La prueba del algodón – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la prueba del algodón». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 31 de octubre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

El algodón no engaña, el que engaña es el interesado y pretencioso. El que tiene buen corazón, por ende, es engañado, desplazado y desdeñado. Pero al final del camino cuando el algodón se mancha de lodo,el que engaña lo pierde todo; pues tiene manchada el alma…

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

La casa de Lola mantenía las habitaciones vestidas como antaño, más ahora la mitad de los días no se abrían al sol. Sus dos hijos habían dejado la casa para dar paso a crear su propia familia. Paco su marido hacia veinte años qué murió.

Lola ha llevado su viudez llena de actividad…, pero ahora su cerebro la lleva a situaciones, se le podían llamar» paranormal».

El otro día sin ir más lejos me contó que en la noche notó como un ser terrorífico entraba en la alcoba subió a la cama incluso por un momento sintió la quería afisiar.

Dios mío, le dije, tendrás que decir lo a tus hijos o mejor al médico.

Haciendo caso a mi consejo Lola le dice a su hija, últimamente al entrar en la cocina me veo reflejada en los azulejos.

La hija dispuesta coge el detergente, empapa el blanco algodón y lo pasa por las baldosas. Enseñando lo a la anciana, le dice, la cocina mamá está sucisima. » El algodón no engaña»

DAVID MERLÁN CASTRO

ALGODÓN

Elías era un hombre que nunca se había fiado de las apariencias. En su breve pero intenso trabajo como detective novato le había enseñado que la verdad, al igual que afirmaba el gran Arthur Conan Doyle en boca de su célebre Sherlock Holmes, solía esconderse en los detalles más pequeños. Por eso, cuando la desconocida anciana, viuda y solitaria señora Hurley lo contrató para investigar la desaparición de Carmen, supo que no debía enfocarse en los grandes misterios, sino en las cosas que parecían insignificantes. La reputación de la adinerada y algo más que esnob familia Hurley, le hizo pensar asi.

Al llegar a la Mansión de los Hurley, Lourdes, la asistenta personal de la señora, le abrió la puerta.

Una vez en el salón, y hechas las presentaciones formales oportunas, Lourdes cerró la puerta y dejó en la intimidad a Elías y a la seña de la casa. Ella comenzó su relato. Carmen era la hija perfecta. Estudiante ejemplar e hija atenta. Al menos eso pensaba su madre al explicarle a Elías lo sucedido. Pero en esa casa perfectamente ordenada, llena de fotos familiares con sonrisas forzadas, algo no cuadraba. Un aroma artificial a perfección impregnaba el aire, como si la vida allí fuese un escaparate cuidadosamente montado.

Tras las extrañas explicaciones recibidas de aquella mujer, a todas luces con avanzados síntomas de demencia, y con su explícito permiso, Elías recorrió la casa, observando con atención. Cada objeto parecía colocado a propósito, como en una escena teatral. Sin embargo Elías cayó en la cuenta. No era lo que estaba, sino lo que faltaba, lo que le llamó la atención. Los relojes, por ejemplo. Había uno en cada habitación, pero ninguno marcaba la hora correcta. Elías sonrió para sí mismo, un detalle tan pequeño, pero tan revelador. «Los relojes no mienten», pensó, recordando uno de sus recientes casos ya resueltos.

Finalmente llegó al dormitorio de Carmen. Lo había dejado deliberadamente para el final. Quería hacerse primero una composición general de lugar antes de entrar en aquel cuarto. Una vez cerrada la puerta a su espalda y escudriñado cada palmo de aquel lugar, entre montañas de libros perfectamente alineados, encontró algo fuera de lugar: un diario, cubierto de polvo en una estantería donde todo lo demás estaba impoluto. No era un escondite, sino casi una trampa, dejado a la vista de cualquiera que quisiera saber más. Al abrirlo, no encontró confesiones de amor, ni relatos de una vida feliz. Solo páginas garabateadas con frases inconexas, palabras que parecían desesperadas, como si Carmen hubiera estado luchando por mantener una falsa fachada que se desmoronaba por momentos.

Un párrafo en particular le llamó la atención:

«La verdad es rutina y se esconde antes nosotros. Él siempre lo supo. El tiempo y el reloj avanzan, pero yo permanezco quieta, inmóvil. Estoy atrapada. Las paredes susurran a todas horas. Si me encuentras, sabrás que nunca fui yo».

Elías frunció el ceño. El reloj. El maldito reloj. Su intuición se disparó y giró rápidamente para mirar el reloj de la habitación. Marcaba las tres de la mañana, a pesar de que fuera eran las cinco de la tarde. Giró el reloj, y lo analizó. Los pequeños tornillos de su tapa tenían las cabezas desgastadas. Metió la mano en su bolsillo y buscó el tamaño de la moneda apropiada para usarla como destornillador. Un minuto más tarde, lo tenía desmontado y encontraba en su interior una pequeña llave.

«Está claro que Carmen no quería que está llave se encontrase fácilmente» pensó al tiempo que leía la inscripción de la marca en la tija.» Yo he visto esta marca en otra parte» mientras intrigado, la llevó al salón donde había una vieja vitrina que, hasta ahora, había pasado casi desapercibida. Con la llave en mano, y confirmadas sus sospechas, abrió la puerta de la vitrina y, para su sorpresa, lo que encontró no fue una pista vital… sino un gato gordo, muy vivo, que le miraba con absoluto desdén desde su improvisada prisión.

—¡Por fin alguien me saca de aquí! —dijo una voz detrás de Elías.

El detective se giró rápidamente, esperando encontrarse a Carmen. Pero no fue así. Ahí estaba la señora Hurley con una sonrisa sarcástica en el rostro, apoyada en su bastón en una mano y una bolsa de snacks en la otra.

—El pobre «Algodón» lleva un par de horas encerrado ahí porque siempre se cuela en la vitrina. —al tiempo que le daba una palmada amistosa al felino e intentaba infructuosamente abrir la bolsita de chuches para gatos.

Elías se quedó mirando al gato, a la madre, y luego a la vitrina vacía, aún confundido.

—¿Un par de horas? —preguntó.

—Sí, siempre se mete cuando limpiamos la vitrina. Lo malo es que no me di cuenta hasta ahora porque pensé que estaba durmiendo en su cesta, como siempre. Ni maúlla cuando lo encierro. —La madre sonrió—. Tranquilo Algodón, Lourdes ya te ha puesto tu comida y tu agüita fresquita lista en la cocina, ¿si bonito?— mientras le acariciaba levemente la cabeza.

Elías no pudo evitar una sonrisa sarcástica mientras miraba al felino, que bostezaba con una pereza monumental. Estaba claro que ese gato podría haber pasado unas horas ahí encerrado sin que nadie lo notara.

—Entonces, ¿Carmen no ha desaparecido? —preguntó aún intentando entender la situación.

—¡Oh, no, en absoluto! ¿Porqué dice eso? Carmen se ha ido de casa hace una semana para un retiro espiritual en el campo. Necesita desconectar. ¡Dios mio. No lo quiero ni pensar!— aclaró con una serenidad pasmosa.

Elías alucinaba por momentos.

—Pero entonces…, ¿su llamada señora Hurley, la supuesta desaparición de su hija…, y todo lo demás…?.

Ante la atenta mirada de Lourdes, la anciana señora Hurley lo miró descolocada sin entender muy bien porqué aquel joven le hacía aquellas preguntas y sin más, le dió los buenos días, le dijo que Lourdes le acompañaría a la puerta, se dió la vuelta, y salió del salón.

Lourdes con cara de circunstancias acompañó a Elías a la puerta. Al llegar, Elías suspiró.

—¿Me lo puede explicar? Una semana de seguimiento, una búsqueda minuciosa… todo para liberar a un gato de una vitrina.

—No se le puede hacer mucho caso. Está muy mayor y ya no rije bien.

—Ya pero como comprenderá…Y su hija, ¿No sería mejor que se dejase de tanto retiro espiritual y cuidase a su madre?

Lourdes posó su ojos como platos en los de Elías.

—¿Pero cómo? Yo pensé que ya lo sabría antes de venir aquí, y que si había aceptado el encargo habría sido más por lástima que otra cosa.

—No le entiendo.

—Su hija Carmen falleció hace quince años, pero para la señora solo se encuentra de retiro por unas semanas. Quedó muy traumatizada por ello, y si añadimos la muerte de su marido, pues…ya se puede imaginar el resto.

Elías quedó en shock. No había comprobado ese dato y su falta de experiencia lo dejaba quedar en mal lugar como detective. Asumiendo su error, pero sin querer denotar debilidad ante los ojos de Lourdes, decidió que lo mejor sería despedirse dignamente y sobre todo, lo antes posible.

