El cartero de Armando – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el cartero de Armando». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 24 de abril!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

El cartero de Armando es sindicalista y está pelando gambas con mucha dificultad, llamando empleados y vagos a sus compañeros. Al final tendrá que llevar la carta y todo. Por supuesto ya ha hablado con sus superiores para que despida a todo «compi» (si se les puede llamar así) que le haga trabajar, pudiendo llevarla ellos(la carta de Armando), ¡qué falta de compañerismo! . Su arduo trabajo requiere una minuciosa técnica chupagambista ancestral, con el peligro intrínseco que conlleva chupar la cabeza, ha pedido un aumento de sueldo (para él) por riesgo laboral elevado. La última vez estuvo de baja por cortarse con una ostra y desde entonces tiene secuelas. Y sus compañeros molestándole, ¡es indignante! No puede el pobre cartero ni liberarse, ¡qué vergüenza! Al final saca el bogavante a pasear y se queda sólo.

RAQUEL LÓPEZ

-¡ No y mil veces no…! Te repito que no está en mis planes jubilarme.

– Arcadio, tienes 73 años y tienes que pensarlo, ya no estás tan ágil para seguir repartiendo cartas y los envíos llegan a duras penas.. y si llegan…- Le dijo su mujer, Amelia.

– ¿ Estás insinuando que no valgo para esto?

Arcadio dejo resbalar sus lágrimas empañando esos ojos azules que enamoraron a Amelia hace más de cincuenta años.

Mis envíos siempre llegan a su destino y puntualmente.

Amelia carraspeó..

– Bueno… Menos aquella vez que perdí un pequeño paquete con un libro que iba destinado a Armando, el maestro y escritor del pueblo, pero al fin y al cabo lo recibió..

– ¡ Si, como caído del cielo, después de un mes! – dijo Amelia con sorna.

– Pero amablemente le pedí disculpas por el retraso y me regaló su libro, con dedicatoria incluida.Aunque reconozco que alguna que otra vez también el reparto llegaba tarde…

– Reconócelo Arcadio, ya no eres el joven de veinte años que comenzó a repartir las cartas, eso sí, la misma ilusión la has seguido manteniendo, Hay que dejar paso a otros jóvenes que como tú, aprendieron este lindo oficio.

– Amelia, tus palabras me están llegando al alma, tienes muchísima razón.

– Te diré una cosa, en el hospital donde trabaja nuestra hija Luisa, allí en la capital, hay muchos niños que tienen que estar mucho tiempo hospitalizados con enfermedades muy largas y otros muchos no tienen ni familia… escribe a todos esos niños tus historias, tus aventuras como cartero… Hay tantas anécdotas y cosas que contar y así se sentirán más animados. Ahora serás tú el que mande todas esas cartas llenas de ilusión como las que tú repartias, simplemente el remitente será diferente.

Será » el cartero Arcadio» el que escribe cartas llenas de cariño.

Raquel L.

ANTONICUS EFE

Riiing, riiing, riiing.

—¡Ya va, que prisas, aló, dígame, aquí correos en pleno—

—Buinasss, yo quería…—

—Nooo— corta abruptamente la conversación Dos Veces López, el cartero del trébol.

—Pero si no me ha dejado acabar— la Sra se sorprende pasivamente.

—No hace falta, sé quien es y ya tuve bastante el año pasado con el sujeto aquél, de cuyo nombre no quiero acordarme, que se coronaba sin abrirme la puerta, con la que estaba cayendo, y todo por su culpa—

—Creo que se confunde usted buen hombre, yo soy nueva en la editorial—

—Pues tiene la misma voz que la Sra Enojada de la otra vez— responde Dos Veces López.

—Es que estudiamos en la misma academia, y por eso puede parecer que somos la misma, pero nada que ver, además el año pasado era para un tocapelotas poseído por un drama queen y éste año es para Don Armando Barcelona Bonilla gentelman entre los gentelmans de brandy y estoque torero.

—No me fío de la mitad de la cuadrilla, si usted no es la misma, es su reencarnación, además, bien pudiese ser que me enviase a casa de D. Armando Bronca Segura, o peor aún, D. Armando Fuerte del Barrio, deje, deje—

—Vamosss a viiirrr ehhh, o lleva el encargo a D. Armando o le digo al del año pasado que lo visite en su oficina—

—¿Cuántos libros dice que hay que entregar? Tiene un 20% de descuento por haber contactado con nosotros antes de que den los 12 huevos de pascua en el reloj de la Puerta de Alcalá.

JUAN MANUEL CABALLERO

EL CARTERO DE ARMANDO

(Una historia embustera sobre algunos fulanos reales)

Armando Manzanero estuvo sembrado ese día. No es que desmereciese en otros, pero aquel sábado emanaba una chispa especial desde su interior; desde el poco interior que pudiese abarcar su escaso metro sesenta, que le impedía, sentado ante el piano en aquella maldita banqueta, que los pies le tocasen el suelo. Todos los congregados en el cine-teatro Mérida de Yucatán (que con el tiempo sería rebautizado con su propio nombre), fueron testigos del evento: aquel diminuto cantante de voz personal refulgía internamente como nunca antes lo había hecho, y su luz le salía por las espitas de sus ojos esperanzados, transmitía ligereza a sus manos sobre el teclado y elevaban todo su ser a la categoría de pájaro cantor que afina su trino, libre y ufano, a la primera hora del día. El tema central de la velada, «Somos novios», había sido compuesto por él mismo apenas unas semanas antes, en plena vorágine amorosa, inédita para él al menos a aquella escala.

Ella era una bonaerense residente en México de manera temporal. De ascendencia alemana, rondaba el metro ochenta y tenía el cabello rubio y los ojos de un azul entreverado de avellana. Había asistido a sus dos últimos conciertos, prendádose aparentemente de aquel hombrecillo que tan fuerte había empezado a sonar en el panorama musical azteca, y, finalmente, conseguido verse a solas con él. A partir de ahí, unos cinco meses de dicha, de caminar juntos sobre las nubes que a veces se acumulan sobre México D.F. por estar la inmensa metrópoli rodeada de montañas. Él llegó a decirle que la consideraba su inspiración, su amor eterno a poco que ella aceptase, la futura madre de sus hijos. Ella, que algunos de sus temas estaban bañados por el polvillo dorado de la inmortalidad.

Fue en una velada en Lima, donde Manzanero cantaba un par de sus temas, que ocurrió lo esperado a decir de algunos que los conocían. Pocos minutos antes de su turno sobre el escenario, escuchó desde su camerino una especie de eco que le llegaba desde fuera: «es para Armando…es el cartero de Armando, habrá que dejarlo entrar, porque dice que es urgente…» Alguien que trabajaba para la organización llamó a la puerta del artista y le anunció que un enviado debía entregarle una carta en mano.

Su amada argentina se había marchado, finalmente, del país. Decidió regresar al Río de la Plata de la mano de su antiguo novio, argentino como ella, de impronunciable apellido polaco. Agradecía haberlo conocido; pero, sobre todo (se lo decía sin ambages), se congratulaba de que, aun a pesar de haber llegado a México con lo puesto, pudiera regresar a su país natal con su hombre de siempre de la mano, que había finalmente acudido a buscarla; pero sabiéndose, además, portadora de la vitola que la identificaría para el resto de su vida como la única, y eterna, musa de Armando Manzanero.

Como un boxeador sonado, el baladista de voz levemente rasgada interpretó aquella noche sus dos canciones como buenamente pudo, sumido en una suerte de trance durante la actuación que, por ser televisada, bien pudo haber provocado la imposición de algún apodo popular como, pongamos,»el cantor de otro mundo» en lugar del que la historia le reservó, el del «rey del romanticismo».

Habría de transcurrir más de un año (el tiempo que fue necesario para que restañasen sus heridas más profundas) para que el que ya empezaba a ser considerado como gran icono de su país, compusiese y presentase ante su público una nueva canción: «Llévatela» («Si, al fin y al cabo, piensa mucho en tí/Por la forma en que te mira, comprendí/Que olvidó todas las cosas que le dí»), que, aunque nunca llegó a decirlo explícitamente, estaba directamente inspirada en su fallida relación con la nórdica porteña. Cierto es que no gustaba el ya celebérrimo vate de pergeñar letras que aludieran a una esquematización demasiado facilona del conflicto amoroso, a la culpabilización del factor externo como diana por la agonía por la pérdida de la amada; pero era consciente de que su arte ligero requería de esos tropos, por más que, al menos en este caso, el del «Llévatela», hubiera él preferido imprimir una cierta carga de profundidad, transmitiendo a su amado público una idea cruda: nunca el tercero es el problema en un fracaso entre dos, por muy exnovio que ese tercero fuera. Ocurrió así que, en buena parte presionado por la productora, hubo de acomodar su intención primera al gusto de la masa. Pero no quedó ahí su viacrucis particular de frustración profesional nacida al albur del abandono de la argentina: corrióse el rumor de que, llevado por la desesperación inducida por la ruptura, dio en escribir el ilustre melódico algunas canciones que bien parecieran fuera de su espacio/tiempo. Algún erudito historiador de la música popular de raigambre hispana se atrevió a asegurar que el ínclito Manzanero, ahí donde se le ve, llegó a dar forma, en el plazo de aquellos meses de profundo pozo existencial, a temas manifiestamente escandalosos, casi psicóticos, diabólicos. Empero, aquello quedó enterrado por la rápida maniobra de la productora, que enseguida lo volvió a presentar al público con una batería de baladas y boleros dignos de su fama, ya internacional.

Todo lo anterior viene a cuento (a este), de lo acontecido en España a mediado de los ochenta: el grupo de rock aguardientoso Siniestro Total cosechó fama a golpe de escenario perpetrando el tema «Y bailaré sobre tu tumba» («…Y morirás mientras se ríe el disc jockey/Y bailaré sobre tu tumba -pop churué, pop churuá-/Te degollaré con un disco afilado…»). Un par de años tras el éxito entre los jóvenes más desafectos del país, la noticia, para desdicha de la formación, saltó: «El grupo gallego […] acusado de apropiación indebida por la difusión del tema inédito de Armando Manzanero […]». Al parecer, el astro mexicano, en ese momento preocupado, más que otra cosa, por el buen resultado de sus galas a dúo junto a Julio Iglesias, delegó en algunos de sus descendientes la gestión de la demanda, donde términos como «apropiación ilegal», «venta no autorizada de derechos de difusión de obra inédita por parte de agentes desconocidos», «royalties» e «importantes consecuencias penales», estuvieron durante semanas a la orden del día.

BENEDICTO PALACIOS

Querido señor cartero.

Lleva años comiéndome esta duda. ¿Debe su nombre a que recibe y envía cartas o a que porta de ordinario un carterón? Yo hubiera preferido lo segundo porque no sabe usted qué poco me ha costado imaginar que en ese pedazo de cartera cupieran las direcciones con nombre y apellidos de quienes habitaban en el pueblo, esperando sus alegrías y otras veces sus cuitas. ¿Cómo se las arreglaba para no equivocarse? Empujaba la puerta de mi tía y gritaba ¡cartero! Y aparecía mi prima Matilde, y menudo el contento con que le recibía. Pero nunca le escuché pronunciar su nombre.

Como hace tiempo que no me llegan cartas y mi prima se ha mudado a otro país ¿pudiera absolverme de esta especie de aporía?

¿Sabe usted? En mis años de estudiante me familiaricé con la mitología griega y en ella descubrí que el dios Hermes era mensajero de Zeus —entonces no se llevaba el ser cartero—, dios también de las fronteras y de los viajeros que las cruzan, del ingenio y del comercio en general, y el encargado, entre otras funciones, de guiar a las almas hacia el Hades —lo que menos me gustó.

Qué suerte que de todo se encargaran los dioses. A falta de ellos, tal vez usted, eterno portador de las noticias, pueda resolver, con permiso del dios correspondiente, esta pregunta.

¿Sabía, que andando el tiempo, la ciudad de Barcelona recibió su nombre a partir de un suceso en el que al parecer hubo de intervenir el dios Hermes? Cuentan que en una travesía se declaró la tempestad y los viajeros de una embarcación y el barco mismo fueron a pique. Los restos del naufragio se encontraron más tarde en una colina, la actual Montjuic, y el barco era, por lo visto, el noveno de una flotilla: barca nona. Hermes y otros tripulantes que descubrieron esta colina fundaron una ciudad, Barcanona, o sea Barcelona. Y me han contado que por eso está Barcelona bajo el influjo protector de Hermes, el cual representa la prosperidad y el comercio y es el símbolo favorito del progreso.

Posdata.

Señor escribidor, don José Armando Barcelona, como he hallado ciertas coincidencias en mis investigaciones ¿puede satisfacer mi curiosidad y responder si no será usted el cartero del título, aunque no le imagino ¡vive dios! con carterón?

Con mis respetos,

B. Palacios

DAVID MERLÁN

ARMANDO Y LOS CARACOLES

Cuando en un pueblo pequeño la vida no te da para ganartela con un solo trabajo, hay que reinventarse y buscar que hacer para sobrevivir económicamente…

Eso es lo que había pensado Armando hacía un par de años cuando decidió complementar su sueldo de funcionario con la cría de caracoles gourmet. Pero lo inevitable llega algún día y todo se complicó una mañana.

Un buen día, se despertó con una sensación extraña. No era culpa de las cartas, no. Las cartas siempre habían sido nobles, rectangulares y puntuales. Era culpa de los caracoles.

Afuera, el sol pegaba con justicia en Santa Marta del Grillo Cojo, un lugar donde las únicas noticias que llegaban por correo eran facturas, citaciones y las cartas que Doña Milagros se enviaba a sí misma para sentir que alguien se acordaba de ella.

Armando, enfundado en su uniforme de cartero y con la mochila a medio llenar, miró con desconfianza el corral improvisado de madera donde criaba a sus sesenta y tres caracoles gourmet. Había tenido la paciencia de ponerle nombre a cada uno de ellos escrito en un palillo: Napoleón, Rosalinda, Cthulhu, Pequeño Nicolás, Emerito…y todos, absolutamente todos, estaban trepando lentamente hacia la libertad.

—¿Pero qué hacéis, malditos? —Armando se agachó y empezó a despegar con cuidado a uno de los fugados—. Rosalinda, tú no, por favor.—le suplicó en valde.

Justo en ese momento sonó su móvil. Era un mensaje urgente de Correos:

“Paquete prioritario. Entrega antes de las 12:00. Cliente: Don Severino García. Contenido: Parches cardíacos. IMPORTANTE.”

—Perfecto —murmuró—. El corazón del viejo o los caracoles con crisis existencial.

En eso estaba cuando apareció su vecina Mari Paz, con una bolsa con la compra y sumergida en un mar de curiosidad.

—Buenos días, Armando. Veo que sus caracoles están ensayando para una coreografía.

—Están intentando huir. Hoy les tocaba acelga y solo quedaba lechuga iceberg. Es lo qué hay.

—¡Qué tragedia! ¿Y ahora qué hará?

—No lo sé. Si no les doy su paseo diario y su podcast de música barroca, se deprimen. Y si no reparto un paquete que me han encargado… bueno, el que puede que se deprima definitivamente es Don Severino.

Mari Paz le miró con una mezcla de preocupación e ignorancia.

—¿Y si le ayudo yo con los caracoles?

—¿Usted? ¿Sabría diferenciar a Napoleón del Pequeño Nicolás? Ambos se creen importantes y se mueven más de lo que deberían.

—Hombre, no creo que sea tan difícil vigilar un par de horas a estos seres. Aprenderé si con ello se queda tranquilo.

Armando, ante la situación extrema en la que se encontraba, aceptó el ofrecimiento. Abrió un cajón del mueble que estaba junto a la puerta del corral y extrajo un pequeño cuaderno de espiral.

—Esta bien. Preste atención. Aquí están los horarios, las rutinas de alimentación, sus canciones favoritas y los enemigos naturales de cada uno de ellos.

—¿Los caracoles tienen enemigos naturales?

—Si, claro. La sal, los niños con palos… y el reguetón entre otros. Si oyen reguetón, se repliegan durante días y su carne se malogra y pierde su cualidad gourmet y ya no me los quieren en los restaurantes.

Mientras Mari Paz absorbía esa nueva realidad, Armando se colgó la mochila con las cartas y el paquete prioritario. Miró el reloj: 11:07.

—Tengo cincuenta y tres minutos. Don Severino vive en lo alto de la Cuesta del Ahogo pero me da tiempo.

—¿Por qué no se compra una moto?

—Porque con mi segundo sueldo apenas me da para alpiste de caracol ecológico, y es una cosa u otra.

—Ya, entiendo.

—Bueno. Aquí le dejo mi número. Si pasa cualquier cosa no dude en llamarme, ¿Entendido? Volveré lo antes posible.

—Descuide—contestó ella mientras veía como el cartero salía apresurado por la puerta.

Dos segundos más tarde, Armando trotaba por la calle, esquivando a vecinos y un perro que ni se inmutó y menos se dignó a separarse cuando lo vio aproximarse.

Mientras tanto, Mari Paz intentaba reconducir el motín del corral.

