Ha dejado de llover – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «cartas sobre la mesa». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 11 de diciembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Ha dejado de llover

en el universo de tu mirada;

ahora está nevando

en el horizonte de mi alma.

EMILIA CREGO

ME LLENÉ DE LUCES

Amaneció el día con el sol pegado a los balcones; unas rosas se dejaron ver entre el enrejado. Con un café en las manos vi la vida pasar; un periódico bajo el brazo, y entre las mangas de un abrigo de paño. Otros, con un pitillo en los labios, paseaban el humo por las calles de Madrid. Las más jóvenes alegraban el Paseo de Recoletos con sus llamativos colores pintados en el rostro. Los jardines se vieron más hermosos; aquellos días que el agua iba ensombreciendo el ambiente, la tristeza invadió Cibeles a la Plaza de Colón.

“Ha dejado de llover”, decían las floristas en Chamberí; los claveles con destellos rosados al mediodía perfumaron la solapa del caballero. Las floristas cantaban alegres “La Violetera”. Paseaban sus voces bajo los balcones y se fueron llenando de júbilo con el ambiente festivo en las calles. Los chiquillos se deleitaban con buñuelos de viento y barquillos madrileños. En las cocinas más típicas se elaboraba un cocido madrileño a fuego lento. Las tardes madrileñas iban descolgando sus luces por el Museo del Prado y el Palacio Real. Entre las Meninas de Velázquez y las esculturas, me llené de luces en la noche madrileña.

Aquellas noches en Madrid fueron como subir al cielo y, entre todos los luceros, coger el más brillante. La ciudad se llenaba de encanto y esta que nunca dormía; la luna fue testigo de los cálidos besos en noches de luces vibrantes.

ANTONICUS EFE

—¿Ha dejado ya de llover ahí?—

—Aquí casi nunca escampa—

—¿Pues donde estás?—

—En Galicia, Galicia, no en los alrededores ni en una punta, sino ahí mismo—

—¿Y qué haces por esos lares?—

—Viendo llover—

—¿Y por qué vas a Galicia, Galicia, a ver llover?—

—Por qué si voy al Sáhara, no veo llover—

—¿Y por qué ibas a ir al Sáhara?—

—Para hacer de camello—

—¿Y por qué quieres hacer de camello?—

—Es verdad, tienes razón, hay zonas que son sagradas…—

—¿Sabes que estás muy rara, verdad?—

—Qué me vas a contar, estamos hablando dentro del confesionario…—
—¡Recoge Isa, recoge!—

—¡Cómo un rayo Eme, como un rayo—

DAVID MERLÁN

LUZ DE GAS

Había dejado de llover. La casa seguía oliendo a humedad, como si las paredes todavía no hubieran decidido qué hacer con ella. Si soltarla o mantenerla y que siguiera rezumando por los desconchones de la vieja pintura.

Laura cruzó descalza el pasillo arrastrando la palma de su mano por la pared, y dejando huellas de sudor en el suelo a cada paso que daba.

Llegó al salón donde Daniel cerró el libro que, aunque tenía entre las manos, hacia rato que no estaba leyendo.

—No entiendo esa cara—dijo al verla de reojo al entrar.

—No hay ninguna cara. Solo estoy cansada. Eso es todo—le contestó mientras se sentaba en una silla y se calzaba.

—Otra vez eso—dijo chasqueó la lengua—.Te estás obsesionando, Laura—añadió él con condescendencia.

Esa palabra. Obsesionando. Como si su tristeza fuera una afición buscada. Como si su silencio fuese un hobby deseado.

Era curioso: cuando llovía, Daniel parecía más amable ya que el ruido del agua pareciese amortiguar las palabras que le lanzaba y que se clavaban como aguijones en su alma. Laura se levantó y se dirigió a mirar por la ventana. Ahora, el aire parecia quieto y claro, y una calma demasiada nítida lo envolvía todo. Incluso su propia respiración sonaba distinta.

—Daniel, ¿qué dije ayer? —preguntó ella en voz baja sin dejar de mirar hacia afuera.

—Que estabas triste. Pero ya te dije que era por nada.

—No, no dije eso.

—Si…, lo recuerdo muy bien.

—No Daniel, no dije eso. Dije que estaba asustada.

—Ahh, si, es cierto, pero bueno, nada, ¿Ves? Pues eso, exageras. No pasa nada.

Luz de gas.

El término lo había leído hacia un par de meses en un artículo que encontró por casualidad hojeando una revista en la sala de espera del dentista. Y desde entonces, cada frase que él decía se le clavaba en el pecho como si la palabra fuera escrupulosamente escogidas para que encajara demasiado bien, frases como:

“Te estás inventando cosas.”

“Eso no fue así.”

“No sé por qué recuerdas las cosas tan dramáticas.”

Incluso un día llegó a dudar de todo, de si misma y pensó que estaba perdiendo la cabeza.

Daniel volvió a hablar, sin levantar la vista:

—De verdad, deberías aprender a no tomarte todo tan a pecho.

Las palabras de su marido la sacaron de su ensimismamiento. Laura sintió un nudo en la garganta. Pero no de los de miedo. Era un nudo que pedía salir, y aún así se volvió para mirarlo. Acto seguido, sin mediar palabra, decidió volver a mirar por la ventana. Afuera, las gotas detenidas sobre el alféizar eran pequeñas cuentas de cristal que reflejaban la primera luz después del aguacero.

«Parece que va a escampar» pensó observando el cielo.

—Ha dejado de llover —murmuró.

—¿Y?

—Y es la primera vez que lo veo claro.

Daniel se giró, desconcertado.

—¿A qué viene eso ahora?

Laura, decidida, se dió de nuevo la vuelta con la firme determinación está vez, de dirigirse hacia la puerta. Después del primer paso, dió otro, y luego otro. A cada paso, un logro, y con cada logro más confianza en su misma.

—Digo —respiró hondo— que no estás dentro de mi cabeza. Y también digo que ya no voy a dudar de lo que siento para que tú estés cómodo. Eso se terminó.

—Laura, venga ya… ¿Porqué sales ahora con…?

—No. Ya no.—le interrumpió elevando ligeramente la palma de la mano en su dirección con la vista sobre él.

Lo dijo sin menor atisbo de alterarse, sin grito, sin rabia, sin dramatismo. Lo dijo como quien abre una ventana después de meses cerrada. Se abre sin más.

Tomó su bolso del perchero.

Él avanzó un poco, intentando entrometerse y entorpecerle su camino.

—¿Se puede saber a dónde vas?

—A recuperarme —respondió ella—. A ver si afuera llueve menos que aquí dentro—le espetó desde lo más profundo de su ser.

Detrás, Daniel dijo algo más, pero la luz, la de verdad, la que no engaña, se encargó de que sonara lejos, irreconocible para sus oídos.

Y entonces sí, en ese preciso momento se le escapó una lágrima.

Pero por primera vez en mucho tiempo, no la sintió como un fallo, como una duda, sino todo lo contrario, la sintió como un inicio de algo nuevo, como el punto de inflexión. Cómo el interruptor que apaga la luz de gas.

Laura dedidida avanzó hacia el portal con la serenidad recién aprendida, como si cada escalón fuese un pequeño trofeo, un pequeño logro.

Pero justo cuando iba a alcanzar la manilla de la puerta, escuchó pasos detrás de ella.

—Laura…

Daniel había salido al rellano. No corría, no gritaba, no hacía nada que ella pudiese usar como excusa para detenerse. Solo la miraba sin entender qué estaba pasando con su mujer. No la reconocía. Desconcertado con los hombros caídos, le rogó como no lo había hecho antes.

—No quiero que te vayas así.

Ella respiró hondo.

—Si, si me voy. Y me voy asi, tranquila, y eso, Daniel, es nuevo para mí.—y reinició sus pasos.

Daniel bajó un par de escalones.

—Sé que a veces… hablo mal. Pero no pretendo hacerte daño.

—Lo sé —respondió ella. Y esa vez no era una concesión: era un reconocimiento, triste, pero en definitiva sincero y apesadumbrado —. Pero que no lo pretendas no significa que no ocurra.

Él tragó saliva.

—Dime qué hacer. ¿Cómo lo hago?

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque ya lo hice muchas veces, Daniel. Y cada vez que te lo dije… me hiciste dudar incluso de que te lo estuviera diciendo.

Un silencio denso pero educado, se coló entre ambos.

—Ciao Daniel. Necesito airearme.— y dio el último paso antes de posar la mano en la manilla de la puerta.

Pero entonces Daniel dijo algo casi imperceptible, apenas un hilo de voz:

—Dejo de saber quién soy cuando te sientes así. No me reconozco.

Laura giró medio cuerpo. No para volver, sino solo para mirarlo con claridad.

—Exacto, Dani. Eso es. Empiezas a entender.

En el rostro de Daniel se dibujó algo que no era ira ni resignación: era como un espejo. Uno que él no había querido mirarse nunca pero al cual se tenía que enfrentar ahora. Respiró hondo y sacando fuerzas de flaqueza le suplicó.

—Vuelve pronto, ¿Me lo prometes? No me gusta que andes sola por ahí.

Ella, sin dejar de agarrar la manilla, lo miró con calma, desde la distancia prudencial que aún así le permitió analizar sin género de dudas las facciones del rostro de su marido. Hizo una respiración profunda.

—Volvere cuando tus nubes se disipen.

Cuando abrió la puerta, la calle la recibió con un olor limpio, casi dulce. No había sol todavía, pero la claridad era suficiente para no tropezar y darse cuenta de que las cosas pueden empezar de nuevo.

Y salió.

Sabía que esta vez, no era un final.

Era el primer aviso de que iba a empezar a hacer sol.

FIN

BENEDICTO PALACIOS

HA DEJADO DE LLOVER

Llovía a ratos. Abrí el paraguas y como no era mucha la lluvia, me dirigí a la cafetería del Parque. Me estaba esperando mi amigo Javier Ramírez. Mientras tomábamos café me contó que estaba perdiendo la memoria. Yo no terminaba de creerlo porque ironizaba hasta con sus olvidos. ¿En qué año y día del mes se desbordó el charco de la Cizara? Lo sabía, pero me confesó que de un año acá empezaba a tener lagunas con los nombres de sus personajes.

Era un escribidor poco conocido y sin embargo había dado vida a unos cuantos. Para cerciorarme de esta decadencia, le pregunté por los que yo mejor recordaba y logró darme razón de todos los que habían terminado sus días entre las líneas de lo escrito. Me contó también que le había costado sudores dejar morir a Landínez después de haber protagonizado vicisitudes hasta la última página. Y lo mismo le sucedió con Ángela Soldevilla, que un coche se la llevara por delante fue un drama.

Los personajes inventados gozan de la misma salud que los vivientes y si estos últimos soportan penas y dolor y no quieren morir, no van a correr suerte distinta los otros. A mí me parece que este es el drama con el que tiene que convivir el escribidor. ¿A quién dejo con vida esperando suerte mejor para la siguiente entrega?

Javier Ramírez había dejado con vida a dos, a Pablo Vellés y a Herminia Rodrigo. Habían protagonizado una divertida aventura, ella era una secretaria del Banco Hispano y él un conductor de la empresa municipal de autobuses, y los lectores, que habían celebrado lo referido en ciento setenta páginas, esperaban conocer cómo terminaría una relación tórrida y trágica, si bien muy amena y sólida. Sus frecuentes cambios de humor, los juegos de lo tomo o lo dejo, las citas en los lugares más inverosímiles, sus enfados clamorosos, sus reconciliaciones y el propósito de volver a empezar despertaban las expectativas.

Pero ayer le encontré sin espíritu, desganado y triste. Se había puesto a escribir la que sería su obra magma, la aventura sin fin y el amor sin límites, y no había sido capaz de escribir siquiera el título.

Le hablé de Pablo y Herminia, le recordé el último capítulo. Mi miró desde la ausencia y desde la distancia. Parecía encontrarse en un punto final. Adiós.

El día empezó con aguaceros, tenebroso, comido por las nubes. En la calle no brillaba el sol, pero había dejado de llover.

B. Palacios (1/12/2025)

RAQUEL LÓPEZ

El cielo amenazaba lluvia.. ¡ Odio las tormentas!…

Preparé un café y me senté en tu sillón preferido, al lado de la ventana.

