El sabor de la felicidad – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «página en blanco». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 30 de enero!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Ese aroma que embriaga los sentidos, el sabor de la felicidad que cubre cada parte de tu ser, cuando se aleja uno del tener se convierte en verbo.

Empieza a agradecer a la vida, la propia vida, deja de quejarte por todo y aprovecha las oportunidades que te brinda el simple hecho de estar vivo. ¿Qué tienes? Lo más importante que tienes no hay oro en el mundo que lo pague. No digo yo que ser pobre sea divertido pero tus puñeteras necesidades principales están cubiertas y tienes la posibilidad de trascender, de buscar un propósito que dé sentido a tu existencia sobre la faz de la tierra, que seas tú la pieza que le faltaba al puzzle para completar la descarga enérgica que te aporta la serotonina y que te hace tener una sensación placentera. Practica sexo, solo o acompañado, depende del momento, pues el cuerpo alegría necesita y si te vas haciendo mayor y te falta testosterona para alcanzar el clímax, ¡no te rindas!, y sino no haber empezado…

Recuerda que la vida es efímera y el hedonismo en su justa medida está bien, tampoco se concierta usted en un crápula, tenga en cuenta que lo poco justa y lo mucho cansa.

Bueno, no me enrollo, sin más dilación. Sin rodeos, se va usted a morir un día, así es que haga el favor de alumentar al alma para que la culpa antes de marchar no le invada.

ARMANDO BARCELONA

SO HAPPY TOGHETER

«Con Marisa es como si fuéramos hermanas de leche, no tiene nada que ver con serlo de verdad, tú me entiendes; se trata de haber compartido demasiadas cosas juntas, algo parecido a la versión golfa de la fraternidad».

—Arréglame las puntas, cariño, que las llevo abiertas, y a ver si cambias las revistas, que estas ya tienen cardenillo en las grapas, mona.

«Me entretengo con un ejemplar de «Cola», cotilleo marujil en vena. Un número antiguo, que fue trending topic en el pleistoceno».

—Claro, pásame la Visa y me suscribo a Vanity Fair, no te jode. Te voy a poner unas mechas, cielo, a lo Alaska, que le van mucho a tu cara.

«Puñetera Marisa, qué manera más sibilina de llamarme retablo».

—Lo de Alaska son canas corridas, bonita, y no quiero ponerme nada, que bastante socarrado llevo el pelo.

«Es cierto, me da grima mirarme al espejo, luce fatal, sin brillo, apelmazado, viscoso, como el felpudo de una guardería».

—Venga, déjate hacer; tengo una crema nueva, alemana, que nutre una barbaridad, y te recorto un poco, así, media melena, no esta pelambrera silvestre que me llevas. ¡Hija qué dejada eres, Angelines, por favor! Vas a salir de aquí que no te conocerá ni tu Manolo.

—¡Coño, pues igual se piensa que soy otra y me hace caso! Aunque, total… ¡Uy, qué gracia, mira lo que dice aquí! —le muestro el encabezado de un artículo—: «¿A qué sabe la felicidad?». Felicidad, qué ocurrencia. ¿Tú tienes de eso?

—Pues claro, Nines, hermosa; fresca y del día, no te jode. Anda deja eso y ven que te lavo las greñas.

«Pongo la revista boca abajo en el asiento, me dejo llevar mansamente y acomodo la nuca en el hueco que hace la porcelana. Está frío y es incómodo, algo parecido debió sentir María Antonieta segundos antes de que viera venir la cuchilla».

—Hija qué bien lo vendes, ponme cuarto y mitad de felicidad, si la tienes bien de precio —bromeo—, hace mucho que no gasto.

«Doy un respingo: el agua está fría. «¡Coño, Isa!», ahora quema».

—Venga, no seas quejica. Ni cara ni barata, Fina, la felicidad depende de una misma, consiste en sentirse bien con los demás, no dar por el culo al prójimo, ser buena gente y no crearse necesidades sin medida, así, a cascoporro. No es más rica la que más tiene, querida, sino aquella que menos vicios cultiva. ¡Jesús qué estropajo de pelos llevas, corazón!

«Y ahora se me pone socrática, la tía, seguro que ha vuelto con el maestro, Braulio, creo recordar que se llama; da clase de no sé qué en el I.E.S., aquí al lado. Yo no le veo consistencia al chico. Sí es educado, con gafitas, pinta de cerebrín, pero algo le verá esta, digo yo, lo mismo viene muy bien equipado de serie. Hija, en un barrio multicultural como el nuestro, anda que no hay ejemplares mucho más apetecibles que llevarse a la boca».

—Marisa, mi amor, ¿estás saliendo otra vez con Braulio, el profe? ¡Uy, se ha puesto colorada, la muy perra! ¡Será bicho! Anda, pendón, cuenta, ponme los dientes largos, hace mucho que no me como un colín. ¿A qué sabe la felicidad, loba?

—Mira que eres guarra, Fina. Se cree el putón que todas son de su condición; y sí, estamos saliendo, es muy majo, atento y tiene conversación. ¡Y para ya! Venga, vamos al sillón que te pongo el gel a ver si recuperamos algo aprovechable del matorral amazónico este.

«Me estoy quedando helada; a mí es que las humedades en la cabeza me sientan fatal. Por otra parte, mira tú que más me da a mí que esta se enrolle con quien le dé la gana».

—Isa, reina, que me parece muy bien, allá tú; además, si dices que el chico tiene don de lenguas —no puedo evitar el chiste y yo misma me despeloto de la risa—, pues hija, olé tu chichi serrano. Además, que siempre has sido de letras; por contra, a mí me va más la F.P., ya ves. Mohamed, sin ir más lejos, el morito que trabaja en lo de Juan, el lampista. Está para comérselo todo, todito, todo. Debe ser por el morbo del fontanero o algún síndrome parecido, pero me pone. Ahí, ahí, debe estar la sustancia y el sabor de la felicidad —le muestro la revista, que he sacado de debajo del culo porque me había sentado encima.

—Cariño, que santa Lucía te conserve el oído, porque de vista andas fatal. Mohamed es más vegano que una cabra montesa; con tu Manolo no te digo que no se le moviera un pelo, pero contigo…

«Qué gustito me está dando el masaje en la cabeza, se me pone carne de gallina y todo, ¡por dios!»

—¿Quieres decir, mi morito? ¡Jesús qué desperdicio! Una pena. Ahora que si es por mi Manolo, se lo regalo y de propina le doy el jarrón de los chinos que me endilgó mi suegra en Navidad; pero la VISA no sale de casa, eso ni de broma. ¡Ay, mi Mohamed, qué desilusión! ¿Oye y Kalid, el frutero? Es de Pakistán, me parece, y tampoco está nada mal; pelín de tripilla, si quieres, pero un aquí te pillo tiene. ¡Tía, dame la revista!

«Me la ha quitado de las manos, la muy borde. Qué susceptible está, por dios. Lo mismo le ha bajado la regla».

—Te la confisco, que me tienes hasta el putiglán de la taba, con el sabor de la felicidad y la madre que te parió. Siete hijos tiene el frutero, pregúntale a su mujer a qué le sabe la papaya y tira al secador, que menuda mañanita me estás dando.

»Niña, anda, coge dinero de la caja y tráete unos capuchinos para las tres, a ver si esta le pilla el gusto a la felicidad de una puñetera vez, ¡hostias!

So happy together

JUAN MANUEL CABALLERO PAREJO

El aura

Deshilachada, anodina, funesta, capciosa. La vida de Z transitaba, a pesar de todo, tranquila. Pero también inane, como si discurriera por una especie de cauce con sus pequeñas ramificaciones, algún meandro…pero de escaso recorrido, enseguida abortados en su frugal osadía por culpa de la pobreza de carácter, por la repudia íntima a la aventura exterior. «Has perdido una mano, Z…pero has ganado un muñón», le dijo en una ocasión, en plan simbólico, un psicólogo de la SS (léase, por favor, «Seguridad Social»).

Y así era que circulaba, por el muñón de su vida, día tras día, comenzando la andadura en el cada vez más desganado corazón de un amanecer incansablemente reeditado por más que nadie, excepto Z, posara nunca la mirada sobre él; y concluyendo en el paredón de la cicatriz para regresar y volver a empezar, como el manierismo de un TOC psicótico.

Entre zarandeado y atónito por las ocurrencias de los hombres que le salían al paso tanto en las calles como en algún ocasional televisor, la vida de Z había decantado en una suerte de convivencia animal y pura, de miradas prístinas y amor incondicionado, en el seno de aquel grupo, donde se limitaba a ser uno más, que formaba con los tres gatos y un perrino con los que convivía.

Al menos, se decía Z alguna vez, no ha de faltar el largo paseo diario con el perro por la raya serpenteante de la linde del río, así llueva o estemos en plena canícula. En aquel entorno, además, se libraba de la presencia del cazador, que le hacía silbar su munición cerca del oído cuando alguna vez se le había ocurrido salir con su cánido camarada al escaso campo abierto que todavía respetaban las alambradas.

Aquella mañana salieron temprano del pueblo para ver despuntar el día desde el río. Una vez allí, como siempre, comenzaron la andadura a la altura del viejo puente que en tiempos servía para que el tren salvase la vaguada. Anduvieron los dos kilómetros habituales, expeditos de maleza, donde el pequeño Grizzly podía correr y chapotear a voluntad. Al llegar al punto donde la ribera se hacía hirsuta de bosque de chopo y sarga y eucalipto siempre daban la vuelta, pero por algún motivo ese día era diferente y resolvieron inmiscuirse en las cuitas que fueran de desarrollo en el interior del verdor.

Aún caminaron doscientos metros por dentro de aquel mundo apartado, apretado, donde el silencio se extendía, entre carrizos y endrinos y hiedras, sobre un tapete de suaves chirridos de insectos, de extraños y pequeños asomos entre la vegetación que, al ser descubiertos, desaparecían súbitos, como fantasmas de bosque, dejando tras de sí un farfullar de hojarasca. Algo impulsó a Z a no dar la vuelta todavía a pesar del largo recorrido que les esperaba de retorno a casa. Al poco, todo sucedió.

Fue en un tímido clarear de aquella pequeña jungla tan cercana como inhóspita donde el sol extendía sus todavía cohibidos tentáculos para cosquillear la espesura con sus puntas luminosas y cálidas. Sorprendido por el arrobo de la inesperada intromisión del imperio del astro rey en aquel pedazo de tierra robado por la vegetación, las pupilas de Z se contrajeron. Y bien que pareciera que lo hubieran hecho como preludio del arrebato volador de una oropéndola que, saliendo de entre el ramaje del árbol sobre el que Z apoyaba su mano para conservar la verticalidad ante el pinchazo de luz, puso rumbo a la orilla contraria del río. Ocurrió entonces que, mientras la miraba volar atravesando el amplio cauce desde aquella calva del bosque, sintió como que un aura hechicera lo envolvía. Y he aquí que, sumido de facto en inopinado éxtasis, pasado, presente y futuro se avinieron y todo parecióle, mientras imbuído de aquel designio estuvo, estar en su lugar exacto. Era como si el gran puzzle de la vida se completase ante sus ojos en apenas unos segundos, sí, pero que encerraban la eternidad entera. Todo en absoluto tuvo en ese lapso su razón y su lugar: también la mezquindad y la lujuria (tal vez, quién sabe, si como némesis para que terminen reinando la sabiduría y la justicia y la bondad de espíritu), la desdicha y el abatimiento, pero que ya no eran concebidos como tales o, al menos, no solo como tales. Henchido de gozo, una paz inabarcable e ingénita lo envolovió en una caricia que no olvidó resquicio alguno de su ser, del táctil y del etéreo. Y no solo de lo humano le habló aquello sin que mediase palabra; también de lo divino, del antes y del después de todo, que resultaba ser un lo mismo que todo, solo que menos material e irrevocablemente avocado a la quietud omnisciente y a la dicha eterna.

Tras ello, el apagón de ese viento remoto que por un instante lo rozó, la vuelta a la normalidad. Pero enseguida se dio cuenta, Z, de que se trataba de una normalidad, en realidad, distinta, de que nada ya volvería a ser lo mismo; y comprendió que el sabor de la felicidad, aun sutilmente, le quedaría para siempre impregnado en el cielo de la boca. Y todo ello por más que, si así él lo decidía, continuase hasta el fin de sus días en aquel tren de vida de mínimos. Porque no hay escala alguna que mida la vida de los hombres.

Mientras regresaban fue consciente (tal vez ambos lo fueron) de que, en un guiño nunca imaginado, su destino le había reservado un lugar entre los hombres privilegiados; pues no todos los hombres, ni mucho menos, son acreedores de la irrupción en su vida de una epifanía. Había oído, tal vez leído, sobre ellas; pero de manera vaga, confusa, incompleta. Ahora lo comprendía: no era fácil describirlas con palabras. Aún así, tuvo la irrefutable certeza de que había experimentado una de ellas. Si volvería a sentir otra alguna vez, lo ignoraba. Pero sabía que no era necesario, porque su enseñanza le acompañaría por la eternidad así se desmoronase el mundo ante sus ojos. Aparentemente.

Y llegaron a casa sin darse cuenta, sabedores de que, en el fondo, todo tenía sentido; de que, quién lo diría, todo estaba, en la realidad profunda y esencial, justo donde debía estar, ocupando el exacto lugar que en cada momento le correspondía.

Apenas abrió la puerta de su vieja casa, vio que los tres gatos los esperaban, expectantes, quietos como estatuas erigidas a la dignidad más inconmensurable. Y lo miraron como nunca antes lo habían mirado mientras él, Z, se les acercaba para saludarlos. Como conocedores de la irrupción en su humano compañero de aquello que, quizá, ellos supieron desde siempre.

DAVID MERLÁN

Permitirme compartir una reflexión en esta ocasión.

¿A qué sabe la felicidad? Buena pregunta.

En mí modesta forma de verlo, el sabor de la felicidad es un enigma tanto sensorial como filosófico. Me explico:

La felicidad no es un plato que se pueda servir en una mesa, y me da igual si es frío o caliente. Creo sinceramente que la felicidad y su sabor es una experiencia, una idea por fugaz que sea, que se cocina en lo más profundo de nuestra psique, sazonada por recuerdos imborrables, los deseos más tontos o inconfesables, o por momentos tan efímeros como el agua entre los dedos.

También pienso que para algunos, sobre todo los que vamos teniendo una edad, la felicidad sabe a infancia: a helado derritiéndose bajo el sol de una tarde de verano, sin preocupaciones, sin prisas; a pan recién horneado en casa de la abuela; al baño vespertino en el río del pueblo con los amigos; al jugoso primer mordisco de una fruta madura recién arrancada del árbol; al primer beso «de amor», es en definitiva, un sabor ligado a la nostalgia, porque la memoria es caprichosa y juega con nosotros a recordar tiempos pasados.

Sin embargo para otros, la felicidad puede ser todo lo contrario, es una cascada de sensaciones que rebosan intensidad, un plato exótico que sorprende y despierta los sentidos; un beso robado mientras hablas y compartes confidencias y risas con esa persona especial; un simple café compartido en una conversación profunda. La felicidad sabe a la sal de la piel después de un día de mar y playa. Es un sabor que agita los sentidos y hace que nos sintamos vivos.

Hay quienes encuentran la felicidad en lo simple: en el agua fresca después de una larga caminata; en la calidez de la taza de una bebida bien caliente que notas en las palmas de las manos al agarrarla en un día frío. Para esas personas, la felicidad no está en lo extraordinario, sino en la monotonía bien entendida del día a día.

Quizás la felicidad no tenga un único sabor porque no es un solo estado, sino un sinfin de momentos, una combinación de contrastes que da profundidad a nuestra existencia y nos forja y amolda para convertirnos en lo que realmente somos, en lo que trasmitimos a los que nos rodean.

Tal vez, en lugar de preguntarnos a qué sabe la felicidad, deberíamos de preguntarnos: ¿Sabemos apreciarla y saborearla cuando la tenemos delante, en la boca?

Ahí lo dejo.

BENEDICTO PALACIOS

EL SABOR DE LA FELICIDAD

A Martina le gustaba bucear, lo había realizado durante su adolescencia y luego en su juventud, y lo hacía con los ojos abiertos, fijándose en cuanto despertaba su interés. Lo exploraba todo, en particular lo que aparecía semi oculto en recovecos y escondrijos, porque lo importante nunca se manifestaba al espontáneo ver. Era este el tremendo error de muchos buceadores, decía, que por aprensivos solo se fijaban en los objetos que fabricaban sombra y se conformaban con contemplar la sombra misma.

