Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «una brisa fresca». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 24 de julio!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Como una brisa fresca
para el tema semanal
la pluma siempre pesca
adheridos al alma
atrás, lo carnal.
Va buscando calma
esta rauda y bella vida
que yano se desalma.
La vitamina y la inquina
sana contigo: poesía.
saca la espina
del alma mía
susurrando palabras
de pasada melancolía.
Antes de que te abras
una cosa te pido
no uses letras macabras.
Busca ya el nido
de embelesados versos
haz colorido
al vasto universo
no busque rima
con ripio inmerso
Encuentra la cima
en albores del tiempo
derrama tu tinta…
ARMANDO BARCELONA
EL CANTO DEL CISNE.
Se cae, a pedazos, el viejo campo de fútbol; pronto lo demolerán para que alguien levante un complejo de adosados impersonales, uniformes, sin alma.
Han pasado muchos años, demasiados, desde que salí del pueblo. Hoy he vuelto, quizás para darle mi último adiós, y es significativo que sea este desarmado teatro de olvidadas hazañas deportivas el que salga a recibirme; el reencuentro de dos viejos camaradas en retirada.
¡Cuántos recuerdos duermen en estas gradas carcomidas por el tiempo! Allí, en ese muro desgastado por el salitre, aún puede reconocerse el retrato de Juana, «La Negra». Lo pintó el hijo del panadero, el primer grafiti que se hizo en el pueblo. El chico estaba enamorado de ella; todos estábamos enamorados de la Negra.
―¿Vos también lo estabas, boludo? ¿Y por qué no dijiste nada?
Tenía que pasar, tarde o temprano, lo he visto tantas veces en otros viejos: confusión, miedo, alucinaciones. Sé que no es real, pero aquí está, junto a mí, lenitiva y agradable como una brisa fresca. Es ella, Juana, como en el 69, radiante, vital, única.
Pero se te va la cabeza, viejo. La Negra se fue del pueblo mediados los setenta, quería probar suerte. Dijeron que murió en Madrid por el 85, de una sobredosis. A saber, lo mismo es cierto que puede haber milagros o, quién sabe, quizás yo también estoy muerto y todavía nadie me lo ha dicho.
―Te ves muy bien, Juana, cualquiera diría que no han pasado los años. Quedaste anclada en el 69, se rumoreó que ya no estabas, que diste el salto al otro lado, pero dime una cosa, Negra: ¿estamos muertos? A mí no me importaría, sobre todo si puedo morirme un poquito contigo.
―La vida y la muerte son una ilusión, gordo, un espejismo, ¿sabés cómo te digo? Nada es real; esta mierda es un tremendo engaño: vos, yo, la cancha, Raulito. ¿Te acordás del rubio Raulito. ¡Qué zurda, ché, regia! Mirá, ahí está, gambeteando, intocable, soberbio, como entonces. ¿No creés lo que ven tus ojos? Magia, viejo, fantasía, un espejismo.
Ríe, Juana, con ese tintineo de cuentas cristalinas movidas por la brisa que nos enamoró a todos, suave como el murmullo cómplice que comparte con las peñas el discurrir del arroyo.
Miro al campo y se me aparece liso, apisonada su tierra, como antaño, limpio de malas hierbas, y allí está el rubio metiendo un zurdazo por toda la escuadra, que me hace saltar del asiento. Me siento bien, a gusto, seguro y eso me confunde.
―¿Es el final, mi canto del cisne? Cógeme la mano, Negra. Quédate conmigo. Tengo miedo. ¿Duele morirse?
El grafiti comienza a velarse, carcomido por el avance del salitre. Ella cierra los ojos y aprieta mi mano con fuerza.
―Los cisnes mueren en silencio, boludo, dejáte de milongas. La vida avitualla de dolores, la muerte los mitiga, todo cuadra. Pero vení, vamos saliendo, capaz que se nos cae el techo encima. ¿Te acordás del Cojo Molinari? ¡Qué arquero, aquel! ¿Y la chilena que se marcó Antoñito Suances en el 73? Aquellos sí eran bravos cancheros. Al final lo que vale es el recuerdo. Ya refresca la tarde, viejo, vamos andando. Se siente bien estar del otro lado. Dejáme que te cuente…
© 2025 Armando Barcelona Bonilla. Todos los derechos reservados.
Zaragoza, 12 de julio de 2025
RAQUEL LÓPEZ
Noche serena
donde aparece la luna,
luz que alumbra, faro del cielo
Donde los enamorados se besan
y las luciérnagas bailan
al son del camino.
Augurio nocturno
secretos que guardas,
y en la noche oscura
me brindas tu amor,
trayéndome el espejismo
que acaricia mi dermis.
En la niebla que te recubre
danzan los versos pasajeros
evidentes,
quedándose dormidos
en el silencio del universo.
Y nuestras almas duermen
quizás algún día despierten
y vuelvan a sentir tu influjo
brillante como una estrella,
hasta entonces,
seguirá acariciándome tu brisa fresca….
DAVID MERLÁN
TODO ES CUESTIÓN DE GASES
Con las primeras concesiones para dar paseos tras la primera ola del COVID, Basilio había retomado sus visitas al parque de su pueblo, puntualmente.
Su modus operandi era sencillo; se levantaba, se aseaba, desayunaba ligero, veía las noticias en la televisión para después disfrutar de su serial preferido hasta que le daba la hora de comer.
Entonces, se cambiaba de ropa y bajaba a la calle, pasaba por la tienda de Marcelino, se compraba su comida y con su tupper y un botellita de gaseosa, se dirigía al parque para comérselo guardando las distancias de seguridad exigidas por el Gobierno.
Pues bien, permítame que le ponga en antecedentes:
Hace ahora cinco años que murió. No engordó las listas de la pandemia, pero si la de muertes, cuando menos, curiosas.
Como les decía, todo comenzó en el cada vez más lejano 2020, mientras degustaba unas alubias pintas. Una de ellas, traicionera, se le atragantó y sin haber podido tirarse el pedo que llevaba horas cociendo, murió ahogado. Lo surrealista de todo ello es que justo en el instante en que expiró, estaba intentando liberar un quesco y al no poder hacerlo quedó atrapado entre mundos. El cuerpo fue al cementerio. El alma, se quedó en el banco del parque, justo bajo el frondoso árbol que tantas tórridas tardes le había dado sombra y fresco.
Su realidad había cambiado radicalmente y ahora, cada tarde, se aparecía allí, puntual. No era un fantasma triste, ni rencoroso. Solo… estaba incompleto.
—Esto no es ectoplasma —murmuraba, mirando su vientre translúcido—. Esto es gas. Sin duda. ¡Maldita gaseosa! Si le hubiera hecho caso a Faustino y me hubiese tomado la comida con agua, seguro que no estaba ahora así.
Ya era habitual del lugar y hasta los más pequeños del pueblo sabían de su penar. Incluso había dejado de ser noticia en los telediarios. A cada uno «nuevo» que le preguntaba cómo había llegado a esa situación, él le contaba su historia, pero quién más y quien menos no le creían mucho y lo único que hacían era seguirle la corriente.
Hasta que un buen día, un físico jubilado que alimentaba palomas lo escuchó, lo observó y llegó a una conclusión revolucionaria:
—Señor mío, bueno… o alma mía, como sea que tenga que dirigirme a usted, lo que le sucede es que su alma está anclada por un gas no liberado que, al no haberse disipado en vida, le ha generado un microvórtice de presión espiritual espacio-tiempo en su plano astral.
Basilio miró de reojo para aquel extraño personaje y no pudo por más que pensar que estaba peor que él.
—En palabras llanas, señor: no puede irse hasta que lo suelte —dijo el físico, mientras anotaba fórmulas en una servilleta.
Nuestro protagonista prefirió ni contestar aunque tomó buenas notas de lo que acababa de escuchar, al fin y al cabo, era otra teoría más convertida en posibilidad de salir de aquel bucle.
Y así es como llegamos a hoy, al 2025, acumulando energía día tras día que ya roza lo ridículo: en otoño, las hojas se volvían marroneas antes siquiera de tocar el suelo; en primavera, las flores se marchitaban a su alrededor, y los humanos cercanos, bueno, digamos que evitaban todo lo posible acercarse al «banco de Basilio».
Entonces, un martes, llegó una brisa fresca. No era casual: era una corriente de baja presión espiritual, una grieta entre planos, una oportunidad.
La brisa lo envolvió con suavidad y le susurró:
—Ahora, Basilio, es el momento, expulsa y podrás liberarte.
Basilio cerró los ojos. Se inclinó como un faquir sabio, y…lo soltó.
No fue escandaloso. Fue un sonido hasta se puede calificar de elegante, como el descorche de una botella. El aire vibró a su alrededor, pero la intensidad fue increscendo de tal modo que el banco tembló, se levantó en el aire ante la atónita mirado de los allí presentes que hasta interrumpieron lo que estaban haciendo para contemplar aquel espectáculo de la naturaleza.
Tras unos segundos, el vórtice que se había creado, colapsó sobre sí mismo liberando de la presión espectrointestinal a Basilio que, en una especie de repetición de lo que había acaecido instantes antes con el banco, se elevó lentamente hacia el cielo, envuelto en una espiral de aroma a tomillo, alcanfor y alubias pintas hasta perderse por completo de la vista de los allí testigos.
Desde entonces, cuando una brisa fresca recorre el parque cerca del banco donde todo ocurrió, a veces una mariposa vuela al revés, un bebé se ríe sin razón aparente o incluso huele a fritanga y guiso cuando lo único que se están tomando los niños son yogures, platanos y chuches a la hora de la merienda.
Y en algún lugar, Basilio se siente mal por todo aquello, no por el hecho en si, sino por no haberse podido despedir y darle entre otros, las gracias al físico por su sabio consejo, pero éste, como si ya lo supiera, siempre que pasa por allí se detiene, mira para el banco y dice:
—Te lo dije. Todo es cuestión de gases.
FIN
JUAN MANUEL CABALLERO
En la casa de Don José Luis Gaitán imperaba el orden, una limpieza trascendente, La luz del sol, que entraba por los amplios ventanales todo el día gracias a que en la fastuosa urbanización no había edificios altos que pudieran interponerse. Él era director de un diario biempensante, pero de los de secular y remozada moral. Su mujer, Patricia Almada, afín a la causa, periodista en la reserva hasta que contrajo matrimonio con el prohombre, habíase aplicado desde entonces en el buen gobierno de la casa. Por decisión propia, desde luego.
Contaban los Gaitán-Almada con un pequeño ejército de filipinos que se encargaban, sobre el terreno, del trabajo comandado por la esposa: del impecable aspecto del jardín y del mantenimiento de los entresijos de la casa, los dos varones; en tanto que la limpieza del hogar y las cosas propias de la cocina eran atribución para las tres mujeres, una de las cuales era, a la sazón, esposa del de mantenimiento. Gustaba a la señora Almada hacer formar de cuanto en cuanto a su tropa de asiáticos y echarles una buena filípica, en plan sargento. La regañina versaba, sobre todo, acerca de la higiene, y cursaba casi inexcusablemente con la amenaza directa de la deportación al país de origen de los sufridos empleados.
Era la señora Almada una obsesa de la limpieza, al extremo de que una pulcritud desmedida, química, literalmente deslumbrante hasta el punto de provocar la dolorosa contracción súbita de las pupilas, no le resultaba suficiente. Constantemente repasaba el mobiliario con el dedo para asegurarse de que no quedase la más mínima partícula de polvo; y si le parecía detectarla con sus ojos escrutadores crecientemente agotados por su neurótica especialización en la detección casi atómica de la suciedad, llamaba al orden a las angustiadas limpiadoras. También velaba, cómo no, por el buen funcionamiento de los difusores de aroma para el interior, de los humectadores y de la correcta programación del aire acondicionado o de la calefacción; siendo así que cualquier desajuste en el solapamiento sinfónico de todos estos elementos y aún de algunos más, la hacía perder los estribos de una forma digna de mejor causa. A veces, la señora Almada travestía su maniática tendencia de una supuesta preocupación por el bienestar de su hijo, un niño delicado de nervios y resignado al padecimiento de toda una gama de somatizaciones derivadas, entre las que caben contarse la de ciertas alergias o la de orinarse en la cama a una edad a la que tal disfunción ya resultaba extemporánea.
