Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la puerta de atrás». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 26 de diciembre!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
No me verás; ¡pues entraré por la puerta de atrás! La ventana cerrada encierra una mirada, asustada, vislumbrando la nada. La puerta atascada y las entrañas desangradas.
No entraré por la puerta principal,¡no! Te aseguro que no me verás entrar, te cerraré los ojos y podrás al fin descansar, miraré a las estrellas para poderte encontrar. Y ahora por fin cerraré mis heridas, que pensé que no iban a cicatrizar, las curaré y pondré vendas para que no se me puedan infectar, las llagas me queman por dentro con el fuego y el recuerdo de tu anhelo. Tu semblante incrustado está en mi mente para siempre, pues te fuiste de la tierra hacia el cielo y no te pude velar. Ya no queda tiempo para añorar, pues tu alma ya puede y debe descansar en paz.
DAVID MERLÁN
LADRIDOS E INVERNADERO
Todavía con los papeles frescos del notario que certificaban la herencia tras la muerte de su madre, Laura llegó a la vieja casa de campo. Apagó el motor y se bajó.
El viento frío de diciembre saludó su rostro de forma agresiva, pero igualmente de la forma familiar que recordaba de niña. Echó un vistazo alrededor. Las ventanas estaban polvorientas y la pintura de la puerta principal se había agrietado con el tiempo. Pero cuando se disponía a entrar, en lugar de entrar por allí, optó por la puerta trasera, la que siempre fue el verdadero acceso al corazón de aquella casa. Estaba cerrada, pero ella había traído la llave desde la notaría, junto con el resto de sus recuerdos.
«Tengo mucho trabajo» pensó cuando se dió cuenta del alcance de la rehabilitación que quería emprender para dotarla del esplendor que se merecía.
Al cruzarla, lo primero que sintió fue el aroma a madera húmeda y tierra. La puerta trasera daba directamente al establo, donde de niña había pasado innumerables tardes ayudando a su padre y a su abuelo a ordeñar las vacas o simplemente escondiéndose en las alpacas de trigo para jugar.
Caminó despacio. Con cada paso que daba, hacía crujir el suelo y los tablones. De repente, se le aceleró el pulso. Allí ante sus maduros ojos estaba la vieja silla de madera donde su padre solía sentarse a descansar y ponerla en su regazo para contarle historias y curiosidades. La acarició con la punta de los dedos y, por un momento, le pareció escuchar el sonido de su voz tarareando aquella canción que nunca supo cómo se llamaba.
Entonces lo escuchó: un ladrido lejano, como un eco. Su corazón dio un vuelco.
—¿Zar? —murmuró, incapaz de creérselo.
El perro, su compañero inseparable durante la infancia, había muerto hacía años, pero los ladridos se repitieron, nítidos, como si vinieran del establo.
Caminó hacia el rincón donde Zar solía dormir, junto al viejo baúl de herramientas. Lo único que encontró fue el collar del perro, envuelto en un paño, con una nota de su padre que decía: «Para que nunca olvides que Zar siempre estará contigo.»
Se sentó en el suelo con el collar en las manos y comenzó a llorar. Tras conseguir dominar sus emociones y calmar la congoja, decidió levantar la tapa del baúl. Para su sorpresa encontró un cuaderno. Reconoció ipsofacto la letra de su padre: eran borradores del proyecto para construir un invernadero en la parte trasera del establo, algo que él siempre había soñado hacer pero que nunca tuvo tiempo de verlo cumplido.
Analizó las páginas. Había dibujos de plantas, detalles técnicos e incluso un diseño para un columpio que colgaría del árbol cercano. Entre los papeles, encontró una fotografía de ella de niña, jugando en el establo, con Zar corriendo detrás.
Sonrió y decidió guardar todos aquellos papeles en su lugar y salió del establo.
Esa noche, mientras dormía en su antigua habitación, le pareció escuchar nuevamente a Zar correteando alrededor de la casa, como hacía cuando ella volvía de la escuela. En lugar de asustarse, sonrió, sintiendo que la presencia de su familia y su fiel amigo seguía viva en aquel lugar.
«Volveré en primavera, papá» pensó a la mañana siguiente.
******
El sol de abril se abría paso entre las nubes cuando Laura regresó a su casa. A la mañana siguiente, tomó las herramientas del baúl y comenzó a trabajar en el invernadero. Sus estudios de ingeniería facilitaba mucho la tarea y sobre todo la determinación de emprender aquel proyecto. Con cada cada golpe de martillo, y con cada tabla colocada, era una forma de conectar con su padre.
Al caer la tarde, cuando el invernadero empezó a tomar forma, el ladrido volvió a resonar. Esta vez no lo buscó: sabía que era el eco de su memoria, una manera en que el amor y los recuerdos se hacían presentes y luchaban entre ellos para saber quién de los dos se alzaría victorioso.
Un par de días después, con el proyecto completado, plantó un pequeño jardín en memoria de sus padres y abuelos. También para Zar. Desde entonces, cada vez que regresaba por la puerta trasera, el sonido de los ladridos y las cercanas canciones de su padre seguían llenando el aire, como si nunca se hubieran ido del todo.
Sacó la vieja silla de madera familiar del interior del establo y con una humeante taza de café, se sentó junto a la puerta del invernadero mientras la levantaba al cielo.
«Papá: aquí lo tienes, ¡¡salud!!»
El árbol cercano en el que su padre había soñado colgar un columpio para ella, hacía años que había desaparecido, pero Laura sabía que con aquel gesto vital, aquel invernadero levantado en su honor, su memoria seria inmortal.
FIN
ARMANDO BARCELONA
UNA MALA TARDE LA TIENE CUALQUIERA
Son las cinco de la tarde de un domingo gris. Enciendo las luces del árbol navideño. Es de pega, sintético: cloruro de polivinilo, nailon y alambre. Hace ya mucho que comparte conmigo este universo tramposo. Los dos formamos parte de la misma ilusión cuántica, reverberaciones cósmicas con ínfulas de tangilibilidad, simples excrecencias del continuo absolutamente prescindibles.
Me asomo a la ventana buscándole una puerta de atrás a la modorra. La calle desierta me devuelve la misma mirada de hastío. Vivir en un barrio obrero hace que las tardes de festivo sean más largas, solitarias, recoletas, como si nadie quisiera usarlas para que no se gasten.
De vuelta al sofá, me detengo en la librería, cojo un libro al azar, lo abro por la primera página y leo:
Linda y yo vivíamos justo frente al parque McArthur, y una noche que estábamos bebiendo vimos por la ventana que caía un hombre. Una visión extraña, parecía un chiste, pero no era ningún chiste, pues el cuerpo se estrelló en la calle. «dios mío», le dije a Linda, «¡se espachurró como un tomate pasado! ¡No somos más que tripas y mierda y material pegajoso! ¡Ven! ¡ven! ¡míralo!».
Vuelvo a dejarlo en su sitio. Hoy Bukowski no es una buena elección.
Apuro el último trago de güisqui. Sigo buscando la puerta de atrás. Le pregunto a la botella. No me responde. Entiendo el mensaje y la confino al ostracismo del mueble bar. No hay peor negativa que el silencio administrativo.
Dawn Upshaw y la sinfónica de Londres le ponen música de fondo a mi astenia existencial, con el Lento e Largo Tranquilissimo de la sinfonía número 3 de Górecky. Siempre procuro ser muy cuidadoso en los conjuntos.
No hay puerta trasera a la vista. La pantalla del televisor permanece en negro; existen formas de suicidio menos crueles. Aunque, pensándolo bien, quizá sea esa la solución y, sin saberlo, más que una puerta trasera esté buscando una de salida.
Mañana es lunes. Hará un buen día.
MARI CRUZ ESTEVAN
Queridos compañeros de Escritura, aprovechando el tema de la semana, me despido de este trabajo semanal, «por la puerta de a tras.»pero con el corazón hacia delante en la vida.
Os recordaré con cariño.
Gracias Cristina por tu ayuda…
IVONNE CORONADO
Adela y sus tijeras mágicas
En «Las Tijeras Mágicas», era un día antes de Noel. Un hermoso árbol adornado con huesitos, manzanas y felpudos adornaba la vitrina. La dueña, Adela, una mujer con un cuerpo bien formado, unos ojos grandotes de mirada dulce, una boca casi siempre sonriente y unas manos nunca quietas, vivía al lado de su negocio, con su amoroso Miguel, dos gatas traviesas y dos perros.
Cada mañana abría su peluquería. Era una persona especial, tenía un don: entendía el lenguaje de los animales. Mientras les cortaba las uñas y el exceso de pelo, ellos le hacían confidencias y ella, por telepatía, les daba consejos, mientras hacían ”zaz, zaz, zaz “sus tijeras y volaban los mechones, dejando ver la carita juguetona que se escondía detrás de ellos.
En la peluquería había una cartelera con las fotos de casi todos y, a la par, Adela recibiendo besos y patitas acariciadoras. Pero era un premio tener una foto con ella. Les guardaba Adela muchos chuches, y grandes y pequeños los recibían.
Le llegaban perros, gatos, conejos, alguna que otra ratita, hámsteres, y ella los recibía luciendo una cabellera muy colorida. ¿No les había dicho que era una bruja buena? Lo era, y sus cabellos no eran pintados, aunque la gente lo creía. ¡Eran mágicos! Sus clientes a cuatro patas los hacían más poderosos con las radiaciones positivas de su cariño.
Hoy, mientras le hacía a Nico, un pastor muy educado, su pedicure, este le decía: —Mi ama está triste. Le han encontrado un tumor en el pecho y apenas si juega conmigo. —Le llevarás entre tu pelaje unos míos, y al subirte a su cama te sacudes para que le caigan. No dejes de abrazarla, lamerle su cara.
A las dos semanas, Nico le decía: —Mi ama se recupera. No hubo necesidad de operarla. ¡Gracias!
Don Pepe, un conejo que parecía un juguete felpudo, le confesó que tenía miedo:
—Ade, oí a la madre de mi amita decir que quizás yo le produzco alergias y debo irme de la casa. Rosita no quiere, pero…
—No te preocupes —y le dio el mismo consejo que a Nico, dándole unos cuantos cabellos rosados de su cabeza arcoíris.
A la siguiente visita, un conejo muy contento le decía: —¡Ya se acabaron sus alergias, hoy me compraron juguetes nuevos!
Y así, muchos se veían favorecidos por los dones mágicos de Adela, quien, dicho sea de paso, vivía con una sonrisa de oreja a oreja. Su fama crecía. Suerte que sus tijeras, cuando estaba cansada, se metían a cortar solitas haciendo un ruido casi musical, y algunos clientes se atrevían a añadir algunas notas de sus cuerdas vocales, haciéndola
reír.
Tuve la suerte de conocerla cuando viajé con mis amos, una pareja de jubilados, a la ciudad de España donde Adela y Miguel viven. Mis amos, Paul e Ivonne, se hicieron sus amigos. Las felinas me hicieron ciertas travesuras, pero León y Dianita, perrunos como yo, me dijeron que en realidad las traviesas no eran perversas. De ellos supe estas historias.
Por precaución, me traje unos cabellos mágicos para calmar mis nervios en el avión de regreso a Montreal, y puse algunos en los bolsillos de los abrigos de mis queridos amos. También ellos sufren de los nervios, ja, ja, ja!
Nota: En homenaje a Adela Zúñiga.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
ESTAS COSAS OCURREN
Aunque no lo crean, los sicarios también nos duchamos. Todos los días, incluso. Hay cosas en las que no se debe escatimar. Y no es precisamente el baño un sitio en el que a uno lo suelan matar de manera habitual, pero con esto nunca se sabe. Siempre hay que tener la pistola preparada, ustedes ya me entienden.
Aquel día se me nubló la vista. Nada grave, no les quiero preocupar. Simplemente se me habían llenado los ojos de espuma. Cuando escuché el ruido no me lo pensé dos veces. Si por algo soy conocido es por mis reflejos. Pero al ver que mi amiga no disparaba, me puse nervioso. Enseguida me di cuenta de que había agarrado el bote de champú. De inmediato, el bofetón de adrenalina generado por el pánico me hizo reaccionar con agilidad y a tientas alcancé a tomar el revólver, esta vez sí. Pero estas armas de precisión, cuando se mojan, se quedan en nada. Son muy sensibles, como el último encargo al que tuve la mala fortuna de conocer. ¿Se lo pueden creer? El tipo de pronto se me echó a llorar y claro, así no hay manera.
Total, que esa noche llegué tarde. Se me adelantaron. Y eso, en mi profesión, es algo que no conviene. Simplemente, no tuve la precaución de vigilar la puerta de atrás. Así que, aquí me tienen, en el mismísimo infierno. Duchándome con Satanás. Porque, en contra de lo que se pudiera pensar, los sicarios tenemos el alma muy sucia pero también nos duchamos. A veces incluso todos los días. Aunque sea con el diablo.
IRENE ADLER
EL JARDÍN COLGANTE
Cuenta la leyenda que la reina Amitis de Media adolecía de una tristeza profunda como las aguas del Éufrates. El gineceo del palacio de Nabucodonosor era un espacio opresivo y árido como las pardas llanuras de Babilonia; y ni los resplandecientes muros de ladrillo pintados de azul ni las tapias cubiertas de buganvillas, ni los sahumerios perfumados de cedro y vetiver lograban mitigar la añoranza que la reina sentía por su hogar: las tierras altas de Media.
El frescor de sus bosques; la caricia húmeda del rocío sobre la hierba; los cielos nubosos que no existían en Babilonia, donde todo era ocre y polvoriento; donde los cielos nacían huérfanos de nubes, de lluvia o esperanzas. El sol que castigaba con su ardor a hombres y a bestias y el aire que en verano se tornaba irrespirable a causa de las miasmas.
