Creo que hice algo mal – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «algo debí hacer mal». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 11 de septiembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Creo que algo hice mal

porque no salió de mi alma,

creo que algo hice mal

porque no se iluminaron mis entrañas.

Fin.

EMILIA CREGO

VENCER AL TIEMPO

Recuerdo cómo las nubes pasaron entre las montañas. Están lucían hermosas con un verde frondoso y en el pico coronando tanta belleza, el blanco inmaculado de un día de nieve en primavera. Aquella primavera se fue esfumándose con un largo beso del sabor de las flores silvestres. Fuimos hojas caídas de los árboles, nos fuimos adentrándonos por caminos empedrados y en este viaje nos llevamos nuestra propia mochila.

Fui a buscarte un día claro en el mes de abril, cuando aún no habían brotado las flores; solo algunas tempranas querían hacerse notar entre el manto verde. Me encontré con los años pasados, tumbada en aquel valle; algo me decía que mi cuerpo sentía el calor de otro cuerpo. Habían pasado treinta años y aquellos recuerdos con el pasado; todavía quedaba el rescoldo de una llama que prendió en aquel valle. Fueron días luminosos envueltos en caricias, dos jóvenes queriendo vencer el paso del tiempo y atrapar sus pasiones y hacerlas eternas en aquella tierra fértil.

Los deseos de calmar el curso de aquel amor, nos separaron. El miedo nos detuvo ante tanta pasión y el tiempo se quedó con el deseo de algo más. Creo que algo hice mal, no fui consciente de este tormento que con el paso

del tiempo hizo mella. Vivo en el recuerdo, como todos los que aman y desean volver a reencontrarse con la persona amada. No fue fácil volver a sentir la llama quemando la piel; el camino de rosas tuvo espinas clavadas en mi vientre y estás dieron su fruto.

Ahora ya no siento nada; quise retomar las riendas de mi vida a lomos de un caballo, que se relevó contra mí. Aquí estoy sola y sola me siento; las voces musicales me acompañan y me llenan de tristeza. Me refugio en unos viejos libros de “Corin Tellado”, que encontré en un estante polvoriento y con la tenue luz a través de un ventanuco en el desván de la vieja casa de

madera.

Me refugié en la memoria de aquellos años, construí una casa de maderos para atrapar mis recuerdos, y esperando que el tiempo llene mis días para volver a florecer con el alma llena de suspiros. Los días se hacen viejos en una piel que fue tersa y joven; el cabello se pintó de blanco sobre la piel curtida. No tengo más inquietudes que volver a sentir las caricias en mi cuerpo. Aquellas que yo recuerdo, antes de cerrar mis ojos y la tierra me atrape para siempre.

Fue tan efímero, que con los años se quedó en un sabor dulce entre los labios.

ARMANDO BARCELONA

UN HOMBRE BUENO.

A la viuda de Juan Sarrado se le nota el peso de la resignación en los hombros caídos y las profundas ojeras que le sombrean la cara. El saloncito en que ha recibido a Mambo está ordenado y limpio; encima de una cómoda hay figuritas de porcelana de dudoso gusto, un reloj de latón de sobremesa, con péndulo, y una fotografía del difunto enmarcada en alpaca.

―Mi marido era una buena persona, inspector ―con gesto distraído empuja sobre la mesa, el platillo con pastas de té, que

Mambo rechaza con una sonrisa―. Nos casamos mayores, por eso no tuvimos hijos, pero nos teníamos el uno al otro; nunca fuimos muy activos socialmente y, aunque nos llevábamos bien con todo el mundo, no puede decirse que necesitásemos amistades.

Mambo da un sorbo al café. Se le ha quedado frío, pero lo apura de un trago sin un solo gesto de desagrado.

―¿Sospecha usted que su marido pudiera tener enemigos: en el trabajo, en su círculo más cercano, alguien que deseara hacerle daño?

Teresa niega con la cabeza. Guarda silencio. Se alisa la falda.

―Sabe, pienso que hasta para generar rencor es necesario dedicarle tiempo y mi marido disponía de muy poco. Trabajaba sin descanso. Cuando lo conocí, lo hacía instalando estructuras metálicas: andamios y grandes plataformas para todo tipo de trabajos en la construcción. Ganaba un buen sueldo y pudimos establecer nuestra familia con cierta comodidad, pero con el paso del tiempo, una antigua lesión en la espalda le pasó factura y tuvo que dejar ese empleo.

Se levantó del sillón y caminó hasta la cómoda. Cogió un paquete de tabaco y un mechero de plástico; desanduvo sus pasos y volvió a sentarse, ofreciéndole a Mambo un cigarrillo, que este rechazó.

»Lo habíamos dejado ―dice, tras la primera calada, expulsando el

humo por la boca mientras habla―, estábamos iniciándonos en la alternativa del vapeo, pero con su muerte todo ha dejado de tener sentido.

Mambo asiente. Su experiencia le dice que poco o nada va a sacar de este interrogatorio, pero como en todas las profesiones, hay que seguir formalismos y, en este caso, enfrentarse a la viuda y su dolor entra de lleno en el protocolo.

»Como le iba diciendo, la pérdida de aquel trabajo le pilló con una edad difícil, cerca de los cincuenta; anduvo buscando mucho tiempo, pero no salía nada. Al final encontró lo de vigilante de seguridad; el salario era mucho más bajo que antes, pero había que conformarse.

Hizo una pausa para volver a fumar, expulsó el humo con fuerza y tras un par de segundos en silencio, como si estuviera reorganizando sus ideas, siguió hablando.

»Tratamos de acomodarnos a la situación; nunca me quejé, pero sé que Juan se sentía culpable del nuevo estatus que nos tocaba vivir; creo que algo hice mal, no fui capaz de transmitirle mi apoyo.

No pudo contener la emoción, sus labios se cerraron en una fina línea sofocando el llanto y se le vidrió la mirada. Mambo respetó su silencio.

»Sí, hasta para buscarse enemigos hay que dedicar tiempo y Juan no hacía otra cosa que trabajar intentando equilibrar nuestra economía. Durante la semana se mataba doblando turnos y el poco tiempo que tenía para descansar lo pasaba en casa empastillándose, porque nunca le abandonó el dolor de espalda, aunque no fuera tan paralizante como cuando andaba por los andamios. Así es muy difícil hacerse enemigos.

Apuró el cigarrillo, lo aplastó en el cenicero y guardó silencio, esperando alguna reacción por parte de Mambo, que hizo un gesto con la cabeza, dando a entender que el discurso de la viuda coincidía con lo que había descubierto sobre la personalidad de Juan Sarrado.

―Lo que usted me cuenta coincide con la visión que de él me han transmitido sus compañeros de trabajo; no era una persona proclive a socializar, nadie me ha podido decir demasiado en cuanto a su forma de ser fuera del entorno laboral.

La mujer dio un largo suspiro y quedó pensativa, mirándose las uñas de las manos como si estuviera buscando en ellas inspiración para decir algo.

―No hay mucho que contar de mi marido. Esencialmente, era un hombre bueno, que no molestaba a nadie, inspector, no se me ocurre quién podría abrigar contra él malas intenciones y menos aún querer matarlo. Es una locura.

Mambo sintió en los suyos los ojos escrutadores de la mujer, como si estuviera siendo sometido a un examen para el que carecía de respuestas.

―No quiero mentirle, señora, seguimos tan perdidos como el primer día. Esta clase de investigación suele ser de recorrido largo y todavía estamos en los inicios; conforme avancen los análisis de la policía científica, iremos desbrozando el camino hasta saber la verdad, pero de momento no hay elementos que permitan adelantar ninguna hipótesis.

―Den ustedes con quien lo hizo, Juan no se merecía una muerte tan prematura y sin sentido. ―Respondió la mujer mientras se levantaba para dar por terminado el interrogatorio.

Mambo tampoco tenía más preguntas y el humo del tabaco empezaba a pesar en el reducido ambiente del salón.

―Me he permitido traerle lo que su marido guardaba en su taquilla, ya no es de interés para la investigación y pensé que tal vez le gustaría tenerlo ―dijo ofreciéndole una bolsa de plástico con las escasas pertenencias del muerto que había recuperado.

Teresa echó un vistazo al contenido de la bolsa y dejó escapar una sonrisa; metió la mano sacando un cigarrillo electrónico que mostró al policía.

―Ve usted que no le miento, lo estábamos dejando, aunque pienso que solo se trataba de cambiar un vicio por otro. Gracias por traerme estas cosas. Seguramente el tiempo terminará curando las heridas, pero hoy, cualquier detalle que me lo devuelva, aunque sea en el recuerdo, es bienvenido.

Pasando por delante de Mambo enfiló el corto pasillo en dirección a la puerta de entrada.

»Adiós señor…

―Mambo, llámeme Mambo, por ese nombre me conoce todo el mundo. Si recuerda usted cualquier cosa, por insignificante que pueda parecer, no dude en llamarme, se lo ruego; del hilo más corto se puede sacar un ovillo definitivo, señora.

