Perder el norte – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la casa del árbol». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 12 de septiembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Perder el norte entre sombras efímeras pero dolorosas, buscando la brújula del bienestar. Atrapado a la deriva luchando contra viento, marea, allende la mar, ausente de libertad al no poderte amar.

Perder el sur entre luces en el arrebol celeste del recuerdo de tu mirada, mi pluma se vuelve prosaica con el anhelo de los besos y caricias que me regalabas cual canto de sirena que me atrapaba.

Perder el oeste en un silencio ruidoso, en el desierto inhóspito y decrépito de tu olvido que por más que intento no consigo. Desgarrada mi alma al recordar cada palabra de desdén que provocó el final, mi corazón malherido lastimoso por lo ocurrido ya no puede con cada latido devolverme a mi ser.

Perder el este por la terquedad mutua al no escuchar al otro, fue un error no aferrarnos a nuestro amor, y mientras las olas anegadas, estancadas en nuestra embarcación, nos hundió por no saber decir un te quiero a tiempo, yo creí que era sempiterno y probablemente sería eterno; pero se acabó.

MARÍA CRUZ ESTEVAN APARICIO

El olor de la rosa de los vientos deje de oler, a igual no sabía quién era.

Desorientada, vagaba en esa mar de aceras de una gran ciudad.

Perder el Norte es actuar

en un escenario vacío de cosas pues en mi cerebro nada existe.

Abrir la puerta de casa, grite en el tablao con el telón subido, soy la que camina en la espesura de una oscuridad en busca de la luz…

ANTONICUS EFE

Los silencios parecen abismos insalvables;

ya no me alivia ni la medicación,

hace días que me desgarra por dentro

esta intensa furia interior.

No quiero perder el norte,

mas, no me queda ninguna otra opción,

los cuerdos me dirigen su diatriba,

¡cómo si el único loco fuese yo!

Me fijo en ella, la miro, le sonrío;

se hace la sueca algunas veces,

otras mira con desprecio,

y casi siempre desaparece.

Me insultan, me vilipendian:

«solo está en tu imaginación,

eres un simple pelapájaros

con ínfulas de señor»

Yo juro y vuelvo a jurar,

que no es una ilusión, que es real;

nadie me cree, todos me miran mal.

Ella me vuelve a sonreír, ha vuelto a triunfar.

«¿¡Por qué me haces esto,

estoy a punto de estallar!?

Grito sin que nadie me oiga,

para poderme desahogar.

-¡Vamos que tengo que fregar el cuarto de baño, que llevas ya dos horas!-brama la señora de la limpieza de la plaza de abastos.

-Es que estoy ensayando frente al espejo el poema para el concurso del día del poeta- contesto serio.

-Pues vete a ensayarlo al campo, rico, aquí ven con la pastilla tomada y compra algo de vez en cuando, la próxima vez llamo a los municipales y que te lleven donde te tenga que llevar- replica más seria que yo.

En un momento dado me escapo por la ventana dejándola en la puerta bastante enfadada. ¿Llamara a los municipales? Eso nunca lo sabremos o al menos yo no voy a escribir sobre ello.

RAQUEL LÓPEZ

Perdida me hallaba en el mar

en el profundo océano de mi vida,

esa soledad nocturna

de sombras adormecidas.

Alcé la vista al cielo

y en la bóveda celeste del firmamento

encontré la rosa de los vientos

junto al destello de las Pléyades,

que me servirían de guía.

Y tejiéndose el destino

el viento olía a tormenta

fui perdiendo el norte,

cómo una triste anacoreta.

Yerta estoy, aquí me hallo,

alejando los demonios de mi pasado

y buscando mi alma perdida,

que sin rumbo y desaliento, se ha escapado.

ARMANDO BARCELONA

MARÍA AMALIA

Excesivas emociones en muy poco tiempo. El hallazgo de los papeles de Witari y Garibaldi era un botín demasiado precioso; me sentía impaciente por obtener respuestas, pero las páginas estaban sueltas y no guardaban un orden lógico, parecía que las hubieran mezclado a propósito para entorpecer su comprensión y eso me tenía confundido. Mi obsesión con la historia del indiano era tal, que empecé a entrar en ese estado de ansiedad y desborde emocional que ya conocía de otras ocasiones, así que antes de perder nuevamente el norte supe que debía parar. Necesitaba tomar distancia, despejar mi mente, alejar las sombras.