—Ya entiendo…. bueno, al menos —dijo, sin poder evitar la sonrisa—, el algodón no engaña, ¿Verdad?. Buenos días.

FIN

ARMANDO BARCELONA

Que son tres días…

¡Ay, Agustín, cariño, qué razón tenía tu madre! Os tenga Dios en su gloria.

A ver, tú sabes que nos teníamos atravesadas la una a la otra, cosas de familia, pero eso no quita, oye, para admitir que la mujer estaba en lo cierto con lo del algodón, por más que lo llevara yo mal por aquel entonces: «Angelines aquí hay lardo», decía la hijaputa mientras pasaba el trocito de guata por el baldosín de la cocina sacándome los colores.

Se me revolvían los adentros, mi vida, lo sabes, y nos costó a los dos estar de morros más de una vez, aunque acabáramos haciendo las paces —tú más que yo, todo hay que decirlo—, en el catre. Eso sí, a tu madre ni tocarla. Menudo calvario me hicisteis pasar. Pero mira lo que son las cosas, gracias a la prueba del algodón conocí a Manolo. Él también es viudo. Seguro que conocerás a Jacinta, su mujer, ¡coño, sois vecinos de nicho!

Igual que yo contigo, iba todas las semanas al cementerio a echar un rato con ella y como me veía afanada, dale que te pego al cristasol, sacándole brillo a la lápida, empezamos a pegar la hebra, que si esto, que si aquello, le hizo gracia lo del algodoncito, una cosa llevó a la otra y mira hijo, qué quieres, serás el amor de mi vida, Agustín, no te lo discuto, pero la soledad es muy mala, las noches frías y, perdóname cariño, no es por comparar, pero este hombre en la cama es una estufa.

Tú dirás que ya somos mayores para esas cosas, porque es de tu quinta, y no dejas de tener parte de razón —le cuesta izar bandera y a la que te descuidas ya la tiene a media asta—, pero no veas el empeño y la voluntad que le pone a la relación, además de oficio, porque otra cosa no, pero a Manolo se le nota lo viajado; como quien dice, tiene don de lenguas.

Sí, Agustín, corazón, lenguas, en plural, porque parece que tuviera dos. ¡La madre que lo ha parido, cómo la mueve! No deja rincones, te lo juro, ni uno, y cuando engancha el botón de la risa…, ¡Jesús, María y José, que desparrame, por Dios!, me lo deja brillante, como los chorros del oro. Ahí me gustaría ver a tu madre hacer la prueba del algodón.

En fin, que te cuento esto porque han hecho una rifa en el hogar del pensionista y nos ha tocado una escapada romántica a Lanzarote, dos semanas, así que vamos a estar un tiempo sin venir a dar vuelta. Hazte cargo, cariño, la vida son tres días, qué te voy a contar, y a ti lo mismo te da, porque en tu estado, pues eso, que ni fu, ni fa. Ya te compraré un detalle en la isla, de recuerdo.

Bueno, Agustín, mi amor, cuando volvamos te cuento. Ah, un favor te voy a pedir, cielo mío, díselo tú a Jacinta, que a Manolo le da cosa.

SUSANA NÉRIDA

Últimamente he pensado en lo social

Y decidí hacer la prueba del algodón

Para ver quién era especial

Solté la sinceridad de la razón.

Muchas personas me agredieron,

Incluso se fueron,

Pero definí las amistades

Y pude ver cuáles eran reales.

Doloroso ha sido un rato,

En el que casi me mato,

Pero también fue liberador

Y está resultando sanador.

Y con esto me despido,

Pues no te quiero cargar

Con aquello que no mido

Ni con mi forma de vagar.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

LA CERTEZA DE SU ALTEZA

Me llamo Raimundo José Eduardo Reyes de todos los santos. No estoy seguro de en qué manos caerá esto, pero si alguno de ustedes es príncipe como yo, estará conmigo en que el principado, definitivamente, no compensa. Les confesaré que estoy hasta las reales napias de ser un segundón, de tener que esperar a que mi padre me traspase la corona y las escrituras de rey para empezar a saber lo que es bueno. De ser azul como un pitufo en los cuentos, de salir en los paquetes de galletas de chocolate y ser el protagonista negro y larguirucho de una serie americana de los noventa. Lo que de verdad mola es que tu careto aparezca en las monedas de curso legal en forma de publicidad gratuita en los bolsillos de todos los súbditos y ciudadanos de a pie. De estar en las bolsas de cambio de panaderos y butaneros y que tu rostro real se derrame en forma de avalancha monetaria en las bandejas de las máquinas tragaperras cuando salen las especiales. Lo bueno de la condición monárquica es estar todo el día de viaje, participar en regatas, dar cenas de gala, que te besen la mano y esas cosas. Pero eso lo hace mi padre, el rey. Yo de momento me limito a ser “hijo de”. Completen ustedes el resto.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, algo ha cambiado. Una bocanada de aire fresco y huracanado en forma de mujer ha conmovido los cimientos de mi existir. Ayer la conocí. Se llama Cenicienta, aunque en su círculo más cercano se hace llamar la Ceni. Se trata de la chica de la limpieza. Con más tatuajes que un tebeo, sí. Llena de piercings, también. Mascando chicle todo el día mientras pasa el mocho y mira el móvil a cada minuto. A ver… nadie es perfecto. Pero lo cierto es que tiene un no sé qué que me deja embobado. Esos enormes zapatos de plataforma, esas mechas imposibles, esos rabos infinitos que parten de sus ojos negros y hacen cabriolas por su rostro, ese escote que no deja nada a la imaginación, ese trozo de tela que a duras penas le cubre lo que puede. No sabría cómo decirlo. Es tan… ¿exótica?

Ayer me la crucé, mientras pasaba la aspiradora por uno de los pasillos de palacio. Nuestras miradas se intercambiaron y algo surgió. Lo sé. Por cómo me atravesaba con sus pupilas y por cómo se le atascaba la aspiradora sin que ella hiciese nada por arreglarla. Porque durante unos segundos que me parecieron infinitos dejó de masticar y por cómo se pasó la mano por el pelo mientras hacía lo propio con la lengua recorriendo sus labios a cámara lenta.

Lo tengo decidido. La voy a invitar a la cena y posterior baile que esta noche han organizado mis padres para la recepción de los embajadores de la cumbre iberoamericana. Le enviaré a uno de mis mejores chóferes con una carroza arrastrada por briosos corceles, acompañada de un vestido de ensueño y unos taconazos de cristal de Murano con diamantes incrustados, para que luzca radiante y luminosa. Llegado el momento, hincaré la rodilla y con voz solemne le expresaré lo que siento por ella, le propondré ser princesa, aunque por ahora solo sea del pueblo, e incluso estaré dispuesto a renunciar a lo de salir en las monedas, las regatas, los besamanos y el pack real completo. Todo por la choni de mis desvaríos, la Ceni de mis entretelas, la que me tiene el palacio como los chorros del oro.

Más o menos eso es lo que pasaba por mi atolondrada cabeza antes de que todo esto ocurriera. Ahora no sé qué hacer. A mi madre, la reina, le acaba de dar un parraque nada más verla aparecer. Mi padre le ha metido prisa a los de seguridad y no para de dar vueltas de un lado a otro, aunque sin atreverse a levantar la voz, no vaya a ser peligroso. Y a la Ceni la tengo plantada delante de mí con los brazos en jarra. Que dice que ni vestido de Frozen, ni tacones, ni ostias. Así, literalmente. Que me meta el conjunto por el real agujero de mi retaguardia. Que me deje de pijadas, que ella tiene más clase que todo eso. Acaba de llegar con sus colegas, el chino y el culebra, los cuales, tras hacer siete trompos y diez derrapes, han aparcado el Seat León ante la mirada desencajada de los mayordomos. Ni qué decir que en estos momentos el reaggeton campa a sus anchas por todos los rincones de palacio envenenándolo todo. Ante tal atropello sonoro, la orquesta de cámara se ha visto obligada a interrumpir el recital, visiblemente contrariados. Los embajadores contemplan el espectáculo con una mezcla de espanto y estupor y una ola de desmayos femeninos se ha sucedido, haciendo caer damas de alta alcurnia como vulgares fichas de dominó.

¿Qué no sé que hacer? Lo acabo de ver claro. A tomar viento lo de ser príncipe azul. Me largo con ellos en el Seat León. De momento vamos de botellón. Luego están comentando algo de una rave y de un after y que va a rular no sé qué. Ellos sabrán, pero seguro que el plan mola.

Padre, madre… con el permiso de ustedes solicito una excedencia. Olvídense de momento de las oposiciones a rey. Me tomo un año sabático. La Ceni me espera. Necesito pasar la prueba del algodón, pero algo me dice que ella es la mujer, la reina de mis sueños. Cuando vuelva, Dios y la corona dirán.

