Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «méritos». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 6 de noviembre!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Raúl despertó con las primeras luces del alba entrando por su alcoba y llenando de vida su alma. De facto se puso en pie dando un pequeño salto de su cama. Había esperado ese día como lluvias límpidas en un desierto con sedientos vientos removiendo un arena fina que al respirar se clava en los pulmones, llenando de muerte a cualquier ser vivo.
Una ráfaga inundó su pensamiento pues recibir aquel premio por el que tanto había trabajado era la recompensa a su esfuerzo y disciplina inquebrantable. ¿Quién lo diría?, lo que empezó siendo un juego de letras se había convertido en una realidad de un mundo que Raúl había creado gracias a sus méritos…
Raúl Ferrer Gutiérrez recibió el premio Gloria Fuertes por sus sedosos versos, llenos de una nostalgia embelesada, creando un antes y un después en el laberinto histórico de la literatura universal y creando escuela de futuros apócrifos que intentarían -sin éxito- copiar el talento innato del mejor vate de todos los tiempos.
ROBERTO LÓPEZ DEL CASTILLO
El amor y la guerra.
Navidad de 1914. Era un día de nochebuena atípico, sin duda. A la intemperie, bajo un cielo que descargaba lluvia un día sí y otro también, las gotas de agua resbalaban por el rostro embarrado de Mike, que torpemente se limpiaba con la manga de su uniforme mientras que con la otra mano se volvía de nuevo a poner el casco. El olor a tierra mojada se mezclaba con el de la pólvora de los proyectiles al impactar contra los sacos terreros y que, aleatoriamente, zumbaban de vez en cuando por encima de sus cabezas. Pero esa tarde paró de llover, y el cielo se abrió. Tal vez el hijo de Dios quisiera dar una tregua climatológica, aunque solo fuera durante unas horas, para honrar su nacimiento.
El año pasado, por estas mismas fechas, Mike estaba poniendo la mesa junto a su hermana Carol. Jugueteaban con los cubiertos y corrían alrededor de la mesa entre risas adolescentes, mientras tía Gretel estaba en la cocina preparando el pavo que estaba asándose en los fogones. En la calidez del hogar, bajo el amparo del paraguas familiar, se respiraba un ambiente navideño en el que la bisoñez de aquel chaval de 17 años auguraba días de dicha y de felicidad. Nadie podía sospechar que tan solo un año después todo se iba a torcer de manera dramática. Se alistó al ejército porque los habitantes de su pueblo, en el suroeste de Inglaterra, dudaban de su hombría. Tuvo que aguantar insultos y vejaciones hasta que finalmente fue a la oficina de reclutamiento para servir a su país. Él no quería que le tildaran de cobarde. No lo era.
Ahora era todo distinto. Mike estaba apoyado en su fusil, esperando una ración especial, cortesía del ejército británico en aquella terrible guerra que estaba desangrando a media Europa. Cuando salió para el frente, meses atrás, nadie pensaba que la campaña fuera a durar mucho tiempo. Se esperaba una rápida victoria y un regreso triunfal para volver con los suyos por Navidad, cargados de condecoraciones en el pecho por los méritos en el combate. Pero eso mismo debió pensar también el enemigo y claro, las cosas no salieron como estaban previstas para ninguno de los dos bandos. Ahora estaba en aquella maldita trinchera, insalubre como todas las que se extendían por el frente occidental, infestada de ratas y de piojos, a la que se sumaba un profundo hedor provocado por el sudor y los orines de sus compañeros. La gallardía y las ganas de combatir fueron mermando a la vez que pasaban los meses. Pronto pasaron del idealismo a la desilusión. El frío fue haciendo mella en el ánimo de los soldados. La lluvia calaba sus capas y la humedad se introducía hasta los mismos huesos. Los pies estaban cubiertos por el barro que el duro invierno había convertido en un lodazal y los soldados exhalaban el vapor húmedo de la respiración sobre las manos, para calentar unos dedos que amagaban con congelarse.
El rancho humeaba caliente mientras Mike extendía su plato para recibir su ración de parte de un cocinero de mirada ausente y vacía. Mientras comían sentados en el bancal oyeron cánticos a lo lejos. Algunos se asomaron por encima de la trinchera con el consiguiente peligro de que le volaran la cabeza. Más allá de la bruma y los alambres de espino escucharon desde el lado enemigo lo que parecían ser canciones navideñas, entonadas con un inconfundible acento alemán. Los ingleses no quisieron ser menos y empezaron a entonar Noche de Paz, vaciando con energía sus pulmones para que los del otro lado los oyeran bien alto. El enemigo recogió el guante e hizo lo propio, lo que derivó en un duelo de canciones para ver quién cantaba más y mejor.
Mike canturreaba aquella canción navideña, con los ojos cerrados, pensando en Carol y en su tía Gretel, sufriendo en silencio su propia desdicha mientras afloraban los recuerdos de su hogar. Unas lágrimas le recorrieron las mejillas, propias de la impotencia y el desánimo, pero se resistió a llorar abiertamente. De repente abrió los ojos y apartó el plato a un lado. Instintivamente, fruto de un sentimiento incapaz de gobernar, saltó por encima de la trinchera con los brazos en alto. «¿Pero qué demonios haces?», «Agáchate o te volarán los sesos», le dijeron mientras avanzaba lenta pero cautelosamente hacia donde se encontraba el enemigo.
«¡No voy armado!», dijo en voz alta sacudiendo un pañuelo blanco entre sus manos. Los alemanes vacilaron en un primer momento, temiendo una trampa y siendo conscientes de que seguían estando en guerra, pero detrás de la tenue luz de las velas navideñas que adornaban los parapetos de la trinchera enemiga, Mike pudo distinguir unas siluetas negras que se acercaban lentamente. Distinguió dos, tal vez tres, diciendo en un inglés con fuerte acento germano: «Tú no disparar. Nosotros no disparar». Mike alzó las manos en señal de buena voluntad, a lo que correspondieron los alemanes dejando lentamente sus armas en el suelo. En pocos minutos, esa tierra de nadie, ese lugar baldío y terrible, ese campo de la muerte que los separaba, se llenó de soldados.
Los que salieron al principio animaron al resto y de pronto se encontraron frente a frente con los del otro bando, dándose la mano fraternalmente. Muchos de los alemanes hablaban un inglés excelente después de haber vivido y trabajado en Gran Bretaña antes de la guerra. Pronto se dieron cuenta de que tenían muchas más cosas en común que diferencias. Unidos por una historia, cultura, religión y valores morales compartidos, a los enemigos nominales les resultaba muy fácil hacerse amigos mientras intercambiaban regalos y raciones, a la vez que fumaban, cantaban y bailaban juntos.
Mike estuvo hablando un largo rato con Hans, un chico de Baviera con el que compartió con él su comida. El alemán le enseñó fotos de su padre y de sus hermanos y Mike hizo lo propio abriéndole su corazón, hablándole de su hermana Carol y de su tía Gretel. De cómo las echaba de menos y de cómo esa absurda guerra le había privado de su compañía desde hacía meses. Hans sentía lo mismo, y le explicó las vejaciones y burlas de sus amigos por no querer alistarse tildándole de “maricón”. «Es extraño. A mí me pasó exactamente lo mismo», le respondió Mike devolviendo las fotos. En ese momento sus dedos se tocaron y Mike percibió una extraña electricidad que le recurrió su cuerpo. Hans debió sentir algo parecido, pues no rehuyó el contacto y le dedicó una tímida sonrisa. Se dio cuenta que el también…entendía.
Se separaron de los corrillos mixtos en donde entonaban canciones y, ajenos a las miradas indiscretas, Mike alargó la mano con delicadeza entre las piernas del otro. Bajo la complicidad de la noche, apenas iluminada por la Luna, se tocaron furtivamente. No podían hacer más, y con lágrimas en los ojos así lo entendieron. El machismo imperante de la época, y más en un cuerpo como el ejército, no podía tolerar esas actitudes. De conocerse su pequeño secreto, Mike sabía que se encontraría delante de un pelotón de fusilamiento. Volvieron con el resto.
Los soldados de uno y otro bando se despidieron hasta el día siguiente y todos regresaron a sus respectivas trincheras. En el día de Navidad se organizó incluso un partido de fútbol y los británicos compartieron la mañana de nuevo con sus nuevos…amigos. Mike y Hans se apuntaron al encuentro, cuidando bien de coincidir en las posiciones de defensa y delantero para tener contacto físico. En un lance del juego los dos acabaron en el suelo embarrado y sus caras quedaron frente a frente a tan solo unos pocos centímetros. Se miraron directamente a los ojos y se dijeron todo lo que tenían que decirse…en silencio. Acabado el encuentro todos volvieron de nuevo a sus posiciones.
Pero Mike sabía que esto no duraría eternamente. Este hecho singular llegó a oídos del Estado Mayor y rápidamente reprobó a los oficiales de baja graduación que lo habían permitido. Los generales pensaron que el resto del ejército se podía contagiar con estas actitudes, y eso nunca debía ocurrir. La confraternización se esfumó cuando al día siguiente un intenso bombardeo hacia las posiciones enemigas les recordó que seguían estando en guerra y al enemigo había que odiarle por encima de todo. Los alemanes respondieron con un fuerte fuego artillero en el que retumbaron las trincheras británicas recibiendo una lluvia de tierra y de cascotes. Sus altos mandos también comprendieron que eso no debía de volver a pasar jamás, como así sucedió.
Mike no volvió a ver a Hans durante el resto del conflicto. Su mérito no fue combatir, sino sobrevivir a la guerra. En cada una de las absurdas cargas de fusilería, en la que conquistaban la trinchera enemiga a base de sangre y fuego para luego retroceder pasadas unas semanas por un contraataque enemigo, siempre escudriñaba las caras de los cadáveres por si alguna de ellas fuera la de Hans. Afortunadamente, nunca lo vio.
ANTONICUS EFE
Cristina avanzaba lentamente, ensimismada, abducida, obnubilada por lo que veía. Los paisajes eran espectaculares desde el pueblo se divisaban montañas, valles, bosques y un río bastante ancho Las casas eran de madera con ventanas pequeñas, los techos eran de paja en su gran mayoría y casi todas tenían salas anexas para el ganado. La gente la miraba con curiosidad aunque sin animosidad. De vez en cuando miraba su Tablet para seguir la ruta marcada previamente que la llevaba a su destino.
No muy lejos de allí un grillo y un saltamontes discutían:
—Cri, cri, cri — casi suplicaba el grillo mientras el saltamontes intentaba alejarse dando saltos
—Boing, boing, boing, me voy— replicaba.
—Espérame— gritaba el grillo
—Estoy harto de oírte decir siempre cri, cri, cri a todo—
Mientras se alejaban, Mister Monster, en otro sitio, no muy lejos de allí, intentaba zafarse de la persecución de Dilita, que quería emparejarlo con la viuda de Bitelchús.
—Chisssttt paisano, si preguntan por mí no me ha visto—le decía a un lugareño que se sorprendía de que un forastero se dirigiese a él con esa confianza.
—¿Qué no le diga qué a quién?—
—Está visto que no hay discreción en este mundo desde la llegada de internet—exclamaba enfadado mientras se alejaba.
Debajo de de lo que sucedía arriba y ajenas a cualquier cambio de humor de Mister Monster, dos hormigas hablaban tranquilamente en la puerta de un hormiguero.
—Alina, ¿Te has puesto las bragas de plexiglas como te dije ayer?—
—Sí Ioana, me las he puesto aunque todavía no se para qué, siempre me convences—
—Es que ayer subí a explorar y había dos obreros abriendo una zanja en la calle y les oí comentar que hoy echaban el hormigón armado y ya sabes que hace tiempo que no catamos antena—
Cristina seguía ensimismada mirando la arquitectura tradicional del lugar, uy perdón que no la he presentado, es una editora que acudía a la presentación de un libro de Mister C en el castillo del Conde Crápula y ella como buena profesional acudía a apoyar a su inversión.
—No creo que quede mucho ya—se repetía mientras se hacía selfies.
—Cri, cri, boing, boing—
—Ayyyy, que susto, ya me han estropeado el encuadre—
Mister Monster seguía vagando de incógnito por el lugar hasta que divisó un castillo en lo alto de un promontorio, allá donde el pueblo se terminaba.
—Anda, si estoy cerca del castillo del Crapi—
Las hormigas seguían con la conversación cuando de pronto un hecho alteró sus planes.
—¡Una salamandra, corre Alina, corre!—
—Rauda y veloz Ioana, rauda y veloz—
Por fin Cristina llegó a la puerta del castillo. Era un castillo imponente, excavado a pico y pala en la roca viva. Se adivinaba gallardía, esplendor, altanería incluso, si se me permite la expresión, en su interior.
Glin, Glin, el timbre sonó con una reverberación digna de alguna película de Francis Ford Coppola. Pasaron unos segundos eternos hasta que la puerta se abrió y apareció el conde Crápula. Cristina se quedo fascinada por aquellos ojos penetrantes y casi se atraganta con el sugus de piña que tenía en la boca.
—Buinasss, vengo a la presentación del libro de Mister C, soy Cristina la editora—
—A mi me recuerdas a Carmilla, creo que deberías recogerte el pelo en una coleta y dejar el cuello a la vista, aquí dentro por el clima te será más útil— dijo él con voz profunda —bienvenida a mi humilde morada, entra libremente y deja parte de la comisión que te vas a llevar.
—Gracias buen hombre, no tendrá usted por casualidad algo de fruta, es que he andado mucho y necesito reponer azúcares—
—Sí, pero solo frutos rojos—
—Una granada, por favor, si puede ser—
Mientras tanto dos nuevos personajes entran por la ventana abierta
—Cri, cri, boing, boing—
—Buiiinooo, los que faltaban—
A pocos segundos de allí, Mister Monster apresuraba el paso. Glin, glin, volvía a sonar el timbre.
—Ya voy, ¿Quién será, Mister C me aseguró que íbamos a estar solo la editora y yo—
—¡Hola Crapi, cuanto tiempo— dijo Monster mientras se precipitaba dentro.
—Plafff, el puñetazo retumbó en toda la sala, me sebes diez euros desde que te escondí de Van Jelsin en el cuarenta y siete— expresó el conde a modo de saludo.
—Toma y otros cien si me dejas quedarme un par de días, Dilita se ha vuelto loca y me quiere aparear con la viuda de Bitelchús—
—Ciento cincuenta y sin estorbar que tengo algo entre dientes, digo entre manos—
—Hecho—
De súbito aparecen las dos hormigas exhaustas.
—¿Crees que la hemos despistado, Alinaܻ?—
—No se Ioana, pero tengo tó el muslo revenío del roce del plexiglas—
—¿A quién se le ocurre ponerse unas bragas con ribete de encaje negro?—
—Buiiinooo, vamos a vir ehhh, esto está pasando de castaño a roble o viceversa, ¿Qué narices tiene que ver todo esto con la presentación del libro de Mister C?—dijo de pronto Cristina oliéndose que le habían metido una encerrona
—Lo siento, pero he crrusado oseanos de tchiempooo parra encontrrrarrrte—dijo el conde en un susurro sensual
Ahora se preguntará el estimado lector que donde está el mérito, ¿a que sí?, pues aunque no se lo crean, de lo que aconteció a continuación nadie puede dar fe, no quedó constancia, ni por escrito, ni oral, ni en vídeo, así que el mérito estimados y estimadas congéneres está en no haber empezado a leer el relato.