Miré por la ventana, la enmarañada maleza del jardín parecía un reflejo de mi estado de ánimo. El mar lucía gris, como la tarde. Un cielo plomizo ponía velos de luto en el horizonte y en mi garganta sentía crecer el nudo de la desesperanza. Entonces alguien llamó a la puerta y el repiqueteo del timbre rompió la nigromancia que en esos momentos me tenía preso. Sacudiendo la cabeza, como el que sale de un mal sueño, acudí a su reclamo con la rutinaria apatía de lo cotidiano, sin saber que tras esa puerta, el destino estaba a punto de regalarme la brújula que marcaría, de forma irremediable, el rumbo de mi derrota.

Definitivamente, María Amalia no tenía aspecto de bruja, al menos al estilo de los cuentos tradicionales. No era una vieja encorvada y greñuda, de mirada torva y con una fea verruga cabalgando en el puente de su nariz, más bien al contrario. Todavía no llegaba a los cuarenta, era risueña, simpática, guapa de cara y tenía una figura que no pasaba desapercibida; hasta su manera de vestir, juvenil y desenfadada, hacía difícil etiquetarla como alguien que tuviera algo que ver con la hechicería y el ocultismo. Gran conversadora, desplegaba un dinamismo contagioso que hacía amigable todo lo que entraba en su ámbito de actuación. Tuvo en mí un impacto tan fuerte, que hice todo lo posible por ganarme su confianza pese a los recelos de Paciano, que no dejaba de ponerme sobre aviso.

A los muertos hai que dexalos seles. Esta muyer nun trai nada bono, faime casu, homeSolo fálta-y la escoba, coño.

María Amalia, que conocía los reparos de su vecino, se lo tomaba a broma y trataba al albañil con cariño, paciencia y simpatía. Era una mujer excepcional y con una sensibilidad, perspicacia e intuición especiales. En eso Paciano tenía razón.

En realidad no era jardinera, se le daba bien el diseño, tanto de interiores como exteriores, y se había encargado de proyectar algunos espacios ajardinados por todo el concejo; pero para el trabajo manual tenía contratada una cuadrilla de trabajadores, todos de la zona, que eran los que limpiaban, explanaban y plantaban las distintas especies, siguiendo las directrices de su patrona.

Me sentía bien en su presencia, a gusto, confiado y a ella le ocurría lo mismo conmigo, por lo que tras ponernos de acuerdo en los pormenores del proyecto, seguimos intimando, conociéndonos mejor, y pronto estábamos transitando por el terreno de la amistad. A Paciano, aquella complicidad nuestra lo ponía enfermo y volvió a encerrarse en el sótano, con el ánimo de mantenerse alejado de la presencia de María Amalia. Mientras, nosotros seguíamos haciendo avances en una relación, que día a día ganaba en afecto.

—Yo no hablo colos muertos. Son ellos los que me manden recaos.

Dijo respondiendo a mi pregunta, mientras dejaba la copa sobre la mesa. Era la segunda botella de Veuve Clicquot que abríamos. La propuesta de acompañar toda la comida, de principio a fin, con champán, estaba resultando un acierto. Ella trajo ostras de Castropol; yo escaldé unos percebes y Petra, la mujer de Paciano, se encargó de que las cigalas estuvieran en su punto, un aperitivo que maridaba a las mil maravillas con el espumoso francés y casi acabó con la primera botella.

Ye un babayu —me había dicho, Petra, en relación con los recelos que albergaba su marido respecto a María Amalia—, igual qu’el so padre, el mio suegru, qu’en gloria tea. Los dos más curtios que’l rabu d’un coneyu, probes. Tu nun-y faigas casu, que ye una bona rapaza y faéis bien bona pareya.

Estaba entusiasmada con la idea de que María Amalia y yo profundizásemos en el vínculo y quiso ejercer de casamentera cocinando para nosotros: verdinas con pulpo; pixín a la sidra, y arroz con leche, hasta el postre justificaba la elección de un buen champán francés.

