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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Preguntas sin respuestas
oquedad grabada en un
recuerdo en el que
allende la montaña tras la
cordillera de tu mirada
otrora se veían las estrellas con
relámpagos de luces entre las
nubes de fuego que
insuflaban tu alma
silente en la espesa
añoranza que la acompaña.
ANTONICUS EFE
Por la cornisa cantábrica
navega mi velero;
va en busca de mi asturiana
que es lo que más quiero…
Los arrecifes son mis penas,
sus lágrimas, las olas,
el viento lo que nos callamos
y el sol nos enamora.
Por la cornisa cantábrica
navega mi velero;
la asturiana se ha mudado a Australia
con un mozo gallego.
¡Ay, como cambia el cuento!
Por la cornisa cantábrica
ya no navega mi velero,
ahora vaga sin rumbo fijo
pero triunfa en cada puerto.
ARMANDO BARCELONA
Para el tema de la semana. POR LA CORNISA.
UN RAMILLETE DE RUDA.
Encontraron el cadáver de la chica en la lavandería. Estrangulada con una fina cuerda de cáñamo que se le incrustaba en el cuello, un trabajo similar al de las muertes anteriores, y sobre su vientre reposaba un ramillete de ruda atado por los tallos con una cinta de raso roja.
Desde que apareció la primera víctima, Juan, un vigilante de seguridad, hasta que una monja descubrió el cuerpo de Silvia, habían pasado cuatro semanas y en ese tiempo el asesino volvió a actuar dos veces más. Nadie podía estar seguro entre los muros del Colegio Mayor Femenino Santa Afra y la policía caminaba por una cornisa enfangada de incertidumbre, resbaladiza, sin pistas, dando palos de ciego, a la caza de un sicópata peligroso, que en cualquier momento podía volver a matar.
El comisario Cruces era incapaz de aguantar aquella situación mucho tiempo más; las características especiales que rodeaban el caso tenían conmocionada a la opinión pública; los periódicos no hablaban de otra cosa; las autoridades presionaban, el superintendente y toda la cúpula policial le apremiaban para que obtuviera resultados, pero no tenía respuestas que ofrecer.
Aquel trabajo era especial, diseñado para alguien con oficio capaz de encontrar la aguja en el pajar, que casi siempre es el escenario de una investigación criminal. Descolgó el auricular del teléfono y tecleando tres números, esperó, tamborileando con los dedos en la superficie pulida de su escritorio, a que alguien al otro lado contestase con un lacónico: «Sí».
—Ariza necesito que te pases por mi despacho ahora, es importante. Deja todo lo que lleves entre manos, se lo pasas a Pulido y hazte un hueco. No tardes.
Para el sargento Ariza, un hombre oscuro y de pocas palabras, aquella mañana en el pantalán del Marea Club de Vela le cambió la vida. La bala le destrozó la cadera, dejándole una cicatriz en el cuerpo y un agujero negro en el alma. Volver al servicio activo fue su calvario. Pero lo consiguió después de tres operaciones, muchos meses de rehabilitación y un consumo de opiáceos cada vez más exigente, que a veces le hacía parecer lejano.
Encerrado en su caparazón, construyó un laberinto de silencios en torno a sí mismo, que le hacía inaccesible al resto del mundo. En la jefatura casi nadie lo identificaba por su verdadero nombre, pocos conocían su historia, pero todos sabían quién era «Mambo».
La logística propuesta por el comisario le pareció tan aceptable como cualquier otra; ya había participado antes en misiones de infiltrado y la baja por estrés del profesor de gimnasia le abría la posibilidad de hacerlo como maestro sustituto. Pese a que todo se organizó en el más riguroso secreto, la estratagema era tan evidente que no pudo engañar a nadie. Eso no constituía un problema para Mambo; el anonimato carecía de valor para él, que todo el mundo supiera que era policía no le alteraba los nervios; se encontraba cómodo en situaciones adversas, conocía bien su oficio, el instinto le señalaba caminos y la oxicodona se ocupaba del resto.
La institución era de carácter privado y muy estricta en las normas. Las internas solo salían en contadas ocasiones y tampoco desde la calle era sencillo traspasar las puertas del centro, únicamente podían hacerlo las monjas y, bajo rigurosas medidas de seguridad, el personal de servicio, los maestros, proveedores y pocos más. De manera que, la posibilidad de que el asesino, hombre o mujer, fuera alguien de dentro era muy alta.
La normativa que aplicaban las hermanas se parecía mucho a la de una prisión. Aquello era el punto limpio donde reciclar a las hijas de la alta burguesía que se metían en líos extremadamente graves; un apartadero de lujo solo accesible a familias ricas, severas e intolerantes, que podían pagar las cuotas que costaba mantener ocultas sus vergüenzas domésticas entre aquellos claustros de piedra centenaria, los de Santa Afra, patrona de los penitentes, las prostitutas y de las almas en pena.
La primera víctima fue Juan Sarrado, un vigilante de seguridad. Lo estrangularon con un cable eléctrico. Encontraron el cuerpo las internas que debían preparar el comedor para el desayuno. Además del ramito de ruda, llamó la atención de los investigadores el fuerte olor a leche de vaca que impregnaba el ambiente.
Apenas habían transcurrido treinta y seis horas, cuando la muerte sorprendió a sor Tránsito en su habitación.
No acudió a laudes y eso puso a la comunidad sobre aviso. La hallaron en su cama, vestida ya de calle, y habría parecido que estaba dormida, de no ser por el fino cordón de seda negro que rodeaba su garganta. La ruda le adornaba el pecho y un olor a pan recién horneado inundaba la celda.
Dos muertes en tan corto espacio de tiempo y con un patrón similar hicieron que las alarmas comenzaran a sonar con fuerza, pero aquello no había hecho más que empezar y horas más tarde, los peores presagios tomaron carácter de hecho consumado.
Marta Suñol era la sicóloga. No estaba registrada su salida del colegio, pese a que su jornada laboral había terminado muchas horas antes. Su despacho permanecía cerrado a cal y canto; hubo que descerrajar la puerta.
Estaba tendida en el suelo. Esta vez, la fina cuerda que parecía haber acabado con su vida se incrustaba en el cuello hasta hacerlo sangrar. El ramillete de ruda destacaba sobre la informal camiseta amarilla y el cuarto olía a mandarinas.
Silvia, la última víctima hasta el momento, era la hija rebelde de Atanasio Muntaner, un empresario que se había hecho rico fabricando tuercas. El escenario que se encontraron en la lavandería distaba poco de los anteriores, salvo por el irritante olor a cebolla.
Los olores eran la pista que dejaba el asesino de forma consciente, a propósito, Mambo no pudo sustraerse a esa conclusión, era un reto macarra, un desafío a la inteligencia de la policía o quizás una llamada de socorro. No había nada que justificase esos aromas en los escenarios de aquellos crímenes, un misterio tras el que tal vez se escondía la solución al enigma, y a Mambo los desafíos le encendían la libido.
Cuando el juez dio permiso para levantar el cadáver, Mambo miró su reloj; el día había sido intenso, pasaba factura, la tarde se estaba haciendo demasiado vieja y, harto de la clausura de Santa Afra, dio por terminada la jornada. La oxicodona ya no era cómplice, había llegado el momento de buscar refugio en el alcohol y en esas ocasiones «Scaramouche» siempre le salía al paso. En aquel antro nadie hacía preguntas, sonaba buena música de Coltrane, Hartman o Milles Davis y era sencillo acogerse sin remordimientos al sagrado de una Plymouth Gin Navy Strength; una forma como cualquier otra de empezar la noche engañando a la vigilia.