―Descuide, señor Mambo, así lo haré y gracias de nuevo ―respondió Teresa mostrando la bolsa de plástico.

Ya iba el policía a darle la espalda cuando recordó algo que llevaba intención de preguntar.

―Por cierto, casi se me olvida, torpe de mí. ¿A su marido le gustaba especialmente la leche de vaca? El lugar donde encontraron su cuerpo olía mucho a leche de vaca y tal vez eso pueda ser indicio de algo.

Teresa puso cara de asombro mientras negaba repetidamente.

―En absoluto. La bebía, como casi todo el mundo, pero no tenía una predilección especial por la leche de vaca y lo del olor me sorprende.

―Seguramente no tiene mayor interés, mera casualidad, pero tenía que preguntarlo ―mintió Mambo, sin querer mencionar que los olores jugaban un papel protagonista en toda la trama―. Muchas gracias por su tiempo.

Ahora sí dio por terminada la visita y girándose comenzó a bajar las escaleras, mientras oía cerrarse la puerta a sus espaldas.

No le había sorprendido que la leche no estuviera entre las aficiones del señor Sarrado seguramente, las fragancias eran solo una característica más de la firma del asesino, pero un elemento que sin duda se debía tener en cuenta. No eran una casualidad, Mambo estaba seguro de ello. Ningún olor lo era.

CARLOS TABOADA CABALLERO

Sin remordimientos.

Antes de sentarme en el taburete, ya he llevado el pantalón a la altura de las rodillas, pero ella lo baja inmediatamente a los tobillos y a continuación me mira para preguntarme si así está bien, aunque no espera mi respuesta y enfila su mirada cuando se arrodilla. En otras ocasiones, con las posiciones intercambiadas, o bien se echa la falda para atrás y lo descubre sin más miramientos o se baja el pantalón a los tobillos; luego junta y aprieta bien las piernas y en cierto modo se yergue, ofreciéndome exclusivamente la cima.

Trato de relajarme, pero al cabo de un par de minutos, y mientras ella se va olvidando de los lentos preámbulos, pienso en Sofía. Ahora estará en el trabajo, por la hora que es. Creo que luego hará la compra cuando salga, siendo viernes, y se pasará por su supermercado favorito. Comprará la carne de siempre y los caprichos habituales; de tal forma que, por la noche, mientras selecciona en la plataforma el siguiente capítulo de la estúpida serie, me dirá con quién quedaremos y con quién no de cara al fin de semana, cuando tengo la absoluta certeza de que pasaremos por la perfumería del centro comercial el sábado por la tarde para llevar el domingo el regalo de cumpleaños a mi suegra.

Luego pienso en el coche. Tiene demasiados kilómetros, lo sé, pero espero el momento adecuado para pedirle al jefe un aumento de sueldo, de acuerdo a los trabajos extra que realizo desde hace un tiempo —tal vez desde hace años. Pero no quiero pensar en la gentecilla del trabajo, y me centro en el coche: el otro día abrí el capó después de meses y vi la parte del motor grasienta, negra, como si algún manguito se acabara de soltar hacía poco o tal vez meses atrás. Pienso que tarde o temprano me dejará tirado, aunque al instante me olvido de la cuestión cuando ella coge ritmo, levantando de vez en cuando la mirada, ya sea para verificar que lo está haciendo bien o para interpretar cuánto duraré…

Después pienso en la vecina que acaba de entrar de alquiler tras el muro del salón. Más o menos de mi edad y estilo, pero creo que mucho más inteligente que yo. Lo digo porque después de tres conversaciones escuetas, es precisa y concreta, y no como yo, disperso e inseguro, ajeno totalmente a las señales. Ya he intentado derrumbar su formalidad varias veces, pero la vecina me observa impasible y siempre me pregunta por algo de la comunidad. El último día me ofrecí para «cualquier cosa», recalqué explícitamente, imaginándome trabajillos que nunca he realizado, como colgar cuadros rectos, conectar los malditos tubos de la lavadora sin que echen agua, arreglar el grifo del fregadero que se ha quedado atolondrado, fijo y oxidado, además de tener que apagar la luz general por un cable pelado…

Por cierto, el ritmo de mi amante me lleva a mezclar todo lo anteriormente pensado: como el cuadro adopto la postura, y sé que el conducto no podrá aguantar, cuando su última mirada provoca que suceda…

Cuando sucede, con toda la felicidad del mundo, me pregunto estúpidamente qué es lo que estoy haciendo mal. Me lo pregunto porque viendo en los ojos de ella lo satisfecha que está, me recrimino por qué no logro ver esa mirada en Sofía. Me pregunto, incluso, si alguna vez tuvo mirada similar. También me digo, por acabar, cuánto mal me sucedería si las luces del escaparate ficticio se encendieran a los ojos de los demás.

Después de todos esos pensamientos me relajo: parece que me he quedado sin fuerza alguna, pero sé que durará un segundo porque sólo manifiesto alegría y regocijo, y que al cabo atacaré.

BENEDICTO PALACIOS

El sol de la tarde no terminaba de caer y yo no soportaba el tedio y la impostura. ¿Por qué se empeñaba en seguir luciendo sin nadie desearlo? El sol y la vida me parecieron entonces una falsa recompensa, un lujo inmerecido. Fue aquel un día para olvidar.

A la mañana siguiente, mi pensar sombrío me empujó hasta una playa. Nadie más que yo estaba contemplando unas olas rabiosas y gigantes. Solamente una sacó a las demás ventaja y arrastró hasta mis pies los restos de una mano que portaba una alianza. ¿Qué hacía aquel resto humano entre tan extraños guijarros que atacaban mis pies? El mar se había equivocado y lo lanzaba lejos de la orilla. Casi lo logró, pero las olas pedían su recompensa y querían engullirla.

Me sentí raro, distante y dividido. Recuperé entonces aquel resto de mano y lo arrojé lo más lejos que pude, al medio del mar, donde se perdiera para siempre.

Me senté luego en la cresta de una duna. Las olas se alejaban. Estaba triste. Tal vez no tendría que haber lanzado aquella mano al mar. Había una alianza, un nombre quizás, las fechas de un amor o de un olvido.

Fui frío e indiferente. El sol tardaba aquella mañana de aparecer y desvelarse. Se había alineado con mi ausencia de empatía y sentimiento. Desprenderme de la que pudo ser una prueba o el vestigio de una memoria me hizo pensar que algo había hecho mal.

ANTONICUS EFE

Creo que algo hice mal, pero no me acuerdo el qué. Todo se desvanece entre salpicaduras del segundero que avanza a saltitos graciosos por la esfera del reloj de la vida. Hoy me he puesto filosófico de salón escarlata, qué le vamos a hacer…, «tre bien mon ami», sigue así, me dicen los recovecos de la esencia pasada…, al contrario de lo que se pueda pensar, la pleitesía a la década editora está hecha por imperativo legal, casi, una parte, la otra fue para jorobar aunque el resultado pueda parecer adyacente a la felicidad. La astronomía sabe de lo que hablo, aunque a veces no lo parezca. No tomo ya LSD, ni he usado ChatGpt para esta disquisición. Luz de Luna siempre gana aunque se disfrace de Chanel nº5, pero el diablillo Smith se lleva el premio. Un saludo a la aurora y su paleta de colores. No lo volveré a hacer, palabrita de niño Jesús, creo que algo hice mal y me da un subidón de fe. Saludos cordiales desde los efluvios paranoicos de mi cerebro reptiliano.

RAQUEL LÓPEZ

No culpes a mi voz

que calla en silencio

por negar tu amor,

hoy sin ti me siento preso.

No culpes mi lealtad

aunque siga siendo un necio

es un alto precio por amar,

con sincero sentimiento.

Y aún sabiendo que hice mal

no podrás robar mis sueños,

si solo consigo engañar,

a este corazón bohemio.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

RECUERDO 203

Puede que me haya vuelto loco. A estas alturas ya no lo sé, ni tampoco qué sucedió. De la noche en cuestión apenas conservo leves flashes deshilachados incapaces de florecer en mi maltrecha cabeza. La tormenta, la más despiadada de cuantas he conocido, se había desplomado sobre todos nosotros, iluminándolo todo y empapando los secretos más ocultos que guarda la noche. Para entonces, conducir y ver la carretera se habían convertido en dos deseos casi imposibles, por lo que decidí detenerme en el motel que, a duras penas, se perfilaba junto a la carretera.


En mi cabeza aún flota la imagen del recepcionista, un ser de semblante inexpresivo, diría que rozando lo inhumano que, con gesto mecánico, me brindó la llave 203. Acto seguido, con voz monocorde, me lanzó la siguiente advertencia: «Recuerde no abrir la puerta si escucha que alguien llama.»


