA

DE OLIVO,

TRAYÉNDOME

LA ESPERANZA

DE TIERRA FIRME,

MI FIEL AMIGO.

UN LUGAR

DONDE MI ALMA,

POR FIN

ENCUENTRE ABRIGO.

ALMUT KREUSCH

La espinita

Entré en la cocina y vi a mi hermana Julia inclinada sobre un lomo de salmón, lupa y pinzas en mano, quitando de la carne anaranjada, las últimas espinitas, apenas apreciables a simple vista y aún menos a través de las avanzadas cataratas de Julia.

El salmón en papillote al horno y con verduritas al vapor era mi debilidad culinaria y a ella le salió bordado.

Aquel día mi hermana rechazó mi ofrecimiento de ayudarla, porque me casaba el día siguiente y no quería que mis manos olieran a pescado.

Hace algunos años, cuando mi novio de toda la vida empezó irse de putas, rompí nuestro largo noviazgo. Y desde entonces ya no me fiaba de ningún hombre.

Pero el destino quiso que conociera a Rufino en una excursión cultural organizada por el ayuntamiento. Era simpático, no tan joven y con algunos achaques, pero atento, educado y leía el periódico todos los días.

Empezamos a vernos más a menudo y el amor se deslizó en nuestras vidas. Su primer beso, sorprendentemente apasionado, me hizo ruborizar como una colegiala. ¡Su fogosidad era contagiosa como un virus pandémico!

Caí bien a sus ancianos padres y mi hermana sintió un vinculo con él desde el primer momento porque Rufino también era viudo.

Llegó el día en que me estrechó un ramo de rosas rojas que había ocultada a su espaldas y me pidió matrimonio

Fijamos la fecha de la boda para la primavera siguiente. Una boda en toda regla en el «Gran Hotel» y que preparamos con gran entusiasmo.

Julia extrajo las últimas espinitas y enderezó su dolida espalda con un suspiro de alivio.

—Brindemos por esta noche especial—, dijo después de meter el pescado en el horno. Sacó una botella de champán francés del frigorífico y la agitó. Aún se ve la marca que dejó el corcho en el techo.

— Que seas siempre muy feliz, Aurora, al lado de Rufino, un hombre que te quiere, te cuida y te respeta.

— Ay sí, hermana, estoy convencida de que esta vez he encontrado mi verdadero amor.

Brindamos por mi futuro y mi felicidad y cuando el salmón estaba en su punto ya nos habíamos bebido la botella casi entera.

A medio cenar, sentí de repente un pequeño pinchazo en lo más profundo de la garganta que me hizo toser. ¿Era una espinita que se había escapada del escrutinio de mi hermana? Si era así confiaba en que la comida la arrastraría. El milagro no se produjo, pero el champan y un par de copas de vino me nublaron la mente, así que le resté importancia y confié en mi suerte. Además, no quería alarmar a mi hermana, que solía ponerse histérica por cualquier cosa. Dormí plácidamente toda la noche

Pero cuando me desperté al día siguiente, el intruso seguía allí. Y ahora, con la cabeza despejada, me arrepentí de no haber buscado ayuda profesional: ¡cómo pude estar tan indiferente en vísperas de mi boda!

Pero ya era tarde y se lo dije a mi hermana. Consiguió en la farmacia un spray que se suele recetar para aliviar el dolor después de quitar las amígdalas. Me lo apliqué generosamente y después me sentí preparada para casarme.

Rufino me esperaba en la puerta de la iglesia. Estaba guapísimo, tan nervioso y emocionado como yo. Me besó en la mejilla y me susurró al oido:

—Hermosura, ¡esta noche te voy a comer entera!

Le sonreí lo más radiante que pude, pero no podía quitarme de la cabeza la visión de la espinita, anestesiada temporalmente.

Recibimos la bendición de Don Gerardo, luego la lluvia de arroz, los aplausos y felicitaciones, los besos y abrazos.

La fiesta fue un éxito, refresqué el tratamiento de vez en cuando y entre las copas y las distracciones conseguí disfrutar de nuestro día.