Pero a ella nunca le detuvo el miedo. Se lanzaba de bruces retirando con sus finos dedos las capas que entre corrientes había de sortear, porque siendo fácil quedarse en superficie, deseaba llegar a los abismos. Y si sentía fatiga y le faltaba aliento, volvía a intentarlo otra vez porque nunca claudicaba. Era una mujer de convicciones y seguridades, y soportaba, como veleta al viento, el capricho de los puntos cardinales. ¡La felicidad, decía, no se cobraba a cualquier precio!

No era una heroína en busca de la gloria, y por eso aprendió a auparse sobre los fracasos. Y si una mañana abría las ventanas no era para revelar al mundo su presencia, sino para sentir la paz del viento acariciando su cara. Paz y felicidad fueron siempre el haz y envés de una moneda.

Pero tenía las manos frías de tanto ahondar en lo insondable y le dolían las puntas de los dedos. Y en una de las incursiones, cuando logró descubrir la versión más fidedigna de sí misma, se hartó de soportar que sus dedos se desgastaran de tanto remar y batallar.

Estaba cansada. Y si hasta los barcos anhelaban la arribada al puerto, también ella se dirigió a su abrigo y se sintió acogida y fue capaz de hablar.

—¿Sabes, Vicente, que significa bucear en la felicidad?

—Es que no sé nadar.

—Ya lo sabía, pero han pasado quince años y me duele hasta el pulpejo de los dedos.

—¿De qué?

—De rebuscar en ti y encontrar solo vacío y telarañas.

—¿Y qué?

—Pues eso, nada, pero hoy, 2 de febrero, han florecido los almendros. Y estoy en paz.

FELIX MELÉNDEZ

La felicidad existe.

“Pero siempre es una consecuencia de algo, es un regalo añadido a las circunstancias “

Los sentimientos arcoiris de nuestras tormentas son el aire por donde vuelan nuestros deseos. Aturdiendo o elevándonos por la brisa diaria.

Todos buscamos la felicidad hasta debajo de las piedras, como si pudiéramos encontrarla más allá de nosotros mismos. Ninguno la buscamos realmente dentro de cada uno, pasando por esta orilla vida enfrascados en fastidiar a un prójimo siempre lejano. Golpeamos la vida de los demás con los remos que deberíamos usar para navegar juntos; para ser gozosos nosotros, con un morbo increíble, haciendo daño a diestra y siniestra. Llevar e inventar traer cuentos y cuentas de la gente al parecer es lo que más nos interesa. Solo unos pocos privilegiados consiguen momentos felices. Aquellos que viven para los demás, los que están separados de la hipocresía, la envidia, la vergüenza, la falta de honestidad.

También los hay entre nosotros más necesitados, pobres y hasta más felices.

Hay tantas trabas para cada cual, barreras innecesarias en cada camino, que no dejan analizar el verdadero destino de nuestras acciones: llegar a un final feliz o perfecto, siendo tan fácil conseguir la felicidad.

Caemos una y otra vez en pozos sin fondo, sin la salida que esperamos. Pozos que nos ahogan. Nos asfixiamos nosotros mismos con desear todo lo que no tenemos, y nos llenamos de deudas. Nos matamos por vestirnos de domingo los días de diario, para saciarnos, engañándonos con lo que no puede ser, pero nos gustaría, imaginándonos vivir vidas que no son nuestras, incompletas, opuestas, ilusionándonos con lo imposible. ¡Con lo fácil que es admitir lo que tenemos, valorarnos a nosotros mismos, ser sencillos! Nos complicamos en difíciles y verdaderos retos personales que no llevan a ningún lado: Esta casa es mejor que la que tengo, o aquel coche lo prefiero, lo necesito.

Por un segundo innecesario de imaginado placer que no llena nunca, pues necesitamos más y más.

Tenemos controlada la vida de los otros y no hacemos absolutamente nada por cambiar la nuestra. Acomodados en nuestro pedestal perdemos gran parte de nuestras vidas en acumular, cosas banales por las que luchamos con uñas y garras, ignorantes de qué cualquier día las dejaremos aquí y serán basura para los demás.

Cuando la felicidad viene del verdadero amor, del interior, hacer las cosas bien, sin que se nos vea, sin tenerlo en cuenta, sin presumir, es una consecuencia de nuestras acciones hacia cualquiera. Pero tenemos corazón de piedra y boca de hiel, alegrándonos del mal del vecino.

El corazón humano es inmenso en la capacidad de hacer el bien. Y la recompensa sería tremenda. Ofuscados y llevados por una mente, voluble y perversa, siempre interesada. Tendríamos que comenzar de nuevo desde el principio a renovarlo todo. Tendría que mejorar la raza mucho para ser completamente de otro modo. Evolucionar desde otras perspectivas, que desde luego no son las de nuestra sociedad actual. Se puede ser inmensamente feliz dejándolo todo en las manos de Dios, pero:

¿Quién es el valiente?

¿Quién tiene la valentía de intentarlo siquiera?

¿Quién se abandona a sí mismo para ofrecerle todo al Padre, al Creador?

¿Quién deja la seducción del dinero?

Sólo será completamente feliz el que se dé de lleno desinteresadamente con amor a los demás.

Es más fácil pensar que Dios no existe, que es cosa de locos y hasta intentar creerlo, convencernos y convencer a los demás de esta gran falacia. ¡Cómo si al final no tuviéramos que pagar por nuestras acciones, propuestas del mal pagador!

Tenemos todo el derecho a conseguir nuestra felicidad pero estamos en el camino equivocado, además del deber de luchar por ella.

Sabemos cómo conseguirla perfectamente pero nos falta corazón y valentía.

Sí, la felicidad existe.

Pero solo es para los valientes.

¿Quién es el guapo que mueve los hilos del telar para tejerla?

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

Pepa ha vuelto

Hola. Me llamo Pepa y, hasta hace unos días, era una mujer libre y segura de mí misma. Parece mentira cómo te pueden cambiar las circunstancias en un momento, por hacer caso a las presiones de quienes te quieren de verdad. No hay nada más cierto que la vieja expresión española: “Hay amores que matan”.

Yo, a mis setenta y cuatro años, no le podía pedir más a la vida, bueno, sí, ser algo más joven, pero ese deseo no me será concedido. Aunque, creedme, soy bastante más activa que los de las generaciones de ahora, incluyendo a mis tres nietos. No me voy a meter con ellos porque les adoro, pero no les vendría mal una patada en el trasero.

Tengo mi casa a un tiro de piedra de la plaza de Las Ventas y, cuando hay corrida, el ambiente es fabuloso, diferente a todo. No me gustan nada los toros, pero una cosa no quita a la otra. Me consuelo pensando que hay mucha gente que sobrevive gracias a ello y quizás no les ha quedado otra. Primero el sustento y luego la filosofía, ¿no creéis?

Huyo de los enfrentamientos y los asuntos taurinos causan muchos, según mi opinión, demasiados. Por eso, paso de involucrarme y me dedico a otras actividades que me producen solo satisfacciones.

Para evadirme de todo, conocer gente interesante y descubrir otros mundos, me refugio en la lectura, un placer muy superior al sexo, dónde va a parar. Una buena caminata por el centro, llegar a un parque tranquilo y sentarte en un banco con un buen libro, es insuperable. Eso y cocinar. Con una novela te empapas de la creatividad del autor, pero en la cocina eres tú quien pone el arte y, además, las barrigas lo agradecen, que no solo se vive de ensoñaciones, al cuerpo hay que darle lo que pide y el sexo lo miro ya con una pereza enorme.

Pensaréis, por lo que he contado hasta ahora, que me pego la vida padre, y un poco sí, la verdad, pero también hago lo que puedo por la gente. Soy voluntaria en un centro vecinal, otro feminista y también en Cáritas. Considero que no son actividades que tengan mucho mérito, porque hacer algo que te llena, te alegra la existencia, más allá de la generosidad de cada uno. Es lo que me gusta llamar el sabor de la felicidad, o un egoísmo útil, según se mire.

Pero, al grano que, en cuanto me descuido, me voy por los cerros de Úbeda. El caso es que este era mi día a día normal y corriente, excepto lo de los toros, que de ser tan frecuente resultaría de lo más cansino y molesto, y yo no me planteaba nada más. ¿Para qué, si vivía tan pichi así?

Pues no, la tranquilidad se acabó de la forma más idiota que uno pueda imaginar. Mis nietos, que no son unos críos, veintisiete, veinte y dieciocho años les contemplan, llevaban tiempo dándome la murga con que me tiñera el pelo. Decían que el blanco me hacía mayor. El fin de semana pasado volvieron a la carga con más ímpetu si cabe, y yo, con tal de no oírles, les hice caso. En qué momento.

Nunca se me había ocurrido teñirme, estaba a gusto con mi color blanco blanquísimo, ni un díscolo cabello gris. Entré a la peluquería, donde acudo a cortarme las puntas de vez en cuando, sintiéndome forzada y con un cierto tembleque de piernas. Para más inri, la chica que siempre me atiende estaba de vacaciones, figuraos mi sorpresa.

Caí en manos de una especie de Eduardo Manostijeras en versión fémina, que solo verla, daban ganas de salir por piernas, pero la buena educación, el mínimo decoro y, por qué no reconocerlo, la vergüenza que me habría dado huir, me mantuvieron firme, del todo acongojada, pero más tiesa que una vela, que menuda soy yo cuando me lo propongo.

Según avanzaba la muchacha en su labor policromática, más me iba convenciendo de que, aparte de ser daltónica, el buen gusto no lo había desarrollado, aquellas decenas de colores no pegaban ni con cola y, de pronto, residían en mi cabeza. Casi me da un ataquín cuando me aseguró que no debía preocuparme, ya que esos tintes fosforescentes resistirían un ataque nuclear, eran casi indestructibles.

Vais a pensar que soy una exagerada, y quizá lo sea, pero desde ese momento yo no era yo, me consideré un esperpento que ni los de Valle Inclán, me cambió el carácter y me convertí en una bruja piruja instantánea, como el Cola Cao. Llevo cuatro días sin pasear, sin leer, sin cocinar ni atender mis compromisos sociales. No soporto que me vean como un mamarracho y solo me surgen pensamientos negativos y, lo que es peor, agresivos, con lo pacifista que soy yo.

No os creáis que no he intentado solucionarlo de la manera más lógica, tiñéndome de blanco. Llevo tres capas del color de la nieve más pura, pero la obra de arte de la aspirante a Picasso del estilismo, es inasequible al desaliento, reaparece una y otra vez por mucho que creas que la has aniquilado.

Por lo tanto, para volver a ser quien era, he cogido el toro por los cuernos, otra vez el maldito tema taurino, y me he rapado la cabeza al cero, con la esperanza de que los tintes del averno no hayan cuajado bajo la piel y mi testa vuelva a lucir como una bombilla multicolor. Llevará un buen tiempo el proceso de recuperación capilar, pero le echaré paciencia y peluca. Resistiré, que cantaba no sé quién.

Pepa ha vuelto, para alegría de propios y extraños y, ahora, estoy en condiciones de daros un consejo: Nunca, nunca, os sintáis obligados a hacer algo de lo que no estéis convencidos, por mucho que os insistan, incluso sabiendo que lo hacen con buena intención. Ni un cocido madrileño, ni un paseo por el parque del Retiro, ni leer “No cabrees a Simon”, no hay nada más importante que un magnífico pelazo blanco, aunque, y está mal que yo lo diga, calva estoy monísima, ¿que no?

Ea, ahí lo dejo, que tendréis mejores cosas que hacer…

SOLEDAD ROSA

“Fíjate, con qué poco es feliz.”

Pienso esto cada vez que observo a mi hijo. Veo su inocencia, su mundo pequeño pero inmenso, y sus preocupaciones que, aunque a mí me parecen minúsculas, para él son tan grandes como las mías.

“Quién pudiera sentirse así, ¿verdad?”

Tal libre. Tan lleno de vida.

¿En qué momento nos vendieron la idea de la felicidad como algo que se alcanza, que se compra, que se mide?

¿Y en qué momento creímos que más era mejor?

Cuando, en realidad, lo que necesitamos es soltar.

Yo solo quiero sentirme como él cuando escucha el ruido de unas herramientas de juguete o el sonido de las ruedas de los coches corriendo por el suelo. Que mis ojos también se abran como los suyos cuando descubre los colores de una acuarela o cuando se pierde en las páginas de un libro.

Lo miro y remiro. Esa cara me atrapa, me toca por dentro y me hace sonreír.

¿Será esto la felicidad?

Cuando la sentimos, ¿Sonreímos? ¿Reímos? ¿Es así como la reconocemos?

Quizás sí. O quizás la hemos complicado demasiado.

Veo tantas sonrisas a mi alrededor que a veces no distingo cuáles son reales y cuáles están disfrazadas.

Porque no todos nos atrevemos a ser felices. Solo a demostrarlo.

Nos enseñaron a aparentar, a cumplir expectativas, a sonreír incluso cuando nos estamos cayendo a pedazos. Y, sin darnos cuenta, terminamos atrapados en una jaula sin llave que la abra.

Pero yo me niego.

He decidido soltar ese peso. Dejar de buscarla y, en su lugar, abrazar la libertad.

La libertad de elegir lo que me hace reír de verdad. Lo que me hace cerrar los ojos y suspirar. Lo que me hace latir. Lo que me hace vivir.

Y qué sabor tan bonito.

ANTONICUS EFE

Soñando quimeras

sueño que aún no estoy muerto,

que las esquelas son para otro

y que las campanas no repican a entierro.

Pensando en los sueños

pienso que todavía estoy cuerdo,

que la locura es cosa de las novelas

y que todo se acaba cumpliendo.

Lástima que casi siempre ande despierto.

El sabor de la felicidad

siempre se acaba desvaneciendo.

A veces se disuelve entre nubes

de edulcorados sentimientos.

A veces se difumina entre hadas

que nunca quisieron estar en los cuentos.

A veces sueño quimeras

pensando que aún sigo cuerdo.

PAQUITA ESCOBERO

Te miro y la veo, sin más. No son atardeceres, ni lunas llenas ni suspiros frente al mar. Es tenerte cerca y poderte respirar.

Las cosas chiquitas. Su mano lenta para hacerme despertar. Un buenos días, amor. El calor que desprende su piel en la noche. Respirar. Volver a respirar.

Rozar con sutileza los besos que me da. Robar varios al día y pedir más. Besar y volver a besar.

Sentir piel con piel. La caricia que cada noche prometen mis manos al enredarse en su pelo. Los ojos cerrados mientras enmarco el rostro que me hace soñar. Acariciarte y volverte a acariciar.

Abrir los ojos por la luz que se cuela desde el cristal. Saber que volvemos a estar. Despertar y volver a despertar.

Reír. Las risas cuando nos sentamos a desayunar. Desayunar juntos una vez más. Estar frente a ti y volver a estar.

El olor. Ese conocido olor que me hace suspirar, estar tranquila, enaltecer mis sentidos y volverme loca de atar.

Querer. Descubrirte mientras me miras, me quieres, el resto da igual. Desear volver a nacer y volverte a encontrar. Quererte más y más

Dejarme llevar. El transcurrir del tiempo en su tic-tac. Es no pensar en ella y saber que está. Aristóteles decía que era el fin último, el verdadero y más elevado propósito de la vida. Si es así la he alcanzado ya.

PEDRO PARRINA

La felicidad sabe a ayer,

a piel, a labios, a memoria,

a inocencia, a niñez,

a paz, a sueños alcanzados,

a luchas de superación,

a esfuerzos, a manos,

a abrazos, a amistad

y amores ausentes,

presentes, futuros

y pasados,

y a miel y azúcar,

y a canela y clavos,

y a acidez, y a sal

y pimienta

y a hiel,

y a libertad

para dejar ir,

y a soledad,

y a elegir,

y a oportunidad,

y a decir no

y a decir sí,

y sobre todo,

la felicidad sabe a decidir

con quien… ¿?

Cómo y cuando:

ayer, hoy, mañana;

ahora, estaría bien…

ANGY DEL TORO

El Encanto de las Especias

Dos almas entrelazadas por los hilos invisibles del destino compartían una pasión única: la creación culinaria. Como propietarios de una taberna, su amor se manifestaba no solo en la cocina, sino también en la búsqueda de ingredientes exquisitos.

En el corazón de la ciudad se albergaba un tesoro cultural y arquitectónico: “el Zoco”. Un mercado ancestral, donde antaño, beduinos y comerciantes locales negociaban ganado, especias, lana y perlas, ahora convertido en el escenario de su historia de amor.