De entrada, aquella sentencia congeló mis entrañas. Poco después, ya recobrada la cordura, dudé incluso de haberlo escuchado. Estaba agotado, por lo que subí de inmediato a la habitación. Las circunstancias me aconsejaban desechar la idea de tomar el ascensor por lo que inicié mi trayectoria siguiendo la vía alternativa. Por cada escalón que iba dejando atrás me acompañaba la presencia intermitente de los relámpagos sucediéndose en cadena, quemando mis pupilas e impregnándolo todo de una temblorosa inquietud. Ya en la habitación, el entorno me pareció algo más acogedor, a pesar de que la lluvia siguiera empeñada en su golpeteo de cristales y los truenos bramasen en la lejanía.


Derrotado y aún vestido, me derrumbé sobre la cama. No tardaría mucho en saltar de cabeza a un profundo sueño del que no estaba muy seguro de poder regresar.


Pero ha sucedido. De repente, he despertado. Agitado. A mi castigado cerebro, confuso y sobresaltado, le resulta imposible ubicar tiempo o lugar.


En la habitación flota algo extraño e invisible que no acierto a precisar. Sin embargo, lo que me inquieta realmente es este reloj sobre la mesita de noche. Ha transcurrido un buen rato desde que he abierto los ojos y los malditos números siguen clavados en las 3:45. Fuera, no queda ni rastro de la tormenta y todo parece haberse detenido. Recuerdo la hora aproximada de mi llegada: las 23:30. Me pregunto qué habría sucedido durante ese tiempo.


Ha sido al revisar el teléfono móvil cuando he notado lo más aterrador: fotos nuevas en la galería, tomadas durante la madrugada. No me acuerdo de nada. En ellas aparezco yo, durmiendo, y en la última de las imágenes un detalle escalofriante: alguien más me acompaña en la habitación. Bajo la luz de un relámpago la imagen dibuja un rostro deforme y borroso que no parece pertenecer a este mundo. También he reparado en algo sobre la mesa, justo detrás de aquel ser. Un bulto que tampoco recuerdo haber visto a mi llegada.


Me giro y lo veo. Allí está. Un paquete que muestra mi nombre escrito en letras temblorosas de una caligrafía apresurada. Conteniendo como puedo los embates de mi corazón, lo abro. Dentro encuentro una antigua grabadora de cassette. Comido por la curiosidad, pulso la tecla de play. La cinta comienza girar. Un breve silencio da paso a una respiración acelerada a la que, tras unos segundos, le sucede mi propia voz advirtiéndome de que, bajo ninguna circunstancia, salga de la habitación.


En ese momento, algo sacude mi cabeza. Como un disparo. Una oleada de recuerdos me ha devuelto a lo que, días antes, tuvo lugar en la 203. Faltan quince minutos para las cuatro de la madrugada. El horror invade cada centímetro de mi ser. Finalmente, ocurre lo imprevisto. Justo ahora, en este momento, acaba de sonar el primer golpe en la puerta.

EL IDIOTA

Huyo de los lugares como ladrón en la noche, sigilosamente, a pasos lentos para no ser descubierto.

Soy ave migratoria en busca de una estación fuera de las comunes, una entre otoño e invierno.

Siento miedo de volver sobre mis huellas en el camino. Ando de paso, siempre de paso, sin relacionarme con los habitantes del lugar, sin tiempo ni deseo de entablar amistad: me asusta mirar a la cara de los conocidos y que me acusen de algo malo que hecho.

La creencia de haber hecho algo malo no me abandona.

“¡Niño estupido! No sirves para nada” me recriminaba mi madre. Aún la escucho a pesar de los años de ausencia y lo lejano de mi niñez.

“¡Eres un flojo! A los flojos se los come el león. ¡Mariquita!Lo que me faltaba, un hijo mariquita.” Me insultaba mi padre cuando en la escuela me pegaban y no me sabia defender.

Ni en los cementerios encuentro paz: Escucho a los muertos insultándome, recriminándome la vida insulsa que llevo, el miedo que trato de ocultar.

Me fugo antes de que se den cuenta de mi idiotez y mi timidez.

Ya en el ómnibus miro con nostalgia las calles casi a oscuras por falta de luna que no volveré a pisar a partir de esta madrugada. Cometí dos errores, estuve más tiempo del normal y conocí a Mercedes.

Pienso en ella y la veo venir apresuradamente hacia la pequeña estación de omnibus. Sube y se sienta a mi lado.

Nada pregunto. Me aterran las respuestas.

—Me voy contigo.

Me besa.

Le cuento de mi miedo, de creer que hice algo malo.

Me besa.

—A todos nos pasa igual, pero no por eso andamos huyendo.

Me abrasa y me da otro beso

EFRAÍN DÍAZ

Antonio tenía todos los años del mundo. Era tan viejo como el viento. Las arrugas se le marcaban en el rostro como los surcos que en su día abrió en la tierra. Cicatrices del tiempo y del trabajo.

Flaco, descarnado, con la vista cansada, aguardaba sentado en su vieja mecedora de madera la visita de la muerte. Entre vaivén y vaivén, fumando un cigarro hilado a mano, miraba a su hijo mayor, José, hundir la azada en la tierra como él lo había hecho toda su vida.

—Si cuidas la tierra, la tierra cuidará de ti. Te dará frutos y no pasarás hambre —había repetido Antonio a cada uno de sus cinco hijos.

Y todos salieron hombres de bien menos José.

Desde su mecedora, el viejo lo observaba y se preguntaba: ¿Qué habré hecho mal? Tal vez hice algo mal.

A José lo llamaban “Cheo Perpetua”. Tenía cuarenta y seis años y ningún horizonte. Estaba condenado a morir en la finca, haciendo surcos, sembrando y cosechando como lo había hecho su padre en sus mejores tiempos. La cadena perpetua que un juez le dictó de joven le había tronchado la vida.

De muchacho, el trabajo del campo lo había hecho fuerte y recio. Era deseado por las muchachas y envidiado por los muchachos. En un baile de la comunidad ocurrió la desgracia: Ramón, hijo de un comerciante acaudalado, invitó a bailar a Teresa. Ella lo rechazó y prefirió a José. Herido en su orgullo, Ramón fue con cinco amigos y una botella rota a buscar pleito. José intentó evitarlo, pero cuando sintió el vidrio amenazando su cuerpo, sacó el cuchillo. Un tajo certero en la yugular y Ramón cayó, desangrándose sin remedio.

La justicia nunca estuvo de su lado. Entre sobornos y amenazas, el padre de Ramón silenció a los testigos. José fue condenado a cadena perpetua sin que nadie oyera su versión.

La cárcel fue un infierno. A su corta edad fue abusado por otros presos. Tuvo que endurecerse a golpes. La violencia lo curtió, y uno a uno ajustició a sus agresores hasta ganarse un respeto teñido de miedo. Nadie volvió a meterse con él. Desde entonces fue apodado “Cheo Perpetua”.

Tras veinticinco años naturales de condena obtuvo libertad bajo palabra. Había pasado más de la mitad de su vida tras las rejas. Afuera, el mundo no le ofrecía nada. Nadie quería contratar a un convicto. Sin otra salida, volvió a la finca de su padre. Allí trabajaba la tierra con rabia. Con el coraje de quien no tendrá nada, con la frustración de quien perdió su destino, con la resignación de quien sabe que lo que pudo ser ya no será.

Antonio, desde la mecedora, suspiraba creyendo haber fallado como padre. Pero no fue culpa suya. A veces la vida nos pone en el sitio equivocado, en el instante equivocado. Y basta un segundo para torcer la historia de un hombre.

ANGY DEL TORO

INOCENTE O CULPABLE

—¿Qué hice mal? —le preguntaba mientras acariciaba mi cuerpo adolorido.

“Perdóname”, repetía una y otra vez. Estoy segura de que algo habré hecho mal.

Te amo, y duele tanto cada vez que me equivoco.

El mal debe existir, quizás nos hicieron brujería —pensaba en silencio—. ¡Éramos tan felices!

No quería, ni podía odiarlo, y mucho menos perderlo.

Los golpes desgarraban mi sensibilidad, pero lo que más temía, era que se enojara.

Cuando lo veía llorar y pedirme perdón, me desarmaba.

Solo quería que esos mismos brazos que me herían, me abrazaran suplicando perdón.

Lo justificaba, Oficial.

Justificaba cada golpiza, hasta que aquel círculo vicioso, se cerraba.

Daba gracias a Dios porque, a pesar de mis errores, siempre él regresaba.

Me hacía feliz, no sé cómo lo lograba. Porque sin razón, sin aviso, lo presentía implacable, hostil.

Me culpaba por no ser lo suficientemente buena para él…

Hasta hoy, señor Juez…

hoy sé que la inocente era yo.

FRAN KMIL

Creo que hice algo malo.

—¡Maintenance!

Grité al mismo tiempo que tocaba a la puerta. Lo debía hacer tres veces antes de usar la llave para entrar. Regla de la compañía.

Sentí el ruido del motor y luego vi entrar al pasillo al “poter” con la sopladora.