EFRAÍN DÍAZ

Ernesto cruzó la frontera hacia los Estados Unidos en silencio, con su mirada fría y despiadada. Javier lo siguió con sus gélidos ojos hasta que se perdió en la oscuridad de la noche. “Qué lástima que no quiera ser coyote”, pensó para sus adentros. Pero Ernesto tenía otros planes.

No era la primera vez que cruzaba para “trabajar”. Ser sicario del Cartel de Sinaloa exigía habilidades especiales y Ernesto las tenía todas. Por eso lo llamaban “el fantasma de Sinaloa”.

A sus quince años, abandonó el campo y la casa paterna, sin decir una palabra. Su padre había intentado aferrarlo a la tierra, enseñándole a sembrar y a recoger el fruto que con esfuerzo la tierra regalaba. “Si la cuidas bien, la tierra te cuida a ti”, repetía el viejo, pero Ernesto nunca le prestó atención. En un pueblo olvidado por Dios y por el gobierno, donde la pobreza era ley y el futuro no ofrecía más que hambre y miseria, el narcotráfico era la única salida.

Ernesto se marchó sin mirar atrás. Besó a su madre en la frente y ésta lo abrazó, le echó la bendición y lloró al saber que jamás volvería a verlo. Su padre, firme en su orgullo, le advirtió: “Si te vas, no vuelvas a pisar esta casa”. Pero esas palabras no lo frenaron. Con los carteles, encontró lo que su hogar nunca pudo darle: dinero, poder, mujeres, y una vida rápida que lo absorbió por completo.

Al principio y como todo novato, Ernesto cobraba “protección” a los comerciantes. Si alguien se negaba a pagar, recibía una paliza. Al segundo aviso, el negocio ardía en llamas. No había un tercer aviso; o te ibas del pueblo o morías. Ernesto, despiadado y sin un ápice de remordimiento, se encargó de enviar ese mensaje a más de una veintena.

Uno de los comerciantes que desafió las órdenes del cartel, fue torturado y vilmente asesinado frente a su esposa y sus dos hijos. De nada sirvieron las súplicas de la mujer, el llanto de los niños, los desesperados gritos de dolor y las promesas del comerciante. Al terminarlo, le advirtieron a la recién viuda que si no se marchaban en el plazo de 48 horas, correrían la misma suerte. Para el cartel las culpas se heredaban.

Con el tiempo, Ernesto subió de categoría. El patrón lo ascendió a sicario, dándole su primer encargo: matar soplones. A los sapos Ernesto los arrodillaba, les ataba las manos a la espalda y, con una sierra de gasolina, les rebanaba el cuello. Nunca vaciló. De hecho, parecía disfrutarlo. Odiaba a los chotas. Con el único que titubeó fue con Jorge, uno de sus compañeros de andanzas. No era un soplón, no era sapo, pero se había follado a la mujer del patrón y esa deshonra se pagaba con la vida.

Jorge lo miró tembloroso. Sabía lo que le esperaba. Ernesto le dio una mirada lastimera y encendió la sierra. No quería matarlo, pero de no hacerlo, sería el próximo. Respiró hondo y en un sorpresivo movimiento espetó la sierra en el cuello sin que Jorge lo esperara. Mientras más rápido, mejor.

Ahora, cruzaba hacia el norte para encargarse de otro traidor. Esta vez, un sapo que estaba en los Estados Unidos, se cruzó de bando y había comenzado a cooperar con las autoridades federales norteamericanas. Todo el mundo tiene un precio, solo hay que llegar a la cantidad adecuada. El precio de Daniel había sido una visa permanente para residir en los Estados Unidos.

Ernesto caminaba entre las sombras del desierto. El zumbido de dos drones rasgó el oscuro cielo llamando su atención. Se detuvo, abrió su cantimplora y bebió agua. Mientras refrescaba el gaznate, recordó a Martín y su imprudencia. La torpeza que le había costado la vida. Entonces, un tercer dron apareció en solitario. Era la señal acordada. El camino estaba limpio, sin guardias fronterizos a la vista.

Procedió y llegó al punto de encuentro. Sus cuates lo recibieron con un abrazo, un trago de tequila Don Julio 70, y un sobre que contenía identificaciones falsas, una buena suma de dólares, y las fotos del sapo que debía “neutralizar”. El cruce había funcionado. Había pasado la prueba del algodón. Las nuevas tecnologías que servían a los organismos de ley y orden, también servían a los del inframundo.

Ernesto sacó de su mochila varios paquetes de fentanilo. Se los entregó a los muchachos, quienes seguirían envenenando a los jóvenes que caían en la trampa de la adicción.

Terminada la transacción, miró las fotos. Tenía mucho trabajo por delante y necesitaba descansar. La noche podría ser larga, pero la vida de su objetivo, no tenía por qué serlo.

JUAN PEÑA

Yahvé, lo tuyo es fantasioso. Dices que quieres ser un faisán, y te conviertes en tortuga; mascas chicle, y pruebas a exhalar humo como si fumaras. Creo que tienes un problema gnóstico. Tal vez, te ocurre lo mismo que a mi primo, que dice ser daltónico, pero lo que sucede es que nunca aprendió los colores, y tú no sabes qué significan las palabras. Las entremezclas y las confundes, si no fueras Dios tendría un pase, pero siéndolo, es de juzgado de guardia.

Uno se explica muchos desbarajustes, y que el mundo se rija más por azares que causas. Una chapuza, es lo que hiciste, que no pasa la ITV ni, incluso, la misérrima prueba del algodón.

No pongas cara de no haber roto nunca un plato. Si no sabes algo o dudas, lo preguntas.

Qué es eso de que en Gomorra solo querías «labrar los campos», pues buena la liaste, que ahora la gente se piensa que follar es un pecado mortal, y divertirse, la peor de las calamidades. Es que vas a por azafrán y regresas con huevos, hombre de Ti.

Lo de Noé no tiene nombre. Hacer trabajar al abuelo día y noche construyendo un barco, y te excusas que, como estaba teniente, te entendió mal, «Un arco», dices que le dijiste, pero luego no te cortaste un pelo. «Como ya lo tenía hecho…», pues qué carajo, no vendrá de un día de lluvia.

Y lo de tu hijo, el pobre, hecho un Cristo me lo dejaste, valga la redundancia. «No te metas en las drogas», le querías decir y qué salió de tu boca: «Líala parda en el templo». Y claro, para montar la de San Quintín, iba metido hasta el culo, pues si el burro cojea, es que algo le pasa en las patas.

Ahora, a ver, quién es el listo que les explica a los hombres, que todo en lo que creen es un error de lo más tonto. Una inadecuación entre significados y significantes.

¡Tú no! ¡Quieto parao! Que nos conocemos y pidiendo disculpas y dando explicaciones, eres capaz de enviar el Armagedón.

FRAN KMIL

Me imagino a la enfermera frotando sobre mi piel el algodón embebido en alcohol y siento el dolor del pinchazo mientras me pregunto si será esa la prueba a la que se refiere el tema de la semana. Creo que no, que se trata de una que se realiza para saber si algo funciona de verdad. Desde la cama del hospital, prometo investigar para poder escribir una historia. Tendré tiempo, estoy obligado al reposo. Hasta ahora nunca había oído de tal prueba y me siento desanimado porque no entiendo realmente el significado. No obstante, lamento mi ignorancia y el desconocimiento porque de haber sabido de su existencia, la hubiese aplicado a mi miserable vida antes de cometer la estupidez que hice.

¿Valió la pena? Esperemos el resultado de la prueba del algodón y mi regreso a la azotea.

HAROLD LIMA

En la cara de todos.

Lo que a hace a un experto es, hacer lo mismo que un neófito pero mejor. Siempre he creído eso, aun mientras camino entre las pálidas calles de la pequeña New York. Un jovencito rubio sucio de pies a cabeza me detiene y aproxima algunos dulces a mi rostro.

—Por favor, comprar, father golpear si no llevo dinero…

Lo aparto de un puñetazo. Estos traviesos podrán hacerle el truco a los tontos turistas. pero, yo crecí en estas calles. Otros dos muchachos salen corriendo por detrás mío, la más pequeña de ojos azules y pelo rojizo deja caer una jeringa hipodermica, seguramente esta llena de algún somnífero.

La gente me mira un rato y al instante apartan la mirada, no desean meterse en lo que no les importa.

Escupo al suelo las hojas de coca que masticaba y veo a los niños desaparecer entre algún sucio callejón hecho con viejas carpas de la onu; me tocó la mejilla recordando los golpes que recibí en mis tiempos, yo también alguna vez traté de secuestrar a algún local y pedir dinero por soltarlo, que buenos tiempos sorprende que ese truco aún sirva.