En Zaragoza, a 23 de agosto de 2025
RAQUEL LÓPEZ
El ambiente era denso, no recuerdo lo que me llevó hasta allí pero sí tenía claro lo que tenía que hacer.
Contemplé desde arriba a la gente que alzaba las miradas hacia donde yo estaba.
Mantuve la calma porque estaba todo meditado desde hace tiempo y sería una liberación para mí.
– ¿ Eres tú?
-Aqui me tienes, ¿ Estás dispuesto?
– – Tengo mis dudas…. No es a ti a quien temo sino a las cosas que me causan sufrimiento. El dolor nos moldea, nos hace más fríos, nos forja una coraza.
Nos arrebata la esencia de la vida, nos mata todo.
Aunque tú, solo traes espacios vacíos, lugares contaminados que no volverán a ser habitados de nuevo. Viniste a buscarme con tu egocentrismo, mi tren ya no tiene parada, llegó a su destino.
– Si es eso lo que deseas…
– ¡ No! Es lo que desea esa gente de allí abajo, ellos serán mis verdugos, los que hacen una sociedad llena de mentiras.
Cuando me arroje por la cornisa, todo acabará y seré tuyo.
Además..¿ Quien soy yo para ir en contra de mi destino?..
Mi cuerpo lívido yacía en aquel suelo mientras mi alma sucumbía al mundo de las sombras.
Creo que siempre quise volar y hoy lo he conseguido …
EMILIA CREGO
LA ESCOBA ESTELAR
En aquellos días nublados de 1950, por la cornisa de una “Vieja Casa” la vieron pasear. En días desapacibles y grises en aquel mes de enero, una lugareña que había cumplido los setenta años.
Esta salía por las noches y alzaba vuelo con su escoba; como si fuera un vehículo a vapor, iba dejando una estela.
Allá donde las nubes se pierden y pasan de largo, Isabella. En la noche se vestía de largo, unas botas en punta y un sombrero con antenas receptoras. Con su pelo largo y cobrizo, apenas su rostro se dejó ver. Los vecinos de aquel pueblo llamado “Casares de Hurdes”, ubicado en un paraje inhóspito por sus formas empedradas.
El municipio más alto en el balcón de Las Hurdes y en este los vecinos fueron testigos de las aventuras de esta, sobre el palo de una escoba. Despegaba el vuelo sobre la cornisa; la vieron pasar por las Alquerías de Casarrubia, El Cerezal y Ladrillar; cuando se disponía a emprender camino de vuelta, se detenía frente al Meandro del Melero. Allí frente aquel lugar se disponía a girar su escoba, para con diez vueltas circulares poder planear por las orillas del río en su forma retorcida. Regresando sobre los tejados de algunos caseríos y surcando Riomalo de Abajo y Vegas de Coria.
En su regreso frente a la fachada principal de la casa, detuvo el vuelo, dejándose caer y girando sobre sí misma. Un ritual para detener su vuelo, y para admiración de todos sus vecinos, que la esperaban sentados sobre las piedras de una tapia donde al otro lado duermen: Un asno llamado “Rocinante”, un gorrino con sus patas negras como el carbón y un gallo con mucho brío guardando su gallinero. Este esperaba el amanecer con su canto y la llegada de Isabella, animando y acompañando su regreso.
En una tarde de lluvia, la bruja Isabella esperaba impaciente que las nubes se las llevara el viento. Las nubes descargaron agua, para rebosar los ríos y arroyos. No fue una tarde, una noche o un día. Fueron treinta días y cuarenta noches, corriendo el agua por las praderas; entre las piedras nacían nuevos regatos.
En la «Vieja Casa», guardaba su escoba envuelta en un paño negro; por el tejado y entre las tablas remachadas de clavos, cayó el agua de la lluvia. Isabella, acurrucada en un rincón, se la oyó sollozar y quejarse sin alimento, para ahogar sus lágrimas. Con su cuerpo encorvado en aquel rincón, su ropaje se fue desprendiendo con jirones de tela, la piel desnuda lucía deslustrada y sus huesos quebrados ya no podían sostener su cuerpo.
Una mañana en aquel aposento, su cuerpo no estaba visible; solo unas cenizas y algunas hebras de pelo cobrizo brillaban sobre la miseria de lo que allí aconteció.
Para asombro de todos los vecinos en aquel día soleado del mes de mayo, y con las primeras luces del día. Vieron entre las nubes blancas una escoba vestida de una túnica negra, y bajo un sombrero de paja, los cabellos relucían como luces estelares bajo el sol.
Dicen los lugareños que los días impares, cuando el cielo se llena de luces, se puede ver lejos, muy lejos, sobrevolando. La silueta de una escoba emitiendo una luz potente sobre la “Vieja Casa”. Bendecida por todos los que reinaron en aquellas tierras y en la actualidad por una montonera de piedras, sobre aquel valle, por el que ya no volvió a correr el agua.
BENEDICTO PALACIOS
Subida sobre una silla, tendía Lidia una falda en la cuerda que colgaba de parte a parte del patio. La falda era de su hermana Dolores, la hermana más pequeña y más revoltosa, que se había empeñado en comer la papilla ella sola y la había derramado. Hacía viento y después de fijarla con unas pinzas, se subió de nuevo a la silla y añadió dos más. Cerró la puerta de casa y se puso a recoger las hojas que habían caído de un platanero. Se lo repetía con frecuencia su madre. «Lidia, recoge a diario las hojas porque si llueve y las pisas, puedes resbalar.»
Su madre había desaparecido hacía una semana. Estaba harta, había traído tres hijas al mundo y en resumen no había hecho otra cosa que parir y amamantar. Se lo explicó al marido. «No aguanto más, hazte cargo de las niñas que van siendo mayorcitas y así aprenderás lo que es de verdad tener hijos, porque creéis los hombres que con colaborar en la traída de los niños al mundo habéis cumplido con el deber de padres. Pues no, el verdadero comienza después. Aprende y trata a las niñas como hijas aunque no las hayas parido.»
Lidia conocía bien a su madre, la quería muchísimo y cuando se despidió con una maleta en la mano estuvo llorando todo el día. Pero de aquella fecha había pasado más de un año y ella se había erigido en responsable de sus otras dos hermanas por encargo del padre, que era un santo, pero que no sabía si a una niña le gustaba vestir falda o pantalón.
Recogió la otra ropa de la cuerda, porque ya estaba seca y venían unas nubes feas. La extendió sobre una cama para plancharla después. La plancha le producía terror porque no calculaba cuando estaba bien caliente. Ella había visto a su madre que humedecía un dedo, pero no se atrevía, ¿Y si se le pegaba el dedo? Tendría que aplicarse, pero tantas cosas había que aprender. Las hermanas acaban de ponerse el babi. El autobús del colegio tenía cerca una parada y ella debía acompañarlas. Era pequeñas y nada responsables. Un día Luisa, que tenía ya nueve años, se empeñó en cruzar la calle con el semáforo en rojo, porque no venía ningún coche, y menudo susto, casi la pilla. Lidia dio un grito que se oyó hasta en la cara del lucero del alba. Se lo contó a su padre y la castigó sin postre.
A mi padre, contaba Lidia, le angustiaban las ocurrencias de mis hermanas y perdía la paciencia con suma frecuencia. Les había prohibido gatear al platanero y cuando salía por la puerta camino del trabajo y yo estaba haciendo las camas, se ayudaban para subir hasta las primeras ramas. Yo también las reñía no solo porque podían romperse un brazo, sino porque anidaba un pinzón y podía aborrecer el nido y los huevecillos.