Me tomé sorbo a sorbo el café y me quedé dormida..

La sensación de tu presencia me hizo despertar sobresaltada, estabas allí, mirándome mientras yo sonrojada dejaba escapar una sonrisa y te tendría la mano.

La tormenta comenzó y me acurruqué en tus brazos como una niña asustada.

Me reconfortaba tú compañía.

Después de un rato me asomé de nuevo, la tormenta iba remitiendo y vi como te alejabas, como un ángel, a través de los cristales, donde las últimas gotas de lluvia bajaban serpenteantes.

La quietud de la casa se volvió demasiado densa, salí al porche, el olor a tierra mojada me trajo de nuevo la paz y a tí, por última vez.

Ha dejado de llover pero nunca en mi corazón Tu pérdida fue como está tormenta que sacude los cimientos de una casa abandonada, sin más defensa que los recuerdos.

Por eso…odio las tormentas.

El sol tímido se asomaba entre las nubes prometiendo un nuevo comienzo.

Siempre estarás en mi corazón y a mí lado cuando la tormenta regrese, lo presiento…

ARMANDO BARCELONA

HA DEJADO DE LLOVER

La Chirla lleva toda la noche paseando la acera sin un «ahí te pudras». La cosa está chunga y la clientela escasa. Todavía chispea un poco, pero ha dejado de llover fuerte; será por eso que el mercado anda flojo. El Negro le ha prometido un par de hostias si volvía de vacío y a ella se le ha cerrado el ombligo con la perspectiva.

La humedad se le mete en los adentros, se agarra a los huesos y le duelen los pies y los riñones. Tiene frío. Las rumanas han encendido un fuego un par de esquinas más allá, pero no son muy de compartir, ni tan siquiera las miserias. En este negocio, la solidaridad no pasa de coger la matrícula del coche que la ocupa a una. Y no me entiendas mal, no se trata de cuidar unas de otras, es pura supervivencia, egoismo, por si la cosa acaba mal y hay que sacar a un hijoputa de las calles. A ninguna le gustaría ser la próxima.

«¡Dios, lo que daría por una piedra!», piensa mientras se aprieta con fuerza las costillas para sujetar los calambres. No se ha metido nada desde el mediodía y lo necesita. Busca refugio bajo la marquesina del Arlequín. El viejo cine dejó de funcionar hace mucho; ahora es un nido de ratas y albergue de vagabundos.

Pasa un coche despacio, iluminando con sus faros las gotas de agua que no dejan de caer. Es alguien conocido, fijo en la zona; la Chirla ha subido con él más de una vez, un tipo barrigón de pelo grasiento, que huele a sudor y cebolla rancia, pero la elección es un lujo que ella no se puede permitir. El hombre, a veces, comparte algo de hierba, no busca emociones fuertes y en noches como esta cualquier agujero es trinchera. El coche sigue su camino y la Chirla se maldice a sí misma; tenía que haber seguido a pie firme, aguantando el calabobos. Las rumanas se hacen con el botín. Arrecia la lluvia.

Apenas nota un roce de cartones a su espalda; «serán las ratas», alivia el miedo mientras patea el suelo para entrar en calor. Empieza a clarear. El horizonte va tomando tinte violeta allá por donde se adivina Ciudad Lineal. Las rumanas han dejado morir el fuego y van cerrando el negocio lentamente, una por una. La calle se vacía y a la Chirla, la amenaza del Negro le oprime el pecho. Siente a su espalda un gorjeo asmático que avanza hacia ella desde las entrañas del Arlequín. El calambre de las tripas se vuelve duro, mineral, le trepa a la garganta, que se ofrece al filo mellado de su destino, y el acero corta, rasga, mutila.

Una vez de niña, recuerda, alguien le regaló una muñeca de trapo rota, desecho de vertedero. Se le caía la cabeza y había que sujetarla con algo. Su madre la hilvanaba cada poco, pero siempre volvía a descoserse por el mismo sitio. «Así debía de sentirse aquel embutido de fieltro y serrín», piensa sujetando con sus manos la herida por donde se le escapa la vida. El sol escala peldaños por el horizonte y el miedo ya es prescindible.

Ha dejado de llover.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

NO SERÉ YO

Por fin ha dejado de llover. No sé cómo, pero anoche reuní el valor suficiente y lo confesé todo. Aún no he podido dormir. Te escribo solo para que sepas que no volveré.

No sé si fue el cansancio o la culpa lo que me empujó a hacerlo, pero lo cierto es que, cuando el reloj dejó escapar tres campanadas mientras el viento se colaba por las rendijas del ventanal, supe que no podía seguir callando ni un segundo más. Durante estos años he creído que el silencio sería suficiente para enterrar los fantasmas del pasado. Que bastaría con evitar mirar al norte, hacia el viejo caserón, para que los recuerdos se desvanecieran. Pero la tierra y el tiempo no olvidan. Ahora ya no hay vuelta atrás. Las palabras, una vez en el aire, no se pueden devolver al silencio.

Con teléfono tembloroso y voz entrecortada, empecé por lo más simple: la llave. Le dije que la había encontrado donde no debía, que la probé en la cerradura del sótano y que la puerta cedió sin esfuerzo, como si siempre me hubiera estado esperando. No le dije lo que hallé al abrir. Tampoco pensé que fuera necesario.

Mientras hablaba, sentí que algo se movía arriba, en el desván. Eran pasos lentos, casi arrastrados. Siempre los oigo cuando hablo de ella. En ese preciso momento algo cambió en el aire. Fue sutil, apenas un leve temblor en la lámpara o una sombra que se alargaba más de lo normal. Lo sentí justo después de pronunciar su nombre. Lo sé. No debería haberlo hecho. Ahora sé que aquel día no se fue. Siempre ha permanecido cerca de mí, causándome esta opresión, provocándome tanta angustia.

Llegado el momento, guardé silencio. Al otro lado no hubo preguntas. Supongo que lo había entendido todo. Ahora ya lo sabe. No sé si me creerá o pensará que esta angustiosa culpa me ha terminado de volver loco. Es difícil de asumir. Lo que hice después, sin embargo, solo tú lo sabes.

Ahora ya no puedo seguir aquí. Anoche empaqueté lo poco que me quedaba y salí antes de que volviera la lluvia. Caminé hasta el río. La corriente estaba alta, negra. Arrojé la llave y la escuché caer. Tres golpes contra las piedras, y luego nada. El agua la recogió sin hacer preguntas.

Te dejo esta carta para que no me esperes ni me busques. No quiero que veas en lo que me he convertido. La casa vuelve a estar en calma. Ahora es tuya. Espero que todo lo malo se haya ido conmigo. Si alguien pregunta por mí, dile que nunca llegué, que me perdí en la niebla o que confundí el camino. Cualquier mentira servirá.

Solo prométeme que, si llaman a la puerta pasada la medianoche, no abrirás. Te aseguro que no seré yo. A veces ocurre que las cosas que uno confiesa nunca se van. Permanecen errantes y se alguna forma, quién sabe cómo, acaban encontrando el camino de vuelta.

EFRAÍN DÍAZ

Todos los pueblos tienen historias de amor: los amores eternas, los malogradas, los hay de tragedia griega y los hay tan imposibles que solo pueden sobrevivir en la memoria colectiva. Pero en un pequeño barrio de Trujillo Alto, olvidado tanto por Dios como por los alcaldes de turno, ocurrió algo tan insóluto, que no tenía precedente ni imitación posible. Un amor tan extraño que más de uno pensó que no era amor, sino castigo.

Todo empezó cuando Juancho llegó al barrio. Y convendrá el lector conmigo en que hay llegadas que no son visitas, sino augurios. Tendría unos veinticinco años, alto, fornido, con ese atractivo despreocupado de quien no ha tenido tiempo todavía de arruinarse la vida. Llegó para trabajar en la hacienda de Gonzalo, cuidando la cuadra de caballos de paso fino.

A partir de ese día las muchachas comenzaron a mirarlo con la devoción con que se reza el Santo Rosario en octubre. Pero el destino, que nunca pierde la oportunidad de ser cruel, ya tenía preparada su jugada.

La primera tarde que llovió, Rosaura, mujer ejemplar, respetable y sin fama de desobediente, se levantó de la mecedora como quien obedece una orden. Salió a la lluvia sin paraguas ni explicaciones, atravesó el camino enfangado y llegó hasta la casucha donde vivía Juancho. Él la esperaba, también en trance, como si algún dios olvidadoy aburrido del tedio, hubiese silbado una contraseña.

No hubo conversación. No hubo duda. Se abrazaron con un hambre primitiva, como con deseos reprimidos y se amaron con una pasión que haría sonrojar al Marqués de Sade. Lo hicieron una y otra vez hasta que dejó de llover.

Cuando el sol apareció, Rosaura volvió a casa. Y mientras caminaba, la memoria se licuó como azúcar en café caliente: ni una imagen, ni una culpa, ni un recuerdo sobrevivió. Se desvanecieron entre los rayos del sol.

Chendo, su marido, la recibió con la certeza del hombre que ya huele tragedia:

—¿Dónde tú estabas?

Pero Rosaura solo podía ofrecer silencio y desconcierto. No tenía respuesta. No recordaba nada.

Y para no extenderme en repeticiones, diré simplemente que cada vez que llovía, la escena se repetía: trance, casucha, amor desenfrenado y olvido.

Hay puertas que nunca deben abrirse, pues puede que no nos guste lo que hay detrás. Pero la curiosidad siempre mata al gato y un día de lluvia Chendo decidió seguirla con Tulio. Llegados a la casucha, se asomaron a la ventana y presenciaron la escena. Chendo apretó el machete con la intención de hacer justicia por mano propia, pero Tulio lo detuvo.

—Mire, compadre… eso no es ella. Ni él. Eso es como un embrujo. Solo mírelos. Andan como hipnotizaos.

Y así empezó la procesión de curas, exorcismos, oraciones, magos, espiritistas y gente con largas cadenas, crucifijos grandes y promesas aún mayores. Nada funcionó. El alcalde, al oir la historia, salió de su auto exilio y decretó protección oficial para ambos, no fuera a ser que se registrara una tragedia por celos iracundos.

Las mujeres del barrio suspiraban envidiosas, los hombres vigilaban a sus esposas como si de ganado fino y con abolengo se tratara.

Chendo desarrolló una dependencia enfermiza a los reportes del tiempo. Aborrecía los aguaceros, huía del barrio cuando el cielo se nublaba, y empezaba a caminar con ese aire resignado del que duerme con los cuernos y despierta con la esperanza de que no se noten.

Un día llegó un buhonero que oyendo el rumor, llegó asegurando tener un artilugio infalible para detener la lluvia. Chendo lo compró con desesperación más que con juicio. El mecanismo funcionó y había dejado de llover. Pasaron semanas enteras sin una sola gota de agua.

Pero como ya sabemos, no puede haber felicidad completa. La tierra comenzó a secarse, el río menguó, y hasta los gallos cantaban roncos de sed. El barrio y sus cosechas se marchitaban. Y así, entre el hambre y la vergüenza, Chendo destruyó el artefacto.

La primera lluvia después de la sequía fue celebrada, excepto por Chendo. Rosaura salió nuevamente al trance, y Juancho, como un reloj embrujado, respondió.

Aquella noche, finalmente, Chendo no huyó y lleno de cólera, entró a la casucha machete en mano. Ni Rosaura ni Juancho lo vieron venir. Estaban tan entregados a sus pasiones que ni siquiera sintieron los machetazos que acabaron con sus vidas.

El barrio, que nunca pierde el sentido del espectáculo, les celebró un funeral con pompa y circunstancia. Para fastidio eterno de Chendo, los enterraron juntos, en la misma fosa. Por intentar salvar su honor y por desobedecer la orden de protección dictada por el alcalde, Chendo fue sentenciado a más de doscientos años de cárcel. Una condena cruel, teniendo en cuenta lo que tuvo que soportar cada vez que llovía.

Y todavía hoy, dicen los viejos del barrio que cuando llueve, especialmente cuando la lluvia es fina y persistente, se escuchan los jadeos, las risas, el crujir de tablitas viejas y un amor que ni la muerte logró separar.

Después de todo, hay amores que no nacen: se conjuran.