La apagó para decirme que la manager me quería ver, que fuera a la oficina y continuó en su labor de limpieza. Antes de ponerse los audífonos me gritó un felicidades que me asombró.

¿Para qué me quería ver la manager? Sentí como que algo mal había hecho. La culpa me mataba.

Según mi experiencia de inmigrante, cada vez que te llamaban de la oficina era para darte más trabajo o señalarte un error.

De nada valía que el día anterior te dijeran “good job, good job”. Los americanos son la “mata “de la hipocresía: te felicitan y tú, contento, sin embargo te citan y te despiden sin explicación.¡Dios mío! No estaba en condiciones de perder el trabajo.

Repasé las actividades de la mañana, las del día anterior, las de la semana pasada. A pesar de no haber encontrado el error, tuve miedo. Creí que algo mal había hecho y un sentimiento de culpabilidad me oprimía el corazón. “ Cuidado, que te vuelve a dar el infarto” Me quise aconsejar, pero de nada valió, el pulso se aceleró, la respiración se entrecortó

A pasos lentos, las pierna pesadas, casi temblando, llegué a la oficina.

La jefa me mandó a entrar y con mucha cortesía me invitó a sentarme frente a su buró.” Uff, esto huele mal —pensé— tanta amabilidad…“

—Hemos estado observando su trabajo.

Hizo una pausa para matarme del corazón. Movia el bolígrafo entre sus dedos y crei persivir un esbozo de sonrisa. «Es intencional, lo sabía, lo hacen para que sufras. Son unos sádicos» susurraba un diablillo.

—¿No ha pensado en promover? ¿En ser lead maintenance?.

Me volvió el alma al cuerpo.

Los malos pensamientos van a acabar con mis nervios.

LUCINDA QUART

NORDÉS

Hice mal en no prestar atención a las viejas historias que solía contar mi abuela. Historias de voces que cabalgaban en el viento incitando a algunas personas a saltar al vacío desde la Punta del Barreirón, sobre las afiladas agujas de piedra y los remolinos de aguas bravas que el Cantábrico, generoso y feroz, formaba allí abajo. En Marzo moría más gente porque es en Marzo cuando el viento del nordeste sopla con más fuerza, y es en Marzo cuando la Guaxa de Punta Barreirón exige su tributo al pueblo. Lleva más de cien años ocurriendo pero nadie se dió cuenta. Nadie ha comparado nunca las fechas. Nadie quiere hablar de ello. En esta aldea diminuta sin nombre en los mapas, cuya población jamás ha rebasado los 150 habitantes, se han registrado desde la década de 1920 cuarenta y siete muertes por suicidio o accidente en Punta Barreirón. Siempre en Marzo, cuando el nordés sopla con más fuerza. Las mujeres saltaban por asuntos de infelicidad o melancolía; los hombres por causa del alcohol o de las deudas. Nadie mencionaba las voces galopantes como aullidos ni tampoco a la Guaxa, ese ser maligno de las leyendas rurales y paganas. Por miedo. Por vergüenza. Porque el suicido era pecado. Un silencio cómplice y culpable se instaló en el pueblo y en la gente alentando la idea de que aquello que no se nombra no existe; que si lo ignoras desaparece. Pero nadie olvida. Todos temen acercarse a ese saliente rocoso durante los vendavales de Marzo. Lo evitan porque saben que la Guaxa es real, está ahí abajo, en alguna “furna”, acechando con su voz perentoria a cualquiera que le preste atención y sus terribles aullidos vienen a confundirse con el rugir de las aguas o el silbido del viento. Pero yo sé que no es así… porque he empezado a oírla.

Y ella es la única que nunca me dice que estoy haciendo algo mal por dejar de tomar la medicación.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Tema de la semana.

Llevo tiempo lejos del grupo, no participó.

Nadie se dio cuenta.

Las musas me abandonaron.

Algo hice mal.

No tengo talento, lo sé, me pasó otro grupo de acuarela.

En fin. Saludos

GRACE PELLS

Lo partí al medio.

Con la precisión del arquero, y la sensata elección de la flecha. Un metro noventa y sin sangre, así, sin romper nada, como quién lanza el hacha y sabe dónde.

¿Hice mal? ¿Porqué?

¿Quién determina la represalia? Era el resarcimiento de mis heridas; todas llevan su apellido, y mi amor…su nombre.

Se desplomó en la banca y no pesaba nada, le colgaban los brazos y sus ojos bovinos me miraban el asombro, todavia no entiendo mucho como logré hacerlo, debe ser la basura que junta el tiempo; tal vez.

El final es un punto, un muro.

No hubo cálculos ni estrategias, fue el filoso cuchillo de los argumentos; esos que no tienen respuestas.

Lo partí al medio… Así, sin derramar nada, con la palabra que alguna vez lo abrazó.

Y lloré también, porque no sentí nada.

MANUELA CÁMARA

EL ERROR DE CALLAR

Creo que hice algo mal.
No por el golpe que llegaba como un trueno,
ni por la palabra afilada que partía en dos mi nombre,
sino por el silencio con que cubrí mi herida,
por el altar secreto donde adoré al verdugo
con la obediencia de un animal domesticado.

HIce mal en quedarme,
en tejer con mis propias manos la soga de cada día,
en confundir amor con penitencia,
promesa con castigo,
cielo con cornisa.

Ahora lo sé:
la violencia no era un rayo del destino,
ni un mandamiento tallado por algún dios
en la piedra de los siglos.

Era apenas un eco,
una sombra voraz que yo dejé crecer en mi costado
porque tenía miedo de quedarme sola
porque aprendí a llamar refugio a una prisión.

Y lo peor no fue el puño ni la injuria,
sino la máscara con que cubrí mi rostro
para que nadie viera mi derrumbe,
para que nadie supiera que me estaba apagando.

Creo que hice mal,
pero al nombrarlo,
al desgarrar la venda con la palabra,
mi voz se enciende como un incendio justo:
ya no hay altar,
ya no hay verdugo.
Ahora soy yo,
y mi libertad ardiendo.

CESAR TORO

Algo hice mal.

Dicen los expertos que siempre debemos aprender algo nuevo cada día, siguiendo esa premisa trato de hacer o aprender algo diferente no importa si es algo sensillo, el significado de una palabra, investigar sobre los agujeros negros del espacio, leer una página de la Biblia que no había leído, etc. En estos días no tenía nada en mente así qué me dije voy a internar armar el cubo Rubik, menuda tarea me resultó, consultando infinidad de tutoriales y dedicando horas y más horas especialmente en la noche, el bendito cubo cual aparato maléfico no se armaba, a veces lograba formar una o dos carillas y luego volvia a desarmarse; no obstante, nunca desistí de mi propósito. Un buen día despues de seguir una cantidad de algoritmos que me tuve que aprender

de memoria, logré armarlo casi en su totalidad digo casi por que me faltaba una pieza en la esquina superior que nunca lograba colocar. Asi pasaron varios días intentando y nada la pieza se resistía a encajar, deje de intentar por unos días hasta que me vino una idea, recurrir a la web. Después de varias respuestas equivicadas que no servían para nada, al fin vi una luz al final del túnel. Un consejo me decía que la última pieza no lograba encajar porque esataba mal colocada ya que el cubo en algún momento se cayó y la pieza se movio, por lo tanto habia que colocarla de manera manual y luego estaría listo. Asi lo hice, era evidente que algo estaba haciendo mal.

Ahora lo armo en dos minutos.

Creo que igual que con el cubo, nosotros debemos corregir los errores, pedir ayuda, armar y desarmar perseverando sin desfallecer, para entonces lograr armar ese difícil rompecabezas llamado vida.

Y a Usted.

¿Que pieza le falta…?

YOLANDA PINA REY

CREO QUE ALGO HICE MAL

Creo que algo hice mal, al menos eso me hicieron creer.

Creo que algo hice mal,eso me decían una y otra vez.

Creo que algo hice mal, según la opinión de los demás.

Pero sabéis qué?

Que si hice algo mal, ¿ y qué?, hice otras muchas cosas bien.

¿ Y sabéis que más?,

Tengo mi propia voz, esa que me dice:

» si haces algo mal, no pasa nada, sigue adelante , no dejes que otras voces te callen».

Porque eres única y tú lo vales.

BELBEL L

¡¿PALABRAS SOLAMENTE…!?

Hoy las palabras se visten de gala

pintando silencios.

Limpian

noches de miedos y penas

limando púas con susurros de abrazos.

Sosiegan nostalgias

y esperas

liberando nudos.

Apartan las piedras

de traspiés repetidos y ponen

esparadrapos transparentes al alma

y son regalo que cura

los besos perdidos.

Abren

esperanzas

y sueños en guerras

hambrientas de tumbas.

Son protesta y justicia

demandando futuros,

Demonios que azotan

tiranos con palabras en verso…

***

¿Y yo quién soy?