Aquella nostalgia se fue convirtiendo en una melancolía enfermiza o un humor maligno que empezaba a consumir su salud, su alegría y su cordura. Un día se encerró en sus aposentos del harem y juró ante sus eunucos y su esposo que ya no saldría. Y aquella promesa aterró a Nabucodonosor como nunca lo habían aterrado la guerra, la traición, el fracaso o la muerte. Él, que no le tenía miedo a nada, sucumbió como un chiquillo ante la posibilidad de perder lo que más amaba bajo el sol: su esposa de las tierras altas.
Nabucodonosor se olvidó de la magnificencia de los templos dedicados a Marduk; de la grandiosidad azul índigo de la Puerta de Ishtar; de la construcción de canales y avenidas para dedicar su tiempo y su fortuna a construir un jardín para Amitis.
Un jardín tapiado dispuesto en terrazas descendentes y alimentado por un intrincado sistema de tuberías y tornillos hidráulicos capaces de elevar el agua del río para regar árboles, parterres, frondosas veredas, recoletos senderos escondidos entre la vegetación por los que ella pudiera pasear, deleitar su corazón, perderse. Nabucodonosor se propuso traer las tierras altas de Media al sur, a Babilonia, para regalárselas a ella con la única intención de que Amitis volviera a sonreír.
Al jardín privado se accedía por una poterna secreta desde el harem del Palacio. Una puerta trasera disimulada en un muro y que sólo el rey y su arquitecto conocían. Cuando el jardín estuvo terminado, Nabucodonosor mandó asesinar al único hombre que conocía la ubicación de la puerta para preservar el secreto. El jardín era visible desde cualquier punto de la ciudad e incluso desde más allá de los muros, pero nadie sabía dónde estaba la entrada.
El agua caía en cascadas de luz iridiscente y espumosa con un murmullo que evocaba un frescor casi extinguido. Anidaban los pájaros traídos desde todos los rincones del imperio en las copas de los árboles y bellísimas estatuas revestidas de lapislázuli y malaquita adornaban los senderos de ladrillo rojo y asfalto. Todas las flores del mundo inventadas por los dioses crecían allí, embriagadoras y fulgurantes como gemas de colores. Un centenar de pebeteros de bronce escondidos iluminaban suavemente el jardín por las noches, sin estorbar con su luz artificial al reverbero de la luna y las estrellas. Nabucodonosor entonces le entregó a Amitis una pequeña llave de oro, la única llave de la única puerta, y la guió hasta la entrada secreta tan hábilmente excavada en los muros de su propio aposento, que ella nunca sospechó que estuviera allí.
Amitis miró entonces a los eunucos encargados de atenderla y custodiarla y luego miró a su esposo.
—¿Y dices que nadie conoce esta entrada, cómo si se tratara de una puerta trasera secreta?
—Nadie más que tú y yo.
—Y ellos —replicó Amitis, señalando con un gesto a los criados —. Habrá que cortarles la lengua para que no puedan divulgar el secreto.
La reina rubricó la sentencia con la más hermosa sonrisa que Nabucodonosor le hubiera visto esbozar jamás.
El rey caldeo vivió hasta el final de sus días con la duda de si la felicidad que había regresado al corazón de su esposa era por el regalo de aquel jardín, o por el perverso placer que parecía producirle presenciar cómo a cada nuevo sirviente que llegaba al palacio le cortaban la lengua.
¿Acaso habría venido la locura a sustituir a la tristeza y por eso su bellísima sonrisa tenía aquel sesgo cruel? ¿Acaso tenía el dolor una puerta trasera por la que entraban, con sigilo y sin hacer ruido, los demonios del fuego que habitan en las ciénagas del corazón?
Cuenta la leyenda que la tierra de los jardines colgantes de Babilonia se abonaba con las lenguas cortadas de los esclavos de Amitis de Media.
Cientos, quizá miles de lenguas, para alimentar a un solo corazón.
EFRAÍN DÍAZ
La cena familiar transcurría como cada noche, entre risas moderadas y el ruido de los cubiertos sobre los platos. De repente, tocaron a la puerta. Nadie levantó la vista. Seguramente era otro vendedor ambulante intentando vender algún bien innecesario.
Un segundo golpe, más fuerte y apresurado, quebró la tranquilidad.
—¡Voy yo! —gruñó el padre, dejando caer la servilleta sobre la mesa. Caminó hacia la puerta con pasos pesados y la abrió con un gesto impaciente.
Frente a él, una mujer de mirada fría sostenía una orden judicial en una mano, rodeada por varios agentes de la policía nacional.
—¿Julio Martínez? —preguntó la fiscal, sin rodeos.
El padre tragó saliva. Un nerviosismo extraño comenzó a treparle por el cuerpo.
—Soy yo.
La fiscal no se inmutó.
—Entonces buscamos a Julio Martínez, hijo.
El mundo del padre pareció tambalearse.
—Es mi hijo… ¿De qué se trata esto?
Antes de que pudiera recibir una respuesta, los agentes lo apartaron con brusquedad y cruzaron el umbral. La casa, cálida y ordenada, se llenó de botas pesadas y voces autoritarias. Dos policías se dirigieron a las habitaciones; otros entraron al comedor, donde el resto de la familia miraba paralizada.
La fiscal caminó directamente hacia la mesa, deteniéndose frente a Julito, que apenas podía respirar.
—Julio Martínez, hijo —declaró con firmeza—, quedas arrestado por acceder ilegalmente a los sistemas de seguridad del Ejército y la Marina de Guerra de los Estados Unidos.
El cuchillo que Julito sostenía cayó al suelo con un seco tintineo. Su mente se llenó de imágenes: líneas de código interminables, servidores remotos, el escalofrío de saber que estaba viendo algo prohibido. Todo había comenzado como un juego, un simple desafío para probar hasta dónde podía llegar.
Su curiosidad lo llevó primero a crear un “bug” para infiltrarse en el sistema del banco nacional. En el argot de los hackers había penetrado los sistemas por la puerta de atrás. Fue tan fácil que casi le pareció aburrido. Con un dólar semanal robado de cada cuenta, acumuló cuatro millones de dólares en menos de un mes. Sin dejar rastro, desactivó el programa y se sintió invencible.
Pero quería más. La NASA fue su siguiente objetivo. Información clasificada y archivos secretos. Julito devoró todo aquello con avidez, convencido de que nadie podría alcanzarlo. Y entonces, el ejército. Allí estaba el verdadero reto y nuevamente, con la ayuda de un “bug” entró por la puerta trasera. Lo que no sabía era que ellos lo estaban observando.
—¿Qué hiciste, Julito? —susurró la madre, con la voz quebrada, mientras un agente le colocaba las esposas.
El adolescente permanecía inmóvil. Su rostro, pálido, reflejaba el miedo que luchaba por no mostrar. Sus padres lo miraban con una mezcla de incredulidad y desesperación, como si aún no pudieran unir las piezas de aquel rompecabezas.
La fiscal hablaba, pero sus palabras se volvían ruido de fondo.
Sin embargo, esa chispa murió rápido. La fiscal se giró hacia él, inclinándose apenas para que sus ojos quedaran a su nivel.
—¿Sabes lo que significa enfrentarte al gobierno de los Estados Unidos? —le preguntó, con un tono tan gélido que parecía cortar el aire.
Julito no respondió. Su mente seguía corriendo en círculos. Había jugado a ser un genio indetectable y había perdido. Ahora, solo era un muchacho de quince años frente a un abismo que él mismo había creado.
Sin embargo, le servía de consuelo que nadie había mencionado los cuatro millones de dólares y por un instante, una chispa de alivio encendió su pecho.
HAROLD LIMA
Ver es un arcaisismo.
—¿Hoy es el gran dia? Pregunta Don Juan, el dueño de la tienda de ropa. Su voz rasposa hace que me preocupe un poco por su salud, las gripes estacionales son algo muy frecuente y a su edad en verdad podría ser algo de temer.
—Visítenos en la tarde, mi nieta ha preparado un calamar grande y gordo para el almuerzo. Sonrió al contestar en dirección de la voz, estoy algo apresurado como para acercarme y acariciar el brazo de don lucho. Ya lo haré cuando el venga a la casa.
Continuo caminando y siento que las franjas del suelo están gastándose, creo propondré se reemplacen por nuevas en la asamblea de comunidad; ser comisionado de vías es un trabajo de tiempo completo. Pero, ahora solo debo preocuparme de la ceremonia de liberación de mi bisnieta. Muchos me saludan al escuchar mis pasos por la avenida de tránsito peatonal, algunos pasos más y estaré en la iglesia, ahí el párroco estará listo con la cuchara de plata, lista para extirpar los ojos de mi pequeña nieta, me sentí muy contento de saber que mi nieto deseaba se mantuviera la tradición. Los muchachos de hoy prefieren solo llevar a los nacidos a un doctor que les dañe el nervio óptico con láser. En casi yodo soy muy progresista e inclusive apoye la propuesta de explorar el espacio. Más las tradiciones son importantes y si llegamos a olvidar el porqué nuestra gente renuncio al sentido de la vista olvidaremos quienes somos ahora que tenemos acuerdos económicos con las razas espaciales mercantes.
Lo cierto es que mi abuelo fue uno de los pocos sobrevivientes a la primera invasión de los susurradores. Y por eso, soy invitado a cada liberación infantil de este y de otros pueblos. Yo narro la historia de mi abuelo mientras el niño llora y la madre le da gotas de.
Muchos dicen que la tradición es cruel para seres tan evolucionados como nosotros, que hemos dominado en estos siglos el viaje estelar y las energías más poderosas de esta galaxia. Sin embargo, yo creo al igual que mi abuelo que solo las razas que sobrevivieron a los susurradores pueden reclamar su sitio en el futuro.
Ya lo puedo imaginar. Me levanto de la banqueta y me acerco al altar, aclaro la voz para que todos puedan reconocer mi presencia. Digo:
— Hoy estamos aquí para dar abrir la puerta de un nuevo mundo a mi pequeña bisnieta, al quitarle los ojos, la liberamos de lo que atrapaba a nuestros antepasados.
Como mi abuelo contaba y hoy les cuento, hace mucho los liberados eramos pocos y de cierta forma rechazados sociales que solo eran dignos de lastima y cuidados especiales, inválidos en toda regla. Más aquel día los susurradores llegaron y con sus hábiles ilusiones hicieron que la gente enloquecida. Mi abuelo decía, «todos gritaban, suplicando madre, padre, hijos, esposo,no me maten» y luego solo se escuchaba como con cuchillos armas y otros los propios hijos, padre, madres y esposos se mataban mutuamente. Los liberados de nacimiento como mi abuelo escuchaban con terror esto y escaparon con sus seres queridos atados a los bosques, donde pudieron vivir de la naturaleza y seguramente iniciaron con la tradición de arrancar los ojos que solo confundían. Ellos fueron quienes reconstruyeron el mundo cuando los susureadores se marchitaron dejando pesadas semillas llenas de metales preciosos.
Nosotros venimos de esa gente valiente que levantó las ciudades y hoy está comerciando con quienes antes dejaron en la tierra a los susurradores, pensando era un planeta sin población racional, en espera de solo cosechar algunas semillas para comerciar al final de una temporada… Los cierto es que ver es un arcaisismo de los libros antiguos que nuestros arqueólogos desentierran y leen gracias a las inteligencias artificiales que traducen los dibujos que componían la lengua de esa vieja raza humana no liberada, nuestra gente ya está liberada, para ejercitar todos los sentidos y por esto somos más empaticos, sabios y solidarios, amen.
Tomaré aire y terminare el discurso y todos celebraremos que mi nieta pasa simbólicamente por un arco de madera de caoba que simboliza la puerta que paso nuestro primer maestro de leyes, la misma puerta trasera que el paso venciendo el miedo a lo desconocido. Ahí afuera había un mundo más allá de su escuela de ciegos, más allá de el palo que usaba para orientarse golpea do el suelo, más allá de ese mundo de gente que veían ilusiones aún antes de la llegada de los susurradores.
ANGY DEL TORO
(A RITMO DE REGUETÓN)
Ey amantes, ¿qué está pasando?
Un día hurgando en mis bolsillos encontré una nota rara
Que decía: «Si quieres verme, tócame por la puerta de atrás, mi cara.»
Y yo curioso con mil preguntas, quería conocer de quién era esa nota tan sandunguera.
Que por momentos hizo que yo estremeciera.
Oye mira, ya no juegues conmigo,
Da la cara porque ahora sí que estoy perdido.
Anda y ábreme la puerta que mira que yo ahora me siento más triste que divertido,
Porque mi mujer me dijo al verme la cara:
«Oye, corre, ve y dile que a mí me da lo mismo que salga contigo.»
Por favor te pido, que des la cara, y de nadie te escondas,
Porque lo que sí no quiero es que al final no bailes ni la conga.
Y aquí me ves, esperando afuera, la puerta cerrada, mi suerte entera.
¿Quién me iba a decir que en letras pequeñas ponía: “¿Panadería, puerta trasera?»
CESAR BORT
Campopiedras (puerta de atrás, para el tema de la semana)
En algún momento, Tau dejó de hablar con el hada invisible que le susurraba al oído. «Igual que vino, se fue», dijo sin tristeza. «Pero estoy seguro que volverá», aseguró sin un ápice de alegría. Ulmer asintió sin darle más vueltas ni mucha importancia. «Las hadas son así, caprichosas», le recordó, porque ya se lo había advertido en repetidas ocasiones.
Al salir de Guara, entraron en un territorio de carestías, sendas escarpadas, gentes hurañas, desconfiadas y duras. Era una tierra salvaje y hostil. Los bosques, las vaguadas y los derrocaderos dominaban el paisaje. Los escasos llanos donde se podía plantar trigo y cebada no alcanzaban para dar de comer a todos y el esfuerzo de cultivarlos compensaba menos que el de la caza. El asentamiento más grande era un aldeorrio. Los diferentes clanes se enzarzaban en luchas constantes, que nunca fueron de conquista, sino de hambre.
A Ulmer, las humedades y dormir al raso, sobre el barrujo, le trajeron dolencias de espalda y piedras en los riñones. El coloso andaba encorvado por el dolor y los años que, como si de pronto se dieran cuenta de que eran muchos para un hombre, aunque fuera del linaje de los Nefilim, quisieron cobrarle peaje y le tiñeron el pelo con canas y las piernas con varices, incluso la voz se le quebraba a menudo y la memoria, su aliada más fiable, le jugaba malas pasadas.