Avanzo hasta el local de Bob, esa vieja rata consiguió traer la cabeza de la estatua de la libertad desde las tierras de la devastación y la usa de oficina. Algunos le llaman loco y otros como yo solo alguien con estilo.

Uno de sus albinos guardias me detiene. Pero, retírala mano de mi chaqueta al ver mi rostro, se disculpa tratando de no mírame a la cara, el pobre tiembla como papel al viento.

—Bob, Hi ¿how are you bastard? Bob ríe a carcajadas y muerde un perrito caliente que trae en la mano. Yo lo acompaño en la risa y me ofrece una cerveza helada de lata que una jovencita asiatica de no más de 12 años trae. Imagino le costó una fortuna ya no se ven de ese tono de piel en casi ningún lado.

—Juanito ¿do you estar bien? My People decir tu ahora tener bisness y pronto ser político. Very respetado.

Lo interrumpo mientras devoro con la mirada a la pequeña asiática que apenas puede cubrir su lindo cuerpo con las diminutas prendas que este cerdo le dio.

—Al grano, Big Bob ¿A quien deseas que encuentre? Sabes estaré retirado, pero aun soy caro. Aprovecho para extender mi mano y tocar las pequeñas nalgadas de la niña.

Bob entiende todo al verme y sonríe alegre.

—Boy ¿Te gusta? Ser tuya. Señala a uno de los guardias y dice: —Flat Joe que la lleven a la house de Juanito. Es un regalo de friends.

El gordo Bob se levanta con esfuerzos de su sillón y busca una foto en una caja pequeña que parece salir de ninguna parte. Me aproxima con otro guardaespaldas una pequeña esfera.

—¿Que diablos es esto? Pregunto. Bob, da otra bocanada a su perrito caliente haciendo que escape algo de mostaza.

—Futuro Juanito, todos más rich cuando i get. Dice el gordinflón jefe de la mafia de pequeña new york. No dudo este loco encontró algo bueno cuando su gente contrabandeaba basura de las ruinas de su país, los hay algunos coleccionistas que dan mucho por recuerdos de esas lugares que fueron destruidos cuando ellos llegaron.

Al ver al viejo recuerdo los mis días de infancia viajando en avión para caer en esas tierras radiactivas y buscar entre los huesos y la ceniza. Muchos murieron esos días, buscando chaquetas de los raides, motos Harvey davison y cualquier basura en buenas condiciones para vender en los mercados negros.

La esfera brilla en verde y veo que da una pequeña vibracion, el ambiente me huele a cereza. Sin notarlo tengo dos identicas de menor tamaño en la mano.

—¿Esta mierda es segura? Pregunto ahogando mi voz. Bob, asiente su enorme cabeza pelirroja.

El gordo señala todos los artefactos de la oficina y me dice, que funcionan gracias a esta esfera por algún tipo de energía inalambrica. La cosa está según el demora unos meses en crecer al tamaño de un puño y se divide en otros pequeñas, mientras eso irradia energía eléctrica. Al parecer su gente encontró unas pocas en una nave que dejaron ellos en California. La nave era sólo polvo cuando la encontraron los de la onu, pero un casco azul encontró esto y se lo llevó de recuerdo; terminando en manos del gordo Bob, luego fueron por más en las búsquedas.

—Bob. Me abraza y dice Yeah Juanito. Su gente me acompaña hasta mi auto que deje a afueras del barrio de refugiados.

Dando algunos pasos más todo es tan limpio y de un buen gusto, la inmundicia y crimen se queda atrás, mi BMW olimpia abre sus puertas al sentir mi proximidad. Enciendo el autoradio para sentir me desprendo de ese bajo fondo donde sólo viven refugiados de los países del norte del mundo, yo viví mi infancia ahí aunque mi madre era una morena de cartagena de pura sangre y tenia un carnet de ciudadanía de los países latinos. Por culpa de mi padre que era un canadiense de la peor clase, el muy alcohólico me oculto la cédula toda la vida solo para joderme. Luego ya grande y con dinero pude registrame como ciudadano y tener derechos en Perú. El resto solo fue vivir bien y hacerme rico. Ya dicen que quien, perico es verde en todos lados. El viejo Bob es como familia y el lo sabe. Le lavo algunos negocios y todos estamos mejor.

Sobre ellos, no es buena idea meterse con sus cosas, pero esto de la esfera suena a lo mejor que nos podría pasar en la vida. Ese empujoncito para mi carrera política. Ya veo los diariosholograficos de mañana «político local resuelve crisis energetica»

Me miro en el espejo retrovisor, cuido el bronceado artificial este parejo y mis lentillas oculten bien mis ojos verdes. Los votantes odiaría me vea como esa basura de los barrios bajos.

El cristal está algo sucio y procuro limpiarlo con un paño, veo queda aún sucio. Tomo algodon del botiquín y lo paso para ver si quedo polvo. Esta limpio. Sonrió de satisfacción.

No hacen falta más pruebas, voy directo a la cima; muero de ganas de ir a mi casa en las afueras de piura, disfrutaré de esa asiatica. Dicen lloran mucho cuando lo hacen y otras son buenas para los masajes.

Enciendo el auto que se levanta suavemente del suelo y dejo busque la ruta más rápida a mi casa. Dormiré un rato, pensando en el trabajo que me costará infiltrarme en la colonia de esos estúpidos aliens y robarles algunas esferas más. Increíble creer que las usan de topes de puerta. Todo este tiempo la humanidad creyendo no eran nada importante, En la cara de todos estaba esa fuente de energía limpia. Esa ridículas plantas que caminan ni se molestaran que me lleve algunas en la noche. Solo pasaré mi algodón por ahí y me llevaré eso que no es importante para ellos. Esta es la prueba definitiva que soy un maldito genio.

MARÍA JESÚS GARNICA

El algodón no engaña.

O sí.

La gente te dice cosas.

Tú escuchas.

No entiendo, como me dijiste algo que ahora es distinto.

Da igual.

Cada uno lleva el dolor como puede.

Es la gestión del dolor.

De la extrañeza.

Te extraño.

Como vivir. Sin ti.

El algodón no engaña, pasa y deja el poso de tu ausencia.

Ves, el tiempo pasa y te extraño.

Y tienes qué gestionar el dolor. Saudade.

SANANDO EMOCIONES

Mamá

Esa mujer que por decisión, por casualidad, por error, puso su cuerpo para dar un lugarcito a esa almita que la eligió para cumplir su misión.

La que da amor por de más o escaso, la que abandona, o la que siempre está. Esa Mamá que siempre será la excusa perfecta para alabar o culpar según lo que sus hijos construyan en sus vidas.

Muy alabada o cuestionada pero muy pocos saben que esa Mamá tiene una historia a la que puede repetir o hacer lo contrario. Y los resultados pueden ser los mejores o los peores. O simplemente resultados cuando los hijos y las madres se perdonan, se aceptan, se aman o sólo se dejan ser.

Transitar los sinsabores de los juicios cuando los hijos pasan la adolescencia o cuando algo sale diferente a los mandatos sociales, y que llegue el momento de la escucha, el perdón, el entendimiento, ahí es cuando pasamos la prueba de algodón. Que solamente se puede lograr con amor verdadero, amor del bueno.

EVA AVIA TORIBIO

El dolor que me produce el algodón

1845, Virginia. Nace una hermosa niña fruto de los abusos de un amo a su esclava.

—Perdóname, Armida, por traerte a este mundo —Sujetándola entre sus brazos, mientras la mujer más anciana que ejercía de parturienta, curandera y demás menesteres, limpiaba con algodones los restos de la bolsa amniótica—. Tu nombre significa mujer guerrera y a ti, mi pequeña, te va a tocar luchar con todas tus fuerzas si quieres sobrevivir en un mundo donde tu piel es un castigo —Acariciando sus pequeñas manitas. Las lágrimas que tenían que ser de felicidad son como puñales que se clavan en el corazón, ve a su amo en el rostro de su pequeña.

Esas palabras las tengo clavadas aquí en mi pecho, mi nana me las relataba una a una cada noche desde que de bien pequeña ella se hizo cargo de mí, mamá murió a manos de nuestra ama. Me llamo Armida, he sido criada entre algodones, los mismos que con sangre y lágrimas cultivan otros esclavos como yo. A mí, me tocó ser la sirvienta de mi ama, nacer es mi castigo.