Estaba empezando a lloviznar y retiré la falda, estaba todavía algo húmeda y la tendí sobre un radiador, pese a que no era tiempo de calefacción. En realidad, en nuestra casa apenas se nota el frío, pero en algunas fechas, cuando se pasa varios días chorreando agua, hay que encender porque la ropa no secaría en una semana. Era una de las cosas que le extrañaban a mi padre. ¿Por qué pones la calefacción? Preguntaba a mi madre. Ahora lo comprende y cuando ve el cesto de ropa húmeda la enciende. Cuantas cosas hay que aprender, me dice sonriente.
—Muchas, papá, y más cuando empecemos a ser mayores.
—A mí de novios no me habléis.
—¿Es que tú no fuiste novio?
Me pasó una mano por el pelo y me dio un beso grandísimo. Me encantan los besos que nos da mi padre. Se despedía aquella mañana porque era la hora de ir a trabajar y no acaba de salir de casa. Entraba en la sala y se registraba los bolsillos.
—No encuentro el móvil, Lidia. Creo que lo he extraviado.
—No, papá, lo has dejado en la cornisa.
B. Palacios
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
EN LA OSCURIDAD
Bajo la pálida luz de la luna, el inquietante ser oscuro, mezcla de bestia y humano, deambulaba pensativo por la cornisa del edificio más alto de la ciudad. Oscura era su mirada y oscuros sus pensamientos. Negros como el mal más absoluto, como la más tenebrosa de las sombras. Una mente que había conocido el mal en todas sus dimensiones y que desconocía por completo la piedad.
La ciudad dormía, mientras él contemplaba a los millones de almas que la habitaban, completamente ajenas a lo que se cernía sobre ellas.
Una vez trazado su plan, se detuvo finalmente para fijar su mirada en un punto. Acto seguido dibujo en su rostro una escalofriante sonrisa. Sin pensarlo, desplegó sus enormes alas y, simplemente, alzó el vuelo.
ANGY DEL TORO
SOLO POR UN BESO
Exactamente lo que me faltaba. La lluvia caía sin piedad. Mis zapatos se llenaban de agua, el fango me salpicaba las pantorrillas. Cada gota golpeaba mi cara como si un puñetazo me diera.
Nos detuvimos bajo la cornisa que vomitaba el agua en cascadas. Y entonces… apareció él.
Gritos, brazos en alto. Olía a rabia mezclada con el temporal. Decía ser su marido.
La navaja brilló un instante. Me pareció sentir cómo su filo le cortaba la mejilla. La sangre y el aguacero se mezclaban cual si un río rojo corriera por entre las piedras.
Con el corazón en la garganta, salí corriendo. Resbalé, caí. El Lodo y la lluvia me envolvían.
“Es todo lo que recuerdo”, dije al agente, aterido de miedo y frío.
¿Tras las rejas yo? Solo por desear que me besara… ¡increíble!
Confiaré en la justicia divina, porque la de los hombres ya me ha condenado.
JUAN C VALTIERRA
Las Conversaciones a Medias
En San Cristóbal de las Piedras, el polvo se levantaba en remolinos pequeños, como si los muertos caminaran todavía por la calle desierta. Era martes, pero podía haber sido cualquier día. Los días ya no se distinguían desde que se fue la gente joven hacia Guadalajara y más lejos, hacia el norte donde dicen que hay trabajo.
—¿Y entonces qué pasó con la plática de anoche?
—Nada, ahí se quedó a medias. Como siempre. Como todo aquí en San Cristóbal.
Doña Remedios dejó el metate y se limpió las manos en el delantal que había sido blanco hace muchos años. Afuera, el viento arrastraba las hojas secas del único árbol que quedaba en el patio. El mismo árbol donde su difunto esposo Crescencio colgaba la hamaca y hablaba de plantar agaves, de hacer crecer el pueblo. Puras palabras que se llevó el aire.
—Es que así somos nosotros —dijo mientras miraba los hierros oxidados que sobresalían del segundo piso—. Los que quedamos, quiero decir. Empezamos las conversaciones con toda la intención del mundo, como si fuéramos a llegar al final de lo que queríamos decir. Como cuando don Medina contrató a los albañiles, antes de que se le muriera la señora. “Va a quedar preciosa”, decía, “con su cornisa y todo.” Empezamos a platicar, a contar cosas importantes… y cuando vamos llegando a lo mero bueno, a lo que de veras importa, ya nos cansamos. O nos distrae una mariposa. O se nos olvida qué era lo que queríamos decir. O ya no hay para quién seguir platicando.
Su compadre Eustaquio asintió desde la sombra del corredor, arrugado como las montañas que rodeaban San Cristóbal de las Piedras. Él también había conocido tiempos mejores, cuando el pueblo tenía escuela y los niños gritaban en el recreo, cuando las campanas de la iglesia sonaban para misa y no solo para los entierros.
—Y luego nos regresamos a la mitad, como si ahí fuera el principio y el fin de todo.
—Exacto. Ahí nos quedamos, en la mitad de las cosas. En la mitad de las palabras, de los caminos, de las promesas. En la mitad de las conversaciones, también. Como esa cornisa de la casa de los Medina, ¿se acuerda? La empezaron un lunes de abril, cuando todavía había esperanza. “Para que no se meta el agua”, decían. “Para cuando vengan los nietos de visita desde Los Ángeles.” Pero los nietos crecieron gringos y se les olvidó el español. Para el miércoles ya andaban midiendo a ver si alcanzaba el cemento. Para el viernes se quedó así, a medio hacer, esperando cartas que nunca llegaron.
—Sí, ahí sigue, como una plática interrumpida. Ya lleva tres años esperando. Los gorriones hasta hicieron nido en los hierros que sobresalen, como si supieran que esos fierros van a estar ahí más tiempo que nosotros. Y don Medina sigue diciendo que el próximo mes la termina, pero ya sabemos que solo lo dice para no admitir que ya no tiene sentido terminarla. Para no admitir que San Cristóbal se está muriendo despacito.
Un gallo cantó a deshora, con esa tristeza de los gallos que cantan solos en pueblos que se vacían. El sol ya estaba alto pero San Cristóbal de las Piedras seguía dormido, como siempre, en esa modorra que no era sueño ni vigilia, sino pura resignación de montaña. Como la cornisa de los Medina, que no era techo ni pared, sino algo intermedio, algo que se había quedado esperando su definición, como ellos, como todos los que se quedan viendo partir a los demás.
—¿Sabe qué pienso, compadre? —dijo doña Remedios con la voz quebrada por los años y la soledad—. Que tal vez está bien así. Tal vez la mitad es lo perfecto para los que ya pasamos de los setenta y vivimos en pueblos que se están acabando. Ni muy poco ni demasiado. Justo en el medio, donde uno puede ver para atrás y recordar cuando San Cristóbal tenía vida, y para adelante sin esperar milagros. Como esa cornisa, que nunca se terminó pero ahí está, dándole sombra a los pocos que todavía caminan por esta banqueta agrietada. Y protege de la lluvia, aunque no sea perfecta. Como nosotros, que seguimos aquí aunque no seamos perfectos, aunque ya no sepamos bien para qué.
Eustaquio se quitó el sombrero y se rascó la cabeza calva, pensando en sus hijos que mandaban dinero pero no cartas.