Huria pensaba que esos males no eran consecuencia de la intemperie ni de la edad, sino que Ulmer acusaba la ausencia de Agar. La echaba de menos. La decadencia iba a la par con la mengua de la esperanza de volverla a ver, pues siempre había creído que regresaría a su lado, como un hijo pródigo.
Sin embargo, Tau, quizá con la ayuda de Bala, había asumido la separación con temple. No es que no la recordara. Lo hacía. No es que ya no la amase. Continuaba mentándola en sueños. No es que se hubiera resignado a no reencontrarse con la elfa. Lo aguardaba con fervor. No es que la huida de Agar no lo cambiara. Lo hizo. Lo cambió. Ya no era el niño ingenuo e inseguro que conocieron en Guara. Influenciado por Ulmer, su carácter era irónico con los conocidos, pero adolecía de timidez con los extraños. «Se curará cuando tenga más confianza», pronosticaba el Hacedor de Palabras. Tau intentaba ganar esa confianza practicando conjuros con más tenacidad que fortuna. Como Ulmer le aconsejó en el Águila Negra, se esforzaba en ser observador, analizar el entorno y estudiar a la gente. Se estaba convirtiendo, a fuerza de picar piedra, en la memoria, ahora díscola, de Ulmer, en su mejor discípulo y en el báculo de su vejez.
A principios de invierno, llegaron al Júcar. Habían tardado casi un año. Más de lo pronosticado, ya que hicieron estadías largas en varias aldehuelas, para que Ulmer descansara y se recuperara de sus cólicos. Fue el que más sufrió esos retrasos, y no solo por el dolor, sino porque desconfiaba de los elfos, y el norte del Júcar caía bajo su influjo.
Cruzaron el río por un puente de troncos entablados, que los ocupantes de un castro en la orilla meridional, zapadores entrenados, a los que relevaban cada diez años, se encargaban de mantener acondicionado, pues las riadas periódicas acostumbraban a llevárselo por delante o descalzarlo. No era su única función, pues llegado el caso, eran responsables de echarlo abajo para impedir razias norteñas.
Pasado el Júcar, las aldeas eran más grandes. Las vías comerciales, construidas para el transporte de metales y cerámica, permitían viajar con relativa comodidad y rapidez. A Ulmer se le iluminaron los ojos y recobró parte de su fuerza, pues habían cruzado la frontera que marcaba el fin de la influencia élfica, lo que suponía un nuevo escollo superado.
Siguiendo hacia el sur, fueron encontrando pequeñas fortificaciones, iguales al castro que custodiaba el puente sobre el Júcar. Todas amuralladas; todas en ubicaciones estratégicas: desfiladeros, ríos, cruces, sembrados, accesos a minas…; todas con dotaciones de veinte guerreros, a los que había que sumar las mujeres que se les unían huyendo del hambre del norte y los niños que nacían de esa suma; todas dependientes y obedientes a pueblos más grandes, construidos en lo alto de cerros, protegidos por acantilados.
Ulmer observaba taciturno esas nuevas tierras, esa disposición de ciudades elevadas y castros defensivos, que denotaba una consolidada estratificación social. El optimismo y la alegría se fueron diluyendo, decayó de nuevo y sentenció:
―El imperio se ha instalado en estas tierras.
Huria, Kiryl y Tau estaban aleccionados y sabían que Ulmer no llamaba «imperio» a una civilización homogénea, conquistadora de tierras y pueblos, sino que se refería a la idea, a la nueva visión del mundo que se iba imponiendo, desbancando la antigua imagen, donde la magia era la mejor forma de explicar la realidad.
Pero su destino se encontraba cerca. Pronto llegarían a Campopiedras. Ese pensamiento aguijaba a Ulmer a resistir; a seguir andando con empeño, sin quejarse, aunque su rostro dislocado gritaba a voces que se retorcía de dolor. Por las noches, alrededor del fuego, se negaba a ir a dormir e insistía en contar historias sobre Arcadia. Quizá, lo hiciera porque no quería que se perdieran en el olvido, o el dolor no le dejaba conciliar el sueño, o veía el final cerca y quería aprovechar el tiempo lo más posible.
Arribaron a Campopiedras a finales de invierno y recibieron la mala noticia de que Martín le Timonier no estaba ni nunca había pisado, según indicios, el pueblo, y con la medio buena de que se contaban historias de un hechicero que se embarcó en Punta Ventosa, para cruzar el estrecho de Melkart, y domó los vientos con un solo movimiento de su cayado, disfrutando de una travesía rápida y plácida. No supieron decirles, sin embargo, si su destino era el legendario reino de las pirámides u otro más lejano.
Aquella noche, un alma hospitalaria, tal vez la única de Campopiedras que salvaguardaba esa costumbre antigua, los cobijó en un cobertizo, compartido con una mula y un burro. La paja que les sirvió de jergón fue la cama más cómoda y mullida disfrutada en mucho tiempo. Los cuatro, sin excepción, durmieron profundamente, y no solo por el pesebre que hizo las veces de aposento, sino, también, por la copiosa cena y el excelente vino ofrecido por su anfitrión. Hasta Ulmer se olvidó de sus congojas y deleitó a la familia con varias leyendas, noticias de tierras lejanas y anécdotas de viaje, aclamadas y recibidas con júbilo, sorpresa o serenidad, según fuera el caso.
Se despertaron cuando el Sol rozaba el mediodía y Ulmer le dijo a Tau:
―Es hora de conseguirte una capa.
Kiryl, que no se separaba de Tau ni un momento y porque, quizá, quería unos pantalones nuevos, se les unió. Huria se excusó, aunque nadie la había invitado, diciendo que saldría del pueblo a explorar los aledaños.
Dieron tres vueltas a la aldea. Ulmer se detuvo dos veces frente a una casa que se desmoronaba por momentos; la observó con el ceño fruncido, rascándose las patillas, en silencio. Anteriormente, había estado hasta en cinco ocasiones en Campopiedras y su memoria le decía que esa casa en ruinas era la que buscaba y, al mismo tiempo, dudaba que lo fuera.
Pasó un niño cargando una cesta vacía a la espalda, y lo paró.
―¿Es esta la casa de Aracne? ―le preguntó.
El niño miró a Ulmer. Nunca había visto a alguien tan alto. Luego, a Kiryl y se asustó de los tatuajes del montaraz, pero, con entereza, no reculó ni mostró su miedo. Por último, observó a Tau, y un escalofrío le recorrió la espalda, pues los ojos del joven penetraban hasta la médula, pero se recompuso al instante, como los que están habituados a sufrir y consiguen que no se les note.
―Esta casa lleva mucho tiempo vacía ―dijo con pose y gesto de erudito en ciernes―. Cuentan que antes, hace muchos años, aquí vivió una bruja, por eso nadie quiere entrar…
Ulmer levantó una ceja, se acercó al niño, se agachó como para compartir un secreto y, en un susurro, le preguntó:
―¿Cómo te llamas?
―Ren.
―«Ren». Es un nombre con mucha fuerza. ¿Te lo puso tu madre?
―Sí.
―Seguro que está muy orgullosa de ti. Eres un chico muy valiente, no te has asustado al ver a Kiryl, nuestro montaraz ―señaló hacia atrás.
Ren se sintió halagado y enderezó la espalada.
―Nunca había visto a ninguno ―dijo.
―Sí, son difíciles de ver, no acostumbran a salir de Guara ―dijo Ulmer cambiando el tono a uno que denotaba confianza―. Siendo tan valiente, estoy seguro de que tú sí has entrado en la casa, ¿no es cierto?
El niño sintió un latigazo en la mente; notó cómo las palabras de Ulmer se internaban en ella y jalaban de sus pensamientos. Sin quererlo, pero sin poder evitarlo, asintió.
―Y ¿qué viste? ―le preguntó Ulmer volviendo al tono de confidente.
El niño, cauteloso, miró hacia todos lados, sabía que estaba rompiendo un tabú de la aldea, pero le era imposible negarse a responder:
―Una rueca de oro.
―¿Con hilo?
El niño negó y dijo:
―Solo la rueca, pero no pude llegar a tocarla. Cuando quise acercarme, una fuerza invisible me empujó y… salí corriendo.
―No hay de qué avergonzarse, Ren, hasta yo hubiera escapado. ¿A quién más se lo has contado?
―A nadie.
Ulmer cerró un ojo, dudando de o inquiriendo la verdad.
―Bueno… a un par de amigos.
―¿Has vuelto a entrar? O ¿alguno de tus amigos?
―No, no, de ninguna manera…
―¿Cuántas veces?
El niño tragó saliva y confesó:
―Solo una más, pero la rueca ya no estaba y me llamaron mentiroso.
―¿La robaron?
―La bruja vino una noche a recuperarla.
Ulmer miró hacia Tau para que Ren no descubriera que no lo creía, volvió a mirar al niño, sonrió y preguntó:
―¿Sabes dónde vive ahora la… bruja?
―Se fue del pueblo, hace mucho tiempo ―recitó el niño―. La gente dice que vive en el bosque, en una casa construida con huesos, cabalga sobre un ciervo blanco y come ratas cuando… no consigue niños. Por eso, ahora, ya no podemos ir solos al bosque ni, tampoco, queremos. ¿Quién querría ir para encontrarse con esa bruja?
Ulmer se hizo el desconcertado y dijo:
―¿Quién? Nosotros ―señaló a Tau y a Kiryl― Es que ¿no nos conoces?
Ren negó. Ulmer asintió con seriedad y dejó la mirada perdida en el suelo. Tau se preocupó, pues pensó que había caído en una de sus lagunas de memoria, pero Ulmer se recuperó, volvió a mirar al niño con gesto abatido y dijo:
―No es la bruja, son los castros, ¿verdad, Ren? Raptan niños, los separan de sus familias y los llevan a las ciudades. Os esclavizan y os usan para trabajar en las minas ―Ren palideció. Ulmer sonrió con cordialidad―. No te preocupes. No somos parte de ellos. No te haremos daño ni te arrastraremos con nosotros. Míranos bien. ¿No nos parecemos más a la bruja que a vuestros enemigos? ¿No crees que si nos uniéramos a ella podríamos ayudaros?
Ren observó a Kiryl y su cara llena de tatuajes; a Tau, con esa ropa extraña, que le quedaba pequeña, pero con esos ojos…; a Ulmer, que lo miraba sonriente. Sí, se parecían más a la bruja que a los moradores de los cerros. Asintió con timidez o miedo o prudencia, aunque convencido y con un brillo de esperanza en los ojos, que Ulmer no desaprovechó y preguntó a bocajarro:
―¿Dónde la escondéis?
―En los Siete Infiernos. Se oculta en una caverna, con Gera Trau.
Ulmer se irguió, le alborotó el pelo a Ren, se puso el palo de regaliz en la boca y pensando en voz alta, dijo:
―Vaya, qué sorpresa. Así que, el puertatrasera de Gera Trau sigue vivo.
EL IDIOTA
Desde mi punto de vista tengo muchas cosas interesantes que plantear, pero les advierto que soy un idiota que siempre ha tenido que entrar por la puerta de atrás, escurriendome, esperando el descuido de los vigilantes.
Nunca me han dejado pasar por la puerta principal. Esa está reservada para los importantes, para los listos, para aquellos sabios que tienen grandes palabras que decir o dinero con qué pagar.
Soy idiota, no Importa que diga, nadie hace caso.
Los sabios, los importantes, los adinerados, pueden darse el lujo de decir cuantas estupideces se les antojen, ya vendrá la muchedumbre alabadora, ignorante o interesada, a buscar la sabiduría en las necias palabras del ídolo, del jefe, del dirigente o del pastor.
Lo importante no es lo que se diga, sino quien lo dice.
Los idiotas decimos idioteces.
MARÍA JESÚS GARNICA
Mi madre tenía un dicho. Casa con dos puertas malas de guardar. Qué razón tenia.
24 de diciembre, Nochebuena.
Desde la mañana Julia se afanaba en la cocina, eran veinte para la cena, ella feliz se movía entre cacerolas, a medio día se dió un respiro. Una pequeña siesta.
Para las ocho de la tarde llego la familia, hijos, nietos, hermanos y sobrinos.
Julia era feliz de verlos sentados a la mesa.
Cuando ocurrió.
Por la puerta de atrás, la qué da al patio entraron los asesinos.
Disparos, gritos, sangré. Julia herida vio caer a su familia.
Porque? Se preguntaba.
Tiempo después.
La investigación estaba cerrada, ocho muertos por unos asesinos sin piedad, qué aquella noche buscando diversión, encontraron una puerta abierta para su baño de sangre.
EMILIANO HEREDIA
OASIS
A usted que está leyendo esto:
Me acuerdo yo, de una historia que me contaba mi padre, hace ya algunos años, tantos como sesenta, por los principios de los años setenta del siglo pasado.
Los años del progreso en España, del turismo…y los nuevos negocios.
Me contaba mi padre, que allá por los años setenta, vinieron unos señores con traje y unos operarios, a tomar medidas en el antiguo caserón del marqués que hace años se fue a Madrid para nunca más volver.
Al poco tiempo de esta visita, una cuadrilla de obreros, armados con sus herramientas y maquinarias, tomaron al asalto el viejo caserón.
La expectación en el pueblo, fue máxima.
El paisanaje estaba en plena excitación, al igual que se agita un avispero en verano.
Las beatas, murmuraban en la iglesia mientras Don Pascual, desde el púlpito, pronunciaba su dominical sermón.
Los hombres, en la tasca, elucubraban sobre el uso que se le iba a dar al remozado edificio.
Y entre dimes y diretes, llegó el final de la obra, que descubrió un nuevo y limpio edificio.
Pero, lo que más intrigó al personal, fue un rótulo de neón, colocado encima del portalón de la entrada del vetusto edificio.
Oasis.