Callejones sinuosos y adoquinados, faroles antiguos y techos de bambú contrastaban con los modernos rascacielos que dominaban el paisaje urbano. En este laberinto de pequeñas tiendas, Alejandro y Lucía buscaban las especias perfectas para la elaboración de sus platos. El aroma embriagador de la comida los envolvía.

El mercado permanente era un lugar mágico. Ollas, sartenes y utensilios de cocina se exhibían con calidez, y los vendedores compartían historias y preferencias. Pero en la sección de especias era donde la verdadera alquimia ocurría.

Azafrán, zumaque, dulces, miel, flores secas y limones en conserva llenaban los escaparates. Los vendedores, hábiles y apasionados, guiaban a los compradores hacia lo que llamaban el “sello de la casa”: un frasco de vidrio en el que manos expertas llenaban de variadas capas de aromáticas especias, creando una sinfonía de sabores que, al ser elaborados, resonarían en sus platos.

—Lucía, este frasco tiene exactamente lo que necesitamos para nuestra nueva receta —dijo Alejandro, tomando un pequeño tarro con capas de colores vibrantes.

—Déjame olerlo —respondió ella, cerrando los ojos al acercarlo a su nariz—. Es perfecto. Azafrán, cúrcuma y un toque de canela.

El vendedor sonrió. —También hay cardamomo. Es el alma de la mezcla.

Lucía miró a Alejandro con complicidad. —Entonces no hay duda, nos lo llevamos.

En el Souq Waqif, el tiempo se desvanecía mientras exploraban el sabor de la felicidad. Negociaban y se perdían por los callejones. Los sacos rebosantes de especias se apoyaban en las paredes de piedra, y los vendedores compartían los secretos ancestrales que se ocultaban tras el hallazgo de cada una de las especias.

Así, entre faroles centenarios y puertas de madera, Alejandro y Lucía tejían su historia de amor. En cada especia encontraban no solo los sabores de la cocina, sino también la esencia de su unión. Mientras el sol se ocultaba sobre el zoco, sus corazones vibraban al compás de los aromas y colores que solo el Souq Waqif podía ofrecer.

Y en aquel zoco mágico de Doha, los enamorados conocieron que el verdadero «sabor de la felicidad» no solo residía en las especias que seleccionaban, sino en la promesa de un futuro juntos, lleno de aventuras culinarias y momentos compartidos.

Alejandro tomó la mano de Lucía mientras el sol teñía de ámbar los callejones. —¿Sabes? Siempre pensé que la felicidad estaba en encontrar la especia perfecta. Lucía sonrió, apretando su mano. —Y resulta que la felicidad es compartirla contigo.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

JUGANDO A SER FELIZ

Me pregunto qué color tendrá y a qué sabrá la alegría. Lo hago cada día, desde que estoy aquí. Fuera, los que alguna vez la han conocido, no paran de hablar de ella. Sé que la echan de menos. Sospecho que eso que llaman felicidad sabe a gloria, un sabor que tampoco conozco, pero que tiene que ver con las risas y la paz, con los rayos de sol que desde el interior de este nuestro refugio se adivinan, aunque no vemos. Llevamos meses ocultos y la vida aquí dentro resulta un poco asfixiante. Me consuela saber que ya falta menos para el final.

Mientras espero ese día, juego con mi hermana. Nos sentimos seguros. Protegidos. Mi madre cuida de nosotros. Jamás dejaría que nos ocurriera nada malo. Fuera se oyen amortiguados los ruidos y los gritos, las preocupaciones y las prisas. Las voces de los que nos rodean gritan tristeza y desesperación. Maldita realidad la del mundo exterior. Aquí estamos seguros, le repito a mi hermana y me repito a mí mismo, en un esfuerzo por autoconvencerme. Todos corren de un lado para otro. No lo podemos ver, pero de alguna forma lo presentimos: la gente está muy lejos de ser feliz ahí fuera. El mundo es un lugar de locos.

He perdido la cuenta de los días que llevamos aquí. En ese tiempo hemos crecido, por dentro y por fuera.

Por fin, hoy es el día. Sabíamos que, tarde o temprano, tendría que llegar. Nos obligan a salir de esta burbuja, del que era hasta ahora nuestro refugio. Vamos a conocer el exterior. Es mejor que salgamos por voluntad propia. Si no lo hacemos, tarde o temprano nos acabarán sacando, y puede ser peor. Observo fijamente los pequeños y dulces ojos de mi hermana. Con la mirada le transmito que todo irá bien. Tan jóvenes e inocentes, ya intuimos lo que es la vida ahí fuera. Ahora mismo no hay palabras, pero sé que algún día las habrá, saldrán de la boca de otros, que contarán todo. Nosotros no recordaremos este día, la naturaleza es sabia.

Salgo el primero. El exterior me abruma. Un fogonazo de luz y un hervidero de sonidos me dan la bienvenida. Hasta ahora solo habíamos jugado a ser felices. Se trataba de un ensayo, de un simulacro de gloria. Desde hoy nos toca serlo de verdad. Siento que todos aquí tenemos la obligación de encontrar esa felicidad, por enterrada que esté. La misma que ahora brilla de manera fugaz en las pupilas de mi madre que, entre el sufrimiento y la barbarie, acaba dar a luz con gritos desgarrados a sus dos gemelos. A nosotros, Amila e Ibrahim. A pesar de esta maldita guerra. A pesar de todo lo que aquí nos llueve cada día. Que Dios y el mundo se apiaden de nosotros.

SERGIO TELLEZ

ROSAS

La tía Lucila yacía inmóvil en su cama, su rostro adornado con una sonrisa suave y tranquila. Carlos se acercó a ella, sintiendo un golpe de tristeza en su pecho. Había ido a visitarla ese día, pero nunca imaginó que la encontraría así.

Mientras buscaba algo para cubrir su cuerpo, su mano tropezó con una hoja doblada en su mesita de noche. La desdobló y encontró una fórmula escrita en ella:

«Cóctel de Felicidad Rosada»

– 50 ml de solución de GABA (ácido gamma-aminobutírico) al 30%

– 20 ml de solución de oxitocina al 20%

– 100 ml de solución de azúcar y agua (1:1)

– 10 gotas de esencia de rosa

Mezclar y agregar a las rosas. Las abejas harán el resto.

Carlos se quedó mirando la fórmula, y de repente, todo encajó…

I

El aguijón se clavó en su cuello, justo sobre la yugular, con precisión de cirujano. Con un movimiento rápido y preciso, el veneno se liberó en milisegundos y corrió tempestuosamente por el sistema sanguíneo. El golpe con la palma de la mano en el cuello no alcanzó el objetivo. Acompañado de una maldición, solo dejó una marca roja de dedos que se fue desvaneciendo paulatinamente.

El aguijón se arrancó del cuerpo de la abeja, llevándose consigo el intestino. La fuerza del impacto la dejó temblando. Su cuerpo comenzó a debilitarse. La abeja empezó a sentir el daño interno. Su movimiento se volvió lento y torpe. Su zumbido se apagó. La vida se escapaba de su cuerpo, gota a gota. Diez minutos después, todo había terminado. La parálisis había consumido su energía, y la abeja se desplomó, inmóvil.

La hinchazón de su cuello creció y enrojeció durante unas horas, para luego desaparecer poco a poco, dejando tras de sí una sensación desconocida. Su mente estaba envuelta, como una niebla densa. Luego, una extraña mezcla de emociones comenzó a bullir en su interior: ansiedad y regocijo, placer y desconcierto. Se sentía transportado a un mundo donde las sensaciones y los sentimientos eran más intensos. Cada sonrisa contenía un universo de significado; cada mirada, una promesa de felicidad. La gente que pasaba por la calle se convertía en amigos queridos; cada objeto, una obra de arte. No podía definir lo que sentía, pero sabía que era algo nuevo, algo que nunca había experimentado antes.

De repente, sin explicación lógica, sintió unos deseos irrefrenables de estar junto a su esposa, abrazarla, besarla y decirle cuánto la amaba. Atravesó la calle, tarareando estrofas de «La playa» de La Oreja de Van Gogh. Esa canción que le había dedicado a su ella hacía tantos años y con la cual se había enamorado perdidamente.

Se desvió hacia el jardín de la tía Lucila, donde las rosas rojas parecían llamarlo. Con una sonrisa pícara, se metió a hurtadillas y comenzó a arrancar las matas, sin cuidado, hiriendo sus manos. Las gotas de sangre que aparecieron las lamió con agrado, mientras la tía Lucila miraba a escondidas detrás de la ventana y esgrimía una sonrisa.

Se cruzó con Ferney, el vecino al que había roto la nariz por parquear su carro justo al frente de su garaje. La demanda por maltrato físico aún estaba reciente en la memoria de ambos. Pero hoy, algo había cambiado. Carlos sonreía como un enamorado mientras se acercaba a Ferney. «¡Buenos días, Ferney! ¡Qué gusto verlo!», dijo con una efusividad que hizo que Ferney se preguntara si había sido secuestrado por un culto. Ferney se detuvo en seco, mirándolo con desconfianza. «¿Qué pasa, qué te ha pasado? ¿Te has vuelto loco o qué?» Carlos se rio. «No, no, estoy mejor que nunca. Me he dado cuenta de que la vida es demasiado corta para guardar rencor… y para pelear por un parqueo. «Ferney se rascó la cabeza. «¿Y la nariz que me rompiste?» Carlos se encogió de hombros. «Un pequeño detalle. Un malentendido. Un… un momento de pasión. «Ferney lo miró como si hubiera perdido la razón. «¿De qué hablas?» «De amor», respondió Carlos, con una sonrisa beatífica. «Amor por la humanidad. Amor por la vida. Amor por… por ti, Ferney. «Ferney se quedó boquiabierto. «¿Estás bien? ¿Te has golpeado la cabeza… o has sido picado por una abeja loca?» Carlos se rio de nuevo. «No, no, estoy perfectamente bien. Simplemente, he visto la luz.»

Ferney miró las rosas con sorpresa y curiosidad, su rostro iluminándose con una sonrisa. «¿Y esas rosas son para mí?», preguntó, soltando una gran carcajada que llenó el aire de alegría. «No, son para mi esposa», dijo Carlos con una sonrisa, «pero te invito a una cerveza en señal de paz». Ferney, aún incrédulo, volvió a preguntar: «¿De verdad quieres que volvamos a ser amigos? ¿O es una treta para que yo desestime la demanda? «Carlos negó con la cabeza. «No es una treta. Es más, es justo que yo siga con la demanda y cumpla la pena.»

Cuatro cervezas y una conversación que podría haber batido un récord de silencios incómodos. Carlos hablaba como un poeta ebrio, mientras Ferney respondía con monosílabos, su ceño fruncido reflejando su escepticismo. A medida que las cervezas menguaban, Carlos se volvía más efusivo, gesticulando con brazos abiertos, mientras Ferney se revolvía en su silla, visiblemente incomodo. Finalmente, la tarde terminó con un abrazo forzado y una promesa de no volver a hablar de eso, aunque Carlos susurró un «te quiero, amigo» que hizo que Ferney se preguntara si realmente había entendido algo.

Ya camino a casa, se cruzó con la linda Anabel, la viuda que había heredado una fortuna de su esposo, un anciano ganadero. Su mirada, antes seria y reservada, ahora brillaba con una sonrisa insólita, iluminada por una luz interior. Su voz, suave y melodiosa, tenía un toque de coquetería que sorprendió a Carlos. «Hola, qué gusto verte», dijo, mientras su mirada se demoraba en él, buscando algo más que un simple saludo. Carlos sintió un escalofrío, no por ella, sino por la sensación de que algo en ella había cambiado, algo que lo hacía recordar su propia transformación.

Anabel se acercó, su perfume envolviéndolo, y él notó que sus pupilas estaban dilatadas, como si absorbieran la luz del mundo. «Estás diferente», dijo ella, su aliento cálido en su oído. «Más… radiante». Carlos sonrió educadamente, pero su corazón pertenecía a su esposa.

Veía en Anabel solo una sombra de comprensión, una sensación de que ella también había sido tocada por el mismo veneno que lo había cambiado a él. Recordó la noche anterior, en el bar con sus amigos, donde Anabel había sido el tema de conversación. «Es una mujer impresionante», dijo uno de ellos. «Una verdadera belleza», coincidió otro. Carlos sonrió, recordando la admiración que siempre había sentido por ella, pero ahora veía en ella solo una sombra de lo que realmente deseaba.

Anabel se acercó más, su voz baja y seductora. «¿No quieres quedarte un rato más? Podríamos… hablar de nuestros sueños». Su mirada insinuante se demoró en la suya, buscando una respuesta positiva. Luego, su mirada bajó hacia las rosas y sonrió pícaramente. «¿Para alguien especial, supongo?».

Carlos sonrió con educación, pero firme. «Sí, para mi esposa. Es un pequeño detalle para ella». Anabel se rio suavemente, su mirada aún fija en las rosas. «Eres un romántico, ¿verdad? Me gusta eso de ti».

Carlos sonrió de nuevo, sin comprometerse. «Gracias, Anabel. Eres muy amable, pero tengo que irme. Mi esposa me espera». A medida que se alejaba, escuchó la risa de Anabel, una mezcla de sorpresa y decepción. «Eres un hombre muy leal», dijo…

Continúa…(Esperemos el próximo tema propuesto)

CESAR BORT

Felicidad

«¡Jean Luc, Jean Luc!», gritaba la mujer corriendo por el andén tras el tren inalcanzable que dejaba la estación. «No te vayas. No me abandones», suplicaba entre sollozos.

La escena no era sorprendente ni el nombre del hombre ni el que la mujer anduviera en paños menores y zapatos de tacón ni que se dejara caer al suelo de rodillas, con los brazos estirados y los dedos crispados, intentando asir los vagones que se alejaban coronados por una estela de humo blanco. Ni, tampoco, que se mesara el cabello negro ni que rompiera en un llanto inconsolable, que le corría el rímel, surcándole la cara con lágrimas oscuras de dolor.

Las campanas de Santa Caterina tocaron el Ángelus. La mujer se levantó despacio, un frágil movimiento cada campanada, usando cada gota de fuerza que le quedaba. Miró el reloj de la estación. Redondo y blanco, con los números romanos en negro y grandes, las manecillas Breguet no se superponían. Retrasaba, por supuesto, hacía años que retrasaba, y Federico ni tenía edad ni ganas de ponerlo a hora. Bastante le costaba al hombre llevar la gorra de pana donde debía y los pantalones del diestro.

La mujer fue hacia un banco del arcén.

―¿Cómo te va, Luís? ―saludó, mientras recogía el bolso.

―Ya ves, esperando el cercanías, que tengo médico.

―¿Cáncer? ―preguntó mientras se encendía un cigarrillo.

―Un resfriado ―respondió Luís encogiéndose de hombros.

―Bueno, no desesperes.

―Y ¿tú, qué? Normalmente, llevas las bragas negras.

―La jodida lavadora se me ha estropeado ―exhaló una bocanada de humo.

―Vaya…

―Eso digo yo: «Vaya».

―En fin, qué le vamos a hacer.

La mujer sonrió con tristeza y dijo:

―Sí, que le vamos a hacer, pero si hoy no pasa García a mirarla, iré donde Paquita a que me haga la colada. Jean Luc no bajará del tren si llevo las bragas blancas.

―Un bendito. Jean Luc es un bendito. Cada día, sin falta, compra un billete para París. Si no fuera por él esta estación estaría cerrada ―dijo Federico que había llegado disimuladamente.

―Y eso que por aquí no pasa ese tren ―apuntó Luís.

―Mi Jean Luc no se achanta por esas pequeñeces ―dijo la mujer orgullosa.

Federico miró el reloj y, mirando a Luís, dijo:

―Chacho, el cercanías está a punto de llegar.

―Ah rediós, se me había ido el santo al cielo.

―Pues te cojo el sitio ―dijo la mujer― ¿Te sientas conmigo, Federico?

―Bueno, venga, un ratito, hasta que pase el tren.

Luís fue a esperar el tren y la mujer preguntó:

―¿Qué día es hoy?

―Martes.

―Entonces, hoy se tira a las vías.

Federico asintió, aunque, por asegurar, preguntó a voz en cuello.

―¿Luís, hoy toca vías?

―¡Vías, hoy toca vías!

―Vías ―le dijo Federico a la mujer.

―Vaya.

―Sí, vaya.

―Habrá que remendar mucho. ¿Has avisado a Paquita?