Quiso la suerte que un día, de manera excepcional, una rata se introdujese durante la noche por un respiradero del sótano, donde el señor Gaitán había instalado una pequeña bodega. Se trataba de una rata bastante limpia, y atildada, como eran todas las ratas que conformaban la pequeña colonia de ratas de aquella urbanización tan exclusiva. Nada que ver con las ratas del centro de la urbe, mugrientas y enrabietadas, vector de enfermedades solo teóricamente erradicadas. En todo caso, una vez dentro del sótano el roedor se las ingenió para ganar la canalización del aire acondicionado, fracasando en su intención de aplacar su natural disposición al merodeo. Y se las arregló también, después de un angustioso y estéril periplo buscando una salida por aquel laberinto de túneles, para morir justo frente al motor, al mecanismo de climatización propiamente dicho, de donde partía el aire para luego repartirse por todo el sistema vascular artificial que distribuía el aire propulsado por las distintas estancias de la enorme residencia. Era como si, puestos a morir, el pequeño mamífero decidiera hacerlo lo más fresco posible. O tal vez, dado que la inteligencia no simbólica de una rata cualquiera es apreciablemente mucho mayor que la de un ser humano convencional, para que el tufo generado tras su deceso se transmitiese equitativamente por todos los rincones de la vivienda. Tal vez era esa, quién sabe, su manera de vengarse de tan repugnante especie.
Pocos días después el problema se hizo evidente: el ligero tufillo a podrido se había convertido en un insoportable olor a bicho muerto que se extendía por toda la casa, y la activación del aire acondicionado para intentar atenuar el asunto no había hecho más, claro está, que empeorarlo. Ante la insoportable situación, la comandante Almada llamó a formar a su pequeño escuadrón de asiáticos; en el jardín, por supuesto, toda vez que en el interior de la casa se hacía imposible. El problema, les hizo saber una vez más, habría de dar al traste con las aspiraciones de toda la cuadrilla para seguir con su exilio dorado en el país. A menos, eso sí, que lograsen dar con la solución en tiempo récord. Daba por hecho, la mujer, que la culpa de aquel desaguisado solo podía residir en ellos, en aquella partida de filipinos estúpidos que, en su día, había decidido emplear en un alarde de lo que no podía considerarse más que benevolencia por su parte. Llegó a pensar, incluso, en la eventualidad de un complot finamente urdido por ellos, por aquellos vasallos, que como buenos orientales seguro que estaban dotados para la rebelión sibilina, callada, psicológica. Pero…¿qué demonios habían hecho?; ¿acaso habían conseguido esconder pedazos de carne cruda en todas y cada una de las habitaciones de la casa para difundir aquel repugnante olor por todas partes?.
El hedor empezaba a notarse también en el jardín, de modo que ni siquiera allí podía la desabrida señora retirarse el pañuelo de la boca mientras hostigaba a los empleados. Y tan creciente empezaba a ser el tufo incluso al aire libre que, en una inesperada virulencia del efluvio, la refinada mujer no pudo menos que agazaparse en posición fetal y a punto estuvo de vomitar allí mismo, delante de todo su séquito y aún de todo aquel que, al otro lado de la férrea puerta de herrería, pasase por la calle. Fue entonces que ocurrió que, en el rostro de ojos rasgados de una de las asistentas, sus ojos se rasgaron todavía más por culpa de la sonrisa que asaltó su cara al ver a su señora en aquella posición. Una sonrisa incontenible surgida en parte por la visión de aquella amargada mujer plegándose sobre sí misma; pero también, a su vez, al albur del siguiente pensamiento: «sea cual sea el origen de este viento apestado, supone una brisa fresca, y justiciera, en la quieta atmósfera de mezquindad que impera en esta casa del demonio…».
BENEDICTO PALACIOS
Con catorce años, Ginés se encontraba en la disyuntiva de comerse el mundo o que el mundo le devorara. Era una edad demasiado pronta para pensar así, pero la madurez no llega obligatoriamente con los muchos años sino con las experiencias tempranas que a ciertos individuos les toca vivir. Era el mayor de cinco hermanos, de padres humildes como muchos en su aldea, pero con una particularidad, el padre trabajaba a destajo y la madre era lavandera de cestos atestados de ropa. La ropa era muy blanca y a Ginés le gustaba acarrearla hasta el río y volver a casa con ella lavada. Luego su hermano Pascual, dos años más pequeño, se encargaba de tenderla en el patio, que realizaba, por su poca estatura, subido sobre un tajo de corcho.
Tenían padre y madre, pero solo los veían sentados a la mesa a la hora de comer, donde ellos vigilaban que los otros hermanos acabaran la ración y no pelearan. Ginés y Pascual obedecían sin rechistar y su madre les elogiaba, pero ambos terminaban rotos y convencidos de que aquella no podía ser la vida, que había otra, que muchachos de su edad tenían bicicleta y un balón de reglamento y lo más importante, conocían ciudades que ellos solo habían visto en el mapa de escuela.
Se lo pensaron bien. Había que buscarse una nueva vida, y como antiguamente, con carretera y manta, cambiar aquel rostro apenado y receloso y seguir las trochas de su héroe Melquiades Romera, al que ellos llamaban Mel. Mel que era tan pobre como una mayoría, había conseguido renombre y fortuna, escribiendo historias que siempre acababan bien, y que siendo inexplicable cómo lo conseguía, los muchachos de su edad conocían de memoria. Sucedía parecido en los libros de historia en los que siempre vencía el más famoso, el protagonista.
Dejaron bajo la almohada una carta a los padres, en la explicaban que el mundo les venía pequeño, que querían viajar y fundar una colonia nueva, como la que formaban los pingüinos. Mel nunca había contado nada de ellos y eran increíbles. Lo habían visto en los reportajes de Rodríguez de la Fuente y eran muchos, muy solidarios y vivían entre la nieve. Fue lo que menos les gustó porque estaban acostumbrados a los veranos tórridos.
Tendrían que conocerlos, pero como viajar hasta allí era una empresa imposible, había por tanto que imaginarla, y Pascual pidió a Ginés que dejara volar la imaginación y se pusiera a escribir qué sucedería si se encontraran entre los pingüinos. Harían primero una prueba y si lo escrito les gustaba, se lo enviarían a Mel. ¡Menuda ocasión para llegar a ser importantes!
—Escríbelo tú que tienes una letra mejor.
—Vale, pero yo creo que es más importante que el valor de la letra reflejar qué hacen, por qué tienen una cola tan chica y por qué llevan encima una especie de frac.
—Pues yo me los imagino con gorro. ¿No tendrán frío? Escribe.
—Acababa de aparecer el sol y los pingüinos graznaban y se amontonaban.
—Escribe también que soplaba un viento helado.
—¡Va! Eso se supone. Di que estaban desayunando una ración de peces.
—Si sigues dando más pistas, nos ponemos a manos a la obra y adiós Mel.
—Pues que se olvide. Empieza.
«Acababa de aparecer el sol y acariciaba el rostro una fresca brisa. Un grupo de pingüinos caminaban en fila muy despacio, como si se dirigieran al colegio, y cerca de ellos había al parecer una reunión. Creo que estaban comentando la actualidad…»
B. Palacios
CARMEN BERJANO
SE FUE LA BRISA
(para el tema de la semana)
Han sido más de diez años con ella.
Me ha acompañado en mis dos emprendimientos.
Ha sido mi seguridad.
Ha sido mi compañera de trabajo y de vida,
y la compañera de juegos de mi hijo,
Ha sido la excusa para salir de mis padres.
Ha sido a la que Sirio siempre bufaba y le quitaba la cama,
porque Brisa era buena y se conformaba con casi todo.
Se ha ido un trozo de mí, se ha ido mi amor más puro.
Se ha ido una mastina tranquila, bondadosa, miedosa y ya resabiada como buena perra vieja.
Se fue despacio, suave, sin quejarse ni resistirse, mirándome confiada,
con la mirada más pura que tuvo en su vida,
yo creo que entendiendo su final, que era el nuestro.
Y, sobre todo, que era lo mejor,
Porque si yo la llevaba allí y la acariciaba mirándole a los ojos,
nada malo podía pasarle.
Siento dolor y desgarro.
Se nos ha ido Brisa, pero mis paseos siempre serán con ella.
Y cada vez que el viento suave acaricie mi cara y mis hombros, me llegará su abrazo.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
LA CIUDAD DE VIENTO
Nada más nacer, sus padres la llamaron Viento. Porque se movía con la fuerza desatada de un huracán, al tiempo que poseía la grácil delicadeza de las corrientes que hacen bailar las cometas. Era un ser hecho de aire y de fuerza, destinada a conmover el mundo, levantando a su paso polvaredas que lo agitaban todo, como parecían decir sus largos y ondulantes cabellos rojos. Aquella diosa de mirada penetrante tenía la forma de un vendaval humano.
El curso de mi vida cambió en el mismo instante en que la conocí. Era verano, el más feliz que soy capaz de recordar. Durante aquellos días de brisa y mar, Viento amainó ante mí. Quiero pensar que yo también había despertado algo profundo en ella. Sin saber muy bien cómo, logré que su fuerza salvaje y devastadora fuese aminorando y la marejada que reflejaban sus ojos pasara a adoptar la tranquilidad de un mar en calma. Las olas de su mirada rompían una y otra vez, deshaciéndose en el océano de mis abrazos. Su empuje primero fue perdiendo cada vez más fuerza, hasta convertirse en una agradable caricia en forma de cosquillas de esas que recorren el rostro, tocan la piel en los días calmados de agosto y mueven las sábanas tendidas a secar. Con ella me sentía un domador de elementos, un hechicero capaz de conjurar las fuerzas más salvajes. Así éramos. El mundo parecía infinito y eterno entre Viento y yo.
Pero el verano acabó, como lo hacen todas las cosas, incluso las que no debieran terminar. Y con la llegada del otoño, se desató la tormenta. Supongo que son las leyes de la naturaleza, esa naturaleza salvaje que ella siempre ha llevado dentro y que solo había estado adormecida. Simplemente tenía que ocurrir, era cuestión de tiempo. De nuevo los silbidos volvieron a sonar en los callejones estrechos, haciendo enloquecer las cabezas. Las tejas se levantaron de su largo reposo veraniego y rompieron a volar, los paraguas se dieron la vuelta llenando las papeleras y los árboles fueron cayendo uno tras otro a su paso, como castillos de naipes. El agua comenzó a empapar la ciudad, igual que las lágrimas de Viento al diluirse en los charcos, espejos improvisados que reflejaban el más gris de los cielos jamás vistos, atascado de nubes de sucio algodón incapaces de parar de llorar. El otoño había resquebrajado su corazón, desatando su furia y la del mismísimo Eolo. Así ocurrió. Lo que parecía infinito y eterno entre Viento y yo se acabó rompiendo en mil pedazos.
Aquel verano la conocí en Tarifa. Pero el devastador huracán que siguió a septiembre me llevó volando muy lejos de allí. A Chicago, la ciudad del viento.
IRENE ADLER
EL HALCÓN HERIDO
Hace ya varios días que el conde no abandona la cama. Su respiración se ha vuelto jadeante, bronca, entrecortada. Los accesos de tos cada día más frecuentes, le recuerdan a Isabel a aquellos que atormentaban a su padre en los últimos momentos. La muerte ronda la estancia sombría y no entra frescor alguno por los parteluces de la diminuta ventana que da a un callejón habitado por ratas grandes como gatos, basura acumulada, aguas pestilentes y sucias donde flotan restos de col y otras inmundicias.
El conde abre los ojos y la mira. La fiebre le tiene inundadas las pupilas de luz y de delirios, pero aún así, la reconoce.
—¿Hubo algún momento, Señora, uno sólo, en el que llegarais a ser feliz a mi lado?
Los hubo , sin duda. El día en que nacieron sus hijos; algún que otro amanecer sobre la mar océana bajo el relente del viento del norte, en lo alto de la fortaleza de Gijón; las mansas aguas del Tajo a su paso por Santarém. De pronto cayó Isabel en la cuenta de que en esos dulces recuerdos no estaba presente el conde Alfonso. Ella era real; él era una sombra.
Nada ganaba Isabel con hacerle reproches ahora y él parecía implorar con los ojos su perdón desde el borde del abismo que se abría a sus pies. La eternidad es mucho tiempo y ella no deseaba atormentarlo con reclamos de antiguas ofensas. Que también las hubo. El día en que se negó a decir sí quiero en el altar; la noche de bodas cuando lo vio tumbarse vestido en un catre de campaña al otro extremo del cuarto; el día en que afirmó que prefería morir en el frente a vivir con ella. ¿Acaso temía que ante el juicio de Dios fueran sus actos innobles los únicos que llenaran la balanza? ¿Temía no tener nada que ofrecer en su defensa, nada que redimiera su existencia más que aquel orgullo desmedido y aquella ofuscada ambición? Algo bueno debió de ver en él aquella mujer silenciosa y menuda para acompañarlo sin dudar en el exilio, en el amor y en la guerra, hasta el final. Algo hermoso y perdurable que los mantuvo unidos a pesar de la desgracia y las muchas decepciones: el recuerdo de una tarde de sol en Santarém, cuando el conde regresó a buscarla, tal y como le había prometido. En contra de la voluntad caprichosa de su padre, de las razones de estado y hasta del sentido común, volvieron a casarse, esta vez sin ceremonias, sin dote y sin invitados. Dos bodas para una larguísima historia de amor.
