En la intimidad del cuarto de baño – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «en la intimidad del cuarto de baño». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 12 de diciembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Me encierro en el cuarto de baño para llorar de un modo silencioso que poco a poco va cobrando sonoridad sin que yo lo pueda evitar, enciendo el agua de la bañera a toda presión para que su ruido minimice el sonido de mi llanto y no me escuchen ni mi marido ni mis hijos, en parte mi océano de lágrimas lo han provocado ellos. Los tres me ven y me tratan como una especie de esclava. De repente Francisco se percata de que no encuentra una sudadera que está buscando:

– Mamá, ¿dónde estás, dónde está mi sudadera marrón de rayas?- vocifera el pequeño de mis hijos , que con sus catorce años recién cumplidos ya apunta maneras con un machismo inusitado heredado de su padre.

Recobro un poco el aire, cierro el grifo de la bañera y contesto con mucho esfuerzo para que no se me corten las palabras:

– En la parte superior de tu armario, junto a las verdes.

La mañana transcurre sin más sobresaltos, Iñigo, mi hijo mayor todavía no ha llegado a casa, tiene diecinueve años y solo aparece por casa para pedir dinero y encima su padre le ríe las gracias.

Adolfo es el nombre de mi marido, al cual odio con todas mis fuerzas ya que me golpea día sí y día también. Mis moratones no se pueden ya disimular con maquillaje y yo ya no sé quién soy. Quizá sea una de tantas mujeres que sufre violencia de género y se esconde en la intimidad del cuarto de baño para llorar en silencio y curarse las heridas, aunque las peores heridas no cicatrizan porque te rompen para siempre el alma.

Fin.

Nota de autor: No rotundo a la violencia de género, ¡ni una mujer más golpeada! Sea cuál sea su nombre. Cadena perpetua al maltratador.

DAVID MERLÁN

LA ESPUMA DEL ORÁCULO

Ana había notado cosas extrañas en la espuma de la bañera de su casa, pero al principio pensó que eran imaginaciones suyas, que su mente cansada le estaba jugando malas pasadas. Desde que se habían mudado a Delphi en Grecia notaba que ese no era su lugar, pero el laboratorio pagaba las facturas y su hija Laura parecía gustarle su nuevo colegio y amistades. Desde hacía semanas, las duchas matutinas y vespertinas de su hija Laura dejaban un rastro peculiar: burbujas formando palabras que, con un poco de imaginación, parecían un mensaje. La primera vez había sido hasta casi divertido.

«Caída», decía la burbuja de aquella mañana de lunes.

—¿Laura? —preguntó la madre desde la puerta del baño—. ¿No has notado nada raro en la espuma qué dejas cuando te duchas o bañas estás últimas semanas?

—¡¿Qué dices, mamá?! No, no noté nada. Me voy que llego tarde—.añadió saliendo disparada hacia la puerta de la casa, con el pelo aún mojado y dejando todo sin recoger, hecho un desastre y aún con el baño lleno de vapor.

Ana se quedó mirando el agua hasta que desapareció por el desagüe. <<Solo es una casualidad>>, pensó. Pero cuando Laura regresó esa tarde, traía una rodilla raspada. «Me tropecé al bajar del autobús» había explicado ella encogiéndose de hombros sin darle mayor importancia.

Los días pasaron y tres nuevas palabras se formaron a diario con la espuma: «Corte, roto, fuego» el martes, el miercoles y el jueves respectivamente.

Ana, al principio, se negaba a creer que tuvieran algún significado, y menos aún que su baño se hubiese transformado en una especie de oráculo moderno, pero cuando Laura se cortó con un cuchillo al preparar una ensalada, rompió su móvil al resbalársele de las manos, y se quemó el brazo con un cigarro cada respectivo día, las coincidencias se hicieron demasiado evidentes para ella.

—¿Te das cuenta de que todo lo que te pasa lo veo antes en la espuma? —le dijo Ana esa noche frunciendo el ceño mientras le servía una ración de ensalada.

Laura agitó la cabeza.

—Mamá, te estás volviendo paranoica. Todo el mundo se corta, rompe cosas o se quema de vez en cuando. Deja de decir tonterías, por favor. Pásame el agua—, añadió señalando la jarra de cristal.

Sin embargo, Ana no podía ignorarlo y entonces llegó la mañana siguiente, la del viernes en que encontró algo que le heló la sangre. Se había dirigido al baño y mirado la espuma como había venido haciendo esos últimos días. La nueva palabra no era solo una. Eran dos: Laura García. Ni más ni menos que el nombre completo de su hija. Ella se sobrecogió y notó con claridad meridiana como se le aceleraba el pulso. Sin apenas tiempo para relajarse, miró hacia el espejo que, empañado por el vapor, materializó ante sus ojos una cruz griega. Nítida y bien definida, como si la propia espuma quisiera dejar claro de que no cabría el menor género de dudas a la hora de interpretar lo que significaba aquel dibujo. Al principio pensó que era casualidad, pero cuando intentó limpiarlo, la cruz no se iba y permaneció inmóvil ante la atenta mirada de Ana.

Asustada, salió detrás de su hija para detenerla y la alcanzó justo cuando ésta se disponía a mover la manilla de la puerta.

—No puedes salir hoy —dijo con un temblor en la voz.

—¿Qué? Mamá, esto ya es demasiado. ¿Porqué, por las palabras mágicas que solo tú ves en la bañera?

Laura intentó reírse pero desistió al ver el rostro desencajado de su madre.

—Te lo pido por favor—le suplicó Ana.

—No pienso quedarme en casa por un… ¿qué? ¿Un mal presentimiento? Ves demasiadas películas, mamá. Venga, ciao que tengo que ir a hacer un recado—y dándole un beso en la mejilla, abrió la puerta y dejó a su madre con la palabra en la boca.

Laura salió antes de que ella pudiera detenerla. Desesperada, reaccionó tomando su abrigo, y salió tras su hija. La siguió a una distancia prudencial. Recorrió la ciudad con el corazón en un puño, convencida de que algo terrible le iba a suceder. La cruz en el espejo era una señal clara: su hija estaba en peligro. En un momento dado, interrumpida por un semáforo que duró más de la cuenta, la perdió de vista. Pasados unos angustiosos minutos que se dedicó a mirar por cada esquina y entrar en las cafeterías que frecuentaba, finalmente se relajó al verla en el interior de una tienda de regalos religiosos. Se detuvo en el escaparate y observó con detenimiento como estaba en el mostrador, examinando una delicada cruz de plata.

Ana irrumpió en la tienda como un torbellino.

—¡Laura! —gritó.

Laura se giró, sorprendida.

—¿Qué haces aquí? ¿Estás bien, mamá? ¿Qué te pasa?

—¡Esa cruz! ¿Porqué la estás comprando?—dijo Ana con la voz entrecortada, señalando el objeto con el dedo tembloroso—. ¿Por qué la tienes?

—¡¿Qué?! Mamá, es para… Diego—.mientras esbozaba una sorisa. —Es su cumpleaños, y quería regalarle algo bonito.

Ana la miró en silencio, con la mente tambaleándose entre el alivio y el absurdo. Una risita se le escapó, primero tímida, luego más fuerte. Laura la miró como si estuviera loca.

—¿Qué te pasa?

—Nada, hija. Nada. Solo que… qué tonta he sido…. y por cierto ¿Quién es Diego?—preguntó con los brazos en jarras dedicándole una sorinsa cómplice a su hija.

Laura, ante la atónita mirada del dependiente, se unió a la risa a regañadientes, sin entender del todo, pero aliviada de que su madre pareciera volver a la normalidad.

Un par de noches más tarde, de vuelta en casa, Ana aún limpiaba el baño con recelo, pero está vez sin miedo. Por primera vez en días, no había palabras en la espuma. Se quedó un momento frente a la bañera, esperando que las burbujas formaran alguna nueva palabra, pero no pasó nada y se relajó. Su hija, además, le había vuelto a insistir en que ella no había visto tales palabras y eso le seguía provocando algo de desasosiego, toda vez que ella si las había visto. ¿Estaría perdiendo el juicio?.

Una hora más tarde y después de recoger la cena, Ana se sentó junto a su hija en el sofá con una aumente taza de té en las manos. Laura estaba viendo una película subtitulada. Miró hacia su hija, respiró hondo alegrándose de la suerte que tenía de tenerla a su lado, y cuando se disponía a darle un sorbo para relajarse, notó algo en la superficie del líquido: pequeñas ondas formaban algo parecido a una palabra. «Escucha», le pareció leer, pero esta vez, decidió no mirar dos veces a aquel nuevo oráculo de Delfos y torció de nuevo la mirada hacia su hija.

—¿De qué va la peli, hija?

RAQUEL LÓPEZ

En la soledad de mi trono

meditando y concentrado,

sentado en este objeto inmundo

por todos rechazado.

Quisiera yo ensalzarlo

ante conflictos mundanos

pues eres así llamado,

inodoro, retrete y urinario.

Complaciente a todas horas

clave de desahogo,

testigo de tantas lecturas

y sumido al abandono.

Compañero de fatigas

hoy quiero mostrarme ufano,

descansar mis posaderas

en la intimidad del cuarto de baño.

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

¿Intimidad?

Mi nombre es Lucio Barbo del Río y creí haber cumplido un sueño. Siempre había deseado vivir en un chalet con muchos baños, uno por cada integrante de mi familia. Y lo conseguí. Mi mujer y mis dos hijas ya tienen su propio reducto de intimidad donde hacer todas sus cosillas. Pensé, iluso de mí, que las largas esperas en la puerta del váter, retorciéndome de necesidad, habían terminado.

Hoy, hace una semana que vinimos a vivir al casoplón que acabábamos de recibir de manos del constructor, tras dos años largos de resignación y una ruina económica completa. Pero, si pudiera haber estado tranquilo en mi flamante cuarto de baño, todo habría merecido la pena. Verdes las han segado.

Soy arquitecto, y las mejores ideas me llegan cuando me estoy duchando o me siento en el trono sin prisas. Los planos de los edificios se me aparecen en la imaginación como por ensalmo. Y allí estaba yo, el día de la inauguración, satisfecho, observando nuestra nueva casa, y de la emoción me sobrevino el mariposeo previo a una evacuación imprescindible de residuos corporales sólidos.

Hasta aquí, todo normal. En el baño triunfé como hacía tiempo no recordaba, y salí de allí con un halo de victoria más que evidente, como un hombre nuevo, pero intentando no demostrar en exceso mi alegría a la familia, por aquello de no parecer demasiado simplón.

Lo de la ducha fue apoteósico, cuasi homérico, diría yo. ¡Qué caudal, qué control de temperatura, qué chorros a presión! Si existe la felicidad completa, era aquella sensación. Y lloré. Lloré tanto, que no sabría decir si salía más agua de mis ojos o de la alcachofa ultramoderna. Lo que todavía no sabía, era que el éxtasis suele ser efímero y ese iba a ser mi caso.

El segundo día en nuestro recién estrenado hogar comenzó todo. Me desperté a las seis de la mañana, con tiempo suficiente para no estresarme antes de ir al trabajo. Me levanté en plena forma, ya que, al tener una habitación para mí solito, me había ahorrado los ronquidos y codazos de mi mujer. Qué manera de dormir, magnífica.

Estaba preparándome un desayuno suculento cuando, inesperadamente, entró en la cocina paradisíaca mi hija mayor, Lucía, aún adolescente, con una expresión errática que conocía perfectamente. Algo no iba del todo bien para ella, y estaba a punto de decírmelo.

―Papá, mi cuarto de baño no me gusta, le falta swing.

―Swing…, es que me parto. ¿Me puedes explicar qué es el swing de un baño?

―Pues eso, que es soso, plano, sin vida, un muermazo.

―Decóralo, cuelga cosas, dale colorido, no sé…

―Voy a ser muy infeliz, quiero volver a casa.

―Anda, no digas tonterías y arréglate, que tienes que ir al insti.

―Qué injusta es la vida. Esto no se va a quedar así.

«Vaya tela con la niña».

Con la llegada del tercer día, los acontecimientos terminaron por precipitarse. La aparición de un pelo largo en mi lavabo de dos senos hizo que saltara mi sistema de alarma contra intrusos. También ayudaron la pasta de dientes en el espejo, las bragas rosas en el suelo, el neceser de mi hija Marta con todo desparramado y un paquete de compresas mini encima de mi taburete acolchado. ¡Mi niña de doce años tenía la regla y yo sin enterarme!

Firmemente decidido a acabar con aquel contubernio, pero desechando actuar en caliente para no proceder con una brusquedad inapropiada, opté por tomar notas conducentes a desarrollar una regañina civilizada:

*Parecer tranquilo, pero molesto.

*Dejar claro que tengo pruebas irrefutables.

*Afearle dulcemente su comportamiento díscolo.

*Amenazarla con mesura con un castigo proporcionado si se repite la invasión.

*Abrazarla si llora.

*Preguntarle desde cuándo tiene la menstruación y hacerle un regalito para que sea más llevadera.