Mañana, si no se hubiera solucionado, se lo confesaría todo a Rufino, pero no quería estropearle la fiesta ni la noche.

La suite nupcial del hotel nos recibió con una botella de cava en una cubitera, flanqueada por dos copas de cristal de Bohemia, la cama cubierta con una manta de raso color salmón (¡que casualidad!) y las sabanas de inmaculado lino blanco y agradablemente perfumadas.

Rufino no tardó en desnudarme y en demostrarme que ni siquiera la carga etílica podía debilitar su hombría.

Entre revolcones y suspiros sentí de repente un dolor punzante en mi garganta, la tos desencadenó el peor reflejo nauseoso e, incapaz de controlar la presión de mi estómago, vomité todo su contenido sobre mi pobre Rufino con la intensidad de una bala de cañón.

El 061 lo llevó directamente a la UCI y tuvieron que implantarle un marcapasos esa misma noche. Al día siguiente, su abogado me llamó para firmar los papeles del divorcio.

Seguramente el lector tiene curiosidad por saber que pasó con la espinita. Pues bien, después de la catástrofe, y por no empeorarla, no escupí el último trocito de carne sino me lo tragué.

Se la llevó.

CONCHA CARIAS

UNA ESPINA CLAVADA

Menchu esperaba junto a la plaza de toros de Ciempozuelos, bajo un paraguas rosa palo. «Quizá no le di bien las señas… y con este calor». A lo lejos distinguió que se acercaba una furgoneta. El conductor se detuvo a su altura. A Menchu le sorprendió la indumentaria de aquel tipo, su supuesto vendedor, quien sobre sus gafas tipo piloto preguntó:

—Menchu ¿verdad? Soy Daniel, el del colchón.

Ella asintió y él la invitó a subir al vehículo, pero aquel pelo recogido en un moño, los tatuajes que inundaban sus brazos y la camiseta sin mangas, la llevaron desconfiar. Le indicó que se adelantara, ya que su casa estaba dos manzanas bajando la calle a la derecha, la única con verjas negras. «¡Vamos! ¿Este tipo que se ha creído? Con las cosas que ocurren por ahí y más con pintas como él», piensa.

Menchu abre la verja, mientras Daniel ya ha bajado el colchón y ella le hace pasar a la casa. La vecina de enfrente sale y sacude una alfombra:

—Buenas tardes, Menchu. El del colchón ¿verdad?

Ella asintió.

Al entrar en la casa, Daniel se sorprendió al ver tanta limpieza y agradecío el aroma a café recién hecho. Menchu le conduce hasta su dormitorio y entre los dos colocaron el colchón, sobre un somier y él lleva hasta la furgoneta la antigua cama de 1´50.

La vecina barre la entrada de la puerta, por lo que Menchu confía y tras liquidar la compra y el porte, invita a Daniel a café.

Mientras lo toman para paliar lo incómodo del silencio él pregunta por qué el cambio de colchón, ya que parece nuevo. Menchu contesta que quiere darle otro aire a la habitación. Una cama más pequeña para ella sola y ahora busca a alguien que le pinte el resto de los muebles en un tono más claro. En seguida Daniel se ofrece. Dice ser aficionado al bricolaje y ahora con la jubilación le viene bien cualquier trabajillo para entretenerse.

Dani percibe que Menchu está dudosa, por eso le invita a que lo piense, para eso tiene su contacto.

Al salir de la casa la vecina, sentada con su cuñada en sus sillas de playa dejan de murmurar sin quitarles el ojo de encima.

Una semana después Daniel aparece sobre una moto de gran cilindrada. Al apagar el motor, Menchu sale a la puerta a la par que su vecina, que como es habitual, sacude una alfombra. Dani se quita el casco. Hoy tapa su cabeza con un pañuelo tipo tejano

Daniel pinta el interior del armario. Trabaja en el patio adornado con varias macetas de geranios, lavanda, rosales. Como tejado una parra que cubre el techo y templa la temperatura del espacio. Aparece Menchu con una jarra de limonada y le invita a descansar y refrescarse. Al sentarse él se queja. Muestra su dedo corazón con una espina clavada a lo que él le quita importancia, arrancándose el pincho y tapando el dedo con una servilleta, pero Menchu apurada, aparece con una cajita de primeros auxilios. Ella insiste y le hace una pequeña cura.