—Soplaba una brisa suave que agitaba la cebada. Hacía calor. Recuerdo que vi una sombra alargada proyectándose en la hierba, de pie frente a mí, pero no alcé la vista por miedo a descubrir que fuera otro el que me contemplaba. ¿Recordáis ese día, Monseñor?
—Acunabais a un halcón herido entre los brazos, tenía un ala rota por la gracia de algún ballestero desaprensivo. El halcón, sin capucha y sin traíllas, no se movía de vuestro regazo. Y yo supe que aquel era mi lugar en el mundo. Para siempre.
—Y desde entonces hasta hoy, Monseñor, muchos vientos han venido agitando la cebada. Unos fuertes como galernas, otros suaves como brisas de verano, unos con sabor a herrumbre, sudor y lágrimas, otros dulces y melados como besos. Más ninguno ha podido separarnos.
—Y hoy vuelvo a ser ese halcón herido en vuestros brazos, Señora. No me soltéis.
El conde cierra los ojos abatido por un repentino cansancio. Isabel se inclina suavemente para besarlo en la boca una última vez y él confunde su aliento con la brisa fresca que agita la cebada, una tarde de sol en Santarém: un recuerdo feliz que poner en la balanza.
FRAN KMIL
La suave brisa.
Después de la llegada de ella, la suave brisa del norte comenzó a traer un olor a azufre y carne quemada que fue creciendo cada noche; las estrellas del cielo se fueron apagando en proporción inversa al aumento de la peste y la gente temió volver a la oscuridad del principio cuando todavia Dios no había creado a las estrellas ni las lumbreras mayores para que enseñorearan el dia y la noche.
—Sodoma y Gomorra.
Acusó a los feligreses desde su lujoso púlpito el Pastor Carlos, comerciando con el miedo y temor al creador.
—Castigo divino por nuestros pecados.
Añadió y llamó al arrepentimiento, al perdón y al bautismo en nombre de nuestro señor Jesucristo.
Pero los habitantes del poblado La Gloria eran gente sencilla, de campo, que vivían del cultivo de naranjas, tubérculos, hortalizas y alguna que otra actividad ganadera para sustentar los lácteos con que se alimentaba el pueblo. Nada de pecados capitales ni mortales, solo algunas pequeñas desviaciones del comportamiento normal de un buen cristiano, pecados de venia que unos cuantos avemarías y padrenuestros lavaban como para estar haciendo comparación con las dos ciudades bíblicas que provocaron la ira de Dios.
El alcalde Gustavo, molesto por las prédicas del pastor y el miedo creciente a un pronto fin del mundo que estaba opacando su campaña electoral, ordenó a Elizarde, teniente jefe de la policía, que lo arrestara o que al menos le amenazara para que no hablara más sobre el asunto de la peste nocturna.
—No puedo hacer eso, Señor. ¿Y la libertad de expresión? ¿Y los derechos humanos?
—¡Me los paso por el forro de mis coj…! —gritó el alcalde propinando un fuerte puñetazo contra el buró que hizo saltar y derramar la taza de café que aún no se había bebido del todo.
Hubo un silencio en que ambos hombres se miraron, cada cual esperando el momento oportuno para hablar. Luego, recuperada la calma, se llegó al acuerdo de ofrecerle dinero.
—Todo hombre tiene su precio.
Sentenció Gustavo.
Cuando llegaba la noche, la gente se recogía en sus casas, cerraban puertas y ventanas y encendían velas aromáticas en intento de aplacar, en vano , el mal olor.
La vida nocturna murió. Una vez oculto el sol, solo gatos, perros y una dama vestida de rojo que se hacía llamar “la maga” deambulaban por las calles en silencio cómplice.
Creció el misterio sin encontrar respuestas.
Contrario al fuerte olor a azufre y carne quemada que se respiraba en la oscuridad, por las mañanas nacía un suave olor a azahar que tenía su apogeo justo al mediodía.
La gente sencilla descubre las cosas sencillas porque las inteligentes no se ocupan de ellas sino de los interrogantes profundos que mueven a la humanidad y las simples son tan simples que no las ven.
Fue Alcirio, el tonto, el lerdo, el que siempre andaba merodeando por la cantina en horario de almuerzo en busca de algo que comer, quien al alcercarse al grupo de hombres que estaban conjeturando una posible causa del mal, dio la primera pista. “ Todo empezó cuando llegó ella, la maga” dijo bajito, entre dientes, con temor a ser oído, pero lo escucharon.
La idea creció y se fue alimentado con las prédicas del pastor, el odio del alcalde y la complicidad del jefe de policía que nada hacía.
Evaristo, el barbero, se erigió en jefe de la turba de hombres enardecidos que fueron a la habitación del motel en que estaba alojada Maga para exigirle que se marchara del pueblo.
Tocó con fuerza, brusquedad e insistentemente hasta oir un “ya voy” pronunciado por voz masculina.
Se retiró unos pasos de la puerta y se volteó a mirar a sus compañeros, ahora callados, silenciosos, con las miradas clavadas en el pavimento. La rabia primera había sido sustituida por un sentimiento de culpa, de arrepentimiento.
Se abrió la puerta y apareció el teniente Elizardo ajustándose el cinturón, detrás de él, la maga sin su vestido rojo, totalmente desnuda, saludaba a la muchedumbre que huyó en estampida.
Esa noche, además del fuerte olor a azufre y carne quemada, aparecieron lenguas de fuego que lamian al cielo y un humo negro que dificultaba la vista y la respiración.
¡Misericordia! Gritaba el pueblo arrodillado con los brazos extendidos al cielo
¡ Date prisa ! Pedía el alcalde mientras subía al helicoptero.
¡Ordene! Repetia el teniente.
¡Amen! Respondía Alcirio.
¡Mayday! Gritaba la maga por el comunicador.
En tanto, desde la sala de operaciones y control de la base intergaláctica, el comandante en jefe observaba la escena y dijo a su subalterno.
—Gente ignorante y manipulable. Y se hacen llamar la especie superior.
Y soltó una carcajada amplificada por la hermeticidad de las paredes metálicas que fue rebotando por todo los rincones de la base hasta llegar a los oídos de Emilo, un terrícola adoptado y entrenado por ellos.
BLANCA CERRUTI
LA BRISA LIBERADA
En Drys, un pequeño pueblo situado a pocos kilómetros de un denso bosque de robles, todos los vecinos, cuando llega el verano, esperan que la suave brisa que viene del bosque al caer la tarde les regale su caricia, para aliviar el sofoco del calor del día.
Pero este verano se hace esperar. Las primeras tardes sin brisa se han recibido con sorpresa. Las siguientes, con inquietud. Los vecinos empiezan a mirar hacia el bosque con preocupación; si la brisa no llega, el calor será insoportable y les impedirá ir a trabajar a los campos.
Esta tarde, en la plaza, se han formado corrillos preguntándose qué puede pasar. Recuerdan que la primavera ha sido extremadamente seca y que ya les había chocado que, el follaje de los robles del bosque, se había vuelto muy denso para conservar la humedad del ambiente y defenderse así de la sequía. «¿Tendrá algo que ver?», se preguntan.
Delia está acompañando a su abuelo y los oye hablar. Está bordeando la adolescencia, una edad mágica. Es muy curiosa y se interesa por lo que puede estar ocurriendo. Así que, decide visitar a Selene, una mujer rodeada de misterio que vive sola a las afueras del pueblo.
Selene recibe a Delia. Le ofrece una tisana y se sientan a hablar.
—¿Qué te ha animado a visitarme, Delia? —le pregunta Selene.
—Pues saber si usted conoce por qué este verano no sopla como siempre la suave brisa que nos alivia del calor.
—Y por qué piensas que yo puedo saberlo?
—Porque vive cerca del bosque y…todos dicen que habla con los robles…—dice Delia nerviosa.
—Así es niña. Los árboles no hablan con palabras y hay que saber escucharlos. Yo los escucho y sé qué les pasa y, te lo voy a contar, porque tú eres la única que puede ayudar a la brisa a liberarse.
—¿A liberarse? ¿Quién la retiene?
—El follaje de los robles, que al juntarse las ramas para retener la humedad del ambiente y no morir, se ha vuelto tan denso, que no la deja pasar hacia el pueblo.
—¿Pero cómo puedo hacerlo, Selene?
—Con música. Sé que, desde que murió tu madre, no has vuelto a tocar la flauta porque le gustaba mucho escucharte y te pone triste. Pero has de hacerlo si quieres que la brisa se libere.
Si vas al bosque y tocas con tu flauta, las ramas de los robles querrán danzar y se separarán; la brisa podrá correr entre ellas y llegar al pueblo aliviando el sofocante calor que sufren los vecinos. Pero debes hacerlo en secreto.
Delia promete que así lo hará y se despide de Selene.
Ya en su casa, busca la flauta. La coge y los ojos se le llenan de lágrimas al recordar a su madre, pero está decidida a volver a tocarla.
Como es muy madrugadora, a su abuela no le extraña que, nada más desayunar, coja la mochila y se vaya a caminar.
Llega al bosque y se interna en él. Es fácil caminar entre los árboles, pero cuando levanta la vista, ve que las ramas están entrelazadas y su follaje apenas deja ver el cielo.
Delia se fija en un roble robusto que parece más viejo que los demás. Se sienta junto a él y se apoya en su tronco. Saca la flauta y comienza a tocar. Es la primera vez que lo hace desde la muerte de su madre y se emociona.
El dulce sonido de las notas se expande. Apenas pasados unos minutos, Delia nota como un murmullo se une a la música. Levanta la vista hacía las copas de los robles y ve cómo las ramas se van separando, como si ejecutaran una danza y, poco a poco, empiezan a formarse claros que dejan ver el cielo.
Della sigue tocando emocionada, se siente una con el bosque. Enseguida, una suave brisa le acaricia el rostro. Lo ha conseguido, pero sigue tocando dando tiempo a que, la suave brisa liberada, llegue a Drys.
Es mediodía cuando Delia llega de vuelta al pueblo. Los vecinos están en la plaza. Su alegría les desborda. No se preguntan nada, son felices por volver a sentir que la brisa les acaricia el rostro.
Delia busca a sus abuelos y los abraza.
—¿Has visto, niña? La brisa ha vuelto —le dice su abuela.
—Sí, abuela, y es agradable volver a sentirla —contesta Delia sonriendo.
Delia no volverá a guardar la flauta. Solo guardará el secreto sobre el regreso de la brisa, tal como se le prometió a Selene.
MARIANA DI PASCUA
LA ÚLTIMA BIBLIOTECA
Por fin a mis ocho años la biblioteca de mi casa se quedó tranquila.
Papá había regresado por última vez de esas desapariciones que yo no quería entender.
La democracia nos devolvió a mi hermano al que por fin conocí. Vino de España esta vez en avión y no en un casette. De todos modos todavía había riesgos de que los libros escaparan junto con papá en esos ocho años de mi vida.Papá volvió pelado como las otras veces así que yo ya no le tenía miedo como a los cuatro años. Llego una tarde regalandonos la sorpresa a mamá y a mí
El colchón de la que el traía cayó al suelo porque yo me trepe en el como si fuera un árbol. Pasaron unos días hasta que el pelo gris comenzó a asomarse en su cabeza.
Ese sábado era mi cumpleaños cuando iniciaba la primera.
Hicieron una gran fiesta en donde me pareció que había más gente grande que niños.
La pasamos bárbaro porque en el patio nos olvidamos de tanta gente mayor.
Al otro día veo varias cajas y por supuesto que miré el interior.
_Y estos libros papá?, parece que el cumpleaños hubiera sido tuyo le dije enojada.
Ahí el saco de una caja algunos y me los dio.
Eran eran el diario de Ana Frank, el viejo y el mar y los veinte poemas de amor de Neruda. Yo estaba radiante y comencé a elegir mi lugar en la biblioteca. Ivamos a ordenarla de nuevo y dejarla como antes. El me tomo por la cintura, me sentó en sus rodillas y me dijo :» ¿Cuál querés leer?, yo le dije tomando a Neruda, quiero ese con el que peleas a mamá cuando habla muy rápido.
Comenzó a leerme el poema XV.
Fue ahí que una brisa fresca de primavera me trajo hasta este instante, donde estoy contado mi historia y quizá la de tantos.
CESAR TORO
PALABRAS AL VIENTO.
El aroma a café me despierta
mientras el viento sopla
en silencio la brisa marina.
Mariposa de colores,
que vuelas
sin rumbo fijo
el tiempo se te esfuma
un día toda una vida
yo aquí meditando
que me depara
el destino.