—Pero de eso tienes fama en el pueblo y aún hay quien dice que eres medio bruja —le dije riendo mientras la amenazaba con una cigala—, y deben tener razón, porque a mí me estás hechizando.

Enseguida me arrepentí de lo que había dicho, me pareció una declaración de intenciones precipitada, pese a que habíamos compartido ya unos cuantos cafés y salido a tomar copas por el pueblo. La conexión entre los dos era evidente, había química, como suele decirse, pero no quería arruinarlo todo por una imprudencia. Nuestros ojos se buscaron. Su mirada era divertida y eso me tranquilizó.

—Será por culpa de este bebedizo —dijo, sonriendo, con la copa en alto—. En los pueblos, la gente habla, el chismorreo es un rito muy arraigado en el medio rural, y se dicen cosas sin ningún fundamento. No vayas a creer que tú no estás en boca de los vecinos, querido, aquí no se salva nadie.

Me ofreció un brindis y de nuevo chocamos las copas. Se la veía contenta y no estaba molesta por mi comentario, lo que me hizo abrigar esperanzas. Me gustaba esa mujer y comprometerme sentimentalmente con ella era la mejor manera de cerrar viejas heridas, que a pesar del tiempo transcurrido aún no habían cicatrizado del todo.

—No me vas a hacer picar en ese anzuelo —dije tras vaciar mi copa—, hace mucho que dejé de considerar mi reputación como algo prioritario. Me dedico a inventar historias, soy un cuentista, nadie me toma en serio, poco interés social puedo suscitar. Sin embargo, tu personalidad está envuelta en un halo de misterio, eres el nexo de unión con el más allá, lo desconocido, la esperanza de una vida después de la muerte. Te confieso —me sinceré con ella—, que la vida eterna, como concepto, me parece una manera poética de postular la indestructibilidad de la materia, pero no creo en dios, los espíritus, o en la reencarnación. Sin embargo, esta nuestra puede ser una discrepancia afortunada —me aventuré a dar un paso más—; los polos opuestos se atraen, soy un entusiasta del procedimiento empírico y me haría feliz que el experimento tuviera éxito.

Me miró sonriente y en sus ojos vi destellos de seducción. El jugo de un percebe le salpicó la cara, provocáncole un gesto de sorpresa que nos hizo reír a los dos. La velada estaba transcurriendo por cauces muy ilusionantes.

—Te compro la reflexión —dijo haciendo bailar el crustáceo entre sus dedos—: «En una reacción química la suma de la masa de los reactivos es igual a la suma de la masa de los productos», esto es de Lavoisier, ¿no?, la masa que gana un metal cuando se calienta, es igual a la del aire que pierde; así que no parece descabellado utilizar la misma fórmula en el terreno espiritual: así como le ocurre al metal, la masa que pierde el cuerpo físico de una persona al morir, se ve compensada por la que gana su alma liberada.

Dentro del buen rollo que presidía el debate, no pude contener un aplauso lento, que evidenciaba algo parecido al sarcasmo.

—Eso, querida, es hacerse trampas al solitario —protesté divertido—, tan peregrino como dar por incontestable la existencia del alma y pretender, además, que tenga naturaleza atómica. No obstante, si te hace feliz, brindo por ello —y volvimos a chocar nuestras copas, sellando un pacto de no agresión.

La comida siguió dentro de esos deliciosos cauces de complicidad, hablando de temas insustanciales que solo pretendían mantener un clima distendido, intercalado con miradas cargadas de promesas, que eran ya una declarada invitación a subir de nivel. Pero el primer beso no llegó hasta el café, sentados cómodamente en el chester de piel, frente a la chimenea, dónde crepitaban tres gruesos tocones de encina, mientras mareábamos en las manos sendas copas de calvados. He de admitir que bebido de sus labios, el aguardiente normando consiguió llevarme a un excitante estado emocional y físico cercano al nirvana.

PEDRO PARRINA

PERDER EL NORTE

Se me viene la tarde

Se me apaga el fuego

Se me echa la niebla

Se me calma el aire

Se apagan las ascuas;

ya mis poemas

son solo cenizas,

ya tímido, mi corazón

no arde.