Quince años, quince años donde las humillaciones han formado parte de mi instrucción para llegar a ser una buena y obediente esclava. Pero no me puedo quejar, he tenido la gran suerte de tener un techo donde dormir, situado en una cabaña al lado de la cuadra de caballos, donde el joven amo, en las noches, me visita desde hace un par de años con asiduidad; ropa roída para cubrir mi delgado cuerpo y un plato de migas al día como sustento, mientras otros niños esclavos, hasta que no han tenido edad de trabajar en la plantación, no han tenido derecho ni a cubrir sus esqueléticos cuerpos. Esta a sido mi vida durante mi corta edad, en la que ser la hija del amo me ha dado como privilegio aprender a leer.

—¿Cuántas veces te tengo que decir que frotes con más ahínco la plata? ¡No sirves para nada! —Tirando los cubiertos al suelo.

—Perdóneme, mi ama, ahora mismo los froto —Agachándome a recogerlos.

—Ponte esta ropa —Señalando la ropa que sujetando con sumo cuidado me entrega otra de las sirvientas—, mañana tenemos una visita importante. ¡Y dúchate por el amor de Dios, que hueles a estiércol! —Cubriéndose el rostro con un pañuelo—. ¡Sucias bestias! —Levantándose, se dirige hacia la puerta.

—Como desee, mi ama —Resignada, agacho la cabeza.

—¡¿Qué pretendes, madre?! —le grita el joven amo haciendo acto de presencia y evitando que salga de la estancia.

—¡A ti no te importa lo que yo haga con mis esclavos! ¡Y ahora apártate de mi vista mocoso malcriado! —Echando a un lado a su hijo.

—Te recuerdo que esa esclava es de mi propiedad. Padre me la regaló en su testamento —Cogiéndola del brazo.

—En esta finca hay muchas esclavas con las que puedes desahogar tus instintos, esa bestia tampoco es para tanto —Mirándome con desprecio.

—Con su permiso me retiro —Cogiendo el vestido que cubrirá mi destruido cuerpo, mi destino está escrito y se llama mañana.

—Espérame en la cama —dice, con su sucia mirada.

Otra noche más, el joven amo regresa a la cama de algodón que hizo construir para complacer sus instintos. Con brutalidad me posee una y otra vez hasta que su cuerpo cae rendido encima del mío. Nunca el algodón me había hecho tanto daño, nunca antes mi fortaleza había sido puesta tan aprueba.

Esa noche, aunque no había sido la primera vez, el dolor de las humillaciones habían dolido tanto, no podía más y tome la decisión, ya meditada, que cambiaría lo que me quedara de vida.

Una vez todos dormidos, sigilosamente, con navaja en mano, me dirijo a la habitación del capataz, acabando con su patética vida. El bastardo que día tras día abusaba de mi nana y a latigazos castigaba a los siervos si ese día no había quedado satisfecho, ya no hará daño a nadie más.

Cojo su rifle y seguidamente me dirijo a la casa principal. Las luciérnagas iluminan mi camino, un búho es el único que me habla, todos duermen, de eso me he encargado yo. Subo las escaleras, esas que durante tantos años he tenido que frotar hasta que las manos me sangraban. Entrando en la habitación de la señora le coloco el cañón sobre su frente. Ella despierta, pero se mantiene callada, sus ojos me miran igual que uno de esos niños que son azotados sin piedad por su azotador.

—Ni se te ocurra gritar —le susurro al oído—. ¿Tienes miedo? Aquí nadie va a venir a salvarte, recuerda que soy yo la que cada noche prepara el té.

Sus ojos se abren como platos. Hace un intento de pronunciar alguna palabra, pero el cañón está ahora dentro de su boca.

“¿Ves tu vida pasar? —Apretando con más fuerza el cañón—. Yo sí que la veo pasar cada vez que intento olvidarme de lo acontecido y regresan a mi en forma de pesadillas. Cuando cada noche su bastardo me hace suya sin importarle que tengamos la misma sangre. Duele, ¡¿verdad?! ¡Que mi cara le recuerde al infiel de su esposo! ¿¡Qué sentía cada vez que yacía con mi madre y luego regresaba a usted!? Asco, ¡¿verdad?! Pues eso es lo mismo que siento yo. ¡Muere! —Disparándola a bocajarro.”

—¡¿Qué has hecho, puta zorra?! —gritando, su bastardo, desde el umbral de la puerta.

—¡Ni te muevas! —Aproximándome, le apunto con el rifle.

—¡No eres mas que la bastarda de mi padre! —Acercándose a mí.

—¡He dicho que no te muevas! —Retrocediendo unos pasos.

—Eres mía, recuérdalo —Haciendo tan presente su proximidad que el cañón está tocando su pecho—. ¡Dispara, zorra! —me grita amenazador.

—Como usted desee, mi amo.

Su cuerpo yace en el suelo. Los disparos han despertado a los esclavos que duermen en la casa. Todos salen al encuentro y solo pueden gritar que huya.

Salgo corriendo como alma que lleva el diablo dirección a la caballa que durante quince años ha sido mi prisión. Cojo los papeles que mi progenitor, unos días antes de fallecer asesinado por mi ama, me entregó otorgándonos la libertad a mi nana y a mí. La despierto, cojo la bolsa que siempre tuve preparada con las cuatro prendas y salimos hacia nuestra “libertad”.

CARMEN BERJANO

CONTINUACIÓN DE PERDER EL NORTE

Después de muchas vicisitudes y aplazamientos impepinables el viernes pasado Claudio y yo nos abrazamos.

Habían pasado 52 días desde el primer hola. Desde las primeras bromas. Desde el primer peloteo de mensajes originales y llenos de magia…

Llegó por fin el ansiado factor realidad.

Dos averías de su coche retrasaron nuestros planes y al final decidimos que sería yo la que viajaría hasta Madrid a verle a él.

Fui en Blablacar con un chico ucraniano que lleva en España más de 20 años.

Durante el viaje, que fue el viernes por la mañana, no dejaba de recibir llamadas y mensajes de curro. Y a su vez, el señor ucraniano no paraba de hablar. Me compartió que su obsesión era el santo grial y que viajaba por toda España visitando los castillos en ruinas para buscarlo.

Se ofreció a dejarme en la puerta de la casa de Claudio y yo me empeñé en darle algo más de dinero por el gesto. Nos despedimos con dos besos y se ofreció a traerme más veces, porque hace a menudo la misma ruta.

Cogí mi maleta y llamé a Claudio.

Bajó a recogerme en pijama y zapatillas, sacándome una sonrisa previa al ansiado abrazo.

Fuimos a su apartamento y saqué todos los regalinchis. Le traía queso de cabra, piñonate (que es un dulce típico de aquí como gusanitos de masa frita recubiertos de miel formando una rosca) y jamón ibérico extremeño.

Además de un poemario dedicado por su autora y un bolígrafo chuli que le compré en Granada, cuando empezamos a hablar, a finales de agosto.

Se metió en la ducha y mi sensación era de pareja de años, por como empezamos a funcionar como equipo desde el primer momento.

Tras su ducha fuimos a comer a un oriental muy curioso. En la puerta estaban todos los señores chinos en una foto con el emérito, que había comido también ahí. Nunca me había imaginado a este tiparraco comiendo rollito de primavera y pollo dulce picante… la vida.

Comimos bien y rico. Rematamos con un helado y volvimos caminando a casa.

Me avisó que la madre tenía que venir a traerle el coche del taller y tenía llave, pero me dijo que pondría la llave por dentro…. Primera señal de que quería intimidad conmigo. Hasta ese momento reinaban las dudas en mí. Todo estaba siendo fácil y perfecto, pero experiencias anteriores minaban mi seguridad y autoestima.

Al llegar a casa tenía una videollamada de curro y estuvo en su estudio mientras yo leía en el sofá del salón

Al acabar me pidió que nos echáramos a siesta. Nos abrazamos y se quedó dormido. Venía de una semana de muchísimo curro. Recuerdo la conversiación:

– No me lo puedo creer, (refiriéndome a estar por fin así con él).

– ¿Qué te use como almohada? Pues sí…

Yo no podía dormir. Venía descansada de la semana y la emoción tampoco me dejaba caer en las garras de Morfeo.

Al ratito despertó y empezaron las caricias e hicimos el amor. Fue todo mejor aún de lo que imaginaba. Con pasión y mucha ternura.

Nos aseamos y vestimos porque su madre iba a aparecer. Llegó, nos presentamos y subimos los tres al coche, para devolverla a su casa.

En mi cabeza no paraba un pensamiento. Tras la sesión de sexo, y sin darnos tiempo a ducha, la madre seguro que pensó que estábamos liados. O que hacía yo un viernes a las 8 de la noche es su casa….

Claudio le había dicho que yo había venido para cerrar unos cursos en Mérida, y en parte es verdad. Estuvimos intercambiando webs, y diseñando un proyecto formativo para la coalición donde trabaja… pero eso es otra historia.