ANGY DEL TORO
La sublimidad del cerezo
Allí donde quisieron arrasar la belleza,
majestuosos brotaron cerezos.
No fueron cualquiera,
sino los más sublimes:
los que florecen cuando todo parece perdido.
Los que, con cada brote,
recuerdan la historia salvada
y que la vida, incluso entre ruinas,
persiste.
Campos que antes fueron silencio
se alzaron, todos, en un mismo latido,
y la brisa fresca presintió un paisaje
de cerezos rosas, blancos
y malvas excelsos.
Y sobre estos campos renacidos,
suaves luces de futuro
se posaron como luciérnagas del alma,
y otorgaron a la esperanza
permiso para florecer.
Porque un murmullo de voces
al tiempo gritaba
que mientras existan manos que planten,
ojos que admiren,
y palabras que nombren lo efímero como sagrado,
seguirán renaciendo
cerezos en flor.
Nota. Inspirado en la lectura del libro. El hombre que salvó los cerezos. De Naoko Abe.
EL IDIOTA
La brisa.
Sin despedirse, a escondidas de la familia, a los once años se marchó una noche sin luna ni estrellas en el cielo en busca del aroma de sus sueños: las suaves brisas costeras que olían a salitre y las olas muriendo a sus pies en la blanca arena de la playa.
Conocía al mar por fotos y algunas lecturas de aventuras y por los cuentos de Mariano sobre la isla del caribe en que vivió de joven. Se lo imaginaba ( a Mariano)entre barcos piratas, izando y arriando velas, levantando y tirando anclas y sobre todo, espada en mano luchando contra veleros piratas.
—Es como un río grande —le contó Mariano— pero salado— agregó.
Él contuvo la risa, Mariano era grande y le debía respeto. No obstante le preguntó
—¿Y de dónde sale la sal si el agua de las nubes no es salada?
—Del propio mar. Por eso se llama mar.
Y se enamoró de los botes y cocoteros, de las mujeres de piel morena de labios gruesos y de senos y nalgas grandes vestidas con prendas tan diminutas que casi no ocultan nada.
—El clima se lo permite. Allá siempre está el sol. No como aquí que hace un frío…que…—aclaraba Mariano.
El sonido del mar que escuchaba cuando se ponía al oído el caracol que su viejo amigo había llevado con éli, despertó el deseo de la aventura..
Quiso ser marinero, pirata, tener entre sus brazos una de esas mujeres que bailan moviendo las caderas al compás de una música cadencia y rítmica que invitan al deseo.
Una noche oscura huyó de su pequeño pueblo…
Ahora, acostado en la cama esperando el socorro de la muerte, los nietos se ríen cuando le cuenta sobre el olor a tierra húmeda, a estiércol, al aroma de manzana y peras y la nieve.
Si tuviera fuerzas, otra noche sin luna y sin estrellas sería testigo de su regreso.
EFRAÍN DÍAZ
Bobby extinguía una larga condena en la cárcel. Tarde o temprano, una vida de delincuencia se paga.
Sus días eran iguales, una repetición sin fin del anterior. Los levantaban a las cinco de la madrugada para el conteo matutino.
Una vez asegurado el conteo, pasaban al desayuno: una plasta aguada de avena sintética, dos huevos hervidos hasta encogerse y un pedazo de jamón cargado de sodio y colorante.
Ningún reo condenado a perpetua llegaba a los noventa y nueve. La dieta se encargaba de matarlos a mediana edad para hacer espacio.
Después del mísero desayuno, cada cual a lo suyo. Algunos iban a la lavandería, otros a la barbería, otros a limpiar.
Bobby aprovechó y, antes del conteo de mediodía, salió al parque.
Aunque limitado, el parque ofrecía una cancha de baloncesto, una pista de trotar y un improvisado gimnasio al aire libre. Bobby se ejercitaba todos los días, no por disciplina sino por necesidad. En la cárcel sobrevivían los fuertes. Los débiles terminaban de putas.
Mientras caminaba hacia el área de las pesas, una brisa fresca le acarició la cara.
Se detuvo.
La brisa le trajo recuerdos: su infancia, sus padres, los consejos dichos y nunca escuchados, su abuelo trabajando la tierra, sus hermanos y los juegos junto a la quebrada.
Sintió nostalgia.
La nostalgia de una vida que pudo haber sido y ya no será. Sintió el peso de las malas decisiones.
Ensimismado en su melancolía, escuchó una voz áspera y ruda:
—¿Qué carajos te pasa, marica? ¿Vienes a entrenar o vas a quedarte como un pajuato mirando pal cielo?
Bobby lo miró con ganas de matarlo.
Aquel idiota había roto la única conexión con un pasado que valía la pena recordar.
—¿Qué? ¿No puedo detenerme a coger sol en la cara, chupavergas?
Siguió caminando hacia el gimnasio, con la esperanza de volver a sentir otra suave brisa fresca en el rostro.
IVONNE CORONADO
Olores que acarrea el viento.
Paseando con mi esposo por las calles de nuestro vecindario, una tarde de verano, sentí el olor de los tamales recién hechos. Si usted los conoce, sabrá que están envueltos en hojas de plátano, y que la masa cocida en esas hojas es la que despide ese olor particular.
Curiosa, le dije a mi esposo que me esperara y traté de ver de dónde venía ese olor. Descubrí unas flores enormes, en forma de trompetas, y ellas eran las que lo generaban. Me acordé de que las había visto en una maceta en la casa de una amiga. Ella le llamaba “Floricundia”. Parece ser que unos la consideran venenosa y otros muy buena para decorar su casa. Se supone que tiene propiedades narcóticas. Me extrañó que soportara este clima, pues evidentemente, no estaba recién sembrada. Sé que crecen en El Salvador, pero en un lugar “donde siempre es verano” no me daba cuenta de la fecha en que aparecían sus flores.
Esa vez me sentí transportada a otras épocas; a otro país, no el que me vio nacer, sino el que me vio crecer, en una finca de un pueblo en medio urbano. No se comían todo el tiempo, ni los hacía mi madre, sino que los comprábamos donde la “niña Luisa”, la de don Chepe.
Hoy que estoy lejos de tanta gente que quiero, creo ver en amigos o en extraños rostros parecidos a los de ellos. También me interesa saber si hay plantas, flores o frutos como las que conozco desde antes de venirme al Canadá, y me admiro de ver que hay algunas parecidas, pero han tenido alguno que otro cambio en su desarrollo, para protegerse del frío intenso; otras, solo las reproducen en invernaderos.
Lo más asombroso, fue el encuentro este año, de una mata de izote, en el jardín de una residencia cercana a la nuestra. Estaba luciendo sus hermosas flores blancas. Son deliciosas guisadas. Solo que por respeto a lo ajeno, solo las acaricié, aunque me moría por cortarlas. El izote es la flor nacional de El Salvador. Algunas personas me dicen que por qué nos las comemos, que es un irrespeto. A mi no me lo parece. Supuestamente, florece entre febrero y abril. ¿Cómo es que la que encontré en junio y luciendo flores?
Estos encuentros me traen un pedacito de mi infancia y juventud. Cuando voy de visita a mis dos países centroamericanos, Guatemala y El Salvador, no siempre puedo darme gusto comiendo algo típico. Aquí, en Montreal, hay mucha pupusería, y restaurantes típicos donde puedo encontrar tamales, y otras delicias, pero me quedan muy lejos.
Una tan sola vez, me atreví a preparar tamales. Las hojas se compran congeladas. La masa viene preparada, solo hay que agregarle las especies, la carne de pollo, de res o de puerco, y la salsa de tomate, pero el trabajo de envolverlos no me fue fácil. Aprendí a preparar pupusas, pero no me quedaron iguales. ¿Como darle el sabor de lo nuestro cuando no tenemos los mismos ingredientes ni los instrumentos? Las pupusas salen más sabrosas en los comales de barro, los tamales en hojas frescas.
Solo la planta de loroco no he visto en ningún lado. Su nombre científico es: Fernaldia Pandurata. Quise saber dónde más puede encontrarse. Según Wikipedia, la hay en México, y Centroamérica. Nunca, sino hasta hoy, supe su nombre verdadero, y me parece bonito: Fernaldia Pandurata, como un nombre de mujer.
Aquí me persiguen los aromas de lavanda, de lilas, de jacintos, de manzanas, y peras, pero perduran en el recuerdo los de mango, marañones, nances, naranjas, limones, caimitos, y otras frutas tropicales, al igual que el de las gardenias del patio de mi casa, y el del cafetal en flor bajo mi ventana.
Unos vienen con la brisa fresca de las mañanas o las tardes, de los días cálidos de Montreal, otros con la brisa de la nostalgia.
JUAN C VALTIERRA
La Espera
Por Juan C Valtierra
Aquí me tienes, en esta misma piedra donde me senté cuando todavía había música en las tardes y los niños correteaban entre las bancas. Entonces las bugambilias eran más rojas, o tal vez mis ojos eran más jóvenes para mirar el color de las cosas. Una brisa fresca solía llegar por las tardes, trayendo el aroma de las flores del campo y el sonido distante de las campanas.
Dijo que vendría el martes. Pero nunca dijo cuál martes, y yo, que no sabía nada de calendarios ni de promesas, me quedé esperando como esperan los perros a su dueño: con la certeza de que todo regresa.
Al principio venía nada más los martes. Después, por si acaso, también los lunes. Luego todos los días, porque uno nunca sabe cuándo se equivoca con las fechas. Don Aurelio, el del puesto de periódicos, me decía que no fuera tonto, que las muchachas como ella no vuelven a pueblos como este. Pero don Aurelio qué iba a saber, si nunca había esperado a nadie.
Los años fueron pasando como pasan los autobuses en la parada donde nadie se sube. La plaza se fue vaciando. Primero se fueron los jóvenes, después las familias, al final hasta los viejos. Las casas se llenaron de silencio y las ventanas se volvieron ojos ciegos que ya no miraban hacia la calle.
Yo seguí viniendo. Cada día, a la misma hora, en la misma piedra. Al principio traía una radio vieja, de esas que tienen antena de metal y perilla dorada. La sintonizaba hasta encontrar música entre la estática, canciones que me recordaran por qué esperaba. También traía un cuaderno donde apuntaba las cosas que le iba a contar cuando volviera: que había llovido, que don Aurelio había puesto flores nuevas en su puesto, que los niños habían jugado canicas hasta muy tarde, que la brisa fresca de la tarde me traía su perfume desde algún lugar lejano.
Pero la radio se fue quedando sin pilas y yo sin ganas de comprar más. La música empezó a sonar lejana, como si viniera de otro pueblo, de otro tiempo. Y el cuaderno se fue llenando de días iguales, hasta que dejé de escribir. ¿Para qué apuntar que no pasaba nada? ¿Para qué guardar palabras que tal vez nunca iba a decir? Solo la brisa seguía llegando cada tarde, puntual como yo, fiel como mi espera.
Una promesa es una promesa, aunque sea de hace veinte años, aunque la persona que la hizo ya no sea la misma, aunque el radio esté mudo y el cuaderno vacío, aunque el lugar donde se hizo ya no exista.
Don Aurelio murió un invierno. Su puesto de periódicos se lo llevó el viento, papel por papel, noticia por noticia. Las bugambilias se secaron y nadie las volvió a regar. Pero yo seguí viniendo, porque los muertos también esperan, aunque no sepan qué esperan. Y cada tarde, cuando la brisa fresca movía las hojas secas a mis pies, me parecía escuchar voces conocidas susurrando secretos que ya no tenían dueño.
Un martes de marzo, cuando ya no quedaba nadie en el pueblo más que yo y las sombras, la vi llegar. Venía caminando por la calle empedrada, despacio, como quien regresa a una casa que ya no es suya. Traía el mismo vestido azul, o uno igual, y los mismos zapatos de tacón que hacían ruido contra las piedras. Una brisa fresca jugaba con su cabello, ahora canoso, como si el tiempo la hubiera encontrado en el camino de regreso.
Se sentó junto a mí, en la misma banca donde nos habíamos despedido, y me sonrió. Pero su sonrisa era distinta, como si viniera de muy lejos, de un lugar donde las sonrisas cuestan más trabajo.
—¿Todavía me esperabas? —me preguntó.
Yo no supe qué decirle. Porque sí la había esperado, pero ya no era la misma espera. Era una espera vieja, gastada, como los zapatos que uno usa todos los días hasta que se agujerean.
—Sí —le dije—. Pero ya no sé para qué.
Ella asintió, como si entendiera. Como si ella también hubiera esperado algo durante todos estos años y tampoco supiera ya para qué.