—A ver, Napoleón, por tu culpa se están sublevando los demás. ¿Quieres volver al frasco de vidrio?

Napoleón, lentamente, se giró hacia ella. Su mirada era indescifrable, como todas las miradas sin ojos.

A las 11:32 Armando ya había repartido tres cartas, entregado una multa de tráfico que casi le cuesta un bastonazo y rescatado al típico gato subido a un árbol.

Faltaban solo dos calles para llegar a Don Severino cuando sonó el móvil. Era Mari Paz.

—¡Armando! ¡Los caracoles están haciendo una torre!… ¡Si, si, una torre, como esa de Paris!

—¿Una torre humana?

—¡Una torre caracoliana! Están intentando alcanzar la balda donde guarda el alga japonesa premium. ¡Cthulhu está liderando la escalada!

—Maldito molusco rebelde… Con razón acerté con el nombre. Las profundidades marinas le tiran mucho. Aguante, ya llego. No, espere… no puedo. Aún tengo que entregarle el pedido a Don Severino. Llegaré lo antes posible, ¿Entendido?

—Entonces, ¿qué hago?

—Improvisa. Sea fuerte. Sea más lista que ellos. Ponga Mahler.

—¿Qué les ponga «malos»?

—¡Mahler, Gustav Mahler! Pongales la sinfonía número cinco. Les deprime y los deja inactivos.Tiene el equipo de música presintonizado con la música junto a la puerta del corral, ¿Lo ve?

—Si, si, lo veo.

—Vale, pues solo dele al ON y play y ya está. Con eso debería bastar hasta que llegue, ¿Ok?

—Si, si, entendido —añadió una desbordada Mari Paz.

—Venga, hasta luego, adiós, adiós y colgó.

Armando respiró hondo. Miró el paquete de Don Severino y pensó que, o salvaba los parches… o los caracoles declaran la independencia. Qué vida la suya.

A las 11:53 llegó a la puerta de Don Severino y la aporreó sin piedad:

—¡¡DON SEVERINOOOOOO!!

Un instante más tarde, Armando oyó ruidos en la cerradura. Una rendija se abrió y una voz se coló:

—¿Quién es?

—Armando, el cartero. Traigo sus parches Don Severino.

—¿Ha traído también los sobres de azúcar moreno que pedí por catálogo?

—No. Lo siento. No estaban en el reparto cuando sali hacia aquí.

La puerta se acabó de abrir del todo. Armando le entregó el paquete como si fuera un santo grial lleno de tiritas mágicas. Don Severino sonrió, le dio una mandarina a modo de propina, y cerró la puerta sin más.

11:59.

Con la satisfacción del trabajo bien hecho, Armando se dejó caer en un banco para reponer fuerzas un instante. Miró al cielo. Pensó en sus caracoles. Pensó en Mari Paz, en Mahler, en Cthulhu trepando la balda como un espía baboso tratando de robarle su alga japonesa premium.

Repuesto, volvió a casa en modo zombie. Al llegar, se temió lo peor, pero solo recibió silencio. Un mal silencio.

Empujó la puerta.

—¿Mari Paz?

Nada. Más silencio.

Entró a la cocina… y allí estaban. Todos. Los sesenta y tres caracoles alineados en formación, como si fueran soldados en posición de descanso. Rosalinda dormía. Cthulhu… también, y en el aire flotaba de fondo, música de Mahler.

Mari Paz estaba sentada, descalza, con los pies en un barreño de agua templada y una copa de vino con la vista perdida en el infinito.

—Ha sido muy intenso, Armando. Muy intenso—recalcó—. Pero creo que he aprendido a comunicarme con ellos. Pequeño Nicolás intentó sobornarme, ¿Sabe?—mientras le daba un sorbo a la copa.

—¿Con qué?

—Con un trozo de papel burbuja.

Armando sonrió.

—No sé cómo agradecerle esto, Marí Paz. Me ha salvado la vida…, bueno y también la de Don Severino.

—Ya se me ocurrirá algo—sentenció esbozando una pícara sonrisa mientras le guiñaba un ojo.

Se quedaron en silencio un momento, contemplando la paz. Luego, de pronto, algo se movió.

Un caracol enorme empezó a ascender por la cortina.

Marí Paz lo señaló con preocupación.

—Es Dagon, el mejor amigo de Cthulhu. ¿Lo castigaremos con una sesión doble de Mahler… y reguetón? ¿Qué opina?—mientras hacía un ligero escorzo de cabeza y esperaba la respuesta de su vecina.

—Ahi, ahí, Armando. A por él, sin piedad.

ROBERTO LÓPEZ DEL CASTILLO

El cartero de Armando, fiel lector del grupo de escritura creativa, pero narcisista al extremo, al fin consiguió el objetivo que se había marcado durante todo el año: demorar la entrega del envío lo suficiente para que durante esa semana solo se hablará de él de manera compulsiva. Y lo consiguió.

Satisfecho por su efímero momento de gloria, a través de la ventana lanzó el paquete a la carrera, exultante por el objetivo cumplido. El objeto impactó con fuerza en la frente del Sr. Barcelona, que tragándose los hielos del cubata cayó fulminado en el sofá.

Se despertó horas después, mareado por el efecto del golpe, o tal vez por el efecto de la bebida espirituosa. De cualquier manera, lo hizo con la satisfacción de ver en su regazo el esperadísimo envío de correos con el membrete de un trébol.

Llegó…»como caído del cielo»

ARMANDO BARCELONA

¿EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES?

Armand du Bovary, decimoquinto barón de La Charbonnière, disfruta de una renta pequeña que su tatarabuelo, Armand José, pudo poner a salvo en tiempos de la segunda revolución, gracias a los contactos que hizo su esposa Joséphine, hija de Dominique Brouard, un boulanger aisé parisino con buenos amigos en la Asamblea Nacional. Al parecer, los efectos que sus prietas hechuras tenían para determinados miembros del gobierno revolucionario, en nada envidiaban a los que suscitaba la guillotina entre la nobleza reaccionaria.

Vivre dans une petite ferme à la campagne normande tiene sus ventajas, más aún si la explotación se encuentra en los arrabales de Lisieux y en ella se elabora uno de los mejores calvados del departamento homónimo. Aire puro, alimentación sana, ejercicio físico adecuado. François Ballarde es el cartero de la zona. Armand y monsieur Ballarde, comparten aficiones: hacen su propia mezcla de tabaco para la pipa, les gusta la buena mesa y son consumidores fieles del excelente aguardiente de sidra que se elabora en la región, algo de lo que dan fe sus sonrosadas mejillas, surcadas por una sutil red de pequeñas venitas azuladas. Ambos adornan sus belfos con sendos moustaches al estilo anglosajón, un adorno facial que es común entre los normandos, y no es esa forma de cuidar el aspecto personal lo único que recuerda en Normandía a los vecinos del canal.

En la Inglaterra victoriana, el cartero anunciaba su llegada con un toque en la puerta; si traía un telegrama eran dos y eso presagiaba malas nuevas. Los telegramas eran caros, por lo que solo se usaban para comunicar noticias importantes, casi siempre la muerte de algún familiar. Por eso, que el cartero llamase a la puerta dos veces, solía poner de los nervios a la gente. Hoy en día, desde que se implantaron los buzones comunitarios, ya no es preciso que llame a tu puerta, aunque también resulta inquietante que lo haga, porque significa que trae una multa de tráfico o alguna notificación del fisco.

La esposa de Armand se llama Emma, de soltera Renaud, no tiene un fino cuello de alabastro ni la cintura estrecha de un reloj de arena, pero sus tripes à la mode de Caen quitan el sentido; es una sinfonía para los sentidos la forma en que logra maridar los callos de ternera con verduras, especias y un toque de calvados. ¿Y su teurgoule? Nunca nadie ha podido resistirse a la glucídica tentación de ese arroz con leche y canela, que emerge del horno tras una suave y lenta cocción.

Monsieur Ballarde no es ajeno a esa seductora propuesta; como buen gourmet está preso en las redes culinarias de la esposa de su amigo y el barón de La Charbonnière no tiene escrúpulo alguno en consentir ese romance. De modo que si a madame Bovary se le ocurre añadir al menú unos moules à la crème―quién se resiste a la nigromancia de unos mejillones cremosos con cebolla y perejil―, pone en marcha el protocolo. L’ami sonne toujours deux fois, y le hace dos perdidas al cartero, para que la granja de los Bovary sea la última entrega de la mañana; invitación sincera a un ménage à trois gastronómico, que Ballarde compensará con una botella de Château du Breuile, para aromatizar los posos del café, mientras ceban las pipas y deciden quien juega con blancas. Luego, e2 e4, la tarde se prepara para una larga y placentera digestión.

No siempre es el cartero quien tiene que llamar dos veces.

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

La cartera de Armando

―Como te iba diciendo, hermano, mi marido es más cenutrio cada día que pasa, figúrate, que el otro día le dio por decirme que estaba guapísima y ni me había pintado ni ná de ná, ¿te lo puedes creer?…

«Debe ser que no te habías puesto la capa de maquillaje barato de cinco centímetros de grosor y descubrió cómo eres en realidad. Pobre hombre, treinta años de matrimonio y todavía no te había visto el careto al natural».

―… y no contento con eso, intentó darme un besito, menuda ocurrencia, yo con los labios sin pintar y el muy mastuerzo se me pone cariñoso…

«Claaaaaro, para una vez que no se iba a quedar pegado…»

―…no me quedó otra que hacerle una cobra y, encima de que casi me rompo el cuello por mi movimiento defensivo vertiginoso, va el atontao y parece que le sentó mal. No sé qué le pasa, pero está muy raro, cualquier día de estos me divorcio, me tiene muy hartita…

«No va a hacer falta, porque te voy a estrangular de un momento a otro, vaya chapa, hermanita…»

―Armando, coña, ¿me estás escuchando? Yo, aquí, abriéndote mi corazón lacerado y tú pensando en las musarañas, qué cruz de familia, oyes. Sigo. Ya, la gota que rebasó el vaso fue cuando me dice el lerdo de él que…

♪Meeeeeeeeeeeeec♪

«El telefonillo, salvado por la campana».

―Un momento, Euduvigis, voy a ver quién llama…

―Date prisa, que ahora viene lo mejor…

«Sea quien sea, se queda, y compartimos el sufrimiento».

―Diga.

―Correos, un paquete para Armando Tarragona, ¿me abre?

―¡¡¡Por supuesto!!!

―¿Quién es, hermano?

―Una cartera que me trae un paquete.

―¿No habrás pedido revistas guarras?

―Euduvigis, por favor, que ya tengo una edad.

―Desde luego, qué vergüenza, todos los hombres sois iguales, es ver un trasero respingón y dos melones bien puestos y perdéis el norte. Qué lástima. Como pille un día a mi marido con un Interviú de esos, le corto el pilindrindín, como lo oyes. En cuanto me vaya, me compro unas tijeras de podar secuoyas.

«Jooooooder, tengo que avisar a mi cuñao, la loca Perales le va a dejar eunuco…»

♫Glin glon♫

―Despáchala rápido, que tengo que desahogarme, mi vida es un asco…

♫Glin glon♫

―Vooooooooy…

―Hola, soy Mónica, la nueva cartera del barrio, que siempre llama dos veces. Encantada. ¿Eres Armando, hermoso?

«Glubs, Sharon Stone en mi casa, y le he gustado, me bloqueo, me mareo, se me va la pinza, me quedo in albis…»

―Armando, ¿te sucede algo? Como no contestas…

―Señora, su marido no conoce, le ha dado un chungo.

―Cuidadín, que es mi herm… «Ostras, vaya pibón, me he enamorado hasta las trancas, a mi marido que le den». Hola, guapa, pasa, pasa, y charlamos un ratito…

«Halaaaaa, la Euduvigis se ha cambiao de acera, toma del frasco, Carrasco…»

―¿No habría que llamar a una ambulancia? A su hermano se le está poniendo jeta de besugo.

―No te preocupes, es que le gusta llamar la atención, está muy necesitado de protagonismo, como es tan simple…

«¿Será pécora la tía?»

―Simple, no sé, pero guapo lo es un rato.

«Diosssssssssss, la baba no, por favor, que pierdo todo mi encanto».

―¿Tú crees? Pero, mira cómo se le cae la baba, es patético.

«¡¡¡Harpía!!!»

―¿No tendrá un sofá para tumbarle? Si me ayuda, le llevamos entre las dos.

«Qué maja».

―Uff, el médico me ha prohibido coger peso.

«Qué puta».

―Vaya, lo intentaré yo sola…

«Más buenaaaa…»

―Quita, quita, si le encanta estar de pie.

«Más malaaaa…»

―Me parece que no respira bien, voy a hacerle el boca a boca.

«¡¡¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiií!!!»

―Déjalo, mujer, ya se lo hago yo luego.

«¡¡¡Noooooooooooooooo!!!»

―Bueno, me tengo que largar, que llevo el carro lleno. Aquí tiene el paquete para Armando. Viene de Mérida.

―Por mí, como si lo tiras, son revistas de lobas en cueros para viejos verdes.

«Cabrona, es el nuevo libro grupal de Cuatro Hojas».

―Yo se lo entrego y usted verá, pero seguro que se equivoca, con esa carita de ángel, me extrañaría muchísimo. Si tengo un ratito, vengo más tarde a ver qué tal va. Es tan mono…

«Armando, reacciona, que se va».

―No te vayas todavía, mujer, ¿unos canapés?

«Por una vez, estamos de acuerdo».

―Si no fuera porque podría ser mi madre, diría que me está acosando, señora.

«Ole ole».

―¡¡¡Uy, lo que me ha dicho!!! A tomar por saco de aquí, ¿será posible la ofrecida esta?

¡¡¡Catacrock!!!

«Joooooooder, mi puerta nueva…»

―Armando, mira lo que has conseguido, ni se te ocurra moverte de ahí, que voy a inspeccionar tu paquete.

«Mientras sea el que ha traído Mónica, vamos bien… Ay, mi Mónica, ya la estoy extrañando…»

―Pero ¿qué es esto, un libro? Qué decepción. Coña, si es de relatos ¡¡¡y hay uno tuyo!!!

«Lee, lee, te vas a giñar, juás».

―”Mi queridísima Euduvigis”. Si me lo has dedicao y tó. Qué ilusión. A ver…

“José Armando era un hombre feliz. Adoraba contemplar la naturaleza, la belleza del paisaje silencioso, solo roto por el idílico trinar de los pajarillos asilvestrados.

Tanta felicidad le produjo sofoco, y decidió darse un baño en el paradisíaco lago plagado de pececillos de colorines chillones.

Pero, hete aquí, que la diosa Fortuna dio un giro repelente de los suyos, y el horror se materializó como por jodido ensalmo: Su hermana Euduvigis, que apareció por allí sin venir a cuento, se dirigió al hedonista José Armando, proporcionándole una yoya de realidad.

―Hermano, se te sale un huevo por el bañador.

Monsieur Tarragona, que no podía con los plastas (ni con la tuna), actúo con la velocidad del rayo, sin temblarle el pulso, e hizo lo que siempre había deseado.

Actualmente, el bueno de José Armando cumple una condena ejemplar, de esas revisables, por despedazar y papearse a su hermana Euduvigis…”

―¡¡¡¿Con que esas tenemos, cabronazo?!!!

¡¡¡Poinca poinca poinca ¡desgraciao! Fuaaaaás fuaaaás fuaaaás ¡Hijoputin! Ras ras ras ¡Caracandao! Boing boing boing ¡Cabezabuque! Zasca zasca zasca ¡Meapilas!…

* * * * * * * * *

Radio “Cadena todo a cien”, programa “Sucesos paraanormales”

“Una cartera de muy buen ver, por no decir que está como un queso, evitó ayer la lapidación de un escritor de campanillas por su propia hermana, Euduvigis Tarragona, una mujer difícil de ver.

Mónica, que así se llama la agraciadísima funcionaria de Correos, pilló a Eudivigis haciendo cemento con intenciones más que aviesas. Dada su superioridad física sobre el proyecto de asesina, le metió cuatro mecos bien daos y la dejó mirando a Cuenca.

A todo esto, según información de la policía científica, el ínclito juntaletras, que había despertado de un misterioso letargo, incognisciente a más no poder, le pidió matrimonio a la bellísima Mónica y pa Las Vegas que se fueron, vestidos de Elvis y Marylin, ¿o es Marilyn? No hay manera de que me entere, chico.

La policía ha pedido la colaboración ciudadana para encontrar a la Euduvigis. La descripción aportada: Mujer escurridiza, fea de pelotas, con un libro en la mano que no tiene título en la cubierta, solo santos, oigaaaaa.

Seguiremos informando…”

CARMEN BERJANO

Aquella tarde me invadía la nostalgia. Esta primavera la hipomanía no venía. Seguía de mi mano un ligero desánimo que se acusaba más en las mañanas.

Recordé la historia con Armando, como se recuerdan los primeros amores con tímida sonrisa y añoranza extrema.

Recordé aquellas cartas que nos mandábanos y reflexioné sobre lo distinto que era todo ahora, en la era de la inmediatez.

Amar antes era mucho más valiente e imaginativo.