Gracias y que pasen una feliz semana.
DAVID MERLÁN
(DE)MÉRITOS
Ya era entrada la tarde noche de aquel sábado de octubre cuando el ascensor inició su subida con ese sonido amortiguado que tienen los de décadas pasadas.
Martín Laredo cansado con los años de arrastrase de cliente en cliente, revisó su corbata en el reflejo del acero pulido instantes antes de que se parase en su destino. En el maletín llevaba su portátil, una libreta, y un currículum tan inflado que cualquier alfiler lo hubiera hecho explotar en mil pedazos.
Al abrirse las puertas lo recibió el vestíbulo impecable de la fundación Minguez: mármol gris, una extraña escultura abstracta y en el ambiente, un perfume caro flotando en el aire, mezcla de vainilla y dinero viejo.
Detrás del mostrador, lo recibió el rostro de una mujer con gafas rectangulares que le sonrió sin calidez.
—Señor Laredo, supongo. Puntualidad suiza. El consejo aprecia ese detalle.
—Gracias, señorita. Los méritos empiezan por llegar a tiempo—respondió él, con una sonrisa profesional.
—Señora. Déjelo en señora si no le importa.
—Por supuesto. No era mi intención importunarla.
La mujer, le regaló una mueca de fingida aprobación y se presentó como Clara Villalta. Tras levantarse, salió de detrás del mostrador y lo condujo hasta un despacho donde todo tenía aspecto de sobrio y carísimo.
Sobre la pared central, un retrato del difunto Eduardo Mínguez, el filántropo dueño de aquel lugar. Martín lo miró fijamente a los ojos. Imponía respeto incluso después de muerto.
—El señor Mínguez fue un benefactor ejemplar—aclaró ella mientras servía dos cafés—. Pero tras su muerte han aparecido rumores… fondos desviados, obras benéficas que pareciesen fantasmas y generosas donaciones que nadie acaba de encontrar.
—Y permítame que lo adivine—al tiempo que aceptaba la taza de café humeante que le acercaba—quieren limpiar su nombre antes de que el escándalo estalle.
—Exacto, señor Laredo. De ahí que le hayamos remitido a su despacho todas esas cajas llenas de expedientes. ¿Las ha recibido, verdad?
—Efectivamente. Hoy por la mañana.
—Perfecto.
Tras una pequeña pausa formuló la pregunta clave.
—¿Estaría dispuesto a aceptar el encargo?
—Puedo hacerlo—asintió despacio, fingiendo anotar mentalmente el comentario mientras pensaba, «como he hecho siempre».
La realidad es que su mayor especialidad había sido inventar informes irreprochables durante más de treinta y cinco años de profesión. En su dilatada carrera no había resuelto más que media docena de casos reales; el resto eran collages de datos bien maquillados, cortados y pegados como en un editor de textos en el ordenador.
El sabía que en su más que modesto despacho, el mérito se medía nada más que en frases bien escritas y sellos bien colocados.
—Bien, señor Laredo, pues no tengo más que añadir. ¿Alguna pregunta que quiera formularme antes de irse?
—Ninguna.—añadió escuetamente mientras apuraba el café.
—De acuerdo. Le llamaré,…, digamos que en.., dos semanas, el 8 de diciembre ¿Será suficiente?—acabó de preguntarle mientras consultaba el calendario.
—Si, creo que será suficiente, señori…, disculpe, señora Villalta.
—De acuerdo. Pues hasta entonces. Espero que cuando reciba mi llamada haya progresos—terminó para despedirse mientras le sujetaba la puerta.
—Adios.—Dijo haciendo una casi imperceptible reverencia.
—
Durante los días siguientes revisó lo archivos, facturas y correos recibidos.
No tardó en descubrir que el filántropo había sido un artista del engaño. Las fundaciones donaban a empresas tapadera, los agraciados con suculentas becas, se otorgaban a nombres falsos, y los proyectos humanitarios y socialmente responsables, no eran más que lavaderos de reputación, aunque también en gran medida, de dinero.
Pero lo más extraño era la coherencia del fraude: todo estaba organizado con precisión milimétrica y moral, casi con un propósito perfectamente orquestado durante años.
Una noche, mientras revisaba la última de las cajas, dió con una carpeta etiquetada como “Confidencial – Mínguez personal”. Dentro de ella encontró una carta dirigida a él y fechada dos meses antes de la muerte del filántropo.
Tomó aire y se puso a leerla.
<<Estimado señor Laredo:
Si está leyendo esto, es que mi muerte ha resultado útil.
Durante años he observado con sumo interés a los hombres que viven de limpiar la imagen de los demás. Usted es uno de ellos. Se parece a mi. Permítame decirle que su currículum es todo un catálogo de ficciones tan elegantes e intrincadas como mis donaciones.
Por eso mismo le he elegido: porque solo un impostor puede comprender a otro.
Investígueme, Laredo. Descubra como mis méritos eran en realidad elegantes deméritos disfrazados.
Permítame regalarle una reflexión desde el más alla. Cuando lo haga, mire su propio reflejo y decida si a sus años, va a mentir una vez más.
Con toda mi admiración,
E. Mínguez.>>~
Martín se quedó inmóvil. Con la carta aún entre sus manos, sintió como el aire del despacho se volvía más denso, como si el muerto aún lo observara desde el retrato de su fundación.
En un acto impulsivo, apretó el papel entre los dedos, tentado de destruirlo, pero algo en su orgullo lo detuvo.
—Muy ingenioso, viejo cabrón…—murmuró.
—
Tal y como le había dicho, Clara Villalta lo llamó al día siguiente para saber si había progresos.
—Depende de lo que considere progreso—respondió él.
—¿Ha encontrado algo comprometedor, señor Laredo?
—Podría decirse que si.
—¿Y se puede saber lo qué?
—He encontrado a alguien que se parece demasiado a mí.
Ella hizo una pausa al otro lado de la línea telefónica.
—¿A qué se refiere?
—A que cuanto más limpio la reputación de este hombre, más sucio me siento yo.
Clara sonrió. Lo tenía donde quería.
—Tal vez por eso lo contrató.
—¿Cómo dice?
—No lo sabe, ¿verdad? Yo fui quien le envió la proposición…, y los expedientes, claro. El propio Mínguez dejó instrucciones para buscar a “un experto en parecer virtuoso”. Y su nombre estaba subrayado con intensidad. Desconozco sus motivos.
Martín hizo una larga pausa que fue interrumpida por Clara.
—Señor Laredo. Espero su informe. Pasado mañana en la fundación. A las 12:00. ¿De acuerdo?
—De acuerdo—y colgaron.
Martín estaba confuso.
En su cabeza, todas las mentiras de su carrera se alineaban como fichas de dominó.
¿Podría seguir fingiendo?. ¿Redactar un informe inmaculado y salvar de este modo la memoria y los «méritos» del filántropo, y cobrar su cheque?.
O por lo contrario, podría igualmente escribir la verdad y sus deméritos y hundirse con ellos de una vez por todas. Era un dilema que tenía que dilucidar en apenas dos días. Su futura y corta reputación posterior dependería de su decisión.
Esa noche, tras cenar en el restaurante cercano a su casa, a solas en su despacho, abrió su portátil y comenzó el informe. Al fin y al cabo, la recompensa económica era grande y tenía un encargo que cumplir antes de pensar en la jubilación.
El encabezado decía: “Evaluación póstuma del señor Eduardo Mínguez”.
Escribió durante horas.
Cuando llevaba unas cuantas páginas, su mente fue dirigiendo sus palabras y en un momento dado se dió cuenta que no estaba escribiendo sobre el dinero ni las fundaciones, sino sobre el impulso de fabricar méritos cuando se teme no valer nada. Aquel texto era en realidad una catarsis de su mismo, disfrazado de filántropo millonario fallecido.
Tras rescribirlo y releerlo, el paralelismo era evidente. Entre el que dona para limpiar su nombre, y el que miente para mantenerlo.
Amanecía cuando imprimió el último de los folios. De pie delante de la impresora.
A las 12:00, con la puntulidad que siempre le había acompañado toda su vida, lo dejaba sobre la mesa del despacho, ante la vista de Clara.
—Aqui tiene el informe. Lo prometido es deuda—dijo.
—¿Y el resultado?
—Depende de quién lo firme.
Ella lo abrió, leyó las primeras líneas y alzó la vista:
—¿Está seguro de querer entregar esto? Esto le destruirá, señor Laredo.
—Sí, soy consciente,—respondió él—pero al menos lo haré con su propio nombre.
Martín se marchó sin mirar atrás.
Antes de salir por la puerta principal, se detuvo frente al retrato de Mínguez.
—Empate técnico, viejo tramposo —susurró—. Ni mérito ni demérito.
El sol entraba a raudales por el ventanal. Sobre la mesa, junto al informe, Clara colocó la carta original que el filántropo le había remitido a su «blanqueador».
En el reverso había una última frase escrita de puño y letra por Martín, apenas visible a contraluz:
“La diferencia entre el mérito y el demérito… es quién firma el informe.
—Bien jugado, Señor Laredo—susurró esbozando una mueca de contradicción, al tiempo que desviaba la miraba hacia el exterior de la ventana y meditaba los siguientes pasos a dar.
FIN
EMILIA CREGO
LUCES Y SOMBRAS
En un lugar de la tierra donde los árboles se recogen bajo las montañas, la luz no llega a abonar la tierra. A través de unas hojas, la luz tímida y sin aliento deja un velo entre las sombras de una nube. Esta se muestra suspendida entre hilos de algodones; sus colores se tornan entre el blanco inmaculado, el gris perla y un negro que entristece el entorno.
Cada mañana los tonos rojizos tiñen las copas de los árboles, recibiendo un nuevo día. Durante el día, aquella nube y otras se acercan para acariciar las hojas de los árboles, y así tímidamente, con brazos de cristal, soltar las cadenas de libertad. Y siendo libres, caen entre las ramas, llegan a rozar la tierra, y un manto otoñal cubre la tierra para dar color donde el sol no llega.
El viento llega al atardecer con méritos de subir a los pájaros sin alas a las ramas. Alas caídas e inquietos, balancean las ramas y, con cánticos nuevos cada día, reciben a la luna. Esta va llenándose de luz entre las sombras y, con esa dulce melodía, llega hasta la tierra. Un halo de luz y color llena de magia las noches otoñales. Noches mágicas con destellos entre las hojas, hojas pintadas de colores cálidos: dorados y rojos, otros verde oliva y burdeos.
Fueron días de sol, de nubes y de lluvia dejándose caer, para abonar la tierra. Caen las hojas de los árboles, el viento las lleva por caminos sin dueño y las trae para dar abrigo a los troncos de los árboles. Llega el invierno; los árboles se muestran desnudos y enflaquecidos, sin vida.
Se alimentan de la luna; con sus ramas al viento, llegan a rozar con ráfagas de luz las estrellas, y con méritos propios el sol volverá a cubrir los tallos y dar abrigo a las criaturas de la noche.
BENEDICTO PALACIOS
Aprendí la manera de conseguir méritos perdiendo. Si jugaba a las canicas, perdía, también si jugaba con la pelota al frontón y lo mismo me sucedía jugando a rayuela. Eran juegos inocentes, ganar en ellos no tenía mucho mérito. Cuando cumplí diecisiete años, aprendí otros juegos. Que podía copiar en los exámenes, que se podía mentir y que se podía engañar. Con este aprendizaje y la experiencia posterior he conseguido ser un maestro en finanzas. Compro una propiedad, la aguanto tres o cuatro años y la vendo por el doble del precio inicial.
Me va bien en la vida y cuando se habla de mí, se elogian mis méritos y aplauden mis éxitos. Y como me sobra la pasta, me he comprado un barco. Tengo pensado hacer una travesía por el Mediterráneo y llenar el barco de amigos. Tengo cantidad. Julita, la chica más relumbrosa del COU, vendrá. Estoy esperando su confirmación.
Tengo todo lo que se puede ambicionar. Cuando no duermo bien, cambio de habitación y si el sueño se resiste me deshago del colchón y compro otro. Hace una semana estrené uno y he dormido como en una nube mecido por ángeles. No sé si confesarlo, pero para celebrarlo agarré una botella etiqueta negra, maté la sed con dos wiskis y me metí en la cama. No recuerdo lo que soñé.
La organización a la que pertenezco está estudiando proponerme como empresario del año y no estoy seguro de merecerlo. Don Eduardo mismamente se halla en mejor posición. Ha adquirido cien viviendas que salieron a subasta por un precio razonable, las ha lavado la cara y vendido por el triple. ¡Qué pelotazo! ¡Ahí, ahí está el mérito!
Le invité a mi barco y me ha contestado gentilmente que tiene mucho trabajo y que agradece la deferencia. He experimentado una pequeña decepción, pero cuento con los restantes invitados, especialmente con Julita. Será un día memorable, porque después de bañarnos en la piscina y comer en la cubierta, alguien glosará sobre mis méritos. Excelencia es el nombre de mi barco.
He encargado a mi gerente, pensando en la comodidad, que flete un autobús para los invitados, a los que espero saludar en cubierta ataviado con mi gorra de capitán.
Hace una mañana de belleza trepidante y el mar parece una bandeja de plata. El dios Neptuno duerme. He lanzado dos petardos para espantar las gaviotas que no cesan de graznar. Está sonando mi móvil y vuelo para cogerlo. Es el gerente.
—Llevo esperando una hora y aún faltan diez invitados, Julita ha excusado su presencia.
—¡No! Tráela como sea.
—Se resiste y ha insinuado que su asistencia menguaría tus méritos.
—Qué cabezota. Cuando todos apostábamos por ver quien ganaba en la piscina, ella exclamaba muy chula que odiaba las apuestas y no sabía nadar. Así le ha ido en la vida. El piso donde habita se lo vendí yo.
RAQUEL LÓPEZ
No tiene mérito
quererte como te quiero
ni hazaña en este amor,
que merezca tu consuelo.
No tiene mérito
si en tus ojos veo
el reflejo del dolor,
que en ti muestro.
No hay batallas
ni luchas, que curen este tormento,
si mi querer te hace daño
y te ahogas en el pecho….
No tiene mérito que mi amor,
en ésta devoción tan ciega
quiera poseer la flor,
cuando tú, me la niegas.
EFRAÍN DÍAZ
En Trujillo Alto, decía don Tano el del colmado, que no bastaba con rezar para llegar al cielo. Había que acumular puntos.
Méritos, les decía el padre Alvarado, un cura que llegó de Colombia en el mil novecientos cuarenta y dos, cuando el pueblo todavía olía a caña, a verde, a pitorro y a lluvia vieja.
Al llegar, el cura visitó los cinco barrios y en cada capilla puso una balanza. “La gracia divina pesa, decía en sus sermones, y el cielo se abre sólo a los que tienen méritos. Cada ofrenda es una garantía de entrada al paraíso prometido”.