Nos quedamos ahí sentados, mirando la plaza vacía, oyendo el silencio que habían dejado los que se fueron. La brisa fresca nos envolvía como un abrazo que llegaba demasiado tarde, trayendo el aroma de flores que ya no estaban y promesas que ya no tenían lugar. Y entendí que algunas promesas se cumplen demasiado tarde, cuando ya no queda nadie para recibirlas, cuando el lugar donde se hicieron ya no es el mismo lugar, cuando las personas que las hicieron ya no son las mismas personas.
Cuando se fue, no me despedí. Porque sabía que no se iba para volver, sino para terminar de irse. Y yo me quedé en mi piedra, esperando ya no a ella, sino a entender por qué había esperado tanto tiempo algo que, cuando llegó, ya no era lo que había estado esperando.
Aquí sigo, en esta plaza que ya no es plaza, esperando que alguien me explique la diferencia entre esperar y estar esperando. Porque debe haberla, aunque yo no la encuentre. Solo la brisa fresca sigue llegando cada tarde, como una promesa que sí se cumple, como la única compañía que nunca se fue.
ALMUT KREUSCH
Una brisa fresca
Era domingo. No obstante, a Jonas le habría gustado quedarse un poco más en el lecho conyugal. Notó el tibio cuerpo de Raquel pegado a su espalda, pero con un suspiro resistió a la tentación y, de un salto, se levantó. No miraba hacia atrás para evitar encontrarse con los ojos negros, amorosos y llenos de deseo de su mujer.
Pensó en la despensa vacía y en las bocas hambrientas de sus cuatro hijos. La semana anterior, no sabía bien si por las corrientes del mar, la hora, la luna llena o el descenso de la temperatura del agua, la pesca había sido más bien escasa. Las ganancias de la venta apenas alcanzaban para alimentar a la familia y la incertidumbre, sumada a la angustia de no saber si al día siguiente habría que volver a aguar la leche y racionar el pan, comenzaba a minar su moral.
Pero hoy el día prometía. Era de madrugada y el mar estaba en calma. Su pequeño velero se había alejado ya a una distancia considerable de la costa, que hacía rato se había fundido con la neblina matutina. El sol, grande y rojo como las brasas de una hoguera, rasgó la línea recta del horizonte.
No tardaría en llenar la cesta, donde ya daban los últimos coletazos un buen número de hermosos peces plateados que, por gula, se habían dejado engañar con el apetitoso cebo que Jonas había preparado con sabiduría.
Súbitamente alertado, y con la infalible intuición de los pescadores ante cualquier anomalía marítima, el olfato de Jonas se agudizó. —¡Huele a lluvia! —constató en voz alta.
Casi de inmediato se levantó una brisa fresca. Con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, su mirada adiestrada exploró el horizonte. Su temor se vio confirmado: una delgada línea oscura se alzaba en la distancia, como un muro ominoso.
No tardó en distinguir los nubarrones negros que se acercaban con asombrosa velocidad, al mismo tiempo que el viento arreció.
El mar, repentinamente agitado, temblaba con angustia.
El pescador sabía lo que eso significaba. Desplegó las velas para alcanzar la costa con la mayor rapidez posible.
Soltó una plegaria vehemente. Rezó por poder llegar a tierra firme antes de que se desatara una catástrofe. Pensó en Raquel, en sus hijos, y se sintió terriblemente solo.
El viento se volvió más violento. Las nubes, cada vez más negras e impenetrables, parecían rozar el agua mientras se acercaban a una velocidad amenazadora. Los relámpagos, enormes flechas blanco-azuladas, se sucedían cada vez más rápido, perseguidos por truenos ensordecedores. El mar, transformado en una masa oscura y verdosa, se rebelaba. Levantaba olas tan altas que casi rozaban el cielo, coronadas de espuma blanca y espesa, como la que brota de la boca de una bestia enfurecida, para luego derrumbarse con estrépito sobre la superficie. Pero solo por un instante, porque volvían a erguirse de nuevo, rápidamente y sin tregua. Cada vez más altas.
Jonas luchó desesperado para dominar su pequeño velero, pero el viento, que se había vuelto huracanado, lo manipulaba a su capricho, haciéndolo bailar como una cáscara de nuez en medio del océano. El timón, destrozado en mil pedazos, fue lo primero en desaparecer.
Las nubes se rompieron para descargar su torrencial contenido.
El pescador se aferró al borde de la embarcación con todas sus fuerzas, y las lágrimas del miedo e impotencia ante tal cruel capricho de la naturaleza se mezclaban con el agua del mar y de la lluvia que, incansables, azotaban su rostro.
Un crujido rabioso anunció el peor de sus temores. No se atrevía a mirar. No quería que lo peor de sus miedos se confirmara. Pero finalmente, con un esfuerzo, se arriesgó y alzó la vista; entonces vio que el mástil estaba a punto de partirse en dos. Jonas gritó, dominado por el miedo y la impotencia, consciente de que estaba a punto de perder lo que más amaba: su mujer, sus hijos y su propia vida.
Lo último que vio, con los ojos desorbitados, fue un gran agujero negro bordeado por afilados dientes blancos, imposible de esquivar. Jonas fue engullido, impulsado por un túnel oscuro semejante a un tobogán, hasta caer en una cueva enorme y negra. El repentino silencio lo desconcertó. ¿Dónde se encontraba? ¿O acaso estaba ya en el reino de los muertos? Se pellizcó en brazos y piernas. El dolor lo hizo creer que aún estaba vivo.
—¿Socorro? ¿Hay alguien? ¿Dónde estoy? ¡No veo nada! ¡Por favor, que alguien me ayude! —clamó desesperado.
Pero la única contestación fue el chapoteo de agua contra sus pies desnudos. La cueva se mecía con un suave vaivén. Intentó moverse sobre el resbaladizo suelo, tocó las paredes, también húmedas y viscosas. Las golpeaba, pidiendo ayuda a gritos. No hubo respuesta.
El corazón parecía salirse de su pecho. Un sudor frío cubría su cuerpo, que temblaba como una hoja a punto de caerse en otoño. El miedo se apoderó de él: el desconcierto de lo inexplicable, la oscuridad absoluta. Perdió la noción del tiempo, pero no dejaba de pedir socorro, de golpear las paredes, de gritar y saltar, pero solo obtuvo silencio.
Poco a poco, sus fuerzas se fueron debilitando. Se quedó en un estado de estupor y desorientación. Ya no tenía miedo: había sucumbido ante el cruel destino, despojado de cualquier esperanza. El dolor que sentía al pensar en su familia se volvió insoportable. Imploraba a Dios que se acordara de él pronto.
Una profunda sacudida lo devolvió a la realidad, pero no le dio tiempo a reaccionar. Como aprisionado en el centro de un tornado, su cuerpo giró sin control a una velocidad vertiginosa.
De pronto, una luz cegadora lo envolvió y perdió el conocimiento, aunque solo por unos segundos.
Se despertó sentado en la arena y, todavía aturdido, alcanzó a ver la cola bifurcada de una enorme ballena golpeando un par de veces la superficie del mar, antes de desaparecer en las profundidades del océano.
Jonas agitó la mano para devolverle el saludo. —¡Gracias! —gritó, la voz ahogada por el llanto.
El mar estaba en calma y el sol acababa de salir, partiendo la línea recta del horizonte.
No daba crédito a sus ojos. A su lado, reposaba sobre la arena su cesta, llena de hermosos y plateados peces, algunos todavía coleando.
Al otro lado, y meciéndose dulcemente al ritmo de las pequeñas olas, lo esperaba su barco, con las velas desplegadas.
RUFINA SEVILLA
Brujita voladora
amiga de su escoba
sale a pasear…
Es dueña de una majia
de conjuros y brebajes
Yo de niña le temía
en los cuentos de mi abuela
Pero hoy en día
las brujitas se cotizan
cuando las buscan para un hechizo seductor
qué le atacó el desamor
Y quiere que se vaya .
Si vene por aquí
la voy a recibir…para decirle
no la necesitó…
Yo soy feliz así.
RS.
NILA J BOHÓRQUEZ
«Aquella suave brisa»…
La brisa susurraba secretos al viento
mientras se llevaba a mi amado
en sus transparentes alas,
quedando en mí, el vacío de su ausencia…de su mutis.
Ahora en el silencio solo se escucha
el eco de sus palabras…
se percibe la sombra de su sonrisa
y el recuerdo de su mirada.
¡Y cómo quise dominar a «Natura»
para ordenarle al céfiro,
devolviese a mi amor
arrebatádome en un suspiro!
Suspiro que ahoga mi esencia
al no sentir más su respiración…
respiración deseando se paralice
para unirme a él en el infinito.
Infinito dibujando en un astral,
danzando entre nubes,
a dos almas eternamente enamoradas.
¡Brisa fresca mañanera…
hoy rozando mi sensible piel,
acariciando mis pensamientos!
ANA DEL ÁLAMO
SI DEJARA DE LLOVER
Cuando los truenos enmudezcan en mi mente
Y el amor se trasforme en espejismo
Cuando el agua deje de respirar
Cuando la lluvia cese por instantes
en las fuentes de lo incierto
Cuando mi corazón palidezca acurrucado en las sombras
Quizá las golondrinas compongan sus nidos en las copas más altas
Para esperar a sus retoños en una estación feliz
Y poder acompañar su parto con caricias de vuelo sumergido en sus alas de suave brisa.
ARCADIO MALLO
SILENCIO EN EL ALMA
Líquido en el cuerpo. Silencio en el alma. Verde primavera ahí fuera. Lo veo a través del cristal. Más líquido en el cuerpo. Silencio en el alma. Pitidos infernales en mis oídos. Sol de verano ahí fuera. Como cuando íbamos a la playa. Más líquido en el cuerpo. Pitidos infernales que me revientan el corazón. Una brisa fresca de junio ahí fuera, refresca este día de sol. Igual que tú refrescabas mi vida cuando sonreías. Más líquido en el cuerpo. Silencio en el alma. El cielo está azul, las estrellas brillarán esta noche. Yo entre ellas. Silencio en el alma. Silencio en mis oídos. La máquina ha parado de pitar. El líquido ha dejado de gotear. Me siento vacío. Ligero. Mi alma se va. La veo a través del cristal.
Si tuviese más tiempo…
YOMALCKRY OSORIO
Ella era mi brisa y se fue en invierno.
Dejando una incensante estela de dolor .
Ella era mi brisa fresca que calmaba todas las ansiedades .
Ella era esa brisa que abrazaba sin final.
Ella era brisa fresca que alegraba corazones .
Ella era brisa fresca y la quiero alcanzar con mis manos
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Vivimos tantas cosas de lo que escribimos,
en nuestros poemas cuentos, relatos, algunos en novelas etc.
He escrito durante mucho tiempo, ideas, sueños, pensamientos, imaginación, deseos, un gran cúmulo de cosas que existen en la vida.
Pero, hay momentos en los que no llega la inspiración y, tienes que detenerte, quizá, algún día pensaste qué eras muy buena al hacerlo, ahora, quizá ya no estás tan segura de ello, te das cuenta que no has trascendido, que te has quedado en la inmediatez.
Sabes que hay tantos y tantos escritores tan buenos, con relatos originales y super bien escritos.
No sabes si debes renunciar o seguir adelante, intentando hacer algo diferente, real, genuino, interesante y original, tal vez lo puedas lograr, tal vez no, pero si te detienes y no lo intentas; jamás lo sabrás.
Este pensamiento, me ha llegado al alma, como «Una brisa fresca» llena de rocío, que se volvió mi cómplice para decidir si debo seguir adelante.
Me ayudó a abrir de nuevo la inspiración. Ahora, todo ha vuelto a la normalidad, otra vez, siento el hálito mágico de las palabras inundar mi ser, que alienta a mi cabeza a entender que nunca debo claudicar. Que no debo pensar si esta bien o mal, si es lindo o no. Tu esencia, vivencias y sueños se volverán realidades al plasmarlo en un escrito. A algunos les gustará lo que escribes, a muchos otros no.
Pero, ahí estás tú, tu ser que mientras esté vivo, estará en movimiento con tus palabras y otra vez, inundaran tu existencia con la creación.
Con recrear la vida, una y otra vez; sin parar, como aquella suave «brisa» que llegó a tu vida para despertar tu alma…
ANTONIO PRADES
SILENCIOS
El coche avanzaba despacio por una carretera estrecha. Recorría una línea de asfalto pegada al mar. El zumbido del motor y el crujido de los neumáticos sobre el asfalto caliente como única banda sonora. El aire acondicionado no funcionaba bien. Las ventanillas medio bajadas. El aire caliente denso y húmedo como un aliento. El sudor pegado a la ropa, al asiento.