Volviendo a la madre, como Claudio tiene bigote yo estaba rayada con la posibilidad de que su madre oliera a sexo en os dos, pero sobre todo en él, al que conoce más… Me obsesionaba su bigote y barbas con olores a fluidos…

La madre, Puri, llegó bastante tarde. Fue muy simpática y muy agradable conmigo. La dejamos en su casa, Claudio le hizo probar el piñonate, que se hace también en su zona de Huelva, y fuimos a comprar.

Era todo tan de matrimonio que por momentos me daba grima, pero lo llevé bien, porque con él, hasta ahora, todo es fácil. Compramos mucho pescado, mucha verdura y muuucho vino.

Llegamos y me cocinó: navajas a la plancha con congrio plancha también y verduritas. Yo hacía de pinche.

Estaba todo exquisito y regado con vino blanco mucho mejor. Nos bebimos casi una botella fresquita y entraba genial.

Cerramos con un recital que me dio a guitarra y voz y esta casi se derrite… en la cama volvimos a hacer el amor y cada vez el sexo era mejor y la ternura máxima.

El sábado no salimos de su casa. Nos levantamos tarde, desayunamos muy tarde y estuvimos simplemente charlando y compartiéndonos música.

Para comer preparamos pargo, bueno él, yo seguía de pinche. Estaba exquisito, casi le pido matrimonio.

Volvimos a tomar vino, este tinto, riquísimo también. No parábamos de hablar, el vino nos soltó la lengua y mucho…

Nos acostamos prontito y volvimos a hacer el amor, esta vez fue más salvaje pero a la vez tan afectuoso en todo momento…

Después la hice un masaje con vela de soja de jazmín, que elabora con mimo mi amiga Ana. Eso para mi es hacer el amor también.

Me surge una duda: Vosotros cuándo consideráis que se ha acabado el encuentro sexual. Lo común es pensar que cuando el chico eyacula. De nuevo hay androcentrismo en esto. Esto también es otra historia.

Nos dormimos en seguida. Tras muchos mimos.

Me parece alucinante como conseguimos ese nivel de intimidad el primer fin de semana que nos vimos… al principio parecíamos matrimonio de ancianos, y con las horas, se fue convirtiendo en un compartir, respetar, cuidar, mimar… AMAR, así con mayúsculas.

A las 6 no podía dormir más, a él no quería despertarlo, porque llevaba días de mucho curro. Así que pregunté en un grupo con dos de mis mejores amigas, y sí, estaban despiertas. Nos pusimos a chinchorrear un buen rato. Salí de la cama por si le molestaba a Claudio la luz del móvil.

Y me apoltroné en el salón. De golpe me dieron muchas ganas de escribir el relato con el lema “Memento mori” de este grupo de escritura. Decidí hablar del suicidio. Lloré escribiéndolo, releyéndolo y publicándolo. Lloré al compartirlo a amigas. Lloré con las lágrimas de mi padre diciéndome: “Cuanto hay en tu cabecita y en tu corazón”.

Llevo revuelta desde ese día, durmiendo poco… Claudio desengrasaba diciéndome que vaya tema más amable había elegido.

Claudio despertó y se fue directo a la ducha. Después me duché yo y fuimos a una churrería. Compartimos un chocolate y varios churritos, madrileños, como no… Y fuimos a comprar a varios super con idea de comer ese día y de traerme cositas a Mérida que aquí no se encuentran. Compramos cordero, hamburguesas de Angus, congrios, verdura para salmorejo, algunos dulces y muuucho vino. La sensación era de equipo total, funcionamos bien juntos.

Llegamos y colocamos todo. Yo me puse hacer el salmorejo y el un par de hamburguesitas de aperitivo con un vino.

Abrimos el vino tinto y picoteamos. Después hizo el cordero al horno y estaba espectacular. Disfrutamos mucho comiendo y charlando. Recogimos un poco y fuimos al sofá con mantitas. Vimos una peli de adolescentes americanos haciendo porras de quien sería el siguiente fiambre.

Después comenzamos a compartirnos vídeos de yutú en la tele.

Ya durante todo el fin de semana nos habíamos compartido mucha música y coincidíamos en casi todo.

Tenía la maletilla hecha, pero yo ya no estaba disfrutando. Me encontraba nerviosa por irme. Volvía otra vez en blablacar y me recogía en su edificio, qué suerte tuve por favor.

Salimos con todos los trastos, la maleta, la bolsa frigorífica con la comida…

El chico se retrasaba bastante y Claudio recordó que quería darme una cosmética natural y ecológica para el cuidado de mi piel con psoriasis.

Fue a por ella y me estuvo masajeando las manos con mucha crema, soplándome en las zonas con psoriasis para que no me escociera. Eso, para mí, fue la prueba del algodón. Nunca me habían mimado así, con tanto cariño y desde el respeto más absoluto. Volvió dos veces más a por jabones naturales y cremas.

Nos despedimos con un beso, un abrazo y una sonrisa que se ha quedado esta semana conmigo.

Volviendo en coche en mi cabecita no paraba de sonar la frase “me lo merezco”. En otros momentos de mi vida no me creía merecedora de lo bueno en lo sexoafectivo. Era como un síndrome de la impostora aplicado al amor. Ya no…

Desde el domingo no paramos de hablar y ya tenemos fecha para siguiente encuentro. Pasa por Mérida a primeros de noviembre. Tenemos proyectos para colaborar. Y ganas, muchas ganas. De amarnos. De amar.

CESAR TORO

No tengo idea del título, ¿a que se refiere?

No obstante, conozco el algodón desde la planta, pues en mi pueblo cuando era niño, cultivaban algodón, eran unas motas con semillas negras, después de reunir la cantidad necesaria, mi abuela lo colocaba sobre una vieja rueca de madera y con el uso( palillo para hilar) iba meticulosamente hilando y colocando los hilos en un ovillo que luego lo teñían de varios colores, con esto confeccionaban prendas como: alforjas para transportar los alimentos, ademas de ponchos y bufandas, para protegerse de frío.

Con la experiencia que me han dado los años, tomo la aguja y empiezo a coser

con finos hilos la débil manta para cobijarme, en las costuras a veces se anudan los hilos, tengo que desenredarlos.

En otras oportunidades se arrancan,

me distraigo y la aguja a perforado mi dedo empieza a manar gotas de un líquido rojo, que ha teñido la manta, pierdo la paciencia, cuando por fin esperaba rematar, se acabó el hilo y vuelvo a despotricar, aún no termino de entender,

¿Por qué? Suceden tantas cosas a menudo.

Con paciencia enhebro la aguja

nuevamente y sigo cosiendo,

aun me falta terminar de hilar

la manta que me cobijará,

ahora ya no se enredan los hilos,

creo que he aprendido,

la experiencia me ha enseñado,

que tengo que ir despacio

y equivocarme varias veces,

corregir mis errores

hasta dominar el arte

de tejer con hilos muy finos,

esa manta delgada y frágil

llamada vida.

YOMALCKRY OSORIO

Un pedazo de algodón en las mejores manos es magia pura

Es como sentir el cielo en ese pequeño pedazo.

Sana las heridas más sutiles.

Aquellas casi imperceptibles,

Las que solo una madre con tan infinito amor solo puede cicatrizar.

Las que a veces lloramos con tanto sentimiento cuando somos niños

¡Oh motica de algodón que sanas este dolor!.

MAYTE SOCA

Era el mes de diciembre, faltaban dos semanas para terminar el año, Valentina había llegado del super, esos eran días de mucho trabajo y de horas extras. Se había tirado en el sofá, quedándose dormida. Hacía un mes que con Gustavo habían decidido vivir juntos, todavía había cosas por ordenar, pero ya tendrían tiempo para hacerlo entre los dos. El timbre comenzó a sonar y Valentina se despertó sorprendida por el sonido, se calzó las pantuflas y abrió la puerta, pensando que sería Gustavo que volvió temprano a casa y se habría olvidado de la llave. Pero al abrir se encontró con una mujer alta y de cabello rubio, muy elegante y colgaba del hombro su bolso de diseñador al igual que sus zapatos de tacón.

–Hola–pregunto Valentina medio dormida –¿en qué puedo ayudarla?

La mujer sin mirarla siquiera le dió un suave empujón para que se hiciera a un lado y entro.

– Soy Mirtha, la madre de Gustavo –contestó la mujer haciendo un recorrido con su mirada por todo el lugar. –vine a conocerte y a ver en dónde y cómo va a vivir mi hijo, ¿me imagino que sabes, que el sufre de alergias y todo debe estar impecable y por lo que veo este sitio no es un lugar habitable para nada – mientras sacaba de su bolso una mota de algodón pasándola por la mesa del televisor.

– El algodón no engaña –dijo Mirtha y sacó su delantal del bolso, “por cierto, un delantal muy bonito” se puso unos guantes y comenzó a pasar la franela por toda la casa, mientras le daba órdenes a valentina.