—O tal vez es que nunca supimos bien de qué queríamos platicar. Como los Medina, que nunca supieron bien si querían cornisa o si solo querían el ruido de los martillazos por las mañanas. El ruido de estar haciendo algo, aunque fuera a medias. Ahora ya ni ruido hay en San Cristóbal. Solo el viento y nosotros, contando los días que quedan, dejando las pláticas a medias.
Las moscas zumbaban alrededor del molcajete vacío, como si fueran las únicas que no sabían que San Cristóbal de las Piedras se estaba quedando sin historia que contar. En la distancia, alguien silbaba una canción ranchera que se perdía a medias, como todo en ese lugar donde las cosas empezaban con ganas y se quedaban esperando, suspendidas como la cornisa inacabada de los Medina, en el aire caliente de la siesta eterna. Una siesta de la que ya nadie quería despertar, porque despertar era recordar todo lo que se había ido y ya no volvería.
MAYTE SOCA
No era la primera vez que Dianna se encontraba en la cornisa, tres años atrás había estado en el mismo lugar. Pero otra era la situación, otros los pensamientos que la habían llevado a ese lugar. Está vez es distinto, sentada con los pies colgando al vacío, escuchaba los sonidos de la ciudad que vibraban en la cálida noche de verano. Suspiro y en un murmullo apenas audible, dijo. — Hoy estoy bien, ya nada duele. Se incorporó lentamente estirando los brazos como si quisiera abrazar la brisa. Bajo de la cornisa, hoy no necesitaba volar, había aprendido que aunque duela, debía seguir caminando sin miedo, con la fuerza de quien ha sobrevivido a la más feroz de las tormentas.
EFRAÍN DÍAZ
Juanito tenía apenas siete años y toda una vida por delante cuando un fatal disparo le atravesó el pecho.
Inocente, caminaba por la acera rumbo a la casa de su amigo, con la simple intención de jugar, cuando quedó atrapado en una balacera que no le pertenecía. El tiro que lo derribó vino de un vehículo en marcha.
La situación de sus padres era tan precaria que ni siquiera podían costear el más sencillo de los funerales. Fue la propia comunidad la que organizó un car wash para reunir el dinero necesario y darle cristiana sepultura.
El sábado, a media mañana, mientras las esponjas enjabonaban autos y los vecinos se pasaban las cubetas de mano en mano, apareció el mismo vehículo desde el cual había salido aquel disparo fatal. Al volante iba el hombre que había halado el gatillo. No lo movía el remordimiento de haber matado a un niño víctima inocente, ni la intención de cooperar con los gastos de la muerte que había provocado. Lo movía el miedo: el miedo a ser reconocido.
Al ver el auto, Pepe, otro niño del vecindario, quedó pálido, mudo y con el corazón acelerado.
—Fue él, papá. Fue él quien mató a Juanito. Lo vi desde la cornisa —le dijo Pepe a su padre.
—¿Estás seguro, hijo?
—Sí, papá. Estaba asomado desde la cornisa mirando la calle, cuando ese carro pasó y comenzó a disparar hacia la casa de los papás de Andrés. Juanito iba caminando y se cayó muerto.
Ya ni en los car wash está uno seguro.
EL IDIOTA
Por la cornisa.
Los gatos caminan libremente por las cornisas de los edificios de las ciudades todas las noches, transmitiendo sus mensajes cifrados en los maullidos, contribuyendo poco a poco a la destrucción humana. Son nuestros enemigos.
Nadie les presta atención. Yo sí, porque conozco el secreto: no son tan inofensivos como la gente cree.
Son animales diabólicos, creados para expiar al servicio de una civilización extraterrestres que planea invadirnos y apropiarse de nuestras almas.
Odio a los gatos desde que me percaté del complot.
Fue una noche que no podía dormir y abrí la ventana del cuarto, asomé la cabeza para recibir el sereno de la madrugada de luna llena. El sereno,serena y tranquiliza los pensamientos.
En la cornisa del edificio vecino, a menos de un tiro de piedra, estaba el gato comunicándose con su dueño.
Al sentirme, calló, me miró y maulló para disimular, pero ya era tarde, ya me había enterado del plan.
—Nadie es dueño de un gato — decía mi abuela —son animales independientes y malagradecidos que cierran los ojos para comer y no ver quien los alimenta y así no tener que agradecerle. Además ¿Qué criatura de Dios tiene más de una vida? Solo ellos tiene 7 ¿Por qué ese privilegio si el Señor no distingue entre sus creaturas?
No fueron creados por él.
Seguro fui perro en otra vida.
No soporto a los mininos.
En cada maullido siento más cercano el fin de mi raza. Por eso, a pesar del desprecio humano por dedicarme al exterminio de los felinos, cada noche tomo la escopeta y salgo a cazar a la avanzada de la invasión.
Lo hago por la supervivencia de la humanidad. Hay cosas que han de andar ocultas, que si se dicen te encierran en un manicomio.
Yo no soy loco, tan solo soy un caballero de la nueva cruzada.
ALMUT KREUSCH HOFFMAN
La paloma de la cornisa
La paloma aterrizó en el borde de la cornisa del último edificio que todavía quedaba en pie.
El impoluto blanco de su esbelta estampa contrastaba con el profundo azul del cielo.
Portaba en su pico una rama de olivo.
A sus pies, la muchedumbre, vigilada de cerca por militares fuertes y bien alimentados, no se percató de su presencia.
Los niños yacían inmóviles entre los brazos de sus madre, y los ancianos, apoyados en bastones o del brazo de un familiar,
se tambaleaban por las pocas fuerzas que les quedaban.
La paloma batió sus alas con fuerza. Cambió su arrullo por un gorjeo áspero, intentando llamar la atención. Nadie levantó la vista.
Aterrorizada, la paloma vio cómo, ante un camión de reparto, un sinfín de brazos y manos huesudos y esqueléticos se extendían con platos, cuencos, cubos y cualquier otro objeto.
La paloma escuchó los gritos y súplicas por recibir un cazo de harina, cereales, leche en polvo, una torta de pan, unas patatas o cualquier otro alimento que los salvara de una muerte segura por inanición.
Entonces, la paloma comprendió que su mensaje se había borrado de la memoria de las personas. Estaban dominadas por su lucha desesperada contra el hambre, llorando por no poder ofrecer a sus hijos otro futuro que la muerte. Estos ojos grandes y tristes no olvidarían jamas.
Por una orden severa y estricta, todos, militares y civiles, levantaran la vista.
Avistaron a la paloma. Avistaron la rama de olivo. En un solo gesto, los militares alzaron las armas y dispararon.
La paloma levantó el vuelo. Desapareció acompañada por el siseo de las balas.
Había comprendido que su misión no se pudo cumplir.
Pero volvería.
Pronto.
LILIANA GIANNINI
PRIMERA VEZ
¿Cuánto llevo caminando? No tengo ni idea. A veces siento miedo y voy más rápido temiendo que algo o alguien me alcance o doy pasitos de «baile miedosos»; otras sin embargo, me asalta el optimismo… Canto mi canción favorita y avanzo dando saltitos. Mí maestra dijo que me iba a pasar, es por la falta de aire. Hay que oxigenar… Tres respiraciones profundas y sigo.
¡Por fin, llegué al otro lado! Veo la cara orgullosa de mí mamá.
Es mi primera caminata sola por la cornisa del balcón de mi humano. ¡Miauuuu!
FRAN KMIL
Que uno anda dando tumbos por ahí, sin rumbo trazado y de repente se encuentra en la habitación un motel barato, de mala muerte, a orilla de la carretera porque le agarró la noche y la visión, de puro cansancio, ya no da más para escudriñar en la oscuridad aunque se engurruñen los ojos tratando de ver.