Recordé cómo visualizaba todo el recorrido de mis cartas y las suyas. Cómo me imaginaba a su cartero cómo un señor mayor y muy amable.

Y dejé todo porque mi último ligue de Tinder había colgado un reel y tenía que reaccionarle rápido. Y colgar mi skin care de ese día.

De verdad, cuánto postureo.

Pero ya era imposible volver atrás… ¿O no?

Me lancé a buscar a Armando por redes.

ARCADIO MALLO

El cartero de Armando

Nadie conoce al cartero de Armando. Ni siquiera se sabe su nombre. Para todos es ese chico larguirucho, desaliñado y sin afeitar, que va como un loco por las calles del pueblo en su inconfundible Scooter y con casco amarillo estilo bacenilla.

El apodo del cartero de Armado es culpa del propio Armando. Debe ser el único que todavía recibe correo postal en todo el pueblo. En plena era digital que todo el mundo anda con redes sociales y aplicaciones de mensajería instantánea, él sigue con lápiz y papel. Hoy, cuando recibía el correo, Susa, la vecina, no pudo resistirse.

— Armando, coño, hay que modernizarse, que el correo postal ha pasado a mejor vida.

— ¡Calla! ¡Calla! — dijo enseñándole el sobre marrón — Con razón que haya pasado a mejor vida. ¡Esto debería haber llegado hace más de una semana! Menos mal que Cris Moreno ha estado atenta al tema.

— Pues no será por la velocidad del chico, que no anda precisamente despacio — recriminó Susa delante del cartero de Armando.

El chico, como si no fuera con él, se subió al ciclomotor y abrió gas a fondo, saliendo a toda leche.

Armando cerró la puerta y se fue a disfrutar del ansiado «Cuenta hasta cuatro», un libro del que había leído maravillas.

Susa se quedó sola en medio de la calle con cara de póquer, con esa sensación frustrante de que ni a Armando ni al cartero le habían importado mucho sus palabras.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

MUNDO POSTAL


—¿Te lo puedes creer, Marcelo? ¡Pues no que va y me dice el mecánico que al coche no le pasa nada! Que la razón de que no tire es de puro gordos que estamos. Que al pobre vehículo le faltan caballos, que no tiene resuello suficiente para arrastrar con nuestras carnes, además de los cerros de cartas, certificados, paquetes y demás material entregable que habita en la parte trasera. Gordos, dice. Un tío de complexión mayoritariamente esférica cuya voz cavernosa retumbaba proveniente de las tripas y los bajos del furgón, al tiempo que sobresalía una barriga peluda y asimétrica derramándose por ambos flancos. Que le llaman “el grasas”, Marcelo. No sé si por los tocinos que tanto esfuerzo le ha costado sacar adelante o por el oleoso maquillaje negro propio del oficio que se extiende de forma aleatoria por la cara y el resto de su cuerpo. Marcelo, que le tuve que echar una mano para que se pudiera levantar, el muy bandido. Si no es por mí, allí se queda a vivir, debajo de la “furgo”. Como te lo digo. Y encima se atreve a llamarnos gordos, a nosotros, dos orgullosos siervos públicos dedicados a la entrega hacia los demás.

—Ya te digo. Menudo impresentable el de las bujías. Lo nuestro no es gordura, Orlando. Es hermosura corporal. Ya lo decía madre, que en paz descanse, que no es lo mismo ser gordo que estar lustroso. Por cierto, otra vez ha vuelto a reclamar el tal Armando ese. Todo el día plantificado delante de la puerta de Correos, antes de que abran. ¿Pero es que este hombre no duerme? Me tiene ya hasta la parte superior de la coronilla. Que si no le ha llegado su paquetito, qui si ni li hi lliguido si piquititi… que si los funcionarios de correos nos movemos menos que la quijada de arriba, que si así va el país… Hablando de gordos, ya me está empezando a caer ídem el tipo ese. A ver si se ha creído que Zaragoza se cruza andando en un día. Por lo visto, el librito ese que tanto espera ahora va a resultar que es más importante que la Biblia o el mismísimo Quijote. Por cierto, aquí lo tengo, Marcelo. Que el otro día me dio por abrir el paquete en cuestión. Ya sabes, esa curiosidad irresistible que tenemos los carteros. Embelesado me hallo, te he de confesar. Qué maravilla de escritura. Dos semanas llevo con los escritos, cuentos y relatos que destilan estas criaturas, los plumillas del trébol. Sin parar de leer, que ya se me están retrasando las entregas. Menudo talento gastan los jodíos.


—Quita de ahí, Marcelo, y deja de pegar la hebra. Mira a ver si se ha cargado el patinete eléctrico. Parece que por fin se han compadecido de nuestros padecimientos y han tomado cartas en el asunto. Precisamente, en el asunto de las cartas. De tanto andar y con estas temperaturas primaverales, ya estaba empezando a sudar colesterol hasta por los dientes, todo el día con la saca a cuestas. Menos mal que siempre llevo el bocadillo de emergencias, para reponerme, no sea que me dé una bajada de algo. Debería ir encerrado en una cajita de cristal, como las mangueras de incendios, esas que piden rotura en caso de emergencia. Si así fuera, con mis ansias nutritivas, no ganaría para martillazos.


—Anda, Orlando, dame la mitad de esa delicia de panceta, no sea que te dé algo. Arranca ya y subamos al engendro mecánico este. Aunque no sé, no lo veo. Poco espacio y pocas ruedas me parecen. A ver si se porta como un campeón, con nosotros dos encima. Tranquilo, Armando, no sufras más, criatura. Resiste, que ya llega la caballería postal rauda y veloz a tu domicilio. Portando el faro que iluminará tus letras. Espera, le pongo precinto al sobre, que no se note que lo hemos abierto.

LOLI BELBEL

LA ENTREVISTA

Desperté más temprano que de costumbre. Me preparé el desayuno y escuché un rato la radio. Por las mañanas la prefiero a la televisión. Más de lo mismo: noticias de política nacional, internacional, algunos sucesos violentos, deportes, el tiempo y una entrevista, que no llegué a saber a quien la hacían porque enseguida la apagué.

Me dirigía al cuarto de baño cuando algo en la puerta me impidió abrirla del todo.

¿Qué está pasando aqui?-me dije a mí misma.

Volví a empujar de fuera para adentro, y nada. Imposible. Algo la estaba atascando, obstaculizando su abertura.

Le di una patada con todas mis fuerzas.

Tampoco. Seguía prácticamente cerrada. Y al otro lado no se oía ruido de ningún artefacto que pudiera ser el causante de semejante obstrucción.

Decliné seguir en el empeño y me lavé como pude en la cocina. (Peine, siempre llevo uno en el bolso). Y espejo hay uno en el recibidor.

Pero…, si cuando me levanté antes de desayunar estuve en el baño, -pensé de repente Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Temblé, tenía miedo. No puede ser, no había nada en el suelo cerca de la puerta…

¿Una baldosa del azulejo? ¿Un trozo de algún bote de cristal, agua de colonia, gel, cremas, …que al hacerse trizas pudieren colocarse en el intersticio de debajo de la madera impidiendo su empuje?

No, no. La patada que le propiné fue suficiente fuerte a favor de la inercia. De fuera hacia adentro. Al revés, tal vez hubiera sido diferente.

Laura, me dije-:»ve al colegio y no le des más vueltas. Alguna explicación habrá. Y llamaré a alguien que venga a casa a echar un vistazo».

Me vestí y al abrir la puerta de casa, de dentro afuera, me ocurrió lo mismo pero al revés. Y solo estaba yo y el pomo de la puerta. Se abrió cuatro cinco centímetros nada más. ¡Ay Dios mío! ¿Qué está pasando aquí?

Respiré hondo, varias veces.

Voy a llamar al colegio para decir que llegaré tarde, pero pondré una excusa. .

Llamaré a un cerrajero. A un carpintero. No. Mejor, llamo a Armando, mi amigo que es un manitas. Él me ayudará. ¿Voy al cole o le llamo? No encontraba su teléfono. Como casi no le llamo, pasé de agregarlo. Me llegaré hasta su casa. No. Mejor se lo pido a Paco, mi hermano.

Marco el número…Y cuál fue mi sorpresa, cuando me dice:

– Laura, estamos siguiendo tu entrevista desde la emisora donde estás hablando sobre tu última novela de parapsicología, esa de las puertas que no se abren, de los ruidos en los armarios, de las visiones en las paredes, espejos, y eso… de los espíritus que tu protagonista va invocando y viven con ella… (No llegué a tiempo del principio de la entrevista, fui a dejar a los niños al cole)…Pero Ana ya tenía la radio encencida. Sabía la hora más o menos. Nos lo dijiste tú anoche. Armando también la está siguiendo. Está esperando un paquete muy importante, pero su cartero se retrasa y mientras lo espera aprovecha para oirte también. Luego hemos quedado para comer y preparar el cumpleaños de Ana. ¿Te apuntas Laura cuando acabes la entrevista? Quedamos en el restaurante

Las palmeras. A las 14 h aproximadamente.

[ Ni respirar se me oía…]

No pronuncié palabra alguna…Estaba paralizada con la mano del teléfono agarrotada.

«¿Estoy aquí, estoy ahí en la radio?»

«-¿Viva, muerta»? (… )

– ¿Te han dejado descansar un rato?

Lo estás haciendo muy bien. Te felicito y mi mujer sigue pegada a la radio.

Me está diciendo que es radiofusion FM.

La que tú siempre escuchas…

– Por cierto Laura, ¿cuándo te daban el premio de tu último libro?

– ¡Ah!…Y se me olvidó preguntarte, hermanita, ¿qué querías, por qué me habías llamado?

Loli Belbel @

P.S. Por cierto, querido amigo Armando, el paque que te traerá el cartero es mi libro dedicado. Serás uno de los primeros en tenerlo. Abrazo grande.

ANGY DEL TORO

Mi marido, el cartero y yo

—¿Sabes si ya pasó el cartero?

—Has preguntado tres veces. —respondió mi marido sin levantar la vista del celular.

—Y ahora ¿qué estás esperando? Te he dicho que utilices las redes sociales. Esa historia de los carteros ni se usa, ni me gusta, y lo sabes.

—No me interesan las redes sociales. Estaré chapada a la antigua, pero emociona esperar correspondencia. En mi pueblo, estar pendiente del cartero es uno de los acontecimientos más importantes de la semana.

—Da por terminada esa dependencia. Vives en la ciudad y estamos en pleno siglo XXI. Así que olvídalo, conéctate a Internet y actualízate. No quiero ver más a ese hombre parado en la puerta de la casa, ni mucho menos que le estés brindando agua, café… ¡ni una sonrisa!

Pero yo seguía esperando.

Han pasado setenta y dos horas y de cartero, nada. Así que decidí actuar.

—Voy a la estación de policía. El cartero ha desaparecido. No me lo vas a impedir.

Apresuré mis pasos, ignorando los gestos de mi marido quien caminaba detrás. Al llegar, entré sin pedir permiso.

—Vengo a denunciar la desaparición de mi cartero. —dije con firmeza al oficial de guardia.

El oficial frunció el ceño, como quien intenta descifrar una broma. Me hizo pasar a la oficina contigua.

Durante el interrogatorio, descubrí que no tenía más datos que un seudónimo: Armando Guerra Solo.

—¿Y ese es su nombre real?

—Es como todos lo llaman en el barrio. Además, es parte del misterio.

Tomó nota, aunque con desgano. Me sugirió que no podía reportar una desaparición sin datos concretos y que quizás mi marido…

—Sí, sí —interrumpí—. Mi marido dice que ese es un seudónimo porque el cartero anda tras todas las mujeres casadas. Según él, «Guerra Solo» es porque siempre está buscando a quien conquistar. Pero yo sé que no es así. El cartero es un caballero. Y además… él entrega más que cartas.

Volví a casa con un panfleto de “personas desaparecidas” que me obligaron a rellenar. Mi marido me esperaba en la cocina con una maleta abierta.

—Tengo que viajar. Negocios en el extranjero. Estaré una semana fuera. Por favor, no hagas escándalos con eso del cartero. Te dejo Internet funcionando y un grupo de WhatsApp para que te comuniques con normalidad. Ya es hora de actualizarte.

Sonreí. Asentí. Le ayudé a cerrar la maleta. Y esperé a que el taxi lo alejara calle abajo.

Una hora después, con una taza de café acabado de colar en la mano, marqué un número oculto.

—Al fin solos, cariño. Ya puedes “salir del clóset”. Mi marido se fue y no vuelve en una semana.

Del otro lado de la línea, una voz suave respondió:

—¿Jugamos al «Cartero Desaparecido»?

—Jugamos. Pero esta vez, sin uniforme. ¿Por qué te escondes? ¿Qué peligro hay en seguir repartiendo cartas?

— No son cartas son libros que pesan y aún más peligrosos. La gente espera los libros de escritura creativa y ni descansar me dejan. Dicen que son libros mágicos, que cabe de todo: deseo, secreto, traición.

—Y esperanza también.

—Eso es lo que más pesa.

—Mi marido cree que estás desaparecido.

—Entonces esta noche soy un fantasma.

—O un cómplice mío, de mi juego. En la estación dije que tú nombre es Armando.

—¿De qué juego hablas?

—De uno donde nadie sabe quién miente. Ni si lo nuestro es amor… o sólo ansiedad por recibir el libro grupal antes que los demás.

IRENE ADLER

CAÍDO DEL CIELO

Hace meses que el rumor se ha convertido en estrépito. Mis comadres de la portería no hablan de otra cosa y me exhortan constantemente a alzar el vuelo, emprender la aventura, emanciparme de la señora Dorotea y su pequeño apartamento en la portería, para ir a instalarme cual polizón de barco de Conrad en el tercero izquierda, dónde los constantes y abrumadores rumores aseguran que vive y trabaja un Escritor.

Un Escritor…

Las últimas noches las he pasado en vela discurriendo la manera más conveniente de sortear la escalera de tres pisos, el modo más artero de colarme en el ascensor, el impulso requerido para salir por la ventana enrejada de la señora Dorotea y ascender por la fachada hasta los balcones abiertos del tercero. Siempre hay música saliendo hacia la calle desde el piso del Escritor, música clásica, suave, como una tácita invitación a entrar, saludar y quedarse. Me he imaginado muchas veces acomodada en lo alto de un anaquel rebosante de libros bajo una luz cenital y cálida, oscilando contra algún título reconocible al ritmo singular de esa música sin estridencias, escuchando con devoción el bisbiseo de las páginas de los libros que charlan con desenfado entre ellos, contándose historias unos a otros como camaradas de trinchera que vinieran a compartir un cigarrillo. La vida secreta de las palabras que los humanos han olvidado escuchar.

Y entonces, como caído del cielo, el cartero llamó a la puerta de la señora Dorotea y preguntó por Armando, el inquilino del tercero izquierda.

Mientras la señora Dorotea atendía al hombre y lo enredaba en sus soliloquios y la interminable relación de sus dolencias reumáticas, me deslicé con sigilo por las perneras del cartero hasta encontrar asidero y acomodo bajo la cornamusa invertida que adornaba su bolsa de loneta. Aquel adorno amarillo tenía reminiscencias de girasoles y primaveras y cacerías del zorro en las campiñas inglesas. Para cuando el cartero, impaciente, logró desentenderse de la señora Dorotea — que como todos los tiranos era bajita y autoritaria — ascendimos por la crujiente escalera hacia el tercer piso: la cornamusa oscilando contra su cadera y yo oscilando contra la cornamusa. Y al abrirse despacio la puerta oí la música como una exhalación o un suspiro, envolvente e hipnótica como acostumbran a serlo las promesas. Salté y dejé que el aire del apartamento me acunara, primero a ras del suelo, luego a la altura de las tulipas de todas las lámparas, luego sobre la madera cálida, de nogal o de cerezo, de una estantería tan alta como debía de serlo el cielo.

Olía a ajo, aceite de oliva y albahaca fresca. Había una botella de vino tinto sobre una mesa, convenientemente descorchada y respirando. Los libros me saludaron con el entusiasmo de los viejos amigos y yo me sentí ligera, aturdida por la altura, feliz. Encontré un recoleto lugar entre varios libros en rústica sobre reyes decapitados y me senté mirando al frente, hacia la mesa de trabajo y la pantalla del ordenador. Era una buena vista. Era la mejor vista del mundo… Siempre y cuando el Escritor no fuera uno de esos maniáticos de la limpieza que esgrimían los plumeros como si fueran kalashnikovs.

Aunque una mota de polvo sabe esconderse…no siempre consigue huir.

MARÍA JESÚS GARNICA

Es cartera Mari Carmen se llama, aunque por el aspecto parece alemana, pero es un amor.

Siempre pierde las cartas de Armando, los libros, ella no sabe nada.

Armando, detrás de la puerta la espera.

Sabe que pasará de largo.

Armando se arma de paciencia y la espera.

Nada hoy, le dice la cartera.

Armando, le explica, todos los del grupo recibieron su libro.

Lo siento, pero no hay nada, le dice Mari Carmen.

Y se va.

La cartera se monta en la moto amarilla y acaricia debajo del uniforme un bulto.

El libro qué espera Armando. Pero ella lo tiene que leer antes.