Y este amor maldito o bendito, según quién lo cuente, es de esos que superan la muerte.

YOMALCKRY OSORIO

Ha dejado de llover al amanecer.

aún el suelo sigue empapado

Como si fuesen lágrimas que no descansa.

Observas cada gota que se adhiere a la ventana.

cada gota es nostalgia pura , es memória y añoranzas de una infância que se resiste a morir .

porque siempre se lleva en el alma .

Ha dejado de llover

El tiempo se lleva todos los recuerdos.

es mucha veces difícil volver a encontramos.

Se vuelven un laberinto inaccesible

Ha dejado de llover al anochecer.

Todo se envuelve en un embrujo y mistério.

MAITE BILBAO

CONDENSACIÓN FINAL

La lluvia se extinguió. Sentí el silencio como una suspensión, una trampa de aire seco. Había contado tres días exactos de percusión contra la chapa de la ventana. Tres días que mantuvieron a Elena callada, y su recuerdo, un murmullo roto y ya inútil en el contestador. Bastó con el peso de su negativa a quedarse para silenciarla por completo.

Me levanté. El aire era, de pronto, más delgado. La casa crujía aliviada, como una caja torácica que recupera el aliento. Para mí, el mundo se recalibraba a una frecuencia insoportable.

Lo primero fue la ausencia, y después, el estrépito vulgar de la vida que regresaba. El motor de un autobús. El ladrido de un perro. Cosas pequeñas, cotidianas, que la furia del agua había tenido la decencia de callar. El mundo se hacía nítido, y eso, lo sabía, era mi condena. Abrí la puerta del balcón. El aliento frío de la humedad me golpeó la cara. Y entonces lo escuché, proveniente del piso de arriba:

El vacío sonoro en el piso de Elena.

Subí las escaleras. La urgencia era una fría resignación. La puerta del 3B, abierta. Me asomé. La radio de la cocina emitía un tenue boletín de tráfico. El silencio, ahora un peso denso, se me incrustaba en los tímpanos. El ventanal del balcón, roto por el vendaval, ya no goteaba.

Pero fue la alfombra lo que me detuvo.

Durante setenta y dos horas no cesó de llover. El agua que entró por la rotura había empapado la alfombra. Había creado una mancha oscura e irregular, demasiado opaca para ser solo agua, un peso extraño en el tejido, como si lo que se hubiera filtrado fuera algo más denso que la tormenta. Me acerqué. Mi oído, ahora quirúrgico, captó la anomalía. Venía de abajo, de las fibras saturadas.

Drip.

Un goteo lento, rítmico, constante.

Drip.

Era el residuo. La condensación que se filtraba a través del suelo de madera, una lágrima póstuma de lo que allí había ocurrido, dirigiéndose hacia su autor. El silencio revelaba el error. La mancha de humedad descubría la sensación de vacío helado en el suelo que la alfombra apenas cubría. El vacío no era solo por la humedad; era por la promesa de futuro que ella había roto, y que yo no pude aceptar. El agua era demasiada. Tenía que arreglarlo. Bajé las escaleras, directo a la fuente de mi ruina. Levanté la cabeza.

Justo en el centro del techo de mi salón, había una pequeña zona abultada, hinchada por la humedad, de la que caía el agua.

Drip.

Caía directamente sobre el contestador automático.

Drip.

El goteo lo había silenciado, anegando el único mensaje que Elena podría haber dejado: la confirmación de que se marchaba para siempre. El drip, amplificado por la mudez del salón, caía sobre el único rastro posible. La fatalidad llegó con el eco de mi propia estupidez.

En ese instante, la figura, negra contra la luz gris del pasillo, llenó el marco de la puerta.

—Juan. Soy Eduardo. —La voz, seca y sin paciencia, me golpeó más fuerte que cualquier trueno.

Me quedé quieto, mirando el goteo sobre el suelo. El ruido era ahora el sonido más fuerte del mundo.

Drip.

El hombre se adelantó. Era el presidente de la comunidad, mi peor vecino, quien siempre había odiado mi música. Sostenía en la mano un pliego de reclamaciones.

—Llevo tres días intentando llamarte. Tu contestador no funciona. Tenemos que cortar la llave general de agua para que esta filtración no arruine mi casa. ¿Es que no me oyes?

Me quedé mirando la figura de Eduardo, el pliego, la luz gris del pasillo. El crimen seguía oculto, ridículamente a salvo. Pero el alivio duró medio segundo. El tiempo que tardó el drenaje en completar su trabajo.

—¿Juan? —Eduardo ladeó la cabeza, confundido por mi silencio—. ¿Qué es ese hedor? Huele raro, Juan. Como a desagüe atascado y… ¿lejía? Te has excedido en la limpieza.

La lluvia había cesado. El hedor se hacía presente.

Maite Bilbao Pérez

SERGIO TELLEZ

HA DEJADO DE LLOVER, HA DEJADO DE DOLER.

Tío Pancho fue desde siempre un hombre especial para mí. Me sentía segura y protegida, nada malo podía pasarme mientras él estuviera allí. Me llevaba a pasear por el parque los domingos en la tarde, me compraba helados de mango o de lulo, y me contaba historias de cuando era niño, de cómo corría por los campos de su pueblo natal, de cómo su abuela le hacía la mejor arepa de queso del mundo, con un queso que ella misma hacía con leche de vaca de la finca. Me gustaba escuchar su voz, que era como un arrullo, y me hacía sentir que todo estaba bien en el mundo.

Pero había algo en Tío Pancho que me hacía sentir… diferente. A veces, cuando me abrazaba, sentía que su abrazo era un poco demasiado fuerte. O cuando me miraba, sentía que me estaba viendo de una manera que no era normal. Me sentía confundida y asustada, pero no sabía por qué.

Tío Pancho se convirtió en mi único refugio, mi protector y mi confidente. Me decía que él se encargaría de todo, que no me preocupara por nada. Pero a veces, cuando me miraba, sentía que sabía más de lo que estaba diciendo. Como si hubiera un secreto entre nosotros, un secreto que no podía compartir con nadie más.

La casa se sentía vacía sin papá y mamá, pero Tío Pancho la llenaba con su presencia. Me hacía sentir que todo estaba bien, que ellos estarían siempre conmigo, en espíritu. Pero a veces, en la noche, cuando la casa estaba en silencio, me parecía escuchar susurros, como si papá y mamá estuvieran tratando de decirme algo. Y Tío Pancho siempre estaba allí, escuchando, observando.

Papá y mamá ya no estaban conmigo, ellos partieron aquel 29 de noviembre. Nunca me quisieron decir qué sucedió. Decían que yo no estaba preparada para esas cosas, que era muy pequeña para entender. Pero Tío Pancho sí lo sabía. Él siempre lo sabía.

Y entonces, las pesadillas comenzaron. Siempre era lo mismo: Tío Pancho entrando en mi habitación, haciéndome cosas que no podía soportar. Me despertaba con el corazón latiendo, sudando frío. No sabía qué hacer, no sabía a quién acudir.

Aquella última noche, la lluvia golpeaba contra la ventana de mi habitación, un ritmo monótono acompañaba mis pensamientos. «Ha dejado de llover» , pensé, mientras miraba por la ventana. Un atisbo de sonrisa nació de mi boca, mientras el canto de un pájaro lejano me hacía compañía.

Entonces, fui a dormir con él, para evitar soñarlo de nuevo. Me acosté a su lado, sintiendo su calor y su respiración lenta y profunda. La oscuridad se cerraba sobre nosotros, como una manta pesada. Me quedé allí, quieta, esperando… Su lápida estaba fría. Siempre agradeceré haber sido más rápida, aquel último día.

JUAN C VALTIERRA

Ha dejado de llover

Y sobre el tema de la semana pasada puse las cartas sobre la mesa. En este cuento encontrarás una pequeña referencia.

La imagen la vi el día de hoy en la feria internacional del libro en GDL.

Ha Dejado de Llover

Por Juan C Valtierra

Don Efrén lleva tres días sentado en el quicio.

—Ha dejado de llover.

Pero don Efrén se ahogó en el arroyo hace dos temporadas.

La tierra nunca fue generosa.

Llovió cuarenta y dos días. Desde que llegó el hombre del maletín. Nadie preguntó su nombre.

Se hospedó con la viuda Remedios. Pagó con billetes nuevos. Cuando la viuda quiso contarlos otra vez, ya no estaban.

Esa noche sacó un juego de naipes. El maletín era chico, no le cabía ni una camisa. Pero sacó los naipes. Luego una vela. Luego un rosario sin cruz. La viuda dejó de mirar.

Los naipes manchaban de rojo.

—Sobre la mesa —murmuró.

Siguió lloviendo.

Don Efrén perdió sus tres gallinas. Amanecieron flotando. El agua olía a dulce. A carne dulce. Las moscas zumbaban aunque seguía lloviendo.

El forastero no comía. Tampoco sudaba. El calor después de la lluvia se pegaba en las paredes como miel podrida. Pero él no sudaba.

Ausencio le preguntó:

—¿Pa’ qué?

El forastero levantó la vista.

—Pa’ que salga.

A la mañana siguiente don Efrén llegó. Barro rojo hasta las rodillas.

—Le abrí la cabeza al hermano de Crescencio.

El zumbido de las moscas.

—Con la piedra del metate.

El zumbido.

—Se le salían los sesos.

Crescencio entró. Cojeaba. Nunca había cojeado.

—Yo sabía.

Luego don Atenógenes. Luego la maestra Lupita. Luego el boticario. Uno tras otro.

Diciendo.

El forastero contaba. Sus dedos cada vez más rojos. Cuando terminaron, guardó todo. Se fue descalzo. No dejó huellas.

Don Efrén dijo:

—Ha dejado de llover.

La tierra se cuarteaba. Crescencio dejó de hablar. La maestra se fue. El boticario colgó un letrero: “No hay remedio.”

La viuda oye barajar por las noches. Baja. El maletín está abierto.

Mi abuelo conoció a un hombre igual. Hace cincuenta años. Cuarenta y dos días.

Las conté.

Veintitrés.

Sólo confesaron veintidós.

Las volví a contar.

Veinticuatro.

Don Efrén me mira.

—¿Cuándo se ahogó usted?

—El martes.

Tiene los dientes llenos de lodo. Sonríe. De su boca sale una mosca.

Paso frente al espejo.

Mi reflejo tiene los dedos manchados.

Oí barajar.

El forastero estaba en mi mesa. No levantaba la vista. Contaba. Sus labios no se movían pero contaba. Uno. Dos. Tres. Tenía la boca llena de tierra negra.

Afuera empezó a llover.

Las gallinas de don Efrén siguen en el corral. Llevan cuarenta y dos días ahí. La piel se les cae en tiras. Pero siguen moviendo las alas.

El forastero sigue contando.

Veinticinco.

Veintiséis.

No levanta la vista. Sus ojos son blancos. Sin pupilas.

Veintiséis.

Veintiséis.

Veintiséis.

Se quedó ahí. En veintiséis. Repitiendo. Como disco rayado. Como letanía.

Afuera las gallinas siguen moviendo las alas. Aunque ya no tienen cabeza. Nunca tuvieron cabeza. Lo acabo de recordar. Don Efrén se las cortó antes de que empezara a llover.

Hace cuarenta y dos días.

O hace cincuenta años.

El forastero levanta la vista. Me mira con esos ojos blancos. Abre la boca llena de tierra. Dice:

—Veintiséis.

Y entiendo.

Veintiséis confesiones. Veinticinco personas en el pueblo.

Y yo.

El forastero sonríe. La tierra le cae de la boca sobre la mesa.

Pone un naipe frente a mí.

Tiene mi nombre.

Siempre tuvo mi nombre.

Don Efrén sigue en el quicio. Repitiendo:

—Ha dejado de llover.

Pero sigue lloviendo.

Siempre siguió lloviendo.

El agua sube. Ya me llega a los tobillos. Huele a dulce. A carne.

Las gallinas flotan hacia mí. Sin cabeza. Moviendo las alas.

El forastero espera.

El naipe frente a mí.

Manchado de rojo.

Afuera don Efrén se ahoga otra vez.

O por primera vez.

Y yo abro la boca.

Para confesar.