―Hoy no puede venir, le está haciendo la colada a García.

―Mierda.

―Sí, mierda.

―¡Ah, mira! Por ahí viene Jean Luc, habrá saltado en la subida de Zorrilla.

La mujer se levantó y saludando con la mano, gritó:

―¡Jean Luc, Jean Luc! ¡Hoy es martes y Paquita no puede venir!

Jean Luc llegó con su traje claro, su pañuelo anudado al cuello y su sombrero blanco con cinta negra, igualito al que llevaba el que perseguía a Paul Newman en Dos hombres y un destino.

―Miegda.

―Sí, miegda ―se contagió del acento al instante Federico.

―¡Luís, mon ami! Hoy no te tiges al chemin de fer, que somos mu malos zugziendo ―intentó convencerlo.

Luís lo miró serio. Se acercó, aunque no tanto como para que no le diera tiempo de saltar si venía el tren, y preguntó:

―Jean Luc, ¿sabes a qué sabe la felicidad?

Jean Luc sonrió y dijo:

―Por supuesto, ¿quién no lo sabe?

Luís se quedó pensativo, se acercó a Jean Luc, le pasó un brazo por el hombro y propuso:

―¿Un carajillo?

―Un pastís.

―Venga, que sean cuatro.

―Vaya ―dijo la mujer levantándose.

―Sí, miegda ―agregó Federico.

IRENE ADLER

LA FELICIDAD SABE A COL HERVIDA

Amanece sobre las verdes colinas de Kivu. Una niebla traslúcida, poco espesa, se eleva desde la tierra caliente y roja envolviendo y acariciando los pies desnudos de Sanza y las otras mujeres de su aldea, que en medio de un canto susurrado y todavía somnoliento, caminan a buen paso hacia la montaña.

Su nombre, en lingala, significa «hermosa melodía». Sanza canturrea a menudo: canciones infantiles aprendidas en la escuela dominical, algún que otro salmo, las nanas que cantaba su abuela mientras molía mandioca. Ella y las demás mujeres cantan aquí y ahora, bajo el cielo claro, sobre la hierba esponjosa, saboreando la humedad en el aire. Canta en la casa mientras prepara col hervida o en el río, cuando lava los vestidos coloridos, los turbantes, los pantalones cubiertos de barro grueso del marido. También él trabaja en la mina. Todos cuantos conoce lo hacen. Toda su aldea. La montaña es su único sustento. Se acaricia despacio el vientre ligeramente abultado. Desea que cuando su hijo nazca, la mina no exista, la montaña no exista, y al instante se avergüenza de semejante pensamiento. Sin la mina su hijo no tendría col hervida que comer. Cuando alcanza la falda de la montaña pelada y borrosa, suspira, deja de cantar, aprieta con fuerza la pala y comienza a ascender. Necesita todo el aire que pueda retener en los pulmones por si hubiera que bajar a las galerías. A veces, no queda nada en la superficie y hay que reptar, empujarse con los codos, ignorar el olor a gas, respirar despacio por la boca, rezar para que hoy no llueva. En esta tierra tropical y monzónica, las lluvias son repentinas, imprevisibles, torrenciales.

Sanza mira al cielo, más allá de la siniestra silueta de la montaña, hacia los picos oscurecidos del Virunga. Hoy no habrá lluvias, se dice. Hoy no.

Al pie de la montaña, una ciudad de chabolas y uralitas ha ido creciendo con los años como un hongo o un parásito. Un zoco miserable en el que conseguir bananas, picos, palas, licor, botas nuevas, Coca-Cola, gorras de béisbol, ganja o cigarrillos. En el serpenteante sendero por el que los mineros avanzan como hormigas de colores, siempre hay aparcado algún Land Rover, medio hundido en las cunetas. Y en el asiento trasero, algún europeo con gesto de fastidio y traje blanco limpiándose el sudor pegajoso, hablando por el móvil, mirando con furia el reloj. Los ha visto a menudo, sobre todo al caer la tarde, enzarzados en meliflua conversación con el encargado, sonriendo demasiado, asintiendo demasiado, apretando manos con demasiada satisfacción. Sanza sabe que a pesar de la expresión circunspecta y displicente del encargado—que se cree imprescindible o importante porque tiene un walkie talkie, botas buenas y un Kalashnikov— es el hombre blanco el que tiene el control, el poder, el dinero. Y que luego, en Goma o en Kinsasha, cómodo y fresco en su habitación de hotel, se lavará las manos con mucho jabón para quitarse el olor a negro. Al encargado sólo le tienen miedo ellos, allí en la mina. Porque tiene botas buenas, un walkie talkie por el que habla a menudo con hombres anónimos que viven lejos, en la ciudad, y que a menudo, le gritan. Porque tiene un Kalashnikov. Porque durante la guerra, era el cabecilla de una de las facciones más sangrientas. Porque cuando alguno se negaba a bajar a los túneles, amenazaba con no pagarle, con no permitirle volver, con el ruido ominoso del Kalashnikov disparado al aire. Pero el miedo no venía de las balas, las amenazas, los malos modos, la lluvia que inundaba la montaña y hundía las galerías con los mineros dentro. El miedo venía de la ausencia de col hervida en la cena. Sin col hervida su hijo no llegaría siquiera a nacer.

Cuando llega arriba, al cono extrañamente expuesto de la montaña que se parece a un puñado de yuca agujereado, blando, del amarillo del vómito, se pregunta si el europeo del Land Rover, o las voces imperativas y anónimas del walkie talkie del encargado, cenarán col hervida, cobrarán 25 chelines congoleños por una jornada de trabajo de diecisiete horas, si sus vidas dependen de que hoy llueva o no llueva, si serían capaces de arrastrarse como gusanos por un túnel del tamaño de un sifón de inodoro, sin apuntalamiento, sin oxígeno, sin marcarillas, cascos o arneses de seguridad. Sólo con una pala, sus brazos, la perspectiva gloriosa de la cantidad de col que puedes comprar en el mercado con 25 chelines.

La cena de hoy.

La supervivencia de tu hijo nonato.

Mientras ocupa su lugar y hunde la pala en la arenisca gomosa bajo la que duerme éso que llaman coltán, Sanza se dice que dentro de unas semanas, estará demasiado gorda para bajar a los túneles. Las mujeres menudas y los adolescentes son los más solicitados para esa parte del trabajo. Cuando en la superficie no quede mineral, y ella no sea capaz de arrastrarse sobre el vientre fecundado para arrancarlo del corazón de la montaña, no cobrará lo suficiente para tener col hervida en la mesa todas las noches. Pero hasta que éso ocurra, puede trabajar el doble, ofrecerse voluntaria para todos los descensos, cavar en la superficie una o dos horas más que las demás mujeres de su aldea, no preguntarse, allí abajo, si el gas carbónico es perjudicial para el bebé, tóxico para ella, inflamable. Allí abajo, sólo puede pensar en cavar, respirar despacio por la boca, impulsarse con los codos, calcular cuánto podrá ahorrar para comprar col en la recta final de su embarazo.

Sanza no tiene ni idea de a qué demonios sabe la felicidad. Pero comprende muy bien a qué sabe la supervivencia: a barro, sudor y col hervida.

FRAN KMIL

El sabor de la felicidad

EL delicioso olor a pan recién horneado, a rocío posado sobre azahares y el sabor a salitre del mar de mi infancia se juntaron a la felicidad que experimenté al verla entrar a mi celda de condenado a muerte, con el vestido rojo tan ajustado a las curvas del cuerpo que parecía romperse con cada movimiento de respiración de sus hermosos y abultados senos.

Sus grandes ojos negros me mostraron mis recuerdos, los que había vivido y los que aún no había experimentado pero que serían parte de ellos. Todavía me pregunto cómo las autoridades del penal dejaron entrar a una criatura tan bien formada a un recinto de hombres sin mujeres por mucho tiempo.

Yo esperaba a un sacerdote y Dios me envió un ángel. A pesar de no creer en él dije si a la propuesta para tener a alguien con quien conversar antes de ser ejecutado, para llevarme un recuerdo de esta vida y dejar atrás mis malas acciones. Quería entrar al nuevo mundo libre de pecados.

—Te son perdonados.

—Que cosas

—Tus pecados.

Degusté el sabor de la felicidad: me supo a café endulzado con miel de abeja mezclado con tres gotas de limón, así lo pedí y así me lo sirvieron en una preciosa taza de porcelana.

Pero lo que más recuerdo es el sabor de sus labios rojos.

—¿Puedo?

Sin esperar mi respuesta, tomó la taza de café y dio un sorbo, robándose algo de la dicha de un último deseo y dejando una marca roja por donde pose mis labios para llevarme algo de ella.

—Tendrás tiempo para eso

—¿Para qué?

—Para lo que estás pensando.

¡Qué buen sabor tiene la felicidad!

Ah, se me olvidaba: Yo soy Rogelio, el asistente de la maga.

EMILIANO HEREDIA

¡A ÉSTAS ALTURAS!

-¿diga?

-¡hola tú!, ¿Cómo estás?, que no hay quien te coja, para hablar un rato; claro, como ahora estas más ocupado….

-ja, ja, claro que sí, ahora, con la chica ésta, estoy más “ocupado”, me ha cambiado la vida del revés.

-Sí, se te ve y se te nota más feliz, el otro día cuando nos la presentaste, parecías otra persona, a la misma que conocí en el instituto, pareces un chico con zapatos nuevos.

-No, con zapatos nuevos, no, con corazón nuevo

-Eso sí.

-Es que, con ella, todo es diferente. Por ejemplo, cuando le digo cariño, es un adjetivo de amor, y no con la otra que era un verbo impertivo.

-Ya….es que la otra….

-Si, con el tiempo, y por estos casi tres años separados, me he dado cuenta, de que lo mío con ella fue un plan de fuga de la situación que vivía antes de conocerla que una relación de amor.

-Pero ahora te veo feliz, tranquilo…

-Y como no estarlo. Ahora sí veo el brillo de alguien que me quiere, en sus ojos. Ahora, tengo miles de mariposas en el estómago, cada vez que me acaricia, cada vez que me abraza, quisiera que ese abrazo sea eterno…

-me alegra mucho verte tan feliz después de muchos años.

-muchas gracias. La verdad, es que sí. Ella, es como si la conociera de toda la vida, es como un hermoso “déjá vu”, que ha vuelto después de muchísimo tiempo. Como si hubiéramos estado toda una vida esperando nuestro momento.

Ahora, ya se lo que es beber de la felicidad.

Es como una cornucopia, de donde salen los mejores manjares para alimentar nuestro amor.

Caricias, besos, susurros, nuestras conversaciones juntos…

Convivir, esa es la palabra, y si te digo la verdad, desde que hace casi dos meses le di un beso que jamás pensaría en la vida que daría a alguien, supe, entonces, que era el comienzo de una nueva vida.

-De verdad, me alegro mucho de que seas tan feliz ahora, aunque sea un poco tarde…

-¿tarde por la edad?, no , ni la edad ni el tiempo, tienen nada que ver, este es un amor de madurez, pleno, sentido y con sentido.

–me alegro mucho, a ver si nos vemos pronto.

-Si, nos vemos pronto los cuatro….besazos para todos..

-adios…

-adios…

FIN

Emiliano Heredia Jurado

1 de febrero de 2025

Dedicado a Marcela, el amor de mi nueva vida

Te iubesc

EL IDIOTA

El sabor de la felicidad.

EL sabor del pan con mantequilla acompañado con café claro y dulce, me evoca recuerdos felices de mi infancia, de los días de vacaciones pasados en la casa de la abuela. El del aguardiente malo y barato, las travesuras de adolescente junto a mis amigos y reminiscencias de los grandes ojos negros de Carmela y sus incipientes senos, también negros, respirando rápidos, acompasados a los deseos, debajo de la blusa blanca del uniforme del colegio, el primer beso miedoso mezclado con acohol destilado en casa por el tio Guillermo, con la miel de purga del central azucarero, para matar el nerviosismo del estreno en el sexo. También fue mi primera vez.

Mi felicidad tiene diferentes sabores: El del agua simple y sencilla, embotellada en pomo plástico, para calmar la sed que provocó el desierto, el puerco asado en púa en la celebración de la libertad y despedida sin posible regreso, y el de tus labios embarrados de helado de chocolate mezclado con sal de lágrimas en el cumplimiento de la promesa del reencuentro.

Mi felicidad ahora ha tomado sabor al vino vertido sobre tu piel.

El mañana tendrá diferente olor, un nuevo sabor tomará mi felicidad, porque por si sola, ella, no sabe a nada.

MARÍA JESÚS GARNICA

Los días en casa de la abuela, el azúcar con sabor a hormigas. El olor a lumbre, en la pequeña cocina.

Aún hoy sueño con esa pequeña cocina y pasaron muchos años.

El pan mojado en leche, la cena de mi abuelo.

Como llegué a donde estoy, con tanta perdida.

La vida me lleva por recuerdos.

Solos ante la chimenea, bebiendo una cerveza. Silencio cómplice, tranquilidad.

Saboreando la felicidad.

HAROLD LIMA

Nuestro núcleo.

Era realmente intrigante ver los grupillos compactos caminar por la calle, solian ser una mujer algo robusta rodeada de al menos 5 o 7 personas dentro de su rango de edad, sobre los rasgos étnicos se podrían decir variados. Pero, un rasgo distintivo era los alegres rostros de los miembros. Como policía retirada de la fuerza, dire que tengo muchas anecdotas que incluyen a esta gente. Me viene a la mente una de cuando era yo solo una jovencita apenas salida de la escuela en mi primera asignación; en esos días usábamos armadura corporal y nuestras varas eléctricas de paz, eran tiempos malos y estábamos a décadas de que las IA controlarán la justicia y la política mundial. En esos días gobernaba una incompetente presidenta en lo que hoy llamamos el área del paralelo andino y en esa época se llamaba mega ciudad Lima.

Recuerdo y detuve mi motocicleta en una esquina al ver una señora de mediana edad muy quieta en mitad de la vía rápida del malecón amendariz, precia sufrir alguna enfermedad mental grave y a la vez que me acercaba tome el radio comunicador y solicite apoyo de una ambulancia, como era de esperarse el despachador me dijo no había disponible por culpa de unas movilizaciones callejeras en protestas políticas, al insistir me indicaron solo pusiera en resguardo a la ciudadana. Recuerdo ella era de piel morena. Alta y con un aspecto muy agrada le a la vista, presumi entonces que era algún tipo de modelo o niña rica que se excedió en la dosis de alguna droga recreativa, ocurría mucho antes de la llegada de las drogas digitales que permiten disociar la mente; ya sabes : «toda la diversión y la resaca la vivíra tu avatar en la red» como dicen los anuncios.

La señora en un principio solo me miraba con una expresión vacía y logre con pequeños empujones de mi vara electrica saliera de la vía y se aproximará a la acera, ahí solo se limito a balbucear en algún idioma que no entendía y luego por los noticieros descubrí era arameo antiguo.

Fueron las tres horas más aburridas de mi vida, hasta que llegó una ambulancia a llevarla. Recuerdo bien que los paramedicos hablaron entre bromas de otros cuatro en iguales condiciones y que la fiscalia pedía apoyo para levantar un cadáver en una vía alterna, seguro víctima de un atropello u asalto, no lo supe ese día. Ya más tarde fuera de mis horas de trabajo y en un bar con amigos pude escuchar en el noticiero, que la ambulancia se convirtió en una zona de guerra, las imágenes en la pantalla del bar, mostraban como la tranquila señora y otros en el vehículo se convertían en fieras sedientas de sangre a dos cuadras del accidente, descuartizado a mordidas a los paramedicos y saliendo desesperados del vehículo en llamas para rodear a la muerta, las cámaras de vigilancia daban un archivo detallado del extraño caso.

Ese día apenas pude dejar de temblar gracias a mi novio que me abrazo fuerte. La noche tuve pesadillas y la psiquiatra del servicio policial me dio unos tranquilizantes y unos días de descanso.

Con los años los casos de personas que se unían en grupos alrededor de una unica persona aumentaron y se dijo era solo una moda de tribus urbanas. En verdad no eran peligrosos salvo que alguno se separar a una distancia de 500 metros a más de la persona que hacia de núcleo del grupo, con los años se asigno un código policial para este tipo de invidentes y en el manual de operaciones se indicaba como tratar el caso.

Se hizo rutina para nosotros que patrullabamos. Puede recordar una charla donde un médico habló sobre el tema y nos dijo, que se trataba de una nueva enfermedad que tenía a la comunidad médica muy intrigada y a la comunidad cientifica maravillada.