Las devotas se lo tomaron muy en serio. Las del pueblo, que eran de dinero, llenaron la balanza de la iglesia con sobres gordos. En los barrios, donde la pobreza era uso y costumbre, las balanzas se fueron llenando con gallinas, yuca, aguacates y hasta con huevos de iguana. Para probar su fé y obtener muchos méritos, Fermín llevó una vaca, que tuvo que dejar afuera por no poder ponerla en la balanza.
Lo único que Sotero pudo llevar fue una enorme jarra llena de testículos de toro en vinagre. “Aquí tiene, padrecito, huevos de toro avinagraos, pa que no me le falte el ánimo”. Al verlos, el padre se la devolvió, lo absolvió de sus pecados y le dijo “hijo, vete, tu fe te ha salvado”. Sotero se fue contento sabiendo que jamás tendría que volver a ofrendar.
En sus sermones, el padre comparaba las capillas. Unas habían acumulado suficientes méritos y estabn en gracia. Otras, estaban en peligro, decía. Y los feligreses, por miedo a quedarse en la puerta de San Pedro, redoblaban las ofrendas. El cura tomaba nota en una libreta: los que irían al cielo, los que se quedarían una larga temporada en el purgatorio y finalmente, los que arderían sin remedio.
Daba misa diaria en todos los barrios y las ofrendas crecían. Luego las recogía y se marchaba a la siguiente capilla. El dinero recaudado se le perdía en los bolsillos, y las gallinas, los cabritos y los cerdos que no terminaban en su mesa, terminaban en la plaza del mercado de Río Piedras, junto con los frutos de la tierra que no eran de su agrado.
Así fue por diez años. Acumuló riqueza y acumuló peso. No fue hasta que Juan Segundo lo vio en el mercado vendiendo lo que la gente había dejado en las balanzas y se le abrió el entendimiento. Corrió la voz de barrio en barrio, y una noche los hombres salieron con machetes. El padre Alvarado huyó sin mirar atrás. Dicen que el Cardenal lo mandó de regreso a Colombia.
Hoy, ochenta años después, las balanzas siguen ahí en la capillas, oxidadas y vacías. Son testigos silentes del fraude. Nadie se atreve a tocarlas. Algunos dicen que pesan el alma de quien entra. Otros, que no hay oro que las incline.
Desde que corrieron al padre Alvarado machetes en mano, las ofrendas se hicieron escasas. Las balanzas quedaron quietas, ni para un lado ni para el otro. Cubiertas de polvo. Ninguna capilla volvió a pesar la fe de nadie.
Quien todavía crea que el cielo se gana por méritos dirá que en Trujillo Alto la gente perdió la fe. Pero los viejos del lugar aseguran que fue al revés.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
¿QUIÉN LO IBA A IMAGINAR?
Es posible, si son ciertas las cosas que siempre se han dicho, que el saber no ocupe lugar. Sin embargo, ella sí que ocupaba, y bastante. Con no pocas fatigas acomodó como pudo sus carnes en el ridículo banco de madera, accesorio que evidentemente no había sido diseñado pensando en ella, y esperó nerviosa el comienzo de la clase. Su indudable sobrepeso y las manchas desordenadas, caprichosas e intermitentes que cubrían casi toda su piel le conferían un aspecto que no pasaba desapercibido. Tanto que ninguno de los allí presentes pudo evitar el impulso curioso de mirarla de arriba a abajo. A ella, sin embargo, poco le importaba que la llamasen gorda, pueblerina o vaca manchada. Por encima de todo eso estaban sus muuuuuuuchas ganas de aprender, cumplir sus sueños y progresar en la vida. De escapar de aquel gris y anodino escenario en el que transcurrían sus días, en mitad de la mayor de las profundidades rurales conocidas. Esa mañana las cosas estaban a punto de cambiar.
Cinco años atrás, Clarabella no podía más que soñar con algo que por entonces parecía imposible. Y en esas estaba, soñando, cuando un sonoro y repentino golpe de cencerro la sacó de su trance, devolviéndola sin compasión a una olorosa y blanca realidad en la que predominaban las boñigas acompañadas del ruido de las extractoras mecánicas de leche. Lo cierto es que, en Pozal de la Serena, provincia de Valladolid, allá donde Dios perdió el lápiz y la compasión, pocas salidas existen más allá del fascinante universo de la leche y los quesos ¿Dónde se había visto que una criatura como ella, carne de campo, animalito del Señor, elemento rural donde los hubiera… se pusiera a estudiar? Sin embargo, su carácter rebelde y animal le hacía resistirse contra su destino. Tenía un sueño esculpido en la cabeza. Una cabeza, todo sea dicho, bastante reseñable y de considerables dimensiones. Tan grandes como sus sueños, esas cosas etéreas e inconsistentes que constituyen, sin duda, el mayor de los méritos.
Y así, entre alfalfa, mugidos, sol y leche, Clarabella vio avanzar los días. Uno tras otro, con sus correspondientes noches. Ha ido creciendo, de igual forma que las manchas en su piel. Y ahora aquí está. Intentando no caerse del banco mientras abre temblorosa el libro de Anatomía y Embriología por la página treinta y seis, tal y como les ha indicado Don Ignacio de Gaspar y Simón, catedrático especialista en la materia. Es la primera clase para Clarabella Campos del Valle, la misma que un día acabará siendo reconocida con honores como la primera vaca española doctora en veterinaria por la Complutense. Ni el mismísimo Walt Disney en sus más grandes delirios habría imaginado algo semejante. Y es que, por raro que todo esto pueda parecer, nada es imposible si el empeño es suficiente. No, señores, no es una fábula, ni es ciencia ficción. Es, simplemente, una cuestión de méritos.
Pedro Antonio López Cruz
MAYTE SOCA
El viejo monasterio de las almas olvidadas.
En medio de un inmenso mar de aguas grises, donde el horizonte se disuelve en la bruma, donde el viento no cesa y la espuma golpea las rocas, se alza el viejo monasterio de Santa Dymphna.
Hace mucho que dejó de ser un lugar sagrado, ya no se escuchan rezos, ahora en sus pasillos retumban murmullos, risas frenéticas, llanto y gritos apagados.
Hoy lo llaman centro psiquiátrico, aunque no se sabe con certeza ya que nadie ha vuelto a salir de allí.
Con esfuerzo y dedicación, llegué por mérito propio a este centro, buscando la oportunidad de crecer personal y profesionalmente.
Además de que me ofrecían un salario tal, que mi cuenta bancaria crecería lo suficiente para retirarme en pocos años y poder disfrutar el resto de mi vida.
No me importó estar lejos de mi hogar, perdida en medio del océano, ya que nadie me esperaba y no tenía a nadie a quien esperar.
Una vez al año, llega un bote que trae medicamentos, alimentos, mantas, etc, y se lleva la correspondencia.
Pero está vez el bote llegó en la oscuridad, envuelto en una espesa niebla y solo supimos que el bote había desembarcado aquella noche, cuando por la mañana,… él entró al comedor donde estábamos todos reunidos y se anunció como el nuevo director.
Lo acompañaban varios hombres y mujeres; algunos traían grilletes en los tobillos y otros con la boca sellada por toscas mordazas de cuero, eran empujados y arrastrados por figuras vestidas de médicos y enfermeros.
Aunque sus rostros mostraban cierta sonrisa irónica y con algo de malicia, sus ojos vacíos daban una sensación de miedo, ese miedo que paraliza a cualquiera.
Nadie preguntó nada, el antiguo personal observó en silencio, temiendo pronunciar palabra,
fue entonces cuando comprendí que los límites ya no existían , los cuerdos y los locos nos habíamos mezclado, cómo el agua y la sangre, en las bañeras del pabellón Norte.
El nuevo director habló poco, su voz era autoritaria y firme, sus palabras resonaban en los muros fríos y húmedos, cómo si la piedra repitiera cada cosa que él decía.
Dijo que “él era quien traería el nuevo orden y la renovación a ese lugar olvidado por Dios.”
En ese momento una sonrisa se dibujó en su rostro y puedo jurar que por un instante su sombra se volvió enorme y amenazante, moviéndose al lado contrario de su cuerpo.
Esa noche las luces parpadearon hasta apagarse del todo por algunos segundos.
Desde mi puesto en la enfermería, escuché pasos en la capilla clausurada hacía ya varios años.
Un murmullo coral, algo así como un rezo antiguo pronunciado al revés.
En voz muy baja rece, pero sabía que mi alma dejaría de ser mía, para sumarse a el viejo monasterio repleto de almas olvidadas en medio de un inmenso mar.
CARMEN BERJANO
Caminar por el deseo sin haberte olido. Asumir todos los méritos y riesgos. Cuando el pecado es una página web y yo no logro descargarte.
MAITE BILBAO
EN UN LUGAR…
El escritor novel se planta ante el micrófono, con una chaqueta de tweed algo gastada y una pose de intelectual incomprendido, mirando al techo como si allí estuviera el jurado del Cervantes. Sostiene un pequeño pendrive de color chillón como si fuera un relicario maldito.
—Buenas noches. O, como diría un escritor que ya tiene dos libros publicados: ‘¡Hola!’.
Yo soy un escritor. Novel. Tan novel que el concepto de mi obra es el verdadero mérito: la obra potencial, inédita, inatacable, pura. Es la literatura ecosostenible, ya que he evitado la vanidad de publicarla y le he ahorrado a la RAE tiempo de lectura. ¡Mérito por eficiencia burocrática!
Todo era un plan maestro. Una genialidad conceptual. Pero, amigos, la vida, como un editor de tercera, siempre tiene un borrador de la fatalidad. Y mi plan se encontró con un tropiezo. Bueno, más bien un nudo gordiano de cable USB.
Este pendrive es «El Gran Manuscrito Pendiente». Mi pasaporte a la gloria y, lo que es más importante, al dinero.
El problema es que el mérito invisible se ha vuelto ¡demasiado invisible! Hace dos días, mi madre, bendita sea, me preguntó si había guardado las fotos del viaje a Benidorm en esa cosita chiquitita. Y ella, con el mérito de la ignorancia digital, decidió hacer una limpieza de archivos innecesarios.
…
Yo la escuché decir: «Así ya no me sale el cartel ese rojo, ¡qué bien!»
¡Sí, sí, sí! Mi mérito de la obra potencial ha sido sobrescrito, literalmente, por 300 fotos de la familia comiendo paella en un chiringuito.
Ahora, ¿dónde queda mi Cervantes? ¿Les presento el pendrive y les digo: Aquí tienen la quintaesencia de la literatura… justo después de la foto de mi madre con la sangría?
Este es el «Mérito-Paella». El jurado diría: «Hemos analizado el archivo y la prosa es demasiado… granulada. La semántica del calamar en la paella no cumple las expectativas. La estructura de la gamba es plana. Un gran demérito».
Así que el gran mérito ahora es la resiliencia. Porque para ganar, solo me quedan dos caminos de absurdo:
1. Reescribir la obra desde cero. Lo que me daría el mérito del esfuerzo titánico, la más amarga de las diligencias.
2. O, y esta es mi favorita, ¡convertir la chapuza en arte!
Alzo el USB al cielo, con fervor fingido, en tono de declamación.
¡Oh, paella! ¡Metáfora de la fugacidad y la soledad del escritor contemporáneo! Debo convencer al jurado de que esta foto es, en realidad, una metáfora vanguardista sobre el turismo de masas y la desesperación. El mérito de la pura caradura. «Yo sé quién soy»… aunque lo niegue una foto en bañador.
Y si gano con eso, ese sí será el mérito más grande de la literatura. Porque habré demostrado que hasta la mayor chapuza puede ser canonizada. Además, sería el doble mérito: el de intentarlo y el de que, al menos, la gente se ría un poco.
Pero si un técnico no puede recuperar la obra… no pasa nada. El verdadero mérito, amigos, será que el Cervantes premie esto. Porque si premian la foto de la paella, habremos entendido, al fin, la ironía de don Miguel.
Muestra el pendrive y lo mira con una mezcla de orgullo y desprecio.
Y recuerden. Si me lo dan por esto… el verdadero mérito será entender que soy el más ingenioso hidalgo… sin mancha, pero con paella.
JUAN C VALTIERRA
Mérito
(El acento lo puede llevar por otros rumbos)
¿El mérito? Ese está encerrado bajo llave.
El Pensador de Piedra Bruja
Por Juan C Valtierra.
En Piedra Bruja nunca llovió.
Don Jesús Rentería se sentó en el pretil. Catorce frijoles en el costal. Los mismos desde hace un año. Tal vez dos. El tiempo aquí no pasa: se estanca como agua podrida.
Las manos le sangraban por las grietas. Una llaga en el pulgar derecho supuraba amarillo. No se la miraba. Si la miraba, tendría que hacer algo. Y no había nada que hacer.
El hambre era un animal paciente royéndole por dentro.
“¿Ya comiste, Chucho?”
Volteó. Nadie.
Pero reconoció la voz del compadre Zeferino.
“Ya comí”, mintió al aire caliente.
El día que cayó el granizo, Refugio salió a recoger la ropa. Las piedras eran del tamaño de huevos. Una le partió el brazo izquierdo. El hueso asomó blanco entre carne morada.
Ella misma se lo acomodó aullando. Don Jesús le metió un trapo en la boca para que no se mordiera la lengua.
“Ya va a parar”, decía él. “Ya mero para.”
El granizo duró tres horas.
El brazo se pudrió. Verde primero. Negro después. Refugio dejó de hablar al segundo día. Al cuarto dejó de respirar.
Don Jesús la envolvió en el sarape rojo de la boda. La puso en el cuarto de atrás. No cavó tumba. La tierra era concreto.
Cerró la puerta con un clavo doblado.
Las moscas encontraron la rendija a las dos semanas.
Ahora zumban constantes. Un motor que no se apaga.
Cuando llegó el delegado, todo el pueblo se juntó en la plaza. Veintisiete personas. Era lo que quedaba de Piedra Bruja.
El delegado bajó de una camioneta RAM nueva. Traía botas vaqueras de piel de avestruz. Camisa bordada. Cinturón con hebilla de plata del tamaño de un plato.
Se paró frente a la fuente seca.
“Vengo a decirles que el gobierno no los ha olvidado”, dijo con micrófono aunque no hacía falta. “Traemos el Programa de Apoyo Integral al Campo. Semillas mejoradas, fertilizante, créditos blandos.”
Don Abundio, el presidente municipal, preguntó:
“¿Y el agua? Don Herminio desvió el río. Sin agua no sirven las semillas.”
El delegado sonrió. Dientes blancos, perfectos.
“Eso es un asunto legal. Tienen que tramitar un amparo. Mientras tanto, aquí está el apoyo.”
Sacó papeles. Los puso en una mesa de plástico que trajeron de la camioneta.
“Firmen aquí. Con huella digital si no saben escribir.”
Todos firmaron.
Don Jesús fue el último. Miró los papeles. No entendía las letras chiquitas.
“¿Cuándo llega el apoyo?”, preguntó.
“En tres meses. Máximo seis. Es cuestión de que se procese el papeleo.”
El delegado se subió a la camioneta. El chofer encendió el aire acondicionado. Se fueron levantando polvo.
Eso fue hace dos años.
Nunca llegó nada.