Él conducía con los labios apretados. Los ojos clavados en el asfalto. Las manos tensas en el volante. Ella, con la frente apoyada en la ventanilla. La mirada entornada. Observaba el mar sin verlo. Ninguno decía nada. Llevaban casi una hora en silencio. Ni siquiera se miraban. Dos personas cansadas de fingir.
El día había sido agotador. Un calor sofocante. Demasiadas horas sin dormir. Aquel silencio hiriente lo agravaba todo.
Llegaron a una calita vacía. Solo el eco ondisonante del mar de fondo. Aparcaron junto a un camino de tierra que bajaba hacia unas rocas planas, junto a la orilla. Un lugar conocido. Antiguo para ellos.
Los últimos rayos de sol caían a plomo. Las chicharras cantaban como si les fuera la vida en ello. Ella bajó del coche sin decir nada. Él la siguió. Ambos sin mirarse. Cruzaron el caminito de arena en fila. Sin tocarse. En silencio. Hacia la orilla.
Ella iba con los brazos cruzados. Él con las manos en los bolsillos. Llegaron a las rocas junto al agua. Se sentaron. Él se quitó las zapatillas. Ella, ni eso. Solo miraba el mar. Con la mandíbula apretada. Como si quisiera desgarrar el horizonte.
Todo en ellos era una pura manifestación de su enfado. Lo estaban. Y mucho.
La discusión de anoche había sido larga. Inútil. Fea. No recordaban ni cómo había empezado. Ella aún podía oírse gritar. Temblorosa, sin saber muy bien si por rabia o por miedo.
Él se había callado, como siempre. Cansado de discutir. De dar vueltas a lo mismo. Esa forma suya de cerrarse. De no ceder. De dejarla hablando sola. A ella la desquiciaba.
Y al final, el silencio. El mismo que ahora.
Dormir en la misma cama no había servido para acercarlos. Solo confirmaba la distancia. Dos extraños. Dos personas que ya no se tenían paciencia. Ya no sabían hablarse sin herirse. Una vida llena de silencios. Saturada de promesas de un mañana mejor. Más amable.
Pero no era solo eso. No del todo.
Ella sentía los hombros pesados. No era solo el calor. Cerró los ojos. Aún podía oler el desinfectante del hospital. Recordó el pasillo largo. Las paredes blancas de la sala de espera. El zumbido mecánico del aire acondicionado. La voz de la enfermera pronunciando su nombre. Esa sombra.
Había estado sola esa mañana. No quiso decírselo a él. Pensó que no era necesario. Un análisis rutinario. No quería preocuparle. La doctora la miró con ojos suaves. Su voz aún le zumbaba en los oídos. Una frase, seca y sin adornos: “Hemos encontrado algo. Tendremos que actuar rápido”. Palabras que parecían de otra lengua. Resultados. Células. Tratamiento.
Lo único que deseó fue que él estuviera allí. Y no estaba. Estaba sola. El suelo se deshacía bajo sus pies. Salió del hospital con la sensación de que todo había cambiado, aunque el mundo seguía girando como si nada.
Y entonces, cuando llegó a casa con esa sensación en la boca del estómago, no supo cómo decírselo. No le salían las palabras. No quería preocuparle. Decirlo en voz alta lo haría real. Así que continuaron los gritos por cualquier otra cosa. El mutismo de siempre. Más silencio. No había espacio para decir la verdad.
Él se acomodó, nervioso, en la roca. Inquieto. El mar se extendía frente a ellos. Plano. Quieto. Brillante. Ajeno a su realidad. La brisa por fin les rozó la piel con algo de consuelo. El sol se escondía, lento, tras el líquido horizonte. Una luz suave lo cubría todo. Naranja. Hermosa. Y aún así, seguían callados.
Ella respiró hondo. Sintió una punzada de miedo. Lo miró de reojo. Tan cerca. Tan lejos. Parecía enfadado. Triste. Tal vez ambas cosas. No sabía si decirlo. No sabía si tenía fuerzas.
—¿Recuerdas cuando veníamos aquí después del trabajo? —preguntó, de pronto.
Él asintió, sin mirarla.
—Siempre traíamos cerveza caliente y patatas frías —añadió ella, intentando forzar una sonrisa que no le salió.
Él se giró. Despacio.
—¿Qué te pasa? —preguntó con tono grave—. No es solo por lo de anoche. Te conozco.
Ella sintió que algo se le rompía por dentro. Tragó saliva junto con el nudo que le ataba la garganta. Las palabras por fin salieron. Sin pulir. Atropelladas.
—Esta mañana fui al hospital. Me llamaron por los resultados del análisis… encontraron algo. —Se interrumpió—. Dicen que es maligno. Pequeño. Que he tenido suerte. Que lo han visto pronto. Hay que empezar ya. Unas semanas.
El mar siguió sonando. El sol siguió bajando. Pero dentro de ella todo se quedó en pausa.
—No sé si voy a poder con esto—susurró ella. Sin mirarlo.
Él no dijo nada. Al principio. Giró la cabeza. Lento. Sus ojos se encontraron. Unos ojos llenos de preguntas. Vacíos de miedo. Algo más serenos. Como si acabara de entender por fin la magnitud de los silencios. Tardó un poco en responder.
—No tienes que poder sola —dijo.
Entonces hizo algo que ella no esperaba. Le rodeó los hombros con un brazo. Con suavidad. Natural. Como si el gesto aún estuviera allí. Como si no lo hubieran olvidado. Ella se quedó quieta. Rígida. Pero luego dejó caer la cabeza en su pecho. Como antes.
Por primera vez en horas. En días. Sintió que podía respirar del todo. Respiró el olor de su camisa. El olor a sal. A calor. A él. El aire entraba hasta el fondo. El mundo no era solo dolor.
—Te lo tendría que haber dicho antes —murmuró.
Él no dijo nada. Solo la estrechó un poco más.
—Tengo miedo —añadió ella, temblando.
Él le besó la frente. Un gesto simple. Casi infantil. Pero que a ella le abrió el corazón. Y los lacrimales como una compuerta.
—Estoy aquí —respondió él—. Y voy a seguir aquí. Contigo. Para siempre.
No sonó a declaración de película. Era solo una frase tranquila. Sincera. Palabras al borde del agua. Después de un tiempo malo. De un tiempo largo.
Ella cerró los ojos. Respiró hondo. La brisa fresca. Esperanzadora. Suave. El olor a sal. A promesa.
Quizá no sabían hablar bien. Quizá se hacían daño. Más del que deberían. Quizá no entendían todavía cómo vivir esta parte. Pero él estaba allí. Y ella también. Sentados juntos.
Se quedaron así un rato largo. Sobre esa roca. Con miedo. Pero juntos.Y eso, pensó ella, mientras él le acariciaba el brazo. Quizás lo único que no cambia es eso. Pase lo que pase, se tienen el uno al otro.
LETICIA R MENA
UNA BRISA FRESCA
La vieja llave giró en la cerradura con la resistencia esperada dada su centenaria edad y el largo tiempo en que una y otra no se habían vuelto a reencontrar.
Al empujar la puerta, la casa emite un suspiro, como un leve y fresco aliento, un alivio de vacío hermético liberado.
Luego se van abriendo las ventanas, primero dejando entrar la luz, después el aire ajeno al interior lleno de recuerdos.
Allí cada paso que queda atrás deja una escena de vida, y cada paso atravesando el pasillo en camino de otra estancia, golpea con otro retazo de vida.
Una vida que fue hace tanto, y a la vez hace tan poco, que duele darse cuenta del tiempo entre medias.
La brisa del exterior entra por las ventanas de par en par abiertas, y recorre la casa de un extremo al otro. Pareciera arrastrar consigo las malas energías del tiempo y el espacio allí recluido.
La brisa se apodera del lugar, y como una criatura viva va devorando la densidad del aire encerrado.
El polvo, inesperadamente sorprendido, se alborota y huye de las superficies sobre las que un instante antes reposaba tranquilo desde hacía años. Se dispersa y flota en los haces de luz que se cuelan intrusos en aquella oscuridad profanada.
La casa respira vuelta a la vida tras su letargo.
La casa se estremece y hace que la piel, ahora habitante de ella, se estremezca también, y se erice pelo a pelo, presa de una electricidad estática inexistente.
Una corriente de aire rodea a esa criatura de huesos y carne, que permanece de pie, inmóvil en mitad del pasillo.
Pero fuera la brisa fresca de aquella mañana tempranera se ha aquietado.
Es el aliento de la casa, los fantasmas que han despertado de su silente existencia espectral.
Ha vuelto a casa, después de tanto y todo, ha vuelto a casa. Y como ya sabía antes siquiera de cruzar el umbral, no estaba sola en aquella soledad.
MAITE BILBAO
DULCE CÉFIRO
Veo tus ojos, fijos en mí. Y no te culpo. Hay algo en mi presencia que siempre provoca eso… Me conoces, quizás más de lo que crees. Soy el murmullo en las noches solitarias, el consuelo en tus días grises, una promesa que se derrite. Pero antes de que te pierdas en mis encantos superficiales, permíteme desvelarme un poco. La temperatura sube, ¿no lo sientes? Voy a despojarme de esta capa que me cubre.
Mi historia es más profunda e intensa que el primer bocado de un deseo prohibido. Mi viaje comenzó lejos de estos brillos, en un lugar donde el sol besa la tierra con pasión y la humedad abraza cada hoja. No nací en vitrinas, ni en pulcras estanterías. Mis orígenes son salvajes. Me mecía al compás de la brisa en las ramas de un árbol, en la vasta, verde cuna de la selva amazónica. Humilde al comienzo, envuelto en vainas. Ni el oro ni la seda me recubría. Pero ya entonces, me llamaban «la comida de los dioses». Un título prometedor, ¿no crees?
Mi esencia me llama. Parece que esta brisa me incita a mostrar más de mí. Ahora solo soy un atisbo de lo que será mi forma más procesada, una sugerencia, una abstracción. Una calidez me invade. Nace desde dentro, impaciente. Estoy aquí, quieto, contenido en esta prisión de papel y plata que me oprime. Aún no me ves, pero ya me sientes. Soy una promesa sellada, un secreto a punto de ser revelado. Por ahora, solo soy una silueta en la penumbra, un bloque de potencial, el mapa de un tesoro aún por descubrir.
La suave brisa, ahora un anhelo, un murmullo del mundo exterior, se filtra por mis relieves, pero no me toca del todo. Veo tus ojos, tu sombra que se cierne sobre mí. Sé lo que piensas. Crees que soy solo una golosina, un capricho. Si supieras de dónde vengo…
Nací en la selva húmeda donde el sol besa la tierra con pasión. Fui semilla, fruto amargo en el árbol del cacao. Los olmecas me molieron, los mayas me veneraron y los aztecas me bebieron como un trago para valientes, espeso y sin dulzura, mezclado con chiles y especias. Llené tinajas con un poder oscuro y terrenal, no con el néctar almibarado que tu paladar moderno anhela. Fui moneda, fui ritual, fui la sangre amarga de los dioses. Luego crucé el océano, hacia el antiguo continente. Me vistieron de seda y azúcar, para encerrarme en palacios y servirme en tazas de porcelana. Creyeron que me domesticaron.
Estoy mejor, la brisa, cómplice, ha desvelado mi núcleo. El aire ahora me acaricia directamente, y siento cómo mi coraza empieza a ceder, se rinde a una calidez que me transforma. Ya no hay barreras. Soy yo, en mi esencia más pura y brillante. El murmullo en las noches solitarias, el consuelo en tus días grises, una promesa que se derrite. Soy la excusa perfecta, el premio merecido, el pecado que todos quieren cometer. Me han diluido, me han mezclado con avellanas, con arroz inflado… incluso han creado ese impostor pálido y anémico al que llaman chocolate blanco, que no es más que una mentira de manteca y azúcar. Me culpan por tus excesos, por tus remordimientos en la báscula. ¿Acaso te obligo yo? Solo ofrezco un instante de gloria.
Pero a pesar de todo, de las imitaciones y de las calumnias, no me quejo. Mi alma ancestral, aquel trago amargo de los dioses, perdura. Es la nota profunda que siempre queda al final, el recuerdo que te hace regresar. Los sucedáneos no son más que ecos lejanos de mi verdadera voz. Por eso, sigo siendo el rey, y es tiempo de reclamar mi trono en tu paladar.
Ahora mírame. Siente mi aroma, mezcla de mi historia. Observa mi brillo, cómo me entrego al aire, a tus dedos, a tu boca. Este es mi destino.
Anda. Rómpeme. Devórame. Permíteme derretirme en tu alma.