Lo siento Armando,es un libro muy codiciado.

ANA DEL ÁLAMO

El cartero llama dos veces, pero Armando no lo sabe.

Qué puñetas pasará este año con correos que no llega el libro?, se pregunta Armando.

En casa

Armando está repantigado en su butaca preferida elucubrando una historia. Es lo que hace antes de ponerse a escribir. Imagina, sueña, desea, piensa y repiensa antes de ingeniar sus letras y plasmarlas en la hoja en blanco que le mira desafiante, incluso un poco cabrona, riéndose por sus bordes.

Armando se levanta y se asoma a la ventana. _El tiempo está raro, se dice para sí, y canturrea algo para distraer su mente e invocar a las musas.

Observa a unos padres que llevan a sus hijos de la mano. El más pequeño quiere soltarse e ir a su aire. A Armando le hace gracia la escena y dice en voz alta_ jodío niño, pronto empieza. Y suelta una carcajada. El gato se espanta y de un salto se sube a sus brazos. Armando ríe _ jodío gato!

La tarde se vuelve naranja en el horizonte y el cielo tornasol invita a refugiarse de nuevo en la butaca, pero antes se acerca al mueble bar y se prepara una copa.

Ya de nuevo en su escritorio, vuelve a mirar la hoja en blanco y se dice que ya tiene datos suficientes para un pequeño relato que enviar a Cuatro Hojas: el jodío niño, el gato asustadizo, ese cielo anaranjado, el cartero que no llega…compondrán una historia.

Ya debería haber recibido el libro de todos los años, donde cada uno de los integrantes del grupo, incluido él, han publicado sus poemas y relatos con tanta ilusión.

Un timbrazo le saca de su ensemismamiento y piensa que tal vez sea el libro por fin.

Es la vecina diciéndole que el cartero ha llamado a su casa preguntando por él porque seguramente la dirección era errónea. Y ella le ha recogido el paquete amablemente.

Armando la invita a pasar y ella accede. Le sirve un refresco y sin más dilación descubren el libro esperado. Comienza a hojearlo y lee en voz alta algunos pasajes para ella, que queda encantada con lo que escucha y así pasan la tarde entre lecturas, risas y cuentos de luces y sombras.

La vecina, Manuela, está prendada con las historias y él le promete que se las seguirá leyendo y que quizá no corrija el número de su puerta para que sea ella quien le lleve el libro a casa el próximo año y revivir juntos nuevas historias (esto último lo piensa, pero se lo calla).

Armando es algo tímido.

ABBY MARSIE ROGOM

EL CARTERO.

UNA CARTA A MÍ.

A veces me asomo dentro y quiero decirme algo,

que todo está bien,

que no todo es mi culpa,

y que hay culpas más antiguas que yo.

Culpa.

Quisiera

abrazarme a veces

pero no puedo llegar,

es el camino a mí

una emboscada.

A veces me acerco,

pero soy mi juez,

y no hay juez más inmisericorde

que uno mismo.

Me miro a los ojos

con reproche y pena

y castigo.

Sin perdón.

Perdón.

Puedo acercarme

un poco más

y me pincho.

Me hieres, me alejas,

me lanzas lejos.

Quiero abrazarte

pero eres

un mar encrespado,

una colonia invasiva

de púas,

un arbusto desértico.

Lavarme las manos,

una vez y otra

no me limpia el espíritu,

no me sosiega el alma,

no calma mi mente.

Mi mente.

Ahí estamos ambas, mirándonos de lejos, retándonos.

Quiero acercarme a tí

para consolarte,

pero no me dejas.

GAIA ORBE

a los tropiezos

el cartero de Armando

cruza los mares

*

unas tras otras

las olas contra el faro

crujen las hojas

*

al amanecer

el audaz mensajero

raudo avanza

*

noche de otoño

los focos encendidos

vuelan gaviotas

*

entre los vientos

desafiando peligros

misión cumplida

*

un libro abierto

secretos de poetas

sobre mis manos

*

cuentos de genios

en la bolsa de Armando

suenan las risas

EFRAÍN DÍAZ

Para una madre que tiene un hijo en la guerra, no hay nada más desesperante, ni más reconfortante, que recibir una carta escrita de su puño y letra.

A Johan lo atrapó la guerra. Su país, en un burdo intento de imponer una democracia no solicitada en una nación soberana, lo reclutó obligatoriamente. Necesitaban soldados. Carne de cañón. Porque si algo consume la guerra, además de municiones, son vidas.

Johan recibió un entrenamiento básico, acelerado. No había tiempo para más: ni para profundizar, ni mucho menos para practicar. Con lo mínimo, lo despacharon al frente, a representar los ideales de su país frente a un “enemigo” que, en realidad, poco se interesaba en cómo vivía su nación, pero que, por orgullo o por principios, no aceptaba imposiciones.

Fue así como llegó Johan al centro de la acción, armado y asignado a una batería de infantería.

Pasaron los días, las semanas, los meses. Y Johan, invariablemente, escribía a su madre. Todos los viernes, sin falta, le enviaba una carta contando las incidencias de la semana. Le decía que todo marchaba bien. Que defendía a su país con valentía y honor. Que había hecho muchos amigos y aprendido muchas cosas nuevas. Cada semana, Armando, el cartero, entregaba esa carta a su madre, que rebosaba de alegría al recibirla.

Pero la realidad era muy distinta.

Johan era una suma de pérdidas. Perdía horas de sueño, kilos de peso y la alegría que lo había caracterizado. Flaco y enjuto, luchaba no por ideales, sino por puro instinto de preservación. No combatía por su país, sino por su vida.

Mientras tanto, en casa, su madre esperaba cada viernes a Armando, el cartero, quien sin fallar le entregaba la misiva de su hijo. Hasta que un día no llegó. Pasó una semana. Luego otra. Y la ansiada carta nunca apareció.

Desesperada, la madre de Johan llamó a la Oficina del Auditor de Guerra. No tenían información, dijeron. Pero una madre sabe. Johan nunca faltaba. Algo había ocurrido.

Y ocurrió lo que todos temían.

No fue Armando, el cartero, quien vino esta vez. Fue un auto negro. Y de él bajaron dos oficiales y un capellán. Al verlos, la madre de Johan se desplomó en un llanto amargo y desconsolado. El padre, por su parte, se mantuvo en pie con un esfuerzo estoico, sobrehumano, aunque por dentro se desmoronaba pedazo a pedazo.

La semana siguiente, la maquinaria de guerra reclutó a Jason, otro joven como Johan, para llevar la democracia no solicitada a un país soberano. Y el cartero, Armando, u otro, volvería a repartir cartas. Y otra familia, en otra casa, rezaría sin cesar para que jamás llegara el maldito auto negro con dos oficiales y un capellán.

ART MI

ROSA DE LOS VIENTOS (para el tema de la semana: el cartero de Armando).

Vino el cartero de papá, muy a deshoras, incluso en aquellos tiempos violentos.

Me miró, con mucha solemnidad, y esquivó mi mano cuando la acerqué para coger la carta; se la entregó a Rosa, que venía llegando desde dentro de la casa en ese preciso momento.

No esperó la propina de siempre, solo se quitó el sombrero, hizo una leve reverencia y se marchó para siempre.

Rosa se quedó de pie, ahí mismo, devorando el contenido del papel, en silencio, con la luz cómplice que alcanzaba a llegar de la lámpara en la acera de enfrente.

Luego comprendí que el cartero le había entregado la carta por la fama que tenía de ser una mujer dura, quizá.

El caso es que ella dobló la hoja con mucha prisa, la metió en el bolsillo del gabán y me dirigió a mi recámara, seca en su voz, sin ser grosera: métete, mañana lo platicamos mejor; todo estará bien.

Ya bajo las sábanas alcancé a escuchar su llanto atropellado, pero no me atreví a buscar la verdad, no a esa hora, no en esas circunstancias.

Al amanecer la casa estaba más limpia que de costumbre, incluido el reino de las viudas negras que quedó reducido a las telarañas destruidas y enredadas entre las cerdas de la escoba.

Ella, mi hermana, esa niña adulta con nombre de flor y carácter de maleza, ella descolgó todas las fotos familiares, y no supe qué fue de ellas: creo que estamos por nuestra cuenta – me dijo, con los ojos aún hinchados.

Nunca más se habló del tema, y nunca más tuvimos visitas del correo.

A Rosa se le fue la vida entonces, la que le quedaba en medio de la guerra.

Dejé de verla por completo, incluso en las comidas, que fueron siempre nuestra tregua no acordada;

ponía mi plato sobre la mesa, todos los días, a las horas exactas, pero no me acompañaba.

Seguramente era por los desvelos de su vida secreta, sus noches fugitivas, agitadas, y los hombres que venían de madrugada y que ella metía a su recámara, regañándolos para que no hicieran ruido, no sea que fuesen a despertar a la niña.

Se volvió un espectro, uno que dejaba monedas escondidas en mi almuerzo de la escuela, y notitas intermitentes de «buena suerte», con su puño y letra.

Y en el recreo corría el run-run, se hablaban barbaridades, cosas que no puedo negar, aunque me gustaría poder hacerlo.

Decían que mi casa era una sucursal de la lujuria, que esa muchacha encandilaba a los hombres con sus piernas y sus técnicas obscenas, de amante brava, de esas que montan con descaro y vaivenes retorcidos, y que esas cosas se las enseñaron las brujas, porque Santa, la de la mercería, las vio bajar el octubre de ese año, vio las bolas de fuego descendiendo y luego varias mujeres desnudas bailándole alrededor, para iniciarla.

De ahí que nuestra posición se hubiese vuelto alta, a pesar de ser unas bastardas, unas indeseables, para la mayoría de la gente.

Fue cuando los papelitos en el bolso escolar se volvieron la nueva forma del silencio: «no hagas caso a nada, pero defiéndete si es necesario» – se leía en ellos. Otras veces se limitaban a un «te quiero para siempre», que me reconfortaba el alma.

Y se pasó un buen tramo de nuestra juventud así, existiéndonos a medias, hasta aquella mañana en que la vi por vez primera, con una dureza en la cara que aún me duele, sin la sonrisa forzada de otro tiempo, con una delgadez de alarma y ya sin el fuego que le habitó alguna vez en la mirada.

– Mira cómo nos ha pasado el tiempo… Estás bien bonita – me dijo, muy triste, apretándose el vientre.

Esa misma tarde el sacerdote me hizo el favor de hablar con la gente, para que me permitieran sepultarla.

Y no vino nadie, pero pude sentir la mirada de casi todos mientras avanzaba la carroza, burlándose en la distancia, y seguramente la mueca de satisfacción de las mujeres, esas pinches mustias, de las que iban a la iglesia con el velo, pero que a la primera noticia de que sus maridos estaban muertos buscaban con quién revolcarse, esas mismas que chillaban como gatas suplicando que les metieran más profundo la verga.

Estaban complacidas porque se había muerto Rosa, la puta, la aprendiz de oscuras artes, la que encandiló con las nalgas a sus hombres antes de que fueran a la batalla, antes de que se fueran a morir peleando por el remedo de patria que nos dejó ese pendejo que se dice el mejor presidente de nuestra historia y que, Dios así lo quiera, arda en el infierno a fuego lento cuando lo sorprenda la guadaña.

Me volví para la casa, y encontré un último escrito, pero no de su puño y letra, sino aquella vieja misiva: ya no me busquen, Rosa. Si quieren vendan la casa para mantenerse, pero nunca más me escriban, no quiero problemas con mi verdadera familia…

Supe entonces que todo se torció esa noche, muy a deshoras, esa en que vino el cartero de Armando, o de papá, como yo seguía llamándole hasta ese momento, creyéndolo una víctima inocente de aquellos tiempos violentos.

EL IDIOTA

EL cartero de Armando.

Acostado boca arriba en la cama personal del pequeño cuarto de inquilino, el cartero abrió los ojos y vio en el techo un cartel luminoso intermitente que decía cuenta hasta cuatro y pensó que algo no andaba bien. Normalmente hasta tres es la cuenta, porque a la tercera va la vencida, así reza el refrán popular, no a la cuarta, ni a la quinta.

Estaba tan absorto en sus disquisiciones filosóficas sobre las razones del cuatro que no se percató que la fuente de luz se originaba desde la portada del

libro que había dejado sobre la mesita de noche.

Sabía que Armado lo estaba esperando con ansias.

. –¿No hay nada para mi?

Siempre preguntaba con la insistencia de alguien a punto de culpar de mal servicio al correo postal por haber perdido el paquete.

—Mis compañeros ya lo tienen —agregaba con voz ronca.

No estaría muy alejado de la realidad porque el libro reposaba sobre el cristal de la mesita adjunta a su cama desde hacía dos días y aun no había decidido que hacer.

En un principio manejó la idea de desaparecerlo para no tener soportar al viejo y su orgullo:

—¡Ahí estoy yo! El primer relato es el mio.

Como si hubiese ganado un nobel o un Cervantes.

Se estaba jugando el puesto, pero la dicha de hacerlo sufrir la demora le llenaba de goce y le estaba cogiendo el gustico al asunto.

No había contado con la traviesa amiga que impulsa hacer las cosas correctas y censura las mal hechas. Ella, la conciencia, fue la que dio vida al faro de la portada y al reflejo luminoso en el techo, advirtiendo que contaría hasta cuatro para que dejara de lado la envidia malsana y regresara el libro al verdadero dueño, aunque tenga que asentir hipócritamente cuando Armando insista e insista, como testigo de Jehova, hasta que aceptara oír el relato y emitiera su favorable opinión.

¡Ojalá no gane el nobel!

Dijo a la oscuridad. Esto de ser cartero de celebridades tiene sus pros y su contras.

FRAN KMIL

EL cartero de Armando.

Los ciudadanos del pueblo de Nuesca se quejaron al gobierno de lo frívola y despersonalizada que se habían vuelto algunas profesiones tradicionales y solicitaron se reestableciera el puesto de cartero, no el de que pasa en una moderna furgoneta con logos azules dejando las misivas y paquetes en buzones apiñados, solo diferenciados por números, sino, del hombre uniformado con gorra y pito que anunciaba la nueva y caminaba las cuadras intercambiando saludos, repartiendo casa por casa, cuadra por cuadra, alegrías e infortunios.

EL alcalde, visiblemente molesto, contrariado por la tozudez de sus electores, dijo al gobernador municipal:

—¡A ese paso volveremos a los taparabos!

Pero no tuvo más remedio que aceptar la voluntad de sus electores: soñaba con ser gobernador.

Los habitantes, un poco a modo de protesta y otro de broma, le escribían cartas solo para ver la cara que ponía cuando Melquiades, el cartero, sonaba el pito y gritaba a todo pulmón ( también era parte del complot).

—¡Carta para Armandooo!

Y asomado por la ventana del despacho del segundo piso, el alcalde también gritaba.

—¡No es para tanto, hombre. No tiene que vociferar mi nombre ni tocar el pito!

Por eso le decimos el cartero de Armando, para no olvidar.

Somos un pueblo apegado a las tradiciones. No le extrañe si se encuentra con el repartidor de leche o vea montañas de leñas frente a la panaderia, ni que no tengamos máquinas automáticas despachadora de gasolina. Son 17, 50, por favor.

EVA AVIA

El cartero asesino

—Armando, querido —Entrando por la puerta del despacho.

—Dime, amada mía —le digo sin apartar la vista de la pantalla.

—¡Tú viendo la televisión! —me dice, perpleja—. Deja que te toque la frente, porque debes de estar enfermo —Tocándomela.

—No estoy enfermo, estoy hasta los cojones del cartero —bajando la voz a… bueno, la verdad es que tampoco le estoy prestando atención, total, para lo que hay ver por la televisión, siempre los mismos chupatintas diciendo las mismas chorradas—. ¿Te puedes creer que todavía no he recibido el libro grupal? Cualquier día me lo cargo, porque solo me trae puntual las notificaciones —Apagando la caja tonta.

—Tranquilo, querido, que seguro que está al caer. ¿Por qué no escribes, mientras desesperas, una de esas historias tuyas tan divertidas?

—Creo que se me ha ocurrido algo —Sentándome en el escritorio.

—Seguro que será una genialidad de las tuyas. ¿Te traigo una cervecita? —Dándome un beso sabor a fresa.

—Ni se pregunta. ¡Ja, ja, ja! ¿Y unas aceitunitas? —Mirándola picarón.

La niebla cubría las calles de Zaragoza y tras ella, las historias que contaban los habitantes ponen los bellos de punta. Cuentan que desde hace siglos el fantasma de un cartero recorre las calles incautando las letras que escribían los amantes, la de los juntaletras de aquel entonces… Letras llenas de pecados que nunca llegaban a su destino, letras que dejaban volar la imaginación, pero él las quería todas, consideraba que esas letras no merecían ser leídas por gente impura, por gente que luego las desechaba, como uno desecha un chicle.

Pero en estos días donde las nuevas tecnologías han dejado atrás a esos amantes que se dedicaban palabras de amor, a esas amigas del alma que habían sido separadas, a esos lectores voraces de historias en papel…, han hecho que la niebla en Zaragoza solo aparezca de vez en cuando.