Muy contento con mis reflexiones, encaminé mis pasos a encontrarme con mi familia y dejar las cosas claras de una vez por todas. Me había embarcado en el proyecto de nuestra nueva morada para tener mi anhelada intimidad en el baño y no podía permitir que mis planes se fueran al traste a las primeras de cambio.

Al llegar al salón, las sorprendí cuchicheando. El tema monográfico solo podía ser uno: Papá. Irrumpí con una velocidad inusitada para detener la más que segura confabulación contra mí y pregunté sin ambages:

―¿Pasa algo?

La contestación no se hizo esperar. Con una coordinación digna de la selección china de gimnasia rítmica, se expresaron con contundencia:

―Queremos volver a nuestra casa, aquí no hay comunicación, te has aislado de nosotras.

La indignación que sentí ante aquella sinrazón me produjo una revolución intestinal. Comuniqué mi necesidad urgente de visitar el váter, me di media vuelta y, corriendo, conseguí alcanzar mi objetivo a duras penas, justo a tiempo de evitar un desagradable accidente.

Y, cómo no, allí se plantaron las tres, en la puerta de mi santuario pretendidamente privado, observando mi patética descarga, sin dejar de recriminarme mi actitud.

―No queremos vivir aquí.

―No te vemos el pelo.

―Te vas a volver un ermitaño, huraño y tacaño.

―¡¡¡Fuera, ¿no veis que tengo colitis? Un poco de respeto al cabeza de familia, por Dios!!!

Mi salida de tono terminó de manera abrupta. Mis chicas salieron como alma que lleva el diablo, asustadas al escuchar un grito saliendo de mi ser por primera vez en toda su existencia. Y yo, mientras tanto, soltando lastre sin freno, hierático y circunspecto, pero solo de apariencia, estaba muy arrepentido.

Una vez acabado el proceso defecativo, me faltó tiempo para ir a disculparme con mi mujer y mis hijas por mi violencia verbal. Cuál fue mi sorpresa al no encontrar a nadie, estaba solo en casa, abandonado a mi suerte.

Mientras vagaba meditabundo por el gran salón, la vi, amenazante y misteriosa, probablemente venenosa, en cualquier caso, peligrosa, agazapada tras el jarrón de imitación de la dinastía Ming, allí estaba, esperándome sin piedad, una nota de mi mujer.

“Lucio, me voy con las niñas. Necesitamos respirar. Tú y tus caprichos egoístas nos estáis asfixiando. No nos busques ni nos llames en unos días. Cuando nos hayamos calmado, hablamos del futuro. Y no hagas tonterías, que nos conocemos. Etelmina.”

Cuatro días interminables me costó entender y asumir que Etelmina y las crías tenían razón. Nadie me había pedido que construyera la nueva casa. Había manejado la situación a mi antojo, sin contar con ellas. Era evidente que estaban en nuestro antiguo piso, no tenían otro sitio a donde ir. No me quedaba otra que enfrentarme al problema, cogiendo el toro por los cuernos.

Con el rabo entre las piernas y un miedo atroz, cogí un taxi en dirección a San Manolo, nuestro barrio. Le pedí al conductor que parara en la esquina de las calles “Sinvivir” y “Válgame el payo”, a unos trescientos metros de nuestra casa, y así, caminando, podría eliminar parte de la tensión que me atenazaba.

♫Glin glon♫

«Ay, madre, qué nervios».

―¿Quién llama?

―Etel, soy Lucio, ¿me abres?

―¡¡¡Joooooooder, por fin!!! ¿Es que no pensabas venir?

―Pero…

―Las niñas y yo te hemos echado de menos. ¿Ya se te han pasado las ínfulas de terrateniente, pedazo de cenutrio?

―Sí, yo…

―Pues, nada, nada, entra, que nos quedamos aquí. La otra casa la vendemos y borrón y cuenta nueva.

―Solo una cosa…

―Lo que quieras, cariño.

―Se me ocurre que podríamos cerrar la terraza y hacer un cuarto de baño allí.

―¡¡¡Quiero el divorcioooooooooooo!!!

―Mujer, que era broma, juás.

¡¡¡Fuaaaaaaaaaaaaaaaaás!!!

―Menudo sopapo, me ha soltado las tripas, voy al váter, es urgente.

―Está ocupado.

―Ya da igual…

―Qué olorcito…

―En fin…

―Cacho cerdo… Anda, ven aquí…

¡¡¡Muás, muás, muás!!!

―Esa es mi chica…

ARMANDO BARCELONA

¡SI YO TE contara…!

—¡Eh, tú, la nueva! ¿Cómo te llamas? Yo soy Gala y llevo aquí, esperando destino, un montón de tiempo. Mola mucho ese color que te han puesto; aunque digan que el rosa pálido ya no se lleva, chica, lo que es a mí, seré muy clásica, pero me fascina. Vale que el blanco combina con todo, pero si estamos a eso, yo prefiero el negro, que es más elegante, donde va a parar, y muy sufrido para las manchas. Pero oye, que me enrollo. Tengo ese defecto, lo reconozco, no sé callar. Es que he llevado una vida muy solitaria, demasiados años sin hablar con nadie y ahora, claro, es superior a mí, no paro.

»¿Te puedes creer que es aquí, en este desguace para sanitarios, donde he tenido la oportunidad de hacer amigos por primera vez en toda mi existencia? Sola, casi ciento cincuenta años sola, en ese regio cubículo, apartada de todos, como si tuviera la peste. Y algo de tufo quedaba siempre, sí, pero no era culpa mía, que buenos pozales de agua me gastaba encima, para estar siempre limpia y dispuesta, pero, aun así. La gente dirá lo que quiera, pero ser taza de váter en una casa real no es ningún chollo. Sí, váter, porque lo de inodoro es un eufemismo pijo; que los reyes tendrán sangre azul —y tampoco—, pero lo que es cagar, oye, como cualquier hijo de vecino, y de inodoro nada, te lo juro, mi niña.

»Me instalaron, cuando reinaba Trifonio IX y hasta hace cuatro días, como quien dice, he estado comiéndome las miserias de esa real estirpe, porque en la intimidad del escusado es donde esta gente se vacía por dentro, una especie de confesionario en el que aligeran culpas y desmanes. «Por sus frutos se conoce el árbol», dice el evangelio de San Lucas (6.11), y no le falta razón.

»Algunos defienden que somos pozos de sabiduría y, por mi experiencia, afirmo que es cierto, porque muchos miembros de esta familia soberana —que fue la mía hasta antes de ayer, como quien dice—, han depositado en mí lo mejor de sí mismos. ¡Cuántas horas de introspección habrá acumuladas en mi porcelana! Sin contar el tiempo que los regios nalgatorios ocuparon en sostener con sus dueños interesantes debates metafísicos sobre la vida y la muerte, cuando el estreñimiento hacía inevitable el esfuerzo cerebral. Porque fuera de esas ocasiones, encefalograma plano.

»La muerte, otro tema recurrente en el espacio filosófico del retrete. A todos nos iguala, dicen los resignados que se acogen a la propuesta evangélica del último recurso. Pero sí, por los cojones. No hace falta llegar a ese extremo, te lo digo yo. Imagínate al monarca de turno, agarrado a mi asiento de madera, la cara congestionada por el afán y los Calvin Klein por los tobillos, hechos un gurruño. ¿Hay o no, igualdad? Sí, la hay, doy fe.

»En fin, que a mí me cambiaron por vieja. ¿Te lo puedes creer? Después de las tragaderas que he tenido yo con esa familia. En mi lugar han puesto una taza de váter japonesa, inteligente, dicen, de esas que llevan chorrito de agua caliente y secadora, incorporados. Pero tengo entendido que no va a durar mucho, porque se maneja con un joystick para gestionar la dirección e intensidad del manguerazo, y las infantas se pasan las horas muertas…, pues eso, haciendo introspección. Pero al rey, que es más antiguo que unos calzoncillos sin elásticos, lo que le tiene mosca, es que el príncipe heredero también ha desarrollado esa querencia y eso a su majestad no le mola nada. Creo que están pensando en volver al sistema tradicional. Es que nunca se conforman con nada.

»A todo esto: ¿cómo has dicho que te llamabas? No me lo digas, deja que lo adivine, porque tienes pinta de no ser de por aquí. Antes había mucho apellido Roca, pero se ha ido perdiendo. Por cierto, tengo yo una anécdota, que le ocurrió a un bidé, primo mío, que se fue a currar a Inglaterra; allí sí que se han tomado siempre muy en serio la intimidad del cuarto de baño, con decirte que hasta 1901, en que fue suprimido por Eduardo VII, existió el cargo de Groom of the Stool, el limpia culos del rey, y había tortas entre los nobles para conseguir semejante privilegio. Pero volviendo a lo de mi primo…

ANA MARIA BA

Para el tema de la semana: en la intimidad del baño

Rayos intrusos invaden el somptuoso castillo,

las flores florecen en el jardinillo,

los caballos sueltan en el aire el polvillo

y, desde lejos, un campesino en el mercadillo

busca malsufrido en el bolsillo

alguna moneda de un fuerte brillo

-ímpetu deseo del avarillo

y gozo efímero del famélico pobrecillo-.

La reina pasea por el dadivoso pasillo,

le acompaña, enjaulado, el pajarillo.

Camina hacia su aposento veranillo,

su amante le espera loquillo,

su mano impaciente le toca el desnudo hombrillo,

se derrocha entre besos, intimillo,

le toca codicioso su pelillo,

se funden en el pecadillo.

Apresurados pasos se oyen por el pasillo,

era su rey humilde y altillo;

-tuvo una sangrienta guerra en el altillo-.

Desesperado se esconde, en el baño, el amante como un zorrillo,

la reina se pone el portentoso anillo.

Entra furioso el rey hermosillo,

-su rostro más bien rojecillo-

aprieta turbado el gatillo.

(…) se desploma el amante como un ladrillo.

FRANCISCA ESCOBERO

«¡Malditas indicaciones de género en las puertas del baño cada vez son más ambiguas! Si viniera aquí no sabría donde entrar. ¿No sería mejor uno común y respeto?» pensaba la Inspectora Duarte allí plantada, delante de los aseos de aquella infecta discoteca.

Ahora, ese lugar que olía desde la puerta a una rancia mezcla de desechos humanos y bebidas alcohólicas desparramadas por el suelo, hacían del acto de caminar algo desagradablemente pegajoso. Un escenario más para investigar. «Lo siento Duarte, otro viernes más. ¿Suicidio, homicidio o imprudencia? Ya me vas contando»—Le había dicho su superior por teléfono. Sabía que para él también implicaba alargar el turno y en función del resultado del análisis de la escena, determinar si se encontraban, ante una serie de acontecimientos conectados definitivamente o a una inaudita casualidad.

Estaba acostumbrada a esas llamadas, que no puedes rechazar siendo inspectora de la Policía Nacional y formando parte del Grupo de Homicidios, pero el cansancio ya hacía mella en ella y su equipo. Las fechas en las que hay festivos solía siempre haber más trabajo, pero en navidades, eso era otra historia. Y aunque vayas ya camino a casa tras una larga jornada, con dos pizzas en el asiento y ganas de acurrucarte en el sofá con tu pareja, una serie y la manta de borreguito. Esa llamada hacía que Andrés volviera a cenar solo, las pizzas se congelarían en el interior de su coche ya que el frio había llegado para quedarse y ella tardaría en llevarse algo a la boca.

—¡Vaya mierda de semana llevas, Nerea!—le dijo el médico forense según entraba por la puerta para la inspección ocular correspondiente, antes de dar orden para el levantamiento de los cadáveres. Su presencia ya indicaba que aquel desastre era fruto de la violencia y había sospecha de criminalidad. La escena que se veía desde la puerta lo confirmaba.

—¡Más bien qué mes Julián!, pero tú tampoco estás muy libre por lo que veo, has coincidido conmigo más de 5 veces ya. Y quedan dos días para terminar el mes y el año. No creo que sea el último encuentro que tengamos. —Respondió la inspectora mientras miraba el reloj impaciente.

Había llamado a su equipo tras la llamada del Comisario. El primero en llegar fue Rubén, el más joven de los 4 y ahora el más impactado por la escena. Había salido a la calle y sabía que era para que nadie viera como aguantaba las ganas de soltar la cena que a él si le había dado tiempo a ingerir.—Y creo que has llegado demasiado pronto, esto no parece ser una imprudencia, más bien lo imprudente fue entrar en el baño con la idea de pasar un buen rato.—Le dijo Nerea a Julián mientras veía como cada uno de sus compañeros entraban en la discoteca y se ponían a trabajar.

No había empezado el fin de semana y ya tenían un nuevo caso que afrontar, sin tener resueltos los anteriores. Con la gravedad que imprimía en las pupilas la escena que tenía delante. Dos chicos de no más de 20 años estaban desvencijados entre el suelo y la taza del váter del baño de mujeres. Esos eran los patrones que habían encontrado, chicos varones, todos jóvenes de no más de 30 años, fallecidos en baños públicos de mujeres. Tres semanas consecutivas y en lugares de ocio planteados para divertirse.