Rezaba el letrero.
Con la figura de una palmera antes de la palabra oasis.
Por la noche, éste letrero, daba una nota de color extravagante, a la obscuridad que rodeaba el todo.
Al día siguiente de haberse ido el ejercito de obreros, con toda su maquinaria, un autobús, a mitad de la noche, protegido por el secretismo de ésta, descargó en la casona, una veintena de sombras que, en sigilo, iban accediendo al interior de la vivienda.
Con discreción, dos sombras se afanaban en vaciar las entrañas del autobús, cargado de maletas y de enseres.
Las primeras en poner la voz de alarma fueron (si, como usted que me está leyendo ha supuesto) las beatas.
Programaron una reunión extraordinaria con Don Pascual, para investigar el fin para el cual estaba destinada la reforma del viejo edificio.
A su vez, el Alcalde, Don Isidoro, reunido con las fuerzas vivas del pueblo, el médico Don Jaime, el cabo y el sargento de la guardia civil, el viejo Don Carlos, notario retirado, más la corporación municipal, decidieron que había que acudir a dicho edificio para conocer a los nuevos vecinos del pueblo, y cuáles eran sus intereses, el primer día laborable que, siendo Sábado, iba a ser el próximo lunes.
Así quedó reflejado en el acta municipal, rubricada por Don Carlos.
Mas, como dice el viejo dicho, cuando el diablo no sabe qué hacer, con el rabo espanta moscas, y los chavalillos del pueblo, se dirigieron a la tasca, a la carpintería, a la herrería…allá por donde se encontrase un hombre, allá que iban.
Con discreción, les entregaban una octavilla que decía así:
Hombre que llegas cansado del trabajo,
de las tareas del campo,
te ofrecemos un lugar para el relax,
ven al Oasis.
No faltes, ésta noche, gran inauguración.
Boîte Oasis.
Aquel día, los hombres, cenaron antes de hora, y se inventaron las más peregrinas excusas para salir de casa sin levantar sospechas entre sus mujeres.
Unos, que iban a donde el farmacéutico alegando un dolor de estómago. Otros, que iban a dar una vuelta a ver el ganado…
Pero la excusa que lideró las estadísticas, fue la de la ayuda al vecino, que ya volverían.
Poco a poco, como hormigas que acuden al azucarillo, los hombres del pueblo se acercaron a la Boîte.
Al entrar, una sala iluminada con una luz tenue, color rojizo, recibía al visitante. Unas cinco mesas con cuatro butaquitas por mesa, y una larga barra de bar con diferentes clases de bebidas, y una larga fila de taburetes para la clientela.
Una señora cincuentona, estilizada, con un vestido de noche, ceñido, negro brillante, recibe al primer visitante:
-Hola guapo. ¿Cómo vienes tan solito?.
El parroquiano, extasiado por el ambiente, con la boina entre las manos, responde entre cortado:
-Bu-buenas noches. ¿es aquí donde el papel? -enseña la octavilla-
-Si cariño-responde la madame con gesto sensual, rodeando con voluptuosos movimientos, serpenteantes, al pueblerino-, hoy, por ser día de inauguración, te invita la casa a una botella de champagne. Vete con la señorita al reservado, y relájate, cariño-dice, mientras una señorita, de unos veinte, vestida mínimamente, se acerca al paisano como una gatita-
-Hola cariño, vente conmigo, que vamos a pasar un buen rato juntitos, solitos tú y yo-dice, con voz melosa, llevándoselo agarrado de la cintura, hipnotizado-
– ¡menuda chavala!, ¡vamos guapa!, ¡contigo voy hasta el fin del mundo!, ¡Maciza!-se va, con la mano agarrada al culo de la señorita.
Uno a uno, sigilosamente, los hombres del pueblo, entran en la Boîte, recibiendo la consabida botella de champagne, y yendo al respectivo reservado con la señorita de turno.
Mas, ocurrió lo que era normal que fuera a suceder.
En los pueblos pequeños, cualquier cosa, por pequeña que esta sea, que se salga del fuero de las cosas normales, provoca en las gentes una señal de alarma de que algo no va bien.
Las mujeres, con la sospecha de que sus maridos estaban realizando algo fuera de “lo común”, se reunieron todas a las que el marido se había ausentado esa noche, en la plaza del pueblo y, como una horda de sufragionistas, se dirigieron al Oasis.
Los hombres, sin saber la que se le venía encima, estaban disfrutando de su particular oasis, relajados, con su botellita de champagne, en compañía de la señorita que les había tocado como compañía.
Las mujeres, entraron al edificio.
Pero, avisada la madame, por dos empleados puestos estratégicamente en el camino que se dirige al club, apaga la luz rojiza, y enciende unas humildes lámparas de luz blanca que transforma el local en un simple bar de copas.
La primera en hablar, es Doña Tecla, mujer del Alcalde:
-Buenas noches –dice muy digna y enfadada-venimos a buscar a nuestros maridos. Sabemos que están en este….ejem lugar de pecado-
-Buenas noches –responde la madame que, avisada, se ha vestido con un vestido largo hasta los pies, negro, de manga larga – Mi nombre es Laura –nombre inventado-, y soy la directora de éste internado para señoritas. Comprendo que las confunda el rotulo, la zona de bar…pero comprenderán que hay que cumplir con ciertos gastos y habiendo estudiado la situación de las señoritas, he creído que, lo más conveniente, debido al incipiente crecimiento del fenómeno turístico del país, se formen en estudios de hostelería y atención a los clientes.
-¡Ja!,!ja!, ¡y rejá!-responde la mujer del farmacéutico-, eso es trola, y de las gordas….¿señora?-mira a la madame toda digna, de arriba hacia abajo-
-Bueno, comprendo que es un tanto irregular, pero haré llamar a las chicas que, como comprenderán, están en su hora de descanso.
-¡No!, no se preocupe –dice Doña Tecla-no queremos molestar.
-No, no es ninguna molestia-responde la madame, con las manos cruzadas y con gesto humilde-. Carlos, haga el favor de avisar a las chicas que bajen. Hay unas personas que quieren conocerlas.
El empleado, sale de la barra del bar, y sube donde las habitaciones.
Previamente a las llegadas de las mujeres, la madame había pulsado un interruptor que había encendido una luz azul en todas las habitaciones.
-¡arnf!, ¡arnf!, ¡ay hija, estás más rica que comer con los dedos!
-¡rapido!, luz azul, ¡hay problemas!, deben de ser las mujeres del pueblo-dice la señorita, quitándose de encima al tipo-
-¡Cómo!-responde nervioso el hombre-¡si mi mujer me encuentra aquí me mata!.
-No te preocupes corazón, ya nos advirtió la madame que esto iba a ocurrir, rápido, sal al fondo del pasillo a la puerta de atrás, y esperas hasta que se encienda una luz verde- le ordena la chica, mientras se quita todo el maquillaje, se da un agua, se pone un pijama y pone una biblia encima de la mesita de noche. –
-¡Ay hija mía!, qué destinos nos lleva al pecado.
-¡rapido!, luz azul, hay problemas, tenemos visita.
-¡Dios mío!, no me pueden ver aquí, comprenda mi posición, si me lo permite, me voy al armario.
-¡no!, al armario no, váyase al fondo del pasillo, a la puerta de atrás, y espere a que se encienda la luz verde- le dice, mientras se cambia la ropa-
-¡ay Dios mío!.
-Hija, doy fe y testimonio de lo rica que estas, guapa.
-¡luz azul!, váyase al fondo del pasillo, salga por la puerta de atrás y espere que se encienda la luz verde. Tenemos visita –le insta la chica al acompañante-
-¡no me pueden ver aquí!, comprenda mi situación.
Uno a uno, los hombres fueron saliendo a un pasillo en penumbra, iluminado por las lucecitas encima de las puertas de las habitaciones, y se metieron en una habitación tras la puerta del fondo.
-Suban conmigo, hagan el favor, y les presento a las chicas. Comprobarán que esto es un sitio decente y no les debe de confundir el letrero de afuera ni la cafetería. Comprenderán que, en todo comercio hostelero, la publicidad es fundamental para que el cliente acuda, y es necesario recurrir a ciertos reclamos, como es el caso, del letrero con letras de neón.
-Ya, ya, -dice doña Tecla-, vamos chicas, a ver a esas “alumnas”.
Suben todas por las escaleras.
-¡uf!, que susto-dice el paisano-.
-Buenas noches.-Entra en la habitación un hombre-
-¡Don Pascual!, ¿Qué hace usted aquí?.
-¡ay hijo!, los caminos del señor son inescrutables, y he venido a este lugar de pecado para cristianizar a estas pobres chicas…-dice suspirando, secándose el sudor de la frente con el pañuelo-
-ya, ya, cristianizar y si se deja darle la comunión, ¿no?-responde el paisano con sorna-
-Como verán, esta es una de las habitaciones-dice la madame, abriendo la puerta-.Perdone señorita la intromisión , pero tenemos visita. Si, ya se lo intempestiva de la hora, pero es por necesidad. Estas señoras han insistido en conocerlas, ¿verdad?-se dirige a doña Tecla, que asiente-
-Buenas noches señoras –bosteza-disculpen ustedes, pero estaba durmiendo. Mi nombre es Catalina González para servirlas. Disculparán ustedes que no nos presentáramos hoy, pero ayer de madrugada llegamos a este pueblo, y como comprenderán, estamos agotadas. La intención de nuestra directora era haber acudido a la misa del mañana Domingo, para presentarnos en sociedad.
-Vaya, veo que respecto al orden en la habitación…-Indica doña María, mujer del farmacéutico-
-Sí, ustedes disculparan el desorden, pero como les he comentado, llegamos ayer de madrugada, y no nos ha dado tiempo a instalarnos debidamente.
Otro personaje entra en la habitación.
-¡Ay madre si me pilla mi mujer!-dice apurado-¡don Pascual!, ¡Damián.
-¡hombre farmacéutico!-responde Damián-
-No es lo que parece, ¿eh?, es que estaba comprobando las medidas sanitarias en este sitio. -responde apurado-.
-Ya, ya, y de paso, poner un supositorio, ¿no? -interviene el cura-
-¡cuidado que viene otro!-dice riendo Damián-¡hombre Don Carlos!, a su edad, por favor, ¡que le va a dar un chungo!, ja, ja,
-No, no, no es lo que ustedes creen- responde azorado don Carlos-yo he venido a levantar acta de..de…la actividad que se realiza en este local…!eso es!.
– ya, ya, y en vez de solo mirar, también tiene que dar fe de lo “material”, no te joroba éste-dice con guasa el farmacéutico-.
-la siguiente chica-prosigue la madame- la tuvimos que rescatar de una situación de orfandad cuya custodia no quería hacerse cargo la administración del ayuntamiento de su ciudad. Aquí lo que hacemos es obras de caridad, ofreciéndoles a estas chicas, una vida digna y el aprendizaje de un oficio digno, en auge, como es el hostelería y servicio al turismo.
-Buenas noches tengan ustedes, señoras, me llamo Yolanda-finge una exagerada timidez-
-Ummm, ésta habitación si está en condiciones-interviene doña Azucena, mujer del notario Don Carlos-
-Muchas gracias señora-responde Azucena sonrojándose-.
-¡ay que me pilla!.-otro personaje entra en la habitación tras la puerta-¡señor cura!, ¡el farmacéutico, Don Carlos, Damián.-exclama asombrado Don Isidoro el alcalde-.
-Pase, pase, que hay sitio para todos-dice Don Carlos-.
-No…, no creerán que …vamos….es que ….como alcalde, tenía que presentar mis respetos y dar la bienvenida ….-se excusa don Isidoro-.
-y de paso, dejar su “tarjeta de visita”, ¿no?-interviene el farmacéutico-ande, siéntese que aquí todos hemos venido a lo que hemos venido…
-Señoras, ¿desean ver todas las habitaciones o….ya ha quedado satisfecha su curiosidad?-le dice la madame al grupo de señoras-.
-Bueno, bueno –responde Doña Tecla- nos quedamos conformes ¿verdad, señoras?.
Todas asienten con la cabeza.
Dos hombres, murmurando, entran atropelladamente en la habitación de la puerta de atrás, donde se encuentran todos los demás.
-¡ya te dije que no iba a ser buena idea!
-¡mi sargento, fue usted el que tenía que haberse negado!
-¡Como se entere la comandancia se nos cae el pelo!
-Ya, ya, me hago cargo…!Don Pascual!
-¿Qué narices vienes ahora con el párroco?…!don Carlos!..
-..El farmacéutico…
-…El Damian…
-¡señor alcalde!
-Ande, ande, pasen –responde éste- ya que estamos todos, casi podríamos hacer un pleno municipal para pasar el rato…
-No…eh…-titubea el sargento de la guardia civil-el cabo y yo hemos venido a realizar una inspección rutinaria de seguridad, ¿verdad cabo?.
-Si, si, si, si –responde el cabo, nerviosamente-
-Dejaros de monsergas –interviene el párroco Don Pascual-, aquí todos hemos venido a lo que hemos venido y punto. Mañana os quiero ver a todos antes de la misa, en el confesionario y en cuanto a mí, ya iré al señor obispo a que me confiese. En fin, señores, a lo hecho pecho. Vayan saliendo que ya tenemos luz verde.
Los hombres. En grupo, se fueron al pueblo, donde a la entrada, les esperaba el grupo de mujeres.
-¡vaya, vaya!, aquí viene el grupo de expedicionarios-dice con sorna Doña Tecla, la mujer del alcalde-
-Venimos de la granja del Damián-Dice don Isidoro- que me ha llamado porque una mula le ha pegao una coz al quitamiedos de la curva de la carretera y he tenido que llamar a los números aquí presentes. Don Carlos, muy amablemente, ha levantado acta del accidente para el informe, el farmacéutico ha curao la pata de la mula, y aquí Don Pascual, ha traído una linterna para iluminar la curva, que está muy mala y lo hemos arreglado como hemos podido.
Dichas las explicaciones, todo el mundo se fue para su casa, sin decir ni oste ni moste.