Los grupos se decía vivían juntos y cortaban sus lazos familiares totalmente, también se decía los miembros explotaban en genialidad pura en varios campos creativos y científicos, digase que por ejemplo el móvil que uso para grabar esta entrevista tiene un procesador creado por un grupo que se hacía llamar Mario Aguirre como el señor que era el núcleo y hoy miles de obras de arte, canciones y tecnología está creado por los que en sí tiempo se llamó enfermemos peligrosos o solo psicópatas sectarios.

Hoy jubilada de la policía y dedicando mis días a pintar en oleo, soy más consciente de que la naturaleza le guardaba la humanidad algunas sorpresas. Algunos llamaron mutacion o evolución a esto que nos ocurre en mayor o menor grado a todos. Lo único verdadero es que lo que era una fuerza inevitable que nos unía en parejas y compartir la vida juntos se cambió por unirse a grupos de personas gravitando a una única persona para nosotros, a su lado sentimos la plena libertad del alma sin esa atadura que era el sexo, mi caso como el de muchos es de leve a bajo. Por tanto, no nesecito compartir piso con el nucleo de mi relación que es una ex profesora de danza moderna y puedo vivir lejos de su proximidad unos días luego de los cuales me afectan dolores de cabeza y ataques de ansiedad, al igual que a los otros cinco miembros de nuestro grupo. Nos basta vivir en el mismo edificio de departamentos y saludarla. La ex profesora lo lleva bien y nos ha pedido mensualmente aportemos un dinero para su alquiler a cambio de no mudarse.

Nunca supe el sabor de la felicidad, ni probando las drogas de diseñador mas exclusivas, teniendo sexo desenfrenado con amantes ocasionales o llenando mi cuerpo de implantes amplificadores de se sensaciones. Sólo cerca a ella me siento plena para explorará mis aficiones con esa dosis de inspiración renovada. Supongo que esta alegría en casos más agudos del síndrome está también multiplicada y por eso se ven más y más grupos de jovenes apiñados a la persona que hace de nucleo y me cuentan los amigos ex policías el síndrome se presenta a cada vez más temprana edad, con integrantes cada vez menos homogéneos en edad.

Verlos en la calle alegres me hace cuestionar si esto será un problema en el futuro o si todo fue un plan malvado de alguna potencia extranjera como dicen los videos de conspiracion de la red.

Hoy nos reuniremos mi grupo en la sala común de nuestro bloque de departamentos, daremos a nuestro núcleo algo de dinero y hablaremos de nuestros proyectos personales, la última vez yo enseñe un cuadro que tenia en proceso y el ex enfermero del departamento 512 enseñará los avances de su libro de ficción, la abogada del 510 seguramente traerá panecillos que aprendiendo hornear y así todos enseñaran algo nuevo que los hace felices. Nuestro núcleo pondrá su adorable cara de agotamiento y bromeara sobre sus deseos de morir, es encantadora nuestra profesora.

EFRAÍN DÍAZ

Esta historia es basada en hechos reales y los nombres utilizados son los reales.

Hubo una época en que los hombres eran hombres y tenían que defender con la espada lo que escribían con la pluma. Aunque el Código Penal de la época lo prohibía, el Código de Honor imponía el duelo como único medio para lavar ciertas ofensas.

En 1895, Luis Muñoz Rivera, político y periodista, publicó en su diario La Democracia un artículo en el que mancilló el honor de don Casiano Balbás. Éste, rondando los ochenta años, no estaba en condiciones de exigir satisfacción. Su hijo, Vicente Balbás, también periodista y espadachín consumado, tomó la afrenta como propia y, con la tinta aún fresca, retó a Muñoz Rivera a un duelo.

Muñoz Rivera tembló. Era un maestro de la pluma, pero jamás había empuñado una espada con seriedad. En su desesperación, pensó en retractarse en otro artículo, pero sus asesores le advirtieron: la humillación pública sería peor que la herida de una hoja de acero. “Luis, recuerda lo que dicta el Código de Honor: tienes que sostener con la espada lo que sostienes con la pluma”.

No tuvo más remedio que aceptar.

Se fijó la fecha: 12 de enero de 1896. La arma elegida fue la espada francesa de combate. Se establecerían asaltos de dos minutos con un minuto de descanso. Los duelistas podían retroceder hasta diez metros, pero el terreno perdido solo podría recuperarse embostiendo. Pese a los ruegos de Balbás hijo para que el combate fuera a muerte, se permitió la intervención de un médico.

Muñoz Rivera tuvo dos semanas para entrenar bajo la tutela del maestro M. Thiercelin. Pero dos semanas no bastaban para enfrentar a un experto. Dos semanas no fueron suficientes para convertir a un político en un duelista.

El día señalado, los contendientes se encontraron al amanecer en el campo elegido. La niebla flotaba baja sobre la hierba húmeda. Muñoz Rivera empuñaba la espada con las manos temblorosas y sudorosas; Vicente Balbás la blandía con la soltura y la confianza de quien lleva años haciéndolo.

El juez de campo dio la señal.

Balbás atacó primero, obligando a Muñoz Rivera a retroceder con torpeza. En el siguiente embate, el filo enemigo le abrió la manga y la sangre oscureció la tela. El médico evaluó la herida y ordenó continuar. Otra estocada, otro tajo en el brazo. Balbás estaba desmembrándolo poco a poco, jugando con él como juega un gato con un ratón.

En el segundo asalto, la espada de Balbás le rasgó el pecho. Muñoz Rivera sintió el ardor de la carne abierta y supo, con espantosa certeza, que, a ese paso, no vería el final del combate.

En el tercer asalto, herido y humillado, sus padrinos declararon la rendición. Sabían que en ese asalto, don Vicente Balbás le atravesaría el pecho. Balbás ni siquiera había sudado. Había restaurado el honor de su padre sin recibir un solo rasguño.

Muñoz Rivera se retiró del campo humillado y derrotado, con la camisa ensangrentada y el orgullo hecho jirones. Balbás, en cambio, saboreó la victoria, convirtiéndola en felicidad con una sonrisa breve y satisfecha. Porque en aquellos tiempos, no bastaba con escribir bien, sino que había que sostener la palabra con la espada.

MARÍA PAU

Analepsis en rosa

No insistas; es que no me dan ganas de gastar en esto, porque de solo mirarlo me empalaga ese algodón de azúcar tan azucarado. Ya sé que a vos te gusta, solo que a mí me da la sensación de que es plata perdida envuelta en un palito, que se te deshace sin siquiera poder masticarlo para que, aunque sea, te quede la idea de que comiste algo de verdad.
Y también sé que lo vas a hacer desaparecer en dos minutos, porque te conozco, y que después te va a doler la panza; entonces te digo que podríamos ver otra cosa que te guste más y que sea más rica. Pero no; lo querés, y te empeñás en que paremos a comprarlo.
Saco la plata mientras miro de reojo tus ojos niños eligiendo el más grande («porque ese era un poquito más alto que los otros, ¿viste?») y pido una servilleta que sé que va a quedar pegada en tus dedos, y más vale que no hagas nada malo, te advierto, porque tus huellas van a quedar ahí con más nitidez que en una seccional de la Policía.

Vas con el copo y el orgullo en alto. Que sí, que ya lo conseguiste, te digo, pero ojo con terminar con las manos todas sucias y pegoteadas de ir arrancándole pedacitos, eh, porque ni siquiera vamos a encontrar un lugar para que te las laves.
Y no me ofrezcas, si sabés que no quiero, que terminaría con el estómago lavado si se me ocurriera comer algo de esas nubes de pura azúcar coloreada.
Sin embargo, insistís, y vuelvo a decirte que no, que saques eso de delante mío; pero vos decís que sí, que tengo que probarlo, porque este es más requeterrico que todos los que probaste antes; y digo que bueno, que está bien, pero que no andes agarrando todo con tus dedos azucarados con servilleta pegada, ni dándome besos con esa boca pringosa de azúcar salivada. Pero lo hacés, porque sabés que me puede la felicidad de tu cara sucia, y que siempre me vas a vencer en esos juegos disfrazados de contiendas.

Por eso no te importan mis razones ni la certeza de mis predicciones; y vas a los saltos como un pajarito en busca de pequeñeces para hacer nido, feliz, embadurnándote de color y pidiéndome que te limpie la punta de la nariz.
Es, quizás, el motivo de que seamos tan alegremente afortunados. Porque apostás todo a la risa y —por suerte para los dos—, cuando se trata de que probemos otro trocito de felicidad, siempre ganás.

GRACE PELLS

¿Me preguntas a que sabe todo lo que hemos vivido?

En esa noche sin luna se veían nítidos, tus ojos agradecidos.

Y al tacto era agradable un cuerpo desnudo, delicado y tibio. Sin apuro ni exigencia, generoso y conmovido.

Olían a madera y pimienta, las paredes y los muebles, tu camisa y tu mejilla. ¿Notaste? Yo traje unos jazmines y unas lilas prendidos en el vestido.

Y me quedé quieta en el borde de la cama, en la pausa volátil del regocijo. Un preludio de Wagner cortaba en dos aquello que no importaba, el intenso decibel de los suspiros.

Ni tu nombre ni el mio.

No había una sola lumbre escapando por los perfiles. La piel era una película uniforme. Eramos dos, y en uno nos convertimos.

Teníamos brasas en la boca y un gusto a gloria.

Entre el espacio a veces cruel , de tanto cielo y tanta tierra…Degustamos el placer feliz de los sentidos.

ISABEL SANTERVAZ

¿A qué sabe la felicidad?

Tal vez para algunos tenga el dulzor de la miel, del maracuyá o el regusto intrigante del regaliz. Para otros, puede recordar el amargor del limón, de la hiel o de las moras silvestres. A veces, el equilibrio entre estos matices es la clave para hallar el sabor perfecto, ese que sacia nuestro paladar más exigente.

La felicidad irrumpe como un vendaval del sur y nos cuesta atraparla en su viaje hacia el norte. Nos inquieta la posibilidad de perderla, porque sabemos que es esquiva, fugaz, como una estrella que brilla una noche y a la siguiente se oculta entre la niebla. Entonces, el placer se deshace en la boca como un caramelo, y da paso a la desilusión, a la casi amargura. Pero nos consuela saber que, tarde o temprano, la dulzura y la ilusión regresarán.

¿Por qué no atrapar su esencia como quien guarda la imagen de una puesta de sol? Si aprendemos a alojarla en la retina de la memoria, la felicidad no se perderá del todo.

Después de la oscuridad, siempre vuelve el sol para teñir el cielo con sus colores más hermosos.

IVONNE CORONADO

Cuando sea grande, seré frijoles.

No sabía de que se rían tanto mi madre, mi abuela y mi tío, cuando respondía con la cara y las manos embarradas de frijoles, a la pregunta: Qué vas a ser cuándo seas grande, Rosa? Yo respondía: Frijoles!, llena de orgullo.

No me parecía que había dado una mala respuesta, y estaba acostumbrada a que se rieran a menudo de mí. «Estás siempre en la luna, hija mía!» Me decía mi madre, y crecí sabiendo que era distraída.

Inventaba un mundo entero dentro de mi mundo, hablaba sola, tenía una pandilla de muchachos para espantar la soledad de ser hija única y estar siempre rodeada de mayores.

Sería eso que empujó a mi madre a buscar una reconciliación con mi padre? Nunca lo sabré, no lo pregunté a tiempo, pero al llegarme una carta de mi media hermana Irene, justo después de la muerte de papá, supe que la fecha del fallido intento es el año en que nació mi hermanita Abby, por la fecha detrás del bello rostro de mamá, que decía: «A mi esposo adorado, René, con todo mi amor» firmado «Noy» y fecha de 1953. Poco después se divorciaban.

Los frijoles no me faltan nunca, sigo intentando después de tres cuartos de siglo que tengan el sabor de los de mi madre, o el de mi abuela Wilfreda, que probé en mis visitas a Guatemala, en vacaciones. Eran deliciosos, famosos entre familia y amigos, simplemente cocidos, pero cómo? Nunca quiso compartir su receta.

Una copa tomo ahora con la cena. Me viene a la memoria el primer sorbo. Fue en mi infancia, ja,ja,ja! Me veo embadurnada de jabón por mis tíos, hermanos menores de mi madre, que vivieron un tiempo con nosotros. Sentada muy seria en la silla, pero un poco nerviosa, veía la rasuradora venir a levantar la espuma. Si me dejaba, tenía derecho a una copita diminuta del apetecido líquido.

Fui la primera. Pasé cinco años reinando única en la familia. Mis tíos me vestían con un overol vaquero, me enrollaban un cincho, me colgaban un yatagán, una lámpara de minero (quién sabe donde la obtuvieron), y me decían: Habla como un hombre. Lo hacía, y mi madre se enfadaba. «Déjenla en paz!» Pero sé que por dentro se reía. No sé porque tengo la impresión hubieran preferido que fuera un varón. Hum?!

Era como su juguete favorito. Ellos, no eran más que dos adolescentes buscando diversión, y para mí, mis ídolos. Más tarde, me llevaban a comer sorbete, o al cine de vez en cuando.

Cuando nació mi hermanita, fui dejando atrás mi mundo imaginario, y ellos, mis tíos crecieron. Fueron mis maestros.

Nos separamos después. Hicieron su vida, hice la mía.

Pienso en lo feliz que fui, degustando en Sorbelandia una banana split, o un milkshake, con ellos o con mi madre. En los mangos maduritos cuyo jugo se escurría de la boca a mis manos, a mi ropa, a los regaños cariñosos de mi mamá y mi abuelita Inés, a los vestidos que me compraban Roberto y Adrían para contentar a mi madre, al tiempo corto, pero agradable, que pasé con mi papá y su familia, a todas mis peripecias en diferentes lugares donde crecí en madurez, amigos y experiencias, y, siento, que a pesar de muchos sinsabores, todo lo almacenado en mi memoria guarda el sabor de la felicidad que perdura. Es un verdadero tesoro, lo compartido con los que amamos.

No siempre se es feliz, pero cuando lo somos, vamos llenando un albun de recuerdos que, reproducen el milagro de serlo, cada vez que los hacemos revivir.

ART MI

La casa estaba encantada, se llenó de fantasmas; espectros ambulantes que movían las cosas de lugar, solo por hacerlo, porque podían. Manía, costumbre, indolencia, solo ellos lo entendían.

Eran seres elementales cohabitando, pero tan vacíos al mismo tiempo.

Tal vez no se enteraban de compartir el mismo sitio, tal vez lo sabían, solo que les parecía un espejismo.

Hubo un tiempo en que pudieron haber sido exorcizados, pero prefirieron seguir el juego. Hubo un antes en que fueron conocidos, incluso fueron agua que se convirtió en vino. Paseaban por el amplio comedor, desnudándose a las volandas, utilizándolo para cuestiones que despertaban los cuchicheos entre los vecinos.

Eran felices.

A veces, los escuchaba divertirse, sin lamentos. Otras tantas, muy triste, los vi conjurar otras apariciones mientras uno de ellos salía de casa para cumplir con la labor diaria.

El fantasma de ella, optimista y resuelto en otro tiempo, es perturbadoramente bello, a pesar de su notoria decepción y apatía. El fantasma de él, servil y amable en el pretérito, se fue volviendo impertinente, caprichoso, pero se le notaba en las ojeras la tristeza, sobre todo cuando, impotente, hablaba con las hortensias en el huerto.

Antenoche los escuche hablar, en paz por vez primera después de muchas discusiones encarnizadas, humeantes, infundadas… Acordaron la repartición de los bienes y las deudas, y lastimosamente no hubo espacio en el inventario para todo lo bello que se quedó sin resonar por los rincones de la casa.

Se transfiguraron está mañana, en algún juzgado de la ciudad, y fue rápido. Antes de partir se dieron un último abrazo; pensativos, quizá hubiesen querido retractarse, reconsiderarlo.

Los extrañaré por aquí cuando las mariposas blancas revoloteen y no haya quien quiera atraparlas, cuando el sabor de la felicidad se agote y termine su trabajo el frío.

La casa estaba encantada, se llenó de tu fantasma y el mío.

MANUELA CÁMARA

EL SABOR DE ANTES

Cierro los ojos, emocionada, antes de dar el primer bocado.