—¡Tengo hambre! —grita el fantasma—. ¡Ya nadie escribe letras de amor! —vagando por la niebla—. ¡Miraros, parecéis zombis! —Lanzando el móvil al suelo de uno que camina por la calle.

La niebla cada vez era más espesa, como el desasosiego que él sentía. Pero, entre esa niebla, reconoce a un joven vestido con un uniforme similar a los que durante tantos siglos vio en otros. El joven cartero se detiene en un portal y con él, lleva un sobre dirigido a un tal Armando. El fantasma al ver ese sobre siente un poquito de esperanza, sabe que después de tanto tiempo de hambruna va a saciarla. Le arrebata el sobre, quedándose perplejo el joven cartero, pues, aunque nunca ha creído en las historias que se contaban, acaba de ser testigo de tal leyenda.

El cartero asesino, que es como le llamaban, se dirige hacia el puente de piedra, pues a él le encantaba devorar letras desde esas vistas. Al abrir el sobre encuentra en el un faro que hace de guía a las letras que hay en su interior. Y así comienzan a desaparecer una a una cada letra que se haya en el.

*¿Puedes verme? ¿Puedes vernos? Sí, tú….

Que extraño, parece que Paquita me esté hablando a mí. ¡Sí, te veo! ¡Quiero más!

*Caminamos juntos hasta el límite del mundo…

Hasta donde quieras, Manuela, pero dame más.

*Volaba entre días de nostalgia…

Igual que yo, Benedicto. Cuanto echo de menos los días en los que la pluma era el conductor de tantas emociones. ¡Dadme más! ¡Tengo hambre!

Y así, las hojas con sus letras de ese libro fueron desapareciendo una a una, hasta que llegó a la página sesenta y ocho, y en ella vio el mismo nombre que había en el sobre.

¿Qué estoy haciendo? Se dice así mismo. Estas letras merecen ser leídas por alguien que no sea yo. Yo soy solo un devorador, un destructor, un desechador, Armando merece que la niebla que estoy provocando desaparezca, porque todavía hay gente que ama las letras tanto como yo.

La niebla, así como llegó esa mañana, se disipó llegado el anochecer. El timbre de la puerta de la casa de Armando sonó con insistencia. Al abrirla, encontró en el suelo lo que tanto estaba esperando, pero ese libro estaba incompleto, porque el cartero asesino, había devorado parte de el.

Besos, La Incondicional.

SERGIO TELLEZ

ARMANDO BARCELONA, CORRESPONDENCIA Y DUDAS

6:45 a.m. El despertador suena a la misma hora de todos los días. Me levanto y comienzo mi rutina diaria: una rasurada apresurada, un baño con agua fría que me ayuda a despertar. Me visto con mi uniforme de cartero, agarro mi gorra y mi bolsa de correspondencia, y me cuelgo la escarapela que leo mecánicamente: «Armando Barcelona, correspondencia». Es un ritual inútil y tonto, pero hay algo en él que me hace sentir que estoy vivo, aunque sea solo por un momento.

Mi desayuno en la entrada del edificio consiste en un sándwich de jamón y queso con un café oscuro, servido en un vaso de plástico que siempre parece tener el mismo sabor a nada. Mastico mecánicamente mientras observo a la gente pasar, todos con sus rostros serios y sus pasos apresurados. Nadie parece notar mi presencia, y yo tampoco noto la suya. Es como si fuéramos fantasmas cruzándonos en la calle.

Entro al edificio de 33

pisos, soy uno más de los 1762 trabajadores que laboran en esta empresa. Para mí y solo para mí, el más importante de todos. Reparto correspondencia a cada uno de los empleados, secretarias y jefes de dependencia. Me pregunto qué pasaría con esta empresa si yo no estuviera aquí. Sí, ya lo sé, muchos piensan que ahora todo se hace por correo electrónico, pero no lo crean, aún hay miles de sobres que se reparten a mano.

Ayer, por ejemplo, repartí un par de libros de una tal Editorial Cuatro Hojas. Pude echar un vistazo a uno de ellos cuando su destinatario lo abrió con ansias. Era un libro rosado con un faro alumbrando en la portada. Me pregunté qué tipo de contenido tendría dentro. ¿Sería algo profundo y significativo, o simplemente un montón de tonterías?

Espero paciente a que se abra el ascensor, son las 7:45 a.m. como siempre. Me introduzco en el cubículo junto con los mismos empleados de siempre. Algunos saludan, otros no. Yo no saludo a nadie. Solo estoy pensando en la secretaria de Moncada, ella se subirá como siempre en el sexto, a las 7:47. Me pregunto si hoy me sonreirá como lo hace a veces, o si estará demasiado ocupada con sus papeles y sus gafas de lectura.

Me la imagino sonriendo y mi mente se distrae de la monotonía del día. El ascensor se detiene en cada piso, y yo espero ansioso a que llegue el sexto. Ella entra, es exageradamente puntual, y a mí me gusta eso de ella. Su sonrisa es contagiosa y no puedo evitar sonreírle a mi vez. No es que sea una belleza impresionante, pero tiene un cuerpo voluptuoso que llama la atención. Me la imagino como una madre excelente para mis hijos, alguien que los cuidaría con dedicación y amor.

Como de costumbre, le presento mi mejor sonrisa, y para mi sorpresa, ella me devuelve el gesto mientras su mirada se detiene en mi escarapela: «Armando Barcelona, correspondencia». La estudia con detenimiento, como si leyera entre líneas. Es la segunda vez que me sonríe en apenas cinco segundos, y ese detalle, sumado a su interés en mi identificación, me parece un pequeño milagro. Nunca antes había mostrado interés en mí de esta manera, y me siento como si hubiera ganado un premio inesperado. La posibilidad de que haya notado algo más allá de mi uniforme de cartero me llena de una sensación agradable y me hace preguntarme qué más podría haber visto en mí.

Pero en lugar de ilusionarme, mi mente se convierte en un laberinto de pensamientos contradictorios. «¿Por qué me sonrió dos veces? Ella nunca lo había hecho. ¿Por qué leyó mi escarapela con tanto detenimiento si apenas me conoce?» La duda se instala y mi imaginación comienza a desbordarse con escenarios catastróficos. «Es muy lanzada, una libertina que me traicionará al primer descuido», me digo, mientras la desconfianza se apodera de mí, empañando el breve momento de conexión que compartimos en el ascensor.

Me siento divorciado, como si estuviera pasando por todo el proceso de una relación fallida. Estoy amargado y resentido, me engañó con una sonrisa inocente. Ni siquiera sé su nombre, pero en mi mente ya estamos divorciándonos. Me pregunto: «¿Cómo nos dividiremos los niños?»

MAITE BILBAO

EN ABRIL, LA PENITENCIA

No busquéis más al culpable, lo hice yo. Estoy agotada, cansada de esta farsa, de la doble vida que he llevado durante estos últimos diez años. Pero, ¿qué podía hacer? Me declaro una librópata incurable, adicta a las buenas historias, a las palabras que bien entretejidas crean mundos donde soñar. Tras el primer caso, intenté buscar ayuda profesional, lo juro. Me sometí a sesiones intensivas de «terapia deslectora», donde me inducían a leer sin pausa revistas del corazón y periódicos con noticias falsas. No entiendo cómo volví a la lectura tras aquello. Pero nada funcionó. Mi adicción era más fuerte, ni siquiera la «librodona» me ayudó a superarlo.

Todo empezó hace diez años, en Mérida. Trabajaba en la oficina de Correos, una vida anodina, rutinaria. Era un día cualquiera a comienzos de un mes de abril; recibí un encargo masivo de una editorial. Una mujer de aspecto agradable y buenos modales trajo consigo una caja llena de paquetes que debían ser entregados en cientos de direcciones del territorio. Tal vez si no hubiera sabido lo que había dentro… pero, al escuchar «libros», mis instintos se pusieron en alerta, la curiosidad me pudo, y cuando estábamos cerrando, abrí uno de ellos. Iba dirigido a alguien en Barcelona. La portada del libro me hipnotizó, el título «Ipsi dixerunt», libro grupal 2016 del grupo de escritura editorial Cuatro Hojas. No puedo precisar qué es lo que me atrapó más, si su cuidada portada, el olor de sus hojas o… el caso es que lo devoré en la intimidad de la habitación. Nadie se iba a dar cuenta; al fin y al cabo, siempre se pierde algo en correos. Y aquella fue la chispa que encendió la llama de mi obsesión por los relatos.

Desde entonces, cada año, en abril, espero con ansia la llegada del envío. Con el de este, ya tengo diez ejemplares. Para no despertar sospechas, elijo un lugar diferente de destino. Un leve hurto, un pecado literario que me ha llevado a conocer, leyendo sus letras, a excelentes autores. Y aquí estoy, con el de este año, «Cuenta hasta cuatro». una joya plagada de sorpresas.

En esta ocasión, el libro va dirigido a un tal Armando Barcelona, de Zaragoza. Como ritual, lo primero que hago tras olerlo es buscar el relato del «extraviado», página 68, relatos con sombra; se titula «Que son tres días». Comienzo a leerlo, la primera frase me atrapa, ¡no puedo resistirme! Tengo que darle voz…

«¡Ay, Agustín, cariño, qué razón tenía tu madre!…»

Lo leí entero en una noche, como náufrago sediento que encuentra un manantial. Sí, soy culpable. Culpable de amar los libros más que a nada en el mundo. Culpable de no poder costear mi adicción con mi mísero sueldo como cartera. Pero, ¿acaso es un crimen tan horrible? ¿Es que no merezco un poco de belleza, de magia, en esta vida de luces y sombras?

Lo siento, no pienso devolverlos. Son míos, mi tesoro, apreciados escritores. Pido excusas a Armando; me consta por los relatos de todos estos años que es un escritor de los buenos. Pero una adicción solo se quita con otra. Y ya no es temporada de hongos…

LVIS GARES

El cartero de Armando

No me pregunten que fue lo que ocurrió pero el desgraciado de Armando tiene un cartero, un cartero privado. Sólo para él.¿Quién le paga?… Armando ni de coña porque es pobre de solemnidad como yo, como todos los vecinos de este bloque, como todos los del barrio.

Un buen día, al bajar, lo vi, le pregunté donde iba y me preguntó por él, por Armando. Me dijo que era su cartero particular y me fui cavilando a la calle. ¿Un cartero para Armando? Luego me intentan vender que nunca pasa nada pero siempre pasa algo, siempre…

Armando, se atusa el fino bigote, se echa Varón Dandy del que tenía de su padre , se hace la raya al lado y cargado con varias libretas, se dispone a salir a la calle, ahí lo ve, como todos los días desde que empezó con el tema, lo mira pero no le dice nada, él tampoco por lo que se empieza a tornar todo un poco incómodo…

Se va al bar de la esquina, pide su café con leche, su magdalena y abre la libreta…

¿Dónde se quedó? Ah sí, se quedó en el cartero, un cartero que , un cartero que…. Tras un instante, cierra todo, paga su consumición y vuelve a dirigirse a su domicilio y allí, junto a la puerta está él, otro día más pero hoy será diferente, se acerca, carraspea y directamente le pregunta

—¿Eres el cartero de mi libro,verdad?

— Así es, así me puso usted en su primer capítulo y estoy cansándome. No me explica muy bien que hago aquí, para que me quiere y solo sé que tengo que esperar a su inspiración. Así me lo dijeron en el Universo de los Personajes, es una regla inquebrantable. Permaneceré cerca de usted hasta que me asigne otra tarea o me haga desaparecer de su libro.

—Es que te iba a liar con la vecina del cuarto pero ya la he liado con otro vecino, el de los gatos del quinto y ahora no tengo muy claro que hacer con usted.

—¿Puedo sugerirle algo?

— Claro que puedes, claro.

—Su vecino el del tercero, me mira mal y sospecha de mí, todos los días lo veo en sus ojos. ¿Qué le parecería que me deshiciera de él? Y por cierto, llamarme Juan, siempre he querido ser Juan

—Umm. Ya veo. Pues bien pensado sería un pasote, poner un asesinato en la trama. ¿Y como lo haría, Juan?

—Eso déjelo de mi cuenta

—Pues nada Juan, lo dejo en sus manos y a ver si avanzo mientras en el libro

Eran las siete cuando un montón de sirenas lo despertaron de su mundo de ilusiones, de su trama de personajes.

Sonó la puerta, era la policía. ¿Qué querrían de él?

Al abrir un estrépito se escucha en la casa, en dos segundos está con los grilletes puestos y delante de él, no se lo puede creer, el detective Marqués de homicidios, su protagonista y pidiendo explicaciones

—¿Por qué asesinó a su vecino el del quinto?

—¿Asesinar yo? Yo no haría nada a nadie pero sé que Juan, un cartero, dijo que quería hacerlo.

—Lo vieron todos los vecinos señor Armando, en plena junta de vecinos y solo por una discrepancia con el hueco del ascensor.

— Hay que ver que bien lo hace usted, Marqués, lo hace fantásticamente bien.

—¿Qué demonios? ¿Cómo sabe mi nombre?

—Le creé yo, casi al principio, es mi protagonista, creo que es un buen libro y esta trama que me propone, me convence.

¿Entiendo que tengo que asumir mi responsabilidad en el asesinato para poder seguir la trama?

Marqués lo mira extrañado, nunca había vivido un caso similar en sus años de carrera.

—Pues si, será mejor que confiese y así todo será más fácil para usted.

—Esta bien. Yo lo maté, lo maté por cotillear y por meterse con mi cartero, el cartero de Don Armando.

Y ahora proceda con lo que tenga que hacer…

Minutos después, Armando sale esposado, lo meten en el coche patrulla y termina la escena.

Ahhh

HAROLD LIMA

Ayer estaremos mejor.

-Saluda niño, este hombre es tu padre. El niño se alegro no tuviera que volver a los campos de algodón. El palido anciano lo cargo en sus hombros y lo llamo: Forester.

El doctor resoplo y trato de tomar la última gota de su café de maquina.

—Es el último del día, inicia la maquina. ya llegarán más presos mañana.

Los tambores no dejaron de sonar y él se deleitaba matando a cualquier francés que se le tropezaba.

El general Bonaparte sonrió a todos, luego visitaría a los heridos.

Las misiones serían agotadoras mañana y ayer, las burbujas de tiempo eran incómodas, mas trato de dormir y despejar su mente de esos confusos sueños y el presentimiento de que nunca encontraría a aquel bendito cartero.

El anciano doctor, golpeó la mesa.

—Me prometí dedicar la vida para conseguir la victoria para la nación, y lo hice. No pueden quitarme del proyecto.

Era tarde, las grises cabezas deseaban el poder del tiempo y su monopolio.

El simio miro a lo alto, temía ser devorado por las bestias que se escondian entre las ruinas qué dejaron los dioses, mastico aquel hongo que ese simio extraño le entrego.

—Entrega inmediata. Dijo y pidió que el simio pusiera su pata en una hoja de recepción.

—Agente espacio tiempo Forester, preséntese a zona de embarque. Decía el parlante. aquella era la voz, de su bisnieta que también fue reclutada en un campo de refugiados de Somalia. era momento de leer las órdenes y mover una mesa algunos centímetros en un bunquer.

Los niños jugando apenas podían pronunciar sus nombres. todos le llamaban Albando, más él nunca pudo recordar esto, pues los que lo atraparon y vendieron solo le decían Jhon, trabajar en los campos de algodón era su destino.

Forester, miro su hoja de misión. «Agt3366 hgft567 yh6778» estaba claro para cualquier agente,

Salto temporal a 1890, robar un traje de cartero, saltar a 8902 entregar suplemento neuronal a un simio, hacer que firme la recepción.

El doctor se sobresalto, la pizarra no mentía, cada ecuación confirmaba sus temores. aquel cartero de Armando marcaría el ocaso del trabajo de su vida y de la propia humanidad, sus matemáticas podían ver el pasado, presente y futuro, pequeños cambios podían alargar la llegada de aquel factor. sin embargo algún día pasaría.

La mujer entrecerro sus ojos, no tenía fuerzas para quitar a su amo, se quedo quieta. mañana la mujer del amo le daría de azotes, siempre lo hacía, la odiaba porque ella nunca pudo darle un hijo al amo.

El amo, le dijo: —Mi amor. ella sonrió.

Las grises cabezas, comprendía que ellos.no eran dioses, solo gente de mucho poder de varias épocas, no podían ni contra su propia muerte. tenían nombres muy variados, Hitler, Musolini, Alejandro, Nerón, Adán… etc las sillas eran ocupadas y desocupadas, los poderosos escapaban un tiempo al flujo del tiempo y le hacían más tiempo a todos.

‐Ayer estaremos mejor. dijo, el mugroso filosofo, desde su olla de barro rotas podía ver eones al pasado y futuro, sabía del destino del cartero de Armando, sabía que aquel niño sería dueño de una hacienda algodonera antes de la guerra civil norteamericana, soldado en las guerras napoleonicas, estaría en muchos lugares del pasado y futuro. también sabía que un día pondría el punto final a todo lo humano. El filósofo sonrió y tomo su único cuenco para mendigar comida y burlarse un poco de algún rey o colega.