«Aguien que hizo algo mal»:

Pretender seguir siendo poeta

Y…

– ¡¿teñir mis palabras

de oscuridad,

cenizas,

Impotencia,

y dolor?! –

…..

MAYTE SOCA

Cleo escuchó con mucha atención mientras el notario le leía el testamento. Había recibido la notificación de la lectura unas semanas antes. Estaba sorprendida por cada palabra que el hombre leía, era la heredera universal de un primo lejano de su abuelo del que jamás había oído hablar

— La señorita Cleo Ibáñez, recibirá su herencia si pasa toda una noche en el castillo de Alcántara.

Cleo no lo podía creer, ¡sería la dueña de un castillo y de una fortuna, si solo se atrevía a pasar una noche allí!.

No lo dudo, tenía demasiadas deudas como para rechazar tal riqueza.

A las 18:30 Cleo llamó a la puerta del castillo de Alcántara, allí fue recibida por una mujer entrada en años, quien dijo ser la señora Smith, ama de llaves del castillo.

Está la llevó de inmediato a una habitación y antes de irse apresuradamente, le dijo — Señorita Ibáñez, cierre bien la puerta y no salga de esta habitación, aquí estará segura, yo llegaré en la mañana apenas amanezca. Cleo no le dio importancia a la advertencia de la mujer, con linterna en mano salió del dormitorio apenas está se fue. Comenzó a recorrer el lugar alumbrando las paredes de piedra cubierta por retratos y exquisitos tapices, era un lugar hermoso. Los muebles de roble estaban intactos como si los siglos no hubieran pasado por ellos, subió una gran escalera de mármol para llegar a las habitaciones del piso superior. Cleo estaba tan entretenida con el recorrido que no se dio cuenta que la media noche ya había llegado, se sintió agotada y pensó dejar el paseo para cuando llegará el día, no sin antes abrir una puerta más, Lo que vio la hizo viajar en el tiempo, cortinas de terciopelo y sábanas de seda vestían la hermosa cama con dosel que estaba en el centro de la habitación, allí pensó en acostarse a esperar que llegara el día.—Hoy dormiré como una princesa de cuento de hadas— susurro, mientras se metía entre las suaves sábanas de seda. Un estruendo la despertó, asustada se sentó para ver cómo la luz de los relámpagos entraban por los ventanales iluminando todo el lugar. Otro relámpago iluminó el dormitorio mostrando en un antiguo espejo, el reflejo de un hombre que estaba sentado en la cama a su lado. Asustada prendió la linterna alumbrando toda la habitación, pero no había nadie allí, solo ella. La tormenta rugía con furia fuera y el viento golpeaba con las ramas de un árbol el cristal, con miedo alumbró hacia el espejo para ver cómo con sus manos el hombre se aferraba a su cuello, cortándole la respiración, dejó caer la linterna quedando a oscuras. La luz de un nuevo relámpago iluminó por un instante el reflejo de Cleo mientras era asfixiada por unas manos con dedos huesudos de piel marchita, mientras Cleo daba arañazos en el aire peleando por su vida. Otro relámpago más y está vez el espejo dejó ver la risa perversa de aquel hombre mientras Cleo exhalaba su último aliento, quedando su cuerpo inerte sobre las sábanas de seda. Al entrar y hallar sin vida a Cleo en la habitación, la señora Smith murmuró con seriedad “me temo que hizo algo mal al salir de su habitación, señorita Ibañez”.

JUAN C VALTIERRA

Creeo que algo hice mal.

El Día de San Bartolo en Dos Caminos

Por Juan C. Valtierra

Aquí en los altos, donde el aire se corta con navaja y las noches bajan heladas hasta en agosto, todos sabemos que el veinticuatro es día de quedarse adentro. Dos Caminos no es pueblo grande —apenas si somos trescientas almas contando los niños y los que ya se fueron pero siguen apareciendo por las esquinas— pero sí es pueblo que sabe de cosas que otros han olvidado. Pueblo donde las abuelas atan listones rojos en las puertas y dejan sal en los marcos de las ventanas, donde don Pascual el campanero deja de tocar las horas después de las diez de la noche porque dice que hay cosas que no deben despertarse con campanas.

Pero ese agosto fue distinto. Ya llevábamos meses con las máscaras puestas, con el miedo metido en el cuerpo como astilla infectada. El COVID nos había llegado tarde, como todo a estos rumbos, pero cuando llegó se quedó pegado como garrapata gorda. La gente tosía en secreto, por no alarmar, y los velorios se hacían a puerta cerrada con nada más la familia más cercana.

Don Aurelio sabía que había hecho mal. Muy mal.

Cuando trajeron a Evaristo desde la capital, ya con la fiebre que quema y esa tos seca que sonaba como ladrar de perro enfermo, él debió haberle cerrado la puerta. Debió haber hecho caso a Remedios cuando le gritó desde la cocina que no lo dejara entrar, que mejor le llevara comida al portón y ya. Pero Evaristo era su hermano. Su único hermano. Y uno no le cierra la puerta a la sangre, aunque venga cargando la muerte.

—Está muy malo, Aurelio —le había dicho Remedios, con esa voz que usan las mujeres cuando ya saben cómo va a terminar la historia—. Y tú ya estás viejo para andar jugando con estas cosas.

Pero él lo dejó entrar. Lo recibió con abrazo y todo, como si los meses de encierro y de noticias terribles no hubieran pasado. Como si el mundo siguiera siendo el mismo de antes, cuando uno podía respirar tranquilo sin preguntarse si el aire estaba envenenado.

Evaristo se quedó tres días. Tres días tosiendo, sudando las sábanas, hablando dormido de cosas raras: que si había conocido a unos señores muy elegantes, que si le habían dado de comer cosas que sabían a gloria, que si había una puerta dorada en el cerro que se abría cada treinta años. Delirios de la fiebre, pensó don Aurelio. O eso quiso pensar.

Al cuarto día, Evaristo amaneció frío.

Y don Aurelio empezó a sentir el cosquilleo en la garganta.

Se quedó esperando hasta las once, como su abuelo le había enseñado. Como todos los hombres de su familia habían aprendido a esperar. Pero ahora esperaba dos cosas: a San Bartolo, como cada año, y a que la enfermedad que había dejado su hermano le pegara con toda su fuerza. Sentado en el petril de su casa, con la mirada puesta en el cerro que se alzaba negro contra las primeras nubes del aguacero, tosiendo ya, sintiendo cómo el aire le faltaba poquito a poquito.

Ya habían dado las diez y media en el reloj de la iglesia cuando empezaron a llegar los primeros relámpagos, esos que anuncian lo que todos en Dos Caminos sabemos: que San Bartolo ha llegado y con él, las cosas que no se dicen de día. Y esa noche, también llegó con la cuenta pendiente de don Aurelio.

—Métete, Aurelio —le gritó Remedios desde adentro, pero ahora con la voz ahogada por el cubrebocas que no se quitaba ni para dormir—. Ya sabes lo que pasa cuando el cielo se pone así. Y además andas enfermo por cabezón.

Por la ventana se veía la luz parpadeante del Santísimo en casa de doña Soledad, donde las beatas del pueblo se habían encerrado a rezar hasta que pasara la hora mala. Eran cinco viejitas vestidas de negro, con sus mascarillas de tela que ellas mismas habían cosido, rezando oraciones que sus madres les habían enseñado en secreto, oraciones que no están en ningún libro pero que funcionan mejor que las del padre Abundio, quien había muerto en mayo por la enfermedad y al que habían enterrado con una misa a medias porque nadie se atrevió a acercarse mucho al ataúd.

Pero él siguió ahí, terco como siempre, tosiendo y viendo cómo las víboras empezaban a enderezarse en el monte como soldaditos de juguete. El aire olía distinto esa noche, no al pino y al copal que siempre huele en los altos, sino a algo dulce y podrido al mismo tiempo, como fruta que se pasa de madura, como alcohol de hospital mezclado con incienso de iglesia. Como muerte que no se va.

—Mira nada más —murmuró don Aurelio, y la tos le cortó las palabras.

La lluvia comenzó puntual, como todos los años. Y ahí fue cuando don Aurelio vio la luz en el cerro. Una rendija dorada que se abría despacio, como si alguien estuviera abriendo una puerta muy pesada.

Se acordó de su hermano Evaristo, no del que acababa de morirse tosiendo sangre, sino del otro Evaristo, el que se había metido a esa luz hace ya cuántos años. Y entendió que tal vez no habían sido delirios de la fiebre. Tal vez su hermano había estado viendo hacia adelante, viendo su propio destino, viendo la cita que tenía pendiente desde siempre.

Don Aurelio se levantó cuando vio que la puerta se abría más. Ya casi no podía respirar, pero caminó hacia el cerro con los ojos puestos en esa luz que lo jalaba como imán. Cada paso era una disculpa que no había sabido dar en vida, cada respiración trabajosa era el pago por haber dejado entrar a la muerte a su casa, por haber elegido el amor sobre el miedo y haber perdido a los dos.