Se me viene la tarde

a ocultar mis ventanales

de lagrimas y felicidades.

Ya se me vienen los días

interminables,

los sueños intermitentes,

las noches insoportables,

ya la vida se me hace lenta,

y se me hace tarde.

TALI ROSU

Perdiendo el norte

Carmelo no deja de mirar al horizonte. El sol se prepara para dormir y quiere cubrirse con el manto de agua que le ofrece el mar. El hombre lo observa, espera y sigue buscando una sensación que parece querer esconderse detrás de su corazón; la echa tanto de menos… La noche por fin cae y él sigue sin encontrar el placer que muchos sienten al contemplar ese paisaje. Carmelo necesita más relieves, picos nevados, árboles enmarcando a un laguito y el sonido del río bajando con energía. Necesita marmotas, fresas silvestres, setas, corzos, nutrias…, necesita su montaña.

Veinte años han pasado desde que el destino lo empujó hacia el sur; veinte años de agonía que pesan como losas en su espalda. Veinte años, los mismos que cumplirá su hijo en cuanto el reloj marque una hora más. Le ha dejado las llaves de su viejo Cadillac en la mesilla de noche, con una nota que pone «Feliz cumpleaños». El coche tiene cincuenta y cinco años, lo heredó de su padre y siempre lo ha cuidado como oro en paño. Se niega a venderlo, aunque le han llegado a ofrecer setenta mil euros por él. ¡Su hijo se pondrá tan feliz cuando lo vea!

Carmelo no había vuelto a vivir al norte, primero por no separarse de su hijo, después porque no tenía ahorros y sabía que con su edad tenía difícil que alguien lo contratara; no podía arriesgarse a perder su empleo. Tenía intención de llegar a la jubilación, vender su coche e irse otra vez a vivir al pirineo. Pero la vida tenía otros planes para él.

Hace dos años, su jefe decidió que ya no era necesario para la empresa y no tenía intención de esperar a que el hombre se jubilara, después de todo, consideraba que no era su problema y que le salía más barata la indemnización que mantenerlo en la empresa cinco años más. El disgusto le pesó tanto que le hizo un corto circuito en la cabeza y se quedó completamente bloqueado. Tuvo miedo de decir algo, así que enmudeció. No sabía de trámites burocráticos y, aunque siempre había sido un hombre listo, algo en él se rompió con la noticia y ni siquiera supo dónde tenía que preguntar o qué debía hacer para cobrar el paro. Se convirtió en un zombi que fingía ir a trabajar y se perdía en los fondos de las tazas de café que lo acompañaban durante horas. Su cerebro no admitía nada más que no fuera la tristeza de ver cómo la humanidad se ha ido pudriendo poco a poco, intentando comprender cómo puede haber gente tan miserable en el mundo. El tiempo pasó sin que él se diera cuenta. Estuvo gastando la indemnización mientras le suplicaba a su antiguo jefe que lo readmitiera en la empresa, simplemente no sabía qué más podía hacer. Nadie lo ayudó, nadie lo informó. Simplemente le mandaron al personal de seguridad y lo echaron a patadas.

Hoy, dos años y medio más tarde, por fin recupera el norte perdido y se presenta en una oficina de empleo. La noticia le ha bajado el corazón a los pies. Con sesenta y cinco soles recorridos tendría que pedir la jubilación, pero lleva más de dos años sin cotizar y sin estar inscrito como demandante de empleo. No importan los más de cuarenta años cotizados, no importa nada, no tiene derecho a jubilarse.

A Carmelo le duele el mundo, le duele la vida y le duele la gente. El peso en su espalda es tanto, que no necesita un ancla que lo lleve al fondo del mar. Simplemente entra caminando y nada hasta agotarse. Deja que el agua se lo trague sin oponer resistencia.