BELBEL L

LA GRAN RIADA

El agua no paraba de caer. La calle empezaba a inundarse cada vez más. Mi padre sufría por mi hermano mayor que aún no había llegado a casa. Llegaría de un momento a otro, – se dijo. Y en cinco minutos apareció arrastrándose como pudo con el agua hasta las rodillas. Mi padre con el rostro serio iba y venia del despacho al comedor. El despacho tenía un balcón que daba a la calle. Ahora herméticamente cerrado con dos ventanitas por donde podíamos ver todo lo que estaba pasando. Mi hermano mediano y yo teníamos prohibido ir al despacho, pero en algún descuido de mi padre nos escapábamos corriendo a fisgonear lo que pasaba. Delante de mí había una cantidad de agua que nunca antes había visto. De color marron, sucia. Los coches habían desaparecido y los autobuses daban vueltas como dados en un cubilete.

Empecé a tener miedo cuando papá nos dijo: «hijos míos, vamos a rezar». Yo solo tenía seis años y no sabía rezar apenas. Recé como pude sin saber muy bien por qué. Yo aún no había hecho la Primera Comunión. Sí el resto de mis tres hermanos. Mari, 15 años, Javier, 13, Luis 8. .Ellos rezaban con más devoción. ¿Y mamá? Estaba tumbada en un sofá, pero también rezaba. «Papá, -pregunté con preocupación. ¿Por qué mamá está en el sofá?» Mi padre, serio, pero con ternura, me agarró de los hombros y me dijo. «Mamá no se encuentra muy bien. Está un poco mareada. Vas a tener un hermanito». Yo ni me inmuté porque no le entendí. Me dijo que lo tenía en la barriguita y no paré en todo momento de mirar la barriga de mamá. «¡qué raro!»- pensé. Pero callé.

Serían las diez de la noche cuando mi padre abrió la puerta de la calle. Vivíamos en un primer piso. Y empezó a contar los escalones inundados ya de agua. El agua iba subiendo, ante el sufrimiento disimulado de papá.

Mirando el patio y el cielo era todo un espectáculo de colores, rayos violeta, blancos, rojos y muchos relámpagos. Para mí era fascinante. En mi inconsciencia estaba viviendo una aventura.

Lo que vino después, ya me asustó más. Por los tejados se oían gritos de «socorro, socorro». Mi padre vino corriendo al cusidor, cuyo ventanal daba a nuestro patio y de allí a los tejados, por si tenía que ayudar a alguien, supongo. Y por si nosotros también teníamos que subirnos a un tejado, tal vez.

No supe nada más porque mis hermanos mayores nos empujaron a la cama a Luis y a mí, no sin antes refunfuñar lo nuestro. Y a la mañana siguiente me despertó el teléfono. Era mi tío Paco desde Madrid. Oí la mitad de la conversación porque mi mamá y él hablaban mucho en francés (habían nacido y criado en Tánger). Entonces Tánger era protectorado español y colonia francesa, pero sí le oí decir. «Sí Paco, ha sido espantoso». O sea que mi tío lo sabía. ¿Por quién? Lo supo por la radio y la tele. Fue una gran catástrofe.

Para mí fue como vivir siendo la protagonista de una película. Y eso se me quedó grabado en la memoria para siempre. No olvidé ni un solo detalle de aquella fatídica noche ni de los días posteriores. Mi miedo se hizo patente con el paso de los años.

Esa mañana, sobre las once, los bomberos nos desalojaron de casa pues había un socavón ancho y profundo delante de la puerta de entrada.

*Había dejado de llover.

BLANCA CERRUTI

LA VUELTA AL HOGAR

Ya llevaban tiempo esquivándose. Miguel volvía cada día más tarde del trabajo. Ana evitaba preguntar por temor a la respuesta. Entre los dos se había abierto algo que no sabían nombrar, pero hacía que ya no se buscaran como antes.

Aquella mañana de sábado, después de un desayuno en silencio.

—Ana, tenemos que hablar —dijo Miguel sin mirarla.

Ella se tensó. Por un momento pensó en posponerlo una vez más, sin embargo, estaba tan agotada de contenerse.

—Tienes razón, Miguel, deberíamos hablar antes de que todo se derrumbe sobre nosotros y nos sepulte.

Decidieron ir a pasear por el campo, la pradera por donde solían hacerlo cuando empezaron su relación. Querían hablar lejos de las rutinas de la casa, de los silencios espesos, ya casi diarios.

Caminaron despacio, callados.

—No entiendo por qué ya no me cuentas nada —dijo Ana rompiendo el silencio— siento que vivo con un desconocido.

—Quizá por miedo a que no me comprendas —respondió Miguel, con una mezcla de tristeza más que de reproche.

El diálogo recién iniciado era frágil. Pero caminaban cogidos de la mano y eso ayudaba a no sentirse enfrentados.

El cielo estaba nuboso, pero no como para presagiar una tormenta que, en pocos segundos, se hizo presente con un horrísono trueno seguido de otros más lejanos, y la lluvia arreció como si no hubiera un mañana.

Afortunadamente, la caseta de un pastor estaba a pocos metros y pudieron refugiarse en ella.

Ana se abrazó a sí misma, siempre le habían impresionado los truenos y estaban sonando muy seguidos. Miguel lo sabía, se acercó y la abrazó y ella lo sintió cercano como hacía ¡tanto tiempo que no lo sentía…!

Los truenos se fueron espaciando, pero la lluvia seguía arreciando.

Se sentaron en un par de taburetes que tenía el pastor, y se miraron a los ojos.

—¿Qué nos está pasando, Miguel? —preguntó Ana. Yo te quiero y sigues siendo importante en mi vida.

—Yo también te quiero —pero, tengo tanto miedo a decepcionarte que me bloqueo y me encierro en mí mismo dando lugar a que pienses que te oculto algo.

—Y yo temo preguntarte por miedo a la respuesta.

—No soy perfecto, Ana.

—Nunca quise que lo fueras, solo deseo que estés en mi vida. Si tienes un problema no te refugies en el silencio, compártelo conmigo y tratemos de solucionarlo juntos.

La lluvia seguía repiqueteando sobre la uralita del tejado de la caseta. Pero para ellos, se había convertido en una música que los envolvía dejando fuera todo lo que habían callado y había estado a punto de acabar con su relación.

Por fin, la lluvia dejó de oírse. Miguel se levantó y abrió la puerta de la caseta.

—Ha dejado de llover —dijo con un tono de voz cálido que acarició el corazón de Ana. Ella se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—Sí —la tormenta ya queda lejos.

—También a nosotros ha vuelto la calma —dijo Miguel abrazando a su esposa.

Abandonaron la caseta. Respiraron profundamente el olor a tierra mojada y emprendieron el regreso a casa, que sería de nuevo su hogar.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

El cazador

Nubes entrelazadas que agitan el existir de la lluvia que acaricia la hierba fresca de la sabana.

Nubes grises que envuelven la tierra húmeda, cuando deja de llover.

Nubes que bailan y se esconden para no dejar salir las gotas de agua fría, que apagan el fuego de la paja seca en la pradera.

Cuando deja de llover el aroma se esparce por el bosque húmedo regado por la lluvia. Esa tierra mojada invita al suspiro del cazador que busca a su presa.

Jadeante va el cazador tras la presa, buscando la huella que ha borrado la lluvia, cuando dejó de llover.

Cazador que no se rinde, sigue el sendero donde se esconde el venado que calma el hambre de la familia, que espera en la infinidad del bosque.

Tras horas de búsqueda, la suerte decide romper la simetría de la persecución.

El hombre llega a un pequeño claro. No hay viento. El aire está quieto y frío.

Allí está el venado. Un macho joven, con una cornamenta incipiente. Está bebiendo agua de un charco, ajeno a la presencia silenciosa que se ha deslizado entre los robles. En el silencio absoluto, solo se escucha el sonido húmedo del agua al ser sorbida.

El cazador no siente euforia, solo el peso helado de la necesidad. Sabe que un solo movimiento equivocado significará el fracaso y el regreso a casa con las manos vacías. Levanta la vieja lanza, su punta de obsidiana tiembla ligeramente por el esfuerzo.

El venado detiene su trago. Alza la cabeza. Sus ojos oscuros y grandes se encuentran directamente con los ojos del cazador. No hay tiempo para la súplica ni para el miedo; solo un instante de reconocimiento mutuo. El animal entiende la regla fundamental del bosque: una vida debe ceder para que otra continúe.

El cazador no duda, el hambre de sus hijos es un motor más fuerte que cualquier piedad. La lanza viaja, rápida y certera, rompiendo la calma del bosque.

El venado cae al barro.

El silencio regresa, pero ahora es un silencio cargado. El cazador se acerca. Se arrodilla junto al cuerpo caliente y retira la lanza con un movimiento rápido y limpio. Pasa la mano por el cuello aún tibio de la bestia, no como un vencedor, sino como alguien que ha participado en un sacrificio sagrado.

El sacrificio de la bestia que salva la vida de infantes y progenitores. Alabanzas se dan a la Madre Naturaleza que provee el alimento.

Rayo de luz que brilla entre las nubes, que sale y riega el verdor del bosque.

MARÍA JOSÉ AMOR

LA GRAN TORMENTA _Para el tema de la semana

Las moscas estaban pesadas aquella tarde de verano, Lourdes no paraba de espantarlas quejándose de que de esta manera no acabaría jamás el jersey para su nieto.

En éstas, llegó el niño corriendo y gritando:

“¡Abuelaaaa, dame aquello de los mosquitoooos!” dijo el crío mostrando una la pierna acribillada de picaduras.

“Pero ¿ya has vuelto a ir al estanque?”

“No abuela, estaba en el jardín jugando a pelota con Luis”

La abuela, se levantó y fue a buscar el frasco de amoníaco. De repente, notó una pesadez enorme en la cabeza,

“¿Me habrá vuelto a subir la presión otra vez?” se preguntó.

Fue adonde estaba el niño y notó una sensación de malestar, como si tuviese frío y calor al mismo tiempo. Tras ponerle el remedio al crío se sentó, cogió el jersey en ciernes, pero era incapaz de dar un punto. Sentía sensación de agobio. Y para su extrañeza, ella, tan movida, no tenía ganas de hacer nada. Pero ni quieta estaba a gusto. Se sentía incómoda por dentro. Y más extraño fue la aparición repentina de Lúa, la perra Labradora, temblando e intentando refugiarse en su regazo.

Miró al cielo. Enormes nubarrones se acercaban mientras se escuchaba un trueno lejano.

Sin saber qué hacer, entró en la casa y maquinalmente se dirigió a la cocina resuelta a prepararse un café confiando que, acompañado de una aspirina, la devolvería a su estado normal.

En esas estaba, cuando una inmensa luz iluminó toda la cocina mientras la luz del techo se apagó y simultáneamente, un el ruido de un inmenso trueno hizo vibrar el suelo y las paredes.

Muerta de miedo, fue a una silla y se sentó. Lúa, que la había seguido desde el jardín, se pegó más a ella temblando de miedo.

Segundos después, un viento huracanado comenzó a batir las ventanas abiertas mientras se oía caer un inmenso diluvio.

Todo estaba oscuro entonces. “¿Me habré dormida y estará anocheciendo ya?”, pensó.

Como pudo, miró el reloj y vio que solo eran las cinco de la tarde. “Temprano para estar oscuro en el mes de agosto” pensó.

Y la lluvia seguía cayendo y cayendo.

Pasado bastante rato, Lúa comenzó dejar de temblar: “buena señal”, pensó ella.

Pasó otro rato más y el ruido de la lluvia fue amainando, mientras algo de claridad volvía a entrar por la ventana. A su vez, Lourdes notó como el dolor de cabeza y el malestar iban desapareciendo.

Finalmente, el ruido de la lluvia cesó, la lámpara del techo volvió a dar luz y el sol, ahora sí del atardecer, entró por la ventana.

“Ha dejado de llover seguro”, se dijo Lourdes , dirigiéndose al jardín a disfrutar del olor a tierra mojada, cuando vio salir rauda a Lúa a jugar con el agua, como corresponde a los perros de su raza.