Las víboras se apartaban a su paso, paradas como centinelas mojados. Y cuando llegó a la puerta del cerro, ahí estaba Evaristo esperándolo. No el Evaristo que había muerto tosiendo, sino el joven, el de siempre, el de la sonrisa fácil.

—Ya era hora, hermano —le dijo—. Yo también hice mal en mi tiempo. Pero acá adentro eso ya no importa.

Y don Aurelio entendió que algunos errores solo se pueden pagar con todo lo que uno tiene. La puerta se cerró detrás de él con un sonido como de suspiro largo, como de alguien que por fin descansa después de cargar algo muy pesado durante mucho tiempo.

Al día siguiente, cuando salió el sol por detrás del cerro y el aire volvió a oler a pino, las moscas empezaron a irse de Dos Caminos. Se fueron en nubes negras hacia el norte, como todos los años después del día de San Bartolo, llevándose consigo el último aliento de los que ya no respiraban. La gente salió con sus máscaras puestas a barrer los charcos, a contar quién había resistido la noche y quién se había ido con la enfermedad o con algo peor.

Don Aurelio no apareció. Remedios lo buscó en el corral, en la milpa, hasta en el pozo. Nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra, como si nunca hubiera existido.

—Se fue con su hermano —dijeron las viejitas que sabían—. Ya era su turno. Y tal vez era lo mejor. La culpa pesa más que la enfermedad.

Remedios se quitó el cubrebocas por primera vez en meses y respiró hondo. Ya no tenía miedo del contagio. Su marido se había llevado todos los pecados con él, y a ella solo le quedaba el perdón.

Por eso aquí en los altos de Jalisco, en Dos Caminos, cuando llega el veinticuatro de agosto, nadie sale después de las once. Y ahora también sabemos que hay errores que no se pueden deshacer con disculpas, sino que hay que pagarlos con todo lo que uno es. Porque hay cosas que es mejor no saber, aunque las sepamos todos. Y a veces, la única salida es hacia adentro, hacia esa puerta que se abre cuando ya no nos quedan más caminos que recorrer.

Pero las madres siguen rezando, ahora con mascarillas de tela que bendicen antes de ponerse, pidiendo perdón por los errores de los vivos y por los muertos que se fueron sin poder pedir perdón por los suyos.

ARCADIO MALLO

VERANO

Llegó en su Mercedes que paró en medio de la plaza, sin importarle un comino si incumplía alguna normstiva o perjudicaba a alguien. Del maletero del coche sacó una tabla de pádel surf. La infló y se la dió a los dos niños de entre ocho y diez años que habían bajado del coche. Se fueron corriendo a la playa a echarse al agua. Le dió un beso a su despanpanante acompañante, que tomó rumbo hacia la calle comercial. Él, miró alrededor, cerró el coche y se sentó en la terraza del bar de la misma plaza. No tardaron en servirle una cerveza, que degustó tranquilo mientras leía en la prensa las novedades de la pretemporado del Real Madrid. Sin preocupación. Sin prisa.

El coche puede que se lo lleve la grúa. Los niños igual apañan algún susto con la tablita, el Atlántico no es el Mediterráneo. Su… lo que sea se lo estará pasando genial de tiendas, con libertad de presupuesto. Y él con la pretemporada y la cañita fresca. Creo que algo hice mal en esta vida para no poder vivir con ese sosiego.

MARISA GARCÍA

Este silencio

Esta agonia

Este hielo ensordeciendo mis sienes

Este grito callado que rebota entre los huesos de mi cráneo

Esta ausencia

Este simular indiferencia.

Y tu ahí,

Nosotros ahi,

Fingiendo que no ha pasado nada en lo merezca gastar saliva

Algo estamos haciendo mal…

MAITE BILBAO

Bajo la luz filtrada del parque, las sombras de los árboles son garras que se alargan sobre la hierba, bailan una danza siniestra a mi alrededor. Soy un depredador, y la cacería ha comenzado.

Le encontré en un banco, una figura rota con la cabeza hundida entre las manos. Un retrato de un alma en pena. Era Mark, un antiguo compañero de clase, y la presa perfecta.

—¿Me recuerdas? Fuimos a clase juntos —dije, y mi voz era un bálsamo de paz. La disonancia entre mis palabras y mi intención, un juego perverso.

Mark levantó la vista. En sus ojos, la desconfianza y el miedo que tanto me gustaba saborear.

—Sí, te recuerdo. Creo que hice algo mal —susurró, su voz apenas audible.

—¿Hiciste algo mal? —Mi voz, un eco de la suya, se deslizó por el aire. La mueca de sorpresa en mi rostro era el disfraz perfecto, pero por dentro, una punzada de emoción electrizaba mi cuerpo.

—Algo que ya no puedo arreglar —se lamentó. Su voz se quebró. Y en ese instante, en mi mente, un grito ensordecedor explotó: «¡Hiciste algo mal!». Una burla que solo yo podía oír.

Me acerqué a él, mi aliento rozando su oído.

—Sé que hiciste algo mal —susurré, mi voz, una seda que se enredaba en su mente—. Un secreto que me une a ti, una oscuridad compartida.

Le miré a los ojos, mis pupilas dilatadas reflejando el pánico en las suyas. Había caído en mi trampa.

—No puedo deshacerme de esta sensación —gimió.

En mi interior, sonreí. Era mi escalofrío favorito.

—Vamos a comer, sé de un buen lugar —le dije, con un tono casual, como si nada hubiera pasado. Me levanté y le tendí la mano, como a un amigo—. Vamos, déjame ayudarte a resolver tu problema.

Mientras caminábamos hacia el restaurante, no pude evitar sonreír para mis adentros. «Hice algo mal, hizo algo mal…». La frase era un mantra, una canción de cuna perversa en mi mente. Lo iba a disfrutar…

2 de septiembre de 2025. Objetivo: Mark. Análisis inicial: Excompañero. Evidente carga de culpa. Fractura emocional profunda. Se percibe una necesidad intrínseca de castigo, o al menos, de expiación. Su vulnerabilidad es palpable, casi un ruego. La facilidad con la que se adhirió a la narrativa de «un secreto que nos une» demuestra una desesperación por ser comprendido, o más útil, por ser expuesto. La «ayuda» ofrecida es el cebo perfecto, una extensión de mi control. La cena será solo el preámbulo. La eliminación será metodológica, limpia. Necesito extraer la confesión completa antes de la finalización. Su «problema» será resuelto de forma permanente, y el mío, momentáneamente satisfecho. Es hermoso observar cómo la mente se doblega antes de que el cuerpo ceda.

EVA AVIA

¿Qué hice mal, quererte?

Sueños rotos, momentos no vividos.

Sentimientos confusos, tu boca mentía.

Palabras vacías, promesas no cumplidas.

Dolor, golpes al corazón.

¿Hice mal al quererte? La respuesta es no.

Sueños tenía, de momentos por venir.

Sentimientos certeros, que mi boca te mostraba.

Palabras llenas, de promesas que si cumplí.

Pasión, mi corazón mostró.

Amar no es un error.

Entonces, ¿qué error cometí? Ser ciega.

Ante promesas vacías.

Frente a esa boca que, a gritos, golpeaba mi corazón.

Amar no es un error.

El error es no haber amado.

ALMUT KREUSCH HOFFMANN

EL PESO DE MIS PALABRAS

Por fin comprendí que algo había hecho mal.

No soy de los que se enamoran por impulso. Ni por deseo sexual, ni por presumir de conquistador ante los amigos, ni por simple costumbre de querer afecto ni por miedo a pasar las tardes de invierno en soledad. Anhelo algo mucho mas profundo. Para mi, el amor es más que un capricho.

En realidad, nunca había sentido una atracción tan fulminante como aquella tarde en que me la presentaron.

Mirándonos a los ojos, sentí como un rayo me atravesara de la cabeza a los pies. Me quedé tan paralizado que, por un momento, me sentí tonto. Mas tarde, ella me confesó que, aunque con sensaciones menos dramáticas, también había sentido una atracción enorme hacia mí.

Y en absoluto soy un Don Juan. De hecho, a veces soy tímido. Pero mis amigos, en quienes confío, dicen que tengo cierto éxito con las mujeres. Aseguran que las seduzco con mi voz grave, aterciopelada y con mi facilidad de palabra.

Para conquistar a Lidia saqué todo mi potencial. Al principio respondía con interés a mi verborrea. Incluso cuando hacíamos el amor. Mis alabanzas a su cuerpo, a sus besos y a su entrega, mis confesiones de sentimientos, parecían cautivarla. Hablar de mis ganas de no separarme nunca de ella y de ese futuro que pintaba con los colores del arco iris, la hacía sonreír. Y su sonrisa decía lo que su boca callaba.

Soñaba con un amor supremo, sin secretos. Partiendo de este deseo y como si fueron capítulos, en cada encuentro le fui contando mi vida: desde mi nacimiento en un taxi —porque mi madre, camino a la clínica, se puso de parto de repente— y hasta mis pensamientos más íntimos.