Don Abundio se murió seis meses después. De tristeza, dijeron. Pero aquí la tristeza y el hambre son la misma cosa.
Don Herminio desvió el río un martes.
Llegó con ingenieros, con máquinas amarillas, con papeles sellados en la capital. Papeles que ninguno de Piedra Bruja sabía leer.
“Es legal”, dijo mostrando una sonrisa de oro. “Tengo concesión federal. Derecho de uso prioritario. Aquí dice.”
Mostró un documento con sellos rojos.
Don Abundio intentó leerlo. No pudo. Las letras eran muy chiquitas y usaban palabras como “caudal”, “aprovechamiento”, “normatividad vigente”.
“Pero nosotros necesitamos esa agua”, dijo don Abundio. “Llevamos cien años usando ese río.”
“¿Y tienen papeles?”
“No. Nunca nos dijeron que había que tener papeles.”
“Entonces no tienen derecho. Yo sí. Así funciona la ley.”
Tres hombres fueron a la hacienda a reclamar. Los encontraron colgados del puente en la carretera. Sin lengua. Con un letrero: “Ladrones”.
La policía nunca investigó.
Don Herminio murió cinco años después en su casa de cantera rosa. Infarto. Rodeado de familia, de doctor privado, de cura. Murió en paz.
Sus hijos heredaron todo: la hacienda, el agua, los papeles.
El profesor Cisneros daba clases en la escuela vacía.
Ya no había niños. Unos se fueron al norte. Otros se murieron del sarampión. Otros nunca nacieron porque las mujeres jóvenes se largaron a Guadalajara.
Pero el profesor llegaba cada mañana a las ocho. Se sentaba en su escritorio. Leía en voz alta aunque no hubiera nadie.
Un día don Jesús pasó por ahí. Lo vio a través de la ventana. El profesor leía un libro viejo.
“¿Qué lee, profesor?”
“Hamlet. Shakespeare.”
“¿De qué trata?”
“De un hombre que no sabe si vivir o morir. Al final se muere de todos modos, pero tarda toda la obra en decidirse.”
“Qué pendejo.”
El profesor se rió. Una risa seca, rota.
“Sí. Pero es la pregunta importante, don Jesús. ¿Para qué seguir? ¿Qué sentido tiene?”
“No sé. Uno sigue y ya.”
“¿Y el mérito? Usted ha trabajado toda su vida. ¿Qué ha sacado?”
Don Jesús miró sus manos agrietadas.
“Nada.”
“Exacto. El mérito es un invento. Un cuento para que sigamos trabajando mientras otros se quedan con todo.”
Dos días después encontraron al profesor colgado del mezquite. Con su corbata de seda. En el bolsillo llevaba un papel:
”¿Para qué?”
Don Jesús lo bajó. Lo enterró solo. Guardó el papel.
A veces lo lee cuando no puede dormir.
Su hijo Macario tenía dieciséis cuando se fue.
“Aquí no hay nada, jefe. Me voy al norte.”
Don Jesús le dio doscientos pesos. Todo lo que tenía.
“Ten cuidado.”
“Sí, jefe. No se preocupe. Allá sí pagan bien. Allá el trabajo vale.”
Se fue en el camión de redilas. De pie entre costales de maíz.
Tres meses después llegó una noticia con el arriero: habían encontrado catorce cuerpos en el desierto de Altar. Sin identificación. El sol los había convertido en cuero negro.
El arriero tenía una lista de nombres posibles. Macario estaba en la lista.
Don Jesús nunca fue a identificar el cuerpo.
No tenía para el camión.
No quería saber.
Algunas noches escucha su voz:
“¿Me buscaste?”
“No.”
“¿Por qué?”
Don Jesús no responde.
No hay respuesta.
Ahora don Jesús mira el cerro pelón. Las piedras parecen calaveras. El calor vibra como agua invisible.
Se levanta. Las rodillas truenan. Entra a la casa.
La olla desportillada está en el rincón. Echa los catorce frijoles. Prende fuego con un pedazo de la puerta que ya no cierra.
El agua empieza a hervir.
Saca la foto. La única que tiene.
Refugio y él. Día de la boda. Ella sonríe. Él tiene cara de susto.
La foto tiene una quemadura en la esquina. Borra parte del vestido de Refugio. Ahora ella se desvanece desde abajo.
Hay manchas de sangre en el vidrio roto. De cuando la besó.
La besa otra vez.
Le deja otra mancha.
“¿Por qué te quedaste?”, pregunta la foto con voz de Refugio.
“Porque trabajé cuarenta años. Algo tiene que valer.”
“¿Y vale?”
Don Jesús mira los frijoles hirviendo. Catorce. Siempre catorce.
“No. No vale nada.”
“Entonces ven.”
“No puedo.”
“¿Por qué?”
“Porque mientras sienta hambre, mientras me duela, existo. Aunque sea esto. Aunque sea nada.”
Los frijoles nunca se cuecen del todo.
Don Jesús los come a medio cocer. Le queman la boca. Los traga sin masticar.
El estómago arde.
Vomita.
Los frijoles salen enteros. Los recoge del suelo. Los limpia con saliva. Los vuelve a comer.
Catorce.
Siempre catorce.
Como si supieran algo que él no sabe.
Afuera, el viento levanta un remolino. Gira frente a la casa. Parece casi humano. Baila un momento. Se deshace.
Las voces llegan:
“Ya merito llueve.”
“Ya merito llega el gobierno.”
“Ya merito vale la pena.”
Don Jesús se tapa los oídos.
Pero las voces vienen de adentro.
Sale al pretil.
El sol está en el mismo lugar que en la mañana. O ya es otro día. Ya no sabe.
Los zopilotes dan vueltas. Tres. Cinco. Diez.
Uno se posa en el techo.
Lo mira.
Don Jesús le sostiene la mirada.
“Todavía no.”
El zopilote ladea la cabeza.
Espera.
Don Jesús se toca el pecho. Siente las costillas. Todas. Puede tocar su corazón a través de la piel.
Late despacio.
Tum… tum… tum…
Cada latido cuesta.
“Cuarenta años trabajando”, dice en voz alta. “¿Para qué? ¿Para acabar así? ¿Para que don Herminio se quede con el agua y yo con la sed? ¿Para que el gobierno prometa y nunca llegue? ¿Para que el mérito sea un cuento que le cuentan a los pendejos?”
Se ríe.
Le sale sangre entre los dientes.
“Ya merito entiendo. Ya merito llego a la verdad.”
Pero no llega a ningún lado.
Nunca llega.
“Ya merito” es otra forma de decir “nunca”.
Cierra los ojos.
Ve a Refugio. Parada frente a él. El brazo quebrado cuelga en ángulo imposible.
Ve a Macario. Con arena en los ojos.
Ve al profesor Cisneros. Con la lengua morada.
Ve a todos los muertos de Piedra Bruja.
Están esperando.
“¿Ya vienes?”, preguntan.
Don Jesús abre los ojos.
No hay nadie.
Nunca hay nadie.
El remolino vuelve.
Esta vez no se va.
Crece.
Envuelve la casa.
Don Jesús siente el polvo entrando por la boca. Por la nariz. Por los ojos.
Se está llenando de Piedra Bruja.
O Piedra Bruja se está llenando de él.
Ya no hay diferencia.
Cuando el viento para, don Jesús Rentería sigue sentado en el pretil.
O lo que queda de él.
Los frijoles están en el costal.
Catorce.
Intactos.
En la casa vacía, la olla sigue hirviendo.
Pero ya no hay fuego.
Nunca lo hubo.
O siempre lo hubo.
En Piedra Bruja el tiempo no funciona como en otros lados.
Aquí el pasado y el presente son la misma cosa.
Aquí los muertos y los vivos hablan el mismo idioma.
Aquí “ya merito” y “nunca” significan lo mismo.
Un viajero pasa por Piedra Bruja tres años después.
O tres días.
O treinta.
Ve a un hombre sentado en un pretil.
“¿Señor?”
El hombre no responde.
El viajero se acerca.
No es un hombre.
Es adobe con forma de hombre.
Es polvo que alguna vez pensó.
Es hambre que alguna vez tuvo nombre.
El viajero sigue su camino.
Esa noche cuenta la historia en el pueblo vecino.
“Vi un fantasma en Piedra Bruja.”
“No hay fantasmas en Piedra Bruja”, dice el cantinero. “Ahí nunca hubo nadie. Ese pueblo no existe.”
“Pero yo lo vi.”
“Lo que viste fue el polvo. A veces el polvo toma forma. Pero no es nada.”
El viajero bebe su tequila en silencio.
No está seguro de qué vio.
Ya no está seguro de nada.
En Piedra Bruja, don Jesús Rentería sigue sentado.
O lo que fue don Jesús Rentería.
Todavía piensa.
O cree que piensa.
La pregunta sigue ahí:
¿Para qué?
¿Para qué trabajar si no sirve?
¿Para qué merecer si nadie te da lo que mereces?
¿Para qué esperar si “ya merito” nunca llega?
La respuesta nunca viene.
Pero mientras la pregunta exista, algo de él permanece.
Testigo de su propia ausencia.
Prueba de que estuvo.
De que sintió.
De que fue.
Aunque ya no sea.
FIN
En Piedra Bruja hay un refrán:
“El que espera ‘ya merito’, se muere esperando.El que trabaja por mérito, se muere trabajando.Al final todos se mueren igual:con las manos vacías y la boca llena de polvo.”
EL IDIOTA
Méritos.
Juan Carlos se definía a sí mismo como un buscavida, simplemente un “ luchador”, metonimia que usaba para encubrir la verdadera esencia de sus acciones.
Para los demás, Juan Carlos no era más que un ladrón, un ratero, un delincuente de poca monta. Lo evitaban, ignoraban sus saludos y se lo encontraban hacían como que no lo veían. Yondry, no.
Yondry solo tenía un defecto: se creía en la obligación de liberar a la patria, de protestar a favor de la libertad, se había tomado a pecho la parte del himno nacional que dice” no temáis una muerte gloriosa, que morir por la patria es vivir…” y había sido declarado opositor en un país donde no existía garantía de vida, libertad de expresión ni de acción para los “gusanos”, “contrarrevolucionarios”, “disidentes”, palabras que le molestaban porque decía que no lo definían.
Yondry luchaba por nosotros, los cobardes, lo que nos faltaba el valor para expresar nuestras insatisfacciones.
La gente se preguntaba cómo era posible la amistad entre seres tan distintos.
Yondry evitaba la política por inutil. Sin embargo, fue el único que se opuso al arresto aquella mañana de Julio en que la policía política apareció en la cuadra para detener a Juan Carlos, haciendo uso de la violencia extrema lo empujaron hacia el carro de patrulla mientras le golpeaban
“ Ese es un hombre decente que tiene más cojones que todos ustedes “¡maricones!” gritaba el delincuente y se enredó en una pelea desigual con la policia
Delante de nuestro silencio cómplice, se llevaron a los dos.
Nada supimos de ellos.
Todos nos precupamos de Juan Carlos y nos preguntabamos qué habría sido de él, de Yondry no, evitabamos ese recuerdo porque venía acompañado de sus últimas palabras y de la admisión de que el hombre tenía sus defectos, pero el mérito de buen amigo, ese no había quien se lo quitara.
HAROLD PADILLA
Como cada viernes, no pasaban más de dos repiques del timbre para que el colegio Santa Catalina estallara en un alboroto de gritos de júbilo y mochilas volando. Sin embargo, aquella tarde, un grupo de alumnos del último año encontraron en sus casilleros ingeniosas invitaciones generadas por IA: cada una mostraba al invitado posando junto a un personaje clásico del cine de terror. Uno abrazaba a Freddy Krueger con una sonrisa nerviosa; otra se perdía entre el cabello oscuro de Samara; y otro, hombro con hombro, posaba junto a Jason, con el machete reluciendo a medio centímetro de su rostro. Todos parecían fascinados e intrigados por la foto y una frase al reverso que decía: “¿Te atreves a cruzar la línea?”
Hasta que llegó una notificación grupal a los móviles: “Meritum Magnum.” La mayoría no entendió su sentido, excepto quienes aspiraban a figurar en el cuadro de honor; ellos sabían que ese era el nombre en latín de la condecoración más prestigiosa del colegio: el Gran Mérito
Corrieron hacia el mural donde se exhibían las fotos y los nombres de los alumnos laureados y encontraron, adherida al cuadro más antiguo, una nota escrita: “Domingo, 8 p.m.”
Al fotografiarla y compartirla, comprendieron que la imagen no solo señalaba la fecha de la invitación, que coincidía con el día de brujas, sino también el lugar: en el fondo del cuadro se distinguía el edificio del antiguo colegio abandonado, aquel que había ardido y jamás fue reconstruido tras la muerte de su propietario.
Aquel sitio era más que una ruina; era una frontera. Los alumnos de Santa Catalina sabían que, años atrás, los maestros habían trazado una línea blanca frente a las verjas oxidadas del viejo colegio, marcando el límite que nadie debía cruzar.
Se decía que aquella línea era solo una advertencia simbólica, pero con el tiempo, la advertencia se transformó en superstición. Algunos aseguraban que, al mirar más allá de ella en la noche, podían distinguir sombras moviéndose entre las ventanas rotas. Otros juraban haber escuchado retumbar a las campanas de madrugada…
Pronto dedujeron que el organizador debía ser uno de los cerebritos del grupo, ya que nadie más usaría latinazgos tan pedantes. Y, efectivamente, terminó confesándolo tras ser delatado por sus cómplices.
Llegado el domingo, los artífices de las invitaciones, Liam y Mikel las verificaban en la entrada: pase de Sara recibiendo un globo de Pennywise, pase de Mark recibiendo un beso en el cachete de La Monja… Los invitados estaban casi todos. El ambiente era naturalmente tétrico, así que no hubo mucho esfuerzo en la decoración, limitada a algunas calabazas y velas; la atención estaba en la música y esa mesa rebosante de dulces y licores, el festín ideal para quienes abandonan la niñez.
Más tarde, apareció Marie en la puerta. Marie no era compañera del grupo, pero traía una invitación en la mano. Liam y Mikel se la pidieron y, para no ser descorteses, la dejaron pasar. Después intercambiaron miradas antes de reírse.
—Creo que falsificó nuestra invitación —dijo Liam.
—Sí —respondió Mikel—, pero ¿te has fijado que no tiene a ningún personaje de terror?
—¿Cómo que no? —replicó Liam—. ¿No ves que es la muñeca Annabelle?
— Parece una muñeca de trapo cualquiera —dijo Mikel—.
—No, es la original de los Warren. Era de trapo, cara inofensiva y con los pelos de hilo.
—Vaya, chica lista… no lo había pensado —admitió Mikel.
La fiesta superaba cualquier expectativa. Bailes, golosinas y sustos improvisados mantuvieron a todos entretenidos durante horas. Marie se sentía sofocada, pero lo atribuyó al ambiente y el alcohol, y se sentó.
Liam aprovechó para acercársele y preguntar por la invitación.
—La encontré en mi casillero —dijo Marie—. No sé quién la puso ahí.
Liam sacó la invitación y se la mostró:
—No parece generada por IA. O eres muy buena o quien la hizo lo es.