Julián había iniciado las pesquisas correspondientes. «El primer sujeto: varón, edad comprendida entre 20 y 25 años, situado de cúbito supino en el suelo entre el lavabo y la puerta del baño. Parece que lleva al menos 4 horas fallecido. » mientras el equipo iba tomando nota de lo que ellos observaban, completaban la información con lo que el médico forense les trasladaba. El forense siguió su trámite, añadiendo: posible raza; que no estaban identificados; describiendo que parecía una muerte violenta; la ausencia de signos de defensa; orientación de las manchas de la sangre; una aproximación al posible arma del delito usada en uno de los jóvenes; que la segunda víctima también era un varón de corta edad; la extraña postura que tenía, boca abajo, arrodillado frente a la taza del váter y con la cabeza dentro, indicaban la posible causa de su fallecimiento, el ahogamiento.

A la vista de todos, las sustancias que aún permanecían en la cisterna. Daba la impresión de ser algún tipo de droga cuyo consumo o no sería cuestión de los resultados de las autopsias.

Una vez terminada la inspección ocular, Julián ordenó el levantamiento de los cadáveres, los llevarían al Anatómico Forense de Badajoz para practicar las autopsias, para lo cual procedió a proteger las manos de los jóvenes, así como indicar que se metieran en las correspondientes bolsas que evitarían que se perdiera cualquier indicio biológicos que pudiera aportar datos a la investigación por su alto interés criminalístico.

Fue en ese momento cuando vieron lo que se ocultaba cada uno de aquellos jóvenes. Tanto bajo el cuerpo del que estaba en el suelo, como el de dentro de la taza dos ramitas de muérdago. Si bien todo el mundo piensa que es un signo de buena suerte, pocos saben de sus propiedades alucinógenas, y que si se consume puede ser tóxica. Pero que, además, era frecuente usarla en las ceremonias funerarias en algunas culturas, sobre todo las nórdicas. Unidos a cada ramillete una nota: en la del cadáver del suelo «¡Yo soy la superviviente!», en la del cadáver del váter «El último de la manada».

Hasta ahora no habían encontrado más que unos pocos patrones que les decían que los casos estaban conectados, poco más. El muérdago y la nota eran definitorios. Era posible que fuera una sola persona quien había hecho aquello, era una mujer y si revisaban los casos anteriores, quizá ahora, encontrarían las conexiones.

Nerea pensó «Esto ya no es una serie de asesinatos, es la ejecución de una violenta venganza».

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

LA NECESIDAD

Es inútil. Por más que uno practique, nunca se está suficientemente preparado para estas cosas.

La cita era un lunes, tenía toda una semana por delante. ¿Un lunes? Se preguntarán. Pues sí, la verdad es que para esto no hay días perfectos. Una vez surge la necesidad, cualquier momento puede ser el adecuado. Lo importante era que ella tuviera un hueco en su agenda.

Todo sucedió en la intimidad del cuarto de baño. Hay cosas que se quedan para uno. Me coloqué frente al espejo e intenté reproducir la cara que ella vería, llegado el momento. Debía ser un rostro desencajado, como de sorpresa. Los ojos lo más abiertos posible, rozando la salida completa de las órbitas, pero sin llegar a ello. Los orificios nasales también ofreciendo un tamaño generoso. El aporte de oxígeno es muy de agradecer en estas ocasiones, ayuda a reducir la ansiedad que suele acompañar. Pero lo más importante es la apertura de la boca, elegantemente perfilada por mi cuidado bigote, debo admitirlo. Por ese motivo me coloqué frente el espejo. La cegadora luz de los halógenos permitía una nítida visión de molares, premolares, incisivos y caninos. Canino, así es como me iba yo a quedar después de mi cita con aquella mujer, toda una profesional en lo suyo, aunque ávida de dinero, que no iba a dudar lo más mínimo en vaciarme los bolsillos. Estas criaturas son así, pero ¿qué le vamos a hacer? La necesidad lo justifica todo.

El ritual se repitió durante la semana entera. Lo ensayaba tres veces al día: una justo después de desayunar, nada más lavarme los dientes. Luego al mediodía, y finalmente por la noche, ya sin ganas, en el proceso previo de arrastre de pies por el suelo, con los párpados medio bajados como la persiana de una tienda a punto de cerrar y en ruta directa hacia la cama. No obstante, he de reconocer que avancé mucho esa semana. El viernes, el gesto ya me salía muy natural. Sin duda, estaba preparado para la gran cita.

Por fin llegó el día señalado. Tuve que esperar un rato. Por alguna ley no escrita, todas las cosas intensas y emocionantes se hacen de rogar. Las mariposas no paraban de revolotear en mi estómago, aunque, a juzgar por las punzadas que me asestaba la ansiedad, más que mariposas parecían cazas F18 en vuelo rasante. Pronto, la puerta se abrió y una voz melosa pronunció mi nombre. Al otro lado estaba ella, bastante atractiva, todo hay que decirlo, sonriente e invitándome a entrar. Pero no se fíen ustedes de las lisonjas y las bellas sonrisas; mi abuela también les sonreía a las gallinas antes de retorcerles el cuello. Me tumbé en el sillón y como un acto reflejo, le mostré el gesto que tanto había practicado durante aquella semana. Mi cara debía ser un poema, pero a ella pareció gustarle. Sin dudarlo un segundo, se sentó frente a mí y procedió. Se le veía acostumbrada. Yo, simplemente, me dejé hacer. Mi gesto de aprobación debió facilitarle mucho las cosas, a juzgar por la expresión de satisfacción que se iba dibujando en sus ojos.

Fue toda una experiencia, he de reconocerlo. La verdad es que siempre he sentido verdadero pánico a los dentistas. Sin embargo, Agatha, mi nueva odontóloga, me ha hecho perder el miedo. Eso sí, es cara como una mortaja, pero ha merecido la pena. Ahora, todos los días repito el gesto que tanto ensayé aquella semana. Con mi boca abierta como el cráter de un volcán contemplo orgulloso como luce mi dentadura, nueva e impecable, a la luz de los halógenos, en la intimidad del cuarto de baño.

MAITE BILBAO

Aquí estoy, yo, un humilde rollo de papel higiénico, contemplando mi existencia desde este estante de baño. ¡Qué vida la mía! Debo decir que mi papel en el mundo ha sido… bastante peculiar, por decir lo menos. Recuerdo cuando era solo una idea en la mente de algún antiguo egipcio, allá por aquellos tiempos en que se limpiaban con piedras lisas. ¡Qué tiempos aquellos! Luego vinieron los romanos con sus esponjas en palos, ¡qué elegancia! Y yo, en mis inicios, era más bien un papel de elefante, tosco y poco atractivo.

Pero la evolución, amigos míos, es implacable. Fui pasando por diversas etapas: hojas sueltas, rollos rudimentarios… hasta llegar a esta sofisticación de múltiples capas y aromas que tanto fascina a los humanos. ¡Y qué decir de los colores! Antes era todo un marrón uniforme, ahora hay desde el blanco nuclear hasta el verde esperanza, pasando por el rosa chicle. ¡El mundo del papel higiénico es un arcoíris de posibilidades!

Sin embargo, a veces no puedo evitar sentir cierta envidia de mis parientes cercanos: los rollos de cocina, los pañuelos y las servilletas. Ellos se creen tan superiores, absorbiendo salsas y limpiando narices con una dignidad que a mí me parece un tanto exagerada. Yo, en cambio, tengo una función mucho más… íntima, por decirlo de alguna manera.

Siempre he soñado con ser algo más. Un pergamino con un tratado de paz mundial, por ejemplo. O un papel de periódico que revele una gran verdad. Pero el destino, ese caprichoso juguetón, me ha destinado a este humilde oficio de limpiador de traseros.

Y es que, pensándolo bien, ¿qué sería del mundo sin nosotros? Los humanos, con su dieta tan variada y sus intestinos tan rebeldes, nos necesitan más de lo que ellos mismos creen. Aunque a veces me pregunto si no sería más sencillo que cagaran oro. Así, no solo se harían ricos, sino que nacerían sin culo y se ahorrarían muchos problemas. ¡Una idea revolucionaria, ¿no creen?

Pero bueno, dejando a un lado mis fantasías de grandeza, aquí sigo, cumpliendo mi función con la mayor dignidad posible. Después de todo, cada quien tiene su papel en esta gran obra de teatro que es la vida. Y yo, por modesto que parezca, soy el oráculo de celulosa, el confidente de secretos inconfesables, el protagonista de millones de historias anónimas. ¿Quién me iba a decir a mí, un simple rollo de papel, que llegaría a ser la estrella de una pandemia? ¡Sí, amigos, yo fui el gran protagonista del 2020! De repente, me convertí en un bien preciado, más escaso que el oro y más codiciado que las entradas para un concierto de los Rolling Stones. ¡La gente me arrebataba de los estantes como si fuera el último rollo del mundo! Y todo por culpa de un virus invisible que nos obligó a todos a encerrarnos en casa y a descubrir la importancia de una buena limpieza.

Pero volviendo a mi humilde existencia, debo confesar que mi vida gira en torno a un objeto que, en apariencia, es bastante insignificante: el portarrollos. Ese humilde cilindro de plástico es mi mundo entero, mi eje, mi razón de ser. Sin él, yo sería solo un montón de papel revuelto en el suelo del baño, expuesto a las miradas indiscretas y a los pisotones de los más despistados. Pero gracias a él, puedo desplegarme con elegancia, revelar mis múltiples capas y cumplir con mi destino.

Sin embargo, a veces no puedo evitar sentirme un poco harto de todo esto. Con tanta historia trascendente que me cuento, con tantas filosofías sobre la vida y la muerte, a veces me dan ganas de acabar el rollo de una vez y marcharme a mejor vida. ¿Para qué seguir girando y girando si al final siempre acabo en la mismo agujero?

Y es que, pensándolo bien, ¿qué sentido tiene todo esto? Nacemos, vivimos y morimos. Y mientras tanto, nos preocupamos por cosas tan insignificantes como el color del papel higiénico o el número de hojas por metro. ¡Qué ironía! Un ser humano, con su capacidad para amar, para crear, para destruir, se reduce a un simple consumidor de papel.

Pero bueno, como decía mi abuela, ‘la vida es así, mi niño’. Y yo, como buen filósofo de baño, me limito a observar y a reflexionar. Así que la próxima vez que se encuentren frente a mí, no duden en compartir conmigo sus pensamientos más profundos. Yo estaré encantado de escucharlos. Y una vez realizada la misión encomendada no se olviden de presionar el botón de desagüe para que nada en la vida se atasque.

Dejaos de malos rollos, y a vivir que son dos días.

JUAN PEÑA

Agar buscó alojamiento en las casas cerca del canal, pero nadie confiaba en una harapienta de pelo rojo, y tuvo que bajar sus expectativas. Las volvió a bajar cerca de los talleres, hasta verse recorriendo la zona colindante al puerto; el barrio de Ur que daba la bienvenida a marineros y mercenarios, e impedía, con argollas de placer y vicios, su entrada a la ciudad.

Las calles estaban llenas de lupanares, casas de juego y pequeñas arenas para peleas de perros, gallos y púgiles, todas repletas hasta la cofia, y en las que podías conseguir extracto de amapola a un precio módico. Por unas razones u otras, todas comprensibles y predecibles, los visitantes regresaban a sus naves al amanecer, con la bolsa vacía, sin recordar o sin querer hacerlo, dónde, cuándo, cómo y por qué habían dilapidado el estipendio que tanto esfuerzo y peligros les había costado obtener. Sin embargo, a pesar de todo y la resaca, se sentían afortunados, pues habían regresado de una pieza, algo que no todos podían decir.

Era el mercado nocturno de Ur, donde cualquier cosa, sobre todo la vida, estaba en el escaparate. Unos la compraban y otros la vendían, algunos, obviando costumbres, discreción y convenciones, la regalaban. Nadie se quejaba de su mala suerte, aunque, como buenos marineros, vitoreaba la buena; nadie rehuía una reyerta ni perdonaba una ofensa ni se retiraba a tiempo; nadie tenía nada que ganar o, quizá, nadie buscaba ganar nada, solo estaba y se comportaba como era, sin tamices ni tapujos, porque para lo corta y miserable que es la vida, sería una estupidez andarse con remilgos, disimulos e ir lamiendo culos, regalando, así como así, parabienes; nadie lloraba sus miserias, no, al menos, hasta el tercer vino, pues hasta el más adusto de los hombres tiene un pedazo de alma que sufre y llora, y acaba gimoteando sus penas entre las tetas generosas y sudadas de una mujer que, por dos siclos, deja entrever que te ama, y que te seguiría hasta Gehena, por tres.