SILVIA GALLARDO

ha dejado de llover tierra absorbió los sollozos de la tristeza que ahogaba,,

por la sequía que. limitó los caminos donde antes florecieron los árboles que amorosamente nos dieron sus frutos

,Vuelve, lluvia,bendice nuestros pasos y oculta nuestras lágrimas que se conjuga n con tu fresca caricia aunque se inunden nuestros ojos

recuerdo la dulce infancia vestida de fantasia cuando miraba elcielo cargado de nubes negras-¡ya va a llover! y los relámpagos que hacian explotar esas nubes, cargadas de tanto dolor, me daban miedo y corría a pesar de que su luz encendia el cielo y alumbraba los caminos denuestros tímidos pasos.

La tristeza y la melancolía inmersos en esas escenas infantiles cuando se reunían los niños para dejarse acariciar por el agua del cielo, así se llevó el tiempo esas reminiscencias de la dulce infancia. no importaban los regaños los ágiles pies de infantes que disfrutaban brincar enmedio de charcos que se formaban como si fuera una pista ybrinco tras brinco volvía sus ropas y sus zapatos un caos de lodo y empapados soltaban carcajadas y reian con dulzura e inocencia, esa que solo nace de las almas puras que solo necesitan la locura de la naturaleza para regalarles el privilegio de la felicidad sana y transparente. la lluvia hacia marchar las gotas, convertidas en soldaditos y a ese compás brincaban sobre ellos en una guerra inocente y divertida

pero el tiempo pasa y la niñez empieza a caminarhacia los años maduros, entonces a se apaga la fantasía.

ha dejado de llover y se apagan las sonrisas y la algarabía infantiles, los soldaditos se hundieron en. las grietas que se quedaron en los resquicios de agua y sol

ha dejado de llover, se apagaron las risas, los juegos de la infancia, ya no existen los soldaditos ni se escucha su marcha clip, clip quedaron en el olvido los brincos de los niñosdonde danzabansus pies, se volvieron charcos que eran en su imaginación, el océano dondenavegaban también sus barquitos de papel . ahora a través de la ventana, y ju nto a ella la silueta cansada de quien observa su pasado,con su rostro bañado de recuerdos .

Ha dejado de llover,se apagaron las sonrisas los juegos infantiles

el tiempo los dejo marcados en las miradas melancólicas de esos rostros que rescataban a través de una ventana las vivencias de la dulce e infalible infancia

Ha dejado de llover ese tiempo caducó y aunque el cielo llora, se vuelve un canto de nostalgia y tristeza, las lágrimas se volvieron notas de despedidas,solo quedó la tenue llovizna de un tiempo que no volverá

la primavera dejo de florecer; lacubre ahora el invierno que hiela los huesos y la piel de los años mozos

dejó de llover pero florecerán las semillas de nuevas esperanzas

Dejó de llover

CÉSAR TORO

Ha dejado de llover.

“Llueve y escampa” decía un personaje de la política a finales del siglo XX. Sin embargo, desde que se fue… no ha parado de llover. Comenzó con un aluvión que arrasó todo a su paso dejando mu3r73, desolación y continuó con hambre, miseria, violencia, migración y demás calamidades y amenazas de guerra; hasta la esperanza se ha llevado el vendaval, ya no sabemos ¿qué va a pasar? Ni en quien creer o si algún día amainará la tormenta, pero no perdemos la fe, estamos convencidos de que Dios se apiadará, tendrá misericordia de sus hijos y como aquella noche oscura en la barca, con una palabra, calmará la tormenta y vendrán ríos de paz y alegría. Los esposos volverán al hogar con sus esposas, los hijos se reunirán con los padres, los hermanos se fundirán en un abrazo sincero y todos compartirán la mesa como una sola familia, al son alegre de una gaita maracucha.

Pues, ha dejado de llover.

YOLANDA PINA REY

Quizás no sea el relato más bonito.

Puede que no sea el mejor escrito.

Pero espero que os emocione y os toque el corazón.

Ahora que ha dejado de llover, voy a por él yo.

No te rindas, amor, por fin ha salido de nuevo el sol.

Y estoy a un solo paso de abrazarte el alma y besarte los labios.

Ya voy en ese avión rumbo a tus brazos con una sonrisa de pura emoción.

Y es que ahora que ha dejado de llover, nos volvemos a ver.

Porque cuando los sentimientos son puros y verdaderos, por mucha lluvia que caiga, siempre volverá a salir el sol.

EL IDIOTA

Dejó de llover.

Fue solo una pausa, la distancia que marcaba la naturaleza entre una y otra repetición del mismo fenómeno, como si las, nubes tomaran una fuerte inspiración y tomaran aliento para continuar con su llanto.

Federico se empeñaba en querer volverlo a la vida, a la felicidad de los días cuando paseaba por el campo en compañía de Enertico, enseñándole los trucos de la naturaleza, su lenguaje de silencio.

Emma, la esposa, no se cansaba de explicarle que lo normal no era la lluvia, sino los días de sol, que Dios ordenaba al mundo, cada cosa en su tiempo y lugar y le asignaba un fin, un propósito, que nada faltaba ni sobraba. También establecía el tiempo de llegada y partida, que de nada servía el llorar ni las blasfemia, ni los gritos, tampoco la rabia ni las lamentaciones ni las oraciones dichas sin fe porque Dios no les presta atención.

No buscaba consuelo ni sermones, sin embargo, sabía que uno de los dos — la lluvia o él—no tenía sentido de existir después de que la corriente del río crecido se llevara a Ernestico, a su muchacho travieso y curioso que le preguntaba como si los abuelos lo supieran todo.

Había visto llover muchas veces, tantas que ya no le interesaba el milagro que realizaba al mojar la tierra y calmar la sed de las plantas y hacer crecer la hierba que alimentaba al ganado.

La odiaba. También odiaba cuando alguien, sin él preguntar, le decía que había dejado de llover como si fuera una buena noticia y su deber fuera alegrarse cuando en realidad esperaba que nunca dejara de llover y el agua inundara el río, las calles y las casas hasta ocultar las montañas azules que se veían desde el patio y no le dejara respirar y morir para encontrarse flotando boca arriba como mismo encontraron al nieto y juntos viajar en busca del mar, como hacen los ríos.

AXY LINDA

—Y dicen que después de la tormenta viene la calma… ¡Qué gran mentira! Ahora viene lo peor.

—No tiene sentido lamentarse, ¿para qué? Solo nos queda resignarnos y ver qué pueda servir.

Pedro y Rocío, con una profunda tristeza, regresan al pueblo. Al igual que ellos, van llegando los demás pobladores: algunos lloran desconsolados, otros caminan en silencio, como autómatas. Parecían víctimas de un bombardeo; pocas construcciones resistieron los embates de la naturaleza.

—Vamos, Rocío, debemos agradecer que nuestros hijos no estaban aquí y que nos evacuaron a tiempo, cuando el río estaba a punto de desbordarse. Otros perdieron hijos, padres, hermanos… Tú y yo estamos bien. Tal vez recuperemos algo.

—No, Pedro, no me quejo por nosotros. Solo que no puedo permanecer indiferente ante la pérdida de vidas humanas. ¿Cómo no sentirlo?

Al llegar, encontraron su casa en pie… pero saqueada.

Afuera se oyen gritos de gente que, del dolor, pasa a la indignación y al enojo al ver también ultrajados sus hogares.

—¿Cómo es posible que haya gente que se aproveche de las desgracias?

¡No ha dejado de llover en nuestros corazones!

Entonces se escuchan altavoces anunciando que traen víveres, colchonetas, cobertores, ropa y casas de campaña.

Un tráiler lleva una manta que dice: “Estamos con ustedes, hermanos”, seguido por otros cargados con materiales de construcción, ingenieros y trabajadores voluntarios.

Después de tantos días de intensas lluvias; ahora, llega una lluvia de esperanza y fe.

ARCADIO MALLO

Último silencio

Ha sido un día de invierno. ¡Un duro día de invierno! La lluvia, incesante, golpeaba las ventanas, empujada por las rachas huracanadas de viento enfurecido que, por momentos, prometía llevarse los cipreses que cierran la finca y dan abrigo da la casa de los vientos de Este. Pero hoy era Norte. Norte puro, directo del mar, directo del Polo Norte. Porque además hizo un frío inhóspito, más propio de enero que de este diciembre recién empezado.

Me senté en el sillón del ventanal grande desde donde disfruté las puestas de sol en verano. Al fondo, el océano Atlántico mostraba toda su furia moviendo arena, rompiendo piedras. Se oía el rugido dentro de la casa, incluso con la ventana cerrada. Poseidón estaba muy enfadado. Mucho a juzgar por su amado océano. A la espalda, de vez en cuando, escuchaba el crujir de la leña, alimento del fuego que calentaba el salón desde la chimenea. En las manos, «Le dedico mi silencio», de Vargas Llosa. No deja de resultarme metafórico el título del último trabajo, preludio de su silencio a partir de ahí.

Me dispuse a leer. Debería estar recogiendo todos mis trastos y terminar de una vez de empaquetar todo. No me quedan muchos días para irme de aquí. Ya no recordaba el lío que es una mudanza. Hace cuarenta años no me dio tanto trabajo. Es cierto que, por entonces, no tenía tantos trastos ni tantos recuerdos. Me voy al interior. Sé que echaré en falta este mar y esta lluvia, por muy molesta que sea a veces. No leí. Me quedé absorto mirando el horizonte, el ir y venir de las olas, las cortinas de lluvia que se venían venir desde el horizonte…

Hace un rato ha dejado de llover. No durará. Por el archipiélago que rompe el horizonte se ve venir la lluvia. Me he abrigado y aprovecharé para salir al balcón a respirar la humedad fría con olor a mar de esta tierra. Aquí queda una buena parte de mi vida, entre estas cuatro paredes, mi única compañía los últimos años. La soledad es una condena a mi edad. Pero ha sido mi gran privilegio hasta ahora. La vida da muchas vueltas, como el mar un día de temporal. Como la lluvia un día de invierno, yendo y viniendo, dejando su huella inconfundible. Solo me queda disfrutar hasta la última lluvia, hasta mi último silencio.

LETICIA R MENA

HA DEJADO DE LLOVER

Querido mío:

Mi ánimo parece hoy asemejarse al día, a todos los días de este último mes, que no parece querer acabarse nunca: gris, húmedo y triste, inmensamente triste sin ti.

A través del cristal veo el parque, aquel lleno de niños cuyos gritos se colaban por las ventanas abiertas, mientras nosotros jugábamos a seguir enredados en las sábanas.

Hoy no hay niños en el parque, ni gente, ni nada.

Ha dejado de llover. La gente que va y viene apresurada, queriendo huir del frío supongo, lo hace con un paraguas colgando del brazo. Como si ese simple objeto careciera de importancia una vez pasado en chaparrón. Un adorno que dejarse olvidado en cualquier parte, para echar en falta al sentir la primera gota de lluvia en la cara.

Ha dejado de llover, pero ha llovido tanto, que mi corazón ha estado a punto de ahogarse, en ese inmenso mar salado propio que se ha formado con tu ausencia.

Pero ninguna tormenta dura lo suficiente como para olvidar la existencia del sol.

Aunque aún goteen los tejados húmedos de lluvia, también las briznas de hierba dejan resbalar minúsculas gotitas hacia el suelo que las alimenta.

Y también se puede aprender a amar las tormentas y a saber que ellas también lloran al llover. Que tienen su propia tristeza.

Querido, no sé si aún mío, te he dicho ya que ha dejado de llover.

FRAN KMIL

Ha dejado de llover.

Los vientos siempre habían soplado desde el norte, trayendo consigo la frialdad húmeda del continente. Esa humedad, transformada en diminutas gotas de rocío que brillaban al sol como perlas cristalinas, se posaba únicamente sobre las rosas, y solo sobre ellas. Era un capricho de la naturaleza que, con el tiempo, había dejado de sorprender a los habitantes del pueblo, quienes ya lo aceptaban como parte del orden del mundo.

Pero aquella vez los vientos enloquecieron. Llegaron del sur, cargados de un olor áspero y un sabor a sequedad. Una arena fina se adhirió a los árboles y a las paredes de las casas… aunque no tocó las rosas ni las ropas tendidas en los cordeles.