Ese Domingo, la madame y sus “internas” fueron a misa, bien vestidas y formales.
Con el tiempo, Aquel lugar, se convirtió para los hombres del pueblo y de la comarca, en un oasis donde poder tener un rato de asueto en los que haceres cotidianos….aunque a veces tuvieran que huir a la puerta de atrás
Fin
ART MI
SISMOS (para el tema de la semana: la puerta trasera)
Sus visitas a casa empezaron a volverse frecuentes. La veía llegar y pararse en el recibidor para inmediatamente sacudirse el polvo lunar y eterno que se le acumulaba en la ropa; retiraba el visor y lo colgaba en la alcayata, y luego me buscaba, girando su rostro que se deformaba por el mosquitero que se interponía entre nosotros.
Sonreía entonces, con esos dientes bien proporcionados y la mueca innata debajo del parpado izquierdo.
Entraba, vuelta toda ella un caos ordenado y colocaba los refrigerios sobre la mesa; abría las puertas de la vitrina y cogía cacerolas sin ton ni son, para después cocinar cualquier cosa.
Nos sentábamos a la mesa, casi siempre en silencio. Un silencio confortable y transparente. Un remanso, de esos que legitiman la camaradería sin miramientos. Al principio creí – alertado por esas cosas que, imagino, nos pasan a los padres por la cabeza – que algo iba mal en su casa. Probablemente algún inconveniente de pareja que no se atrevía a contarme.
Pero pasó que vino uno de esos días, acompañada por el muchacho, y los vi tan bien que entendí que mis sospechas no tenían fundamento.
Así habrán pasado tres meses, con sus llegadas ininterrumpidas y las comidas eternas… Recibimos juntos el año nuevo, todo normal, muy bien, bailando las canciones melancólicas que ponían a esa hora en una estación que alcanzaba a pescar mi radio.
Y de pronto, días después, algo cambió en su comportamiento. Le notaba una urgencia en los hábitos y, a menudo, nuestra mirada se cruzaba, como queriendo decir algo, aunque sin decirlo.
Yo no abría el pico, por el miedo de escuchar cosas que hubiese preferido se mantuviesen inconfesables, y ella no decía nada porque, cuando lo intentaba, algo se le atoraba en la garganta.
Como decía mi madre, sin embargo, todo cae por su peso propio, y aún la verdad más escondida se revelará, reluciente, aun así sea hasta el juicio del fin de los tiempos.
– ¿Te has enterado? – me preguntó esa tarde.
– No. Procuro no prestar atención a los noticieros, sabes que trabajan para el estado y…
Me interrumpió, cogiéndome de la mano, su mirada fija y cristalina, penetrándome hasta el tuétano.
– Encontraron agua en Titán. Hicieron los escaneos necesarios y es totalmente segura para el consumo. La colonia va muy bien. Se hablan cosas maravillosas sobre la terraformación, papá. Y necesitan a los médicos… Nos necesitan allí a los médicos.
– No llores, hija, las cosas pasan.
– Es que no encontraba cómo decírtelo.
– Lo gritabas con cada movimiento, te conozco.
– Tendré que irme para ayudar, pero el señor Turner dice que construirá una base para que puedas visitarnos.
– ¿Ves? Es mejor si sonríes, justo así. Está bien, de todas formas, sabes que a mí las alturas no me gustan. ¿Y para cuándo?
– La semana siguiente, el viernes. Pero te prometo que estaré viniendo en estos días, en medida que los preparativos me permitan.
Luego se alejó en la madrugada fría, dejándome un “te amo con todo mi corazón” acompañado de un beso en la mejilla. Y yo permanecí un rato ahí, bajo el marco de la puerta trasera, porque dicen que así se permanece a salvo durante los sismos.
Al segundo día comprendí que no habría mucho tiempo para que viniera.
No importó, porque imaginarla en los centros de estudios médicos, comportándose de esa manera tan nerviosa que siempre me reprochó por haberle heredado, eso lo compensaba. Saber que estaba en las filas privilegiadas para que le tomaran las medidas y le proporcionaran sus ropas espaciales. Todo valía la pena de no verla.
La mañana del jueves recibí su mensaje, un tanto fulminante: “adelantaron la salida para hoy, por la tarde, no podré ir a despedirme. Luego te llamo. Cuídate”.
Y nunca más he vuelto a saber de ella. Las cuarentenas en ese sitio son muy prolongadas, y muchos no resisten.
Así que me debato entre la duda y la esperanza. Sé que, si su cuerpo no soportó los cambios, estoy lejos de la civilización, así que un empleado de gobierno no montará su deslizador y se dirigirá hasta estos lares para darme el pésame y la correspondiente pensión reparatoria.
Y también tengo la certeza de que, si ella sigue por ahí, revoloteando su cabello largo con el viento, alborotando el polvo universal con sus pasos, en cualquier momento se encenderá el comunicador, y volveremos a encontrarnos, aunque mil astros, a manera de mosquiteros, se interpongan entre nosotros.
SILVIA GALLARDO
La puerta de atrás
Dicen por ahí que, para qué hablar del infierno, si los demonios caminan libremente por doquier. Nos acechan en cualquier momento, son malos por decir lo menos.
Basta escuchar la voz de una víctima de su maldad.
-¿Porqué dejas tu país? le preguntan a Pedro que con su familia ha caminado kilómetros y kilometros. Son migrantes de buen corazón que solo buscan bienestar y trabajo y una mejor calidad de vida.
Con mucha fé y esperanza en el corazón, resisten cansancio, hambre, calor y frío, amén de miradas inquisidoras, de almas arraigadas a la xenofobia, a la discriminación y por si fuera poco, a los «coyotes» quienes aprovechándose de su necesidad los arrojan a las garras de la ignominia. Su anhelo de una vida mejor los hizo salir por la puerta de atrás de su lugar de origen, dónde les ha sido negada toda posibilidad de mejores oportunidades para el futuro de sus hijos, para una vida feliz.
Pedro responde, cuando fue interceptado por un periodista, que investiga las causas de la migración
-No es fácil tomar esta decisión, porque prácticamente, nuestro gobierno nos quita toda posibilidad de desarrollo. Sabemos de las consecuencias que esto nos ocasiona, Pero somos gente de fé, trabajadora, que queremos lo mejor para la familia .
Hace una pausa porque le ahogan las palabras, porque el dolor y la impotencia brotan por sus ojos. El reportero se conmueve y le palma la espalda
-¿Qué sucede? permíteme escucharte.
Traga saliva, su rostro cambia, con cejo fruncido, mezcla de sentimientos encontrados con su realidad vivida.
-¿Me ves aqui, pisando un suelo ajeno, una patria que no es mía? Todo por la ilusión de una mejor vida. Y sin embargo, aquí he sido abrigado, pero cargando una pena tan grande que casi no puedo con ella, me aplasta, me devasta…
En el camino, topamos con gente mala, sin escrúpulos.
Viajaba con mi pequeña familia integrada por mi esposa, mi hija de catorce años y mi niño con discapacidad. Llevábamos nuestros ahorros para sobrevivir mientras encontrábamos trabajo. Nos despojaron de todo, incluso del deseo de vivir, porque no solo nos robaron lo material, me robaron a mi hija.
Antes de llevársela, me esposaron, me hicieron hincarme y frente a mi cometieron el acto más vil, me obligaron a ver cómo violaban a mi niña, a mi tesoro. Yo cerraba los ojos y pedía que me matarán, Pero un tipo me hacía levantar la cara y me abría los ojos con lujo de violencia.
Después se llevaron a mi niña. Luché para buscarla, cuando la encontré después de dos años, en otro país, supe que era abuelo, producto de la violación. Mi niña no quería vivir e intentó suicidarse en tres ocasiones.
En la humilde vivienda donde llegamos a vivir, había una puerta que daba a la parte de atrás, parecía estar clausurada, se veía vieja y a punto de deshacerse. Estaba abierta y al traspasar el umbral, una escena me dejó helado, ella logró su objetivo, en su cuarto intento, se suicidó.
Mi esposa, estaba enferma de cáncer, en el camino murió y mi hija y yo la enterramos. Mi niño fue rescatado y está en un internado donde le dan rehabilitación por su discapacidad. Yo, aún con mi pena, tengo fe en Dios y él sana mis heridas más profundas y cuida mis cicatrices que son las huellas de mis batallas.
Se hizo presente un silencio doloroso. El reportero no encontró ya palabras, no quiso ahondar las heridas de ese hombre a quien le cerraron las puertas de la esperanza, a quien le negaron la opción de una mejor humanidad.
El infierno es este, y los demonios andan sueltos.
MARÍA JESÚS GARNICA
Mi madre tenía un dicho. Casa con dos puertas malas de guardar. Qué razón tenia.
24 de diciembre, Nochebuena.
Desde la mañana Julia se afanaba en la cocina, eran veinte para la cena, ella feliz se movía entre cacerolas, a medio día se dió un respiro. Una pequeña siesta.
Para las ocho de la tarde llego la familia, hijos, nietos, hermanos y sobrinos.
Julia era feliz de verlos sentados a la mesa.
Cuando ocurrió.
Por la puerta de atrás, la qué da al patio entraron los asesinos.
Disparos, gritos, sangré. Julia herida vio caer a su familia.
Porque? Se preguntaba.
Tiempo después.
La investigación estaba cerrada, ocho muertos por unos asesinos sin piedad, qué aquella noche buscando diversión, encontraron una puerta abierta para su baño de sangre.
FERNANDO ESQUIVEL
LLEGO A MI CASA.
Esto es seguro, a mi casa llego la Navidad, esta celebración que recuerda el nacimiento del niño Dios. En todas partes, se celebra primordialmente el 25 de diciembre, como una solemnidad religiosa y cultural, para miles de millones de personas, en todo el mundo.
La Navidad procede del latín, Nativitas – ates, que significa nacimiento. Se trata de una festividad anualizada, en la que se conmemora el nacimiento de Jesucristo. Se incluye, por lo normal, entre el tiempo que comprende la Nochebuena y la llegada de los Reyes Magos.
Es un tiempo para renovar la fe en Dios, para amar a los demás y situar como prioridad el amor y la paz. Es imprescindible inculcar a los hijos, que la felicidad, no solo está en los obsequios y en los regalos bastos, lo radical es disfrutar con alegría y espiritualidad, esta época.
Suman a nuestras fiestas, el olor a canela y chocolate o un buen ponche o el pavo recién horneado o un delicioso panque o una exquisita pasta. Son aromas y sabores, que nos exteriorizan por siempre, que la Navidad está aquí, cada vez más inminente.
A muchos nos llegarán, otros olores y que traerán consigo, cierta nostalgia en cada bocado y nos resuenan nuestra infancia. Quizás, los adornos navideños, los colores dorados, rojos o verdes y el árbol lleno de esferas, que reflejan la luz de esos foquitos de colores.
Opino que esta temporada, se trata de envolverse de estos recuerdos, para sonreír y disfrutar con los nuestros. Y qué la mejor condición de celebrar, sea a través de las costumbres de los nuestros, disfrutar el sabor navideño y mostramos un espíritu mucho más sano.
A medida que el mundo celebra esta temporada, con su diversidad de formas de agasajar la llegada del creador, aprovecharemos de esos sabores, olores regionales y ofrecerlos como indulgencias, por las familias en todo el mundo. Que a la hora, que se levante la copa para el brindis en la familia, nos reconfortemos, nos perdonemos y sanemos, en honor de aquel que llego para dar la vida por nosotros.
Esto es seguro, a mi casa llego la Navidad, esta apoteosis me recuerda el nacimiento del niño Dios. Felicidad y mucho amor, por lo tanto, me olvidaré de los que me injuriaron, ahora esta es mi mano, para estrecharles la suya.
ELEFANT YUFUS
Almas siamesas
–…en la entrada hay una enorme puerta y un letrero con luces de colores.
–¿Y qué es lo que dice el letrero?
–“Festival de almas”. El boleto es una locura y el precio es la razón. Adentrarte si te atreves.
–Mmm… ¿Qué más hay? ¿Qué es lo que se alcanza a ver?
–Nada, absolutamente nada.
–¿Hay manera de entrar?
La pregunta parecia más que obvia pero necesitaba estar completamente seguro.
–Acaba de salir un sujeto en pingüino… trae en las manos una bolsa pequeña como de recaudador.
–«Boleto por favor» me esta pidiendo un boleto «Boleto por favor» repite lo mismo mientras sacude el saco de recaudación.
–«No se de que hablas hombre» le contesto mientras le muestro mis bolsillos vacíos. Sonríe de manera extraña, parece fuera de sí, y me dice: «gracias».
–Las puertas se han abierto y como si se tratase de un espectáculo encapsulado, diferentes sonidos escapan desde dentro. Una música distorsionada como de un circo comienza a llegar hasta mis oídos. Risas, carcajadas, música de algún trombón, clarinetes y flautas, todo se mezcla e invade mis oídos. ¿No lo escuchas?
–No
–Es todo un espectáculo
–Y ¿qué más hay?
–Un carrusel con caballitos empalados en bastones de caramelo, suben y bajan en un vaivén al son de la música, un duende da cuerda al carrusel mientras los caballos relinchan de gusto. Una montaña rusa semejante al esqueleto de una serpiente se pierde más allá sobre las nubes de algodón de azúcar; rosas, azules y amarillas forman animales de distintas especies. Un elefante al lado de un pequeño lago expulsa el vaho que escapa de su trompa con el cuál forma las nubes de colores. Un trenecito con forma de oruga hace su parada frente a mí, miró sus pequeñas patitas carmesí aferrarse a un riel metálico que descansa sobre durmientes de diferentes tamaños; tienen forma de hombres, mujeres y niños, todos ellos envueltos en una fina tela de araña cual capullos a la espera de ser devorados. Uno de los capullos ha comenzado a moverse, creo que aún hay vida en él. Una araña con patas de aguja sale de las sombras y lo toma entre sus fauces para perderse en una de las nubes de algodón.
–¿No sientes miedo?
–¿Debería?