Por esos hospicios de almas intempestivas, como si fuera un unicornio ajado entre hienas hambrientas y rientes, andaba Agar, que desconfiaba menos de los borrachos, salideros ansiosos que, por su cuenta y riesgo, decidían probar fortuna fuera de los burdeles, por si la escueta intimidad de una esquina les devengaba un placer inusitado y a mejor precio, que del que se ocultaba entre las sombras, calibrando el valor del plato y qué mesa pagaría más por servirle, amaestrada y ablandada, la excelente carne del animal mitológico.

Porque Agar sabía que la seguían desde que entró al arrabal portuario. Estaba entrenada de sobras, por sus años de ladrona, para darse cuenta de la presencia encubierta, que saltaba de portal a portal. Era una emboscada chapucera, para el oído afinado y la atención tensa de la elfa. Si era uno, y lo parecía, no tenía de qué preocuparse, tampoco, si eran menos de cinco, pues en los tres años que llevaba viajando desde su escape de Guara, se había ejercitado en el arte de la esgrima, alcanzando una destreza que podrían atestiguar, de seguir vivos, los más de cincuenta ensartados por su espada.

No era algo de lo que regocijarse, aunque muchos de ellos, que no todos, lo tuvieran más que merecido y los que no, pues ¿qué decir…? Simplemente, valió la pena el pago recibido. Sí, no tenía por qué andarse por las ramas ni precisaba descargos de conciencia, había sobrevivido y llenado la bolsa con encargos asesinos. A fin de cuentas, la vida, la propia y la ajena, tiene precio y siempre es negociable, el suburbio de Ur era la prueba.

Amoscó a un impertinente con ínfulas de lírico sodomita, que prometía hacerle sentir un goce inefable, rayano en lo divino; colmarle de halagos húmedos el bajo vientre; recorrer con caricias todo su cuerpo, violentado, anteriormente, con los ojos, y ungirle la boca con su cálido néctar desbordado, en la intimidad de un baño improvisado, esquinado y maloliente.

Aminoró el paso de improviso, para confundir y provocar que su perseguidor errara el salto al siguiente escondrijo y quedara expuesto. Se giró con celeridad, desenvainó con pericia, se lanzó contra el husmeador, espada en ristre, apuntando al gaznate y clavó el bronce, que se manchó de un rojo tibio entre gorgoteos de incredulidad física por su destino.

EFRAÍN DÍAZ

El salón de conferencias en Reikiavik, Islandia, parecía un campo de batalla. No solo se enfrentaban dos colosos del ajedrez, Bobby Fischer y Boris Spassky, sino también dos mundos: el occidente capitalista y el oriente comunista. Pero para Fischer, aquel día no se trataba solo de piezas y estrategias. Había una guerra más sutil librándose fuera del tablero, una guerra contra las sombras invisibles de su paranoia.

Antes de iniciar la partida, Fischer, en su obsesión y desconfianza, con el ceño fruncido y su andar inquieto, se dirigió al baño. Cerró la puerta con firmeza y, como si se tratara de una operación encubierta, inspeccionó cada rincón. Pasó sus manos por los lavabos y los orinales, tanteando las superficies como si buscara un resquicio donde pudiera ocultarse un micrófono. Levantó la tapa de los inodoros y palpó los toalleros. Con movimientos meticulosos revisó hasta la más mínima grieta. Solo cuando estuvo completamente seguro de que no había cámaras ni micrófonos acechando, respiró hondo y salió del baño.

Regresó al tablero, pero la tranquilidad duró poco. En la mitad del juego, volvió a levantarse. Esta vez, un ujier de rostro impasible se alzó de su silla y lo acompañó. Fischer lo ignoró hasta que llegaron al baño. Al intentar cerrar la puerta, notó que el ujier no se movía de su lugar.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Fischer con una mezcla de incredulidad y molestia.

—Tengo órdenes de quedarme, señor —respondió el ujier con voz serena, pero firme.

Fischer lo miró fijamente, como si intentara desarmarlo con la intensidad de su mirada.

—¿Acaso crees que voy a hacer trampa aquí dentro? ¿Qué puedo hacer, muchacho? ¿Consultar un manual? ¿Conectar un dispositivo? ¿Hablar con algún genio escondido en las tuberías?

El ujier no se inmutó.

—Lo lamento, señor Fischer. Son las reglas. No puedo dejarlo solo.

Fischer apretó los labios, luchando por contener su ira.

—¡Pamplinas! Ya ni siquiera de intimidad puede gozar uno en el cuarto de baño.

Sin más opciones, y con el ujier observando cada movimiento, Fischer descargó en silencio sus orines y de paso, sus frustraciones. El ujier, inamovible como un peón que protege su casilla, cumplió su deber con la solemnidad de un soldado.

De vuelta en el salón, Fischer se desplomó en su silla con un aire de derrota que no se debía al juego. Murmuró algo inaudible mientras miraba con desprecio a las cámaras que captaban cada uno de sus gestos. Luego, alzó la vista hacia las luces del techo y comenzó a enumerar mentalmente nuevas razones para quejarse. Incluso la silla de Spassky se volvió, de repente, objeto de sospecha.

Aquella partida, como todas en aquel campeonato, era mucho más que ajedrez. Fischer no solo luchaba contra Spassky, sino contra el mundo, contra un enemigo invisible que, en su mente, lo acechaba en cada rincón. Su genio era insuperable, pero su paranoia lo hacía humano, terriblemente humano.

Y así, en ese tablero de sesenta y cuatro escaques, no solo se jugaba la partida más famosa y comentada de la historia, sino también una batalla íntima, una que solo Fischer podía librar. Fischer no solo jugó contra Spassky, sino también contra sí mismo.

FRAN KMIL

Oasis contra el dolor.

Uno es cabeza de familia y debe comportarse como lo que es: un hombre. Los hombres no lloran, los hombre no caen en blandenguerias de ataques de pánico, los hombres no hablan, actúan. Precisamente ahí estaba yo trabado, en la acción.

La discusión entre mi esposa y su hermana subió tanto de tono que se fueron a las manos. Leonardo, mi concuño, y yo tuvimos que separarlas. Surgió, entonces, el verdadero drama.

—¡Te vas de mi casa! —Gritó con rabia Xiomara señalando a la puerta de entrada de la casa con el dedo índice de la mano del brazo derecho extendido con gesto autoritario.

—¡Y me voy! —respondió impensadamente mi esposa.

—¡Ahora mismo! — aclaró Xiomara —¡Malagradecida!

—Son casi las doce de la noche —traté de calmar los ánimos y ganar tiempo, pero mi esposa cuando se incomoda no repara en consecuencias.

—¡Y me voy! —Reafirmó y fue para el cuarto a recoger. Desde allí gritó —¡Métete tu casa por el culo!

Sentado frente al timón del auto, la mirada fija sobre la calle que me alejaría del problema, trataba de hallarle lógica a la situación. No valía la pena la ruptura familiar por una discordia entre primas, por una competencia por un novio, máxime cuando se está en la high school y todavía no se sabe nada de la vida por la poca edad y experiencia.

Por el espejo retrovisor veo a mi hija llorar, quizá sopesando el peso del error o miedosa ante la realidad de estar en la calle, una noche fría de invierno sin saber a donde ir o simplemente temerosa de las consecuencias de haber destapado un viejo recuerdo, una espina enquistada entre hermanas que se vieron en parecida situación a la misma edad. A lo mejor pensando en mi reacción y la de Leonardo porque nos enteramos de cosas del pasado que nunca nos contaron.

Mi esposa y su hermana estaban conversando en el comedor mientras Leonardo y yo veíamos unos videos musicales y tomábamos unas cervezas cuando oímos la voz de Xiomara decir:

—¡Tan puta como su madre!

Y nos enteramos de la disputa por un tal Francisco, de la historia de un encuentro en el baño de la escuela y la sorpresa de ver a la hermana besando a su novio.

—¿Puta yo?. Puta tú que estando casada y con una hija todavía piensas en él. Fue el comienzo de lo más candente de la disputa.

Media hora mas tarde continuaba petrificado, sin pensamientos, sin un plan a seguir. A mi lado mi esposa con la boca abierta. Tal parecía un cocodrilo esperando a la víctima. Estaba mimetizada, congelada en el tiempo y no respondía a las preguntas que mi hija le hacía con desesperación. No sé movía.

—Un baño. Necesito un baño con urgencia —pensé en voz alta, total ni mi esposa ni mi hija estaban pendiente de mis palabras.

Conduje hasta la gasolinera cercana. Pedí la llave del baño. con tanta premura que el dependiente pensó otra cosa.

Cerré la puerta, me senté en el toilet y comencé a conversar con él reflejo del espejo. En la intimidad de los baños he tomado todas mis grandes decisiones. En los baños me siento libre de intromisiones, en los baños no me ata mi yo. Los baños son mi oasis contra el dolor.En el de mi casa de Cuba decidí partir al extranjero, hacer la travesía y llegar a tierra de mejores oportunidades, sin pedir favor, si solicitar ayuda. Pero no hay secreto cuando son mas de uno los involucrados en el asunto. Xiomara se enteró y nos ayudó, nos acogió en su casa y nos guió para los tramites migratorios. Leonardo me llevó a trabajar con él y me prestó el dinero para comprar el carro. Tuvo razón Xiomara al llamarnos malagradecidos. La tranquilidad de los baños calma mis ánimos, aclara mis pensamientos, apacigua mi espíritu. En momentos de turbación y rabia entra un hombre y sale otro.

—Vamos a un hotel por esta noche. Mañana buscaremos una renta —Dije de vuelta al auto.

Mi esposa, aún con la boca abierta para cazar moscas, se volteó con lentitud y me miró profundamente, como si hurgara en mis pensamientos tratando de saber con antelación la conversación sobre el tal Francisco y la escena del baño de la escuela.

— Papi, te juro que… quiso explicar mi hija.

—¡Cállate! —grité con rabia sin mirar.

Ella obedeció. Luego, tratando de remediar la situación y arrepentido de lo hecho, agregué con voz suave y pacificadora.

—Mañana hablamos con más calma. Mañana será otro día.

Puse el auto en marcha con ganas de gritar, de llorar y de quedarme inerte a esperar que Dios hiciera algo por mi. Pero los hombres no lloran, los hombres no entran en pánico, los hombres no dicen, actúan. Incluso hasta en la intimidad del baño.

LUISA MARGARITA

«ASOMBRO»

A mi me gustaba leer en la intimidad del cuarto de baño, leer y algunas otras cosas para las cuales se requiere privacidad. Una madrugada, yo me había permitido el lujo de quedarme en la bañera con una deliciosa espuma de fragancia erótica y eso había sido posible porque la familia en pleno se había ido a pasar el fin de semana a un balneario de aguas termales. Al estar sola, escogí el momento preferido para relajarme y preparé los aromas y el agua calentita, puse velas, inciensos y música de Alejandro Sanz, bajita, sutil para que me acompañara en ese instante de concentración. Siempre que me dejaba abrazar por ese ambiente y ese estado de ánimo después la inspiración era más poderosa y lo inimaginable se me ocurría.

Cuando, apenas, habían transcurrido veinte minutos de estar en esa ensoñación absoluta, unos toques en la ventana me sorprendieron y me sacaron del éxtasis. Era el vecino, poeta noctámbulo que pretendía compartir el desvelo qué tenía conmigo. Había notado que yo no dormía y se aventuró en proposiciones inesperadas. Yo no salía de mi asombro.

Él estaba en mi ventana, la cual yo había entreabierto envuelta en mi bata de baño felpuda y poco atractiva; pero él opinaba que mi cuerpo estaba debajo y que me quería decir un poema que me había escrito en la soledad de su estudio.

Obviamente yo no tenía pensado abrirle la puerta ; pero él tenía sus mañas. Se fue y al ratito apareció con una botella de vino francés qué sabía era mi debilidad, así que

rechinando los dientes y maldiciendo, por lo fácilmente que me dejé convencer, le abrí para que entrara . Busqué copas en la cocina y pique unos quesos para acompañar.

El vecino, mientras tanto estaba descorchando el vino. En eso sentí su voz qué me confesaba:

— Siempre que te bañas de madrugada

yo no puedo dormir, tengo la sospecha de lo mucho que disfrutas en esta intimidad!!!

EVA AVIA TORIBIO

Qué haríamos sin el

Mis ventanas se abren con la llegada de los primeros rayos de sol. Todavía no puedo creer que los dibujos que él me inspiró se hayan hecho realidad. Su calor, su tacto, sus besos, ya no me dan miedo, quisiera estar entre sus brazos para siempre.

No quiero despertarlo, pero tengo una necesidad biológica que no puede esperar. Aprovecharé para ducharme y luego prepararé el desayuno.

Una vez en la ducha.

El agua va cayendo por mi cuerpo, mis manos siguen su curso natural. Me detengo, relajándome con cada cálida gota que empapa mi piel. Mi mente se transporta al roce de su boca, de sus manos, a cuando me hace suya. Siento el roce frío de su cuerpo.

—¿Has dormido bien? —susurro, mientras sus manos acarician mi espalda.