Emilio, fervoroso discípulo de San Juan, interpretó el fenómeno como un anuncio del fin de los tiempos. Redobló sus condenas contra adúlteros, fornicarios, prostitutas y todo aquel que, según él, caminara lejos del camino recto.

La gente, inquieta por la extrañeza del clima, lo escuchaba en silencio o fingía hacerlo para no provocarlo. Aun así, compartían una misma intuición: la arena traída por vientos imposibles presagiaba algo. No sabían qué, pero estaban convencidos de que sería malo.

“Las desgracias no llegan solas —repetían—; si esta apareció, detrás viene otra peor”.

La tormenta estalló sin aviso. Lluvias fuertes y vientos furiosos azotaron al viejo algarrobo frente a la tienda —el mismo que meses antes había sido declarado símbolo del pueblo— hasta quebrarlo. Las matas de coco de Eduviges se inclinaban como feligreses arrodillados, besando la tierra en un gesto de devoción forzada.

Y aun así, muchos se alegraron: hacía demasiado que no llovía, y confiaban en que el agua arrastraría la arena y devolvería al pueblo su limpieza habitual.

Tres días y tres noches rugió la tormenta. Al amanecer del cuarto día, con la misma brusquedad con que había llegado, cesó.

Y fue entonces cuando la vieron: una mujer vestida de rojo avanzando por la calle, lenta, cadenciosa, moviendo las caderas como una modelo sobre la pasarela. Caminaba con los brazos abiertos, como quien anuncia una revelación.

—¡Vengan a mí los sedientos de justicia! —proclamaba.

—¡Vengan los limpios de corazón!

Cireneo, curtido por demasiados falsos anuncios del fin del mundo, tomaba café en su silla de playa en el balcón. Al oírla, se puso de pie y observó cómo no acudían ni los limpios de corazón ni los sedientos de justicia, sino la policía. La mujer, con los brazos aún extendidos, preguntó con serenidad:

—¿Por cuál de mis buenas obras me condenan?

A Cireneo le recorrió un escalofrío. Aquella frase resonaba en su memoria como un eco antiguo, asociado a un final trágico cuyo nombre no lograba recordar. Sabía, sin embargo, que había sido un final amargo.

Sintió el impulso de intervenir, quizá movido por la belleza casi feroz de aquellas piernas que la tormenta dejaba relucientes. “La belleza no puede ser mala”, se dijo, aun sabiendo por experiencia que la belleza también engaña.

Pero no hizo nada. Recordó que su misión, o eso creía él, era ser testigo y no actor.

Regresó a su silla. El café ya no humeaba. Estiró la mano para tomarlo cuando un disparo desgarró la calma recién recuperada.

Alzó la vista justo para ver a la mujer de rojo desplomarse, mientras los tres policías, con el rostro desencajado, miraban en todas direcciones, armas en mano, buscando al verdadero tirador.

CARMEN BERJANO

El pasado se ha colado de golpe por la ventana. Quitándome la sonrisa y llenando de bruma mis ojos. Tu recuerdo se ha atragantado en mi alma y no hay manera.

Respiro. Aprecio todo lo bueno que trae tu ausencia.

Ha dejado de llover.

CARINA JUDITH

Papá luchon

La ñata contra el vidrio, otra vez… Dibujas corazones en el espacio en el que tu aliento empaña el vidrio.

Te diría que no esperes, pero no me vas a escuchar y te vas a enojar conmigo, y me vas a decir mala con tu boca chiquita.

Me gustaría decirte que seguro anoche estuvo de asadito o que se le extendió el match, pero no puedo.

Me gustaría contarte que a él le alcanza con la foto para Instagram, con «La Magnífica» aún sin tocar, para que se vea la marca. Como si llevarte una vez al mes a una hamburguesería cubriera todos los huecos en el alma que te dejan los otros 29 días. Pero me callo.

—¿Matute, jugamos a la rayuela en la galería? Ha dejado de llover y no hace frío. —¿Puedo comer un yogur primero? Tengo hambre.

Y ahí, la puta angustia que venía controlando hizo lo suyo: primero una lágrima y después cien.

¿Cómo te digo que tu papá le dijo al juez que solo podía pagar por vos ciento diez mil pesos? Ciento diez. Y el juez dijo que estaba bien. La solidaridad varonil es un asco.

Ciento diez mil. Una zapatilla, una sola. O seis kilos de carne, o media cuota del colegio parroquial. Cinco cuadernos, o diez kilos de milanesas de pollo y cinco kilos de fruta. Treinta y cinco sachets de leche y un cacao. Ningún yogur.

—No llores, mami, vamos a jugar al veo veo. Empiezo yo. Veo veo. —¿Qué ves? —Una cosa. —¿Qué cosa? —Maravillosa. —¿De qué color? —Color, color… ¡Fabulósico! —¿Fabulósico? —¡Sí! Es color mamá con mucha muchosidad.

Entiendo, mi Sombrerero Loco; vos me hacés sonreír el corazón cuando me convertís en Alicia.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Tema semanal.

Mariana, severiano y Ramón, se han reunido para pensar que es lo que va a pasar con sus cosechas si no empieza a llover de nuevo.

Mariana les dice que no entiende porqué de pronto ha dejado de llover, que tienen que intentar algo para que regrese la lluvia, y no se pierda lo que han sembrado, pues de eso viven, deciden hablar con los demás habitantes del pueblo para pedirles que se unan a ellos en sus rituales para pedir que regrese la lluvia, que piensen que no sólo es para sus cosechas sino es necesaria el agua para poder vivir.

A este llamado, al día siguiente acuden la mayoría de los pobladores, con la firme creencia de que Unidos, pedirán por la lluvia y que esta llegará. Algunos comienzan a danzar, otros a hacer un canto dedicado a la madre naturaleza pidiendo que escuche sus ruegos y haga caso a sus necesidades.

Al día siguiente vuelven a reunirse para pedir porque regrese la lluvia, pues aún no hay respuesta, algunos de ellos sabían algunos rituales de magia negra, y querían ponerlos en práctica, más muchos se oponían diciendo que eso les traería mala suerte en vez de beneficiarios.

Ahora con todo esto que estaban sufriendo habían comprendido, que deberían ser más precavidos y cuidar el agua, que es vital para subsistir, se prometieron unos a otros, que cuidarán más el agua y se apoyarían, para que sus cosechas no se perdieran.

En eso estaban, cuando cayó el primer trueno, luego otro,nel cielo se nubló por un momento y al fin descendió ese líquido especial que valía oro para ellos.

Se abrazaron, bailaron, cantaron agradeciendo que al fin lograrán que lloviera.

Y a la vez se dieron cuenta que con solidaridad, amistad y apoyo se logran mejor las cosas.

ANTONIO PRADES

Petricor

Ramón hacía varios años que dormía a pausas. En una de esas pausas empezó a escuchar la lluvía. Era un día normal, un día pintado en negro en el calendario, sin color de fondo. Sabía que jamás conseguiría acostumbrarse a estar en cama hasta tarde, pero esa mañana le costó resistir la tentación de taparse con la manta. San Isidro labrador, que ni había quitado el agua ni puesto el sol, le impedía tirar el día para adelante.

Entre aquellas sábanas de franela, el tiempo pasaba más lento de lo que él podía soportar. Consciente de estar ya en la prórroga, vivía resignado a pasar sus últimos días en busca de un poco de paz en el entreacto de una paella familiar de domingo y otra. Qué poco le gustaban aquellas comidas desde que no estaba Milagros. Su Milagros. Cuando la muerte llamó a su puerta, le pilló en pijama y sin peinar. Nadie lo esperaba.

Ella había sido una mujerona, de muslos y cuartos traseros gruesos, de las que a él le gustaban. Salada y descarada, como la lengua de un pirata, de presencia imponente y pecho generoso. Sobre todo, era fuerte y enérgica como una yegua de tiro y arrastre. Nunca confió en la gente demasiado quieta. Beber agua estancada siempre es peligroso, repetía hasta el aburrimiento. Era tan valiente y tranquila que, a veces, a él se le había olvidado que también sufría.

Ojalá hubiera podido disfrutar más de ella y de los niños. Ah, los niños… antes de volverse gilipollas, cuánto los quería. En retrospectiva, casi todo parece más bonito, aunque en realidad aquellos años no fueron especialmente felices. Él era el hombre de la casa y, como tal, no podía fantasear sólo poner la mesa. Ahora esperaba un final que no llegaba, como el que está cumpliendo una condena y tacha los días en grupos de cinco.

El repiqueteo desordenado de la lluvia, tras la fuerte tormenta, era la señal. Era el momento de ponerse en marcha. Fue a la cocina y se calentó un plato precocinado que sabía a soledad. Se lavó las manos y la cara. El espejo le devolvió al hombre de piedra, un rostro tallado por el tiempo y la lucha. Camisa a cuadros por dentro de su pantalón azul claro y su gorra gris oscuro, la clarita era para los días de verano, ya estaba preparado para salir.

Entró al garaje por la puerta de la cocina y cogió la jaula de mosquitera, su cubo para buscar caracoles. En el pueblo hay cosas que nunca cambian, pero aún hay más que nadie quiere que cambien. Ir en busca de esos animalillos que salen después de la lluvia en busca de la humedad para alimentarse y reproducirse, es lo que había hecho siempre. De pequeño con su padre y su abuelo. Incluso con un primo que les había salido feísimo. Nunca lo había entendido, sus padres eran famosos por lo atractivos y sus hijos tan poco agraciados. Era como si las mariposas hubieran parido orugas.

A las diez, el sol seguía sin aparecer. La niebla y una brisa húmeda que lo empapaba todo daban una aspecto de madrugada. Paseaba por un camino hecho con grietas y baches que conectaba el pueblo con la sierra, junto a una valla metálica, tantas veces remendada que parecía hecha de parches. Se respiraba un agradable ambiente matinal, aire dulce y fresco en la cara. En primavera, el croar incesante de las ranas apareándose llenaba el aire y marcaba el compás. Ahora, casi metidos en Navidad seguro que estarían en pleno barbecho invernal.

Reconoció al Bonsai junto a un grupo de agricultores reunidos en torno a un fuego improvisado. Dos de ellos sorbían fabada recalentada de un pote ennegrecido. Hombres grandes, endurecidos por el campo, de aspecto rústico, con el rostro profundamente curtido por el sol. Otro, atareado, propietario de una camisa arremangada, se escupió en las manos para que la azada corriera mejor.

—¿Dónde va tío Ramón? —preguntó el Bonsái; le llamaban así por su reducido tamaño.

—A buscar caracoles, Paquito —respondió el abuelo.

—A quien no tiene faena, Dios se la da.

—¿Faena? —replicó el abuelo, fingiendo indignación—. ¿Qué sabrás tú de faena, si no sabes ni lavarte la cara?

Todos rieron. Ramón siguió su camino, dejándolos con la palabra en la boca, plantados como puerros.

Subía hacia la Mola con la respiración desacompasada por el esfuerzo, pero con esa alegría sencilla, típica de quien vive en continuo contacto con la naturaleza, acostumbrado a moverse libre, como los leones en las llanuras de Zambia que aparecen en los documentales. En la vida de Ramón el tiempo se medía con un reloj distinto. Paseaba sin prisa, respirando el petricor con una sonrisa casi infantil. El olor a lluvia siempre le traía buenos recuerdos.

Daba la impresión de que miles de animalillos parloteaban ocultos entre la maleza. El corazón aún le latía con fuerza por la subida cuando vio aparecer el deportivo por el camino de tierra, como una cigarra que vuela directa hacia la telaraña. Ramón fijó su mirada con mal disimulada curiosidad. Al llegar a su altura, el coche se detuvo. Bajó del coche una pareja joven que lo saludó mientras estiraban las piernas de manera exagerada.

La chica tenía unos ojos almendrados preciosos. Ramón pensó que acapararían todas las miradas del pueblo si ella redujera un poquito el tamaño de su escote. El chico era un traje con patas, uno de esos que solo mira a la gente normal para escupirle a la cara. Eso Ramón lo podía soportar, pero que hablara con ese acento extraño, alargando las vocales como en una canción, le sacaba de quicio.

Ramón avanzó hacia los dos figurines recién desembalados. Luego, mirando las enormes gafas de la chica, dejó caer:

—¿Dónde vas sin gafas? —la ironía rebotó contra los jóvenes que no la captaron desacostumbrados al intercambio de humillaciones que da forma a la sociedad rural.