–No sé, podrían…
–No lo han hecho, solo soy un espectador. La creación fue hecha para admirarla no para intervenir en las decisiones o el curso de la misma. Además, aparte del recaudador, pareciera que nadie se ha percatado de mi presencia.
–
–El suelo está plagado de anémonas que liberan esporas luminiscentes, las cuales son recogidas por hadas blancas y sus redes hechas en cerdas de diente de león. Un caracol de 10 pies de alto barre los pasillos, con sus labios carnosos, engullendo todo a su paso. Me he quitado de su camino para no estropear su trabajo. Camino hacia un edificio que tiene una luminosidad increíble, se trata de la casa de los espejos. Asomo la mirada y me sorprende no encontrar mi reflejo, ahora creo entender porque he pasado desapercibido, aunque…
–¿Qué?
–Si he pasado desapercibido¿cómo es que me ha sido permitido entrar? ¿No es acaso que el recaudador me ha pedido un boleto? O ¿Acaso soy ahora parte del espectáculo? Quizá sea el hombre invisible, sí, eso debe ser. ¡Qué rápido me he integrado a este mundo de ensueño!
–¿Qué más hay? –el hombre se sentía ansioso por saber que más podía ver el otro. Siempre se había preguntado ¿Qué es lo que ven los locos? ¿Qué voces son las que susurran en sus oídos? Su fascinación se remontaba a los días en que su abuelo, de una edad avanzada, proyectaba en los lienzos de distintos tamaños, obras únicas, seres inigualables; deidades, monstruos, ángeles con rostros cubiertas por velos de diferentes colores. Cada obra era única, y muchos admiraban su gran talento, sin embargo él aseguraba que los lienzos le pedían a gritos materializar aquellas rarezas para que nadie creyera que estaban locos. ¿Los lienzos pidiendo ayuda para demostrar que algo o alguien habitaba en ellos? ¿De dónde vendrían aquellas voces? ¿Era inspiración o locura? ¿La locura puede crear cosas bellas? Todas estas preguntas pasaron por su mente. Entonces comenzó sus estudios en el psicoanálisis. Cada paciente era un lienzo, gimiendo a gritos que alguien escuchará lo que tenía para decir, alguien en quien apoyar el peso de todo ese mundo, que cuál Hércules pudiera sostenerlo aunque sea por un momento.
–Una colosal medusa permanece atada por sus urticantes tentáculos que descansan en tierra. Los brazos orales se despliegan, cuál cortinas, generando una especie de carpa circense. Nuevamente el hombre pingüino está a la puerta, pero está vez abre, sin pedir nada a cambio, con sus elegantes guantes blancos. Dentro no hay nadie y aún así se oyen risas, y carcajadas sin número. Las butacas en el interior son semejantes a un coliseo donde empezará el verdadero espectáculo, tomo asiento mientras miro la función. Un payaso hecho de globos crea figuras que se transforman en verdaderos animales, una araña teje una red mientras trapecistas hermosas entran directo a la boca de un dragón. Los aplausos no se hacen esperar a pesar de que no hay nadie más que yo. Las butacas se han convertido en afilados dientes y todo el lugar es similar a la boca de una lamprea que se cerrará en cualquier momento. ¡Ahhh!
Sus gritos se intensifican cuál si fueran los gritos de una turba de gente.
–¡Sal por la puerta de atrás, sal por la puerta trasera! –eran las palabras clave por si algo llegaba a salir mal en la sesión de hipnoterapia.
–¡No hay salida, no hay salida!
–Te lo advertimos –se escucha una voz diferente –el boleto es una locura y el precio es la razón.
Lo toma entre sus brazos y lo sacude repitiendo:
–¡Sal por la puerta de atrás, sal por la puerta trasera!
El paciente toma su rostro entre sus manos y con los ojos desorbitados mira fijamente a su interlocutor.
–Mírame, mira lo que hay en mis ojos ¿Te gusta lo que ves? Esto es lo que puedes ver para siempre solo tienes que pagar el boleto. Dime ¿Qué es lo que ves?
Retazos de cielo fueron cayendo, y se oscureció en una lluvia de piezas de rompecabezas, una a una fueron oscureciendo el cielo raso y las figuras de los animales de algodón de azúcar se disolvieron.
El rostro de ambos permanecía pegado el uno frente al otro, el aire salía de uno lo respiraba el otro. Cómo si hubieran nacido unidos, unidos por un mismo sino, unidos por una misma locura, por un mismo deseo de explorar lo inexplorado. Mientras que la comisura de los labios de uno reflejaba una sonrisa dislocada, al otro lado la línea decaía en una mueca de horror atemorizante. Sus manos intentaron apartarlo pero la fuerza del otro era sobrehumana. Pronto la silueta en los labios de ambos se igualó, y del rostro de ambos se hizo un rostro deforme, los ojos separados, la línea de la boca cortada por la mitad y los cabellos revueltos en uno y alisados en el otro. Almas siamesas les llamaron algunos, folie à deux, dijeron los expertos.
FIN
JOSÉ LUIS USÓN
SANTIAGO PARRA Lo habían ido a buscar de madrugada, a esa hora en la que el alba está todavía lejana y las calles permanecen sumergidas en una quietud que se hace tan presente, que inquieta hasta a los gatos. La mísera pensión en la que se había alojado desde que llegó a la ciudad, se servía de una retorcida escalera de peldaños desiguales, para comunicar la recepción —en la que una anciana, vestida con una bata de boatiné que lucía un brillo antinatural en la zona de los bolsillos, dormitaba detrás de un alto mostrador de madera por encima del cual, apenas asomaba su pelo graso y desmarañado— con la primera planta, en la que se repartían las habitaciones a lo largo de un oscuro pasillo. Un denso olor a fritanga ascendía por las mañanas desde la cocina y quedaba adherido a las paredes, que habían adquirido con el tiempo un tono amarillento. La voz de Édith Piaf cantando “La vie en rose”, llegaba tenue desde detrás de la puerta de una de las habitaciones, donde alguno de los huéspedes intentaba amenizar su insomnio haciendo sonar su transistor ahogando el sonido con la almohada. Eran tres. Hicieron callar a la anciana en cuanto se percató de su presencia y, entreabriendo los ojos, intentó levantarse a pedirles explicaciones. No les hizo falta preguntar la habitación en la que se alojaba Santiago. Nicolás, el chiquillo que ejercía de confidente a cambio de cuatro duros con los que mejorar la maltrecha economía familiar, ya se había encargado de averiguarlo esa misma tarde. Cuando oyó el crujir de la tablazón de la puerta al ser reventada, no tuvo tiempo de nada, seis brazos se le echaron encima y a pesar de los esfuerzos y de su mayor complexión, no pudo evitar que aquellos tres le inmovilizaran. Le bajaron arrastrándolo por las escaleras. Su tupé, siempre perfecto, caía ahora en mitad de su frente hasta casi cubrirle los ojos. No se defendía ni emitía ninguna queja, simplemente se dejaba arrastrar por aquellos tres hombres, esperando mejor ocasión para enfrentarse a ellos. Había aprendido desde muy joven a no empezar batallas que no pudiera ganar. La anciana de la recepción le lanzó una mirada oblicua. Desde el principio había recelado de aquel sujeto que en el comedor se sentaba solo, en la mesa del rincón, y en los días que llevaba alojado allí no había entablado relación con ninguno de los otros huéspedes de la pensión. Cuando tenía que dirigirse a ella para pedirle que cambiase las sábanas o que le dejase toallas limpias, lo hacía con frases cortas, sin una palabra de más, con una economía del lenguaje que resultaba antipática. Salieron de la pensión por una puerta trasera que daba acceso a un estrecho callejón utilizado solamente para la recepción del género para la cocina. A unos metros, alejada de la luz de una farola, una silueta permanecía inmóvil. —Santiago Parra… —se oyó—. Y la silueta dio dos pasos adelante transformándose en un hombre, iluminado ahora por una luz amarillenta. Había pasado tiempo, pero su rostro era inconfundible, con esa mirada boba de ojos dispersos que nunca sabías con certeza si te estaban mirando a ti, su calva—ahora más extensa—, y su nariz torcida y puntiaguda. Mateo Bizcarra. Se comentó hace un tiempo en el pueblo, que había llegado a alcanzar el empleo de subcomisario de las BPS, algo que desprestigiaba todavía más al cuerpo. —Santiago Parra… —volvió a decir haciendo una pausa teatral—. Tanto tiempo sin saber de ti, y te encuentro ahora organizando algaradas en mi ciudad, aquí, en mis dominios. Como en los viejos tiempos. Ejerciendo el matonismo, como si estuvieses en el pueblo y tuvieses veinte años. Entrando en un bar y partiendo sin motivo la nariz a un compañero fuera de servicio. Y tan confiado como siempre, poco nos ha costado dar contigo. Se lamentó Santiago en ese momento de no haber sido más cuidadoso. De no haber pensado que ese pequeño incidente no iba a pasar desapercibido a los de la social, que tenían ojos en todos los lados. Pero lo que no pasaba por su imaginación es que, aquel esmirriado al que había tenido que partirle la cara por tirarle una colilla a los pies, fuese precisamente uno de sus miembros. —Mateo Bizcarra. Veo que vuelas alto, te sentó bien dejar el pueblo. Tendrás que domesticar mejor a tus perros, no tienen mucha educación —y girando la cabeza a izquierda y derecha miró a los tres a los ojos—. En cuanto al esmirriado ese del bar, se lo buscó él solo. Además, cómo iba a saber yo que era uno de tus chicos, si está todavía a medio hacer. Mal tiene que estar la brigada para andar reclutando gente en el parvulario. Mateo Bizcarra dibujó una sonrisa en su rostro. —Aquí no te servirá de nada tu prepotencia. Aquí hacemos las cosas de otra manera. La autoridad soy yo, no Frasquillo el cabo del pueblo, ese incompetente que no es capaz de levantar la voz ni a su propio hijo. Te vienes detenido por atentado a la autoridad, veremos si en comisaría sigues siendo tan valiente. —¡Qué atentado a la autoridad ni que niño muerto! Para eso se tendría que haber identificado, cosa que no hizo. Aquí lo que ocurre, es que hay quien, incapaz de pasar página, cegado todavía por la rabia y los celos provocados por viejas rencillas, hoy ha visto una buena ocasión para pasar cuentas, cobrarse las deudas. No es así, subcomisario —arrastró las últimas sílabas con una clara vocación de menosprecio—. ¿No tendrá esto que ver con cierta morena que hace años eligió a un hombre de verdad y no a un don nadie, a la postre subcomisario de la brigada? —Hace años, Santiago le había quitado la novia por el simple placer de hacerlo, aunque esta ni siquiera le gustaba y la relación apenas duró unas semanas—. —¡A la Elisa ni la mientes, canalla! Y diciendo esto se dirigió a los tres, diciéndoles que lo metieran al coche y lo llevaran a comisaría. Santiago hizo un gesto de resignación, no de temor, escupió en el suelo y se preparó para una larga noche.
CARMEN BERJANO
Teníamos quince años. Estaba con mi prima y a esa edad, para mi prima era como una hermana. Esa noche íbamos al concierto de Alejandro Sanz al Discoteatre.
Cuando llegamos a la sala estaba imposible la puerta. Absolutamente abarrotada de niñas como nosotras, ansiosas de ver a su ídolo, Viviendo Deprisa.
En un momento le propuse a mi prima ir a la puerta de atrás. Y allí esperamos, al acecho, vestidas de sonrisas e ilusiones.
Al ratito apareció. No se paró ni nada parecido, pero era taaaan guapo y pudimos tocarlo (luego me arrepentí de llevar guantes).
Mi momento fanático acabó ahí con Alejandro Sanz. Empecé a interesarme por otros tipos de música. Escuchaba lo mismo a los Beatles que a Ismael Serrano. Y con él también tuve mi momento fanático total.
Me lo presentó un amigo guitarrista, ahí yo ya tendría 19, y era muy muy tímida si no conocía. De hecho, no dije nadaaa. Después volvía verlo con mi prima y con Tontxu en un homenaje a Víctor Jara. Y nos hicimos fotos, pero mi timidez seguía y apenas hablamos con ellos.
A Ismael Serrano volvía verlo varias veces más, pero sin tener oportunidad de saludarle, hasta un día en un concierto solidario, no recuerdo por que causa o guerra… era en Talavera de la Reina.
Salí a fumar y respirar y de golpe hubo revuelo y observo que sale con su guitarra y la que suponía era su chica, por la puerta de atrás. Estaba firmando a todas sus CDs. Yo esperé paciente. Y cuando llegó mi momento le dije: yo solo quiero un beso. Le entregó la guitarra a su chica y me dio dos besos, pero de estos en condiciones y yo sobrevolé Talavera de la Reina. Después lo vi más veces en concierto, pero ya no he podido volver a saludarle y mi fenómeno fan se relajó.
Si me tengo que quedar con un momento en mi vida de fanática perdía, fue en una prueba de sonido de Serrat en Sevilla, en la isla de la Caruja. La hizo y yo era la única persona sentada en el público. La sensación de que cantaba solo para mi y que ese regalo era impagable.
En otras ocasiones han cantado solo para mí, pero de forma totalmente privada. Tenía un amigo compositor y guitarrista que había veces que me llamaba cuando componía algo y en otra ocasión también tocó solo para mí, temas suyos de jazz andaluz y cantó varios entre ellos el Vértigo de Ismael Serrano, que sabía que me encantaba.
El último concierto privado fue de Claudio, que canta y toca la guitarra también. Fue una sobremesa preciosa.
Cuantas alegrías dan las puerta de atrás…
Carmen Berjano.
LUISA MARGARITA
«EL VAGABUNDO»
Todas las tardes vagaba por los alrededores de la pequeña casa. Siempre la sentía vacía y estaba pensando, seriamente, en entrar y hacerse dueño de algún rincón. El musgo trepaba por las paredes y era profusa la vegetación que circundaba este solitario espacio. A veces se oían risas y , por momentos, unos pasos se sentían pisando sin delicadeza las hojas secas y pateando piedras invisibles que tenían olor a mar; aunque el mar estaba tan lejos que el vagabundo jamás lo había visto.