Marie sonrió, con un hilo de nerviosismo:
—¿Estás bromeando?… La foto sí la hice yo, pero no estaba así. Annabelle no me abrazaba del cuello… estaba sentada en mis piernas.
Al tiempo, un golpe seco en una puerta hizo gritar a varias chicas en la barra, y una brisa fría recorrió el salón, como si la línea prohibida que todos respetaban desde hacía años hubiera sido cruzada por primera vez.
El silencio se volvió absoluto. Todos quedaron inmóviles mirando la puerta que oscilaba ligeramente, como si respirara y algunas sombras difusas de niños corriendo se dibujaban en las ventanas.
—No debería estar aquí… —susurró Marie, levantándose lentamente. Antes de que pudiera retroceder una fuerza invisible la arrebató, arrastrándola hacia la oscuridad de los pasillos, y las puertas se cerraron con un estrépito que retumbó en el salón.
Liam gritó su nombre, pero Mikel lo sujetó, paralizado por el terror. Los demás corrían en pánico, tirando de las manijas sin éxito, rompiendo ventanas y encendiendo llamas al caer las velas sobre el alcohol derramado.
Las campanas del viejo colegio resonaban con furia. Algunos alumnos se cortaron con los vidrios, otros sufrieron quemaduras leves, y fueron rápidamente auxiliados por la policía y los bomberos. Sin embargo, Marie jamás apareció.
Meses después, durante la no tan célebre graduación, la dirección honró a la alumna desaparecida colocando su foto en el cuadro del Gran Mérito, pues durante su paso por el colegio había sido una alumna destacada. Hoy, su foto aún permanece allí, y algunos alumnos aseguran que, si la observas con atención, alguien más se asoma por su hombro: una pequeña figura de trapo, con ojos que siguen cada movimiento, recordando que hay líneas que, una vez cruzadas, no se pueden deshacer.
ALMUT KREUSCH
El increíble mérito de Dipak
Encontré a mi conductor por internet y, al verlo, mi intuición se confirmó: no me había fallado. Dipak era de estatura baja, de tez aceitunada y vestía con esmero. Me agradó desde el principio: su sonrisa franca y su mirada sincera inspiraban confianza. Su inglés era más que aceptable. Y tras un educado regateo, llegamos a un acuerdo económico satisfactorio.
De viajes anteriores, conocía la escasa fiabilidad de los horarios del transporte público, cuya flota parecía no haberse renovado desde el abandono de los explotadores del Imperio británico. Además el ruido, el polvo que se colaba por las ventanas sin cristales, el olor a costumbres higiénicas diferentes, a especias y a otros aromas indescifrables, me quitaban rápidamente las ganas de profundizar más en esta parte de la cultura india.
Mi destino era Rajastán, y Dipak resultó ser un buen conocedor de la zona, además de un excelente conductor, prudente en aquellas tierras donde la conducción temeraria parecía ser la norma.
—Dipak, ¿de qué zona de la India eres?
—No, yo nací en Nepal, aunque vivo en Nueva Delhi desde hace muchos años.
El largo viaje se llenó de conversaciones, pero lo que me contó durante aquel tramo me dejó impactada para siempre.
—¿Y en Nepal no encontraste trabajo como conductor?
—No, no es eso. ¿Quieres que te cuente mi historia?
—¡Estaría encantada de escucharla!
—Pues mira —dijo Dipak, con ese gesto tan educado suyo—, te la contaré resumida para no aburrirte demasiado.
—Nací en una aldea del sur de Nepal, a poca distancia de Sikkim. Mi familia campesina era humilde, pero gracias al esfuerzo de mis padres nunca pasamos hambre. Éramos tres hermanos; yo era el mayor. Mi padre padecía problemas de corazón y la atención sanitaria era insuficiente. Murió de repente, seguramente de un infarto.
Mi madre, viuda, trabajaba sin quejarse para sacar a sus hijos adelante, pero muchas veces estaba al límite de sus fuerzas.
Yo tenía unos doce años y mi única obsesión era encontrar un trabajo para aliviar la carga económica que ella soportaba.
—¿Y fuisteis a la escuela?
—Sí, pero no con regularidad. Estaba a muchos kilómetros a pie, y muchas veces nuestra madre necesitaba ayuda en el campo.
Un día escuché a unas vecinas decir que en el reino de Bután era fácil encontrar trabajo en el servicio doméstico.
Aquel comentario se me quedó grabado.
Y un día le dije a mi madre que me iba a Bután a buscar trabajo. Dada la precariedad en la que vivíamos, no puso muchas objeciones, aunque después me contó que se le partió el corazón.
Cómo llegué a Bután y cómo encontré trabajo es una larga historia que te contaré otro día.
Me dieron trabajo como houseboy en casa de una familia muy adinerada. Me vestían con ropa limpia y mi responsabilidad principal era la limpieza. No me trataron mal: me daban de comer y dormía en una estera en un rincón de la cocina. El salario no era más que una propina, pero para mí era una fortuna. Cuando conseguía ahorrar un poco, mandaba el dinero a mi madre.
Aguanté un par de años, quizá tres.
—¿Y aprendiste el idioma?
—Sí, aprendí un poco de dzongkha.
—¿Y después, a dónde fuiste?
—Me había hecho amigo de uno de los chóferes de los señores, que era hindú. Vestía un uniforme blanco impoluto y gorra, y se le veía importante detrás del volante. Me hablaba con añoranza de su país y decía que para alguien como yo sería mucho más fácil encontrar trabajo, y mejor pagado. Él aguantaría unos años más en Bután y después volvería a Bombay para trabajar como taxista, con coche propio.
—¡Dipak, no me digas que te fuiste a la India!
—Sí, eso hice. ¡Quería ser chófer! Dipak prosiguió: “ Me fui en autobús hasta Nueva Delhi y me convertí en un vagabundo más, durmiendo bajo un puente y comiendo lo que encontraba en la basura o robaba en algún puesto de fruta. Aprendí hindi de mis colegas durante los primeros meses en aquella ciudad loca. Cuando perdí el miedo a la gran ciudad, empecé a buscar trabajo. Me coloqué junto a las puertas de servicio en los patios traseros y ofrecí mis servicios para lo que fuera.
Un día tuve suerte. En los meses siguientes lavaba cazuelas, platos y todo lo que se ensuciaba en una gran cocina. De las rupias que ganaba, ahorraba lo que podía, porque quería ser chófer, costara lo que costara. Mi única preocupación era no poder mandar dinero a mi madre.”
—Ya, ¡pero ni siquiera tenías carné de conducir!
—¡Precisamente por eso ahorraba todo lo que podía! Ya había encontrado una autoescuela bastante económica. Cuando reuní la cantidad necesaria, me apunté. Ya había aprendido lo suficiente como para seguir las clases teóricas, pero lo que más disfrutaba eran las prácticas. Mi sueño estaba cada vez más cerca de hacerse realidad.
Lo único que me preocupaba era el examen final: no sabía ni leer ni escribir. Hicimos muchos test, de los cuales salían las preguntas del examen, y, como no me quedaba otra, aprendí las preguntas visualmente: la extensión de las frases, de las palabras, la puntuación y dónde debía poner la cruz. Creo que me volví loco, pero desarrollé una memoria fotográfica que nunca perdí.
—¿Y? ¿Aprobaste?
—Sí, aprobé, ¡y me convertí en el hombre más feliz del universo!
—¡Dios mío, Dipak, qué mérito tuviste!
CONCHA CARIAS
Ella murió como vivió: sin pena ni gloria. Al menos eso creyó ella cuando el cura le daba la extremaunción. Había pasado su vida disponible para los demás y olvidada por casi todos.
La familia
Con los suyos, todo fue dentro de la normalidad. La ayuda era mutua y el afecto, discreto pero constante.
El trabajo
Durante sus últimos diez años laborales soportó la monotonía de la empresa. Su escritorio, encajonado entre el jefe y el subjefe, no le permitía escaparse como a los otros seis compañeros. Llegaba puntual, como aprendió en destinos anteriores, mientras los demás aparecían una hora después, tras el desayuno, entre bromas sobre programas de telebasura y partidas de buscaminas o el solitario.
La jornada laboral a veces se alargaba más de lo previsto, y eso le producía un nudo en el pecho: era hora de “hacer encaje de bolillos” para encontrar a alguien que recogiera a su hijo del colegio.
El jefe solía encomendarle las tareas más tediosas, como hacer fotocopias, bajo las miradas irónicas de los demás. Ella sonreía y atendía sin quejarse, cediendo incluso el turno a algún “compañero” que aparecía con un papel en la mano, aunque le desmontara el orden de los documentos. Otra de las tareas más fastidiosas era el mantenimiento de la pequeña cocina comunal que solía apestar a queso revenido, con la pila rebosaba de tazas sucias y la encimera, pegajosa. El jefe, entre bromas, la encomendaba limpiarla y añadía un «Así cuando salgas me pides vacaciones» decía provocando una enorme risotada en el departamento.
Llegaba el Día de la Mujer Trabajadora, y tocaba soportar los comentarios burlescos de sus compañeros. Nunca bajaba a la foto oficial: no se sentía parte de aquel homenaje a mujeres de despacho que no habían pasado ni frío ni calor ni riesgo alguno.
Y llegaba la Patrona, día del reparto de méritos. Su jefe la “informaba” de que no era correcto que ella apareciera con su uniforme lleno de colgantes, como las tres medallas al mérito, ni las cuatro insignias de sus especializaciones que se había labrado durante sus veinticinco años de servicio. Pero a ella no le importaba. Con la mente puesta en otro sitio, oía el eco de los aplausos dirigidos a sus compañeros de despacho, premiados por trabajos que, muchas veces, había hecho ella.
Comunidad de vecinos
Con sus vecinos era igual. Ayudaba a aquellos que no podían con la compra, aguantaba la puerta del ascensor a aquellos que nunca la saludaban, sin esperar un simple “gracias”, les recogía los paquetes de mensajería… siempre dispuesta, siempre invisible.
Voluntariado
Cuando su hijo creció, decidió dedicar pare de su tiempo al voluntariado. Trabajó en un banco de alimentos, asignando cajas a familias vulnerables. Le sorprendía ver que algunos beneficiarios guardaban la comida en coches de lujo o la revendían como manteros en la esquina del dispensario.
Desencantada, se apuntó a otra ONG contra el acoso digital. Por su edad, la destinaron a impartir talleres para mayores sobre móviles, banca digital y redes sociales. Al principio fue gratificante, hasta que comenzaron las incomodidades: ancianos que querían que les resolviera problemas con Badoo o Tinder, o que le pedían el teléfono “para no perder el contacto”. Cansada, dejó la labor social.
Funeral y entierro
El día de su funeral, la iglesia del pueblo se llenó: caras conocidas, parientes y muchos oportunistas que en vida solo se acordaban de ella para denigrarla o pedirle favores.
Su hijo, con un ramo sencillo, observó cómo la primera fila se ocupaba entre murmullos y posturas solemnes.
—Apenas la conocían —susurró a su tío—. Ayer ni sabían que estaba enferma.
El cura habló de entrega y bondad, pero nadie mencionó su verdadero mérito: la paciencia, el trabajo, el silencio.
Ya en el cementerio bajaron el ataúd entre miradas curiosas. Todo transcurría con aparente respeto, hasta que un sonido agudo rompió el silencio. Una voz resonó desde el interior de la tumba. Era ella:
—¡Hola, hola! ¿Dónde coño me habéis metido? ¡Aquí huele fatal! ¡Sacadme de aquí! ¿A qué habéis venido, cabrones? ¡Sí, estoy en una caja, joder! Solo quería deciros, a los que estáis aquí falsamente… ¡que os vayáis a chuparla!…
El escándalo fue inmediato. Algunos rieron nerviosos, otros palidecieron. Hubo quien se tapó los oídos, quien fingió rezar, quien buscó a alguien para detener aquella “blasfemia”. La grabación continuó entre risas e insultos, y cada palabra rompía las máscaras de los presentes. Las caras falsas de compasión se volvieron muecas.
Su hijo temblaba al escucharla. Entre lágrimas y risas comprendió que aquella era su última lección: su madre, que había vivido ignorada y utilizada, había querido desenmascarar a los hipócritas incluso desde la tumba. Su humor, duro y sarcástico, era su forma de hacer justicia.
Solo la familia más cercana se quedó junto a la fosa cuando todo terminó, porque eran los únicos que realmente la despedían de corazón. El resto se marchó avergonzado, fingiendo consolarse entre ellos.
Su hijo, en silencio, se agachó, recogió una flor caída y la dejó sobre la tierra como quien sella un pacto. Entendió que la última broma de su madre había sido su verdadero mérito: revelar lo falso para que permaneciera lo verdadero.
GRACE PELLS
Escribo la pregunta en el papel esquivo de las respuestas, en el sobresalto de los aciertos, nunca supe si mas allá, mucho mas allá, mi futuro era blanco o mi destino era negro.
Cambie el paso continuamente, con pies descalzos a veces y otras con los pies vendados (te hieren los desencantos), sin embargo pasa agua entre las piedras y se esfuerzan los brotes que provocan los pájaros.
Nada es tan bueno, ni tampoco tan malo.
Uno viene al mundo y crece.
Fue continua la mirada, el paisaje cambia ante unos ojos desganados, preparé en la mochila un corazón alerta y una curiosa voluntad que me tenia despierta, y ante los difíciles dias me salvó la lengua.
En la cabeza de esta niña picoteaban unos héroes, unos dioses, los que contaron sus cuentos. Me copie de los cisnes, los del patito feo.
Eran flacuchas las esperanzas pero fuertes las decisiones. Entrenar a diario la sonrisa, clavar los propósitos en la pared de la cocina, saber que no es seguro que venga un dia, detrás de otro dia. Con esa información, en mi almohada, armé un plan victorioso ante la vida.
Mi mérito fue encontrar.
Ser niña y encontrar.
IVONNE CORONADO
Desigualdad
¡No hay igualdad! Se dijo ladrando tristemente. Yo aquí, atado a este árbol, sin mimos, sin juguetes. El perro de enfrente sale mañana y tarde a pasearse.
Entra y sale de su casa. Se mira elegante: pelaje suave y limpio y una panza sin hambre.
A mí me tiran los restos de comida. Los que nadie más quiere. ¡Qué aguante sol y lluvia!
Es solo un animal.
Quién sabe si un día me dejaran perdido en una zona extraña; y tal vez malherido.
¿Y quién es ese que viene? Me acaricia… Le gruño. Ni prudencia ni rabia, es tan solo mi miedo.
Y me suelta, y me dice: —Ven hacia mi pequeño. Hoy se acaba para ti el hambre, el sufrimiento.
Me extiende su mano con una galleta. ¿Me acerco…no me acerco?
Al fin la tomo hambriento. Sé que estoy sucio, y soy repelente. Pero él se acerca…
Y entonces siento que hay bondad en algunas gentes, y muevo mi cola a mi nuevo amigo.
Voy hacia un nuevo destino. Se termina mi infierno.
Voy pensando en el camino:
“Hay personas que ganan el respeto y la admiración, por el simple merito de mostrar su compasión hacia todo ser viviente.”