—Perdone, ¿hay por aquí algún sitio bonito? —preguntó el chico, sin mirarlo del todo.

—Todo aquí es bonito, muchacho —respondió el abuelo, encogiéndose de hombros.

—Ay, que cuqui, me encanta. Es usted tan vintage —comentó la chica, sin dejar de hacerse fotos.

—Si con vintage te refieres a que me suda un huevo lo que penséis, sí, debo serlo —contestó el abuelo, rascándose la barbilla.

Mientras el abuelo hablaba, los jóvenes le miraban como un perro esperando a que le tiren la pelota. Se reían en silencio, como si estuvieran preparando un complot.

—Bueno… entonces por aquí ¿qué hay para ver? Un picnic, unas fotos, ¿Sabe?

—Se nota que sois de ciudad —continuó el abuelo—. Lo queréis saber todo enseguida… para ayer, si es posible.

Les dijo que había una fuente un poco más arriba y empezó a divagar sobre leyendas de la zona que le contaba a sus hijos cuando eran pequeños. El chico ni siquiera fingió prestar atención a las indicaciones. La joven, en cambio, se acercó a un talud para encontrar el mejor ángulo que le permitiera pellizcar el sol. El abuelo se sonó los mocos con el pulgar y el índice y se secó la mano en el pantalón, como si no hubiera testigos. Ambos jóvenes fruncieron el ceño.

—No te subas ahí niña que está mojado y te vas a resbalar

—¿Ah, sí? —preguntó la chica, distraída, mientras encuadraba con el móvil.

—Hay dos tipos de gilipollas: los que lo parecen y los que se esconden mejor —dijo con tranquilidad, como quien comenta el tiempo.

—¿Perdón? —saltó el chico.

—Nada, nada… la juventud que estáis apollardaos con tanto navegar sin brújula en ese mar de fotos de perfil, con las notificaciones como un ritmo cardiaco moderno —murmuró el viejo.

La chica rodó los ojos.

—Cuando éramos analfabetos, leíamos más —añadió él.

—¿Qué? —dijo el chico, confundido.

—Que vivís como queréis y aun así os quejáis. Flojos digitales —remató el viejo.

—Vale, ¿pero el sitio bonito dónde está? —insistió el chico, perdiendo la paciencia.

—Donde no hay sangre no se hacen butifarras —respondió el abuelo, como si eso lo explicara todo.

La chica dio un paso hacia atrás para encuadrar mejor una selfie y resbaló directamente en un charco profundo. A la chica se le ruborizó hasta el pelo, completamente llena de barro, como una flor entre la mierda. El abuelo la observó sin sorpresa.

—Es que esta gente no entiende un “no puedo” —suspiró—. Eso… ahí tienes un sitio bonito —dijo finalmente.

Ramón pensó que, si la mayoría prefiere vivir en contacto con la naturaleza —como si estuvieran acampando, viviendo de la pesca o de la recolección a pequeña escala—, ¿a quién beneficia realmente el progreso? ¿Quién quiere vivir en colmenas donde puedes oler la cena de los demás? No entendía a los domingueros ni su moda de montaña. Así que siguió con su día sin indicarles la fuente.

MARTU MONFORTE

Había parado de llover.

Insurrección

Nacimos blancas, calas silvestres en el surco de fango. Rodeadas de helechos, sofocadas. Testigos mudas, en vigilia de muerte, a la sombra de las telarañas. Diosas elevadas hacia la luz sobre nuestras varas largas, permanecíamos como llamas quietas, puras al reparo de los muros altos, verdes de musgo, que intentaban resguardar el delirio de la siesta. Veníamos de varios días de lluvia furiosa. Hoy había parado de llover; el croar de sapos y ranas nos erizaba Era el día. Debíamos estar abiertas en un gesto de escucha, custodiando el sueño de la niña. Serenas, incorruptibles, solo nos quedaba convivir con trampas, desvelos y dolor.

Ay de la niña. Ay de su inocencia.

Él olía a espanto y en las horas quietas del delirio se escuchaba su respiración. Su hedor rancio se mezclaba con el de varas podridas y plantas más pequeñas que, ahogadas de lodo, perecían sin sol. Su sombra crecía, cobraba vida, merodeaba el cuarto de la pequeña. Nosotras callábamos, desesperadas. Aún no estábamos listas para hacer algo. Debíamos descansar. Igual que ella. Sus padres le habían prohibido salir al pasillo y más aún pisar el patio, preferían no mirar. Nuestra presencia parecía inofensiva, pero estábamos rodeadas de tinieblas y engaños.

Esa tarde se acercó, sigiloso, cuando ella descansaba; lo vimos entrar.

Quizás ella dormía y soñaba con un jardín florecido y la risa de sus primos resonando entre nosotras como cuando vivía la abuela Yaya. Ella cantaba y nos cuidaba mientras su Santa Rita brillaba en el rincón. No lo sabíamos. Ahora anhelábamos esos tiempos lejanos.

Hartas de la pasividad, comenzamos a deliberar en una asamblea revolucionaria y silenciosa; se nos unieron los helechos y las hiedras que nunca fueron cómplices, la parra virgen roja de furia, los jazmines encrespados, nuestros tallos coléricos y la Santa Rita preparada con sus brazos incisivos y cortantes. En segundos una maraña irritada creció y se desplegó.

Él, de pronto, salió del cuarto. Lo vimos llegar al jardín con una sonrisa inmunda.

La pequeña salió detrás y se detuvo en el pasillo, temblaba. De repente sus ojos se clavaron en él. Un líquido amarillo bajó por sus piernas y formó un charco en el piso. Avanzó unos pasos, una dama de noche se abrió con sus pétalos sedosos y la sostuvo, mientras su mirada pasaba del horror al alivio cuando vio que, despiertas y encendidas nos elevábamos.

Al sentirse descubierto, buscó seguridad en nuestra enramada. Parecía un pobre inocente.

Había llegado el momento.

No sabemos si alguna vez ella había reparado en nosotras, nunca se detenía a mirarnos. Odiaba ese rincón abandonado donde el follaje espeso crecía y crecía. Esa tarde supo para qué.

Nos extendimos, los arbustos se sumaron y junto a las hierbas duras, llamamos a las plantas carnívoras que con sus mucílagos pegajosos y mortales sellaron la boca del miserable. Comenzó la tarea, ensanchamos las varas y lo apresamos, nos enroscamos en sus piernas y lo enlazamos. Nuestros rizomas y cartuchos lo ahogaron, los dedos amarillos soltaron sus jugos tóxicos, los helechos aún mojados se extendieron en brazos como pulpos y lo sujetaron, algunos tallos putrefactos derramaron líquidos espesos sobre sus ojos. La Santa Rita se adhirió a él rasgándole la piel con sus espinas filosas hasta romper la carne, sujetándolo bien para que toda esa maraña enceguecida, en la que nos habíamos convertido, hiciera justicia.

La sangre nos salpicaba, era un festín.

Agonizando, él intentaba escapar. Todo el lodo del jardín le cayó encima. Temblaba sin máscara; aprisionado. Cayó sin aliento.

La pequeña estaba a salvo, perfumada con la dama de noche que había florecido para ella en plena tarde.

Amanecimos hinchadas, olíamos a muerte, a cloaca. Habíamos vencido. Había parado de llover.

NILA J BOHORQUEZ

«La lluvia y el recuerdo».

La lluvia susurra sin cesar,

y yo, extasiada escuchando

la sinfonía de las gotas

que se deslizan sobre el verdor

de las hojas de los árboles

y pétalos de las rosas de mi jardín,

donde el agua sacia su sed

de belleza sinigual.

¡Y… cuanto anhelo

en estos momentos

jugar con la suave llovizna,

como en otrora…en encuentros

de intimidad plena…

escenas hermosas bajo el aguacero,

expandiendo inconfundibles melodías en el refrescante espacio!

¡Oh, lluvia bendita!…

Los recuerdos se asoman

en mi frágil memoria con cada

gotita que toca el suelo, confundiéndose con mis lágrimas

por la ausencia de mi amado.

¡La lluvia ha dejado de caer,

pero en mi silencio profundo

percibo el delicado rocío que

acaricia mis pensamientos!

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

— ¡Quítate de en medio y, por lo menos, no molestes!
— Vamos, mueve esas patas más rápido o no podremos llevar comida a casa.
— A ver quién te diría a ti que estás lista para salir aquí fuera.

Uno tras otro, aquella pequeña hormiga tenía que escuchar las quejas de sus iguales, que se mofaban continuamente de su esfuerzo. Aquel día, en el patio del colegio, había un gran botín. La recogida de basura no había sido exhaustiva y un bocata casi entero podría garantizar el sustento del hormiguero para el invierno que ya estaba casi encima.

La reina hormiga mandó desplegar a todo el mundo al trabajo. Y así obedecieron todas las hormigas: las más fuertes salieron a por la comida y las demás recepcionaban la mercancía. Todas funcionaban como una perfecta maquinaria.

Pero, de repente, la cosa se torció: la cadena de trabajo se rompió al caer las primeras gotas de lluvia del cielo, que parecían proyectiles en las perfectas filas que habían tejido las hormigas. La reina ordenó a todas regresar al hormiguero.

Ya a salvo, comenzaron las discusiones sobre si la decisión había sido la más acertada. Aquel botín no estaría allí por mucho tiempo. Pero la discusión fue zanjada por las palabras de la reina:

— Seguro que habrá más oportunidades de salir a buscar alimento. Ahora es momento de refugiarse de la lluvia y estar a salvo.

Poco a poco, esas palabras fueron calando en el colectivo, haciendo ver que la situación era demasiado arriesgada. Todas las hormigas se protegieron en el hormiguero, aun sabiendo muchas de ellas que una gran oportunidad se les había escapado.

Todas menos una.

Aquella frágil y diminuta hormiga que parecía un estorbo para sus hermanas seguía descomponiendo el bocadillo para llevar el alimento a la madriguera. Estaba inmersa en su trabajo y nadie en el hormiguero se había percatado de su ausencia.

Cuando levantó la vista, vio que entre el bocata y su hogar la guerra había estallado. Las gotas de lluvia eran proyectiles que marcaban surcos en la arena en el camino de vuelta a casa.

Por si no fuera suficiente, la cosa se complicó cuando una oruga se acercó al bocadillo.

— ¿Qué haces aquí sola, sin tus amiguitas? —dijo, desafiante, la oruga.
— Pues… —dijo temblorosa la hormiga mientras retrocedía.
— Tienes diez segundos para marcharte de aquí y dejarnos el bocadillo.

Ese fue el tiempo que calculó la oruga que tardaría en llegar el resto de su equipo. Una imponente fila de pequeñísimos pelos negros, marrones y blancos bajaba desde el techo, como un ejército ante los ojos de la asustada hormiga.

— Espera, tengo un trato que proponerte —pronunció la hormiga con valentía.
— ¿Pero qué vas a proponer tú? Anda, márchate, que todavía estás a tiempo.
— ¿Y si te digo que tengo un lugar donde no solo hoy podéis saciaros con este manjar, sino que podría estar disponible para vosotras cuando lo queráis?

— Esperad, vamos a escuchar a esta hormiga.

El ejército de orugas ya estaba encima de la diminuta hormiga, dispuesto a quedarse con el botín. Y la lluvia seguía arreciando, imposibilitando el camino de regreso a casa.

Fue entonces cuando la hormiga propuso el siguiente trato:

— Vosotras las orugas y nosotras las hormigas somos enemigas. Pero ¿y si a partir de ahora trabajamos juntas en este lugar?
— ¿Pero por qué íbamos a trabajar juntas? ¿Qué nos podéis ofrecer vosotras?

De esta manera, la hormiga expuso un trato que pareció interesar a las orugas.

Transcurrido un tiempo, la reina ordenó a una hormiga exploradora inspeccionar el terreno. Cuál fue su sorpresa cuando, regresando al hormiguero como un rayo, anunció:

— ¡Ha dejado de llover! Pero ahora el problema es mucho mayor. ¡Un ejército de orugas parece que ha descubierto nuestro hogar y se dirige hacia aquí!