Maite Bilbao Pérez
SILVIA GALLARDO
estaba plena de energía, su fortaleza la mantenía siempre entregada a cualquier situacion que le satisfacía con plena entrega. no le importaba el cansancio. pero su cuerpo ya le daba ciertas señales de las que hizo caso omiso.un mal día, se levantó sin imaginar lo que le esperaba oro descontrol en sus movimientos, cayó al piso, sintiendo un leve mareo. era el inicio de un viacrusis que le esperaba
fue atendida con puntualidad por un accidente cerebro vascular. su corazón fibrilo csin control y se infarto corazón y cerebro se afectaron. fueron días de angustia y sosobra. abrazada a una cama que empezó a consumir sus sueños las noches posteriores a ese evento fueron eternas.el miedo la consumía. creía no poderver los amanecerá que le dieran la esperanza de continuar viviendo tuvo una visión.veia a una joven que le hablaba e insistía que era su nieta. una plática etérea se dió entre ambas y creyó que veía a dos jóvenes con el mismo nombrepues fu tan real el diálogo queéstas hablaban de situaciones reales de su familia,, la nieta estaba medicina en el IPN y hablo con ellas como si su verdadera nieta hubiese llegado de otro plano a salvarla. siempre se quedó con la idea de haber conocido a dos chicas con iguales características ue ella. fue algo mágico, cómo una brisa fresca enterarse que siempre estuvo su nieta allí como un ángel guardián.aprendiendo incluso lo que sucedía en ese cerebro infarto, pues como estudiante de medicina, inclinada a especializarse en las neurociencias . por fin recobro la conciencia y su corazón aunque dañado seguíalatiendo gritándole a la vida¡quiero vivir.!
qué hermoso fue que recobro en cierta medida su salud a través de los cuidados de su familia y la rehabilitación para recobrar sus funciones cerebrales y con la fé de recuperar su independencia.todo en rededor de ella se torno brisa fresca con la compañía y el amor de su familia con quiénes pudo salir a disfrutar el maravilloso milagro de ver la inmensidad del mar sentir en su alma la refrescante brisacon que el mar abrazaba su alma.
GRACE PELLS
No sé bien como explicar el peso de las penas, hay un sinfín de medidores, y parece flácido el tenor de mi problema y aquello que me pasa pareciera sin consistencia, sin embargo yo, le lloro a las fundas.
En el billón de pizcas que mueve el viento, yo encontraría tu brisa, y en toda esa nebulosa que estuviera, me golpearía tan suave el consuelo de ese vientito, que yo, lo notaría. Y aunque no te viera y fuera intrascendente mi tristeza de nena vieja, ese soplo te nombraria.
Por eso solo; yo tengo tiznado el corazón con el carbón de tus pequeños fuegos, y en los oscuros, no sé bien como haces, prendes las luces de mi casa.
En un mundo de expectativas grandes, yo solo cierro los ojos para que vengas a secarme los ojos, y respiro sano…y todo pasa.
Aunque parezca difícil…la liviana envoltura de tus palabras germina gozos en la naturaleza de mi pieza.
Y todo calma.
Y nada duele.
Y nada…
EVA AVIA
Brisa ardiente
Primavera de1618, Fort Nassau.
La estación favorita de Padre es la primavera. Por esas fechas organiza una gran fiesta en su casa, situada en las proximidades del rio, para agradecer a sus socios su colaboración. Le encanta agasajarlos con manjares exóticos y bebidas espirituosas, que trae de sus viajes, y que decir de las mujeres y hombres, ya puedes imaginarlo.
Esta noche se presenta especialmente calurosa, las fiestas de Padre es lo que tienen. Antes de que comiencen a llegar los invitados decido salir ha dar un paseo por la orilla. me gusta disfrutar de la brisa, de lo que gracias a ella perciben mis sentidos, cuatro años en la vida de un niño es todo un mundo y la brisa, como cada noche, me ayuda, en la distancia, a atrapar sus risas, sus lágrimas, su desarrollo.
—¡Señora, el Señor la reclama! —me grita, una de las sirvientas de la casa, desde el final del camino.
—Gracias. Comunícale a Padre que en cinco minutos estoy lista.
Y ya estoy preparada para hacer acto de presencia. Me detengo a ver el resultado en el espejo, este vestido que ha escogido Padre provoca mi sed de sangre. Deslizo mis dedos por mi cuello y su tacto estimula mis colmillos.
—Estás preciosa —dice Padre, mientras se aproxima.
—Gracias, Padre. Es muy bonito —Afirmo y me inclino para hacerle una reverencia.
—Te falta esto —Padre me muestra un collar Choker—. Perteneció a Cleopatra y realza tu largo cuello —Retira delicadamente mi cabello para colocarlo a un lado, Sus dedos rozan mi piel mientras siento como el collar aprisiona mi cuello.
El fuego en su mirada hace que retome las noches de pasión entre ambos, Padre me ha hecho gozar de placer, algo que nunca otro hombre hizo antes.
—Toma esto —Me entrega un pequeño punzón—. Sé que no lo necesitas, pero el hombre es muy traicionero y tú eres mi creación más preciada —Retoma el recorrido de sus dedos con su boca.
—Padre —Coloco mi mano en su cabeza he inclino mi cuello para que lo posea con fuerza—, es la hora, los invitados nos esperan.
La fiesta transcurre como es de costumbre. Los hombres saciados toman sus asientos, es la hora del espectáculo. En el centro un grupo de hombres y mujeres cuentan con su danza historias de seres que en la oscuridad de la noche mostraban al resto de la humanidad toda su grandeza. Uno a uno, los invitados, caen hipnotizados ante la sensualidad de los bailarines. Presas de sus juegos, se dejan llevar por la seducción, por el placer que se les está siendo otorgado.
Mi cuerpo se enciende ante las imágenes recibidas, ante el aroma a sexo Quiero ser una más, disfrutar del placer de la sangre fresca. Miro a Padre, buscando su aprobación, a la que responde satisfactoriamente. Entre los invitados, una dulce carnada reclama mi atención, una escultura esculpida en suculenta carne a la que le indico con mis gestos que venga hasta donde yo me encuentro, cerca de Padre. Nos coloco de pie, frente a mi creador, con movimientos sensuales rozo el cuerpo del joven, al que no le permito tocarme. Padre está excitado. Siento como el cuerpo de mi presa se enciende, su respiración agitada hace que relama mis colmillos. Le miro a los ojos, tomo su mano y la coloco en mi nalga, aprisiono mi cuerpo contra su erección. Saboreo su cuello con mi lengua, está preparado para ser mío. Padre se levanta y se une al refrigerio, cayendo, este, lentamente desangrado al suelo. Los demás invitados están siendo degustados por el resto de componentes de la familia. Los bailares cubiertos con máscaras continúan danzando al ritmo del Kakilambe. Padre y yo fornicamos como animales el resto de la noche.
Al día siguiente, los socios comerciantes se marcharían de Fort Nassau por temor a las inundaciones, la verdad solo la sabemos nosotros, y ahora tú. ¿Nos guardas el secreto?
En la actualidad.
Tengo ganas de dar un paseo hasta la comisaria, la brisa que corre puede que me ayude a despejar las dudas que tengo. La documentación que llevo en las manos no ayudará en nada al sargento a esclarecer el caso, el Destripador es cosa mía, será mejor que continúe pensando que la culpable de todos los asesinatos es la extraña mujer de la que se ha obsesionado. —¡Mierda, ese aroma! —pienso.
—¡Corre! —le grito, distorsionando la voz, al comisario que está atrapado en las garras del Destripador, al que agarro con fuerza y alejo a unos metros, lo aprisiono contra la pared.
“¿¡Qué coño crees que estás haciendo!? —Le miro furiosa y con ganas de arrancarle la yugular—. ¡Vas a conseguir que te atrapen y ya sabes como las calzan los humanos cuando descubren a alguno de los nuestros! —Le aprisiono con tanta fuerza que la pared cae a pedazos.”
—Ya veo —pero mis ojos no pueden apartar la mirada de su carnosa boca—, tú y tus humanos. A pesar de todo sigues teniéndoles afecto. ¿Cuándo regresará la Depredadora? —Consigo soltarme, la empujo contra la pared de enfrente. La golpeo repetidamente, pero ella no se defiende.
—¡Detente! Si lo que quieres es que te ruegue perdón, lo haré. Pero ya deja el pasado atrás —Detengo su puño y le miro con firmeza.
—¡Deténganse! —grito a… Qué cojones estoy haciendo —pienso—. Esta arma con las que les estoy apuntando no sirve ante…, ante qué —me pregunto—. ¿Qué es esto? —me digo a mi mismo, mientras recojo unos documentos del suelo.
“¡Elisabeth! —grito horrorizado a la nada, porque nada ni nadie hay en ese callejón.”
Por unos instantes el miedo se había apoderado de mí. Verme impotente por su posible perdida, me ha hecho retomar el momento vivido hace unos minutos, la fuerza con la que ese hombre me tenia sujeto es …, no puede ser, lo que estoy pensando no es real, los seres de los que se hablan en los libros eran cuentos para infundir miedo entre la población más desfavorecida. Voy a llamar a Elisabeth. ¡Contesta cojones! —sigo pensando—. Suena a lo lejos una música, Red Rose de Johnny Huynh. Es su teléfono. Lo tomo, sigue sonando la canción, no puedo apartar la vista de el, Dulce bocado, así me tiene guardado.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
Las niñas del viento.
Era un día de verano. El final de la tarde daba testimonio del sofocante calor que se había sufrido. De pronto, por aquel lugar hasta entonces desértico, apareció el primer visitante.
Era la brisa marina. Se detuvo, ojeó a su alrededor y, al no ver nada que le llamara la atención, decidió sentarse. Luego llegó la brisa terrestre, distraída con algo que traía entre manos. Poco después apareció la brisa del valle, algo tímida, que se apartó en un rincón del lugar esperando acontecimientos. Finalmente, llegó la brisa de montaña, deseosa de explorar aquel sitio. Pero, al notar que era la única que se movía mientras las demás la observaban con extrañeza, también decidió hacerse a un lado.
El tiempo pasó entre los ruidos de los pájaros, que parecían andar tan atareados como un atasco a la salida de los colegios. Y así, transcurrido un rato, las cuatro brisas se acercaron y comenzaron a charlar.
—Hola chicas, ¿os parece si hacemos algo juntas? —se pronunció la brisa de montaña mientras jugueteaba con dos piedras que había encontrado.
—Bueno… —resopló la brisa terrestre— ya que estamos…
Se miraron entre todas, buscando algo que hacer en aquel lugar que, por momentos, les resultaba extraño. Fue entonces cuando la brisa marina dijo:
—Pues yo ya no sé qué pinto en el mar. Antes movía majestuosas embarcaciones y veleros veloces como flechas. Pero ahora, los nuevos sistemas de navegación me han sustituido.
—Yo también solía jugar en la montaña —añadió la brisa de montaña—. Saltaba con los gamos, y reíamos cuando la vegetación parecía regañarnos por interrumpir su siesta.
—Pues yo ya no tengo espacio donde moverme como antes —dijo la brisa terrestre sin dejar de enredarse con aquello que la tenía entretenida.
—Lo hemos intentado, chicas —suspiró la brisa del valle—. Mejor volvamos a casa. ¡Qué ganas tengo ya de pasar al insti de las tormentas!
Todas parecían estar de acuerdo. Pero justo cuando se disponían a marcharse, apareció una brisa distinta. Era pura energía, lo abarcaba todo y traía consigo algo que se contagiaba sin esfuerzo.
—Oye, ¿quién eres? No te habíamos visto antes por aquí —le preguntó la brisa del valle.
—¿Me hablas a mí? —respondió la recién llegada, observando con curiosidad el lugar.
—Claro a ti, ¿a quién si no?
—Perdonad que no me haya presentado. Soy la brisa fresca, y no entiendo cómo podéis estar ahí sentadas sin disfrutar de esto.
Entonces, aquellas brisas, cada una venida de un rincón distinto del mundo, se transformaron en cuatro niñas. Movidas por la vitalidad de la última en llegar, se acercaron a ella con una sonrisa.
Aquel parque, que había permanecido en silencio bajo el sol de la tarde, se llenó de risas compartidas. Jugaron al escondite, al «tú la llevas» y al pollito inglés. De pronto, el lugar se volvió una selva por explorar. Se asombraron al descubrir los pequeños bichitos que las habían acompañado toda la tarde sin que ellas lo notaran.
Y también inventaron historias. Fueron valientes heroínas que luchaban contra el dragón del parque, ese que había encerrado a la alegría en lo más profundo del aburrimiento.
Así fue como las cuatro niñas, que hasta hacía poco estaban inmóviles en una tarde de calor, terminaron rogando a sus padres «cinco minutos más» cuando llegó la hora de regresar a casa.
Sin saberlo, esa niña que había irrumpido en el parque con la energía inconfundible de las brisas frescas les había devuelto algo que creían perdido: el poder de disfrutar el momento. Porque a veces no hace falta esperar un tiempo mejor… cuando justo frente a ti hay un tesoro esperando a ser descubierto.