Se detiene uno en un lugar sin nombre, aunque si lo tiene y lo dice en un anuncio luminoso que parpadea para llamar la atención, que a uno no le interesa leer, además, porque ya no quedan sitios en la tierra que otro no le haya puesto nombre, pero a uno no le importa ya conocer porque con lo que conoce le basta y porque no tiene a quien contarle, como antaño, cuando la mujer te esperaba en casa con el baño y la comida preparados y te preguntaba como te fue en el trabajo y uno le contaba de la jornada laboral, de lo asqueado que estaba de la repetitiva tarea, porque todos los trabajos son aburridos para los que los realizan y jamás nadie está contento con el suyo. Incluso, uno llega a preguntarse si la alegría de los músicos es auténtica o también ellos están hartos de estar contentando a la gente y todo es una farsa para ganarse el dinero.
En este andar de allá para acá para ocupar el tiempo que media entre la vida y la muerte, después de la jubilación, sin esposa porque Dios, celoso de la alegría de uno por tener tan buena compañera, a pesar de que no pudo darte hijos, se la llevó para que le contentara y le matara el aburrimiento de una solitaria vida eterna.
Dios se robó mi mayor alegría y solo me dejó la del gusto
de oír el sonido alegre de la mañana y ver deslizarse el sol por las cornisas de los edificios, en busca de los intersticios para iluminarlos y revelar todo a luz.
Por eso, al despertar, abrí la ventana del hotel en que me había hospedado.
En el estrecho muro adosado a la pared, estaba un sobre color naranja con mi nombre escrito en letras amarillas.
¡Vaya repartidor de misivas que va dejando las cartas en las cornisas!
Me incliné un poco por la ventana y la tomé.
Dentro tenía
dinero ( 250 dólares) y un escueto saludo y despedida.
“Buenos días. Buen viaje.”
Decía.
En otro tiempo me hubiese hecho un montón de preguntas, ahora me conformo con el dinero, venga de donde venga.
¿Quien quita que Dios me esté pagando por llevarse a mi esposa y haberme condenado a una vida nómada?
Los caminos de Dios son inescrutables.
GRACE PELLS
Tenia que elegir.
Una línea delgada donde la decisión es la que salta hacia los triunfos o los desencantos. El riesgo de equivocar o la bulla de acertar. Pensar y repensar. Yo aquí midiendo los pro y los contras, y el miedo de las malas cuentas.
Asi siempre.
En todo.
Titubeando como un niño para no fracasar.
Camina una vaquita de la suerte, la mariquita perfilando el pulgar y el índice, dudando en el anular y terminando en el meñique. Bordeando el dorso de la mano; y vacila…
¿O teme?
Y me siento así tal cual
Y le pido al azar los dados, para saber. Quiero dominar la hora del después.
Y no será
Lo sé
Nunca es.
Y son dos péndulos mis piernas, en la frialdad de la cornisa.
MANUELA CÁMARA
EL FILO.
Apareció el primer título. Caminar sobre él era sencillo: apenas un juego entre el pensamiento, el papel, los tachones y la inconclusión. Después llegó un segundo título, como un viaje entre el escritorio y la historia, que se desmenuzaba en la página con malos trazos y demasiada inconsciencia. El tercero se escribió rápido, escondido en la noche y bajo el miedo, como si las palabras pudieran espantar los presagios. El cuarto, en cambio, dejaba ver que ya había un camino abierto.
Y entonces apareció él. Tan alto. Tan atractivo. Tan imponente. Surgió al mismo tiempo que los otros: los compañeros de juegos infantiles, los profesores de la adolescencia, los colegas del trabajo. Pero él era distinto. Perfeccionista hasta el extremo. Sugerente. Intérprete de los pensamientos ajenos, como si pudiera apropiarse de todos. Intimidante. Experto. Arrogante. Prepotente. Con su antifaz de héroe, con sus dos manos izquierdas tapándome la cara y su voz empujándome directo al corazón.
No me di cuenta de que, en secreto, me había condenado al silencio. Cada día avanzaba al filo de una cornisa invisible. Mi vida, sin querer, empezó a depender de él: del magnífico, del censor, del magno. Y la cornisa se estrechaba, hasta volverse tan fina que mis pies ya no encontraban dónde sostenerse.
Miré abajo. Miré arriba. Miré a todas partes.
¿Por qué sigo mirando a los demás, si lo único que necesito es mirarme a mí misma?
—¿Quieres morir? —le pregunté al fin—. ¿Quieres matarme? ¿Es eso lo que deseas? ¿Que desaparezcamos tú, yo y todo el tiempo del tiempo?
Y, por primera vez, lo vi dudar. Lo vi bajar la mirada hacia el suelo. Lo vi quedarse sin palabras.
—No empujes más —susurré—. Y si vas a quedarte, vístete de humildad y de silencio. Yo solo quería hacer de mi mundo un lugar mejor. Yo solo quería escribir mis libros.
MCP
P.D.: Si algún día el “magnífico” vuelve a aparecer con sus dos manos izquierdas y su antifaz de héroe… le daré un lápiz sin punta y un cuaderno sin hojas. A ver qué hace entonces.
Ahora sí. Terminado.
BLANCA CERRUTI
EL ENCARGO
Vicens acaba de cenar, si es que, a un bocadillo se le puede llamar cena para un joven de treinta años. Abre la ventanita de la buhardilla y sale al tejado. Se desliza hasta la cornisa y se sienta. Le gusta ver el bullicio nocturno de la «Avenida de los Álamos» a la luz de la luna.
Se deja llevar por sus pensamientos…«Lo he dejado todo atrás. Es cierto que me gustaba enseñar a los alumnos a pintar empleando las diferentes técnicas, pero yo necesito expresar vida por medio de la pintura.
En la “Plaza de los pintores” he encontrado un sitio. Pinto y vendo los cuadros que pinto, pero apenas me da para vivir y pagar el alquiler. Sin embargo, yo no quiero pintar para ganarme el pan. Lo que deseo es expresar vida en mis cuadros».
A la mañana siguiente, mientras pinta un paisaje que tanto gustan, una pareja se acerca hasta él.
—Hola, —saluda el señor—.
—Hola, ustedes dirán —dice Vicens.
El hombre saca una foto de su billetera y se la muestra.
—Es nuestra hija. Murió hace unos meses y desearíamos que nos pintaras un retrato. Pero no una copia de la foto. Queremos que, al verla, sintamos como si estuviera aún con nosotros —dice el padre al borde de las lágrimas.
Vicens se estremece ante la petición porque sabe que no es cuestión de técnica ni de ser fiel a la foto, sino de reflejar el alma de la niña.
—Sé lo que desean, pero eso no se puede pintar en la calle. Tendría que llevarme la foto para estudiarla y poder expresarlo en el cuadro.
—No hay problema, joven; toma —dice el padre entregándole la foto—. Confiamos en ti. Estamos seguros de que lo conseguirás.
Cuando se van, Vicens recoge sus bártulos y vuelve a la buhardilla nervioso y emocionado, es el reto que estaba esperando, pero se pregunta si será capaz de lograrlo.
Ya en la buhardilla contempla la foto. Está hecha en un día despejado. Solo una nube, como algodón de azúcar, dueña del cielo. La niña está sentada sobre la hierba. Lleva un vestidito blanco.
No está posando, la foto ha captado un instante. La chiquilla no mira a quien la enfoca con la cámara. En sus ojos y en su sonrisa, se percibe que mira a alguien a quien quiere y llama su atención saludando con la manita.