He recorrido mil doscientos kilómetros en quince horas de vuelo desde Los Ángeles solo para probar este pan. El pan sencillo, de corteza crujiente y aroma cálido que horneaban mis abuelos y mi madre cuando yo era pequeña. La panadería lleva en marcha cuatro generaciones manteniendo la fórmula y ahora la gestiona mi desconocida sobrina Marie. Cuántas veces a lo largo de los años he repetido el refrán: «Eres más pesado que el pan de Alcalá»; y he recordado a mi yayo, contándome que su pan era natural, denso, y que tardaba mucho en estropearse, que lo transportaban en burros por toda Sevilla y de ahí salió el dicho.

Me he sentado en la cafetería de al lado, también propiedad de Marie, en la plaza, rodeada del bullicio de un mundo que se mueve demasiado rápido para detenerse ante algo tan simple.

Llevo décadas persiguiendo este sabor. Incluso he intentado replicar en casa el pan con las proporciones antiguas de mi madre. Como si al encontrar el sabor pudiera abrir una puerta en el tiempo y volver a ser la niña que se llenaba las sandalias con la harina del suelo de la panadería, y que esperaba impaciente junto al horno. Una niña sin canas, sin despedidas, sin soledad, sin la carga de los años.

No espero. Parto un trozo con los dedos, miro los agujeros de agua en su interior, me lo acerco a la nariz, aspiro, y me lo llevo a la boca.

El pan es perfecto.

Es perfecto.

Pero no sabe igual.

Lo mastico sin prisa mientras siento su calor. Intento, con generosidad, acoplar el recuerdo al sabor, encontrar en la miga esa chispa de felicidad que he buscado toda mi vida al recordarlo. Pero aquí solo hay vacío, el vacío de lo irrecuperable.

Porque la felicidad no tenía un sabor ni un olor definido; y ahora sé que nunca estuvo en el pan, ni en el azúcar de la infancia, ni en las calles donde jugaba sin vigilancia, ni en el olor a café con el que se abría el día. La felicidad fue el momento, el amor familiar, las risas entre bocados, el calor de un lugar lleno de vida.

Respiro hondo y miro a mi alrededor. En la mesa de la derecha, una niña espeluznada muerde un trozo de pan aunque tiene la boca llena de migajas, mientras ríe con su madre. Un escalofrío me invade; me levanto el cuello y me arrebujo en el abrigo. La miro comer sin perder detalle: Esa niña tiene en su boca el sabor de la felicidad. En cambio, yo en la mía estoy masticando el sabor de la nostalgia.

MCP

ANÓNIMO

A veces, la felicidad sabe amarga.

Es desoladora, triste, áspera.

Quebranta el ánimo y aviva el desespero.

Qué tan difícil es de entender!

Pues justo al contrario debería ser.

A veces, en cambio, para mí la quiero.

Instantes eternos al amparo de un fuego.

Dos almas que entrelazan sus vidas.

Allí donde la locura fluye sin igual.

Bajo un cielo centelleante y sideral.

A veces, simplemente todo es mentira.

Una farsa salpicada de inventiva.

Sal y pimienta, miel y almíbar.

Alimentan la mente para mantenerla activa.

Deseos que, sin embargo, van a la deriva.

A veces, la mayoría de las veces…

La razón se impone al desamor.

Inocencia perdida en un mar de emociones.

Mas ya no me sentiré jamás herida.

Pues aprendí que la felicidad tiene sabor a «vida».

MARÍA GALERNA

Felicidad

Ella se llamaba Felicidad. Cuando él la conoció descubrió a que sabía.

Y comprobó lo que siempre le decía su madre: «Hijo, disfruta el momento, la felicidad no dura para siempre».

ANA DEL ÁLAMO

Me preguntan.

Y mis recuerdos evocan risas de adolescencia recién estrenada.

Ya es medianoche, mi amiga Chari y yo dormimos cuando el perro del vecino ladra como poseído; es el camión de basuras entrando en la calle con estrépito, como si anunciara una charanga. Ya no dormimos.

A hurtadillas entro en la habitación contigua, mis padres duermen plácidos. Encima de la mesilla descansan la cartera, las llaves y un paquete de rubio. Les robo dos cigarros y entre toses y risas nos los fumamos pegadas al balcón. Luego todo se mueve, como si el baile hubiera decidido entrar en el dormitorio y nos tomará de la mano pivotando a nuestro alrededor. Me pregunto si es el karma que nos devuelve la broma.

Ahora dormimos, ya no hay perro que ladre, ni pareja de baile, ni camión de basuras, solo dos colillas mal aplastadas en un improvisado cenicero.

La noche fuera también duerme, con olor a risas y a tabaco pegado a las sombrías farolas.

Pienso en domingos de playa bajo el sol mediterráneo, en mis pies descalzos sobre la arena fría y terrosa cuando cae la tarde. No hay dinero para entrar al balneario y en un despiste del vigilante, nadamos por la orilla del otro lado hasta adentrarnos en la nuestra. Siento un temblor en las piernas y un cosquilleo de regocijo en la tripa. Me introduzco en el mar y nado hasta que se me pasa.

Suena música de fondo desde el altavoz playero, cuando el helado con sabor a felicidad se nos derrite en la boca y en las manos. Corremos a lavarnos los chorretes a la orilla, el agua nos recibe calma y mansa, derrotada después de un día de baños y chapoteos, colchonetas reventadas y rastrillos con pala y cubo.

Pienso en feria de verano con brisa fresca de levante y mazorcas asadas, algodón de azúcar y fichas prestadas de autos de choque que nos deja las rodillas mancilladas y el corazón alegre.

Pienso en meriendas de bicicleta y chopera con besos robados al ocaso.

Y en un amor de verano que se fundió con los años, que me revolvió por dentro y me endulzó los abriles.

GUILLERMO ARQUILLOS

ADIÓS A LOS HELADOS MÁGICOS

—¿Así saben las nubes, Óscar? ¿De verdad que saben así de bien? —Luis aún no había cambiado la voz, además todavía no había dado su primer gran estirón.

Yo no supe responder porque era incapaz de explicarle a mi primo lo especiales que eran los conos y las tarrinas que nos vendía la yaya Nieves. Fue ella la que habló:

—Claro que sí, Luis; a los niños yo os preparo helados especiales que tienen el sabor que cada uno se imagina; por eso, a todos os saben tan bien. —Lo miró con cariño y le guiñó un ojo.

Seguro que conocéis a muchas personas que sonríen con la mirada, pero es que la yaya también sabía sonreír con sus numerosas arrugas. Aquel fue el verano que Luis pasó con nosotros y a la yaya Nieves apenas le quedaban dientes. Nunca quiso arreglarse la boca porque, cuando era joven, alguien le había contado que recomponérsela era muy peligroso, que se podía estropear el paladar y que las cosas ya no le sabrían igual. Si nos contaba historias como esta, nosotros, que no la creíamos, le decíamos que sí con la cabeza y nos marchábamos a la plaza a tomarnos el helado y a seguir jugando.

Al alba, con los girasoles del parque ya orientados hacia el este, la yaya subía la cuesta de la aldea y se ponía a elaborar helados en su pequeño local. El único día del verano en que su negocio no abría era el cinco de agosto.

—El cinco de agosto me lo reservo para mí —decía cantando cuando se acercaba la fecha.

La yaya Nieves apenas se podía poner derecha, siempre encorvada, siempre sonriente, siempre con un pañuelo en la cabeza en lugar de un gorro de cocinera y con su ropa de color blanco. Los sabores favoritos de los niños eran el de «duendes y sirenas» y el de «risas de payaso». Para los adultos nunca quedaban helados tan deliciosos; cuando llegaban, después de su paseo, solo podían probar los sabores aburridos: fresa, vainilla, nata, turrón…

Pero el seis de agosto de aquel año, la yaya Nieves no abrió. Luis, mi primo, que había pasado unos días enfermo, con fiebre y en cama, fue el primero en darse cuenta de que no se veían desde la calle las luces de la cocina. Corrió hacia mí para decírmelo:

—Óscar, Óscar. La heladería está cerrada, está cerrada… ¡No hay nadie dentro!

Me extrañó oír su voz, no me pareció que fuera la suya. Lo miré con pena y me acordé de lo que me había dicho la yaya Nieves. De repente, mi primo había crecido casi una cuarta.

Se me saltaron dos lágrimas.

—Ven conmigo, anda —le dije—. Cuando te empezó la fiebre, la yaya me dio un regalo para ti.

El muchacho no se lo podía creer, le bailaban brillos en los ojos, iba dando saltos de alegría:

—¿Un regalo? ¿Qué regalo? —decía—. ¡Qué ilusión! La yaya me ha hecho un regalo… Tiene que ser algo fabuloso…

Le temblaban las manos, le sudaba la frente. Camino de casa, pasamos por delante del parque y me fijé en que casi todos los girasoles estaban mustios; además, alguien había pisado el resto.

Corrimos a la cocina:

—Luis, es muy importante que sepas que esto es un regalo especial de la yaya Nieves: jamás probarás un helado como este. Me ha dicho que este helado tiene el sabor de la felicidad. —Las cejas de Luis dibujaron una interrogación.

Saqué la tarrina que me había dado la yaya:

—Seguro que te gusta, ya verás; saboréalo despacio. Jamás probarás nada parecido. A partir de ahora, los sabores que tomes serán los de siempre: fresa, vainilla, turrón…

—¿Y cómo se llama este sabor? ¿Tan especial es? —dijo.

Yo asentí, moviendo la cabeza lentamente.

Luis se había convertido en un hombrecito. Había llegado su hora de ser adulto.

—El helado se llama: «Alegría de vivir».

De repente, unas nubes ocultaron el sol que entraba por la ventana.

GAIA ORBE

aún de noche

un árbol tosco

aroma el té

*

aún de noche

el perfume del pino

viaja en el aire

*

aún de noche

el eco de un incienso

sabe a ser feliz

*

aún de noche

una copa de vino

late nostalgia

*

aún de noche

agua y tierra sin fuego

favor divino

EDGAR BORJA CUAUHTLI-ARTE

Me llamo … no lo recuerdo, pero me dicen «El Caborras», soy alcohólico y no anónimo porque me conocen en toda la colonia «ratas Alemán, jejeje (Casas Alemán) desde hace años. No tengo trabajo, vivo del prestado, y vivo en un rinconcito de la vinatería de la esquina que está en la calle de Puerto de Tuxpan. Tengo unas cobijas, una almohada y me caliento junto con «El Oso» un perro que quiso ser mi amigo.

Ayer, como antier y ante antier no saqué dinero suficiente para mi alcoholazo, pero hoy mi vecino «El Bull» se compadeció y me regaló media botella de wiskey. Mis labios, mis brazos y mis piernas temblaban por la necesidad de ese néctar de Dios. Le di el primer sorbo.

Yo no tengo duda ¡ese es el sabor de la felicidad!

CARMEN BERJANO

Tocar el agua helada en una siesta de agosto.

Oler a tomates cuando tu familia está embotando.

Ver un atardecer con los primos, mientras las ovejas pasan al establo.

Escuchar a tu abuelo contándote el cuento de Garbancito que te sabes de memoria.

Probar la sandía helada del huerto vecino: El Sabor de la felicidad.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

En el lugar más inesperado.

– Buenos días Juan, el desayuno de siempre. Por favor – le dije mientras me acomodaba en una mesa y sacaba mi teléfono.

Juan es el hombre que regenta un bar de barrio en la ciudad de Caracas. En este lugar, como en mi España, los bares son negocios a los que se les reconoce con el nombre “Bar Casa-Juan”. Y también, por aquí hacen honor al nombre porque para él y su esposa el trabajo es su hogar. Pasan en él gran parte de la jornada laboral, y cuando no están trabajando en él, lo dedican a todas aquellas gestiones pertinentes para que esté listo para recibir a sus clientes.

Yo por mi parte estoy de paso en este lugar. Mi empresa con sede en España me seleccionó para montar una nueva planta en Venezuela. Y me asignó la tarea de estar al frente de un grupo de 20 personas con el fin de formarles y enseñarles en la fabricación de tubos con los que se forman molinos eólicos.

El destino o quien sabe que, me mandó a caer concretamente a este lugar donde con el paso de los días fui entablando relación con Juan. Ya que cada día desayunaba y almorzaba en su “casa”.

Recuerdo un día que lo vi algo más irascible de cómo era él habitualmente. Andaba con una llamada de teléfono que lo tenía malhumorado. No era mi intención ser cotilla, pero en el fragor de la conversación su tono de voz iba en aumento. Por lo que a mí me parecía se trataba de un asunto, inherente al ser humano de cualquier parte del planeta, sus padres habían fallecido y no parecían ponerse de acuerdo en cómo gestionar la herencia.

Para intentar suavizar un poco su semblante se me ocurrió, después de unos cuantos días de vernos a diario. Hacerle una pregunta personal.

– Juan, ¿Me dejas hacerte una pregunta? – le dije con pies de plomo, dado que no tenía muy claro en que terreno emocionalmente hablando se encontraba él en ese momento.

– Si claro hombre, es que me tiene… si yo te dijera como me tiene. – soltó con clara intención de desahogarse.

– ¿Cuánto tiempo llevas con el bar abierto?

– Pues toda una vida desde que entré aquí a trabajar con 15 años junto a mis padres.

– Y siempre ha sido así, me explico. ¿Toda una vida dedicada en cuerpo y mente al negocio?

– Pues sí. – Lanzó un suspiro profundo – En este negocio estas o no esperes sacar nada de esta mina amigo.

– Y, ¿Qué has hecho con tu familia en todos estos años? Quiero decir cuando has podido librar del bar, que organizabais.

– Pues al año me suelo coger unos 10 días libres que utilizamos para viajar al pueblo de mi mujer que está a unas 2 horas de aquí y allí pasamos tiempo con su familia.

– Y para ti, ¿Qué te gusta hacer?

– Para mi desde hace ya unos años lo que me gusta hacer, si no estoy con cosas relacionadas con el negocio, que ya te advierto que es muy poco. Me gusta estar en casa viendo la tele.

En ese momento entró gente al bar, y Juan como buen profesional les dio el trato que se merecen y los fue a atender. Un rato más tarde volvió con la intención de seguir la conversación por donde la habíamos dejado.

– Así que ya sabe amigo, si tiene que buscar suerte alguna vez en otro oficio. No le recomiendo que llame primero a la puerta de un bar. – Me dijo con resignación.

– Y, ¿si mañana, pudieras hacer lo que quisieras, que sería?

– Pues me iría a ver una película al cine – respondió al instante.

Volvió a atender a sus comensales y la conversación quedó zanjada porque yo tenía que ir al trabajo.

Pasados unos 3 días le dejé un sobre en la barra con dos entradas para ir al cine. Yo sabía el día que cerraban el bar y lo dejé con tiempo suficiente para que se pudiera organizar. Juan aceptó la invitación y fuimos al cine, como muestra de agradecimiento por el acogimiento recibido. Estando delante de la cartelera eligió una peli que a mi parecer me resultó malísima.

Aguanté estoicamente viendo la cinta. Al término de la misma, Juan llamó mi atención sin quererlo porque estaba sollozando.

– ¿Qué pasa Juan, es mala pero no para que te pongas así? Bromeé.

– No hombre… es por estas palomitas. No me imaginaba que las palomitas en un cine pudieran saber a felicidad. Gracias por hacer esto por mí.

Tras la película llamó a su hermano y le dijo: – Fede, hermano esta situación no puede seguir así tenemos que hablar.

MARTU MONFORTE

Perseverancia

Vida y simiente que anhela luz y, en tanto, lucha con fuerza; corre bajo la tierra de una fina grieta que se abre en el cemento apretado y hostil.

Sus raíces, como manos labriegas, resisten e insisten. A fin el brote asoma; aún nadie lo ve. Cientos caminan lado a lado. Respira. Poco a poco una mañana se eleva en tallo y se baña de luz . Se encamina, pétalo a pétalo, hoja a hoja. Se extiende como manos abiertas y se levanta, vuelve a nacer en rosas morados. Cientos pasan y pasan, la flor solitaria estalla y vibra: guerrera funambulista. Entonces…después

alza la fe y el perfume;

danza en color y esperanza.

Grita presente en silencio. Suspira estoica. Persevera. Brilla al sol. Cree.

Un niño la descubre; la huele. Y sonríe de felicidad.

GRISELDA SIERRA

LA FELICIDAD COMPLETA

Esta mañana me detuve a beber agua en el río. Aproveché para aspirar el aroma de las flores que crecen en el borde de la corriente y admirar la altura de los árboles que se yerguen en los alrededores. Escuché el canto de los estorninos y me deleité con la suave música de las aguas que corren cristalinas y se pierden en la lejanía. Me sentí feliz y terminé por echarme en la hierba para disfrutar de la paz que emana de la naturaleza. Poco a poco me fui quedando dormido y soñé que estaba en el paraíso. Como tardaba mucho en regresar con los míos, los miembros de la manada comenzaron a llamarme con aullidos dulces y prolongados. Rápido me puse en camino y volví con mi familia.