—¡Ajá! —me responde, mientras me gira. Su mirada arde como fuego.

Ahora somos dos en la ducha, ahora el agua que recorría mi piel humedece también la suya, tornándola rosada.

—Deja que sean mis manos las que te limpien y no estas —Retirando mis manos del cabello.

Me dejo llevar, es algo nuevo para mí. Nunca un momento tan íntimo lo había compartido con otro hombre que no hubiera sido mi papá.

Así como toma entre sus manos sus pinceles para plasmar tan bellas líneas en los lienzos, coge mi larga melena y la desliza entre sus dedos. Siento su calor, su respiración, como crece su intimidad.

Coge el gel de baño y deja caer un poco en mi pecho, su frescor provoca un escalofrío que dura apenas un instante, el tiempo justo que transcurre hasta que sus manos le dan la calidez necesaria. Se muerde la boca, provocándome para que sea mordida. Sus manos enjabonan mis pechos, mi vientre, mi sexo. Se deslizan hacia mis nalgas, las que cogen y levanta con fuerza hacia arriba. Me aprisiona contra la pared, el agua juega con nuestros cuerpos…

—¡Corre, corre, levántate que me cago! —Abriendo la puerta.

—¡Joo mamá, ya me has interrumpido en la mejor parte!

—¡Quita, quita! —Agitando sus brazos, mientras aprisiona su culo—. ¡Uf! Que alivio, lo estaba viendo todo negro.

—¡Estás podrida, mamá! —Tapándome la nariz.

—El baño está para lo que está, no para que te pongas a leer. Ya pareces tu abuela, que se pasaba las horas con sus novelas.

—Mamá, ¿cuándo va a regresar la abu? El baño sin ella se siente vacío.

—Como los turrones Picó, por Navidad. Por cierto, ¿qué te tenía tan entretenida?

—¡Jua, mamá! Ahora comprendo a la abu. En el Cuatro hojas de las que nos habló antes de marcharse a la aventura, he descubierto a unos junta letras con los que me parto.

—Pues hija, precisamente no te estabas partiendo de la risa, ¡ja, ja, ja!

—Bueno mamá, es que… el tema se estaba poniendo caliente. ¡Ja, ja, ja!

—Anda, pásame el enlace, a ver si me calientan también un poquito esos junta letras, que ha este paso me meto a un convento de mojas.

Besos, La Incondicional.

CESAR TORO

Abro la ducha,

el agua fría

recorre mi cuerpo;

lo hace temblar,

aquieta mi pensamiento,

solo estamos, el agua y yo

en silencio.

Mi corazón late lentamente,

un rayo de luz,

Ilumina mi mente,

una idea genial ha llegado.

Eureka

HAROLD LIMA

Sin experimentarlo.

Agradeciendo tu atención.

El hombre moderno lo ve ahora como algo distante, algo perdido en el tiempo y una experiencia secreta de los antiguos. Lo cierto es que solo hace cinco siglos todos sin excepción lo hacían como algo natural a su fisiología arcaica y de testimonio tenemos fosiles de dimensiones variadas y formas casi siempre irregulares. Sin excepcion los grandes vehículos estelares tipo elon de los museos, las colonias sub orbitales jovianas y hasta el modesto puesto de investigación obama 14 lunar destinaban infraestructura para brindar un lugar donde se pudiera eliminar desechos sólidos del cuerpo, que eran aspirados o solo arrastrados por agua en el caso más frecuente. Sabemos según archivos arqueológicos que la gente lo hacia en un absoluto privado, pues era algo desagradable para los sentidos. Sobre el tema varios autores como; el magister de ciencias antropologicas Teodoro Sonqo M. Menciona: » Nuestras excabaciones en colonias marcianas nos han llevado a formular la teoría, de que estos desechos eran tan desagradables que se reservaba el trabajo de limpiar esta habitación especial a lo más bajo de la población de la colonia, por lo general mujeres empobresidas que se conocian como europeas palabra derivada de un toponimico arcaico, tambien el trabajo en las plantas de reciclo de desechos orgánicos se consideraba empleo de presos o gente de piel clara » todo esto basado en archivos sobre penas y demandas judiciales encontradas en las ruinas de las primeras colonias marcianas.

contrario a esta vision, tenemos los archivos de entretenimiento que sobrevivieron en yacimientos arqueológicos de vieja tierra, en los que se puede apreciar algunos momentos humorísticos donde una persona entra a una habitación portátil de excretas y otros la hacen volar por lo cielos con la ayuda de una grúa. Lastimosamente casi toda la información está corrupta y son pocos minutos de esos valiosos documentos de video, que nos permitan comprender bien el rol de las excretas en el humor.

Lo acertado sería decir que nuestra sociedad actual nunca tendrá una comprensión de este proceso donde el alimento de origen animal y vegetal se introducía en la boca, viajaba por una larga serie de viseras y se expulsaba por el ano en una pasta de olor desagradable, siendo que ahora el único residuo metabólico es la orina porque nuestra fisiología cambio mucho en los siglos posteriores a la primera diaspora humana, atrofiandose gran parte de los intestinos delgado y grueso, por la dieta liquida, pero conservandose el ultimo tercio del ano solo por su uso recreativo. Fue gracias a los acontecimientos infortunados que hicieron inhabitable el sistema solar, que se dio la diaspora humana de mediados del 5700 dc, el accidentado viaje planteo retos y especulamos fue en la nave arca Mesopotamia donde por primera vez se insinuó la idea de recurrir a la ingeniería genética para incluir cloroplastos a nivel celular y paliar en algo los problemas de alimentación en la nave. Algunas décadas después está modificación fueron algo habitual en casi toda la flota en dirección a la estrella de sirio. Los habitáculos llamados antes baños fueron reemplazados por áreas comunes denominadas solares, donde la tripulación se reunía una o dos horas en la jornada de 8 horas totalmente desnudos a dejarse flotar y liberar orines que se empleaban como catalizadores en varias reacciones de los motores de fisión de la nave; esto fue hasta que se inicio el proceso de colonización de planetas y lunas, donde se empleo el vocablo fotosíntesis para ese momento donde la comunidad se reunía en una plaza bajo el domo para disfrutar del sol y en muchas ocasiones sostener relaciones sexuales.

hoy en día es impensable imaginar como era el ritual de ir al baño o imaginar las redes de desagüe de las ciudades de vieja tierra.

Por eso es importante colaborar de manera activa en la recreacion histórica que auspicia la universidad. muchos de ustedes fueron pre seleccionados para someterse a una bioescultura que les permita experimentar la digestión, y excreción de residuos sólidos, si pasan la siguiente etapa de evaluación permanecerán en un campamento aislado equipado con letrinas lo más fieles a los datos históricos y aportarán con diarios de sus experiencias a este estudio histórico científico.

esperamos su pronta comunicación y la firma de las autorizaciones que adjuntamos. Esta es una oportunidad única de experimentar como era vivir como un humano de la antigüedad, saber en que ocupaban estos espacios de privacidad y aportar al conocimiento científico.

12 enero 7903

IRENE ADLER

“LA TOILETTE INTIME”

“Ya puede pasar usía”, vino a decir la doncella, “que la señora marquesa espera vuestra visita”.

Y entré sin más dilación en la más lujosa alcoba de la puta más famosa de la ciudad de París.

Quizá deba decir antes de contarles lo que vi, que el título de marquesa se lo había dado el rey para sustituir al otro por el que la conocían: porque Madame de Saint-Cyr, mucho antes de ser marquesa, sólo era una meretriz. La mejor, según se cuenta. Y en Francia como sabréis, más aún en aquellas fechas, pasar de puta a marquesa era cosa baladí.

A horcajadas la encontré sobre aquel raro artilugio: ¿un palafrén de madera o una silla de decoro? No sabía lo que era ni para lo que servía, y confieso que aquel día temí que mi pobre amiga sufriera de algún trastorno, pues sus partes a remojo dentro de una palangana instalada en una silla, me hicieron pensar de todo.

Con su polisón tan blanco y el gorrito de dormir se la veía feliz, refrescada hasta los codos.

Al principio sentí azoro y hasta un poco de vergüenza, más viendo sus prietas carnes por debajo de las medias y el gesto de la ablución que tan contenta tenía a la señora marquesa, empecé a sentir calor y acabé con la cabeza dentro del raro armazón. “¡Agua va!” Gritaba ella. Y casi me ahogo yo.

Desde aquel día hasta hoy me apodan en toda Francia “Barón Bidet” por la hazaña. Y se ha vuelto el artilugio cosa tan excepcional, que en la intimidad del baño no hay una sola madame que no tenga su “bidet” para refrescarse a gusto la bendita “pomme de terre”.

CARMEN BERJANO

En la intimidad del cuarto de baño.

Yo ya no me veía compartiendo baño con otra persona que no fuera mi hijo.

Pero el otro día el espejo me devolvió la imagen de los dos, lavándonos los dientes.

Está pasando todo demasiado rápido y de forma muy natural, pero es algo que me aterra.

¿Estoy preparada?

De las cosas que más asco me dan de mi matrimonio una es, sin duda, limpiar el baño compartido. No quiero ni recordarlo. No soy una persona escrupulosa, pero lo he pasado fatal. Creo que ha sido uno de los motivos por el que todo se fue a la mierda. Y no es el hecho de limpiar en sí. Es el hecho de no responsabilizarse de que es una tarea compartida. Y el asco. Ese asco que vuelve a mí al pensarlo.

No sé si estoy preparada para tanto.

Es lo que más pánico me da de la convivencia.

Así que seguiremos compartiendo solo esporádicamente, sólo de forma natural y con bromas.

En la intimidad del baño se puede ir todo a la mierda.

ART MI

LENNON (Para el tema de la semana: en el cuarto de baño)

– El futuro es como Lennon: te lo pinta todo muy bonito, pero en realidad huele a falacia -, decía mi madre.

No la culpo, porque ella era más de escuchar boleros en “Radio Intergaláctica”, especialmente aquellos que pregonaban amores de mala naturaleza, amores a cuentagotas, casi secos. Y será que mamá recordaba algo o tal vez a alguien, porque iba donde las gallinas, cogía a la más despistada y le torcía el pescuezo con fuerza, más de la habitual.

Recordaba eso mientras esperaba que sellaran mi pase alimentario. Al tiempo, aquel niño se acercó para ofrecerme bayas: treinta monedas toda la bolsa – atacó inmediatamente al cruzar miradas.

Le sonreí, apenado, negando con la cabeza, y es que también andaba corto de efectivo. Debió notarlo, porque insistió: veinte monedas y son tuyas.

Me dio aún más pena decirle que sólo llevaba diez en la cartera; en principio, porque sé que a esas horas de la noche hubiese aceptado y quedaría yo como un aprovechado entre los que conformábamos la fila y, después, porque las bayas no gustan en casa y acabarían en el cesto, pudriéndose con los desperdicios.

Le sonreí nuevamente y no contraatacó, pero se me clavó algo del hambre que habitaba en su mirada, tal vez porque era un hambre que había visto en los ojos de mis compañeros en las minas, y más aún, porque estoy seguro que ellos también me la habían visto a mí.

Él debía estar curtido en negativas, porque se colgó la bolsa al hombro sin hacer mueca alguna e inmediatamente se distrajo con una rata muerta que los formantes esquivaban al ir avanzando. Sabrá el cielo qué le habrá pasado al roedor, porque la cantidad de sangre que había derramado no se correspondía con su tamaño, parecía, más bien, que hubiese sido ultimado un gato de talla mediana.

Y el chiquillo cogió lo que quedaba de la cola, alebrestando a las moscas, y luego la empezó a aventar como si fuese una pelota de arena; corría por ella y repetía el proceso sin parar: lanzar, correr, recoger, volver a lanzar, sin importarle que se desparramaban las entrañas del animal sobre el calzado de las gentes.

Al ratito llegaron dos perros, atraídos por el espectáculo siniestro. Intentaron ganarse los restos de la rata y empezó la disputa a media calle. En algún momento, sin exageración, los perros y el niño intercambiaban mordidas por igual, arrastrando sus cuerpos en el suelo, prensándose del cuello por los dientes, entre alaridos de dolor. Y ganó el muchacho.

Lo vi alejarse, ya sin las bayas, que acabaron rodando a unos metros cuando la bolsa fue aventada y se rajó en el calor de la batalla.

Me extrañó sentirme más preocupado yo que él, porque iba feliz con el remiendo de rata.

– Se va contento, va a comer algo de carne esta noche. En sus condiciones, un pedazo, el más mínimo, es una victoria contra el crujir de tripas – dijo el hombre que estaba detrás mío.

Ni bien terminó de decirlo se anunció por el altoparlante que no había más raciones, a pesar del enojo colectivo y las manos mostrando en alto el pase alimentario que, según los gobernantes, aseguraba comida caliente y pan a cada hogar y todos los días desde el inicio de la nueva administración. Sabía que era inútil gastar fuerzas en gritos, no serviría de nada, así que me orillé, esperando que pasara la rechifla y empezaran a marcharse.