LUISA VALERO
El sonido de las aves marítimas retumbaba entre las copas de altas palmeras guardianas de la playa.
Todo parecía rutina y tranquilidad para la bella White heart que estaba cocinando pescado. Pero apareció él, acompañado de su espada brillante de corsario; era Black dragon, el pirata más conocido en ese archipiélago. Este le gritó a la damisela que le entregará sus sombras.
—Son solo mías y ni las voy a perdonar, ni compartir, y menos contigo —dijo ella y mantuvo su mirada fija en la de él, retándolo y creyéndose todo poderosa.
—¿Ni aunque te regale flores exóticas?, te aviso que son mágicas —Le puso carita de cordero degollado y juntó sus manos a la altura de su pecho en señal de petición cortés.
—A ti nunca: eres un pirata y no un sacerdote.
—Pues si te sirve de algo, yo tengo además un dragón negro —le dijo y elevó su torso y hombros, como pavo real en celo, para mostrarle su tatuaje.
«Si ya me di cuenta de tu sexy tatoo…, concéntrate y no desvaries mucho que este pirata tan buenorro te puede degollar y robar tu esencia», se decía así misma.
—Entonces, te las robaré a la fuerza, ¡no me das otra opción, flor presumida! —En un movimiento rápido la agarró y la amenazó con su afilada arma.
—¡Basta, espera!, si voy a morir, quiero tomarme mis «Flores de Bach» primero.
—Te propongo que me concedas solo un día para que juntemos nuestros superpoderes y enfrentemos a las «Sombras del mal» juntos. Por ti, creo, que estaría dispuesto a ir a la luz.
—Sí, sería un sueño ver de nuevo la claridad —suspiró White heart, soñando que eran luminosos—, ¡vamos!
Caminaron, juntos, por la «Senda maldita» para llegar a la «Hoguera sin fin», que se iba acercando amenazante, sin que tuvieran escapatoria.
—Maja, dame la mano y grita esto para no tener miedo:
«Me importa un culo, yo hago lo que sea». Confía en mí.
Gritando este poderoso mantra de Black dragon, pudieron saltar el majestuoso fuego; pero, faltaba cumplir con la última y más peligrosa misión…
—¿No tienes miedo de las sombras del mal? Dicen que son invencibles.
—Para nosotros serán simples «sombras de hormigas» porque estás con «un hombre mega fuerte y valiente».
— ¡Si lo eres y vamos a vencerlas! —Ella se contagió de los poderes del pirata y se olvidó de sus temores.
Quedaron fatal, pero las «Sombras del mal», que habían estado presentes por varias décadas, se desvanecieron por fin; y por el horizonte comenzó a brotar un esperanzador amanecer.
— Majita, y ahora que terminó todo, ¿qué hacemos? Esto está demasiado tranquilo, ¿verdad? —preguntó él.
—Bonito, hay que buscar otra isla, pero que tenga «brisa fresca» —se rieron a la vez—, y también que haya muchas flores…
SILVIA R.G.
UN RINCÓN DONDE SERENARSE
Se sentía como si la energía que debía estar circulando por su cuerpo se hubiese solidificado; tanto que ni siquiera le permitiese pensar. Sentía desorientación y, aquellas preocupaciones que, aún día tras día ocupando su mente, conseguía mantener en un estado de expectativa en calma,
se habían ahora entremezclado tanto entre ellas, desde hacía un rato, que eran como una bola formada por ovillos desovillados y enredados unos con otros sin posibilidad de discernir alguna punta por donde comenzar a estirar.
También le costaba respirar con fluidez y parecía que su corazón se aceleraba intermitentemente en algunos instantes.
Lo que había sucedido hacía unas horas le estaba colapsando y temía poder perder su potencial para discernir y mantener la serenidad.
Se tumbó en su cama para apaciguarse pero en posición estirada todavía se manifestaba con mayor intensidad todo ese cúmulo de sensaciones.
Decidió bajar a la calle y caminar un rato.
Había casi oscurecido y las farolas ya se habían encendido. A su alrededor volaban diminutas mariposas blancas.
De repente, le pareció oír un murmullo de brisa que, como una mano amiga suavemente apoyada en su hombro, le empujó hacia un estrecho camino que se abría al otro lado. Se introdujo en él por primera vez ya que, aunque ubicado en su memoria, siempre lo había pasado de largo.
A pocos pasos, aquel estrecho camino se abría a un pequeño claro donde un par de bancos de piedra esculpidos con formas redondeadas, parecían estar invitando a sentarse a cualquiera que hasta allí hubiese llegado; y de los frondosos árboles que, rodeando el claro, apuntaban con sus copas hacia una redonda y brillante luna de sugestivo rostro y semblante amigable …, se percibía una presencia protectora.
Unos palos altos y delgados sostenían una estructura en forma de red que delimitaba una zona del claro así como también el estrecho camino que conducía a la puerta de una pequeña y sencilla casa ; y de esa red colgaban, en diferentes alturas, pequeñas luces de múltiples formas y colores; y también lágrimas de cristal que, tras la entrada en el claro de aquella brisa fresca que le acompañó, comenzaron a tintinear entre ellas con una sonoridad de cascabeles y campanas que se mezclaban con la provocada por el roce entre las ramas más frágiles.
Todo hacía creer que aquella brisa aparecida tuviese la capacidad de amplificar todos los sonidos y el poder de armonizarlos. Fué sintiendo progresivamente que los músculos y órganos de su cuerpo iban perdiendo rigidez hasta llegar a la plena relajación, pero con tono.
De repente quedó iluminada una de las ventanas de aquella casa y como una sombra chinesca una silueta se reflejó a punto de tocar un chelo. Se predispuso a escucharlo y, abriendo todos sus poros, permitir la entrada de aquella melodía, que justo se había iniciado, hasta el interior de sus células. Era una melodía de la cual reconocía las emociones que escucharla provocaban siempre en su ser, aunque en aquel momento no podía recordar ni el nombre de la pieza musical ni quién era su compositor.
La sintió llenar su vientre y ascender hasta llenar su pecho para luego extenderse por piernas y brazos; y también por su cavidad craneal, vaciándola de cualquier pensamiento. Tan llena de aquella música se llegó a sentir que era como si fuese su propia respiración y su propio palpitar. Sus piernas y sus pies se alzaron y comenzó a danzar, brazos extendidos y ondulantes haciendo girar todas sus articulaciones desde sus axilas hasta las yemas de sus dedos. Sus pies rodillas y caderas la hacían girar como una ralentizada peonza desplazándose en círculos y al mismo tiempo como un títere en constante equilibrio entre cielo y tierra aún ejecutando movimientos imposibles.
El sonido de su móvil destacó dispersando todos los otros, como si repentinamente se hubiesen transformado en humo.
Colocó en su oído el dispositivo:
– Ya regresamos [ desde el otro lado del teléfono]
Todas las pruebas han salido bien. Le han tratado la crisis de ansiedad con sedante intravenoso junto con un antiinflamatorio. Y ya se siente bien, en su estado normal, con tranquilidad
– ¡¡Qué bien!! <<Ése había sido el mejor sonido que podía desear escuchar>>
– No te podía enviar mensajes ni llamar; en la zona de urgencias no hay cobertura, ya sabes. Y estábamos pendientes de los resultados; quería acompañarle.
¿Cómo estás tú? ¿Has estado muy nerviosa? Sentía mucha inquietud por no poder contactar contigo
– Estaba bastante de los nervios. Y cuando no tenía ya ni un solo cigarro… Me he tumbado en la cama para centrarme en la respiración y… Pero me costaba, no podía. Y he optado por imaginarme… Ya te lo explicaré…He conseguido, por suerte, vencer la ansiedad que me estaba machacando.
– Holaa. Sólo ha sido un susto. Me encuentro ya bien y…en nada estamos en casa. Muaacs
– Muaacs. ¡Hasta ahora.!
Recordó aquella brisa fresca en el banco de piedra.
<<¡Fué tan real!. Me «salvó». Y la percibí como si en ella reconociese una presencia ¿Quién me la envió? ¿Llegó también simultáneamente al hospital? ¿Quizás algún ser muy estimado, de los que ya un día se fueron, desde otro plano? >>
Se fué haciendo estas preguntas, dispersas en el aire, hasta que, por fín, sonó el timbre de la puerta; y aquella brisa, que aún le seguía acompañando, pasó a ser pura alegría en el encuentro.
AXY LINDA
Casi un año llevaba sin poder levantarse de la cama, sin recibir visita alguna. Él mismo se encargó de alejar a todos: su actitud pesimista y amargada resultaba insoportable para quienes lo rodeaban.
Solo su hermana mayor se ocupaba de él, más por compasión que por cariño. Ella estaba sola también, viuda y sin hijos.
Agotada por la edad, se vio obligada a contratar a una enfermera. La que al poco tiempo, le manifestó su intención de renunciar debido al desagradable comportamiento de Julio.
Alma aceptó quedarse, con una condición: que él cambiara su trato hacia ella.
—¿Te das cuenta de que esa muchacha es una gran ayuda? Deja de ser tan hostil, porque si ella se va, yo también me iré. Y entonces nadie se ocupará de ti —dijo María con voz firme.
Julio sabía que dependía de ambas, y no le quedó más opción que ceder.
—Está bien… intentaré no incomodarla. Me presionas porque sabes que no puedo estar solo.
Unas semanas después, Julio experimentó una transformación profunda: su carácter se suavizó y su salud mejoró notablemente, al punto de poder valerse por sí mismo. Un día, María lo sorprendió cantando frente al espejo, sonriendo a su reflejo.
—Esto es lo que siempre quise ver en ti… ¿tenías que necesitar tanta ayuda para cambiar?
—No lo sé —respondió—, Alma me hizo comprender, que otros, igual que yo perdieron a su familia en aquel ciclón y mi sufrimiento no cambiará eso.
Me escondía tras una máscara, por miedo a sentir nuevamente amor… y luego perderlo.
—¿¡Te has enamorado!?
—Sí. Pero no te alarmes, no es de la joven… Me he enamorado de la bondad, de la esperanza, del amor mismo, que ella me enseñó.
Una brisa fresca recorrió la casa mientras Alma salía, sonriendo con la satisfacción de una misión cumplida.
NORA RODRÍGUEZ
Título: Soy apenas una Brisa Fresca Otoñal Septiembre por la mañana. Un último adiós al cruzar la puerta de su parte. Un beso al aire y un ‘te extrañaré’ tembloroso de la mía. Doy la vuelta y me dirijo a la salida del aeropuerto limpiándome las lágrimas que resbalan lenta y dolorosamente por mis mejillas, son de orgullo por verla partir y de miedo por lo que vendrá. Ella es mi hija más pequeña, la que llegó con una diferencia de 10 años con mis otros dos hijos mayores. Hoy parte a buscar su futuro estudiando en otro país. Hoy empieza el nido vacío en mi hogar. Tantos preparativos, tantos esfuerzos, tanta incertidumbre ha llegado a su fin y al igual que sus hermanos también abandona el país para buscar mejores condiciones de vida. Parecía lejano el día, pero hoy se ha hecho realidad. Qué sigue? Qué haré ahora? Quién soy yo sin ellos? Sigo caminando y con mis pasos resuenan y aturden tantas preguntas como las lágrimas derramadas en estos últimos días. Ya no soy una jovencita y espero vivir muchos años más, pero no sé cómo hacerlo. La soledad vuelve a estar presente, solo que ahora no estoy tan acompañada. Es una realidad que Doña Soledad ha sido mi compañera en varias etapas de mi vida, pero siempre había alguien a quien cuidar, a quien atender, a quien llevar de aquí para allá. Hoy, todos se han ido y tengo que refugiarme solo en mi marido. Bendita tarea le queda a este hombre. Sigo caminando y finalmente llego a la puerta de salida. La puerta automática se abre y la brisa fresca de septiembre me toma de sorpresa. Me detengo y la disfruto. Sí, la disfruto y eso me también me sorprende. Vuelvo a sonreír y luego me pongo a reír y a llorar al mismo tiempo. Los demás me ven de reojo intrigados, pero solo yo sé la respuesta: esa brisa fresca de septiembre, esa brisa fresca otoñal me recuerda quién soy yo ahora. Soy una nueva versión de mí, una que ha cumplido con la mayoría de los roles asignados como hija y como madre, aquella que aún tiene mucho por lo que vivir y descubrir casi llegando a la vejez. Quizás en estos momentos soy apenas una brisa fresca otoñal, pero espero convertirme en mucho más. Nora Rodríguez
– Juan Manuel Caballero
– Benedicto Palacios
– David Merlán
Meticia R Mena
Maite Bilbao
*Leticia R Mena*
Voto.:
Juan C. Valtierra