NALLELI CANDIANI

La felicidad en mi cama

Soñé que levantaba mis cobijas, y había dos montañas de hormigas rojas gigantes, de esas llamadas Guerreras.

Me sorprende demasiado, su tamaño es monstruoso, no es terrestre, sospecho son alienígenas o sintéticas. Son cómo de 15 centímetros. Y su belicosidad. No es natural su violencia, no paran nunca. Son muy rápidas, determinadas, nerviosas, poderosas; hipnotizadas por su padre hormiga.

Incluso atacan a sus crías. Su color rojo marrón brillante me causa rabia.

Sin problema las hago a un lado, porque soy gigante para ellas, y no me importa el dolor de sus picaduras si con ello las saco, pero hay más; levanto por completo las cobijas de la cama, y son más montañas y montañas de hormigas. Aún así, las aparto de mi cama, y me preparo a descansar.

Siento que por fin podré descansar.

LADY HUGH

El sabor de la felicidad está altamente compuesta de sal, un anochecer en la playa o sábanas enredadas con vista al mar.

El sabor de la felicidad es sin duda líquido,

líquido viscoso o liquido vital, como una revolución en la cama o un caballito de mezcal.

El sabor de la felicidad se disipa en las manos, en la cara o en el lagrimal.

El sabor de la felicidad se disipa en el trance a otro plano lejos del terrenal.

El sabor de la felicidad es un sin fin de cosas que no te puedo explicar, pero te recomiendo que si tú lo encuentras no lo dejes escapar.

EVA AVIA TORIBIO

El sabor de la infelicidad sabe a venganza.

—¡Noooo! —Aferrándola contra mi pecho.

El grito de dolor se escucha en la soledad del inmenso manantial. El agua en el, el viento golpeando las hojas, las aves juguetonas…, han sido testigos de la muerte de mi amada. Todos ellos, guardan un minuto de silencio.

—Carla —Obligándome, Ricardo, a desprenderme de ella —, tienes que soltarla, la policía ya está en camino.

La rabia se apodera de mis entrañas, el corazón se ha roto en dos. Su piel, su aroma, sus risas…, ya no regresarán. Imágenes llenas de momentos felices, sacuden mi cuerpo una y otra vez. De rodillas, frente a su cuerpo, nuestras ropas, mis manos, la tierra…, están cubiertos por tu sangre.

La oscura belleza del manantial retoma sus sonidos. No veo más allá de las nubes que cubren mis ojos; solo escucho los susurros de los que me rodean. Mi cuerpo deambula entre la espesura del paraje. Tropiezo con un pequeño objeto, el que recojo. ¡No puede ser, esto es de…! El objeto, un llavero que un día le regalé a esa, contiene restos de sangre.

¡Maldita sea el día que llegaste a nuestras vidas! Hoy iba a ser el día en el que sería valiente y le pondría este anillo —Sacándolo de mi bolsillo. La naturaleza sería nuestra testigo y tú, ¡maldita psicópata!, has acabado con nuestros sueños. ¡Juro que me las vas a pagar! La policía hallará tu cuerpo ahogado en tu propia sangre.

La vida que era la testigo de nuestra felicidad ahora será, aunque no me importa, la jueza que me dé la serenidad para acabar con la tuya.

Dos años antes.

—¡Basta ya! ¡Entiende de una puñetera vez, que no te quiero! ¡Tus celos enfermizos, son sin sentido! —le grito a Elena—. Nunca te he mirado como la miro a ella. ¡Por favor, abandona esta locura!

—¡Ella no te va a querer como te quiero yo! ¿Qué no lo ves? —Abrazándome.

—Márchate por favor, no hagas que llame a la policía —Señalando la puerta.

A mi llegada del trabajo, hace unos instantes, he encontrado a mi amor, Sandra, inconsciente en el suelo y a Elena a sus pies.

NOVATUS LITERATUS

Ancla

La música retumba en sus oídos. El ritmo acelerado dilata sus pupilas mientras se besan con desenfreno. Se ha acabado el vino. El ultimo sorbo fue a parar al piso, en donde están desperdigadas sus prendas, unas colillas de cigarrillo y las compras para hacer la comida a su hijo.

Las luces mortuorias de las bombillas del cuarto, palidecen el escenario febril de su sintonía. Se habían cruzado apenas unas palabras, pero desde el principio ella había evitado la atracción de sus ojos verdes, su poblada barba y sus pectorales, meneándose en la esquina de la gasolinera, mientras repartía las dosis a sus clientes fieles.

Ella sintió el craving mientras el humo dibujaba lunas en el cielo. Él, con la intuición del dealer vio en sus ojos ansiedad y le ofreció un cigarrillo. La conexión fue inmediata. Horas después ella ya estaba semidesnuda sobre su cuerpo y su perfección, deseando más, deseando el efímero sabor de la felicidad.

Las risas de su pequeño hijo en el cuarto contiguo la detuvieron. El hombre ya había puesto el torniquete en sus brazos, había calentado el cristal sobre una oxidada cuchara, mientras una jeringa bebía impulsiva el líquido transparente.

Los ojos de la mujer recularon sobre sus orbitas mientras escuchaba el llamado a su puerta. Bajó el volumen y escuchó su tierna voz, como un ancla que le recordará su vacía existencia.

– ¿Mamá estás allí? ¿Estás con un amigo? Perdóname… Pero tengo hambre, perdón por molestarte, pero me dijiste que no te demorabas- el niño al terminar de hablar empezó a realizar pequeños toques rítmicos sobre la desvencijada puerta, que recordaban la ronda de Mambru se fue a la guerra-

-Hijo ya salgo, mamá está solucionando un problema, pero ya te hago la colada, dame un momento- la mujer enjugo sus lágrimas -que habían corrido su rímel- con la manga de su saco roído. Quitó el torniquete con ira y culpa, ante la mirada atónita del hombre.

-Pensé que estabas sola… El sabor de la felicidad tendrá que posponerse ¡Me encantas! Ya sabes en donde encontrarme. Una estela de patchouli y fougere quedó levitando en el aire como una aparición demoniaca, pero excitante. El hombre desapareció como un espectro o un sueño lleno de vacios temporales.

La mujer se vistió veloz, limpió su rostro y también los rastros del clímax y del deseo, aseo su cuarto, y se puso su delantal. Alzó a su hijo dándole unas cuantas vueltas por el aire, mientras hacía como un avión con sus labios pintoreteados; alejándolo de su cuerpo para evitar que sintiera sus rastros de debilidad. Atónito, el niño solo dijo…

-Mamá, hueles a lo que huele el abuelo cuando llora al frente de su botella escuchando tangos-

– Solo tome con tu tía un par de traguitos. Pero mira te traje los stickles que te prometí- La sonrisa del niño terminaba de pisotear su corazón-.

Luego de la merienda su hijo se dejaba vencer por el sueño en sus brazos, mientras un episodio de Popeye terminaba de arrullarle el sueño. La mujer probaba el sabor de la felicidad de manera ambigua, como el sorbo de agua contaminada que a corto plazo calma la sed del deshidratado. Se sentía como la peor piltrafa que amara a sus hijos sin arrepentimiento.

LETICIA R MENA

EL SABOR DE LA FELICIDAD

Nadie supo jamás de dónde había venido ni por qué.

Lo cierto es que el monstruo apareció un día y comenzó a alimentarse, primero de pequeñas pizcas de felicidad, luego toda la que podía encontrar.

El sabor de la felicidad le resultaba un manjar irresistible. Tanto que devoraba cuanta felicidad quedaba a su alcance.

La sustancia etérea le daba el calor que su frío cuerpo parecía no producir por sí mismo.

Era la felicidad más dulce cuando provenía de los más pequeños. Dulce y pura felicidad infantil. Con regusto a gominolas y a chocolate.

Pero la salada, la que se producía entre lágrimas, tenía un toque ácido delicioso.

Disfrutaba especialmente de la de sabor a comida casera, que se producía en las esas reuniones familiares donde las personas se reencuentran después de un largo tiempo sin verse.

Cuanta más felicidad engullía, más necesitaba para saciarse.

Cuanta más felicidad engullía, más y más gris se volvía el mundo.

El monstruo se volvía más hambriento cuanto más grande se hacía.

Un día comió tanta felicidad y se sintió tan satisfecho, que en su pecho empezó a sentir una tibieza extraña.

Una pequeña pizca de algo que no sabía nombrar: aquello mismo que devoraba con ansia.

Le resultó tan irresistible esa sensación en su propio ser, tan deseable, que no tuvo más remedio que comérsela.

Así es como el monstruo acabó devorándose a sí mismo.

CESAR TORO

Creo que la felicidad sabe a cafe con pan por lo menos para mí. Es un tema tan intrisico y banal, a veces complicado, lo cierto es que, cada uno de nosotros tiene un concepto diferente de la felicidad. A lo largo de nuestro camino podemos disfrutar de momentos felices y agradables, pero en ocasiones también debemos soportar el dolor, tristeza, abandono y todas esas calamidades que nos quitan la felicidad, pienso que en la vida no hay una felicidad completa solo momentos felices los cuales debemos aprovechar al máximo cuando lleguen por que luego vendran los momentos duros

que de igual manera debemos soportar y tolerar. La clave esta en mantener el equilibrio al menos eso creo.

Decía el P. Jorge Loring (Jesuita Español), que la felicidad está en: «hacer lo que Dios quiere, y querer lo que Dios hace «

«Buscad el reino de Dios y su justicia y lo demas vendrá por añadidura.”

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

«LA VIDA»

Sueños, amores, ideas, guerras, odios, esperanzas, deseos recuerdos y más recuerdos.

Nuestras vidas están tejidas de tantas formas, colores y sabores.

Es una maravilla poder recordar y recrear los grandes y bellos momentos que se han vivido.

Recuerdo los sabores y aromas de las deliciosas comidas que nos preparaba mi madre, los paseos que hacíamos en las vacaciones, en el camino siempre íbamos cantando con la alegría de llegar a un nuevo destino, las idas al circo; al autocinema en donde nos compraban varias golosinas qué nos encantaban y, así llegábamos dormidos mis hermanos y yo a la casa; nos arropaban con mucho amor y nos metían a la cama.

Que seguros y felices nos sentíamos.

Era una gran alegría la vida.

Crecimos, y así cada quien formó y tomó un camino diferente.

Mis padres, dejaron de existir en este mundo, dejándome un sin fin de añoranzas.

En este devenir de mi vivir, algún tiempo equivocadamente fuí fatua y arrogante; pero desperté de esa locura y empecé a entender que las cosas superfluas no llenaban mi existencia.

Aprendí qué siempre debía perseguir mis sueños, a valorar las cosas qué aparentemente son sencillas, pero son las más valiosas.

Y finalmente, ahora comprendo que la mayor felicidad de la vida, es, estar «Vivo».

LOLI BELBEL

PLENITUD

Y un halo de felicidad nos envolvió al despertarnos. El verde de los prados y los cantos de los pájaros envolvían nuestros cuerpos perfumados de mandarina y menta. Nuestros sentidos recorrían la hermosura de esa naturaleza pura y salvaje en el recodo de la campaña, entre la virginidad del silencio y la absorbancia de los rayos del sol sobre la tierra. El sonido suave de un arroyo y la aplastante inmensidad del cielo azul nos absorbía llevándonos a una eternidad donde el amor es único, divino, y haciendo de nuestros instantes una plenitud única que solo da ese paraíso azul. Y fusionando dos almas al unísono, dos almas enamoradas del amor, la tuya y la mía, la eternidad amable abre su manto para envolverlas para siempre y darles ese halo místico y azul de infinito, como un sueño que cubre con locura y armonía dos cuerpos desnudos que se entregan, acunándose en el más dulce, más jugoso y más húmedo de los besos con sabor a ambrosía. Dos bocas paralelas sedientas de amor, sedientas de luz, que piden sin tregua esos labios frescos, esos labios secretos que ocultan como un tesoro la más fuerte de las pasiones y piden ser encadenados sin remisión alguna, piden ser desplegados como alas de mariposas al viento y se olvidan para siempre de las traiciones del fatídico destino, contando las hojas del perfecto trébol, como las púas medidas de un peine de marfil…, y abrazando eternamente la belleza y esplendor del mundo.

MARÍA JOSÉ DÍAZ GRAUZ

León tiene ocho años,y una sonrisa que ilumina mi alma.Mira abuela,quiero regalarle a mis amigos una tarta grande de chuches por mi cumple.

No necesito más.

Solo un partido ,con goles y tarjetas rojas,mi papá será el árbitro,y…no importa quien gane, sólo risas y saltos.

Lo de las tarjetas rojas es en plan de broma abuela.

No me pongas esa cara,sonríe que así estás más guapa,yo decoro la tarta vale?.

León lleva la felicidad dentro,y no la busca en grandes cosas .

Hay tantos sabores,olores,fríos y calores que provocan felicidad.

Ese sentimiento maravilloso que tenemos los humanos,ni se compra,ni se impone,

nos nace de dentro .

Al igual que león,todos la llevamos dentro.

MAITE BILBAO

DADICILEF

¡Uhm! Siento que tus manos suaves me levantan del suelo; el contacto me hace despertar; tus ojos curiosos me examinan tal vez por mi traje de colores. Escucho tu voz que resuena con la alegría del descubrimiento. «Qué belleza».

Con la ternura propia de los guardianes de tesoros, descubres el velo que protege mi ventana, y me ofreces una mirada llena de asombro. ¡Dulce sensación! La luminosidad envuelve mi esencia, y con una vibrante mezcla de colores y formas giro ante tus ojos.

«Es pura magia». Susurras con voz entrecortada.

En ese instante descubro que me encuentro en un nuevo hogar. Un refugio donde el hechizo será apreciado y compartido. Un universo donde la felicidad, incluso cuando se rompe, siempre podrá reconstruirse. Estoy aquí desde tiempos ancestrales, para ayudar a los humanos en la búsqueda constante de felicidad. Soy la fuente radiante de alegría; un maravilloso artilugio que te permite pensar en ella de diferentes maneras: una burbuja con superficies brillantes y piedras preciosas que forman figuras sencillas al cambiar de posición. Cada imagen es única y fugaz, como los breves instantes de alegría que salpican la vida. ¿Sabes quién soy?

Cuando me miras, me despliego en múltiples apariencias e irradio la luz. Muestro el encanto de una sonrisa, la calidez de un abrazo, la euforia de una victoria, lo que se siente al recordar, la tranquilidad de un paisaje, la inspiración de una melodía.

Soy el espejo que refleja lo que sientes, esa buena sensación que llevas dentro y que sale a la luz. Te ayudo a reconocerla, a valorarla, a degustarla. No la busques fuera, está ahí, en tu interior.

Soy un disco óptico que te invita a profundizar en las infinitas facetas de la alegría, a descubrir nuevas formas de experimentarla, de expresarla y de compartirla. Te inspiro a navegar en la nave de la existencia, dejando que los colores y las formas te diviertan y transformen, y creo perspectivas inesperadas que te asombran y cautivan tu euforia.

Soy quien te enseña que la felicidad no es una sola cosa, sino que siempre evoluciona como una danza. Es conjugar el verbo estar y dejar de ser. Esos momentos son efímeros, pero también pueden ser poderosos. La alegría no es un destino, sino un viaje que se emprende a diario.

Soy un recordatorio de que la alegría nace de crearla uno mismo para compartirla con los demás. Y de que al hacerlo la haces crecer. Cuando difundes tu entusiasmo, iluminas el mundo que te rodea.

Pero un día, la fatalidad llamó a tu puerta. Un obstáculo, una decepción, un revés inesperado. Siento cómo me escurro entre tus manos y caigo. El cristal se hace añicos. La imagen que tenías de mí se desvanece, se distorsiona y fragmenta. En ese instante, experimento un vacío gélido por todo el cuerpo. Mi óculo, antaño un torbellino de colores y formas, se convierte en una explosión de sufrimiento y desorden. Los espejos, que mostraban felicidad y sueños, se rompen y esparcen los fragmentos por el suelo. La luz desaparece y deja un sendero oscuro ante ti.