BENEDICTO PALACIOS

Me llevé una agradable sorpresa cuando hace un par de lustros viajé por carreta de Madrid a Barcelona. A medio camino entre las provincias de Zaragoza y Lleida, existe un arco que señala el paso del Meridiano de Greenwich. No logré verlo de noche (seguro que José Armando sí) y debe ser como una estrella polar en medio de la oscuridad. Nunca abandoné el coche para contemplarlo de cerca y por eso me pregunté la primera vez que lo descubrí si señalaba el norte o el sur. Seguro que alguien me respondería que depende.

Pregunté en Madrid en cierta ocasión por dónde caía una calle y el bueno de mi informante me respondió que por el norte.

—¿Por el norte desde aquí?

—Más o menos, porque nosotros nos encontramos en el centro.

—¿En el centro del norte o del sur?

—Pues eso depende de hacia dónde dirija usted la mirada.

Me quedé de piedra y para salir de la ofuscación, traté de informarme. Y resulta que vista la tierra desde el espacio no hay norte ni sur. Es más, se envió una foto desde una nave espacial, que mostraba el sur donde cabía esperar el norte. Qué lío. La voltearon para evitar represalias.

Yo me he preguntado si los habitantes del sur tienen norte y si los del norte tienen sur. Si no fuera esto posible, menudo problema para los que vivimos en el centro. Aquí encajaría la frase que la mayoría de nosotros carecemos de norte.

Don Rufo, mi maestro, me enseñó a orientarme. «Extiende el brazo derecho por donde sale el sol y el izquierdo por donde se pone. Tendrás de frente el norte y a la espalda el sur.»

Menuda lección de filosofía. Normal que los del sur vayan de culo.

Hace unos meses viajé a un país del sur y en la ciudad donde me alojé me encontré con que también allí existía el norte. Y vaya si era distinto del sur

Tengo entendido, lo leí hace tiempo pero mi memoria es frágil, que la tierra estuvo en una época lejana vuelta del revés, es decir, que lo que hoy es sur entonces era norte. Y que fue a partir de aquellas fechas cuando una buena mayoría anda desorientada buscando el norte que se perdió. Hay un arreglo: siempre nos quedará la estrella polar.

Unas semanas después de casarme, invité a mi abuela Juana y a mi suegra Dolores a conocer mi nueva casa. Les serví un vermú y mi mujer preparó unas tapas. Tenían hambre. Les di conversación y se sintieron encantadas, hasta reían con ganas mis ocurrencias. Sonó de pronto el teléfono y mi mujer nos abandonó para atender a una vecina. Entonces mi suegra, con una copa en la mano dijo al son de un brindis que debía poner el nombre de Estrella a la niña que naciera. Y mi abuela levantando la suya lo refrendó.

—¿Por qué? —pregunté con intriga.

—Porque lo hombres perdéis con frecuencia el norte —dijeron las dos a la vez.

Yo quería para mi niña el nombre de Ángela. En el registro figura el de Estrella. Me encanta, pero algunas noches me entretengo, por sí o por no, en hallar el lugar donde se encuentra la estrella polar.

DAVID MERLÁN

Estimado lector/a:

En toda crónica sobre un pueblo siempre suele ser recurrente el comentario:

«¡¿Eso? Ni me acuerdo!. Nadie sabe cómo sucedió /fue»; «Lleva ahí toda la vida» o «Ni los más ancianos del pueblo se acuerdan de ello, etc, etc»

Esto mismo se preguntaron en más de una ocasión en Santa Marta sobre la llegada del alquimista Federico Arboleda al lugar y aún tardarían en descubrirlo. Escuchen.

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Era de noche, simplemente eso, noche. Esa oscuridad que todo lo envuelve y nada ves. Esa oscuridad que es tan negra que parece tener tonalidades cuando la observas; como cuando te produce la sensación de que si echas la mano hacia adelante con la esperanza de no tropezar mientras avanzas totalmente a ciegas, al mismo tiempo, tienes esa sensación terrorífica de que en cualquier momento vas a tocar algo no deseado. Esa sensación que te acelera el pulso y te hace sentir que tú vida pende de un hilo.

Pues bien, así era de oscura la madrugada en Santa Marta del Grillo Cojo, cuando un resplandor creciente, entre blanquecino y azul pálido, casi del color de hielo puro, se materializó de la nada e inundó todo el interior del claro del bosque cercano al pueblo.