–Toma muchacha pasa el plumero, pasa la aspiradora, pon a lavar la ropa, etc.

Valentina corría de acá para allá, siguiendo las órdenes de su suegra.

Mirtha al fin se fue, no sin antes pasar el algodón por todos los muebles y mostrarle a Valentina que la casa ahora estaba limpia y ordenada (también dejó la cena preparada, con la comida que le gusta comer a su niño) y a Valentina agotada tirada en el sofá.

Los días pasaron y llegó el día de la cena familiar Mirtha recibió a Gustavo con un abrazo, besos y mimos, a Valentina apenas la saludó con un beso en la mejilla y a regañadientes.

Adolfo el padre de Gustavo tomó del brazo a Valentina, rescatandola de ese momento incómodo, – Ven hija, vamos te serviré algo de tomar mientras Mirtha mima a nuestro hijo– el hombre sonrió.

Mirtha no paró en toda la noche de hacerle recomendaciones a Valentina de como limpiar el hogar y cocinar para Gustavo.

Valentina estaba tan harta de escuchar a su suegra que se disculpó y fue al tocador.

– No la aguanto más, es insoportable, debo darle una lección a la señora perfección– dijo Valentina mientras se miraba en el espejo retocando su maquillaje, por más que buscaba no encontraba como molestar a Mirtha, hasta que vio en el baño un estante en lo alto. –Eso es –se subió a la tapa del inodoro y de ahí subió a la Bacha para estirarse lo que más pudiese y en puntas de pie alcanzar el estante y poder pasar el algodón.

Volvió a la mesa donde la estaban esperando y con una gran sonrisa, Valentina miró a Mirtha mostrándole el algodón. –El algodón no engaña – dijo Valentina.

La mujer se sorprendió tanto que quedó roja como un tomate, mientras Gustavo y Adolfo reían viendo a Valentina que en su mano tenía una mota de algodón muy sucia.

LETICIA R MENA

Polvo y demás cosas invisibles

De todos los mundos interiores que había habitado, este era sin duda el más limpio y acogedor.

Algunos eran puro caos, puro desorden.

No pasaban la prueba del algodón.

Puedo dar fe de ello, mis años de experiencia lo corroboran; y eso que a pesar de mis estudios, excelentes calificaciones por cierto, no me prepararon para algunos de los lugares que tuve que habitar.

Lugares polvorientos y sin luz que pudiera entrar a través de los cristales, en los que se podía escribir una novela en el polvo.

Lugares donde el caos era forma de vida, y el señor o señora de la casa presumía de saber donde tenía cada cosa en medio de todo el enredo.

Que no digo yo que cierto nivel de caos no sea hasta bueno para el libre albedrío.

También estuve en otros en los que la prueba del algodón no arrastraba ni la más mínima mota de polvo.

Mundos interiores decorados con gusto por interioristas de alto nivel.

Bastante aburridos he de confesar.

Pero mi trabajo es mantener el orden y la limpieza, no cuestionar el gusto.

Que hay alguno, que más postureo que cordura.

Pero uno es un profesional.

Hubo una vez una señora que coleccionaba miniaturas de todo, y cuando digo de todo es de todo.

Desde figuritas diminutas de gatitos, hasta gotas de lluvia de la tarde en que plantó a su exnovio o pequeñas migajas de aquel pastel de cumpleaños de fresa que le hizo su abuela.

Era muy divertida, un tanto excéntrica, pero con tanta cosa el trabajo resultaba agotador.

Allí no había algodón que sobreviviera.

A algunos de mis compañeros les gusta más pasar la aspiradora, poner patas arriba todo para redecorar a su gusto.

Yo, personalmente, prefiero pasar el plumero.

No es plan de ir cambiándolo todo. Puede producir graves efectos secundarios, y el trabajo de uno no es cambiar la personalidad del jefe o jefa de turno, ni descolocarle la azotea hasta el punto de volverse una persona irreconocible incluso para la madre que lo parió.

A veces tan solo hace falta sacudir un poco el polvo, y otras veces dejar ciertas cosas que lo sigan acumulando por los siglos de los siglos si es necesario.

Por eso yo no soy de esos mayordomos que, nada más llegar, van cambiando y pasando aspiradora a tope de succión por todos los rincones y “desrincones”.

Un servidor es de la vieja escuela.

De hacer la prueba de algodón antes de.

En fin, como iba diciendo al principio, este mundo interior es bastante acogedor. No parece haber mucho desorden, más allá del de la vida diaria. La prueba del algodón ha revelado algo de polvo, pero nada de importancia.

Sí, definitivamente este ático con vistas a un bosque de letras parece muy bien amueblado.

Un hogar confortable y tranquilo donde dejar habitar libremente los pensamientos.

Pero, espera. Allí al fondo hay una puerta.

Parece un trastero.

No me atrevo a abrirla.

Lo hago y descubro, para mi desagradable sorpresa, que allí hay incluso monstruos jugando con las pelusas de debajo de la cama.

Definitivamente, aquí el algodón no pasa la prueba.

Dudo si cerrar la puerta con trece cerrojos y dejarlo todo ahí.

Pero el armario de la ropa de invierno está allí dentro, y empieza a refrescar.

¿Les gustará a las criaturas que viven ahí dentro que les hagan cosquillas con el plumero?

ALMUT KREUSH

La prueba del algodón

Me llamo Alfonso Bedia y soy el gerente responsable de la contratación de personal para el departamento de ventas de una importante empresa. Se exige a los candidatos una serie de habilidades imprescindibles, independientemente de su formación o experiencia profesional en el sector, para asegurar el buen funcionamiento tanto dentro como fuera de la empresa.

Los candidatos que presentan un CV impecable y que a continuación superan las exhaustivas pruebas del departamento de recursos humanos, pasan después a la entrevista personal conmigo, donde soy yo quien toma la última decisión.

Aparte de las preguntas relacionadas con el trabajo, me hago una idea del carácter, la motivación, la fluidez verbal y la sociabilidad del candidato. Generalmente, la selección me resulta bastante fácil. Sin embargo, a veces me invaden dudas, a veces inexplicables, como una señal de alerta que me advierte no tomar decisiones precipitadas. Es entonces cuando someto al candidato a lo que llamo «la prueba del algodón».

Como sucedió con Sebastián M. hace un par de días.

Él había superado con éxito todas las pruebas preliminares.

La primera impresión fue buena: su traje gris oscuro parecía hecho a medida, su corbata estaba perfectamente anudada y el pelo pulcramente peinado.

Pero había algo en Sebastián que me inquietaba desde el primer momento en que lo conocí. Todo era demasiado perfecto.

Estaba perfectamente preparado para la entrevista. No observé en ningún momento ni el mas mínimo titubeo, bastante habitual en una situación tan estresante, ni un gesto espontáneo. Parecía un actor metido por completo en su papel perfectamente ensayado. Sus ojos transmitían seguridad, pero esa clase de seguridad, esa perfección, hizo que se encendieran mis alarmas.

—Enhorabuena —lo felicité al acabar la entrevista—. ¡Usted es un candidato potencial para este puesto! Tiene las ideas muy claras, experiencia y una excelente preparación.

—Gracias, señor Bedia, es usted muy amable y agradezco su criterio. Sería todo un honor formar parte de la plantilla de esta prestigiosa empresa, y le aseguro que no le defraudaría.

—Bien, Sebastián, aunque me gustaría conocerle en un entorno menos formal. Acepte que le invite a almorzar.

Aceptó encantado y fuimos andando a un pequeño restaurante cercano que solía frecuentar.

Esta era la prueba del algodón: quería observar el comportamiento de este hombre en un ambiente más relajado, menos rígido y más distendido.

En un momento del corto trayecto hacia el restaurante, Sebastián se aflojó la corbata con un gesto de alivio y seguía hablando de sus experiencias en el extranjero y su pasión por la perfección en el trabajo.

Y una vez en el restaurante, todo cambió.

El maître, que me conocía, me saludó efusivamente:

—Su mesa está preparada como de costumbre, señor Bedia. Ahora mismo añadiré otro cubierto. Permítanme acompañarles.

Sebastian le interrumpió : —Tengo la garganta como un estropajo, ¿tomamos una cerveza en la barra primero?

—Yo no bebo alcohol en horas de trabajo —respondí amablemente.

Sin embargo, él pidió una caña grande y se la bebió casi de un trago.

Ya sentados a la mesa, se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla y se arremangó.

—Ahora comienza la parte agradable del día, ¿verdad, señor Bedia? ¡Tantas formalidades…!

Yo pedí una crema de tomate y, de segundo, un pescado a la plancha con ensalada.