Vicens prepara un lienzo y se pone a ello. El cielo, la nube, la hierba, el vestidito… lo plasma en pocos días. «Con unos toques, esta mañana lo dejo terminado; pero la mirada, la sonrisa, el gesto de la manita…me va a llevar más tiempo», piensa.
Por la noche sale al tejado y se sienta en la cornisa. Lleva la foto en la mano. Necesita algo más que ver a la niña con los ojos. Cuando la luna sale de detrás de una nube ilumina la foto y todo desaparece, el tejado, la cornisa, la «Avenida de los álamos»…y Vicens «se siente dentro de la cartulina, como si estuviese al lado de la pequeña y… escucha su risa y la ve saludar con la manita».
Un gato que ha saltado al tejado le hace volver a la realidad. Pero ya lo ha «sentido». Ahora sí será capaz de plasmarlo.
Al cabo de unos días da por concluido el cuadro y llama a los padres. Ellos le dirán si lo ha logrado.
Quedan en la «Plaza de los Pintores». Vicens tiene el cuadro sobre el caballete tapado con una tela. Cuando llegan, la retira y, la cara de ellos lo dice todo. La madre, se lleva la mano al corazón y dos lágrimas resbalan hasta su sonrisa.
Vicens también se emociona; lo ha conseguido. Ahora ya sabe que ha encontrado su camino.
MARIANA DI PASCUA RÍOS
Recuerdo la divina espera por tu abrazo. Me despegaba un rato de la cornisa que ya caminaba sola y volvía a sentirme lo mas a salvo, como nunca más me sentí.
Ni una vez faltaste a mi regreso que mi calidad de estudiante alejaba de vos y del resto del pueblo.
Tus brazos de portuario se burlaban de mis dos gigantes bolsos que viajaban por tres días a él pueblo natal que yo ya no elegía.
Pero venía por vos y para ir a los bailes vestida de montevideana.
Mamá me visitaba insoportablemente seguido a la capital y su posesiva estadía no me dejaba extrañarla. Pero a vos viejo te veía menos o te necesitaba más.
Exactamente en mi paseo de fin de semana largo tenias a tu cargo tareas que mis amigos no veían o eso creía yo.
El abrazo doloroso y los múltiples besuqueos a mi megilla.
Luego arrancabamos de la parada de bus para casa y siempre me decías sonriendo:
«Acá va el obrero cargandole a la princesa su equipaje».
Ya sabíamos que si mamá no venía era porque estaba hecha pelota de el reuma de sus pies,asi y eso no se aclaraba.
Creo que fue un invierno del noventa y seis, yo con veintitrés y vos con setenta y tres años de eterno deportista,que me diste ese último paseo prendida como niña a tu espalda. El piso de baldosas era muy frío y mirá que ibas a dejar que tu princesa se enfríe las patitas.
Yo creía que era un secreto entre nosotros pues si se enteraban las del barrio se iban a reír.
Nunca nadie se rio ni siquiera a quienes les narré luego el cuento.
Papá por tus abrazos eternos, por nuestras poesías, por tu cuento de Espataco, por ser mi Espartaco por tanto y por siempre, te agradezco, mi poeta de la vida, el rey de mí, tu princesa.
Gracias Mariana
XABIER TORRES
DRAMA EN BLANCO Y NEGRO
Panorámica nocturna. Ciudad en sombras. Acordes de un piano de jazz.
Fundido en negro. Un taxi aparca. El conductor sale, se recuesta en el capó, enciende un pitillo y mira arriba.
Travelling en contrapicado siguiendo la mirada del taxista hasta una ventana iluminada de la fachada. Plano frontal de medio cuerpo: una muchacha desnuda se abraza los pechos, de pie ante la ventana abierta, el semblante compungido.
Plano fijo durante cinco segundos. Aparece un hombre maduro detrás que la besa en el cuello, lleva camisa y gemelos de oro en los puños. Ella no reacciona. Él se aparta.
Continua el plano estático enfocando a la chica. Derrama una lágrima. Se oye el ruido de una puerta al cerrarse.
Picado de cámara a la cornisa y de ahí abajo a la acera. Plano cenital. Un hombre con del edificio y sube al taxi. El conductor tira la colilla.
Plano medio dentro del taxi. Se oye un grito desgarrador y el estampido seco de un bulto contra el suelo. Primer plano del taxista que se estremece y se gira bruscamente. Contraplano del pasajero crispado.
– !Arranque, rápido!
Plano del chirrido de los neumáticos y panorámica abriéndose hacia el coche a la fuga.
Fundido en negro a la ciudad anochecida. El suave gemido de un saxofón.
LUCINDA QUART
LAS GÁRGOLAS DE MARBLE FAWR
Marble Fawr era uno de esos pueblecitos galeses construidos con piedra caliza de una tonalidad clarísima, casi marmórea, de ahí que el esplendor y la belleza caduca de sus casonas isabelinas, lejos de desaparecer bajo el peso del tiempo y los estragos de la intemperie, permaneciera intacto y reluciente como un ópalo engarzado entre espesas llanuras doradas de lúpulo y colza. Acompañaban a la piedra centenaria los recoletos jardines, las estrechas ventanas emplomadas, el trazado recto de sus caminos de rueda y herradura y la sombra alargada de la torre campanario de la iglesia de Gwenffrewi, bajo un cielo pálido y huérfano de nubes, tan blanco como todo lo demás en Marble Fawr.
En el otoño de 1895, Marble Fawr adquirió cierta notoriedad al conocerse el trágico accidente que acabó con la vida del párroco local, el reverendo Kerrigan, muerto al precipitarse desde la cornisa de la torre campanario de la iglesia de Gwenffrewi. Pero lo que magnificó la tragedia no fue la pérdida del reverendo sino las asombrosas declaraciones de los diáconos de Gwenffrewi, que aseguraron que aquella noche, las cuatro gárgolas de la torre campanario aparecieron con los ojos cerrados. No destrozados por vándalos ni erosionados por las inclemencias del tiempo, sino cerrados, como si aquellas figuras ancestrales hubieran elegido no mirar. Y ciertamente sus párpados estaban finamente tallados a buril, definidos y cerrados como si durmieran, esculpidos en la piedra caliza con absoluta precisión. Las cuatro gárgolas que coronaban las esquinas de la cornisa de la torre campanario y hacían desde 1650 tareas de canalón y desagüe, habían cerrado los ojos para no ver lo que fuera que debió de ocurrirle allí al reverendo Kerrigan.
Vinieron policías de Scotland Yard; gacetilleros de Londres y Newport; un bullicioso grupo de mujeres pertenecientes a la Sociedad Espiritista de Inglaterra intentaron organizar una sesión de espiritismo en la explanada de la torre campanario y tuvieron que ser desalojadas por la fuerza. Hasta un famoso escritor de novelas de misterio hizo acto de presencia en Marble Fawr acompañado de una jovencísima médium oriunda de Kent: el señor Arthur Conan Doyle y la señorita Jean Elizabeth Leckie se instalaron en las dos habitaciones del Queen’s Head cuyos ventanales miraban directamente a la torre campanario de Gwenffrewi. Y tan pronto se corrió la voz, los titulares de los periódicos galeses anunciaron sin ambages que Sherlock Holmes regresaba de entre los muertos en Marble Fawr para resolver el misterio de las gárgolas de piedra y el improbable suicidio del reverendo local…
CESAR TORO
La cornisa.