Hablan del lugar en el que nacieron. Ella cuenta que es de Cadaques, un pueblecito de Gerona. Allí conoció al que fue su marido, camionero y desde que se casaron vive en Ciempozuelos. No ha vuelto a su tierra. Tuvieron dos hijos, ya mayores, hasta el fatídico día que su esposo murió en un accidente de tráfico. El conductor del otro vehículo se dio a la fuga y aunque aquello ocurrió hace años, aún tiene la espinita clavada por saber quién fue el “asesino “de su esposo.

Daniel, cambia la dirección que empezaba a tomar la conversación, y le cuenta que nació en Madrid. Tuvo muchas parejas, pero nada serio. Siempre trabajó en el mundo del motor, aunque especializado en motocicletas. Pertenecía a un club de moteros desde bien joven, y había recorrido con ellos Europa y parte de Norte América.

Un día antes de que Daniel terminara la faena, éste invitó a Menchu a una ruta, programada para el sábado siguiente.

Ella no contesta descolocada. Dice que se ve mayor para aquello. Nunca antes había montado en moto y que aprendió junto a sus hijos a montar en bicicleta ya que de niña, su familia, muy devota, la prohibió aprender, no fuera que perdiera el honor de la familia.

Daniel terminó la faena y tras liquidar el coste del trabajo, en lo que parecía una despedida, ella le sorprende al aceptar su propuesta rutera.

Hacía años que Menchu no se ponía un pantalón vaquero, y se sintió como un astronauta con cuando Daniel le puso el casco de motero.

Mientras al otro lado del visillo de su vecina, ésta observaba admirada la locura que le había dado a Menchu, por lo que sin dudarlo llamó al hijo mayor de ésta para contarle los devaneos de su madre.

El grupo de motos circulaba tranquilo. Menchu se asía a su asiento hasta que Daniel le advirtió que debía agarrarse a él. Ella colocó sus manos su cintura, situación que la incomodaba, hasta que sintió que la postura le aportaba mayor seguridad.

Disfrutó del sonido de los motores de los compañeros de ruta, al unísono, atravesar el aire de aquellos paisajes, las vistas, la unidad del grupo que la acogió como a una hermana más.

Al día siguiente, domingo de mañana, su hijo mayor la llamó por teléfono pidiéndole explicaciones sobre su nuevo amigo macarra. La acusaba de meterlo en casa, de que las vecinas la habían visto últimamente montada en bicicleta, como una loca, y para rematar sus locas salidas a horcajadas y abrazando la figura de aquel chulo.

—No te reconozco mamá. Y lo peor es que me tenido que enterar por la vecina. ¿No hay hombres en el pueblo? ¿A tu edad? ¿Cómo es eso de elegir a un bravucón, un macarra?

Menchu escuchaba sin escuchar. Recordaba el asfalto, el rugido de aquellos pájaros de hierro, su nuevo grupo de gente y se mantenía firme en su siguiente propósito: aprender a conducir su propia moto.

Dani la esperaba en la calle. A través de las verjas del recinto, pudo ver como al bajar Menchu de la moto el examinador habló largo rato con ella. Por fin salió a la calle, muy seria, cabizbaja, hasta que llegó a la altura de Daniel y gritó:

—¡Espinita fuera!

Se fundieron en un abrazo, con risas y alegría, hasta que surgió un suave beso en los labios.

Inquieta no sabía traducir que significaba aquello.

Regresó agarrada a él en silencio, y antes de entrar su casa ambos se fundieron en un abrazo. Se verían aquella noche para celebrar aquella espinita menos con los compañeros de grupo.