Calculé que se habían alejado lo suficiente y me agaché para recoger las bayas, al menos las que no alcanzaron a ser pisoteadas. Entré a la intimidad del baño, para enjuagarlas y poderlas guardar en el bolso de la chamarra sin el riesgo de pasar vergüenzas.

Estando en eso escuché una puerta azotarse y vi huir al empleado de la proveeduría de alimentos, echando humo de tabaco barato y acomodándose los pantalones, sin siquiera reparar en mi presencia. Seguido de él salió una Andrómeda, una de esas brujas cósmicas, de piel violácea y proporciones vigorosas, famosas por sus vientres insaciables y sus nalgas perfectas, pero también célebres por transmitir la fiebre subdérmica, incurable hasta hoy.

A través del espejo noté que se acercaba, todavía recogiendo con sus dedos los restos de saliva y fluidos acumulados en los labios para luego tragarlos mientras saboreaba, al tiempo que, con la otra mano, agitaba en mi cara el fajo de billetes que se había ganado, sonriendo locamente, casi aullando, con la mirada perdida, seguramente por la metadona de Cidonia.

– Mírame, ¡mírame y di que no quisieras un poquito! – me gritó, entre su laberinto mental.

Sentí una orfandad suprema, pero pude deslizarme y dejarla a su suerte. Así que aquí me tienes, con lo poco que alcancé a traer hoy…

Cenemos y agradezcamos lo que ha caído, no pensemos en mañana, que podría ser una distancia que no cubramos.

Vivamos el presente, aunque sea como Lennon, decía mi madre: hablando de paz y en realidad siendo una mierda, palabreando que no haya un abismo, cuando el infierno ya está sobre la tierra.

MARÍA JOSÉ AMOR

RRR (Para el tema de la semana)

Era ya casi el SXX, época de innovaciones.

Ramón Rodríguez Ramos, joven con una recién estrenada Licenciatura en Ciencias Químicas y cuyo padre poseía una pequeña empresa de venta al por mayor de todo tipo de jabones, tuvo la idea ampliar el negocio paterno vendiendo no solo jabones sino todo tipo de productos destinados a la higiene corporal.

Además, y dado que residían en una población cercana a un famoso manantial de aguas sulfurosas que aseguraban proporcionar extraordinarios efectos sobre la piel, ideó dejar de ser mayoristas para convertirse en generadores fabricando ellos mismos los jabones y demás productos, para lo que viajó por los laboratorios más importantes del país aprendiendo así diferentes técnicas en laboratorios especializados en la materia y, por otra parte, ensayando por cuenta propia la manera de mejorarlos.

Tras mucho tiempo de intenso trabajo y experimentación, logró obtener diversos jabones: para la cara de mujeres en diversas etapas de su vida; para afeitado de los hombres a los que adjuntaba, si se quería, navajas diseñadas para ellos procedentes de una muy afamada fábrica de Albacete y, agregando un diseño propio de toalla-babero para utilizar durante el afeitado; a todo esto se sumaban los jabones para lavar el cabello y para la higiene íntima de ambos sexos.

Dado que las familias acomodadas estaban introduciendo en sus hogares los cuartos de baño, qué mejor propaganda que atender a sus clientes en el suyo propio y enseñar “in situ” la manera de utilizar los productos que él proporcionaba.

Por tanto y a la vez que hacía ese aprendizaje, diseñó el tal espacio en el hogar paterno (hasta entonces carecían de él), habilitando una gran habitación de la casa para tal fin. Para ello contactó con arquitectos franceses dado que, nadie como ellos para darle ese tono especial y concluyó con lo que sería una auténtica revelación en tal género, con un lavabo de porcelana verde clarísimo con fucsias pintadas y esparcidas de manera tal que parecían estar vivas.

De manera similar estaban decorados el bidet y el váter, separados de la zona del lavabo por una pared acristalada con una pintura asemejando una mata de fucsias.

Fundó entonces una sociedad llamada RRR, las iniciales de su nombre de pila y apellidos, de la cual eran socios su padre, su madre, dos hermanos y un tío soltero.

Y llegó el día de la inauguración.

Haciendo gala de sus dotes de vendedor, en el cuarto de baño, había una mesa con, muestras de todos sus productos elaborados, además de garrafas de esa agua sulfurada a la que había añadido un producto que neutralizaba el olor a huevo podrido, especial para, previo calentamiento, llenar la bañera y darse un buen baño tonificante para la piel.

Corrió la voz y grandes distribuidoras acudían a ver y casi todas, hacer un gran pedido de sus productos y él, como era esperado, los recibía en la fase de higiene en la que pudiera encontrase: lavándose manos, lavándose el pelo, afeitándose, bañándose o incluso, haciendo sus necesidades.

Tras mucho tiempo de recibir clientes, apareció un día uno algo extraño. Delgado y aparentemente frágil, siendo primavera, llevaba el cuello del abrigo tan subido que casi le tapaba la boca y en la cabeza, un extraño gorro, semejante a una caperuza aplastándole el cabello.

Al recepcionista se anunció como Díaz y nada más y así fue anunciado al jefe no sin añadirle al jefe por lo bajo:

-Parece chalado.

Don Ramón, en ese momento dentro de la bañera, le hizo pasar ya que nunca se sabe de donde saldrá un mirlo blanco.

El extraño personaje, tras cerrar la puerta, se excusó de su apariencia añadiendo que no quería llamar la atención vestida normal y mientras hablaba iba despojándose de la ropa, hasta bajo todo ese disfraz, aparecer una bellísima joven que, al verlo en la disposición que estaba él, se tapó la boca para callar un grito de sorpresa.

Él, al darse cuenta de que se trataba de ¡una mujer! intentó como pudo tapar sus partes íntimas, pero como no podía con una mano agarrarse a la bañera para no resbalar y tapar con la otra todas sus partes pudendas, se dio la vuelta con tan mala suerte que cayó de cabeza en el agua y pegándose el gran coscorrón contra el fondo de la bañera.

Y surgió la “tragedia” ya que ella viendo la actitud indefensa y casi infantil del hombre con una mano en el borde de la bañera y la otra en la frente, a la vez que soltaba todo tipo de improperios contra la madre del recipiente, no pudo ahogar la carcajada que le salió a pleno pulmón aunque rápida, mientras reía, fue hacia el colgador de donde pendía una gran toalla, a tono con la decoración y se la acercó a la vez que le daba la mano ayudándolo a levantarse y salir de allí. Lo casi arrastró, ya que él estaba temblando medio paralizado, a un taburete y lo hizo sentar dándole golpecitos en la espalda y en el cuero cabelludo, cual si de un cachorro se tratase. Por otro lado, como en la frente iba apareciendo un gran chichón que crecía por momentos, cogió la toalla de las manos y, mojándola en agua fría, fue aplicándoles sucesivos toques en el hematoma que, si no le bajó la hinchazón al menos no creció más.

Cuando lo vio ya algo calmado le dio un últico toquecito en la espalda a la vez que le decía:

-Volveré otro día, pero, por favor, no esté en la bañera, mejor lavándose la manos ¿sí? Hala, ¡¡¡adióóóós!!!

A partir de entonces, y, nadie supo jamás el motivo, Don Ramón prefirió recibir a los clientes, muy digno, en su despacho.Era ya casi el SXX

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

La policía despertó al barrio con sus sirenas.Los curiosos se asomaban a las ventanas en aquel amanecer frío de enero.

En el número 3 se pararon, luego llegaron las ambulancias y el furgón del tanatorio.

Ya los curiosos salieron de casa, era más la urgencia de enterarse de lo sucedido qué el frío.

La noticia era qué en el número 3, en la intimidad del baño, habían encontrado el cadáver de una mujer en un charco de sangre.

Lo curioso, qué corrió entre los curiosos, es qué era una mujer no vivía allí.

Era una desconocida.

En el número 3 vivía una familia de cuatro personas, un matrimonio y sus dos hijos.

¿Quién era la mujer encontrada?

Según contó la pareja, la mujer de la casa se levantó para ir al baño y se encontró el cadáver.

Para no dejaros con la incógnita ni a los presuntos lectores, mucho menos a los vecinos qué aguantaron el frío, os cuento.

Resulta, qué la mujer muerta huyendo de del frío, por qué vivía en la calle, se metió por la ventana del baño, qué estaba mal cerrada, con ta mala suerte que se resbaló y se golpeó la cabeza.

La familia se cambió de casa en poco tiempo.

RUFINA SEVILLA

Ella le espera cada noche

en la intimidad del cuarto de baño.

Mientras arregla su cabello

La niebla llega despacio

caminando por las calles desiertas.

Su aliento frío empaña el cristal de la ventana.

¿Cómo evitar la fantasía de sus besos,si todo el tiempo piensa en el .

Se le llenan las manos de caricias que lentamente vacía sobré su piel.

¿Como hacer para matar un sentimiento que ha dejado el corazón desierto.

Más aquí estaré cuando la nieve llegue y los campos florezcan.

Aquí estaré.

SILVIA RAFI GRACIA

RENACIENDO

Cerró la puerta, preguntándose si realmente se sentía preparada o si quizás se trataba de un falso presentimiento, prometiéndose no caer en un estado de frustración si no lo conseguía.

» ¡Tanto tiempo sin volar! esperando …», se dijo.

Se desprendió del jersey y ojeó la parte de su cuerpo reflejada. «He ganado algo de peso; no se me marcan ya las costillas», pensó con satisfacción. Siguió desnudándose pieza por pieza, con calma. Observó la uña del dedo pulgar de su pie izquierdo. » Ya tiene un color uniforme y no se vé la parte quebrada» confirmó en sus adentros.

» hace ya muchos años que se resquebrajó de arriba a abajo; creía que ya nunca volvería a su aspecto normal, pero ya apenas se nota». Se iba dando ánimos a ella misma de que las cosas, pasado un tiempo prudencial, podían mejoraban y ser de nuevo como antes, aunque salvando alguna distancia.

Abrió hacia ella la puerta de vidrio, pisó con ambos pies la alfombra tras, con un suave golpeo, haber desplazado el calzado que todavía los cubría.

Aunque no conscientemente, iba transformando aquel acto cotidiano en una especie de ritual. Tenía cierto miedo de no conseguir su tan anhelado objetivo.

Introdujo un pie y luego el otro tomando posición, separó sus piernas a la altura de sus caderas con las rodillas ligeramente flexionadas para alinear su cuerpo basculando la pelvis y presionando contra el suelo las almohadillas de.ambos pies.

Respiró profundamente llenando de aire sus pulmones progresivamente y con suavidad desde abajo hacia arriba. Luego exhaló vaciando el aire. Lo hizo un par de veces más y seguidamente otro par de veces, expulsándolo con suavidad y un ritmo constante, presionando desde la parte más baja de su vientre; hasta que valoró sentirse ya preparada.

Alzó sus brazos y, girando su cintura, comprobó que todo estaba en su lugar.

El champú, el suavizante, el gel de baño corporal, el gel íntimo…

Volvio a alzar los brazos y abrió la ducha dejando caer el.agua abundantemente.

Ya nadie podría oírla, Emitió varias veces vocal tras vocal tras recorrer por su cabeza los recovecos de sus diferentes espacios resonadores, confirmando cómo su voz quedaba camuflada entre el fuerte murmullo del agua al mismo tiempo que la hacía brillar. » Ahora sí que ya no puede oírme ningún vecino», pensó. Impregnado ya su cuerpo de agua, comenzó a frotar sus cabellos con el champú; y presionando suavemente su pelvis, como una bella lanza de sus pómulos surgió la primera frase de su repertorio habitual de canciones que, desde hacía demasiado tiempo y a causa de diversas circunstancias, danzaba a ratos internamente por su mente y corazón sin atreverse a traspasar la frustrante e incoherente barrera que le imponía su garganta.

Pero ese día y en ese momento tras una canción surgió otra y otra y otra…, cada vez con mayor seguridad, temple, capacidad de matizar y potencia. Y voló, voló muy alto e ingrávidamente sumergida entre su voz.

Fué una ducha muy muy larga.

Pletórica y luminosa se envolvió con su toalla de baño, se preparó y vistió, aún canturreando controlando el volúmen pero con la fluidez de un manantial.

No recordaba cuantas veces se había aplicado champú, cuantas aclarado el cabello, ni….No importaba. Había conseguido saltar el muro y por fín de nuevo volar y volar…, allí, en su ducha, en la intimidad de su cuarto de baño, de donde regresó con liviandad de pluma balanceándose a voluntad entre un suave viento.

AMPARO SORIA

-¿Te imaginas…?-

– ¿Te imaginas…Yo sí. – sonríe maliciosa.

– ¿El qué?

Cuki resopla mirando a su despistada compañera. Las dos amigas conversan ocultas en un rincón cálido y oscuro, entre toallas y albornoces, en la intimidad del cuarto de baño.

-Pero ¿Qué demonios tengo que imaginar? –insiste Racha, intrigada.