Juan bautiza, prepara el camino y pide enderezar la ruta, prepárense para la llegada de quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias dice, los doce acuden al llamado y dejandolo todo van al encuentro del Mesías, rrecorren caminos, montañas y mares van guiados por el espíritu y caminan en tierra firme, aunque pasan por serias dificultades las enfrentan y van siempre adelante. Al profeta en rey le corta la cabeza no tolera que le digan la verdad. <<solo la verdad os hará libres>> los demás unos lo siguieron hasta el final, otros lo abandonaron. El Iscariote encargado de las finanzas se deja llevar por la avaricia, traiciona al Maestro,
<< como muchos de nosotros>> camina por la debil cornisa de la tentacion y cae en desgracia.
“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.”
RAÚL LEIVA
Natalia Natalia
La sala huele a orina de varios días. La camilla tiene la altura justa para dañarme los muslos y acalambrarme hasta no sentir nada, ni siquiera el frío de la noche. Los golpes nunca duelen tanto como las palabras.
Las preguntas se repiten, pero lo que más taladra el cerebro son los sanos consejos.
Entraron unas mujeres con pañuelo verde. Me dijeron que mi cuerpo es mío, como si fuera una suerte de revelación. Que nadie debía decirme qué hacer, aunque sonaba más a una orden que a un consejo. Me dijeron que «eso» que yo tenía adentro, lo debería sacar cuando yo quisiera. Y se fueron como habiendo cumplido un mandato.
Luego vinieron las de pañuelo celeste. Me hablaron de la importancia de la vida, que una decisión debería incluir a todos y no a mis propios intereses, como si yo hubiera vivido sólo para mí, si estuve siempre a disposición de los demás, siempre sirviendo. Me dijeron que la vida era lo primero, luego se vería como resolver lo demás. Me dejaron unos folletos, un rosario, y una hojita con teléfonos «útiles».
Al rato entraron dos chicas con pañuelos rojos, traían un manuscrito acerca de una ley de adopción responsable. Que un montón de gente deseaba tener un hijo, y que yo era una especie de vehículo de felicidad para ellos. Dijeron que, si todos apoyábamos la ley, la sociedad iba por fin a estabilizarse y podríamos ser más felices. Me dejaron una copia de la ley, me dijeron que tuviera temple, aunque nunca supe que quería decir eso, y que ellas iban a estar conmigo siempre.
Allá afuera es 25 de diciembre, hay gente que corre, que festeja, que canta y que parece olvidar sus males y diferencias por un rato. Cómo envidio a esas personas, como me gustaría ser una más del montón, una anónima en este mundo que pretende ser diverso.
Todos opinaron que hacer con mi embarazo. Es lo único que tengo, además de mis 16 años. Todos los que pasaron por acá tenían bastante claro qué hacer en mi lugar, todos tenían mucho apuro en hacerme entender cosas que ya entendía de antes, aunque no las aceptara.
No tengo nada, no tengo a nadie, no tengo sueños.
Nadie de todos los que pasaron me miraron a la cara, sino se habŕian dado cuenta que estaba allí por el maltrato y no por mi embarazo prematuro.
Nadie me miró a los ojos.
Nadie me preguntó mi nombre.
Soy nadie.
En un mundo de nadies que vagamos por la cornisa del «no quiero» y el «no debo».
Buscando una sola pregunta. Respuestas ya tengo demasiadas.
LVIS GARES
En la cornisa
Debí suponer que aquel día, en aquella cornisa, sería la última vez que la viera.
Busqué la llave debajo de la maceta, abrí la puerta y la llamé
–¡Teresa! ¡Teresa!
Era raro, no sabía nada de ella desde hacía dos días, no vino a trabajar y tampoco contestó mis llamadas, ni siquiera se molesto en leer mis WhatsApp. Ella no era así. Cualquiera que la conociera sabría que algo no iba bien. No era normal.
Tere era una chica alegre, preocupada por todos, con una palabra de consuelo para quien lo necesitara, una sonrisa capaz de enamorar a cualquiera , incluso a mí que no soy muy de enamoramientos y desde luego siempre estaba a punto para salir de fiesta y jamás desaparecería sin decir nada..
Salí a la terraza, un ático en una zona acomodada de la ciudad era su refugio y allí sentada en la cornisa , en una posición un tanto preocupante , la vi…
–¡ Tere! ¿Qué haces ahí? ¿Estas bien?
Giró la cabeza hacía mi y me sonrió, esa sonrisa que tenía la virtud de apaciguar a todo el mundo, de hacerte sentir alguien especial. Así era Teresa Muñoz del Amo.
–¡Hola Fede! Supongo que debería haberte dicho algo pero no tenía ganas de hablar con nadie. ¿Has visto que vistas más bonitas hay desde aquí? Se ve toda la ciudad y más allá. Se ve a la gente pequeñita, diminuta. Dile a todos que me has visto y que estoy bien. ¿Harás eso por mí, Fede? Sobretodo a mi madre, es muy pesada, ya lo sabes.
Verla así, hablando tranquilamente, me relajó un poco. Estaba guapísima y con esa luz del atardecer iluminando su rostro, no pude evitar maldecirme por no ser capaz de querer a nadie. Ella sería la mujer ideal. Una vez lo intentamos pero salió mal. Nos queríamos mucho pero solo eso, nada más. No había pasión y mis pasiones duraban muy poco y con otras, siempre con otras. Tere lo sabía y había acabado aceptándolo y habíamos acabado siendo los mejores amigos y nunca había secretos entre nosotros, salvo ahora. Algo pasaba. No sabía qué, pero ella estaba distinta. Cerca pero lejos, demasiado lejos, en mi opinión.
–Si, no te preocupes. Yo se lo diré a tu madre , a la panadera y si quieres a tus amigas las locas, se lo digo a quien tu quieras pero debes decirme que te pasa. Llevas dos días sin aparecer, sin dar noticias, ni a mi, ni a mi, Tere. ¡Te conozco y lo sabes!
–No es nada, amore. Simplemente tengo que pensar y necesito tiempo para estar sola . Todo va bien, tranquilo.
No , no iba todo bien. Había algo, algo que se me escapaba pero que no alcanzaba a ver. Ella, la chica más alegre del mundo, la más buena, la más guapa, la que más amigos tenía, buscaba la soledad, nunca estaba sola.
Y si estar con sus amigos o en su trabajo o con sus padres o conmigo no era suficiente, además era voluntaria en no se cuántas entidades de ayuda y solidarias donde ella pudiera sentirse útil.
A veces no somos capaces de pensar que quien más conocemos tiene una parte oculta que no podemos ver.
Aquella tarde me fui, me fui y me he arrepentido desde entonces mil veces, aquella tarde ella saltó, saltó al vacío y cayó sobre el suelo dejando un charco de sangre y a una mujer que lo presenció todo con un ataque de histeria.
No tarde en enterarme, me llamo la policía, había dejado una carta, una carta para mi, para despedirse de mi y pedir perdón a todos, una carta que tuve que enseñar a sus padres, a sus amigos, sus compañeros de trabajo y que se quedó clavada en mi corazón
Tere estaba enferma, enferma de gravedad, según el informe médico le quedaban dos o tres meses de vida y durante todo el tiempo que ella supo de su enfermedad, no dijo nada a nadie, siguió sonriendo, gastando bromas, dormimos juntos e incluso en alguna ocasión practicamos sexo y nos contamos todas las confidencias imaginables, todas menos eso, jamás dijo nada.