Una noche, se decidió a entrar y fue sin vacilar a la puerta principal y no pudo. Estaba firmemente cerrada y aún poniendo todas sus fuerzas en el empeño no pudo. Revisó las ventanas y todas eran inexpugnables.
Finalmente, caminó hacia la puerta de atrás y se dispuso a romperla ; para sorpresa suya, nada más tocarla, se abrió quedando ante sus ojos un panorama desolador: en la sala, en unos polvorientos muebles, se veían tres cuerpos arropados e inmóviles , recostados unos contra otros. En el aire el aroma a muerte flotaba indescriptible.
El vagabundo se había quedado sobrecogido. Desde la pared el retrato de una mujer elegante, con un cigarrillo entre los labios y con una fría mirada contemplaba la escena desde tiempos pretéritos.
El vagabundo, no sintió miedo, estaba acostumbrado a los infiernos, buscó otra habitación donde descansar su huesudo cuerpo sin preocuparse por la sangre que empapaba las cobijas de los muertos.
GUILLERMO ARQUILLOS
EL DÍA DEL PATRÓN
Era el día del patrón del pueblo y las campanas no dejaban de sonar. Fuera, la gente se preparaba para la fiesta, se oían risas de los niños; dentro, María se estaba muriendo.
Genaro observó sus ojos con frialdad. No era solo la respiración entrecortada; era esa mirada fija y suplicante la que gritaba que la ayudara, que se le escapaba la vida a pesar de que tenía el oxígeno y de que estaba incorporada sobre las almohadas. Él se lo había preguntado muchas veces: «¿Qué haría cuando ella no pudiese lograr que el aire entrara en sus pulmones?». Y ahora la tenía ahí, ahogándose.
Genaro, aburrido, suspiró y se acomodó en el sillón. Sacudió la cabeza con desgana, cruzó las piernas y comenzó a limarse las uñas con parsimonia.
Doña María de la Encarnación Alburquerque-Sira Dontara, actual condesa de Medina de Barros, comenzó a las cinco su tránsito definitivo. En la casa no había nadie más; María había despedido al servicio esa misma mañana en un ataque de ira. Solo confiaba en el doctor. Él tenía llave de la casa y le había prometido que se acercaría en cuanto pudiera. En la plaza, estalló una traca que hizo vibrar las ventanas.
Para humillarla, desde que enfermó, Genaro la apodaba «La Mari». Ahora era un ser frágil.
—No me llames así, cerdo —le había dicho una vez—. Yo no soy una cualquiera.
Él sonrió.
—¿Te parece que te hablo como a una buscona? Vale, entonces te llamaré así hasta que mueras, tampoco tardarás mucho —Genaro soltó una carcajada.
María estaba jadeando en la cama, los ojos inundados de lágrimas. Genaro se inclinó hacia ella:
—¿Y si cuando venga el doctor le da por reanimarte, hermanita? Sería un contratiempo, ¿verdad? —susurró con voz suave, casi cariñosa—. Y a mí no me gusta verte sufrir. Además, igual eres tan estúpida que al final no te mueres.
Genaro le habló cerca del oído:
—Voy a ayudarte, Mari, con todo mi cariño. Todavía tengo tiempo de encontrar tu testamento.
Sonrió un segundo. Después, sus manos buscaron el cuello de la enferma y apretaron. María no pudo resistirse. Cuando el cuerpo quedó inerte, Genaro se incorporó y respiró profundamente.
De repente, un sonido lo sobresaltó. ¿Era un motor? Se acercó a la ventana: sí, era el coche del doctor, no había duda. Y ese imbécil tenía llave: era urgente salir de allí cuanto antes.
Bajó las escaleras corriendo y fue directo a la puerta trasera, la que daba al patio de atrás desde la cocina. Intentó abrirla, pero algo iba mal. Genaro tiró con fuerza, empujó con el hombro, hasta la golpeó con sus botas, pero no se movió. Entonces golpeó el metal de la puerta con los puños, hasta que los nudillos le dolieron; la maldita puerta no se movió, parecía que estaba pegada al marco.
—No puede ser, no puede ser… —murmuró. Un sudor frío le bajó por la espalda.
Los pasos del doctor se escucharon en el pasillo, se acercaba sin prisa. La entrada de la cocina se abrió y allí estaba él, con su maletín en la mano.
—Buenas tardes, Genaro. ¿Problemas con esa puerta? —dijo el doctor con una sonrisa casi amable—. ¿No estarás intentando huir por casualidad?
De la plaza llegó la música de la orquesta municipal. Genaro se giró, tratando de disimular el nerviosismo.
—Esta maldita puerta está… atascada. Eso es todo.
El doctor asintió lentamente y dejó el maletín sobre la mesa. A lo lejos, se oyó el bullicio de la fiesta.
—¿Sabes? Tu hermana me pidió hace unos días que mandase soldar esa puerta. No se fiaba de nadie y menos de ti. Decía que serías capaz de colarte por ahí y hacer cualquier tontería.
Genaro lo miró fijamente:
—Eso es mentira —dijo.
—¿Tú crees? —El doctor ladeó la cabeza—. Pues no, no es mentira. Si no te tengo en cuenta, querido primito, yo soy el único pariente que queda. Como tú eres culpable de su muerte, ahora yo soy el único heredero; porque ya habrás acabado con ella…, ¿no? —dijo el doctor—. ¡Ay, qué impaciente eres, Genaro! Estás hecho un chiquillo muy travieso…
Sobre la encimera, un enorme cuchillo brilló bajo la luz del techo. Genaro no se lo pensó antes de alcanzarlo:
—No voy a permitirte que me arruines la vida.
El doctor se limitó a mirarlo sin perder la sonrisa:
—Pero, ¿a dónde crees que vas?, Genaro. No hay puerta de atrás, no hay escapatoria. No tienes manera de inventarte una coartada…
Genaro avanzó un paso, el cuchillo firme en su mano. Cada pensamiento que lo había llevado hasta ese instante cobró forma en aquel paso. La casa estaba ahora en silencio, solo se oía su respiración agitada y el tictac lejano de un reloj.
Entonces se oyó un claxon, alto y claro. Genaro y el doctor se sorprendieron, se miraron un segundo. Fuera, un coche se detenía. Sonaron más petardos. El panadero había llegado con los hornazos. Al fin y al cabo, era el día del patrón.
EVA AVIA TORIBIO
Las promesas están para cumplirlas, así que para el relato de la semana, las tres Marías.
Placer en la puerta de atrás. Antonia regresa a casa por navidad
Me encuentro sumergida en los placeres de la lectura. ¿Quién me lo habría dicho a mí? Yo, engendro de la sociedad, ese que no ve mas allá de una pantalla y que no pega palo al agua. Pues sí, ahora parezco toda una intelectual. ¡Quiero ir a estudiar! ¡Ser alguien de provecho! Y la culpa la tiene toda mi abu y esos juntaletras dichosos de Cuatro Hojas. Pero voy a dejar de divagar y adentrarme en el relato de esta semana de Paquita, porque si yo pudiera cogía unos palos ardiendo y se los metía por la puerta de atrás.
Se escucha la puerta de casa. Katherine, da un sobresalto.
—¿Dónde está el engendro de mi nieta? —Abro la puerta de casa y casi no la reconozco. La pelandrusca de mi hija y el engendro de mi nieta la tienen impoluta.
—¡Abu! —Saliendo de mi cueva, como dice mi abu—. ¡Abuuuu! —Le miro sorprendida porque está irreconocible—. A ver, deja que te mire. ¿¡Qué le has hecho a mi abu, porque tú no eres mi abu!? —Cogiéndola de la mano la obligo a dar vueltas como una peonza.
—¡Suelta, coño, que no soy una peonza! —Casi me hace potar la primera papilla—. Pasa, no te quedes ahí —Le digo a mi nuevo ligue, que está por cierto que no le duele na.
—Abu, ¿y quien es ese? —le susurro, perpleja, al oído, porque está más bueno que el negro de los Bridgenton.
—Una, que es una rompecorazones. Y, por cierto, ¿dónde está la pelandrusca de tu madre? —Dejando mi bolso nuevo encima del recibidor.
—Pues debe de estar al caer —Sin apartar la vista de lo que tengo delante.
Se escucha un golpe en el rellano. Las cotillas de las vecinas abren la puerta con rapidez.
—¡Joder, que ostia me acabo de dar! ¡He hecho una SuperGirl! ¡¿Y vosotras que miráis, coño?! ¡Si fuerais tan diligentes para todo como para cotillear, estaríais forradas en oro! —Levantando del suelo la poca integridad que me queda.
—¡Mamá! Lo que yo decía, abu, está al caer. ¡Ja, ja, ja! —Ayudándola a levantarse.
—¿¡Qué miráis!? ¿¡Qué no entendéis el cristiano o os lo tengo que decir mas claro!? —Mirando a las vecinas inquisitoriamente—. Si es que naciste con tres pies, hija. ¡Que cruz! —Recogiendo las bolsas de comida—. Anda, échame una mano —Guiñándole, juguetona, el ojo a mi negro.
—¡Ayy, mi madre, que no le duele na! —tragando saliva. Creo que lo he dicho en voz alta—. ¿Quién es ese, hija? —le susurro.
—La nueva adquisición de la abu. Ya parece marinero, un hombre en cada puerto. ¡Ja, ja, ja!
Una vez dentro, madre e hija observan curiosas y deseosas al hombre del momento, que está siendo muy atento con Antonia.
—Abu, ¿de dónde ha salido? —Porque todavía no me creo que mi abu, esté con un hombre como este.
—¡Cucha, el engendro de mi nieta! Que si la Cher puedo yo también. Y límpiate la baba —Pasándole un pañuelo—, que ya eres mayorcita. ¿O es que la que ya chocheas eres tú? ¡Que cruz! ¡Ja, ja, ja! —Pobre de mi nieta, si en el fondo la entiendo, si es que está para untar pan con él.
“Pues nada, en uno de mis últimos viajes, me tropecé con él en un supermercado, que, por cierto, en ese momento no sabía en que estación estaba, por un lado, la exposición de cremas solares y por la otra los turrones y polvorones, y como soy una mujer tan atenta, ¡ja, ja, ja! pues me ofrecí, básicamente, a echarle una manita donde quisiera. ¡Ja, ja, ja! —Lazándoles un guiño.”
—¿Pero tiene nombre? ¿Habla, español? —Sigo mirando a tremendo Ferrero Rocher y pienso que me podía haber topado con un hombre así. Las hay con suerte y mi madre se la ha llevado toda.
—¿Mi niña también necesita un pañuelito? ¡Ja, ja, ja! —Cerrándole la boca—. Tranquila, pero para lo que yo lo necesito, nos entendemos a la perfección. La puerta de atrás está muy satisfecha. ¡Ja, ja, ja! —Sacando la comida de las bolsas de compra que llevaba la pelandrusca de mi hija, bueno, aunque según mi nieta va camino a la reclusión. Creo que para el próximo viaje me las llevo a las dos, porque ha este paso se florecen.
—¡Abu! ¡Mamá! —dicen ambas a la vez.
Las tres mujeres comienzan a reírse mirando el trasero del invitado especial que está colocando las verduras en el refrigerador.
Al día siguiente en el desayuno.
—Abu, ¿te puedo preguntar una cosita? ¿Es verdad lo que dicen o es un mito? —Me siento aliviada porque no creo que me entienda.
—Te puedo decir, que los 69 que venden en Consum, no tienen nada que envidiar.
—¡Ya te digo, doy fe! Porque anoche quería tomar un vaso de leche y me lo encontré desnudo lavando las tazas del café de anoche. ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! Se me pasó deciros que es sonámbulo y le da por arreglar la casa. Lo que yo os diga, una joyita.
—¿Qué vas a hacer después de las fiestas, abu? —Observando como el chocolatito, se come el 69.
—Pues he pesado que ya va siendo hora de que nos hagamos las tres un viajecito por el Continente Asiático. Hasta ahora estaba enamorada de los hombres con ojos grandes y negros, tan profundos como la noche, ahora los jodios casi no los pueden abrir. ¡Ja, ja, ja!
—¿Y que va ha pasar con él? —Casi salto de la alegría cuando mi madre sugiere lo del viajecito.
—Tranquila, que seguro en Cáritas le echan una mano o dos. ¡Ja, ja, ja!
—69 faltar salazón —dice el hombre al que le queda los días contados con Antonia.
—¡La ostia, pues no decías que no hablaba! ¡Ja, ja, ja! —sueltan ambas.
—Eso se arregla rapidito —Me muerdo el labio y le cojo de la mano. Su 69 está listo para jugar con la puerta de atrás.
Besos, La Incondicional.
MAITE BILBAO
Anverso
Oh, venturosa puerta trasera, mi discreta aliada en este mundo de farándula y boato. Tú, que me acoges con tus umbrales polvorientos y tus aldabas oxidadas, eres mi refugio frente a la pompa y la circunstancia.
¿Qué me ofrece la puerta principal? Un desfile interminable de aduladores, de rostros embadurnados en sonrisas falsas, de lenguas viperinas que destilan veneno en cada palabra. ¡Qué asco me producen esos salones dorados, esos tapices que ocultan más miserias que un basurero!
Tú, en cambio, puerta trasera, me conduces a lugares auténticos, a rincones donde la vida fluye sin artificios. Allí encuentro almas sencillas, corazones sinceros, que no buscan más recompensa que un poco de compañía y una conversación honesta.
¿Acaso no es más placentero disfrutar de un buen vino en un patio trasero, bajo la luz de la luna, que soportar las interminables charlas sobre política y economía en un salón de banquetes? ¡Qué alivio es escapar de las convenciones sociales, de las máscaras que todos llevamos puestas!