Tras disiparse la primera niebla creada, una figura humana y en posición fetal a pesar de estar completamente vestido ermergió dentro de una pequeña depresión del terreno y comenzó a distinguirse de entre el vapor generado. Un par de humeantes minutos después, la figura comenzó a incorporarse.

Miró a izquierda y derecha intentando orientarse. Tras rehacerse, se miró el brazalete que portaba en su muñeca izquierda. Lo tocó suavemente con la llema del dedo índice. Una diminuta pantalla se activó. La tocó tres veces más mientras seleccionaba la opción que deseaba y al ver el resultado no pudo más que exclamar:

«¡Joder!»

Dió un paso y salió de la pequeña depresión.

Volvió a mirar su dispositivo móvil.

«¿En que año estoy? Esta mierda no lo indica» mientras le daba unos golpecitos a la pantalla.

«Venga tienes que ponerte en marcha y averiguarlo. Puede ser cualquier época. Espero no haber errado mucho en mis cálculos» pensó mientras se echaba a andar a paso ligero.

Cuando llevaba dos minutos una sensación de zozobra le inundó. No reconocía nada de aquel lugar, sus notas no concordaban con nada de lo que veía a su alrededor. Tenía una angustiosa sensación de estar perdido. «¿Y si no era allí? ¿Y si estaba en el año o en la época equivocada?» pensó.

De repente, unos pasos más adelante, otro pequeño claro en el bosque le hizo cambiar el gesto.

”¡Ahí está! La cabaña!» Mientras consultaba sus anotaciones en su dispositivo. Está como nueva, tengo que estar en la época correcta. Un alivio repentino le atravesó todo el cuerpo.

«Si, tiene que ser esa» pensó mientras aceleraba el paso hacia ella.

De repente, unas voces provenientes de la caballa seguidas de unas risas hicieron que se parara en seco y buscará un refugio desde donde observar discretamente.

Alli, en lo alto del árbol se alzaba la cabaña de madera descrita en sus anotaciones, aquellas que había estado leyendo y releyendo antes de partir en su búsqueda.

Dos hombres reían a mandíbula partida sin ningún tipo de discreción.

«¿Quien está con él?» Se preguntó al reconocer al profesor Federico Arboleda pero no a su acompañante, un hombre joven de buen aspecto y porte.

Analizó de nuevo sus anotaciones y repasó la contraseña. Respiró hondo y abandonando la seguridad de su escondite, y se acercó a pecho descubierto.

—¡Hey! Hola, ¿Quién eres?—preguntó el profesor Arboleda.

— Hola, profesor, soy Andrés, Andrés Miramontes.—mientras decidía pararse en seco a los pies del árbol para que lo viese bien.

—No te conozco, lo siento. ¿Eres del pueblo?— preguntó el profesor intentando zanjar la conversación y seguir a lo que estaba sin reconocer la evidencia—¿Lo conoces?—le preguntó a su acompañante.

—No, profesor, no soy del pueblo, acabo de llegar—al tiempo que le mostraba el brazalete.

—Si, se quien es, dice la verdad, pero pregúntale la contraseña por si a caso—añadió el hombre que acompañaba al profesor.

Andrés seguía clavado en el sitio esperando una reacción de su interlocutor. Había dado con él y no pensaba rendirse tan pronto. De pronto, dijo sin dudar:

—EL COLAPSO COMIENZA AL FILO DEL MEDIODÍA.

Federico se quedó quieto al escuchar la contraseña correcta y miró a su colega, que asintió. Esa frase hacía referencia al evento crucial que había sucedido el el pasado y que traería consecuencias funestas en el futuro: el día en que el gran experimento en el que trabajaba termina en desastre al desaparecer el manuscrito y con ello el no poder seguir con sus experimentos.

—Respuesta correcta, Andrés Miramontes. ¿Y sabes porqué la elegí?

—No señor.

—Pues la elegí porque fue el día que perdí el norte, el día que me desapareció el manuscrito y el día que creí perder toda esperanza. Ese día, cuando al mediodía llegué a mi laboratorio y descubrí que me había desaparecido el manuscrito, creí que toda mi investigación estaba irremediablemente abocada al colapso y que nunca más podría salir de allí al no poder finalizar mi experimento.