En aquel informe, el médico le advertía que los efectos se iban a agravar y que sería bueno que alguien cuidara de ella durante ese tiempo y por lo que sea, decidió que no, que nos quería demasiado, que no quería vernos sufrir y que yo había sido el amor de su vida pero que era un desastre y que se había dado por vencida.
Ahora mismo estoy aquí sentado, en el último sitio donde la vi, mirando la ciudad que tanto había amado y pensando en todo lo vivido con ella.
Me levanté, llegué a la entrada, abrí la puerta y maldije aquella cornisa, cerré la puerta y me fui.
Ha pasado un año, hoy la volví a ver al despertar de mi sueño, a mi lado mi mujer, decidí cambiar, decidí que siempre sería bueno tener a alguien cerca, por si acaso y Maite era la mejor candidata, no estaba enamorado de ella pero al menos, si alguna vez me viera en la situación de Tere, tendría una salida, algo a lo que aferrarme , algo que me impidiera ver que el vacio era mi única opción.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
El Cobertizo.
《Tema de la semana).
Mi vida era muy atribulada, no sabía cómo subsanar los dolores del alma, que en mucho anclaron mi joven vida.
Los maltratos eran tan claros como el agua de mis ¡lágrimas!
Mi madre amargada por la vida que había tenido, era hosca, ruda, insensible, para nada tierna y menos cariñosa.
Cuidado con que no hiciéramos lo que quería pues de seguro habría palos y castigos.
Teníamos que ser sumisos y acatar lo que se nos dijera aunque no estuviéramos de acuerdo… mi hermano con 8 años a cuestas éra timido abstraido y miedoso, yo me desquitaba en la escuela con los demás niños del maltrato de mi madre, era hosca, peleonera, muy rebelde, me regañaban mucho los maestros, pero no me importaba; estaba tan enojada por la vida que tenía, que más podía hacer una niña de 10 años maltratada; sin padre, ni amigos, tenia miedo de que le hiciera más daño a mi hermano que a mi, casia a diario me golpeaba y más cuando tomaba, realmente era un ¡infierno! un verdadero caos en la casa.
De vez en cuando, por la noche nos subíamos a la azotea y pasábamos por el Cobertizo, nos sentábamos ahí a ver las estrellas y soñábamos que volábamos, que teníamos alas y las desplegabamos hacia diferentes partes… nos sentíamos libres y felices. No había nada que nos detuviera y nos hiciera sentir mal.
Ya en la escuela me habían dicho que si no dejaba de portarme mal me «expulsarian», yo no quería que esto pasara pues era un momento más de estar lejos de mi madre.
Entonces obviamente cambié, tenía que encontrar otra forma de desquitar mi enojo, y sin que nadie se diera cuenta.
Al día siguiente era mi cumpleaños, uno más, a mi mamá no le importaba, lo celebraría a mi manera, sólo con mi hermano.
A los dos días,al regresar de la escuela, encuentro a mi hermano llorando, sentado en el suelo todo golpeado; le pregunto ¿que es lo que pasó?, me dice que mi madre lo golpeó porque le contestó mal, sentí deseos de «matarla». No podía permitir más que esto siguiera pasando…
Tengo que pensar como hacerlo, había visto en una película que un hombre había envenenados a su esposa poniendo pastillas en su bebida.
Creo que podría ponerle en su bebida alcohólica varias pastillas de esas que tomaba, y esperar que muriera, para acabar con los maltratos. Ya veríamos que haríamos después.
El viernes por la noche, lo hago, pongo muchas pastillas en su botella, es el día que tomaba más, espero que todo salga bien.
Me voy a dormir.
Al levantarme voy a ver como está mi madre, la encuentro tirada en el piso llamo al 911, tengo que hacerlo para que ellos vean como está, llegan la revisan y me dicen que ha muerto.
Desde luego piensan que se suicidó, jamás pensarán que yo la maté.
Al fin seríamos nosotros, ya no permitiríamos más que nadie nos maltratara.
Como no conocemos a más familiares, nos llevan a una casa de acogida, espero que todo marche
bien ahora.
Tenemos un año y medio ya aquí, no es peor que cuando estábamos con nuestra madre, pero tampoco es lo que deseábamos, hay compañeros que no se portan bien con nosotros, no comemos bien, no hay cariño ni paciencia, tenemos que hacer muchos quehaceres.
Vivimos catorce chicos y chicas ahí, me pregunto ¿que será de nuestras vidas adonde terminaremos?.
Estoy tan cansada, doce años, mi hermano 10, lo único bueno es que estamos juntos.
Le digo que por la noche hagamos lo que antes en la casa, subir a la azotea, y sentir que somos libres y que volamos, eran dos pisos de la casa.
Por la noche, nos reunimos caminamos y nos sentamos en la cornisa, mi hermano me dice, que quiere ir a casa, que ya no quiere estar aquí que no le gusta; no son buenos y no es posible tener amigos, que muchas veces se queda con hambre, pues le dan muy poco de comer y lo ponen a limpiar y no descansa bien. No sé de momento que decirle… estoy frustrada por no poder ser independiente y darle un mejor hogar. ¿Cómo podría hacerlo a mis años y sin ningún familiar de apoyo.
Le digo que sí quiere que nos vayamos de aquí me dice claro que si.
Le contesto, entonces nos iremos, ya no sufriremos más, no podrá abusar nunca más nadie de nosotros.
Nunca volverás a sentir hambre.
Lo tomo de la mano y ¡saltamos juntos!…
AXY LINDA
Desde la ventana veo fuera de los edificios a jóvenes tropezando: algunos logran levantarse, otros caen al vacío, confiados en exceso, imprudentes al conducir, intoxicados.
Decido dejar de observar a los demás y ver mis propios pasos. Me invade una extraña sensación sobre lo que he hecho, aunque volver la vista atrás solo tiene sentido si puedo disfrutar lo vivido o recomponer algo; lamentar lo pasado carece de sentido: es perder un tiempo valioso.
¿Puedo realmente corregir?
Sigo mi camino, la cornisa se estrecha. Tropiezo, pierdo el equilibrio… voy a caer.
Y caí: ebrio y drogado, después de aceptar lo que Julián me ofreció.
Despierto en la habitación del hospital; y comprendo que no todo final es caída: a veces un golpe fuerte es el inicio de un nuevo andar, más firme, más consciente, más vivo. Frente a mí… la cornisa se ha ampliado.
OMAR ALBOR
Cielo filo
Sonrisa con cristal
Y en el otro lado
hay un labio
con apliques
de acero
Risas
Miradas
Una idea
Son miradas
De dos
uimos
Lejos
Apenas unos pasos
la pulpa de tú piel
deja la miel
de tú interior
sobre mi
me curvo
Quiero llegar
al cielo filo
me dejó llegar
Sonrisa Cristal
Al borde
Del obelisco
calle corrientes
Buenos Aires.
Por la cornisa.
Será.
Siempre.
Lo de nosotros dos.
Omar Albor.
Mi voto por el tema la corniza es para Armando Barcelona
Para el concurso de: Por la cornisa, mi voto es para:
Lvis Gares.
Voto a : Lucinda Quart por «La Cornisa»
Mi voto: Omar Albor
Mi voto es para Teresa Sánchez Fregoso.
Su escritura es sencilla, real y muy humana
Una idea original con un desenlace inesperado. Me gustó mucho, le faltó consistencia en la mitad pero en general muy bueno
Mi voto es por Teresa Sánchez. Una idea original con un desenlace inesperado. Me gustó mucho, le faltó consistencia en la mitad pero en general muy bueno
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Mi voto para La cornisa:
Lvis Gares «En la cornisa»