Y entonces, nace la frustración. La capa que se cierne sobre quienes buscan la alegría, pero no la encuentran. La sensación de vacío, de desilusión, de impotencia que te invade cuando sientes que la felicidad se escapa entre tus dedos como granos de arena fina. La decepción te abraza, y solo percibes fragmentos de la existencia, despedazados y deformados. Te hace creer que la alegría es inalcanzable, que experimentar placer es imposible. Y que estás destinado a la resignación y la desesperanza perpetua. Pero no te rindas. Recuerda que mi espectro permanece intacto, aunque esté fragmentado. Reúne los trozos, examina las muestras, busca los tonos que aún brillan. Y con paciencia, con amor, con esperanza, reconstruye tu propio caleidoscopio. Esta nueva versión no se parecerá exactamente a mí, pero podrá ser más valiosa. Ahora está lleno de vitalidad, esa que te impulsa hacia adelante en medio de las piedras del camino.

Ahora ya lo sabes. Soy un caleidoscopio, prisma de la alegría, y también el reflejo de la aflicción. Tú tienes el poder de decidir qué imagen quieres visualizar.

SILVIA RAFI GRACIA

LOS SORBOS QUE PERDURAN

La felicidad no puede ir más allá de un sabor efímero, que va impregnando un regusto en el alma por cada bocado que a lo largo de nuestra vida hayamos paladeado, Así como cualquier sabor no puede ser durante mucho tiempo perdurable en las papilas gustativas, aunque sí en el recuerdo, tampoco la felicidad puede serlo.

Y algunos bocados de sabor desagradable pueden no digerirse

bien y necesitar, para que su regusto no anule los que evocan momentos felices, un tiempo de duelo o de adaptación al puzzle de emociones y sentimientos que impregnan los núcleos de nuestras células y nuestra memoria .

Pero aún pudiendo disfrutar de tener a mano sabores de felicidad intensos y longevos, o incluso perennes, cuando el mundo duele…

demasiado a menudo no pueden alcanzar la total plenitud.

Los recuerdos o vivencias de auténticas compartidas alegrías, son bocanadas de felicidad.

Las risas sanas que confluyen en contagiosas carcajadas, cuando, surgiendo de algún recobeco, asoman la cabeza y, salteando obstáculos, se lanzan,

sin tregua, intrépidas

La pertenencia a proyectos comunes, de largo y complejo trayecto o de satisfactoria simplicidad como en un juego de niños; ya con la implicación de una apasionante ilusión, ya con la azulada serenidad de un cielo y un mar en calma.

Formar parte de silencios donde, danzando al unísono un sinfín de complicidades, no alcanzan a tener cabida las palabras.

Intercambiar palabras que, expresadas desde el alma y recibidas con la mente abierta hacia el corazón, traspasan los límites de su significado literal.

Dar rienda suelta a esos «pajaritos» que, desde la infancia, revolotean dentro de tantas cabezas; y velar por que, de su vuelo, no importe cómo volteen o agiten sus alas, sinó la libertad de no responder a ningún patrón.

Compartir amorosidad y ternura mediante cualquier forma de ser expresadas.

Reconocerme en profundas o frugales miradas que, buscándose, se encuentran y reconfortan.

Sorprenderme gratamente de cómo, sin previo aviso, se pronuncia en mi rostro una sonrisa que irradia en mis adentros un cálido cosquilleo mientras también se refleja en otros rostros.

Conversar sosegadamente con mi soledad, permitiendo que la riqueza del vacío se manifieste en plenitud.

Sentir mi cuerpo en equilibrio entre tierra y cielo desperezándose de nudos u obstáculos para fluir entre las notas de alguna melodía instrumental o de la música que el sol, el cielo, la hierba, los árboles y la lejana silueta de la montaña cantan silentes.

Respirar la fecunda armonía en la proximidad

de mi compañero de vida.

Soñar con plácida esperanza los sueños.

que mi hijo sueñe, compartiendo sus anhelos y entusiasmos; y reparando a modo de kintsugi los pedazos que provoquen sus dolientes rupturas o decepciones, si percibo su permiso…,con ponderación.

Cantar, tras la evidencia de que las paredes no tengan oídos, desprendida y despreocupadamente a viva voz con mimada concentración y cuidadoso entusiasmo para, en soledad, prender el vuelo; o, en grata compañía, acoplar mi voz.

Brincar y rebrincar en la ingravidez del mar, orilla

a cuatro pasos, girando cintura y brazos con lenguaje de olas y reír como un eco más

de su sonido.

Caminar por calles y caminos salteando rayuelas imaginadas.

Chapotear, botas puestas, en los charcos donde también dormita la lluvia.

Sentir calidecer la piel con el trinar de los pájaros vibrando en sus ramas.

Contemplar atentamente las nubes, el cielo, las alfombras verdes de hierba chispeadas con luminosas briznas, la majestuosidad o fragil elegancia ancestral de algunos árboles, el fluir del agua del arroyo salpicando las piedras…hasta llegar a sentir que también soy arroyo, arbol, hierba, flor, nube…como también lo són los seres amados que partieron ya.

Sentir la ternura de mirar

a los ojos y acariciar a un animal que con su mirada me hable.

Mirar al cielo de noche y confirmar que me sonríe a través de una luna que es un fino hilo en forma de boca; y sentir que todo va a estar bien.

(Sílvia R.G.// 05/02/2025)

BIANCA CERRUTI

EL SABOR DE LA FELICIDAD

La felicidad del corazón se saborea a solas, en silencio. Se saborea agradeciendo la vida. Se saborea inspirando profundamente.

Se saborea abrazándose con fuerza. Se saborea mirándose a los ojos. Se saborea paseando cogidos de la mano. Se saborea construyendo juntos una nueva a vida…

Luego está la felicidad que se saborea cuando, en la infancia, se tiene lo justo y un poco más.

Es la felicidad de estrenar unos zapatos. De estrenar un lazo para el pelo. De estrenar un balón para jugar al fútbol en la calle de tierra. De estrenar una caja de pinturas «Alpino» de doce colores. De ir comiendo poco a poco el algodón de azúcar que te han comprado en la feria. De completar el nacimiento con los Reyes. De guardar el papelito de colores y con flequitos de los mazapanes, que te sirve de sabanita para las mariquitinas recortables de papel. De poder tener un cochecito para hacer carreras con tus amigos, guiándolos con las propias manos. De escuchar a tu padre leerte un cuento los fines de semana, ya que, entre semana, te lo lee mamá. De merendar chocolate, en vez de pan con aceite y azúcar, que sabe bueno, pero donde esté el chocolate…

La felicidad de saborear todas esas pequeñas cosas en la infancia se te queda muy grabada en todo tu ser. Pero cuando creces y, ya tienes de casi todo y a veces hasta repetido, ya no saboreas esa felicidad. Sin embargo, si logras revivir, fielmente, aquellos mágicos momentos de tu infancia, puedes volver a saborearla.

ALEXANDRA FERNANDEZ

Decidida estaba María Elena cuando, de pronto, comenzó a granizar sobre el tejado de aquella cabaña en el campo de girasoles, donde vivía con su esposo, Carlos, y la pequeña Lulu. Su decisión quedó oculta entre el frío y los vientos iracundos que cada vez más se aproximaban a tambalear las frágiles paredes de la casa, fabricada con madera de roble y manos de esperanza, entrelazadas con el amor colmado de ilusiones.

María Elena se arremangó el vestido y corrió en dirección al refugio, que a la vez era el almacén de provisiones en invierno, tomando en brazos a la pequeña Lulu, con tan solo unos meses de nacida. Ambas se ocultaron de la feroz tormenta, que azotaba sin piedad el hogar donde el sabor a felicidad era inigualable.

Aquel día, el granizo deseaba tragarse el sabor a felicidad que guardaban las almas de esos tres seres en sus corazones. Abrazada está María Elena a su pequeña, pues Carlos se encuentra en la faena del campo de girasoles. Un torrente de diamantes caídos del cielo golpeaba la puerta del refugio con furia, pintando de blanco el lienzo verde de la naturaleza en un instante de rabia.

Mientras, a varios metros, Carlos trataba de llegar a la casa con el viento en su contra. Su caballo se detuvo ante el temor, relinchando, desafiando la gravedad con cada salto, como si quisiera tocar el cielo con la punta de sus pezuñas. Carlos cayó a la tierra fangosa y fría, mirando huir su caballo.

Las almas gemelas estaban estremecidas por la angustia de no encontrarse unidas para enfrentar al cruel torrente.

Pero como todo en la vida fluye, el granizo dio paso al silencio y la devastación. El campo de girasoles se asemejaba a un lienzo desgarrado, donde cada flor, antes erguida y radiante, ahora se inclinaba como un guerrero vencido, con sus pétalos hechos trizas. Los tallos, que una vez danzaban al ritmo del viento, ahora estaban marcados por las cicatrices del hielo.

Un rayo de luz se coló por la puerta del refugio, anunciando que se había ido el gigante ogro, que con sus gotas de granizo, había dejado su huella en la superficie de madera de la pequeña cabaña, creando un mosaico de recuerdos y resistencia. María Elena, se quedó desolada al mirar los estragos de una realidad que en tan solo un soplo, se había llevado todo de un bocado. Su sabor a felicidad era insípido. Entre asombro y tristeza, caminó sobre los escombros de su hogar hecho añicos, cuando de pronto llegó Carlos. Su corazón volvió a latir con fuerza, pero las lágrimas brotaron desde lo hondo de su alma apagada. Sus manos temblorosas pero a la vez debían estar firmes, pues sus brazos sostenían a Lulu.

—Amor mío, ¿están bien? ¡Vivas! —exclamó Carlos, dándoles un fuerte y cálido abrazo—. Descansa, María Elena, ya pasó.

—No puedo reposar. ¿Qué vamos a hacer? Hemos perdido todo, hasta los animales huyeron.

Con un suspiro, Carlos le dijo: —Sí, y también se acabó la cosecha de girasoles.

—Pero estamos vivos, nos quedan los recuerdos del sabor a felicidad. Esos tesoros que ni la naturaleza ni el hombre nos pueden arrebatar —decía María Elena, secándose las lágrimas de su rostro.

De pronto, Carlos corrió hacia los escombros, mirando fijamente unos geranios. Recordó las jardineras en las ventanas ya destruidas. Ellos permanecían erguidos, sus raíces se habían aferrado a la tierra a pesar de no tener las bellas macetas donde florecían en cada primavera. Uno al otro se consolaban, viendo a su niña inocente de lo sucedido.

Ese sabor a felicidad marcado en las memorias y los corazones fue el impulso que les dio la esperanza y la fuerza de comenzar de nuevo.

Con las manos callosas y agrietadas de tanto mover escombros, Carlos le dijo a María Elena, que iría en búsqueda de provisiones al pueblo, mientras ella improvisaba una fogata para cocinar.

Villanueva no había sufrido tantos estragos; los habitantes estaban limpiando las calles de tierra, unidos a reparaciones sin importancia.

Pasaron los meses y, poco a poco, la cabaña y el campo volvían a tomar su forma original. Pero la decisión de María Elena seguía sumergida en su mente, un sueño no cumplido que resonaba en su ser. Era aquel ingrediente que le faltaba a la receta de la felicidad.

Una noche de luna y estrellas, paseaban María Elena y Carlos por el verde y florido campo, cuando de pronto María Elena se armó de valor y compartió su sueño de estudiar arte en una universidad situada en la ciudad. Un hueco en su estómago y los ojos vidriosos no la dejaban expresar sus sentimientos que la unían con el arte, pues pensaba que Carlos no la entendería.

Sorprendido, Carlos la miró a los ojos y le dijo: —Pero implicaría una separación; Lulu es muy pequeña, yo no la puedo cuidar. —¿No pensarás en llevártela? —Eres egoísta, sólo piensas en ti; mi sueño es seguir en el campo, no me gusta la ciudad.

—Con tus palabras te vuelves también un egoísta, según tú mismo.

—Entiende que ese sueño es mío y lo he guardado por mucho tiempo. —Han sido años de sentir el sabor a felicidad con ustedes, pero ese sabor está incompleto. —Te ruego que me entiendas y pruebes junto a mí el sabor de mi felicidad, como yo he probado el tuyo a lo largo de estos años.

El sabor a felicidad se agrió. Tendrían que modificar la receta o de lo contrario, se terminaría un hogar con sabor a felicidad.

AXY LINDA

Lucero heredó de sus padres un sabor de felicidad exquisito, lleno de música, luces y risas multicolores. No siempre podía verlas, pero las sentía vibrar en los cantos, los bailes, los abrazos, los besos y las tiernas caricias.

Por un tiempo, la vida parecía sonreírle a cada paso, pero, a medida que avanzaba, descubrió, otros sabores.

Al principio, no los asoció con la felicidad, pues tenían el gusto amargo de las pérdidas, el ácido de los fracasos en amistades y amores, la sal de las derrotas profesionales.

Era difícil enfrentarse a ellos. ¿Cómo aceptar que aquella dulce herencia no bastaba para sobrellevar los sabores ásperos y punzantes?

Un día, se encontró con Jaro, un amigo al que no veía desde hacía mucho.

—¿Cómo estás? —preguntó él.

Lucero suspiró.

—Últimamente, no muy bien. ¿Y tú?

Jaro la miró con dulzura.

—No puedo quejarme.

—¡Entonces te ha ido bien! Me alegra mucho.

Él soltó una risa breve.

—Depende del punto de vista. Me ha ido bien porque sigo aquí, para disfrutar de la vida… a pesar de todo. Pero no quiero amargarte el momento con mis cosas. Ven, te invito a mi casa, está a unos pasos.

La casa de Jaro era sencilla, ordenada y cálida. Sacó una botella de vino, dos copas y un queso que cortó en pequeños cubos.

Mientras, Lucero hojeó un álbum sobre la mesa. En las fotos, Jaro aparecía con unos niños y una agradable mujer. Se respiraba felicidad. Sin embargo, al final del álbum, un listón negro marcaba la última página.

Un estremecimiento recorrió a Lucero. Dejó el álbum con cuidado.

Jaro le tendió una copa y sonrió.

—Brindemos por el sabor de la felicidad… que consiste en todos los sabores de la vida.

SILVIA GALLARDO

La felicidad es una arma caliente

que quema los instantes

disfrazados de locura

y palabras cuerdas que intentan

arrancar las sonrisas.

Un canto a la vida.

Francisco fue un hombre que siempre le cantaba a la vida. Su sonrisa siempre desbordada, dibujaba en su rostro las líneas que escribían su andar y su historia.

Quien tuvo la fortuna de platicar con él, sabía que el tiempo se hacía breve y agradable pues siempre embelesaba con la sabiduría que le regaló el paso por la vida.

Cuando hablaba, sus palabras regalaban frescura, emoción, pues las cantaba con natural entonación y armonía ya que de cada historia narrada en sus diálogos recordaba una canción. Era aficionado al canto y ferviente seguidor de Tríos, que entonaban canciones de tipo bolero, generalmente romántico con toques de nostalgia. Los tangos también figuraban en su repertorio cotidiano.

Escribía también y jugaba con las letras de manera magistral, creando increíbles palíndromos, ténica que consiste en escribir palabras que al leerlas de izquierda a derecha y viceversa dicen lo mismo. Enviaba a sus hermanos, a través de Whatsapp, acertijos, que les hacían quebrarse la cabeza y dulces palabras de amor fraternal. Al abrir los ojos cada mañana y recibir esos mensajes que leían en la víspera de los primeros rayos del sol. Cargadas sus palabras de ánimo y optimismo para invitarnos a absorber su energía y saborear las jornadas del ser y existir.

Un día le regalaron un teléfono celular, aprendió rápido a usarlo y cada madrugada despertaba a sus hermanos con mensajes que anunciaban un nuevo día. Sus mensajes, siempre llenos de optimismo, eran el regalo para iniciar el día.

Él ya no está, en alguna ocasión dijo que le llegó la vejez: «Adoro mis nostalgias, evoco mis tristezas… Ayer me estalló la vejez, la senilidad del alma. Ayer me estalló la vejez, la venceré con mi muerte…»

Ese fue el sabor de la felicidad que dejó un hombre, a sus seres queridos, mezcolanza de alegrías y nostalgias.

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16 comentarios en «El sabor de la felicidad – miniconcurso de relatos»

  1. Mi voto esta semana:
    -Irene Adler, porque cada frase me ha producido dolor real.
    -Armando, porque siempre me hace reir.
    Gracias a ambos por tantos sentimientos

    Responder
  2. 53 dosis de felicidad. Enhorabuena a todos.
    Me han tocado muchos más de cuatro. .
    El amor que da vida de Paquita Escobero.
    La vida tranquila de Silvia Rafi.
    El gran micro de María Galerna.
    Los sueños y quimeras de Antonicus Efe.

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