OMAR ALBOR

El pensó que nunca

sería mañana cuando partió el voló alto

tan alto que su luz quedó entre nosotros

A veces en las calles y otras en nuestras reuniones o simplemente siendo una mariposa o una simple sombra

Cuando tuvo a sus hijos frente los observo y solo congelo esa escena por siempre

Pero quería que supieran que el estaba junto a ellos

Era imposible

Y un día pensó soy sombra soy luz que puedo hacer

Y una noche en ese papel que estaba sobre la mesa

Soplo una gota de vino y que quedó en el brazo de su hijo mayor

Su hijo miró a toda la familia y no pudo expresar lo que había pasado

Miro al techo se persigno y sonrió

El sabía que papá era quien dejaba ese mensaje

Ese momento sello la idea de que papá, estaba era la sombra, el sol y la mariposa que mil veces pico su brazo.

Cartero.

SILVIA RAFI GRACIA

MI PRIMER DÍA DE TRABAJO

Comenzó a llover a cántaros. y aquel día Alberto no llevaba impermeable. Aparcó la moto y buscó cobijo en un portal. Era un portal al que se accedía subiendo cuatro peldaños de mosaicos de colores, como de troceado de baldosas. En uno de los lados había un banco de madera, en el otro un gran tiesto en el que un ficus muy erguido hacía sentir su presencia; y, junto al ficus,

un marco colgado en la pared con la fotografía de aquel mismo ficus, lo cual, evidentemente, le extrañó.

Pero pensó que, de rarezas, está el mundo lleno << cada looco coon su teema…y cada quieen es caada cuaal ..>> canturreó bajito mientras alternadamente iba observando la.fotografía y el ficus.

Al fondo, frente a los peldaños, estaba la puerta. Se acercó a ella y aproximó su oreja, por si…, por complacer su curiosidad, básicamente. No se oía nada, sólo silencio. Pero afilando más su atención pudo escuchar el ruido de unos pasos bajando, ¿o subiendo?, unos cuantos peldaños de madera.

Se apresuró entonces a sentarse en el banco, no fuese que en muy poco abriesen la puerta…

Vió entonces que bajo la fotografía del ficus estaba el buzón. Pero no se molestó en levantarse para mirar el nombre. Ya había repartido todas las entregas del día excepto una, que, según las indicaciones del gps no iba dirigida a esa vivienda.

Pensó que había tenido mucha suerte de que el receptáculo donde se trasladaba la correspondencia fuese resistente a la lluvia, así como también de llevar puesto el chaleco reglamentario en el que,

al bajar de la moto, había resguardado esa última entrega pendiente…,

Que como mínimo le había tocado un pequeño pellizco de suerte, con algo de pericia de su parte, pues sólo hubiese faltado que aquella última entrega se hubiese mojado… y aquel primer día de trabajo ya había sido demasiado accidentado hasta ese momento; pues antes de que le pillase el aguacero había soportado ya unos cuantos percances.

Aquello que llamó «pellizco de suerte» se trataba de un paquete de tamaño pequeño que, por su forma y textura al presionarlo, podría tratarse de un libro. Era la última entrega de su primera jornada laboral.

Si hubiese llevado el impermeable de rigor podría haber ido igualmente a entregarlo aunque estuviese lloviendo y aunque no conociese el trayecto para llegar allí. Con el gps y un impermeable, su jornada laboral habría ya casi finalizado; y en cambio ahora… Pero no era momento

para lamentaciones.

De repente comenzó a caer granizo, justo cuando alguien abría la puerta, por lo que no tuvo claro a cual de ambos lados dirigir la mirada. Salieron del interior dos hombres, uno con un paraguas cerrado a punto de abrir y el otro con un gran maletín; el primero entrajado con corbata y un bombín rojo, el segundo con mono y gorra azul y del bolsillo de su pantalón asomaba una llave inglesa.

¡Cómo graniza! dijo el que vestía de fontanero girándose hacia la puerta, en donde dos mujeres les observaban, una de ellas con agria expresión. Iban ambas muy bien arregladas,

aunque con un aire de otra época. Una, la de agria expresión, era alta y delgada y vestía de negro con un lazo también negro sujetando su rubia melena; y la otra, bajita y rechoncha, cabello castaño ajustado en un gran moño, llevaba un vestido rojo que marcaba su cuerpo.

La más bajita les invitó a entrar de nuevo, no fuese que aquellos pedruscos que caían les pudiesen golpear, dijo. Y los dos hombres volvieron a atravesar la puerta entrando de nuevo en la casa. «¡Poobres!» dijo la morena y bajita. «No tienes remedio, Herme», le espetó la de cabello rubio empujándola hacia adentro, a lo que la tal Herme respondió «Hemos salvado a dos hombres de un posible accidente, Leo, y éso es loable y el alto del bombín es un caballero muy apuesto» «No. No tienes remedio» , repitió la tal Leo mientras la seguía empujando hacia adentro. «Como si no

hubiésemos tenido suficiente con una chapuza, que. ahora quieres chapuzas por todo el domicilio»

A Alberto no le hicieron ni el más mínimo caso, tal que si fuese invisible.

Seguía granizando, aunque con menor intensidad, y fué disminuyendo la temperatura ambiente. Alberto comenzaba a sentir frío y a sentirse incómodo. Volvió a mirar la etiqueta del paquete, en la que sólo se podía leer «Armando», sin apellidos, y debajo una dirección con el nombre de una calle que él, novato todavía en la disposición urbanística de aquel pueblo, desconocía. Y mientras lo miraba volvió a oir el ruido de la puerta abriéndose.

Asomó la cabecita de un niño, que tendría una edad quizás de unos siete años, de cabello negro, espeso y muy alborotado; y le miró con unos ojos llenos de curiosidad y una ancha sonrisa luego de saludarlo con un «holaaa». Y seguido otro niño casi idéntico pero de pelo rubio.

«¿Quieres entrar?» le dijo el niño moreno. Y viendo que Alberto se mostró dubitativo le dijo a su gemelo rubio «Díselo tú también Zipi, díle que entre, que tenemos muchos juguetes y nos lo podremos pasar muy bien» y luego le dijo al oído en un intento de susurro aunque, con el aire de su aliento, reververaba su voz permitiendo perfectamente

escucharse lo que le decía. «Si Pantunflo vé que hemos hecho una buena acción quizás nos compre, por fín, la bicicleta». «Venga, entre entre…no se moje usted» le dijo a Alberto el niño rubio, con aquella voz infantil impostada tipificando la de un adulto, mientras, abriendo la puerta de par en par, ambos hermanos gesticulaban con sus manitas invitándole a entrar.

Pero una vez que Alberto estuvo dentro comenzaron a correr escaleras arriba, desde dónde resonaba el eco de una voz enfadada diciendo «Zipi y Zape ¿quién ha atado este cubo de agua con renacuajos a la puerta de la cocina?’ y ya no volvió a saber ni rastro de ellos.

Oyó entonces un rumor a su izquierda que llamó su atención. Un hombre de muy baja estatura, calvo, con un grueso bigote y grandes gafas redondas de culo de vaso, estaba muy enfadado preguntándole a un colgador de pie si le podía explicar porqué en aquella ventana (señalándole una pizarra de niños colgada en la pared) se veía la calle tan oscura, siendo, en cambio, de día. Alberto pasó por su lado, pero aquel señor de las gafas de culo de vaso ni siquiera notó su presencia, y siguió pidiendo al colgador respuestas a sus elucubraciones sobre los motivos de la oscuridad en aquella «ventana»…

No sabiendo, Alberto, a dónde dirigirse, apuntó escaleras arriba. Pensó que quizás encontraría allí a aquel par de niños gemelos que le habían invitado a entrar. Pero se encontró con una espaciosa sala vacía rodeada de todo tipo de escaleras ( anchas, estrechas, rectas, de caracol…). Y algunas parecían cruzarse formando arcos y puentes como techo de la sala.

Comenzó a subir por las que le parecieron de más fácil acceso, por si en poco debiese volverlas a bajar… Llegó a otra sala donde a su izquierda se veían más escaleras que seguían y a la derecha una puerta abierta que parecía dar acceso a algún espacio donde se oían ruidos de platos y cubiertos entre unas cuantas voces de fondo.

Asomó la cabeza dando las buenas tardes y vió a seis personas que, mientras iban masticando los alimentos de un copioso almuerzo, charlaban sobre la última excursión que hicieron los seis (Alberto los contó y eran seis) en la cual enmedio de una gran tormenta de rayos y truenos se las vieron y desearon atravesando un bosque perseguidos por diez ocas enfadadas que, al descubrir su presencia (habían entrado sin saberlo en un territorio privado) sintieron amenazado su territorio y se lanzaron a defenderlo graznando tras ellos mientras huían despavoridos.

En la mesa había un hombre y una

mujer adultos, pareja supuso Alberto, una anciana de aspecto frágil, una muchacha joven muy atractiva y un niño y una niña, ambos de una edad similar a aquellos gemelos que hacía ya un rato le habían abierto la puerta de la calle. Y también un perro blanco de tamaño pequeño que dormitaba bajo los pies de la niña y que, levantando una oreja, fué el único que paró cuenta de su presencia; el resto ni se inmutaron ni le vieron.

Viendo el caso omiso que se le dedicaba giró para ir a provar suerte por alguna otra escalera…Mientras, oyó la voz de aquella mujer que decía «prueba ésto de aquí, Ulises, está de rechupete».

Alberto dió vueltas y vueltas y vueltas por toda la casa, escaleras arriba y abajo, puentes, pasillos…

Ya se había quitado el frío de encima, pero se sentía medio mareado. Lo que quería ya era salir de allí pero se sentía perdido además de ignorado por todos aquellos personajes ( surgió en su discurso interno llamarles personajes y no personas, ya que fué así como los acabó percibiendo a todos los que encontró en sus recorridos; «más raros todos que el copón» pensó).

Se había cruzado también con un hombre muy flaco y una prominente nariz, ataviado con una americana negra, una camisa de rayas de cuello alto y un sombrero de paja que, sentado en el suelo, se zampaba un pollo asado con un afán como si llevase una semana sin comer.

También pasó ante un despacho en el que un cartel anunciaba algo así como «agencia de información» y estuvo a punto de entrar, pero vió dentro a dos hombres conversando, uno de ellos con gafas pequeñas redondas sobre una larguísima nariz que iba disfrazado de cebra…y decidió pasar de largo.

Y también se había tropezado con muchos muchos más «personajes»

( ya había optado por mencionarlos así en sus adentros) Pero ninguno había parado la más mínima atención en su presencia; como si para todos fuese invisible.

Cansado y aturdido se sentó en una butaca que encontró por uno de los pasillos..Volvió a mirar aquel paquete que le faltaba todavía entregar.

Se preguntó quién y cómo sería Armando y que, si aquél paquete por entregar era, tal como parecía, un libro, quién se lo debía haber enviado; si sería un regalo, si él lo habría comprado vía on-line, qué tipo de libro sería… si quizás necesitase poder tenerlo pronto, si quizás lo quisiese para regalarlo él a otra persona…

De repente, oyó unas notas de piano… una melodía que provenía de arriba y resonaba por una de las escaleras. Sintiéndose muy atraído por aquella música comenzó a subir por las escaleras. Cuando llevaba ya unos cuantos peldaños distinguió claramente una voz de soprano.que sonaba cada vez con mayor intensidad: » Aaa aa aa a a a a a aa aa je ris de me voir si belle dans ce miroir a a a a a a aa je ris de me voir si belle dans ce miroir…». Siguiendo escalera arriba el camino de la canción se encontró en un salón lleno de muebles antiguos y unas cuantas butacas.

En una de las butacas se encontraba un hombre de constituciön fuerte y negra barba espesa que llevaba puesta una gorra de capitán de barco y en una mano sostenía una pipa y con la otra pasaba las páginas de un diario que tenía apoyado sobre una de sus piernas que se cruzaba sobre la otra. Al otro lado de la sala y sentados en idéntica postura, dos hombres idénticos uno al otro, entrajados de negro con bombín y corbata estrecha que sostenían cada uno un bastón colgado en el antebrazo, miraban atentamente unos documentos y cuchicheaban, moviendo, al gesticular con la boca, sus espesos bigotes, también idénticos excepto que el de uno de ellos miraba hacia arriba y el del otro hacia abajo.

A través de una puerta cerrada situada junto al supuesto capitán de barco se seguía oyendo cantar a aquella soprano lírica la misma canción.

Alberto los miró, a los tres, y pretendía saludarles pero percibió que, al igual que todos los otros, no sentían tampoco su presencia.

Abruptamente, el capitán de barco dejó ir el diario sobre su pierna y, con la mano que lo había estado sosteniendo, comenzó a gesticular muy enfadado (supuso Alberto que por alguna noticia que habría leído) y también a vociferar «Mil millones de rayos y centellas» «¡ Berzotas ¡» «¡ Calabacín diplomado !» «¡ Carne de orca !» «¡ Cotorra charlatana!» «¡Cucaracha !»

«¡ Esperpento gigante !» «¡ Grumetillo del diablo !» «¡ Infame gusano ! «¡ Mamarracho!» «¡ Residuo de ectoplasma !» «¡ Sapo!’

» ¡ Zapoteca de truenos y rayos !» «¡ Trrkhkraah !»

«¡ Krrtchmvrtz!»

Y de su cabeza comenzaron a brotar una especie de hologramas virtuales de calaveras, culebras, rayos y truenos a doquier…

Alberto nunca había visto algo semejante. Se quedó observabándole estupefacto.

Hasta que se abrió la puerta desde donde se había oído surgir la interpretación de aquella aria y apareció en la sala, colocándose junto al capitán, la dama del bel canto ( ya hacía un rato que había parado de cantar).

» Ooooh ¡ capitán Harrock !

¿ han aparecido mis joyas?», preguntó, con la voz todavía impostada.

Alberto iba observando el desfile de escenas.

El capitán se mantuvo en silencio absorviendo su pipa y miró a aquellos dos hombres del bombín, que permanecían absortos en la lectura de sus documentos.

«¿Hernández?¿Fernández?» exclamó.

«¡ Capitán Haddock !», respondieron al unísono mirando al barbudo y corpulento capitán.

Se levantaron ambos al mismo tiempo y dieron unos pasos hasta colocarse frente a la diva.

«Yo creo que alguien entró a su camerino cuando salió usted a saludar al admirador que le envió el ramo de flores; por lo tanto, deduzco que sería posible que quien le envió las flores hubiese actuado en combinación con quien entró a robar las joyas», dijo uno de ellos. «Yo aún diría más. Yo creo que alguien entró a su camerino cuando… » dijo el otro repitiendo exactamente lo mismo.

«Ooooh mio caro Capitán Kodak, cuánto añoro mis joyas. Són miiiss joyas ¡ las joyas de Bianca Castafiore!», exclamó la diva.

Inesperadamente Alberto vió abrirse otra puerta que hasta aquel momento había ignorado. Entró en escena un joven de constitución delgada y aspecto vivaracho, cabello castaño con un pronunciado tupé, acompañado de un perrillo de pelaje claro. «He hablado con los dueños de la vivienda y me han dicho que nos ceden este ático el tiempo que haga falta y que están encantados de que seamos sus huéspedes», les dijo a los cuatro «personajes» que había en aquella sala sin para nada percatarse tampoco de la presencia de Alberto. El perro, en cambio, inclinando su cabecita y levantando una oreja le miró directamente y comenzó a llamar la atención de aquel jovial muchacho, golpeando sus piernas con sus dos patitas delanteras. «Ten, Milú! «, le dijo aquel joven al perro sacando de su bolsillo una pequeña pelota que acercó a su boca.

Milú, juguetón, miró a Alberto como si le retase a seguirlo y comenzó a correr escalera abajo, girando de vez en cuando su cabecita para comprovar que Alberto se mantenía cerca.

Alberto le seguía ciegamente, perdido por perdido como mínimo él no le ignoraba, le veía y se comunicaba con él.

De repente se encontró ante la puerta de la calle justo por donde había entrado. Y curiosamente estaba abierta de par en par. Milú se hizo a un lado como dejándole paso y Alberto traspasó la puerta mirando a Milú, quien movía a ambos lados su cabeza y su cola.

Reconoció el ficus y el banco de madera.

Antes de bajar los cuatro peldaños se giró un instante y la puerta ya volvía a estar cerrada.

En la calle no solo ya no llovía sinó que todo le pareció totalmente diferente a la calle donde recordaba haber aparcado su moto antes de refugiarse en el portal del que acababa de salir. Y aunque, en cambio, su moto (la moto de Correos) sí que seguía estando allí al lado aparcada, no reconocía nada de nada. Vió entonces que junto al portal había una placa que, con las prisas y la lluvia no había visto cuando entró.

Las letras del cartel decían «13, Rue del Percebe».

«Esta dirección no consta en el plano urbanístico ¿ Cómo me ubico yo ahora en el gps?», se dijo a él mismo. Tendré que comenzar a voltear por las calles y a ver a quién encuentro para preguntar».