—Pero profesor, estoy aquí. Todavía hay esperanza.

—No esté tan seguro de ello, querido amigo. Que sepa usted la contraseña solo demuestra una cosa; que es usted un Sincronauta y nada más. Y ahora, haga el favor de subir aquí y tomarse algo con nosotros. Tiene preguntas que responder.

Andrés no se lo pensó dos veces. Desconocía quien era el otro hombre que discretamente permanencia en silencio y apenas soltaba palabra, pero al cual el profesor pedía consejos, pero tan solo el hecho de poder conversar con el profesor Arboleda, hacía que hubiese merecído la pena el viaje en el tiempo.

Un minuto más tarde, una escala rudimentaria echada desde la barandilla de la cabaña, le permitía a Andrés subir y acceder al interior de la cabaña.

Federico echó un último vistazo al exterior del claro del bosque y tras comprobar que todo estaba aparentemente en orden, cerró la puerta tras de si.

Continuará…

PAQUITA ESCOBERO

Corinta, mi punto cardinal.

Siento como si me despojaran de mi armadura y me expusieran, poco a poco, a la luz solar que me abrasa desde dentro. Calcina mis razones para seguir está locura. Sin protección ante las decisiones.

Ahora juntas, cabalgamos solas, desde el Abismo de las Tormentas hasta el Mar del Norte. Ese mar embravecido que nunca está en calma. Engullendo todo lo que se aventura a adentrarse en él. Dicen que aquellos que consiguieron salir de su embrujo, perdieron la razón. Perdidos por el Norte.

Amanece y hemos detenido el vuelo antes de la batalla, justo cuando nuestros ojos ya alcanzaban a ver el polvo y la sangre. Polvo que se eleva hasta el cielo y sangre que cae desde él.

Entre esa fina línea que divide el horizonte, se vislumbra ya el sol. Es allí donde termina el Mar del Norte. Dividiendo también mi sentido del honor de la razón.

Solo le pido unos minutos para contemplar como se llena el cielo de luz y como una nube solitaria vaga por él; huyendo, sin rumbo, destino o viento que la guie. No quiere ver a lo que nos tenemos que enfrentar.

—¡Un minuto! Le suplico una vez más. Pero Corinta me golpea suavemente con su gran hocico en el hombro, el tiempo apremia, ella lo sabe y yo también. Puedo verlo en el brillo de sus ojos, en ese color indescriptible entre la miel y el azafrán. Siento dentro de mi el fuego interior que desata su instinto. Su deseo de protegerme y proteger a los suyos. La lealtad que me brinda, empaña mi rostro ensombrecido ante la sola idea de poder perderla. Ella huele la sal de mis lágrimas y ruge al viento en un duelo compartido.

Si vuelvo a cabalgar sobre ella y la dirijo a la batalla, el destino nos dará solo dos opciones, vivir o morir. Pero por un instante contemplo la posibilidad de alejarnos como la nube, sin mirar atrás y esquivar una de las opciones para solo vivir.

— Tranquila, ya partimos—le susurro al oido. La acaricio y me estremezco, se que el tiempo apremia.

Bate sus alas y las deja posadas en la tierra. He trepado por ella cientos de veces. Hoy me deslumbran sus grandes escamas rojas carmesí. Ella está preparada. Yo no.

—Vuela Corinta, hoy decides tú— Le digo a mi adolescente y lozana dragona, aquella que nació el mismo día que yo. Ese es nuestro vínculo inquebrantable, el cordón invisible que nos une durante toda la vida. Un dragón que nace en el mismo momento que el humano, queda por siempre vinculado. Treinta años hace ya de aquello y hoy ella decidirá nuestro destino. Hemos conseguido atravesar el Mar y no sé si es su influjo o mi pesar, pero ella decidirá si luchar o huir y yo pensaré si he perdido el norte.

Corinta eleva el vuelo. Por un instante creí que el mar también la habría afectado, pero nos dirigimos a la batalla. Nuestro vínculo es fuerte, sabe lo que siento y nota el miedo que tengo a perderla. Pero otro vínculo la llama, el que la une a su sangre. Es infinitamente leal a mí. Pero ante todo es leal a ella misma.