Sebastián exclamó no sin cierta guasa: —¿Anda, hombre, está a régimen? —y pidió media docena de ostras y de segundo un chuletón de Wagyu, poco hecho, con patatas Hasselback y guisantes baby franceses.

—¿Lo regamos todo con un buen vino, verdad?

Ante mi negativa, no se cortó ni un pelo: —Venga, hombre, ¿acaso pertenece a Alcohólicos Anónimos?

Me limité a sonreírle cortésmente.

Pidió una botella de vino tinto gran reserva, mientras yo opté por agua.

Devoró las aceitunas y el paté que nos trajeron de aperitivo.

—¡Parece que tiene hambre! —le dije con una media sonrisa.

Sebastián comió rápido, casi ansioso, habló con la boca llena y no dejó de gesticular enérgicamente. Finalmente, cogió el hueso del chuletón con las manos y le arrancó con los dientes y con deleite los últimos trocitos de carne.

Hablamos de temas triviales, y él se fue relajando cada vez más. Chasqueó los dedos para llamar al camarero cuando este tardaba en acercarse para rellenar su copa.

Después del postre, mientras tomábamos café (que él acompañó con un chupito), me confesó:

—No se puede imaginar como odio estas formalidades de oficina y tener que prepararme para las entrevistas. Toda esa tontería de parecer perfecto. ¡Tantas horas preparándome! En el fondo soy mucho más simple, más directo y menos serio. Y, además, el cliente, por importante que sea, no siempre tiene la razón y a mí no me toman el pelo.

En ese instante comprendí que la perfección de Sebastián era solo un disfraz. La prueba decisiva estaba surtiendo efecto, y con cada gota de alcohol que bebía, emergía el verdadero Sebastián.

Salimos a la calle.

—¡Menuda siesta me voy a echar ahora! Bueno, jefe, a ver cuándo me hace una buena oferta. Ya me avisará.

Con una sonrisa diplomática, respondí: —No se preocupe, le avisaremos pronto.

A modo de despedida, me dio una palmadita en el hombro y se alejó en dirección contraria.

Volví a la oficina, abrí mi agenda y apunté:

¡Prueba del algodón fallida!

NUMIRALDA DEL VALLE

Entre cuentos y juguetes

Nunca imaginó que criar un niño sin pareja sería una experiencia tan desafiante. Con profunda preocupación se preguntaba: ¿Tendré las cualidades necesarias para hacerlo? ¿Podré cumplir este importante rol con éxito?

La responsabilidad y, sobre todo, el inmenso amor que sentía por su pequeño hijo estaban a prueba. «El destino me la puso y en mis manos está superarla», sentenció.

A pesar de las dudas y temores, se dedicó con gran empeño. Aprender a cambiar pañales, preparar biberones, trasnochos, conciliar el trabajo con las tareas domésticas. No fue fácil, requirió de mucha dedicación y afecto.

El tiempo fue testigo de cada obstáculo superado y de cada momento feliz, incentivos para continuar creciendo como persona, construyendo un vínculo único con su hijo, evidencia absoluta del cariño que los unía.

Con él comparte una vida llena de amor, aventuras y aprendizajes. Muchos años han pasado y todo valió la pena al oír la frase más hermosa: «Te amo papá»

ART MI

Hacía tiempo que el más mínimo cambio de temperatura le calaba en las rodillas, por eso se levantaba tarde: para confundir al impacto glacial de los inviernos en lo profundo del bosque.

El ánimo se le arruinaba cuando, en algunos descuidos fugitivos, le adivinaba a Julia una tristeza profunda mientras tejía el crochet bajo la lámpara. Ahí pensaba en todo el tiempo que perdió sin ella, y repensaba en que ojalá nunca hubiese sido dueño de nada y mandatario más que de su vida, para no haber malgastado todos los días muertos.

Reconoció que la pérdida del tiempo se le había vuelto una obsesión, así que retomó las pláticas matutinas con Dios, para hablarle de frente, y conversaban durante horas y el mundo se suspendía en el crujido de los pinos siendo golpeados por el viento y el agua quedaba paralizada en el río. Lo veía bajar con las túnicas blancas, y se había acostumbrado a mirarlo siempre con un rostro diferente, pero en esta ocasión era Él, como lo pintaban en los cuadros sombríos de las catedrales viejas.

Dios lo llevó a pasear fuera del bosque, para hacerle contemplar nuevamente todo lo que había destruido, y cuando se abrieron sus ojos vio el desmadre que había causado y se echó a llorar como niño, no porque le doliera el dolor ajeno, sino porque le remordía que sus atrocidades fuesen suficientes para asegurarle un lugar en el infierno, y lloró más porque temía que su arrepentimiento no fuese suficiente para que se muriera con la paz de que vería a Julia en la eternidad…

Se sentó en el páramo negro, invadido por la fatalidad de haber querido moldear el mundo a su forma, y por la certeza afilada de haber fracasado.

Le reprochó a Dios que hubiera permitido todas las atrocidades que hizo y entonces le aventaron el libre albedrío en la cara, y le escupieron su amor propio, y su miedo profundo, y le listaron uno a uno todos los pecados cometidos desde que llegó al poder total, y le recordaron que suspendía las conferencias celestiales cuando se cortaba al afeitarse, porque también se sentía con el derecho a no sangrar, pero al final de toda la retahíla le reconocieron el amor imperturbable por los suyos y le prometieron que podían arreglar el caos que había causado, si, y solo si renunciaba a todo y volvía a empezar desde cero, y él aceptó sin pensarlo, porque prefería que Julia fuese feliz, que tuviese la oportunidad de volver a ver las vitrinas en el norte que le impresionaban tanto por estar electrificadas las veinticuatro horas del día.

Sólo le pidió a Dios que le permitiera verla una vez más en esas condiciones, por si tenía la desdicha de no volver a encontrarla, y entonces Dios desapareció y les dejó el mundo para ellos solos.

Y Julia despertó con el crujido de los pinos siendo golpeados por el viento y el agua que retomó su curso allá en el río. Se acercó silenciosamente y lo observó a través de los grandes ventanales, retirando de su frente el cabello crecido para que no le estorbara mientras se dedicaba al noble arte de acomodar las buganvilias en los arcos reconstruidos, y le reconoció en las expresiones la misma pasión de sus tiempos de gloria.

Contempló como una rabia aletargada vivía en sus ojos, y sintió lástima por él, y por todos ellos: los hombres de poder que terminan averiados, estorbándole hasta a sus propios pulmones que, con gusto, acabarían con sus vidas, para ser y estar sin la carga de un cuerpo decrépito. Notó que las lágrimas empezaban a acumulársele en los ojos y prefirió rescatarlo:

-¿En qué piensas, amor?

Y él le contestó que agradecía que ella hubiera sucedido todos los días hasta ese día, y ella le preguntó si se sentía mal y él le dijo sinceramente que no, que era el mejor día de su vida porque tenía la dicha de estar a su lado.

Y la abrazó bajo las enredaderas, y a lo lejos divisó al otoño, llevándose en un carro a todas las brujas del mundo, y el miedo se diluyó con esa visión, y por fin sintió que respiraba sin complicaciones otra vez, y entonces dijo que era hora y que si se puede sucediese de una vez, y Dios anuló el universo, y le recordó que podría ser la última vez que la viese en esas condiciones, y él observó a Julia sonriendo, como en una escena pausada de las películas que tanto le gustaban, y sintió como las lágrimas que se le habían acumulado se precipitaron en un llanto fluido. Y la divinidad sintió su arrepentimiento total en medio del silencio inalterable, y le preguntaron si estaba listo, y él respondió que sí. El creador le acarició la mejilla para despedirse y lo dejó dormido… El tiempo empezó a buscar su camino de regreso por las hendiduras del caliche en las paredes, metiéndose entre los vericuetos del destino.

Cuando despertó, su madre lo estaba vistiendo para ir al colegio, y pudo contemplarla otra vez, vistiéndolo con el suetercito blanco de algodón, acomodándole el moñito rojo para que recitara en la ceremonia las efemérides de otro mundo que no era el que había comandado tiranamente… Y pasaban las horas del primer día de su nueva oportunidad, y su memoria de la vida pasada le recordaba que tenía un vacío inmenso en el pecho, y sucedió que el cosmos se reacomodó cuando pudo reconocerla al otro lado del patio en el receso caluroso de septiembre: me llamo Julia, ¿quieres jugar a la pelota, niño? – le gritó ella.

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7 comentarios en «La prueba del algodón – miniconcurso de relatos»

  1. He disfrutado con los relatos.
    Pero quizás por ser el que ha tratado el tema del algodón de una forma diferente.
    Por ser un tema tan injusto, por estar tan bien llevado. Está semana mi voto es para
    Eva Avía.

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