-Sshh…silencio. No te muevas. –le ordena. – Viene alguien… Sshh…

Una vez el intruso se aleja, Cuki relata de carrerilla y entusiasmada su idea.

-Venganza por nuestros eliminados. Cada vez que uno de esos seres inmundos aplastara o fumigara uno de los nuestros…que apareciéramos un grupo de los nuestros rodeándolo. –sus antenas se movieron inquietas ante su brillante idea. – ¡Nuestras pelirrojas voladoras provocan pavor e histeria entre la mayoría de esos seres malignos! –su aguda voz se torna amenazante e imaginativa. – ¡Eso es, podrían organizarse un buen grupo de voladoras y aparecer en cada “asesinato”!…

-Cuki… –La interrumpe Racha, paciente. – somos simples cucarachas. Por ahora no tenemos el poder de superhéroe ni de Transformers. Olvídalo, y cuídate de que no te pillen en su camino.

IVONNE CORONADO

La letrina (W.C. rústico)

Ay, me aprietan las tripas, espero aguantarme. Solo de pensar en recorrer casi doscientos metros para ir a la fosa séptica, me entran ganas de llorar. Todo el día he pasado haciendo la maratón para descargar lo más posible y estar tranquila esta noche; es en la noche que me da más miedo defecar. Orinar no es problema, lo hago en la bacinica y la descargo por la mañana; con luz me animo más a sentarme en ese cuadrado de madera que tanto miedo me da.

Por las noches, ¡ay! Si les contara. Se pasean las ratas y te tocan las nalgas las antenas odiosas de las cucarachas. Algún día me iré de aquí, buscaré un mejor excusado que esa letrina inmunda, que usamos muchos y no hay más que una sola. Qué desgracia para el que padece diarrea. Solo he podido comer frijoles y tortillas esta semana, y para colmo, creo que se agriaron. Los lavé con bicarbonato, como recuerdo lo hacía mi abuela, y me aflojaron de todos modos.

Recuerdo lo que las malas lenguas decían que la Rufina dejó ir ahí su feto, y la cacharon. La nana se lo sospechaba y la siguió esa noche; lo sacaron con remilgos, pobre angelito. Yo, como siempre, me entero de último, pero igual me aterra pensar que este artefacto puede hundirse y me tocará nadar entre la mierda.

¡Ay! ¡No aguanto más! Tomo mi linterna y me lanzo a la aventura, a ver si por tanto aguantarme no me hago en los calzones; y aparte de la vergüenza, tendré que soportar que me regañe mi madre y lavarlos. ¡Qué asco!

Y se adentró en las sombras, sujetándose los pantalones, pensando: A los pobres, hasta vaciar las tripas nos cuesta.

ANÓNIMO

Bebió un trago de ron para acopiar valor y entrar, pero no fue suficiente. Luego otro y otro y otro…y lo único que logró fue mareo y más recuerdos. El ron no la alejaba, no la borraba de su mente, sino que, al contrario, la acercaba más. Ahora no sólo pensaba en ella, sino también sentía su respiración, la risa pícara con la que le invitaba a bañarse juntos. Desde aquel día que se marchó sin avisar y dejó sobre la cómoda la escueta nota ”Me marcho. No me busques,” evitó entrar al cuarto de baño. Temía derrumbarse cuando el espejo le devolviera la escenas de la pose que ambos gustaban para hacer el amor antes de bañarse porque les permitía verse en el espejo. Era como mirar una escena de una película porno en que ellos mismos eran actores y público al mismo tiempo. No quería volver a ver la cara de Lea sonriente de satisfacción al final, porque así ni las quinientas noches de Sabina bastarían para sanar.

Hacía veintiún días que hacía sus necesidades en baños públicos, pero el aseo era diferente. Ya no podía mantener el cuento de la tubería rota para pedirle prestado el de Luis, su compañero de trabajo,vecino y amigo, quien como el que no quiere la cosa, insinuando que conocía el verdadero motivo, le comento: “¿Por qué no te mudas? Así nunca la olvidarás”.

Estaba obligado a vencer la fobia a la intimidad del cuarto de baño.

Un último trago y se vació la botella. Trató de vestirse para escapar a la calle, lejos de sus recuerdos, pero cayó bocabajo sobre la cama, todavía desnudo y se durmió.

MARTU MONFORTE

Liberación

Esperaba ansiosa el momento; a veces una infusion de miel y jengibre me daban esperanzas.

Cuando la casa dormía bajaba al cuarto de baño para los huéspedes. A estas alturas ya era mi lugar, a modo del cuarto propio de Virginia, porque con el carácter ácido de mi pareja nadie venía a casa… Creo que él sabía de mi ritual pero no le importaba. Caía en su sueño profundo y ya… allá de mí.

Ignoraba que cada paso que me acercaba a aquel cuarto me transportaba a mi felicidad íntima, intransferible. Mi pequeña y única alegría.

Llegaba el momento, dejaba caer mi ropa, desnudaba mi alma. Abría la ducha tibia…esperaba que el vapor se deslizara por mi garganta.

Entonces daba un paso más, ingresaba detras de la mampara, la cascada caía sobre mí. Giraba y se abría paso el momento deseado. Cantaba en la ducha. ¡Cantaba a viva voz! Mi voz era simple y desafinada casi siempre. Pero era mía, era la voz de mi alma… y cantar era mi sueño secreto, mi debilidad…mi parte del día que acomodaba las roturas y reparaba los despojos. Un día eliminaria los prejuicios y tomaria clases de canto. Eso debía hacer…mientras tanto volaba ennun volero…

Todo iba bien hasta aquella noche.

¡ Basta ya mujer! ¿Hasta cuando crees me haré el tonto? Es insoportable ese canto de gallina alborotada. Déjame dormir en paz!

Quedé perpleja. Muda. Anonadada.

Cerré la ducha, solté mis lágrimas mientras me sequé y vestí.

Esa misma noche dejé mi casa.

Una gallina alborotaba iba en busca de su lugar propio, aún desafinando.

ANA DEL ÁLAMO

EN LA INTIMIDAD DEL CUARTO DE BAÑO

Unas veces angosto, otras sublime y espacioso.

Testigo de múltiples hazañas ¡tantas batallas libradas!

Desde la ducha cantas. Desde el espejo afeitas, maquillas, tiñes, ondulas y peinas.

Devuelves besos y sonrisas «profidén». Escribes con dedos de pluma y dibujas corazones efímeros que se desvanecen con un soplo de vaho.

Tu pica lava piezas íntimas, rostros adormecidos y ojos cansados. Les proporcionas agua tibia como si de un manantial brotara y a cambio con un placer intenso te sientes premiado.

Tus dos piezas únicas ofrecen calidez y bienestar a las partes más nobles, sucumbiendo en un orgasmo placentero sin parangón.

Tu luz es tenue en invierno y luminosa con el sol estival; rayos cálidos que penetran por tus costuras dando aliento a un sombrío día.

Una oleada de espuma con sales de azahar es tu último billete en un viaje diario a la intimidad del cuarto de baño.

CONCHA CARIAS

Érase una vez una niña, casi una mujer, de la que su padre venía abusando desde los cinco años.

Para ella el cuarto de baño tenía dos tipos de entradas y salidas. Una de ellas era para asearse en la intimidad, con cuidado de vigilar la esquina superior izquierda del cuadrante central de la puerta, ya que tenía un agujero que permitía ver de dentro a fuera y viceversa. Para disfrutar de la intimidad del cuarto de baño se veía obligada a colocar una bolita de papel higiénico humedecido con saliva y así evitaba posibles pupilas expiatorias.

Cuando apagaba el grifo de la ducha, cogía la toalla que anteriormente había colocado sobre la mampara y se envolvía en ella antes de abandonar la tina. Al mover la puerta de la mampara y poner los pies sobre la esterilla de algodón veía como el grumo de papel de “Elefante” saltaba del hueco de la puerta. Desde el otro lado habían empujado el grumo con algo punzante. Al ver rota su intimidad se agachaba contra la puerta temblando, ya que sabía que al salir él la miraría con media sonrisa, como el que advierte de que él seguía ahí…

La otra forma de entrada y salida de la intimidad del cuarto de baño era algo más compleja ya que debían darse una serie de circunstancias necesarias:

La primera que él solo tuviera media jornada matinal en el trabajo. La segunda que su madre tuviera que salir a hacer un mandao, y la tercera que esta última decidiera dejar a sus tres hijos pequeños, dos niños y la benjamina, en casa, aunque la peor circunstancia se daría si decidiera llevárselos con ella, lo que dejaría completamente a la niña mayor con él.

Hoy la mamá se había ido sola a visitar a su hermana, en el salón él hacía que leía el periódico, y sobre la alfombra la niña jugaba con sus tres hermanos pequeños:

-¡Vamos a jugar al escondite niños! -dijo él tras apurar la copa de Caballero y arrojar el periódico sobre su sillón.

La distribución de la casa consistía en un pasillo de entrada y a la izquierda el acceso sin puerta al salón que hacía de distribuidor, ya que desde allí nacían otros dos pasillos, uno con la cocina y el cuarto de baño y otro donde se encontraban los tres dormitorios.

Él se ponía en modo “juego”, aunque la niña predecía el peligro en que acabaría semejante divertimento.

-Venga, os cuento veinte -decía él jovial pegando la cara contra la puerta de su dormitorio- Uno, dos, tres, cuatro…

La niña escondió a su hermana en uno de los armarios de la cocina y cuando consiguió coger el picaporte de la puerta para salir a la escalera él la enganchó por la trenza y le puso la mano en la boca:

-Veinte. ¡Te pillé! -susurraba mientras la empujaba tapándole la boca hasta entrar a la intimidad del cuarto de baño, cerraba la puerta con sigilo y corría el pequeño cerrojo que estaba a la altura del agujero, ahora taponado con un grumo de papel.

Entonces él se colocaba dando la espalda a la puerta, hacía a la niña arrodillarse y tras bajarse la cremallera de su pantalón de tergal, se sacaba el miembro y se lo introducía con la mano derecha en la boca a su hija, mientras que con la izquierda empujaba su cabeza para darle ritmo a la felación a pesar de las continuas arcadas que aquello le producía a la niña. Aquello no cesaba hasta que la excitación hacía salpicar con su semen la cara de la niña.

-¿Qué haceís ahí dentro? -dijo la madre desde el otro lado de la puerta-. ¡Abre Manuel!

Él agarro con fuerza a la niña mientras que con uno de los albornoces que colgaban de la puerta limpió ávido el esperma que derramado sobre la cabeza de la cría.

-¡Vaya mamá! -decía con sorna, mientras descorría el cerrojo- Nos has fastidiado el escondite.

Al salir, como en otras ocasiones, se encontró con los ojos de su madre que extrañamente nunca parpadeaban, y ese rictus retorcido, de desconfianza que cambiaba al oír como sus otros hijos salían en tropel de su escondite, para saludarla:

-¡Ha pillado a Celia Mamá! -dijo la más pequeña-, siempre la pilla…

-Si cariño, si -contestó-. Parece que a tu hermana le gusta mucho perder.

NUMIRALDA DEL VALLE

EN LA SALA DE BAÑO

Manuela, hija de Irene una ex reina de belleza, luego de salir del colegio regresa a casa situada a pocas cuadras, por lo que hace el recorrido a pie. El primer trayecto en grupo con algunos compañeros quienes se van dispersando según la dirección correspondiente. La algarabía, las risas se disipan y ella continúa el camino sola, deteniéndose en alguna que otra vidriera de los negocios para ver su difuso reflejo. Tiene 16 años, alta, de figura estilizada, boca de labios carnosos y nariz perfilada. Una bonita cabellera demarca el rostro donde resaltan los brillantes ojos azules.

Su familia la espera para comer todos juntos, sólo a partir de los días viernes lo pueden hacer debido a las respectivas responsabilidades. Al llegar cruza el amplio salón de prisa, sube las escaleras dirigiéndose a la habitación. Coloca la mochila en el armario y entra a la sala de baño, sin girarse cierra la puerta tras de sí apoyándose sobre la misma un instante que muchas veces quisiera eternizar. Luego de lavarse las manos su mirada ávida se posa en el amplio espejo, pareciera buscar respuestas.

Cambiado el uniforme escolar por una apropiada vestimenta baja al elegante comedor donde ya están los demás charlando.

—Holaaa— saluda— me retrasé un poquito—agrega, a modo de disculpa.

Irene, la madre, impecablemente arreglada le ofrece una amplia sonrisa, mientras la observa de arriba abajo.

—¿Cómo te fue hoy en la escuela?—pregunta el padre, tendiéndole una mano, ella coloca la suya sintiendo el cálido apretón.

—Bien, papi—contesta mirándolo a los ojos.

Julio, el menor y único hermano, le dice juguetón:

—Siéntate, siéntate rápido que me estoy muriendo de hambre. Acto seguido, el chico empieza a comer unos exquisitos calamares a la romana. Entre plato y plato, servidos por la empleada doméstica, conversan sobre diferentes planes vacacionales. De posición económica holgada, con negocios propios, disfrutan de muchos privilegios.