LETICIA R MENA
SÍNDROME DE ANÁT
La colección de premios, diplomas, reconocimientos, distinciones y demás méritos, cubría gran parte del espacio de su poco humilde despacho.
Nadie sabía con exactitud cuáles habían sido sus estudios, cuál su experiencia, o cuáles sus talentos, pero todos aplaudían y elogiaban los resultados de lo que fuera que hacía.
Sus méritos eran robados.
Abajo, en el sótano de su mansión, ocultos en la inexistencia, se hallaban los verdaderos hacedores de sus méritos.
Un puñado de doctores en varias disciplinas, sabios, filósofos, expertos, estudiosos, … esclavos a su servicio. Prisioneros del ego inacabable de ese ser que se alimentaba del elogio.
Ese día, como muchos otros, había acudido a otro más de los eventos en los que se le reconocía. Otro premio más a su colección, otro “mérito” más que colgar de las paredes y presumir a las visitas.
Confiado y con prisas, había olvidado echar la llave a la puerta del sótano.
Al principio no se atrevieron a salir, temerosos de un exterior que se había vuelto extraño y lejano para ellos.
Luego, poco a poco, como salidos de una tumba o del mismísimo infierno, los prisioneros emergieron al exterior.
Podían haber huido, haber avisado a las autoridades, llamado a sus familiares para hacerles saber al menos que aún seguían vivos.
Hubiera sido lo más sensato.
Pero esperaron.
La “recompensa” a todos esos años de méritos robados no tardaría en volver.
BLANCA CERRUTI
LAS MEDALLAS AL MÉRITO
Cuando Mateo era niño le gustaba coleccionar objetos raros, no sabía ni para qué servían ni siquiera si eran solo piezas sueltas. Al ir creciendo fue diferenciando y, ya solo guardaba los que sabía que estaban completos y de los que conocía su función.
Su afición le llevó a ir por los rastrillos y se dio cuenta de que había muchas personas interesadas en todo tipo de objetos antiguos o simplemente raros o curiosos, y lo tuvo claro: sería anticuario.
Pasado el tiempo, abrió una tienda de antigüedades en el casco viejo, ya que esas calles eran muy visitadas por los turistas.
No le costó mucho hacerse con una buena colección de todo tipo de objetos, pues solía ir a las ferias, donde sabía que habría un puesto de antigüedades y siempre encontraba algo.
En una de esas ferias se acercó a un puesto. Una caja de madera preciosamente labrada le llamó la atención.
—¿Podría ver esa caja? —preguntó al señor que atendía el puesto señalándosela.
—Claro que sí, tenga —dijo el hombre entregándosela.
Mateo la abrió. Estaba llena de medallas honoríficas.
—Me interesa —dijo.
Ajustaron el precio, Mateo lo abonó y regresó feliz.
Ya en casa, revisó las medallas. Algunas eran de plata, pero la mayoría eran de bronce y de latón. Todas estaban cubiertas por una pátina que impedía leer la leyenda que figuraba en ellas.
Al día siguiente, en la trastienda, las colocó sobre la mesa donde revisaba sus adquisiciones antes de abrir, y las fue limpiando una a una y leyendo: Mérito al Trabajo, a las Bellas Artes, Investigación, Educación, al deporte, al valor…
Una vez limpias las colocaría en el pequeño escaparate sobre un lienzo de terciopelo, así resaltarían y llamarían la atención.
Al final de la tarde, antes de cerrar, pasó a la trastienda a ver cómo lucían las medallas limpias y lo que vio lo dejó desconcertado. La mayoría de ellas conservaban el brillo, pero algunas, sin razón aparente, volvían a tener la pátina con que las había encontrado, como si brotara desde dentro de la medalla.
Probó a limpiarlas una vez más y otra; nada, la pátina volvía a velarlas impidiendo leer el mérito que otorgaban.
Mateo no conseguía entenderlo y no dejaba de peguntarse por qué unas medallas mantenían el brillo y otras no.
Y una noche, en sueños, una frase se repetía en su mente: «No merecían el mérito, no merecían el mérito…».
Al despertar lo entendió: Las propias medallas conseguidas con embustes se rebelaban generando de nuevo su pátina volviéndolas inservibles; no se explicaba cómo sucedía, pero supo qué hacer.
Se dirigió temprano a la tienda. Buscó la caja labrada y metió en ella todas las medallas conseguidas con engaños que, seguían opacadas por la pátina, y se dirigió al puente del río que cruzaba la ciudad.
Al llegar, sacó la caja, extendió los brazos sobre la baranda y por unos segundos la sostuvo en el aire. Luego abrió las manos y la dejó caer.
El metal de las medallas pesaba, pero aún pesaban más las mentiras con que habían sido conseguidas. El agua se tragó la caja y la arrastró hasta el fondo del río.
Las medallas al mérito, las merecidas, lucen ya sobre un lienzo de terciopelo rojo en el pequeño escaparate de la tienda de antigüedades de Mateo.
Blanca Cerruti
EVA AVIA
Otirem (Lo estoy frotando) my ritual
—“Otirem, otirem”
—¿Quién me habla? ¡Muéstrate!
Me levanto de la que, en lugar de darme reposo después de un largo día, es la cama de una celda de castigo. Una voz femenina me habla con palabras que son más incomprensibles que las anteriores. Le insto, de nuevo, a que se muestre y que deje de hablarme en un idioma, o lo que sea eso, que no comprendo.
—¡No sé lo que queréis de mí! —grito—. Quiero ayudar, pero no me lo ponéis fácil.
—“Otirem, otirem”
Tras la insistencia de la misteriosa dama, recurro al traductor y asombrosamente es una palabra Checa que significa lo estoy frotando. ¡Vamos, que me he quedado igual! Mejor me doy un baño bien calentito. ¡Abril te espera! ¡Pues que espere en el calendario, porque en una de estas cojo las maletas y me largo!
Creo que, Caroline, me dejó unas sales de baño por algún sitio, dijo que me iban a hacer falta y no le faltó razón, no recuerdo en todo este tiempo una casa que estuviera tan cargada negativamente.
—¡Ya voy! —grito, a la nada, porque ha sonado el teléfono del salón, que, como todo en esta casa, tiene historia.
—¡Albert! ¿Se encuentra bien? Perdone por la hora, pero estaba preocupada —me resulta familiar, pero lo cierto es que ha estas horas todas las voces me resultan iguales, insoportables.
—Y, ¿usted es? —le pregunto, rodeado de espíritus, que se ríen y no sé si es de mis partes íntimas que se están encogiendo como un par de huesos de aceitunas debido al frio que desprenden o porque me está dando vergüenza mi desnudez.
—Perdone, Caroline, April me ha llamado.
—Digamos que no me lo están poniendo fácil, pero todavía estoy de una pieza —me muestro irónico, porque su tono de preocupación no me la llego a creer—. Le voy a dejar, que me espera un baño relajante. Por cierto, gracias por las sales de baño.
—Disfrútelas y perdone por la hora.
—¿Me vais a dar mi espacio o tampoco? Las experiencias mortales son para la noche —Que buena es la ironía.
Parece ser que la mirada penetrante que les he echado ha causado efecto, espero poder darme un buen baño, ¡Uff! Voy a coger una de las botellas de hidromiel, me la he ganado.
Preparado para el baño y…
—Que calentita. Demasiado, ¡quema, quema! ¿Quién eres? —La mirada perturbadora de la mujer que está frente a mí, me da escalofríos.
—“Otirem, otirem. My ritual.”
Siento como soy empujado hacia el fondo de la bañera, como el agua entra en mis pulmones, veo, las burbujas de aire surgir de mi último aliento. Y al otro lado de esa lucha, el responsable parece impasible mientras yo, pierdo la vida en el fondo de ese río.
Deja de arrastrarme a las profundidades, y así como lo hace, la vida regresa a mí.
—¡¿Qué queréis de mí?! —les grito, escapando de la muerte. “Otirem”, la estoy frotando, quiero arrancarme esta maldición con la que nací.
Un pitido, que reconozco, se clava con intensidad, ellos, regresan a mí y la foto, esta vez mojada, cae pesada al suelo. En el reverso aparece el siguiente número de la lista, pero el 1729 no está tachado. La giro y en la imagen, está: la niña desaparecida que ya no sonríe, la mujer vestida de blanco que fue empujada por la niña, el hombre que es quemado por esa niña y la bella mujer, la monja que fue ahorcada por querer algo que no le pertenecía, y a su lado, un charco de agua, seguido de una sombra que no reconozco.
—¡Amada seres a dama! ¡Somos seres reconocer, seres somos! ¡Ama dama! —gritan. La monja lanza un grito mudo y me indica dirección al desván.
Me cubro con la toalla y sigo a todos ellos hacia el siguiente encuentro. Aquí, frente la estantería, esa extraña mujer que antes casi me ahoga, me muestra un libro y repite, de nuevo, “Otirem, otirem. My ritual.”. Ya entiendo, ¿quieres que haga un ritual, un hechizo? A lo que ella responde que sí. El libro se abre por el que tengo realizar, es un sencillo conjuro de localización. Este me muestra algún punto del río Avon (Bristol).
La niña lanza al suelo un tomo de lo que parece un libro de archivo. En él, los antiguos propietarios relatan las muertes en extrañas circunstancias que han sucedido a lo largo de los siglos. Cada una de las muertes que he vivido, están detalladas en él. ¡Aquí está, 1729! Hay una entrada de un hombre de procedencia Checa. Solicitó un guía que le llevará de excursión por el río y ya no regresó.
—Tenéis mucha fe en que encuentre su cuerpo, seria todo un mérito, pero bueno, de cosas mas raras se han visto.
Equipado con pala, con las herramientas que puedan ser de utilidad y con el mapa, me dirijo como un espeleólogo hacia la aventura. Posiblemente hoy va a ser uno de esos días más normales de toda mi existencia.
Ya estoy en el punto exacto que me marca el mapa. La extraña mujer me indica donde tengo que cavar. Comienza a adentrar la noche y todavía sigo dando de pala. El cansancio se apodera de mí. Lo último que recuerdo es que caigo al suelo.
Despierto de sopetón y los primeros rayos de sol me golpean el rostro, a mi lado los restos de unos huesos están en el fondo de un agujero tan grande, que no puedo salir de él. Saco la fotografía, la niña sonríe y el charco pasa a ser un gran hombre que la mira con dulzura.
—Gracias. Amada dama.
Continuará…
A todos vosotros que la vida se os fue cuando todavía tenías muchos momentos por vivir. A aquellos que perdisteis a un ser amado por la mala gestión. A todos, por no encontrar consuelo ni justicia. Nuestros actos cobran vidas, almas, que se quedan para siempre con nosotros. Porque la frialdad de algunos, no arrebaten ni una más.
Besos, la Incondicional.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
Continuación : La tristeza en sus ojos
El ánimo, la motivación, un viento que apenas soplaba, y la esperanza, un eco lejano, se habían transformado para Isabel en pura reflexión y miedo, una marea helada que le impedía el cierre de los ojos en las noches que el sueño debía ser un bálsamo. Los sentimientos de culpa, espinas invisibles, atormentaban la conciencia de aquella mujer, madre y esposa. Una culpa que, como una sombra pegada al alma, nacía del amor que su corazón latía por Miguel. Era una culpa que solo existía en el laberinto de sus pensamientos, pues su papel de esposa y madre seguía intacto, una perfecta escenografía familiar sin fisuras aparentes.
Sin poder confiar en nadie, en un mundo donde las paredes parecían tener oídos y los susurros volaban más rápido que el viento, Isabel anhelaba ser ella misma. Se preguntaba si tendría la audacia de navegar por los mares tormentosos del escándalo, si una decisión, una única y valiente decisión, pudiera abrirle las puertas del amor y la libertad, rompiendo el yugo de su marido. Miguel, el pintor, era para ella un lienzo en blanco en muchos aspectos. Conocía la destreza de sus pinceles, la profundidad de sus colores, pero desconocía los méritos del hombre, la esencia que se escondía tras el artista.
Luego de dejar a los niños con sus tareas escolares y al más pequeño bajo el cuidado de su nana, Isabel tomó las riendas del coche, se lanzó veloz hacia la casa de su hermana Eloísa. En ella, como en un puerto seguro, podía confiar y, quizás, encontrar el ancla de un consejo ante la encrucijada que partía su alma.
Con un abrazo que era un bálsamo, un refugio en medio de la tempestad, Eloísa recibió a Isabel en la calidez de su hogar.
—Deseo conversar, hermana —murmuró Isabel con prudencia—, en el jardín, lejos de cualquier oído indiscreto. El tema que nos ocupa es delicado, secreto y comprometedor.
Rodeadas de gardenias que exhalaban su perfume y rosas que abrían sus pétalos al sol, con el cielo azul como testigo silente, ambas se sentaron en un rústico banco de madera. Tomadas de la mano, con el corazón abierto a la fraternidad y el cariño mutuo, Isabel comenzó a desgranar su alma ante Eloísa.
—¿Recuerdas, hermana, aquella carta donde te decía que la pesada piedra del matrimonio no es un muro insuperable, sino una ilusión?
—Sí, lo recuerdo, cada palabra resonó en mí.
—Pues a esa reflexión te puedo afirmar que tengo la oportunidad de quebrar, de romper esa pesada piedra. Tú has sido testigo de mis sufrimientos por haberme casado obligada con Jaime, un hombre tosco, cruel, déspota, cuya sola presencia me asfixia. No niego que pueda tener algunos méritos, como ser un hombre trabajador y próspero, pero nada más. En mi piel aún está presente aquella noche… aquella noche en que Jaime, con el aliento a vinagre y furia, no era un hombre, sino el lobo sombrío. Cada palabra que lanzaba era un guijarro afilado contra la fachada de silencio que yo me esforzaba por mantener. Cuando su mano se alzó, no fue un golpe, sino el romper de una porcelana fina, el eco sordo de un jarrón vacío que se desplomaba sobre los mosaicos fríos de mi alma. El miedo, como una sábana de hielo, me envolvió, y la casa, que debía ser un refugio, se convirtió en una caja de resonancia donde sólo habitaba el temblor.
—Sí, hermana, fue terrible —Eloísa apretó la mano de Isabel, sus propios ojos empañados por el recuerdo compartido—. ¿Pero qué piensas hacer?
—No lo sé. La incertidumbre es un abismo.
—Pensemos en las posibles consecuencias si te marchas con Miguel.
Isabel añadió, su voz cargada de la amarga profecía:
—La noticia correrá como pólvora, incendiando los salones de la capital. Nuestro padre rugirá, nuestra madre llorará, y Clara, la dócil Clara, sentirá un escalofrío de algo parecido a la envidia y la admiración. Lo que me impide volar son mis hijos, son pequeños y no merecen quedarse con el ogro de su padre. Por mí, poco me importa lo que diga una sociedad plagada de mentiras y de normas rígidas. Quizás me dirán pecadora, las lenguas afiladas me despedazarán.
—Espera, Isabel —Eloísa la detuvo con firmeza—. Trata de conocer más a Miguel. Es esencial que conozcas sus méritos como hombre y como padre, ya que, al final, él podría ser el padrastro de tus hijos.