Sobre el hormiguero se cernía un peligro mayor. Las orugas iban directas hacia la entrada, en una formación que parecía una flecha apuntando a la diana. Hasta las hormigas más valientes mostraban temor ante el poderoso enemigo.

Fue entonces cuando sucedió algo impensable. Como en una cadena de montaje perfectamente engrasada, las orugas transportaban sobre ellas diminutos trozos de alimento, perfectos para ser almacenados.

— ¡Abrid las puertas del hormiguero! ¡Ya tenemos el botín para pasar el invierno! —dijo aquella insignificante hormiga del comienzo de nuestra historia.

Y así, en aquel lugar se recuerda cómo entre las orugas y las hormigas se estableció el primer tratado de colaboración entre especies enemigas.

Por otro lado, para aquella hormiga objeto de burla por sus iguales, había dejado de llover: habían dejado de lloverle las críticas que transformó en combustible para enfrentarse al problema.

© Fernando D. López Aguilera

ALFREDO LOZANO

EN CASA

La encontró cuando todavía era difícil distinguir la tierra del agua y el amanecer del cansancio. La acequia bajaba lenta, arrastraba ramas negras y el silencio de toda la noche pegado en su turbio lomo. A lo lejos un bulto sin forma, o al menos no la tenía hasta que se acercó. No gritó. No podía. El aire era como un clavo de doble punta atravesado en su pecho.

Se agacho y miró sin tocarlo. Los nudillos le temblaban. No hizo falta nada más que el peso de la certeza aplastando su cuerpo. Ni rostro. Ni voz. Solo la señal íntima, brutal, del reconocimiento. Lo que quedaba de su hermana asomaba entre las raíces El agua pasaba despacio, como si meciera los huesos, como si los quisiera devolver al barro del que habían salido. Aunque le faltase la carne y la ropa no fuese más que jirones atrapados en una raíz, no había ninguna duda. Era su hermana. Aquella que se marchó sin despedirse. La que dejó deudas y amenazas, y una madre sumida en un silencio que no había roto en años.

La sacó del agua con un cuidado torpe, como si el cuerpo pudiera romperse aún más en sus manos. Pesaba poco. Demasiado poco. La llevó en brazos como si aún pudiera salvarla de algo, como si el cuerpo no estuviera ya vacío. Cruzó el campo sin mirar atrás, cargándola contra el pecho, sintiendo el barro pegado a las botas, al alma, o a algo todavía más profundo.

La barraca, a lo lejos, se inclinaba como si estuviera cansada de sobrevivir a duras tormentas. Siempre con la puerta entreabierta. Siempre quejándose con un gemido agrio, esperando algo que nunca era bueno.

Él entró sin mediar palabra. Dentro, su madre seguía sentada en la mecedora, la espalda encorvada y las manos juntas como si fuese a rezar, aunque nunca lo había hecho.

Puso el cuerpo en el suelo, sobre la manta que usaban para cubrir las goteras del techo.


Ella levantó la mirada muy despacio. Los ojos tardaron en comprender lo que veían. El silencio de la casa se tensó, se volvió más cruel.

—Ha dejado de llover. —rompió su silencio.

La voz cayó torcida, como si hubiera estado guardada en un frasco durante siglos. No era una afirmación. Tampoco un consuelo. Tenía la misma textura que una cicatriz que sangra sin romperse.

El hijo sintió un escalofrío que le recorrió la columna. Miró por la ventana. Afuera, la lluvia seguía cayendo, lenta, interminable. Llovía con esa tristeza antigua que nunca abandona los campos pobres. Pero ella dijo que había dejado de llover. En sus labios la frase parecía significar otra cosa. Algo más profundo, que no se atrevía a nombrar.

ÉL se acercó a su madre. Quiso tocarle la mano, pero ella la apartó. Lo miró de una manera que le recordó cuando era niño y se escondía detrás del establo, huyendo de los gritos que hacían temblar las vigas y de las botellas estampadas por su padre. Esa mirada que parecía descoserlo por dentro.

—Eres igual que él —dijo su madre, muy despacio.

El sintió sus huesos helarse.

—¿Igual que quién?

Ella señaló el cuerpo su hermana en el suelo.

—Que tu padre.

La frase cayó como una piedra en el agua. Sin salpicar. Sin remedio. El tragó cristales. Se arrodilló junto al cadáver. El olor a humedad y podredumbre era insoportable. No sabía si venía de afuera o de dentro de él.

La violencia siempre había sido un olor en casa. Un ruido. Una sombra. Él la había llevado dentro toda la vida. Y su hermana también.

—No fui yo —logró decir—. Mamá, yo no la toqué.

Ella cerró los ojos. Una lágrima bajó por la piel que hacía años que no permitía nada tan humano.

—Eso era lo que querías —susurró—. Los dos lo queríais. Tú y ella. De distinta forma, pero lo queríais.

El hijo bajó la cabeza. La frase era un golpe que no dolía en la piel, sino en algún lugar más profundo.

—La encontró alguien —dijo él, sin saber por qué justificarse—. La dejaron tirada ahí. Como basura.

Madre abrió los ojos. Ya no había lágrimas. Ni rabia. Ni amor. Solo vacío.

—Aquí siempre es así —murmuró—. Siempre ha sido así.

Él quiso decir algo más. No pudo. Las palabras se quedaban a mitad. Incluso la respiración se había abandonado a sí misma. El silencio volvió a ocupar la casa. Un silencio espeso, húmedo, casi físico.

Afuera, la lluvia golpeaba fuerte. Firme. Insistente. Sin embargo, dentro de aquella barraca torcida, donde la miseria tenía raíces profundas y ya nada podía pudrirse más, sí parecía que había dejado de llover. la frase de la madre flotaba, extraña, definitiva.

Como si ya no hiciera falta. Como si la vida, al fin, hubiese llegado a su fondo. Como si incluso la lluvia supiera que ya no había nada que salvar.

CARMEN ÚBEDA FERRER

El paraguaas de Don Genaro 

———————————-

Fue una mañana de lluvia

muy persistente.

Al anciano Don Genaro,

no le quedó más remedio

que salir a la calle,

para resolver un asunto

muy urgente.

De modo que se puso el abrigo,

el sombrero

y abrió su paraguas negro

que era de lo más eficiente.

Aún no había doblado

dos esquinas,

cuando se encontró con

una señora cobijada

bajo una marquesina.

Don Genaro era un caballero

de la antigua usanza,

y no dudó ni un instante

en regalar a la dama

su paraguas resistente.

La señora rehusó el regalo.

Él insistió con tanto empeño

que al fin el paraguas

fue aceptado.

Don Genaro, hasta las orejas

se ajustó el sombrero,

se subió el cuello del abrigo

y, andando sin titubeos

por debajo de los balcones

se cubrió del aguacero.

……

La señora, refugiada

debajo del paraguas

decidió seguir su camino.

Tenía urgencia

de llegar al mercado

para recoger un encargo

de frutas y un marinado.

La mujer fue de aquí para allá,

de puesto en puesto,

pues de pronto se acordó

que tenía necesidad

de comprar otras viandas,

para cocinar un guisado.

……..

Cuando salió del mercado,

el resplandor de un tenue sol,

la despistó.

La lluvia había cesado

por tanto,

del paraguas se olvidó.

……..

Entre tanto, en el mercado

prosiguió la actividad.

Un chaval que fue a por pan,

encontró el paraguas

en un cesto abandonado.

Muy contento con el “regalo”

lo cogió y rápido se lo llevó.

……..

Al salir del mercado

se ocultó el sol muy menguado

dando paso a un aguacero.

El chico abrió el paraguas,

y muy campechano

silbando se marchó andando,

mientras comenzaban a caer

gotas gordas como garbanzos.

Más de pronto se tropezó

con un anciano que llevaba

el sombrero

metido hasta las cejas,

y el cuello del abrigo levantado.

-Señor, tome el paraguas,

si no va a terminar calado,

que yo en dos zancadas

a mi casa estoy llegando.

El anciano dudó un instante

pero, la sonrisa franca del chaval,

tan simpático y cordial

lo convenció y el paraguas aceptó.

…….

Cuando llegó a su casa,

Don Genaro,

miró el paraguas y

se quedó muy asombrado

pues, era el mismo paraguas

que él había regalado.

…….

Aquí termina la historia

de una mañana

que comenzó lluviosa.

De un paraguas viajero

porque la lluvia escampó.

Porque salió el sol

muy simplón.

Porque las nubes eran grises.

Otras de negro zahíno,

por lo cual la lluvia

volvió a caer con desatino.

……..

El paraguas de Don Genaro

hizo un buen recorrido

volviendo al lugar

de dónde había salido.

EVA AVIA

Y dejó de llover para maría

Ha transcurrido tanto tiempo, que no recuerdo la fecha exacta en la que decidí, por consejo de otra de las mujeres que no comulgaba con lo establecido, escribir para que las noches no fueran tan largas.

En ellas encontrarás la verdad, bueno, mi verdad, porque siempre hay tres versiones de la misma historia; la de aquellos que me tiraron aquí, la mía y la de aquel que todo lo ve, ese al que me he aferrado cada día y cada noche de mis…, no sé que edad tengo, quizás tú me lo puedas contar en tu próxima visita, la que espero llegue pronto.

“Qué he hecho —Pienso mirando mis manos ensangrentadas. Suelto el cuchillo con el que he tenido el valor de acabar con el sufrimiento. ¡A ella no! —le he gritado, está ejerciendo su poder sobre mi pequeña, pero él no se detiene. —Coge a tus hermanos y corred hasta que la lluvia deje de caer.

Él me observa horrorizado, con los ojos ensangrentados, ya no tiene poder sobre mí. Le golpeo con la luz que le encanta encender cuando ha descargado todas sus mierdas. El impacto en el suelo ha sonado como el de un gran animal que ha sido abatido. Cojo el cuchillo y me aseguro, de que su poder no despierte.

Dejo atrás todo lo vivido y corro en busca de mis pequeños dirección a la lluvia, pero esta ha dejado de caer para mí, porque en la esquina, aquella que engendró y educó al que llevo tatuado a golpes, me espera acompañada de mi sangre y de aquellos que procurarán mi cautiverio.”

“Quince años. A mis quince años, siento que he vivido una eternidad. Aquí, en San Andrés Apóstol voy a dar mi consentimiento al hombre que ahora será el dueño de mi vida.

Mi progenitor se regocija, ya no tiene a nadie que le impida ejercer su poder, madre es una flor que se marchita cada día un poquito más.

No escucho nada a mi alrededor, solo a mi voz interior que le pide a Dios que me otorgue un poquito de felicidad.”

Diecisiete de abril de 1905, que hermosa se ve la lluvia desde la ventanita de la sala común. Han transcurrido dos meses desde que no puedo arroparos, ni puedo peinar los ricitos que caen en vuestras mejillas, tan coloraditas, que dan ganas de besar…, ni escuchar vuestras risas y llantos.

Todavía sois muy pequeños y no vais a comprender lo que ellas os quieren contar, así que, estas y las siguientes letras, las voy a conservar en una caja, que me ha conseguido la presa mas antigua, a la espera de que cuando podáis soportar la dureza que habrá en estas cartas, me podáis perdonar por no estar con vosotros, por perderme vuestros días y noches.

Ayer me comunicaron que hoy recibiría una visita. La tabla la siento ligera, será porque las letras que sobre ella estoy escribiendo dan un poco de alegría a mi marchita vida.

Espero con emoción las historias sobre mi Francisca, lo valiente que fue de cogerte a ti y tu hermana y romper con todo lo que os mantenía cautivos. De tus tíos, que, aunque, me olvidaron, los sigo teniendo muy presentes. De tu abuela, que, a pesar de no entenderme como mujer, no le guardé rencor y fui capaz de perdonar por cerrar los ojos.

Es la hora del recuento antes de salir al patio. Por primera vez veo luz en la oscuridad de esta celda. Voy a atesorar esta carta, por si al final tu promesa de volver no se cumple.

—¿Y esta pequeñita como se llama?

—Me pusieron Francisca, por mi abuela.

—¿Su nombre, caballero?

—Francisco Cuartell y vengo a visitar a María Pérez.

—Siento comunicarle que falleció hace dos días.

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5 comentarios en «Ha dejado de llover – miniconcurso de relatos»

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