Durante la celebración Menchu esquivaba a Dani. Ella pensaba que quizás, su actitud le había llevado a pensar a él que su relación era algo más que una buena amistad. A medio festín Daniel se excusó y abandonó la reunión.

En los meses siguiente su relación se fue haciendo más y más distante. Si, Daniel ayudó a Menchu a elegir su nueva moto, una “Enfield” de segunda mano, que él, con su pericia, puso a punto con sumo cuidado. Siguieron saliendo con el grupo de ruteros pero distanciados.

El primer fin de semana de julio, Menchu desde su patio, reconoció un rugido de bielas. Dos motos habían aparcado en su puerta, blandiendo cada una de ellas una bandera arcoíris. De una moto bajó Daniel y de la otra un joven desconocido. Ambos vestían totalmente de cuero negro, y cogidos de la mano cruzaron la verja negra hasta llegar a la altura de Menchu a la que Daniel abrazó con fuerza, y por fin ella entendió:

—¡Hola! ¿Ya has llegado mamá?

—¡Hola cariño! —dijo Menchu parada junto a su moto—. Si hijo, acabo de llegar… Aún no he bajado al pueblo, he parado un segundo. Ya sabes como son las primas… y quería avisarte de que el viaje ha terminado bien. No quería preocuparte. Luego te llamo. ¡Te quiero!

Apoyada sobre su moto, observaba desde lo alto de aquella colina, como allí seguían la pizarra gris, los olivos, los matorrales verdes, las terrazas hechas de paredes secas y, sobre todo, las casas blancas que tanto le recordaban a su infancia en Cadaques.

FIN

JOSUE CATASUS

Clavado en el corazón

—¿Y esto cómo te lo hiciste, papi? —pregunta Maribel, mientras dibuja con el índice firme las tres pequeñas cicatrices de su muslo lampiño. —Parecen marcas de tigresa.

Joaquín le imprime a su irresistible sonrisa —ensayada durante horas frente al espejo hasta parecerse a la del doctor Richard Kimble, su héroe televisivo: una mueca apenas, que estruja su mejilla derecha formando un hoyuelo que le presta un aire de calculado desamparo, una cierta melancolía—, el auxilio de sus pupilas brillantes y de un guiño cómplice:

—Me clavó las uñas, pues. Ya tú sabes quién.

—Esa perra. —bufa Maribel, airada, luchando para sofocar la indignación. —Pobrecito mi bebé, cómo me lo tratan.

Ahora le acaricia el muslo con toda intención. Ambos yacen desnudos, todavía agitados, luego del amor. De alguna parte penetra en la estrecha habitación el canto de un gallo, bocinas, ladridos. “Es insaciable mi cholita”, piensa Joaquín, consciente de su colgajo ahora dormido, empequeñecido luego de haberse lucido en dos intensas batallas. Piensa en ganar tiempo. Necesita reposar al menos treinta minutos. Su respuesta había sido automática, ducho en embustes desde antaño sin que se le moviera un músculo delator, y se le había ocurrido para incrementar sus celos. Bien podía haberle dicho que eran huellas de esquirlas de balas, recuerdo de una feroz mordida o sello de alguna de sus peleas callejeras a puño y navaja. Pero decidió que era demasiado dramatismo. Provocarle celos, en cambio, se le antojaba mucho más provechoso.

—Espera, mami.

—¿Acaso no se te antoja una tercera, jugador? —siguió acariciando, haciendo que dos dedos caminaran desde las cicatrices hasta el principio de sus vellos púbicos, provocándole cosquillas.

—Ya sabes cómo es tu hermanita. Aprovechó que yo estaba bien dormido y me atacó a traición, gritando como loca. Me asustó bastante, hasta pensé que tenía intenciones de cortármela.

—¡Qué cosa! ¿A mi Joaquincito? Ni que se atreva porque la mato.

—Fue hace años, Maribel, cuando yo todavía le importaba. Ahora me hace la vida imposible solo por deporte.