—Pero si abandono el hogar, perderé a mis hijos. La sociedad civil, con su balanza torcida, le dará la razón y la custodia a Jaime.
Un silencio denso cayó sobre el jardín, pesado como el rocío de la madrugada. Isabel miró sus manos entrelazadas con las de Eloísa, y en ellas vio no solo el cariño, sino también la cruda realidad de su jaula. Sus hijos, pequeños gorriones en un nido que no era el suyo, eran los barrotes más infranqueables. La libertad de un amor verdadero, la posibilidad de un sol que la calentara sin miedo, se desdibuja ante la imagen de sus retoños desamparados.
Eloísa, leyendo el alma de su hermana en el velo de sus ojos, suspiró. Sabía que la sociedad de su tiempo era una red de acero. Una mujer que abandonaba su hogar, su marido, sus votos, era despojada de todo. Los hijos eran un trofeo para el padre, un castigo para la madre «pecadora».
—Quizás, hermana —dijo Eloísa, su voz suave como una caricia—, la piedra no se rompa de golpe, sino con la paciencia de la gota que perfora la roca. Quizás la libertad no sea un escape ruidoso, sino una semilla sembrada en secreto.
Isabel cerró los ojos, y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, un río amargo que nacía de la renuncia. Comprendió que su vuelo, por ahora, sería un vuelo quebrantado, un batir de alas en la penumbra de su propia prisión dorada. Miguel era un sueño que se desvanecía con la luz del día, una promesa de atardeceres que ella no podría compartir.
Se levantó del banco, el peso de su decisión le doblaba la espalda, pero en su mirada, aunque velada por la tristeza, persistía una chispa. Una nueva clase de esperanza nacía en ella: la esperanza de luchar, no por un escape individual, sino por sembrar en sus hijos, y quizás en la dócil Clara, la idea de que algún día, la golondrina de la libertad no tendría que pedir permiso para volar. La pesada piedra seguía en su lugar, pero la erosión había comenzado. El amor por Miguel se transformaría en una fuerza interna, una brújula silenciosa que, aunque no la llevara a su lado, guiaría cada uno de sus pasos en la silenciosa batalla por un futuro donde la jaula se abriera para todas. Y en ese pensamiento, en la promesa de un futuro por construir, encontró una amarga pero profunda paz, una pequeña rendija por donde la luz, muy tenue, aún podía filtrarse. El sol, aunque se ocultara tras las nubes, aún estaba allí.
Alexandra Fernández B.
CESAR TORO
No quiero pasar por alto la oportunidad de escribir, aunque no tenga mérito propio; sin embargo, quiero aprovechar este espacio para felicitar los escritores, poetas y literatos que tuvieron la genial idea de crear este maravilloso grupo literario, que nos permite semana a semana; escribir, leer y comentar los escritos de quienes tienen ese gran talento para las letras y el don maravilloso de la palabra, es una riqueza incalculable. Un abrazo a todos en la distancia sigan adelante con constancia y disciplina todo se alcanza.
Gracias por deleitarnos con tan bonitas historias.
El Mérito es de todos vosotros.
YOLANDA PINA REY
¡MÉRITOS!
Cuando pienso en la palabra «mérito», mi mente no va a los grandes premios, sino a las pequeñas y constantes batallas que construyen algo fuerte y duradero.
Para mí, el mayor mérito es el de un amor que se ha forjado en la distancia. No hablo de suerte, sino de la elección diaria, la paciencia y la fe inquebrantable que se necesita para amar a través de un océano.
Mi escrito se titula: «La Camisa Rosa y el Océano entre Dos.»
Es la historia de cómo un simple recuerdo se convirtió en la prueba de un compromiso que supera cualquier barrera.
Os invito a leerlo, y a reflexionar: ¿Cuál es el mérito más grande que ha tenido que ganar vuestra historia personal para sobrevivir?
MÉRITOS: LA CAMISA ROSA Y EL OCÉANO ENTRE DOS
Hoy el tema es «méritos» y el más grande que conozco es el de amar cuando la geografía se empeña en separarte. Todo comenzó un día cualquiera, bajo el sol de Tenerife, cuando el ruido exterior se apagó de repente. Tú llevabas el uniforme de trabajo y yo esa camisa rosa que, con el tiempo, se ha convertido en el color que tiñe mis recuerdos de valentía y de origen. ¡Cuántas veces me la habré puesto solamente para sentirte conmigo!
Ese día nació el amor, un sentimiento hermoso. Era amor genuino, pero su mérito no se forjó en la cercanía, sino en la elección diaria de desafiar la ausencia, en el vínculo creado a través de los mensajes, de la palabra del alma. Nuestro mérito es la certeza de que este sentimiento es más fuerte que cualquier duda o cualquier ruido externo.
El Océano no es una barrera, es el lienzo donde pintamos el paisaje de nuestro compromiso. Cada lágrima derramada, cada «te echo de menos», fortalece nuestra unión con la verdad de nuestro próximo encuentro.
La lección aquí es que el amor verdadero no es un accidente, es un mérito ganado con esfuerzo, constancia y con el compromiso de dos almas que saben que el mayor tesoro está del otro lado del mar.
Y esa camisa rosa… esa camisa es la prueba de que, a pesar de la distancia, nuestro amor es real y puede superar cualquier barrera.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
El tic tac de los sueños.
El entrevistador se acercó a Valeria y le preguntó:
—¿Cuál crees que ha sido el mérito de tu éxito?
—Creer en los fantasmas —respondió ella.
En ese momento, el tumulto de personas que se agolpó a su alrededor comenzó a reírse. Pero la prometedora joven, que apenas comenzaba a brillar, no esbozó la más mínima sonrisa.
Esta historia había comenzado diez años atrás, cuando Valeria trabajaba como dependienta en el prestigioso negocio de relojería de su familia. Pertenecía a la tercera generación de maestros relojeros que habían levantado un verdadero imperio: su marca de relojes se vendía a millones por todo el mundo.
A sus veinte años, sin embargo, Valeria sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos. Notaba cómo su vida se precipitaba sin control, encerrada en una jaula dorada. La puerta quedaba custodiada por un reloj que quizá nunca se atrevería a poner en marcha.
Todo cambió una tarde, mientras realizaba el inventario en el almacén. De pronto, notó que su piel reaccionaba ante un frío impropio de aquella sala climatizada. Su cuerpo se tensó: los finos vellos de sus brazos —como la pelusa de un melocotón— se erizaron al unísono.
Fue entonces cuando comprendió que no estaba sola.
Notó el impulso de moverse y su cuerpo se dio de bruces con aquello que parecía una caja cubierta por una vieja sábana. La destapó y ojeó su interior. Entre trofeos y medallas había recortes de prensa. Se fijó en uno en especial: “Joven promesa de 13 años llamado a ser capitán de nuestra selección.”
Valeria dejó todo y subió a la quinta planta del edificio, donde se encontraba el despacho de su padre, el CEO de la empresa. Como de costumbre, estaba inmerso en papeles y documentos abiertos en su ordenador.
—Papá, ¿por qué no me hablaste de tus sueños? —dijo Valeria, aún agitada por la carrera que se había dado para alcanzarlo.
—Eso son tonterías. No se puede perder el tiempo en eso. Ya lo verás.
—Pero… eras bueno.
—El mejor.
—¿Y entonces?
—Entendí que la seguridad que tenía con la empresa no la iba a encontrar en otro lugar. Y lo dejé —dijo su padre, apoyando los brazos en la mesa mientras se erguía, dando por terminada la conversación.
—Pues dejo la empresa. Quiero vivir mi sueño.
El padre de Valeria volvió a sentarse y, tras un breve momento de silencio, buscó en uno de los cajones de su mesa de trabajo y sacó el talonario.
—¿Qué necesitas para empezar? —preguntó mientras rellenaba—. Acabemos con esta idiotez.
—No quiero nada. Si lo que voy a hacer es mi único plan, sé que saldrá bien.
Tras esto, Valeria se acercó a su padre, le dio un cariñoso beso en la mejilla y dejó su despacho.
A partir de aquel día su vida cambió. Alquiló una pequeña habitación en la inmensa ciudad donde vivía y comenzó a buscarse la vida con su música. Primero en los metros, después en las plazas, en las calles de los paseos peatonales más concurridos…
Como era de esperar, notaba el frío, no el de la calle, sino el de la seguridad perdida, lejos del calor del negocio familiar. Pero su convencimiento la movía hacia delante. Solo quería cantar.
Un día sucedió algo que cambió su rumbo.
Parecía que todo iba a ser como los días anteriores. Pero al terminar su función en la calle, recogió lo que los transeúntes habían depositado en la funda de su guitarra y emprendió el regreso a casa.
Alguien muy cerca de ella captó su atención. Era una joven que vivía en la calle. Tenía lo justo para el día o incluso menos: un viejo y desgastado carro de la compra, unas mantas y una antiquísima silla de esparto que hacía de pupitre para los libros que poseía.
—Eso que haces es espectacular.
—¿Perdona? ¿Es a mí? —preguntó Valeria.
—Pues claro. Toma.
La chica le dio una nota con algo apuntado. En ella decía: “Es hora de poner tu reloj en marcha”, seguido de un número de teléfono móvil.
Valeria la cogió y le dio las gracias, pero para entonces aquella chica ya no quería seguir hablando: estaba centrada de nuevo en sus libros.
Llegó a casa y siguió con su vida. O al menos lo intentó, porque aquella nota le hacía sentir un impulso irrefrenable de realizar la llamada.
Cogió su teléfono y marcó.
—¿Sí? Dígame.
Durante tres segundos, Valeria no respondió. Sintió un fuego ascender desde el estómago hasta la garganta, y ese ardor se transformó en una temblorosa melodía. Cerró los ojos, apretó los puños… y la voz que brotó de ella se volvió inolvidable.
Así fue como Valeria encontró al hombre que la lanzaría al estrellato.
Por eso, cuando le preguntan cuál fue el mérito de su éxito, no duda en responder que fue creer en los fantasmas que habitaban en su cabeza… y en aquellos que vagan por las calles.
MARIANA DI PASCUA
Tanto mérito.
(tema semanal méritos)
Mi prima Rosario se había emperrado en llevarme a punta del este. Yo caí en su casa de la capital porque mi tía dijo que no quería a su sobrina en una pensión de universitarios,una cosa de pobres para ella.
En su casa tuve que sobrevivir a una variedad de locuras que se desplegaban entre mis tres primas y mi tía.
Era una casa de ricos según el concepto a mis dieciocho años.
Ellas se comunicaban entre gritos, silencios y portazos.
Por suerte hice una instantánea liga con mi prima menor que tenía diecisiete años y era la primer bailarina del sodre. Yo la amé luego de perderle el miedo. Ella me llevaba gratis a todas las funciones que se hicieron de:EL lago de los cisnes,El quijote o Cascueces. Mi padre me hizo amar el ballet pero por un tiempo Rosario se creía que la acompañaba porque quería hacer méritos para obtener su protección ante cualquier griterio que surgiera en la casa. La mas loca de mis primas era la del medio, Maria José. Ella tenía unos ocho años más que Rosario y un año y medio menos que María Elisa.
Era la mas bella y la más histérica de las tres hermanas. Se parecía a Nicole Kidman y gritaba como la sargento Blax de Popeye el marino.
Mi tía era dura al trato y sus hijas cumplían con ella en deslumbrar de alguna forma lo que a ella la dejara completa. El trato de sus hijas era frío e irrespetuoso, parecía estaban enojadas con la madre, así que yo ahí era como un ángel. Me esmeraba cocinando, acompañando a mi tía al súper y hasta escuchaba a veces a él pastor Marquez .Nunca me sacó religiosa pero se reía conmigo cuando yo le mentía exageradamente mi apoyo al pastor.
Con María José no se me ocurría que sacrificio hacer que me dejara a salvo hasta que un día ella me facilitó uno.
_Mariana te querés probar ropa que no uso y es muy fina para dársela a cualquiera.
_Si claro dije yo, pero no sé dónde la podría usar, comenté.
Ella tenía un novio mucho más rico que mi tía y tenía tiendas hasta en el shopping. La ropa a mi me encantó y me quedaba espléndida. Luego mi tía me regaló un par de botas de taco y con olor a cuero,también me convenció a usar un tapado de piel.
Rosario odiaba la ropa fina y siempre rechazó las extravagancias.
Fue a los pocos días que Majo nos invitó a ir a Punta del este a la mansión del novio que con Rosario llamabamos enano de jardín.
Fuimos, el tenía plata pero era bueno, un concepto que tenía medio entreverado.
Yo no caminaba sola en ese palacio porque me perdía entre tanto pasillo mientras las personas pintadas en los cuadros parecían mirarme con enojo.
A la noche me llevaron vestida con la ropa de nivel. Solamente eran mías las medias y la bombacha de algodón.
Yo no sabia que pedir en el restaurante pero por suerte Rosario me indicó algo rico que solo tenía carne con un nombre raro y unas hojas de adorno que por las dudas comí para no parecer mal agradecida . Desde ahí el prometido de mi prima nos llevó a un boliche muy lindo pero carisimo. Con solo un trago gasté todo el dinero que había llevado.
Lo importante era que Majo estaba feliz conmigo y me presentaba como si yo fuera su creación a mucha gente importante. Yo le había cumplido luciendo su ropa y creo que casi parecía «rica» especialmente porque no aceptaba los tragos que me invitaban los hombres que me presentaron, mire que iba a permitir que pensaran que yo no tenía para pagar mi bebida. Sería pobre pero con orgullo. Al final estaba segura que por mucho tiempo María José no me iba a gritar,usé su ropa y se lució conmigo. Yo hasta modelo fui en esa juventud dorada. Me mantuve linda hoy con treinta y tantos años más ahí con dieciocho brillaba aunque yo no me daba cuenta.
Volvimos a la casa y cuando todos dormían Rosario me preguntó si me había bañado en una tina alguna vez.
_No le dije, ni siquiera vi alguna, agregué, que creía en mi pueblo no había.
_Vamos me dijo, en el baño amarillo hay una.
Fuimos en silencio, ella la llenó con nosotras dentro. Comenzó a ponerle cremas y sales, todo con sigilo.
Pero nos empezamos a reír de la osadía que me dijo no estaba permitida.
De repente la puerta amarilla se abre golpeando la tina.
Era mi prima con el rostro lleno de furia qué al instante nos gritó todo tipo de pute&das sacandonos de un tirón de pelos.
Siguió gritando mientras nos secabamos hasta que su novio que me pareció buenísimo la calmó.
Fuimos a nuestro cuarto, Rosario se reía y mientras yo lloraba.
Vi que hacer méritos no me salvaría de vivir aquellas cosas que temía de la gente. Nunca volví a Punta del este, mi prima se casó y se hizo más rica.
Siguió gritando cuando nos visitaba y yo nunca mas me puse su ropa. Concluí que había ricos que eran malos y otros que podían ser buenos, bueno a veces o quien sabe como funciona la cosa de las clases sociales
Yo por las dudas me hice hippie y vi que la ropa era tan cara como la del shoping así que todavía no se soy rica o pobre, mala o buena.