A Lidia, al principio, le gustaban mis historietas. Pero para mí eran mas que eso: quería que supiera todos los detalles de mi vida, sin nada oculto.

Quizás tardé demasiado en darme cuenta del creciente hastío en su mirada. Ante cada nuevo capítulo bostezaba con más frecuencia, o se quedaba observando los pájaros en el parque, o, con la mirada baja, movía la cucharilla en la taza de su café cuando ya no quedaba nada por disolver, o perdía la vista entre las nubes. Incluso al hacer el amor, cada vez se mostraba más perezosa.

Intenté desesperadamente a recuperar su interés. Enriquecía mis monólogos con más anécdotas para hacerlos más amenos. Pero nunca imaginé que ella, y hace tiempo ya, había perdido toda curiosidad por mis interminables relatos autobiográficos.

¡Y yo, en mi arrogancia, estaba convencido de que habían hallado terreno fértil!

Pero ya casi no me escuchaba. Ni siquiera ahora cuando tocaba hablar de mi interesante desarrollo intelectual o perderme en mis análisis filosóficos. Me miraba con escepticismo — ahora diría con pánico— cuando me explayaba sobre mis sueños de un futuro común.

Aguantó, tal vez por educación, o quizá porque me quería de verdad. Intenté que me contara su historia, pero en seguida le robaba la palabra para seguir perdiéndome en detalles.

Y así llegó lo inevitable.

Fue al salir del cine. ¡Ni siquiera durante la película pude contenerme! Ignorando las protestas de las filas vecinas, le susurré al oído mis comentarios, que yo creía imprescindible para captar el sentido de la trama. Sobre los actores, los argumentos, las escenas y hasta el simbolismo de los paisajes.

—Pablo, te quiero mucho y créeme, me enamoré de ti desde el momento en que te conocí. Pero me agobias. Cuanto más me hablas, más me retiro de ti como un caracol que busca refugio en su concha. Ya ni me siento con fuerzas para escucharte. ¡Hasta hablas en sueños!

Sus palabras cayeron sobre mí como una jarra de agua fría. No era mi intención agobiarla; la quería como a nadie antes y no quería que me abandonara. Ni se me había pasado por la cabeza que hubiera perdido interés en todo lo que le confiaba. Me dolió porque me había “dado vuelta a la piel”, para dejarme desnudo ante ella. ¡Sin secretos!

Nos despedimos con lágrimas en los ojos.

Pero yo no quería perderla.

Desde aquel momento empecé a llamarla con el silencio y entonces ella comenzó a escuchar.

OMAR ALBOR

Triangulo

Tres vértices

Regular visión

si hoy pudiera verte

Sería tan feliz

mi corazón late mil

Así

No puedo llegar

El bus se rompió

Corri

Sude por llegar

Mi imaginación

llegó a tí

Y tus pensamientos

quisieron esperar

Fue otro café

me llamaste

vibró mi bolsillo

Así

Tome el móvil

Y te dije

Te estoy viendo

Tu sentada en la mesa

Y yo frente a tí

Mirándote

Tú sonrisa

Me derritio

en mil pedazos

Fue un beso

el tiempo se detuvo

Asi

LETICIA R MENA

LA RECETA DE LA ABUELA

— ¿Está buena, cariño? — le pregunta la esposa solícita.

— Mmmmmm — responde él, con la boca llena y la comisura de los labios manchada de chocolate igual que si fuera un goloso niño pequeño.

Él sigue comiendo, bocado a bocado, a cual más grande que el anterior, la maravillosa tarta de chocolate que ha horneado su esposa.

— Come, cariño — dice cariñosa —, la he hecho especialmente para ti.

Él frunce los labios pringados de dulce en un beso que ella atrapa juguetona del aire.

Dos tontos enamorados, a pesar de los muchos años de casados.

Él se rechupetea los dedos, la boca masticando ruidosa el delicioso postre.

A ella le empieza a dar repelús esa forma de comer. Pero sonríe amorosa. Mientras piensa en que algo ha hecho mal.

Repasa los ingredientes de la receta: la harina, los huevos, el azúcar, el chocolate, mantequilla, una pizca del ingrediente secreto, …

No entiende donde está el error.

— Cariño, si sigues haciéndome estas tartas tan ricas todos los días, voy a acabar engordando muchísimo —dice él recostado en el respaldo de la silla mientras se desabrocha a duras penas en botón de los pantalones.

— Ya sabes que me encanta consentirte, amor — responde ella dulcemente —. Además, no consigo encontrar ese punto exacto de la tarta que hacía mi abuela.

— Pues a mí me parece que está perfecta — añade él —, como tú.

Una vez rebañado el plato, ella se levanta para ir a la cocina.

Busca y rebusca en el cajón para, por enésima vez, leer la receta de la tarta de la abuela.

Su letra recta y clara sobre el papel ya amarillento por el paso de los años.

Repasa ingrediente a ingrediente, fijándose muy bien en las cantidades.

Las cincuenta gotitas del ingrediente secreto no parecen ser suficientes en este caso. Tendrá que seguir probando y aumentando la dosis.

Vuelve a guardar la receta en su sitio, con mucho cuidado de que el nombre de la tarta, “La matamaridos”, no sobresalga y se pueda leer.

Mañana probará un cambio en los ingredientes, seguro que la próxima vez el plan no le sale mal.

Seguro que la próxima vez la receta le queda perfectamente mortal.

LUISA VALERO

CORAZÓN PERDIDO

Caminaba veloz y embriagado por su soliloquio; intentaba cubrir el mayor ángulo de visión posible y giraba su cabeza de un lado a otro, buscando con desesperación a alguien. Su pálida cara sudaba.

En la «Plaza de la Cruz» se tropezó con una chica, vestida con ropa colorida, que estaba tocando una Kalimba y que por el impacto se le resbaló de las manos. Ella, enfadada, pero sin gritarle, le dijo que mirara por dónde iba. Él se agachó y del suelo recogió el instrumento musical.

—¿Cómo se llama? —preguntó él entregándoselo.

—Dulce, ¿y tú?

—Juan Antonio. Y no te pregunté cómo te llamas…, me refería a eso. ¡No quiero saber nada de nadie! Adiós —dijo en tono grotesco.

—Espera. Esto se llama Kalimba. ¿Quieres probar a tocarla? Calmaría tu angustia… ¿Qué te han hecho?

—¿Cómo sabes que estoy mal? —preguntó dubitativo.

—Digamos… —Se quedó pensando qué podía contar y qué no—, que soy un poco empática.

«Si supiera que puedo comunicarme con los animales y sanar con mis manos, me tomaría por bruja», continuó hablando para sí misma.

—Ven —dijo Juan Antonio y la agarró de la mano, llevándola a la siguiente esquina, donde no había nadie, para poder conversar sin testigos.

—Mira, Dulce —susurró y levantó su camisa, señalando el centro de su pecho, donde había una caverna del tamaño del puño de una mano—, me robaron el corazón.

—¡No puede ser! Cuéntame… —dijo ella.

—Por eso deambulaba como loco: estaba buscando a mi amiga, bueno —hizo una pausa para coger aire porque se ahogaba—, ahora «enemiga», porque no acabamos muy bien que digamos.

»Creo que algo hice mal … Mientras yo dormía profundamente, por los efectos del Pisco, me lo arrebató. —temblaba al contarlo—, Al día siguiente, encontré una nota suya que decía: «Tu corazón no te sirve para nada, mejor se lo daré de alimento a las aves carroñeras…».

Sorprendida por la historia revelada, Dulce le pidió a Juan Antonio que le diera más detalles y así poder ayudarlo. Pero este le contestó que su propio corazón era para él un auténtico desconocido; ni siquiera sabía de qué color era.

—No te preocupes. Cuento con dos amigos, en los que confío mucho, con contactos que nos van a ayudar. ¿Más tranquilo?

—Un poco sí, ¡Gracias, Dulce!

«¡Me sorprende que me agradezca si parece un robot! Bueno la Inteligencia Artificial también es amable. Ojalá encontremos su cuore».

Cogieron una mototaxi y llegaron a una casona a las afueras del pueblo. Se escuchaba música alegre e infantil, que impregnaba todo de frescura y color. Allí estaba Lucía, la mejor amiga de Dulce, que muy concentrada estaba maquillando la cara de un pequeño de unos cinco años para que pareciera un gato.

Le presentó a Juan Antonio y le contó lo que sucedía al oído para que el niño no escuchara.

Noo… Sii… Noo… era lo único que se percibía de la comunicación semi silenciosa de ellas.

Mandaron al niño a que fuera a jugar «al ratón y el gato» con los demás invitados.

—Sabes que la magia en este pueblo está prohibida; así que, debemos ser discretas con tus poderes. ¿Ya le preguntaste a las aves?