Por no hablar de las ventajas prácticas de la puerta trasera. ¿Quién no ha utilizado alguna vez este atajo para evitar una fila interminable o para escabullirse de una situación incómoda? ¡Cuántas veces he agradecido tu existencia, puerta trasera, cuando he querido huir de un pretendiente insistente o de un encuentro social que se prolongaba más de lo debido!
Sin embargo, no todo es color de rosa en el mundo de las puertas traseras. En una ocasión, mi afición por estos accesos alternativos me llevó a infiltrarme en una fiesta clandestina. La diversión se tornó en pesadilla al ser descubierto. Al intentar escapar, me vi atrapado en el palacio. Pero, como suele ocurrir, la fortuna me sonrió una vez más.
Al cabo de un rato, mientras buscaba una salida, encontré una pequeña ventana que daba a un estrecho callejón. Con un poco de esfuerzo, logré abrirla y escapar. Al alcanzar la calle, respiré hondo y me alejé del lugar, sintiendo una mezcla de alivio y adrenalina. Pero, mi aventura no había terminado. Al doblar una esquina, me encontré frente a una casa de aspecto señorial. Cansado y desorientado, decidí llamar a la puerta. Para mi sorpresa, me abrió una mujer de una belleza inigualable. Con una sonrisa enigmática, me invitó a pasar. Al entrar en su hogar, me di cuenta de que su casa era un laberinto de habitaciones secretas y pasajes ocultos, un verdadero paraíso para los amantes de las puertas traseras. La dama, con una voz suave y seductora, me explicó que ella también compartía mi pasión por los caminos menos transitados.
—De hecho, — agregó con una pícara sonrisa, —me encantan los juegos que se esconden detrás de una buena puerta trasera. ¿No crees que la vida es más interesante cuando se toma por caminos menos convencionales?
Y así, en aquel rincón apartado del mundo, encontré no solo refugio, sino también el comienzo de una apasionante aventura. Descubrí que detrás de aquella fachada de dama refinada se escondía una mujer con un espíritu libre y aventurero, dispuesta a explorar cualquier rincón, por más oculto que fuera.
Desde entonces, sigo siendo un ferviente defensor de las puertas traseras, pero ahora sé que detrás de cada una de ellas puede esconderse un mundo de posibilidades infinitas.
Reverso
¡Oh, qué deleite me procuraba la caza de aquellos hombres de enigmático porte! Con su ansia por lo oculto ajustaban a la perfección al juego que mi alma demandaba. Le seguí la pista como sombra sigilosa, observando sus idas y venidas, sus incursiones en los más recónditos recovecos de la urbe. Conocía su pasión por las puertas traseras, por los rincones donde el olvido había echado sus raíces. Y cuando lo vi huir de aquella bacanal clandestina, supe que el momento de la captura había llegado.
Lo aguardé pacientemente en la esquina, observando cómo el sudor perlaba su frente y su aliento se agitaba. Al verme, sus ojos se abrieron de súbito, como si un rayo los hubiera iluminado. En ese instante, comprendí que había caído en mi red.
Lo invité a mi morada, un lugar concebido especialmente para almas como la suya. Un laberinto de pasadizos secretos, de aposentos ocultos y de jardines enigmáticos. Cada rincón era una sorpresa, cada puerta, una invitación a lo desconocido.
A medida que lo guiaba por mi desmesura, vi cómo su curiosidad se agudizaba. Sus ojos brillaban de emoción al descubrir cada nuevo espacio. Sabía que disfrutaba de aquella aventura como un niño con un nuevo juguete.
—Siempre he sospechado que existían lugares como este —confesó, su voz llena de asombro—. Espacios donde la realidad se confunde con el sueño.
Sonreí ante su ingenuidad.
—La realidad es lo que el hombre desea que sea —respondí—. Y en este sitio, las posibilidades son infinitas.
Mientras explorábamos juntos la morada, descubrí que era mucho más que un simple aficionado a lo oculto. Detrás de su apariencia mundana, se escondía un alma sensible y romántica. Y yo, a mi vez, hallé en él una pasión que desconocía, una necesidad de escapar de la rutina y de vivir aventuras.
Nuestra relación se convirtió en un juego, un baile constante de seducción y misterio. Cada encuentro era una nueva aventura, y una promesa de lo que estaba por venir. Y así, en medio de aquel laberinto de emociones, dejamos la puerta abierta, eso sí, siempre la de atrás.
GRACE PELLS
Por la puerta de atrás se acercan, los desencantados, los insatisfechos, con el improvisado mapa de otro cielo; pero vienen.
Es una horda de indisciplinados, grises y vulgares, unos fámelicos y desterrados con una estrella herida que los guía; pero vienen.
Y uno le cuenta al otro que tiene noches de sobresalto, y ese le explica la medicación de los abrazos. Y uno empuja y se retrasa, porque le pesa el de la pena grande; y el que se adelanta voltea los ojos, para que no se pierda el último desilusionado.
Y en el inmenso espacio de las carencias nadie discute la posición de la fila, alimentan la voluntad de las piernas, y amasan la resistencia, creídos qué lloverá un maná nuevo sobre la tierra. Y lloran los viejos y rien los niños, en la panza del Arca.
¡Vienen!
En la peregrinación de la fe. Sumisos y arrodillados.
Porque no importa cuan aterrador sea el mundo, el desafío es traspasar la puerta.
ALMUT KREUSCH
La puerta de atras
— ¡Hija mía, se me está haciendo tarde! —exclamó el padre Ernesto con urgencia.
— Sí, padre, lo sé. Pronto terminarán las hermanas con la lectura de la Biblia y vendrán a preguntarme si mis mareos han mejorado —respondía sor Prudencia con voz temblorosa.
El padre Ernesto se inclinó una última vez sobre el pecho blanco, traslúcido de sor Prudencia para despedirse con un mordisco en cada uno de los pezones, a los que llamaba cariñosamente “mis garbancitos”. Su amada se estremeció, y su rostro se encendió de vergüenza y deseo.
El padre se vistió con rapidez y destreza. Se alisó el pelo con la mano izquierda, mientras que con el segundo y tercer dedo de la mano derecha dibujó una cruz en la frente de la monja, quien ya había cubierto su cuerpo y ocultado las huellas del lujurioso momento. El padre Ernesto le sonrió fraternalmente.
— No tienes nada que temer —dijo con su voz melosa—. Después de la misa de las seis te esperaré en el confesionario, y todos tus pecados serán perdonados.
Abrió la puerta de la celda con sigilo y desapareció por donde había venido: por la puerta de atrás.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
20 años no son nada.
Una mañana, en aquella cafetería, se reunían en torno a una mesa dos de los más brillantes estudiantes de aquella promoción. Dispuestos a escuchar en qué consistía esa oferta que un profesor de la facultad les dijo que alguien les iba a ofrecer.
Por la puerta del local accedió un hombre de 50 años de edad aproximadamente perfectamente trajeado que, sin dudarlo, se dirigió hacia la mesa de los jóvenes.
– Me alegra conoceros en persona. Luis y Sheila. – Saludó respetuosamente el intrigante y nuevo comensal de la mesa. – Las referencias sobre vosotros son muy prometedoras. Estoy formando un equipo para pasar a la acción dentro de 20 años. Pero, antes me deberéis mostrar que tenéis lo necesario para formar parte en la empresa que quiero acometer.
Los jóvenes se miraban extrañados y sorprendidos. Pero notaban que de ese hombre se desprendía un halo de poder que los llevaría a ser parte de algo muy importante que en ese momento desconocían.
– Con esto es suficiente. Si queréis saber más. Al lado de los aseos, podéis ver la puerta de atrás de este local. Allí tenéis la información que os proporcionará todo lo que necesitáis saber para comenzar vuestra formación. Y como os dije, dentro de 20 años nos volveremos a reunir para ver quien, de los dos, o quien sabe si quizás los dos, formáis parte del equipo.
Luis, un chico caracterizado por un carácter competitivo, no iba a amedrentarse por un nuevo desafío y se dirigió hacía aquella puerta que aguardaba un camino para ellos. Los dos, allí mismo, en aquella cafetería examinaron detenidamente el cometido de sendos documentos.
Luis, se convertiría en administrativo de una empresa farmacéutica con sede en Málaga. Mientras que Sheila por su parte sería la nueva responsable de vender una promoción de viviendas de lujo en un exclusivo y privilegiado enclave de la provincia de Cádiz. Las cláusulas durante el periodo de formación eran más que dignas. Pero, si lograban superar esta formación. Les conduciría directos a unas condiciones que, para aquellos jóvenes eran indignas de llegar incluso a imaginar.
Los dos ávidos de alcanzar aquellas condiciones que sobre ese documento quedaron impresas, aceptaron comenzar una nueva vida laboral.
El tiempo transcurrió y Sheila no solo vendió sobre planos las viviendas de aquella promoción. Sino que su ascenso en la empresa era meteórico llegando a ser la responsable de equipos de ventas de innumerables promociones. Estas promociones en la mayoría de casos no se terminarían de ejecutar.
Los diferentes motivos por los cuales los clientes; que habían depositado no solo sus ahorros, sino parte de sus esperanzas e ilusiones, no llegaban a recibir sus propiedades eran de diversa índole: retrasos interminables en la burocracia, construcción en zonas protegidas de las localidades que se eternizaban en los juzgados esperando respuesta, etc.
Por su parte, Luis llegó a ser la persona de más confianza dentro de la empresa farmacéutica de la que formaba parte estando al tanto de cada uno de los movimientos que la entidad realizaba. Si existía algún recoveco de la empresa que se pudiera visitar, él ya había estado allí, él ya lo conocía.
El tiempo transcurrió y como predijo aquel hombre en aquella cafetería se volvieron a reunir los 3. Este hombre, tras haber seguido su evolución a lo largo de los años. Les dijo que estaban listos para formar parte de su círculo de confianza en la candidatura como presidente del gobierno que iba a presentar.
Aquellos jóvenes prometedores de la doble titulación de administración y ciencias políticas se habían convertido en asesores de un potencial presidente de gobierno tras concluir su “otra” formación. Habiendo dejado en el camino la confianza de muchos de sus compañeros y amigos. Y arriesgando el esfuerzo, ilusión y esperanza de muchos ahorradores utilizados como medio para conseguir su fin. Llegar al final de la formación.
Aquel día, en aquella cafetería, cuando los jóvenes se dirigieron a la puerta de atrás para recoger la propuesta que ese poderoso hombre les ofrecía. Sin saberlo, también estaban accediendo a cada una de las puertas de atrás que, cada cual tenemos en nuestras almas.
AXY LINDA
Un escritor solitario vivía en una casa cuyas ventanas y puerta principal tenían vida propia. Estas narraban lindas historias que escuchaban de quienes, sin saberlo, compartían sus secretos al pasar. Entre sueños, el escritor las oía y las transformaba en cuentos.
Una noche, el silencio fue interrumpido por una voz grave y lejana. Era la puerta trasera, olvidada y cubierta de polvo, que hablaba por primera vez:
—Guardo un secreto desde hace años —confesó—. Dos amigos enterraron junto a mí un cofre con los peores sentimientos del pueblo: envidias, odios y rencores.
A la mañana siguiente, el escritor abrió la puerta trasera por primera vez. Desenterró un pequeño cofre y encontró dentro tarjetas escritas a mano con confesiones de los rincones más oscuros de cada alma. Comenzó a leerlas en voz alta.
La casa crujió y murmuró como nunca antes. Los sentimientos atrapados en el papel se liberaron, deslizándose hacia los corazones de los habitantes. La puerta trasera rompió en llanto.
Al día siguiente, el pueblo despertó sumido en disputas y resentimientos que no se veían desde hacía décadas. Las ventanas y la puerta principal enmudecieron.
Entre sollozos, la puerta trasera susurró:
—Debe devolver las tarjetas al cofre.
SERGIO TÉLLEZ
YESH
La luz del sol golpeaba la tierra reseca, pintando el cielo de un tono anaranjado intenso. Llegó a casa descalzo, arrastrando la arena caliente del desierto entre sus dedos, y entró por la puerta de atrás, donde su madre siempre lo recibía con un abrazo cálido y un susurro de alivio. Era un ritual cotidiano, uno que Yesh amaba, ya que significaba que había regresado a salvo con el cántaro de agua dulce que saciaría la sed de aquel diciembre canicular.
La casa, hecha de barro y paja, se fundía con el entorno. Un olor a sudor y aceite de oliva impregnaba el aire. Su madre salió a recibirlo, con una mezcla de alivio y preocupación en sus ojos. «Yesh, hijo mío, ¿cómo te fue?», preguntó. Yesh se encogió de hombros, sus ojos brillando de orgullo: «Bien, mamá, agua dulce para hoy.»
Pero Yesh no podía ocultar su tristeza. Su mirada se desvió hacia el pequeño árbol de navidad, hecho de un humilde chamizo. «Mamá, los niños del pueblo recibieron sus regalos… y yo no tengo nada», dijo con voz entristecida. Maria sonrió: «Tu padre te tiene algo.»
Yesh corrió hacia el taller y encontró a su padre contemplando un caballito de madera. «¡Feliz Navidad, hijo!», dijo, mientras se lo entregaba. Yesh abrazó a José, y sus ojos se iluminaron con una emoción única. Regresó junto a su madre y le mostró su caballito, con una sonrisa radiante. Ella lo contempló con el más puro amor que madre alguna haya tenido por un hijo. «Tú eres más que un niño, Yesh», dijo con voz suave y llena de emoción. «Eres la esperanza del mundo.»
Yesh miró a su madre sin comprender, sus ojos inocentes aún no entendían la inmensidad de sus palabras. Pero en su corazón, una chispa de destino comenzó a brillar. Salió de prisa con su caballito, sus amigos lo esperaban. La estrella de Belén brillaba en el cielo, iluminando el camino de un niño que cambiaría el curso de la historia.
En este versión, la frase «por la puerta de atrás» se convierte en un momento significativo, resaltando la conexión emocional entre Yesh y su madre, y estableciendo un ritual cotidiano que define su relación.
Mi voto para:
José Luis Usón
David Merlán
Silvia Gallardo
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Sergio Téllez
Armando Barcelona
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