Yo le encontré tirado en un banco, con la moto de Correos aparcada a su lado y éste paquete sobre su pecho y entre sus manos. Le pregunté si se sentía mal, si le ocurría algo…Parecía que hubiese corrido una maratón y se le veía como muy asustado: parecía que le costaba respirar. Me senté a su lado, en aquel banco, y…bueno, me explicó esta extraña historia.

Le llevé a mi casa para que pudiese asearse, comer algo y, sobretodo, tranquilizarse.

Y tras el buen almuerzo que le preparé, se quedó profundamente dormido en el sofá. Me preguntó antes si conocía la ubicación de la dirección anotada en aquel paquete y si yo era una persona de verdad…¡Pobre muchacho!

Le dije que sí y que yo me encargaba de llevárselo a Armando.

Y aquí estoy ahora con el paquete en mano buscando dónde diablos está esa calle. A ver si la encuentro de una vez..

ALMUT KREUSCH

El cartero de Armando

Creo que Constantino —o Tino, como todos lo llamaban con cariño— fue uno de los últimos carteros que recorría el pueblo en su bicicleta vieja y deslucida, repartiendo el correo dos veces por semana. Los vecinos aún lo recuerdan: un hombre menudo y fibroso, que pedaleaba con una energía inagotable, entregando las cartas. Vestía el uniforme gris de su empresa, con una camisa azul claro y corbata, que no se quitaba ni siquiera bajo el sol abrasador del verano. Llevaba gorra y, cuando llovía, se cubría con una capa también gris que le cubría a él como su enorme bandolera de cuero.

Cantaba o silbaba durante su recorrido, saludaba a los vecinos y a los peregrinos del Camino de Santiago que atravesaban el pueblo. Para los niños siempre tenia un caramelo de menta y unas palabras alegres; ellos lo seguían corriendo y gritando hasta que se quedaron sin aliento.

Tino era profundamente religioso y no pasó ni un día sin que llamara a la puerta del anciano párroco, don Armando. Con el paso de los años, se habían convertido en amigos y confidentes.

La alegría de Tino era fingida desde la repentina muerte su esposa, el amor de su vida durante los cuarenta y tres años que duró su matrimonio.

El cartero, a punto de jubilarse, sufrió terriblemente la perdida y sentía la soledad como una losa que cada día pesaba más. No sabía como encontrar paz y sosiego, ni como enfrentarse al día a día sin su compañera. Temía las noches porque con ellas llegaron los fantasmas y las pesadillas.

Don Armando lo escuchaba con paciencia y preocupación. Le aconsejaba buscar consuelo en la fe, en la comunión con dios, en los rezos y en la lectura de la biblia. Pero ninguno de estos bienintencionadas recomendaciones logró ayudar al cartero a encontrar el sentido de su vida, ni la paz mental, ni la aceptación de la muerte de su mujer y de la soledad que sufría.

En la última mañana de su vida profesional, mientras ordenaba el correo que le había dejado la furgoneta del reparto, Tino descubrí una postal que, por equivocación, se había colado en su lote de cartas.

El destinatario era una persona de Santiago de Compostela. Tino no pude contener la curiosidad y leyó la postal.

Decía:

Querido padrino, acepto tu sabio consejo. Los acontecimientos de los últimos tiempos no me dejan vivir en paz y necesito volver a encontrar el sentido de mi vida. Me recomendaste la peregrinación por el camino de Santiago. Mañana emprenderé el recorrido, solo. Llamaré a tu puerta después de rezar ante la tumba de Apostol. Deseame suerte. Tu sobrino, Alfonso.”

Tino sintió una mezcla de excitación y nerviosismo nunca experimentado, y se asustó ante aquella súbita euforia. Volvió a leer la postal y de pronto una claridad le invadió como si un rayo de sol le atravesara. Se sintió profundamente identificado con Alfonso: igual que aquel desconocido, el también necesitaba encontrar paz y un nuevo sentido para su vida.

¿Acaso era una señal? ¿Una respuesta de Dios a sus rezos y suplicas desesperadas?

Fui corriendo a casa de Don Armando que se asustó al ver un Tino agitado y rebosante de emoción. Cuando había escuchado lo que su eufórico amigo había descubierto en aquella postal se quedó en silencio un buen rato con los ojos cerrados. Finalmente dijo con voz serena:

— Si, Tino, Dios te está guiando. No dudes. Las casualidades no existen. Prepara tus mochilas.

-–¿ Mochilas? ¿Para que necesito mas de una? —pregunto Tino.

Don Armando lo miró con esta sonrisa que sólo se reservan los sabios.

— La primera mochila es la que llevarás a la espalda con lo que necesitas para el camino. La segunda es la que llevas dentro, en tu alma. Esa es la mas pesada de las dos. La primera siempre pesará lo mismo, pero la otra se irá aligerando según pasan los días, con cada kilometro recorrido y cuando entres en comunión con lo divino, con tu mujer o con los seres queridos que ya no están. Ellos te ayudarán a vaciar esa mochila que tanto te pesa y te atormenta. Encontraras la paz que tanto estás buscando. No pierdes más tiempo. Que Dios te proteja.

Con su mochila a cuestas y no sin cierto temor, Tino emprendió el camino esa misma semana. Había abandonado su pueblo solo en contadas ocasiones y siempre acompañado de su mujer. Ahora se encontraba perdido y guiado únicamente por las flechas amarillas. Había escuchado muchas historias de peregrinos asaltados por bandidos, despojados de todo lo que llevaban de valor, incluso golpeados cuando el pobre peregrino intentó defenderse. Durante los primeros días no dejaba de escrutar los parajes por donde pasaba, atento a cualquier señal sospechosa. Pero, salvo algunos ciervos, conejos e incluso un zorro no avistó nada sospechoso. Caminaba a paso ligero, la mochila le pesaba en la espalda, las piernas cansadas y su mente todavía inquieta.

Pero según pasaban los días su carga parecía aligerarse, sus temores se disiparon y empezaba a disfrutar del paisaje, de los campos verdes y de los bosques que parecían saludarle. Cruzaba puentes sobre riachuelos, algunos ruidosos, otros apenas audibles.

Se encontraba con otros peregrinos. “Buen camino”, se deseaban mutuamente.

Dormía en albergues, sintiéndose arropado por la compañía de los demás caminantes. Compartían cenas sencillas sentados en largos bancos de madera, conversando con quienes estaban dispuestos, respetando aquellos que preferían estar en silencio. Asistía a las misas del peregrino, pidiendo a Dios ayuda para encontrar su camino propio.

Al cabo de una semana, atravesando un campo verde de horizonte amplio y lejano, Tino experimentó una transformación. Ya no sentía miedo ni inseguridad. Antes a lo mejor no se hubiera dado cuenta, pero de repente escuchaba con una intensidad inusual el canto de los pájaros posados en los arboles o escondidos entre los arbustos. Y de pronto, sintió la presencia de su mujer, comunicándose con el a través de las aves. Miró al cielo sabiendo que ella estaba allí, mirándole con amor, sonriéndole y acariciando su alma. Se comunicaron en silencio, desde una dimensión superior e invisible que solo el amor puro puede alcanzar. Sintió a su amada muy cerca, pero sabia que sería en vano estirar las manos para abrazarla.

Luego, la magia se desvaneció, pero el sosiego, la sonrisa y las lagrimas de agradecimiento comenzaron a curar su alma y su corazón herido.

Siguió su camino y se acordó de su amigo, Don Armando y de sus palabras. Ya no sentía la losa que le oprimía el alma; por el contrario, sintió una ligereza que jamas había conocido, como si le hubieran crecido alas. Tenia ganas de abrazar el mundo y de gritar a los cuatro vientos su felicidad por este encuentro mágico que le había devuelto a su mujer.

Aceleró el paso, quería llegar a Santiago de Compostela cuanto antes para rendir homenaje al Apóstol, mostrarle su agradecimiento y celebrar la vida junto a el.

No se sabe si fue por agotamiento, un golpe calor o porque su corazón, en el afán de volver a latir con tranquilidad, simplemente se detuvo.

Hoy, los peregrinos se detienen ante la pequeña cruz de mármol blanco, y acompañan en silencio el alma de Tino en su camino hacía el cielo.

“Aqui murió Tino, el cartero, peregrino en búsqueda de la paz. Y aquí la encontró. ”

MANUELA CÁMARA

CATÁSTROFES MENORES

Nunca he sido un cartero ejemplar, lo confieso. Tengo que decir la verdad porque enseguida llegan los del sindicato y te dejan en ridículo: Este se equivoca cada dos por tres; usa el carrito eléctrico para recados personales; ha perdido más de un paquete no es el primero. Pero lo de Armando es otro nivel. Lo de Armando me persigue como una factura sin pagar.

Verán, Armando es escritor, o algo así. Ha escrito por lo visto un relato y lo incluyeron en un libro con otros autores, lo cual, en estos tiempos es el equivalente literario a compartir taxi con Vargas Llosa y Pérez Reverte durante diez minutos. El caso es que todos los demás autores recibieron su ejemplar por correo. Todos, menos él.

Un momento, por favor. Antes de que empiecen a juzgarme debo aclarar algo: En el apartado de destinatario solo ponía «Para Armando», ni apellidos, ni dirección, ni código postal; en el remite, solo «Editorial 4H», con lo cual, tampoco se ha podido devolver. He estado investigando y no aparece en el sistema informático (que, siendo sincero, funciona peor que una cafetera rusa) y cuando le pregunté a mi jefe, este no me dijo «Asegúrate de que el tal Armando reciba el paquete». Nada. Silencio administrativo, como siempre.

Lo descubrí yo solito. Cuando no encuentras algo hoy en día, solo tienes que entrar a las redes sociales. Entré en la página de la Editorial 4H en horas de trabajo (actividad por la que no cobro, pero debería), y vi la foto de un faro y un listado de autores. Ahí estaba, la misma portada que yo tenía en mis manos, con el título en sentido vertical. Y en los comentarios un tal Armando escribía con resignación:

«Aún no me ha llegado mi ejemplar. Quizás el cartero lo ha perdido»

Mi corazón se encogió, no por la culpa, sino por los efectos de la indigestión causada por la empanada de atún con pimientos que cené por la noche. El caso es que me di por aludido.

Decidí buscar al tal Armando (cosa por la que no cobro, pero debería). Durante todo un mes estuve preguntando a todos los Armandos que recibían correspondencia. Hasta que entré a un edificio y me recibió el portero, un señor con bigote de resistencia estructural, que me miró como si yo vendiera enciclopedias de puerta en puerta.

__ ¿El del libro? Sí, sí, ese señor, sigue esperando.

Ya sabía quién era el destinatario. Por fin lo había encontrado. Al día siguiente abrí mi taquilla, volví a meter el libro en su embalaje original, tomé una pegatina blanca de la oficina, escribí sobre ella «Destino confuso. Posible autor. Reintentar» y la pequé sobre la solapa de cierre. Dejé de nuevo el paquete (un poco arrugado) sobre mi mesa de clasificación, como si hubiera caído del cielo, apelando al desorden logístico habitual.

Volví a mirar las redes sociales «¡Madre mía, la que se había montado con el libro perdido!»

Lo eché como uno más a la valija. Pero entonces, mientras ejecutaba mi reparto habitual, me entró la duda. ¿Y si cuando se lo entregara me montaba un pollo el destinatario? Y a lo largo del recorrido me fui convenciendo: ¿Y si después de tanto esperar el libro ya no era suficiente?, ¿Y si al recibirlo y leerlo, encontraba su relato mediocre y descubría que, en realidad, no quería ser escritor sino fabricante de quesos mañicos?

Así que el libro regresó del reparto conmigo. Lo he leído de cabo a rabo. El relato del tal Armando no está mal, aunque a mitad del escrito mata a un gato sin justificación alguna. Pero bueno, así es el talento, a veces ruidoso, a veces tímido.

Todavía no se lo he entregado. Pero lo haré. Quizás mañana, o cuando los planetas entren en alineación de nuevo, o cuando me paguen las horas extras (cosa que no cobro, pero debería).

Mientras tanto, Armando sigue esperando. Las redes sociales están que trinan. Todos están escribiendo sobre mí y no me pierdo ni un solo relato. Sin saberlo me he convertido en personaje secundario de su historia. Y lo que no sabe Armando es que él, es también, por ahora, protagonista indiscutible de la mía.

AXY LINDA

La ruta de la bondad

—¿Una boa como cartero? ¡Ridículo! —bufó Raúl el tapir.

—Nadie más se postuló —dijo Pedro, el jefe postal—. Y asegura que antes trabajó con Armando.

—¡Que pidan referencias! —insistió René—. Él nunca se quejó de mí.

Pese a las dudas, fue contratado con la condición de ser despedido sin indemnización si fallaba.

Los demás animales se burlaban.

—Mandémosle paquetes enormes, que cruce selvas, mares, pantanos —sugirió Luis el jaguar.

—Y que nuestras familias le envíen más —añadió Manuel el chimpancé.

Para sorpresa de todos, René cumplía con puntualidad.

—¡Eso no es normal! —gruñó Raúl.

—Debemos investigar —asintió Manuel.

Encargaron a Julio el guacamayo que lo siguiera. Días después, convocó a una junta.

—¿Y bien? —preguntó Pedro.

—René ayudó a muchos en el pasado —explicó Julio—. Animales de distintas regiones lo apoyan con gusto. Hacen relevos por aire, agua y tierra.

Hubo un largo silencio.

—Lo subestimamos —murmuró Raúl.

Y comprendieron que, la bondad viaja más lejos.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Conocí a Armando hace seis años, era un joven apuesto muy agradable, lo veía mucho, pues recibía correspondencia seguido. Nos fuimos haciendo amigos, realmente disfrutaba su compañía.

Yo escritora, le leía casi siempre antes de publicar algo de lo que escribía, me decía que le gustaba mucho,y opinaba objetivamente sobre ello

Era una muy buena compañía y me ayudaba realmente.

Le dije que estaba esperando que llegara el último y especial libro que habían publicado en nuestro grupo de «Escritura creativa Cuatro Hojas».

Del cual me sentía muy orgullosa de pertenecer.

Había grandes escritores en esta increíble agrupación.

Que cada año se publicaba un libro con cuentos, relatos poesía.

Que en esta ocasión participamos 81 personas.

Ya quería tenerlo entre mis manos.

Me dijo que estaría pendiente y cuando llegara inmediatamente me lo traería.

Me enteré que ya se había distribuido en varias librerías teniendo un gran éxito. Le comento que por el momento ya se habían publicado siete y este era el octavo, los cuales habían tenido gran reconocimiento.

Por esos días se estaban anunciado a las personas o agrupaciones que estarían contendiendo para el premio Nobel de literatura.

Y, cual va siendo mi sorpresa que entre ellos se menciona al grupo de Escritura Creativa Cuatro Hojas, me parecía un sueño, que podía volverse realidad, y sé que ya tan solo con el hecho de estar nominados era un gran logro.

Reconocer a esos grandes talentos que escribían esas palabras llenas de sueños, de imaginación, de llantos, de recuerdos etc. en resúmen de la vida misma.

A día siguiente llega mi amigo Armando con mi esperado libro.

Le cuento lo que está pasando y me felicita, le digo que obtendré unas copias y una de ellas se la autografiaré.

Le invito a tomar un café, llevaba un delicioso pan, que compartimos. De pronto me dice que quiere hablar conmigo y le digo claro dime, aquí estamos, quisiera pedirte que seas mi novia, espero no ser poca cosa para tí, en breve me ascenderan en el trabajo y seré mejor partido, me sorprende su petición pero realmente me agradaba y me sentía muy bien a su lado y pienso que tal vez funcione, que debo intentarlo, le digo que sí.

Ajora todo de pronto empezó a cambiar en mi vida.

Pienso que Armando me trajo buena suerte.

Ya no me sentía sola, a su lado había aprendido a ver la vida con más colores, amar el despertar, a seguir adelante con más sueños y a ser más feliz con mi cartero Armando.

ANTONIO PRADES

No me toques los paquetes

Armando llevaba tres horas pegado a la mirilla. Callado, pero no exactamente en silencio porque hacía un desagradable pitido agudo al respirar. No pestañeaba desde hacía al menos veinte minutos, por lo que había desarrollado un tic en el párpado izquierdo que no separaba del objetivo. Vestía un albornoz manchado de mostaza que cubría unos gallumbos que habían visto pasar sus mejores días, unas pantuflas con forma de rana tuerta y un casco de bicicleta por si las cosas se ponían violentas. Del otro lado de la puerta, el mundo. Pero lo más importante, su buzón.

—Hoy no, maldito. Hoy… TE CAZARÉ —susurró a la mirilla como si fuera su archienemigo.

Llevaba semanas en esa rutina. Allí, cada mañana, se materializaban paquetes gloriosos que esperaba con ilusión infantil, y luego… puf. Desaparecían, eran robados con la precisión de un ladrón profesional, un ninja del delivery. Le habían quitado todo. Primero fueron cosas sin importancia. Un sombrero de pirata con GPS. Una planta carnívora con acento francés. Una escoba que solo barría hacia el norte. Pero el punto de quiebre llegó cuando se esfumaron dos cosas el mismo día. Un pintalabios de color “mandril furioso” para su mujer, un tono exótico que prometía reavivar su apagado matrimonio. Junto a un libro misterioso, con olor a biblioteca maldita, que había conseguido en una tienda oculta de internet que prometía magia real “Relatos mágicos de la bruja cuatro hojas”.