SILVIA GALLARDO
Merecida miel
no hay hiel que amargue la bonanza
delmérito ganado
en el senderodel trabajo y la constancia
re compensa al incansable espirituque lucha por el éxito y el triunfo surcando peldaños,con caídas y renovada actitud para no escapar de sus nobles propósitos, en el camino elegido para mejorar condiciones de vida en neneficiopersonal o social,
de Salvador Díaz Miron «dice: el mérito es el náufrago del alma, vivo se hunde, Pero muerto flota.»los seres humanos somos incapaces de reco o cer las accioneS de personas congran talento que aporta ncosas valiosas paa el desarrollo personal ysocial, personas que realiza n accioneS extraordinariascuyo valor no es reconocidoppor diversas situaciones,
y en el afán de obtener ese reconocimiento y hacerlo meritorioporque valora su trascendencia en la vida de una comunida conel ímpetu de concluir y llevar a feliz temino un proyecto a la larga seuelvee desgastante desructivo,por la inversión de un esfuerzo no reco ocidoypor todo lo que se invierte parallev a conclusión satisfactoriaese proyecto,tiempo, di ero,energia finalmente te se logra, Pero ese afan se consume por el tiempo y el desgaste físico y mental .asi es cómo sus méritos naufragan Enel alma, y deja de existir, e tonces, ya ausente lerecocen e l esfuerzo y la aportación que Dio a unas ociead, su trabajo, su creatividad,su esfuerzo, que se minaron, Pero muerto flota,y se empieza ahablarde quienenvida debio serhome najeadopara honrar su mérito,la visibilidad es importante porque hay personas que desempeñan a cti vidades que a la vista de muchos no son trascende tales, son personas que hacenmuchopero ocultos tras la sombra de prejuicios su trabajo entre cuatro paredes con ecos de silencio, con mucha eficiencia y se le recoce solo al momento de su muerte .hay ejemplospalpables de personajes que han aportado a la cultura y a la ciencia,creaciones, investigaciones, inventos y les ha n robado el mérito . muchas de sus aportación es fueron ignoradas y olvidadas gracias a los prejuicios por, género,estatus social, egoísmo o en vidia
ANGY DEL TORO
El Tamiz de los Méritos.
Cuentan los que saben, que, en un pasado reciente, había una sociedad donde el amor no se sentía: se evaluaba.
Desde antiguas generaciones, los padres de familia habían establecido una regla inviolable para preservar el honor del linaje:
“Nadie desposará a una hija sin haber superado el Tamiz de los Méritos.”
El tamiz era, en efecto, un verdadero aparato de precisión moral.
El padre, manteniendo el ritual, se colocaba los lentes de oro que otrora habían utilizado sus antepasados. Con una pluma de ganso, anotaba los puntos que otorgaba por cada mérito comprobable a los pretendientes de cada una de sus hijas casaderas; la madre, mientras se abanicaba, tomaba nota y restaba por defecto otras inclinaciones que no habían sido aceptadas.
Se otorgaban diez puntos por hablar algún que otro idioma, veinte por conocer los siete principios de la caballerosidad, treinta por tener un apellido que no necesitara explicación, y cincuenta —¡ah, los soñados cincuenta! — si el pretendiente poseía tierras que estuvieran fértiles como para mantener una familia.
Los candidatos llegaban con cuantos diplomas y/o propiedades tuvieran, medallas relucientes, y cartas de recomendación que no se notaran infladas.
Algunos incluso ensayaban sonetos… aunque la poesía, como decía la madre, “no paga dote”.
En medio de tanto examen de virtudes y balances de mérito, la menor de las hijas observaba en silencio.
Era una joven de mirada penetrante y sonrisa nada fingida, capaz de distinguir la hipocresía detrás de cada reverencia.
Sabía que los pretendientes no amaban: solo competían.
Una tarde, mientras los padres discutían la puntuación de un joven con demasiadas opiniones y poca herencia, la menor de las hijas tuvo una idea que solo podía nacer de la desesperación o del ingenio: presentó como pretendiente al jardinero del pueblo.
El jardinero era de poco hablar, por no decir nada. Su mayor talento consistía en mantener vivas las flores incluso en invierno.
Cuando el padre le pidió que enumerara sus méritos, el joven inclinó la cabeza y mostró sus manos, ásperas y limpias, con el perfume de la tierra aún fresco.
El silencio que siguió fue tan incómodo como revelador. El padre, sin saber si aquello contaba como mérito o insolencia, buscó en sus reglamentos algún precedente, pero no lo encontró.
La madre, desesperada, agitó el abanico como si quisiera espantar una deslealtad. Entonces la muchacha habló con una calma que rallaba en la insolencia:
—Padre, madre… ¿no es mérito suficiente hacer florecer lo que otros marchitan?
Los padres se quedaron sin palabras por primera vez en su vida, y, como no había norma que prohibiera al jardinero casarse con una de sus hijas, el silencio fue interpretado como aprobación.
Desde aquel día, el Tamiz de los Méritos fue guardado en un baúl, y con él se enterró la absurda contabilización del amor.
Mariana y el jardinero cultivaron juntos un jardín que, según cuentan, creció sobre las piedras de la razón.
Y aunque los vecinos aún discuten si fue una locura o un acto de mérito mayor, todos coinciden en que ninguna flor volvió a pedir recomendación para florecer.
TERESA SÁNCHEZ
Tema semanal.
Andrés estaba contendiendo para la gobernatura de su estado, había escalado peldaños con la ayuda de su padre arturo, el cuál había comprado favores con su riqueza, era uno más de los políticos sin talento, que no había hecho «méritos» por sí mismo.
Seguía con esa farza descarada, cínica de decir, que ayudaría a los pobres y que haría un gran papel como gobernante.
Uno más en la lista de corruptos que gobernaban en algún lugar, comprando votos y amenazando a los que se oponian a su candidatura.
Alicia su esposa era una de los que no quería que llegara a ser gobernador, sabía que había llegado a tener poder sin mérito alguno, y sin que desde luego el lo supiera, se reunía con un grupo de detractores, que estaban planeando como boicotear las elecciones.
Alicia arriesgaba su vida, pue Andrés jamás le perdonaría esta traición si se enteraba.
Que gran dilema, desde luego Alicia, se sentía muy triste por la situación que estaba viviendo, pero no iba a seguir permitiendo más abuso de poder, si no ponía un granito de arena, en este sistema de corrupción interminable, creía que se debía empezar por algo.
Llega el día de las elecciones, el grupo conformado por 800 hombres que estaba en contra del candidato Andrés, se habían organizado muy bien.
Se apostaron en las diferentes casillas de la ciudad, impidiendo las votaciones.
Pero nunca pensaron que esto solo retrasaría lo inevitable, pues volverían a convocar nuevamente en unos días, a votar, sólo que ahora pondrían mucha mayor vigilancia para evitar que nuevamente pasará algo.
Y así, se llevaron a cabo finalmente las votaciones ganando Andrés.
Ingenuamente habían tratado de evitar lo inevitable. Alicia sabiéndose fracasada, decide separarse de aquel hombre, al cual un dia admiró, pues un tiempo pensó que había llegado al poder con grandes méritos, y no podía soportar ni un día más con ese hombre que era un impostor, y que pasaría a la historia, como tantos otros con más penas qué glorias.
ALFREDO LOZANO
EL CIELO GRIS
En la cocina, el café burbujeaba en la cafetera con un olor áspero, metálico.
Su esposa ya se había ido, como cada mañana. En la mesa, un plato con dos tostadas y una nota breve: “Que te vaya bien hoy.” No decía más, como el gesto rutinario de quien sigue cumpliendo un deber que hace tiempo dejó de tener sentido.
En el espejo del baño, Ernesto vio su cara hinchada, los párpados vencidos por un cansancio sin nombre, pensó que la edad no llega de golpe, sino que se acumula en pequeños descuidos: un afeitado mal apurado, el cuello arrugado de la camisa, o el silencio con el que uno aprende a no esperar nada.
En la oficina nadie sonreía demasiado. Los teclados sonaban como una lluvia seca, bajo el zumbido de los fluorescentes. El aire olía como a papel viejo, a un tiempo detenido.
El reloj del pasillo marcaba las ocho y media cuando Ernesto subió los tres peldaños que lo separaban del despacho del director. Llevaba la camisa recién planchada, el nudo de la corbata tan ajustado que apenas podía tragar, y en la carpeta azul su trabajo perfectamente calculado.
El director, un hombre de bigote gris y ojos que nunca sonreían del todo, lo invitó a sentarse.
─Bueno Ernesto ─comenzó el director─. Veinte años en la empresa. Casi toda una vida.
Ernesto asintió, intentando mantener la calma.
─Siempre puntual, sin quejas, sin bajas ─prosiguió aquel hombre─. Nadie puede decir que no sea usted… constante.
El silencio que siguió fue un filo invisible. Ernesto lo rompió con un hilo de voz:
─Agradezco que lo reconozca, señor. He procurado hacer bien mi trabajo.
El director entrelazó los dedos y lo miró fijamente. Ernesto contuvo la respiración.
─El comité ha tomado una decisión respecto al nuevo puesto de jefe de área… Y han decidido ofrecérselo a Marta Ramírez.
El aire se le volvió denso.
─¿Marta? ─preguntó, más sorprendido que dolido.
─Sí. Tiene menos méritos que usted, pero ha sabido moverse, asumir riesgos, proponer cambios. Es una cuestión de visión.
Ernesto asintió despacio, sin oír del todo las justificaciones que siguieron. Salió del despacho con la misma calma con la que había entrado, pero por dentro sentía un vacío, un cansancio antiguo. Se detuvo un instante frente a la ventana del pasillo. La ciudad parecía quieta, envuelta en una claridad enferma. Pensó que todo, visto desde cierta distancia, acaba pareciéndose: los edificios, las oficinas, las personas que esperan un ascenso que nunca llega.
Esa noche caminó hasta su casa sin tomar el autobús. Pasó frente al parque donde solía llevar a su hija cuando era pequeña. Ahora ella estudiaba en otra ciudad, y él apenas la veía una vez al mes. Todo por su bien, esos méritos son los que de verdad importan, invisibles y que uno acumula en silencio mientras el tiempo pasa.
En casa lo esperaba Laura con la cena lista. Cuando le contó lo ocurrido, ella lo escuchó sin interrumpir. Luego le tomó la mano.
─Tal vez sea hora de pensar en ti ─le dijo ella─. No en la empresa, ni en los ascensos, ni en los jefes. En ti.
─¿Y qué se supone que tengo que hacer? ─preguntó él, con una sonrisa cansada─. No tengo más que esto.
─Tienes más de lo que crees.
Aquella noche Ernesto no durmió. Se levantó antes del amanecer y fue al balcón. El cielo, aún gris, empezaba a clarear. Pensó en los años que había pasado buscando reconocimiento. En las horas extras no pagadas, en los fines de semana renunciados, en las veces que se calló para no incomodar.
Había vivido midiendo su vida a través de otros. Pensó en saltar y terminar con todo; subió a la barandilla y gritó, convencido de que, al fin, así reconocerían su esfuerzo. Pero al pensar en su hija, no tuvo fuerzas para hacerlo y decidió bajar. El metal frío bajo sus manos le recordó lo inestable que siempre había sido todo. Dio un paso atrás, resbaló, quiso aferrarse a algo, a una promesa, a un recuerdo, a la voz de su niña. El mundo se volvió un silencio espeso.
NOVAE LITTERAE
Deméritos (y dos puntos)
::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
He acumulado deméritos con esmero,
como quien junta piedritas en los bolsillos del alma.
Soy impuntual de nacimiento,
una experta en llegar justo cuando ya empiezan los aplausos.
Pierdo las llaves, el paraguas y a veces hasta el hilo del pensamiento.
Me enamoro de los planes imposibles,
y discuto con el espejo como si tuviera la razón.
Tengo un máster en procrastinar lo urgente,
y una maestría en pensar demasiado lo trivial.
Me contradigo, eso sí, con elegancia,
pido perdón antes de ofender,
y olvido los nombres justo cuando quiero recordarlos.
Hago listas para sentirme organizada
y las pierdo antes de tachar la primera tarea.
A veces me entra la risita floja en los funerales
y lloro en los cumpleaños,
porque la emoción —menuda fantasma—
siempre me agarra con los zapatos cambiados.
Pero no tengo más remedio que defender mis torpezas
como medallas,
gracias a ellas soy —mas o menos—
irrepetible.
Pero hoy voy a confesar mi demérito mayor,
el más grave, el más mío,
ese que ningún corrector ortográfico perdona:
No se escribir sin solemnidad:
no sé decir «hola» sin una pausa teatral:
no sé empezar una frase sin anunciar el milagro que vendrá:
DOS PUNTOS.
Yo no escribo: declaro.
Yo no narro: anuncio.
Yo no pienso sin detenerme un segundo a respirar:
DOS PUNTOS.
He intentado curarme:
usar las comas con humildad,
puntos finales con valentía.
Pero no puedo:
mi pensamiento viene en caravana,
cada idea trae su estandarte:
LOS DOS PUNTOS.
Así que ya está:
ya me conocen del todo,
ya saben que la vida no se vive
si no se escribe en frases,
y yo la escribo en suspenso.
Siempre a punto de decir algo más:
CON “DOS PUNTOS”.
::::::
MANUELA CÁMARA
Deméritos (y dos puntos)
::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
He acumulado deméritos con esmero,
como quien junta piedritas en los bolsillos del alma.
Soy impuntual de nacimiento,
una experta en llegar justo cuando ya empiezan los aplausos.
Pierdo las llaves, el paraguas y a veces hasta el hilo del pensamiento.
Me enamoro de los planes imposibles,
y discuto con el espejo como si tuviera la razón.
Tengo un máster en procrastinar lo urgente,
y una maestría en pensar demasiado lo trivial.
Me contradigo, eso sí, con elegancia,
pido perdón antes de ofender,
y olvido los nombres justo cuando quiero recordarlos.
Hago listas para sentirme organizada
y las pierdo antes de tachar la primera tarea.
A veces me entra la risita floja en los funerales
y lloro en los cumpleaños,
porque la emoción —menuda fantasma—
siempre me agarra con los zapatos cambiados.
Pero no tengo más remedio que defender mis torpezas
como medallas,
gracias a ellas soy —mas o menos—
irrepetible.
Pero hoy voy a confesar mi demérito mayor,
el más grave, el más mío,
ese que ningún corrector ortográfico perdona:
No se escribir sin solemnidad:
no sé decir «hola» sin una pausa teatral:
no sé empezar una frase sin anunciar el milagro que vendrá:
DOS PUNTOS.
Yo no escribo: declaro.
Yo no narro: anuncio.
Yo no pienso sin detenerme un segundo a respirar:
DOS PUNTOS.
He intentado curarme:
usar las comas con humildad,
puntos finales con valentía.
Pero no puedo:
mi pensamiento viene en caravana,
cada idea trae su estandarte:
LOS DOS PUNTOS.
Así que ya está:
ya me conocen del todo,
ya saben que la vida no se vive
si no se escribe en frases,
y yo la escribo en suspenso.
Siempre a punto de decir algo más:
CON “DOS PUNTOS”.
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Manuela Camara
Demeritos y Dos Puntos.