—Sí, pero todavía no tenemos ninguna pista. Pregunta a los niños de aquí.

La fiesta de cumpleaños terminó y Lucia le había preguntado a todo el público infantil , sin que los adultos se enteraran, si habían visto un corazón en alguna parte; no tenían, aún, ninguna respuesta afirmativa.

—Juan Antonio, ¿tienes alguna foto de la «Ladrona de corazones»? —preguntó Dulce con sarcasmo.

—Sí, aquí en el celular tengo varias, se llama Sandra.

—¡Amiga, vamos a buscar ya el apoyo de Jean Pierre! —dijo Lucía, que estaba empezando a preocuparse, porque no sabía de cuánto tiempo disponían para conseguir el objetivo.

A Jean Pierre lo buscaron en la «Canchita grande», se imaginaron que estaba jugando fútbol. Después de terminar el partido, le contaron lo sucedido y le mostraron la foto de Sandra. Aquel se retiró para preguntar entre sus conocidos. Tuvo suerte y su amigo Carlos le contó que Sandra estuvo de madrugada bebiendo de más en La Taberna y que flirteaba con él. Se la notaba nerviosa y se le cayó su bolso que no estaba bien cerrado; desperdigadas sus cosas por el suelo, la ayudó a recogerlas y le llamó la atención una caja de alfileres. Corría el rumor que Sandra hacía rituales de vudú.

Juan Antonio y sus tres nuevos amigos, se atemorizaron con la nueva información.

De repente, apareció volando un pajarito de color negro azulado que se le posó en el hombro a Dulce y le cantó.

—Vamos chicos, en urgencia, ya sé dónde está el corazón de Juan Antonio.

El pajarito los guió y por suerte no tuvieron que ir muy lejos.

Fueron lo más rápido que pudieron. Cuando llegaron al campo de cultivo, se encontraron con un árbol Olivo y en una de sus ramas estaba el corazón de Juan Antonio, que era de color verde.

—Está lleno de alfileres —dijo Dulce y lo puso encima de su gorro para llevarlo junto a los demás.

—Lucí, tú que tienes mejor vista y mejor pulso, ¿le puedes sacar los alfileres?

—Juan Antonio, has tenido mucha suerte, si esa bruja no le hubiera clavado los alfileres a tu corazón, seguro que ya se lo habrían almorzado los gallinazos —dijo Lucía suspirando.

Como si fuera una cirujana y con mucha atención, Lucia sacó todos los alfileres incrustados en el maltratado corazón. Después, Jean Pierre sacó una lata de cerveza de su mochila, la abrió y se acercó.

—¿Qué haces? —le preguntó Lucía, mientras lo empujaba al ver que ponía la lata encima del corazón y la quería girar para que cayera el líquido.

—Hay que desinfectar el corazón que estará cochino —dijo Jean Pierre.

Dulce afirmó con su cabeza mirando a Lucía.

—Tamare, encontramos el «corazón espinado» de la canción de Santana… —Sonrió Jean Pierre.

Este se puso a tararear la melodía de dicha canción mientras echaba la cerveza encima del corazón recién operado. Dulce también cantaba mientras movía su cuerpo al ritmo de la música.

—¡Qué palomillas sois! Y tu amiga, es que se mueve una hoja por el viento y ya estás bailando… ¡¿No veis que Juan Antonio se acaba de dormir?! «Seguro que eso es malo», pensó Lucía preocupada.

—Voy a sanar el corazón. Esas heridas tienen que desaparecer. —dijo Dulce y colocó sus manos encima.

Los agujeros se cerraron y se restauraron los latidos. Con mucho cuidado, ella lo introdujo dentro del pecho de Juan Antonio. Con la magia, el orificio desapareció; no quedó ninguna cicatriz.

Juan Antonio abrió los ojos y los miró dulcemente a los tres, que estaban con las pupilas muy abiertas y sudor en sus frentes.

—¡Chicos, sigo aquí, en este plano! —dijo Juan Antonio. Sus ojos estaban muy abiertos, empezaron a naufragar en lágrimas y él a sollozar sin control.

—¿Qué te pasa, bro? No me asustes de nuevo —dijo Jean Pierre,ó señalándolo serio con su dedo índice.

—¡Estoy de la Puta madre! Recuperé mi corazón. Esto es mejor que si me hubiera tocado la Tinka. Quiero abrazarlos…, venid.

Todos se abalanzaron sobre él en un cálido abrazo grupal.

—¡Hay que celebrarlo! Vamos a la bodeguita más cercana a por unas chelas —dijo Juan Antonio.

Y mientras caminaban, cantaban, como si ya estuvieran ebrios, la canción de «Corazón espinado».

« Esa mujer me está matando

Me ha espinado el corazón

Por más que trato de olvidarla

Mi alma no da razón…»

Los pájaros les estaban haciendo los coros.

Los cuatro camaradas movían, alegres, sus cuerpos. Y cuando Juan Antonio hizo su propio baile sensual pero descoordinado, todos a la vez soltaron carcajadas que impregnaron el lugar de una rebosante alegría.

ZGGU ALLÍ TEXIS

Siento que nos pertenecemos, siento que la telepatía contigo fue verdad, que el que me conocieras estando lejos , fue sincero, encontrarte en mi camino fue de lo más bonito se lo eh manifestado a Dios , gracias Dios por encontrarme con mi alma gemela con mi otra mitad que el tenga una pequeña conexión y yo una pequeña conexión es parte de nuestra gran conexión, que escucharlo en una canción me da aliento e inspiración, pero al ver todo el proceso , el desesperado por saber si soy yo a quien quiere o solo vive enamorado de un fantasma, de un mounstro, y yo tratando de explicar que todo lo que sucede por qué tengo que ir por todo el mundo, por mi familia por Dios, por mis hijos y el esperando que sea sincera y el virus no dejándonos ser.

Creo hice mal por dejar que esperara más sobre mi, aunque lo puedo dar al máximo tendremos que esperar a que el virus se vaya y no se expanda, que este conmigo & con mis hijos abrazados entre un arcoiris donde se asoman los dinosaurios.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Me recreo en tu recuerdo, aún siento tus manos penetrar en mi piel…

Aún escucho tus palabras, veo tus ojos llenos de luz, de sueños, de vuelos y ¡esperanzas!

Me sigo llenando de ti; día tras día, de tus palabras tiernas, plenas de amor que inundaban siempre mi vida

¿Cómo desearía? seguir volando junto a ti… pero, ya no hay más tiempos juntos.

Dejaste impregnado tu sabor en mi existir, hasta el más profundo de mis sentidos se rindió ante ti.

Pero, «creo que algo hice mal».

Y la esperanza de seguir compartiendo mi vida con la tuya terminó.

Ahora, has partido hacia otros confines y, lo más triste es que ni siquiera hubo un adiós.

Seguiré mi camino, siempre con la ilusión de que algún día puedas regresar, y hacer que renazca ese amor idílico y especial, que creamos en nuestro diario existir.

CARMEN ÚBEDA FERRER

Nunca hice caso de las malas lenguas .

Nunca acepté que fuese un mal hombre discípulo del diablo.

————————

Aquella noche de media luna nos alejamos del pueblo a toda prisa. Yo iba retrasada intentando alcanzar sus pasos.

-¡No mires atrás! Fue una orden.

Me pudo más la curiosidad, y como la mujer de Lot volví mi rostro curioso.

Lo que vi me horrorizó.

-¿¡Qué es lo que has hecho!?

En su mirada de fuego comprendí que yo también estaba muerta

AXY LINDA

Se detiene frente al aparador y observa detenidamente la lencería.

—Ese está bonito —piensa, al ver un body blanco con encajes morados y tres pequeños moños.

La dependienta se acerca:

—¿Puedo servirle en algo?

Ella señala la prenda elegida y se dirigen al mostrador.

—¿Qué talla desea?

—¡Es para mi sobrina! Se va a casar, ¿sabe usted? Yo… no me casé, no tengo hijos —contesta, sin que nadie se lo pidiera—. Es talla M.

La señorita de la tienda lo envuelve y se lo entrega al recibir el pago.

Ya en casa, sube apresuradamente a su habitación. Pone el seguro; ¿para qué, si vive sola? Emocionada, se desnuda sin importarle el frío del invierno ni las marcas que el tiempo ha dejado en su cuerpo.

Se pone el body y se mira en el espejo. Se observa un largo rato; luego se sienta en la cama y abre el cajón del buró. Saca una carta, arrugada y gastada de tanto leerla. La lee con un gran vacío en la mirada:

“Perdóname, creo que algo hice mal; no debí ilusionarte ni hacerte creer que tendríamos una vida juntos…”

Suspira y sonríe con tristeza. Se quita la prenda como en un ritual practicado muchas veces, la dobla y abre un baúl donde le hace espacio entre muchas otras prendas similares. Repite para sí: “Creo que algo hice mal”. Vierte una lágrima.

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2 comentarios en «Creo que hice algo mal – miniconcurso de relatos»

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