Podría haber puesto cámaras. Trampas. Un espantapájaros con nunchakus. Pero no. Armando, con los ojos inyectados en cafeína, decidió tomar cartas en el asunto. Y tornillos. Y cables. Y un reloj despertador de los 90. Con manos temblorosas y tutoriales turbios, preparó un paquete especial. Una bomba casera que, según él, no iba a matar a nadie, pero sí a dejar al ladrón sin cejas y sin dignidad. Un buen susto en el cuerpo haría que el chorizo reconsiderara su carrera y, hasta, se hiciera monje. Puso el artefacto en una caja de Jamonzon, la selló con cariño y la etiquetó con su propio nombre y dirección. Una trampa perfecta.

Pero esa mañana, el cartero, con su inconfundible aroma a pomelo e intriga, una sonrisa más dentada de lo habitual y unos músculos exageradamente innecesarios para cargar cartas, llegó antes de lo previsto. Vio el paquete, se agachó, lo levantó y olfateó como un sommelier clandestino, lo palpó y lo sacudió suavemente, como si temiera despertarlo. Arrugó el hocico, algo olía mal, y no era el pomelo, pero lo dejó en su carrito y, sin que Armando lo notara desde la mirilla, susurró algo urgente al teléfono.

En menos de media hora, la policía estaba en la puerta. Llegaron tres patrullas, un robot, dos drones, sirenas, gritos y un tipo disfrazado de arbusto por error. Armando no entendía nada hasta que, esposado, enloquecido y con los pantalones al revés, intentó explicarse sudando por todos los poros posibles.

—¡Es que me roban los paquetes! ¡Mis relatos mágicos! ¡Me quedé sin pintalabios! ¡Mi esposa me besa con resentimiento!

Los agentes lo miraban como si hablara en arameo.

En la acera opuesta, el cartero observaba con una sonrisa rota como metían en un coche patrulla a Armando, que seguía gritando sobre justicia explosiva, besos salvajes, mandriles y relatos mágicos, directo a ser fichado como “terrorista de zona residencial”. Suspiró orgulloso y, con paso tranquilo, volvió a su carrito. Metió la mano y acarició el libro, ya abierto por el “Relato 17: Cómo librarte de clientes intensos sin perder la compostura ni el gloss”. Se puso a silbar una melodía en latín que sonaba a misa, se alejó calle abajo, saludando a los vecinos, fabuloso, mágico y con unos labios salvajes que merecerían ser conservados.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Armando, con su escritura característica y su dedicación, es una pluma original. Tiene el cartero más extraño del mundo, un personaje digno de un relato de García Márquez, aunque con menos realismo mágico y más aroma a estiércol. A estas alturas del siglo, el cartero anda en una mula más vieja que él, y eso no es decir poco: la mula, a la que cariñosamente apodamos «Doña Sopa», tiene más arrugas que un mapa antiguo.

Por culpa de esa mula, mi libro no llega. El cartero de Armando no usa el faro que revela los secretos de más de setenta escritores aficionados, y su sentido de la orientación es tan agudo como el de un pez en una bicicleta. A ver, Armando, ¿no podrías regalarle un coche al cartero? Bueno, más bien, en mi caso, le tendrías que regalar un avión o un barco, pues ¡debe cruzar el charco! Y si le compras un barco, asegúrate de que no sea un yate: ya sabemos que la única cosa que flota en su vida es la esperanza de que la mula no se detenga a comer.

Esto de escribir es fascinante, compañeros y compañeras. Las emociones, los sentimientos, todos danzan por doquier. A veces nos reímos, otras lloramos, y en ocasiones, matamos por amor. ¿Y qué no decir del odio? Ese viejo conocido que se cuela en nuestros relatos como un ladrón en una fiesta. A veces, damos pinceladas políticas, sin dejar de salvar a una sociedad en tecnocrisis; es como intentar hacer malabares con cuchillos en una convención de cirujanos.

Y qué no decir de nuestras amigas las metáforas y la infinidad de géneros con los que podemos jugar con la pluma, o más bien, con el teclado. Cada semana es una nueva aventura, un nuevo reto, como intentar enseñarle a Doña Sopa a leer.

Con la gran sorpresa de que han pasado tres años y aquí seguimos en este mundo fabuloso que es el grupo de escritura de Cris Moreno Editorial Cuatro Hojas. Ahora no somos cuatro, ya hemos sobrepasado los doce mil. Y si seguimos así, pronto necesitaremos un estadio para nuestras reuniones, o al menos un buen salón con aire acondicionado, porque con el calor que hace, hasta la mula se ha planteado escribir su propia novela: Las aventuras de Doña Sopa y el cartero de Armando perdido.

Así que, amigos, sigamos escribiendo, sigamos riendo y llorando, y, sobre todo, sigamos mandando cartas y libros a través de nuestro peculiar cartero, que aunque tarde, siempre llega… aunque sea con meses de retraso y un poco de heno en el bolsillo.

¡Viva la escritura y que nunca nos falte la locura en nuestras letras!

YOLILLANA RELATOS

El cartero de Armando

Armando acudía cada lunes, puntual, a la oficina de correos de su pueblo en cuanto esta abría las puertas.
Luego sacaba una pequeña llave del monedero, abría su casilla postal y, con gran pena, observaba que no tenía ninguna carta para recoger.
Después se dirigía al mostrador, y con un movimiento mecánico saludaba a Lorenzo, el cartero que trabajaba en ese puesto desde hacía más de veinte años, le entregaba un sobre y las monedas que ya sabía, de memoria, le iba a costar aquel envío.
Después se despedía con un leve movimiento de cabeza y salía de la oficina de correos.
Lorenzo lo observaba desde su puesto hasta que le perdía de vista.
Esta escena se repetía semana tras semana, mes tras mes, desde los últimos cuatro años.
Los mismos que hacía que la mujer de Armando había fallecido en un accidente aéreo cuando se dirigía a visitar a su familia en Sudamérica.
Durante semanas se negó a creerlo. Por mucho que los amigos y vecinos del pueblo le enseñaban recortes de periódicos con la noticia del fatal siniestro, él insistía en que su mujer no iba en ese vuelo.
Aun cuando no conseguía contactar con ella y pasaban los días, se lo negaba a todo el mundo.
—Algo le ha pasado, eso está claro, pero no está muerta —insistía.

Y empezó a escribir cartas a la dirección de su familia política, esperando que ella le contestara y le diera alguna explicación de su silencio.

Un día en el que algunos amigos, entre los que se encontraba Lorenzo, estaban tomando algo en el bar de la plaza, salió el tema de Armando.
Entre todos decidieron que lo mejor sería poner fin a esa historia, por el bien psicológico de su vecino y amigo, ya que si él seguía escribiendo semanalmente y esperando una respuesta que nunca iba a llegar, tal vez lo mejor sería cambiar la historia para poder ponerle fin.

Así fue como acordaron que el siguiente lunes, cuando Armando fuera a la oficina postal a entregar su carta, Lorenzo no la enviaría; la guardaría y la leerían todos juntos, para después decidir, también entre todos, cuál sería la mejor solución.

La carta del siguiente lunes decía así:

Querida Clara:


Ya han pasado casi cuatro años desde que te fuiste. No hay día que no piense en ti y sigo esperando ansioso tu regreso.
Aquí todos insisten en que falleciste en ese vuelo, pero yo sé que no. Llegaste tarde al aeropuerto, seguro que lo perdiste y cogiste el siguiente.
Por algún motivo has decidido poner distancia entre nosotros y no me queda más remedio que respetarlo, pero también quisiera entenderlo.
Sé que no estábamos en nuestro mejor momento, pero con todo el tiempo que ha pasado, estoy seguro de que estás deseando, al igual que yo, retomar nuestras vidas.
Vuelve a casa, amor mío. Prometo no preguntar.
Solo quiero que vuelvas.

Tuyo siempre,
Armando.

Un silencio sepulcral se impuso en el bar de la plaza cuando ese mismo lunes, Lorenzo leyó en voz alta la carta delante de todos.
—Solo podemos hacer una cosa —y acto seguido empezó a redactar la siguiente carta:

Querido Armando:


Obvio que no estaba en ese vuelo, como siempre, llegamos tardísimo al aeropuerto, ¿recuerdas? Tuve que pagar un extra por otro pasaje y esperar durante horas en el aeropuerto, mientras tú estabas seguramente tomándote tu cerveza y celebrando los días de Rodríguez que te esperaban.
No estaba en mis planes no regresar, bien lo sabe Dios, pero a veces la vida te pone en el sitio correcto en el momento justo.
¿Te acuerdas de Bruno? ¿Mi exnovio al que dejé por ti? Pues justo iba en ese vuelo y justo le tocó ir sentado a mi lado.
Doce horas de vuelo dan para mucho, ya lo sabes.
No quería hacerte daño, así que cuando vi la noticia del accidente aéreo, pensé que lo mejor sería hacerme pasar por muerta.
Para ti sería menos doloroso eso que saber que te dejé para volver con un ex del que tú, siempre has estado celoso.
Pero visto que pasan los años y tus cartas no cesan, he decidido contarte la verdad.

Armando, no voy a volver. Soy muy feliz aquí con Bruno y mi nueva vida. No quiero nada de ti, ni siquiera el divorcio.
Así que, por favor, olvídate de mí y deja de escribirme.

Clara.

MERCEDES MEDIANO

Todo el mundo del barrio, estaba mirando el buzón y sólo encontraban propaganda. Armando ya se impacientaba porque esperaba un libro grupal que lo llenaba de entusiasmo. En ese libro, muchos compañeros de escritura, inmortalizan sus aventuras y su tiempo juntos en internet. Casi todos ya lo habían recibido y él seguía en esa línea, que había forjado en el suelo con sus pisadas, frente al buzón.

Las noticias abrieron esa mañana con un suceso especial, un cartero había sido secuestrado con todas sus cartas y paquetes. La policía había organizado una gran estrategia para localizarlo. Sospechan que la editorial ha urdido un plan macabro para que nunca llegue a su destino dicho libro y el cartero es un daño colateral. Armando, no da crédito a la noticia y se ofrece como rehén para salvar al cartero.

Irene, la secuestradora, se queda con él porque lo admira demasiado y es mejor tenerlo en persona que todos los libros que pueda escribir. Soltó al cartero y no hubo represalias sino una gran fiesta de todos los miembros del grupo.

FURUKAWA CREATIVES

La brisa matutina se pasea con libertad, toca con suavidad los senderos de la montaña y esquiva a los árboles, hasta finalmente elevarse hacia el cielo para jugar con las nubes soberanamente. Por un breve momento me acompaña en mi viaje, atrevido acaricia mi piel, hasta que de nuevo me deja solo. Me detengo en el borde de una loma, con la soledad calándome en los huesos, observando cómo la ciudad más cercana se manifiesta como un cúmulo de contradicciones: los negocios, las personas, las vidas… Todo luce tan lejano y sin importancia.

La naturaleza, que es un espectáculo hermoso, ahora no la puedo disfrutar, se ha transformado en un espejo cruel que refleja mi vacío. Conforme más observo la ciudad, más intensa se vuelve la tristeza, ya que la gente no me nota, porque soy un fantasma en su mundo, soy un murmullo ahogado en la efímera vida. El viento regresa a mí, azotándome con la misma indiferencia que el resto del planeta. Las lágrimas caen a raudales por mis mejillas y la pesadez de mi alma se hace insoportable.

Una mancha borrosa se mueve por un camino solitario, limpio mis ojos para enfocar mejor el sendero y, observar al cartero de Armando me hace sonreír a medias. Esos dos hombres se han vuelto un faro en mi obscuridad: el cartero, que trae una y otra vez las cartas; y Armando, que con cada palabra me rescata. Abre una ventanita al mundo cuando describe insólitos paisajes, singulares culturas y deslumbrantes personalidades; sus letras vibran con cada viaje, con cada encuentro, con cada risa y me hace absorber cada detalle.

Me alejo del borde y me apresuro a regresar a casa por los senderos que ya he recorrido, ya que quiero recibir la carta personalmente y leerla a la brevedad, porque me urge bañarme en el bálsamo de sus palabras, ungir mi alma herida y sentir la esperanza, la belleza, la alegría, recordar que a pesar de todo, hay razones para vivir. Armando no lo sabe, pero pese a que él está en la distancia y sus experiencias son ajenas, sus cartas invocan a la grandeza del planeta. Esta mañana, con la luz que comienza el día, empezaré con sus palabras, haciéndome sentir que no estoy del todo solo.

CESAR TORO

Estoy aquí, sentado en el portal de mi casa, esperando al Cartero, que seguro tuvo otra rabieta con la vecina por culpa del pitbull, que siempre lo ataca desde la reja y le hace perder la poca paciencia que tiene. No he visto a Petruska desde el último invierno y me urge que Armando le haga llegar esta carta, le prometí una jugosa propina y se fue con una sonrisa de oreja a oreja.

Pto. Bolívar 16 de abril del 2025

Srta. Petruska karpov.

Alicante.

Estimada prometida.

Te escribo esta carta esperando en Dios que al recibo de la misma, te encuentres bien.

El motivo de la presente, es para decirte lo mucho que te quiero y lo importante que eres para mí.

Tal vez no tenga el valor de decírtelo mirándote a los ojos, por lo tanto lo hago de esta manera, te ruego me sepas disculpar.

Creo que a estas alturas se vería muy cursi, en esta época de wasap, tiktoks y demás tecnologías, donde hemos perdido ese glamur y esa capacidad de asombro, porque todo es automático, además corremos el riesgo de: por ser respetuosos y galantes, nos llamen, ridículos o tontos.

Sin embargo quiero a través de esta carta, dejar sentado, el amor que siento por Ti.

Te envío también, un sencillo ramo de rosas y jasmines que corte del jardín, espero te gusten y las coloques en tu mesita, para que cuando sientas su aroma, me recuerdes.

Quiero invitarte el domingo a la hora del té para tomar un café juntos y compartir un dulce de cheesecake que tanto te gusta, en la cafetería de siempre junto al malecón, observando el vaivén de las olas y sintiendo la suave brisa marina que tantos recuerdos nos trae.

Disculpa amada mía la forma de expresarme, pero no encontré otra mejor.

Atte.

Tu eterno amor secreto.

MARISA GARCÍA

He tenido ocasión de ver varios nacimientos a lo largo de mi vida. Cosas del trabajo y los destinos. El primero en el norte de España, casi en Francia y pegado a la provincia de Guipúzcoa.

Los días son largos para un cartero destinado lejos de su casa y, a pesar de recorrer a diario largas distancias, los días libres hacía cualquier cosa con tal de de salir de casa y hacer amigos. Así conocí el Xorroxin, uno de los nacederos del Bidasoa.

En uno de mis últimos destinos, el nacimiento del río Múrtiga, en Fuenteheridos, en la serranía de Huelva. Una hermosa fuente en la plaza del pueblo es tan señalado punto.

He recorrido media España y conocido hermosos lugares, siempre acompañado de buenas gentes que tenían a bien descubrirme sus tesoros. He hecho buenas amistades hasta llegar a mi destino final, el punto donde confluyen los rios, vamos, que vivo ya jubilado junto al mar, donde vive también mi amigo Armando.

Empecé llevándole el correo todos los viernes, tal y como se había acordado con la oficina de correos, pues no se llega al faro de Armando más que a pie, atravesando la duna.

Iba siempre al acabar el turno, y charlábamos largo y tendido, frente a una copita de vino a veces, paseando otras, y en ocasiones nos aventurábamos al mar en su barcaza. Hablábamos de lugares, de trabajo, de la familia, historias del pueblo…mil cosas.

Ahora voy a su faro y subo, saludo a Aurora, su mujer:

‐Buenas tardes, ¿como está la cosa hoy?

-Ahí está el hombre, de tarde tranquila.

‐Pues voy a ver que nos contamos.

-Se alegrará de verte, seguro.

Entro a la salita donde está sentado Armando, delante de la mesa camilla, con la mirada un tanto ausente y una manta de lana sobre sus piernas. Me siento junto a él y le digo:

-Tienes carta amigo.

– ¿Quien es usted?, me espeta.

– Soy el cartero nuevo, le respondo amablemente.

– Ah, pues muy bien. ¿Que fue de mi amigo Abel?

-Le han cambiado de destino otra vez.

-Le han cambiado de destino otra vez. Me manda recuerdos para usted, y le escribe esta carta.

Le entrego la carta y la coge. No acierta abrirla y disimula; la pone en su regazo y me dice:

– Ale, márchese ya que quiero leerla a solas.

Me despido de Aurora y me voy. Me quedo en la playa un rato pensando en la vida, en los recuerdos dispersos de Armando, desordenados como la arena del mar movida por el viento, destruidos como los castillos de arena por los embates de las olas.

El viernes que viene volveré, para acompañar a Aurora un poco en su faena diaria, para sacarle quizás un rato lúcido a mi amigo

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8 comentarios en «El cartero de Armando – miniconcurso de relatos»

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