Con evidente apetito, Julio devora la comida. Manuela en cambio va degustando poco a poco los bocado cumpliendo una a una las normas de protocolo en la mesa. Sentirse supervisada por la madre la pone muy nerviosa, teme no cubrirle las espectativas. Cada año, a medida que crece, son mayores. «Yo no logré ser Miss mundo Manuela, pero tú si podrás. Tienes todo para hacerlo», le reitera constantemente, desde muy niña.

Finalizada la comida, Manuela, al igual que los demás, sube a su habitación y en la intimidad de la sala de baño, como muchas veces, introduce los dedos a la boca provocándose el vómito.

GUILLERMO ARQUILLOS

MAMÁ MIRA SU RELOJ

—Mamá, en el cuarto de baño hay un monstruo —dijo Dori.

El aire olía a desagüe atrancado.

El vecindario comentaba que Nicolás, su mujer y su hija eran una familia feliz. Todos los envidiaban. La madre siempre sonreía y el padre y la cría jugaban los domingos en el parque.

La madre la miró con cara de extrañeza, quizá de repugnancia.

—Déjate de tonterías, niña. Ya vas a segundo y las niñas de segundo saben que los monstruos no existen.

Dori se agarró a las piernas de su madre con fuerza. No paraba de temblar.

—Que sí, mamá, que es verdad… Me da mucho miedo entrar en el cuarto de baño.

La mujer arrugó los labios y acercó su boca a la oreja de la cría. Susurró:

—¿Y dónde vas a hacer tus cosas entonces? ¿En el patio, como los animales? Déjate de tonterías. Pasa y date prisa, que tengo que entrar en cuanto salgas.

—Pero… —suplicó Dori—. ¡Por favor, mamá!, ¡por favor…! —El llanto casi no la dejaba hablar.

—No hay pero que valga, no hay pero que valga.

La madre empujó a la niña con fuerza para que entrase. Dori clavó las uñas en el pantalón de su madre, pero no sirvió de nada. La mujer cerró la puerta y la atrancó con una silla.

Pasaron varios minutos, la mujer mirando su reloj una y otra vez, vigilando a derecha e izquierda con impaciencia. Sonaron unos golpes secos y el ruido atravesó las paredes. La casa estaba impregnada de un hedor repugnante.

Se oían gritos de la niña. Eran gritos de horror.

La madre suspiró, ahora parecía molesta. De pronto, dio fuertes golpes en la vieja puerta:

—Daos prisa. Nicolás, por favor, no os entretengáis. Como no acabes pronto, me lo voy a hacer encima, cariño.

El vecindario creía que Nicolás, su mujer y su hija eran una familia feliz. Nunca dejaron de envidiarlos, porque los monstruos nunca salieron de esa casa.

MARÍA LAURA MALVENTANO

Shhh, no grites. No estoy gritando. Estás hablando fuerte y nos pueden oír, creo que ya se fueron, pero por las dudas. Siempre se están yendo. No llorés, tranquila, vamos a estar bien, tenés tu cuaderno. Sí, pero no veo con las luces apagadas ¿No te alcanza con el reflejo de la ventana? No, y necesito escribir algo, tengo miedo. No tengas miedo, en un rato seguro salimos y nos vamos, esta vez nos vamos. ¿A dónde? No sé, ya voy a ver. ¿Me puedo llevar mis libros? Claro, pero algunos, elegimos algunos, pensá cuáles, hacé una lista, no llorés. Pero no saben que estamos acá, ¿y si justo llaman del colegio para avisar que hoy faltamos? No van a llamar y si llaman no van a atender, nunca atienden cuando están discutiendo. No se oye nada ¿se habrán ido? No, oigo pasos arriba, ¿oís? No. Esperemos un rato para estar seguras, agarramos un par de cosas y nos vamos, ¿pensaste la lista? No, estoy nerviosa, quiero hacer pis. Ahí tenés, hacé pero no apretés el botón. Listo. Dale, vení, mirame, vamos a estar bien te lo prometo, ¿cuándo te menti? Nunca. Y bueno, tranquila entonces, ¿y dónde está Celeste? En la bañadera. ¿Y no la vas a llevar? Sí, cómo puede ser mirá si nos íbamos sin ella. Yo la busco esperá, tiene medio suelto un ojito mirá. Sí, hace rato. ¿Por qué no me dijiste y se lo cosía? Estabas muy ocupada y no quise molestarte. Qué molestarme, tonta, sabés que yo también adoro a Celeste, bueno, fijate de no perderlo que ya lo vamos a arreglar, shhh, callate. ¿Qué pasa? Oigo pasos. ¿No se habían ido? Parece que no. ¡Qué hacen ustedes acá escondidas!

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

A nuestros caídos.

En un imperio, hace ya algún tiempo, todo era abundancia entre sus cientos de miles de millones de habitantes que poblaban el reino. Éste se expandía conquistando nuevos horizontes a la vez que crecía más y más sin parecer tener fin. Todo funcionaba a la perfección, tejiendo una red muy compleja que daba al reino días de grandeza que mostraba al mundo.

No obstante, un día todo se fue truncando y el reino se vio amenazado por un enemigo. Al comienzo, todo sucedía en la oscuridad de la noche. Cerca del reino había unos campos de algodón donde, de manera muy extraña, se esparcían ropas de los habitantes del reino que habían desaparecido la noche anterior. Este suceso alertó en gran medida a los habitantes del dominio, quienes escuchaban que cada noche en aquellos campos seguían

El rey de aquel reino, que continuaba gozando por aquel entonces aun de gran esplendor, ordenó reestructurar a los individuos de su gobierno para que los demás reinos no se percataran de que bajo su mandato se estaban perdiendo efectivos de manera muy alarmante. Mandó recolocar a sus súbditos de aquella manera que para el resto de reinos no se viera que su población estaba menguando. No podía permitir mostrar signos de debilidad. Y colocó más efectivos custodiando sendas entradas por las que se podía acceder al reino al igual que mandó poblar de más efectivos la zona central donde se hallaba la corona del reino bajo su custodia.

Los días iban sucediendo y en aquel reino las bajas se seguían aconteciendo en aquel campo de algodón noche tras noche. Dadas las circunstancias, el rey mandó reunir a los brujos y hechiceros del reino que una vez comprendieron la situación a la que se enfrentaban y comenzaron a buscar soluciones al problema. El dominio, cada vez, menguaba mas en efectivos y las entradas al reino y el patio de armas donde se hallaba la corona podía ser susceptible de ser atacadas por el enemigo en cualquier momento.

Transcurridos unos días, a los brujos y hechiceros del reino se les ocurrió preparar un brebaje viscoso. Una vez se aplicaba, dotaba a los individuos del reino de un brillo y un vigor pasajero. Esto parecía mostrar al resto de reinos que la fuerza del imperio no había menguado a pesar de las bajas, pues el imperio era muy próspero y seguía gozando de gran salud para el resto del mundo.

Sin embargo, el enemigo seguía atacando sin cuartel. Día tras día, se podían contabilizar las bajas en aquellos campos de algodón por miles y miles. Siempre lo hacía en la noche oscura. Y cuando se ponía el sol al día siguiente, se dejaban ver las ropas de los ciudadanos que habían desaparecido la noche anterior sin dejar rastro en aquel campo de algodón.

Los años fueron sucediendo y el enemigo seguía ganando la batalla noche tras noche. Sin apenas hacer ruido y siendo un rival indetectable a la vez que implacable. El gran imperio que en su día mostraba al mundo todo su esplendor fue menguando hasta que llegó el momento de tomar una decisión.

Y ahora me veo aquí en la intimidad de mi cuarto de baño frente al espejo teniendo que tomar la decisión de como combatir con este enemigo que es la alopecia. Al comienzo, la recolocación del cabello pudo disimular en parte algo de la situación. Pero las carencias capilares exigían tomar otra decisión y vino entonces la etapa de la maquinilla de rapar con la que me familiarice durante un tiempo.

Con el paso del tiempo he decidido tomar otra decisión y me dije que: – para poca salud, mejor ninguna. – Tomé con decisión firme mi maquina de afeitar y ya no solo la aplico en mi barba sino en toda mi cabeza. Ya no queda rastro de aquel reino que en su día fue tan próspero a ojos del mundo.

Sirvan estas palabras como reivindicación para, quien sabe si algún día, puedan ser leídas y puestas en conocimiento de algún ministerio. De la gran variedad que ya existen, o de los muchos que aun quedan por inventar. Y se apiaden de nuestro colectivo y se hagan eco de las muchas de las necesidades de los que hemos perdido la batalla ante la calvicie.

AXY LINDA

En el baño del más glamoroso antro de la ciudad: el “Eclipse”,

habitan pequeños seres luminosos. Invisibles al ojo humano.

—Siempre lo mismo —suspira Axy.

—¿Qué cosa? —pregunta Lumy.

—Mentiras. Traiciones. Fingimientos. ¿Es que nunca descansan?

Esa noche, tres mujeres conversan intensamente. Una rompe en llanto, mostrando un anillo de diamantes.

—No lo amo, pero necesito el dinero.

Otra, con vestido rojo muy ajustado; retocando su maquillaje, dice:

—Si mi esposo descubre esto, estoy acabada.

La tercera, de voz grave y mirada firme, proclamó frente al espejo:

—¿Por qué debo ocultarme para conseguir ese puesto?

Axy giró en el aire con frustración.

—¿Por qué lo hacen? ¿No ven que las mentiras los hacen trizas?

—Tal vez han olvidado quiénes son —respondió Lumy.

Entonces, ocurrió lo inesperado. Los pequeños seres se deslizaron hasta una gota de agua y comenzaron a brillar intensamente. Las mujeres quedaron atónitas mientras la gota proyectaba imágenes en el aire: risas de infancia, sueños olvidados, verdades ocultas bajo capas de miedos y máscaras.

El baño quedó en silencio. La mujer del anillo salió corriendo, decidida a cancelar el matrimonio. La del vestido rojo borró un mensaje comprometedor de su teléfono, murmurando: “Mejor no tentar al destino”. La de voz grave ajustó su chaqueta, decidida a ser ella misma en la entrevista.

Cuando todo terminó, Axy y Lumy flotaron de nuevo en el aire.

Axy.

—Tal vez no estén perdidos del todo. —dijo Axy sonriendo.

—Quizá no —admitió Lumy—. Aunque un poco de terapia no les vendría mal.

Desde entonces, los seres siguieron habitando el baño, no para juzgar, sino para recordar a los humanos lo que realmente eran: luces esperando brillar bajo el peso de sus propias sombras.

LETICIA R MENA

Reflejo

El dibujo no le está quedando tan bien como él quería.

El niño que ha pintado con lápices de colores está un poco torcido, y el pelo no es exactamente de su color.

Pero eso a mamá no parece importarle, no lo ve tan gris y pálido como él le ha dicho.

Es que a mamá todo lo que hago le parece precioso.

Me levanto de mi postura de indio apache, y voy, obediente, a hacer lo que mamá me ha pedido. Lavarme las manos para merendar.

Paso por delante de la ventana. Fuera el día sigue envuelto en niebla, como si alguien hubiera pasado una goma de borrar gigante y hubiera hecho desaparecer el mundo.

Mientras me lavo las manos, me miro al espejo y me hago muecas a mismo.

Me divierte hacerlo. Siempre he aprovechado la intimidad del baño para hablarle a mi reflejo. Le guiño el ojo derecho y él me devuelve el guiño con el izquierdo.

Me cae bien el niño del espejo. Es más guapo que yo, seguro más listo. No está tan pálido, y en su lado el mundo no está siempre cubierto de niebla.

Su mamá no parece tan triste como la mía.

Ahora él se ha quedado mirándome. Y es que se ha movido, pero yo no lo he hecho.

Acercamos nuestras caras a la brillante superficie, cada uno desde su lado.

Entonces nos damos cuenta, después de todo este tiempo, al final nos damos cuenta.

Al principio me asusto. Luego le sonrío, aunque él no lo hace. Parece asustado. Pero yo quiero ser su amigo.

Voy a hablarle, a decírselo. Pero mamá entra en el baño en ese momento. Estoy tardando mucho en lavarme las manos y viene a ver si estoy bien.

Le quiero explicar lo que he descubierto, pero no sé cómo.

Solo me sale decirle, ante su cara aterrorizada por lo que ve y lo que me oye decir, mientras le señalo con mi dedo infantil el reflejo:

— Mira mamá, ahí dentro hay un niño VIVO que es igual que yo.

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13 comentarios en «En la intimidad del cuarto de baño – miniconcurso de relatos»

  1. David Merlán Castro

    Me ha gustado mucho el clima de intriga que consigue crear así como la manera de «resolver» la situación. Y cómo describe (las sensaciones que transmite) todo lo que va sucediendo.

    Y aunque sean unos cuantos los relatos compartidos que me han gustado mucho, puestos a elegir uno me inclino por éste.

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