Cerró los ojos, pensando en las peripecias de su mediocre existencia. Una vez más sintió que en alguna parte del camino perdió definitivamente el rumbo cuando estaba destinado a ser otro hombre. Menos canalla, acaso, pero con el mismo buen corazón. Lo intentó de muchas maneras, pero su naturaleza perdularia terminó imponiéndose. Sintió que Maribel, la única de todas que siempre lo perdonaba, le daba un beso de pajarito, leve y significativo, y abrió los ojos para encontrar los suyos, llenos de sabiduría y comprensión.

—Sabes que nunca te voy a dejar, desgraciado mío.

Él pensó en contarle la verdad. Decirle que entonces, antes de que muriera su padre y su madre volara a España para jamás regresar, fue el niño más feliz del mundo. Pasaba las vacaciones de verano en casa de tía Lali, con las primas desaforadas y las vecinitas del barrio, jugando a las escondidas y al vóley, al té de la tarde y al papá y a la mamá en el cuarto penumbroso al fondo del corredor, al lado del corral de los cuyes de ojitos azules, cui cui, un beso, cui cui, un roce, el corazón desbocado por el miedo feliz. Contarle que una tarde, casi al final de las vacaciones, jugaron a la chapada, corre que te alcanzo, y por supuesto él era el más veloz, se les escurría entre las manos, serpenteaba como una flecha indetenible. Y de pronto tropezó con una piedrecilla y perdió el equilibrio, cayendo sobre un cactus ornamental sembrado en el jardín de la señora Rodríguez, la corpulenta morena que siempre les pinchaba las pelotas. Se incorporó al instante en medio de los gritos de unánime horror, gritando: “¡No pasó nada!”, pretendiendo seguir corriendo. Fue Patricia, la más pizpireta de todas, que ahora temblaba, la que le señaló su pierna: “¿Cómo que nada, Joaquín? ¡Mira cómo quedaste!”. Porque tres grandes espinas quedaron clavadas profundamente en el muslo y tres hilos de sangre empezaban a correr.

Le retiraron las espinas con unas pinzas en la posta médica, mientras él trataba de recordar la fábula de Esopo ¿O era la historia de Androcles?, fastidiado por no tenerlo claro y porque la enfermera creía que sentía dolor, qué tontita. Lo que sentía era rabia. Y desde entonces la rabia no lo abandonaría.

Maribel se ha quedado dormida, respirando apaciblemente. Sus pechos ascienden y descienden y sus latidos son confiados. Joaquín la contempla con amor. “Debería contárselo”, vuelve a pensar. Pero no lo hace.

NUMIRALDA DEL VALLE

Espinitas.

Ella luchó, hizo lo posible por evitar este desenlace, por revivir la llama. También optó por pensar más como madre que como mujer, pero esto no era la solución. Y llegó el día de la dignidad, del rechazo a los silencios, al irrespeto, a las migajas, de sacar las espinitas que laceraran el corazón. El renacer del amor propio. Por eso tomó la decisión y hoy estaba allí, firmando su divorcio.

LETICIA R MENA

Arrancarse las espinas

Me está encantando clavarle agujas a este muñeco.

Una en el corazón roto en mil pedazos, hecho puzzle de piezas perdidas.

Otra en los ojos secos ya de lágrimas saladas, hechos mares de sal sin agua.

Un puñado de ellas en los dedos agónicos de anhelar su piel lejana de la mía, habitante ya de otras pieles ajenas.

Mil en los labios, una por cada beso que dieron y recibieron.

Una en cada uno de los rincones de mi cuerpo que tocaron sus dedos mentirosos.

Luego, una a una, arrancaré esas agujas de este cuerpo relleno de serrín, como lo haces con una espina clavada a traición.

Con ellas se irán todo lo que pueda quedar de él en este cuerpo.

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24 comentarios en «La espinita – miniconcurso de relatos»

  1. Mi voto esta semana está muy dividido. Hay muchos que me han gustado:
    – Harold Lima
    – David Merlán
    – Sergio Téllez
    – Lvis Gares

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