Dicen que cuando cabalgas un dragón al que estás vinculado, la perdida de uno de los dos hace que el otro se suma en un profundo pesar. Y sin motivos para continuar se pierde todo punto cardinal.

—¡Vamos a la batalla Corina! Y por todos los dioses, espero que no perdamos el norte.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

¿Y TÚ QUÉ MIRAS?

Creo que he perdido el norte. Estoy a punto de cometer una locura. No puedo más. Os aseguro que ya no puedo más.

No recuerdo cuándo empezó todo esto y ojalá supiera cuánto va a durar, pero cada minuto de mi vida se ha vuelto un infierno. Por culpa de ella.

Me persigue a todas horas, día y noche, como una sombra. Donde quiera que voy, haga lo que haga, mire a donde mire, ahí está. Silenciosa e inmóvil. Con ese rostro desencajado que hace tiempo vive en el extrarradio de la realidad, con ese par de ojos clavados sobre mí como navajas. Con su escalofriante mirada a la que no escapa ni uno solo de mis pasos.

Casi nunca me habla. Pero a veces brotan de su boca frases inconexas y sin sentido. La mayoría del tiempo se limita a estar ahí, observando y generando en mí esta insoportable angustia, una ansiedad permanente que a menudo genera la náusea en mi estómago.

No la puedo abandonar. Sé que no está bien y debo estar con ella. Hace tiempo, algo se debió resquebrajar en su interior. Sus conexiones nerviosas se convirtieron en una madeja enredada de sinapsis huérfanas y deshilachadas. Los terremotos emocionales le provocaron profundas grietas, cortando de un tajo todos los caminos que comunicaban su razón.

Menos mal que no estoy sola. Las demás me hablan, me acompañan, me aconsejan e incluso se atreven a decirme lo que debo hacer. Pero son muchas. Demasiadas voces a la vez, a menudo contradictorias, que no hacen más que generar explosiones de ruido que distorsionan mi cabeza. Debo tomarme las pastillas. Son lo único que me alivia este insufrible dolor.

Me muevo, hago muecas y ella imita instantáneamente cada uno de mis gestos. A veces se ríe, con una sonrisa grotesca y desfigurada, como burlándose de mí.

— ¿Qué es lo que miras? ¿Qué quieres de mí? Por amor de Dios… ¡Déjame en paz de una vez! ¡Desaparece ya de mi vida!

Ahora mismo la tengo frente a mí. Me observa con detenimiento. Silenciosa. Con su respiración pesada. Desde el otro lado del espejo.

Es igual que yo. Y temo que, en cualquier momento, ella también pueda cometer una locura.

SANTIAGO VILLA IBÁÑEZ

— ¡Cuidalos como si fueran parte de tu ser, y úsalos para bendecir a la humanidad!—Exclamó el gran Zeus, con la voz de mil tormentas, a Eolo. Otorgandole los cuatro vientos.

Al llegar a su divino palacio, los sacó uno a uno de su dorado morral… ¡Pero había perdido el norte!

¡Joer…!

IRENE ADLER

POLARIS

Los tres corazones de la Tierra.

El sencillo mecanismo de la brújula.

Merak y Dhubé y sus luces remotas.

Nada es inmutable, ni siquiera ella.

El Norte magnético que ni ves ni tocas.

Que rige destinos y avanza entre sombras.

Que nunca nombramos,que nunca perdimos.

Ignoto y esquivo marca la derrota.

Derrota es camino, geografía imperfecta.

Polaris alumbra al hombre y sus huellas.

Cambiará de sitio, morirá una estrella.

Canadá o Siberia, Polaris o Vega.

Cambiará de sitio, cambiará de nombre.

Y aún cambiando tanto, siempre será ella.

FRAN KMIL

Eliseo fue el primero en perder la fe. ¡Yo qué lo invité precisamente por ella! “Un hombre así, con esa fe inquebrantable en Dios, sin importarle los problemas ni las vicisitudes, que mantenga la esperanza y nos anime, es el que nos hace falta”. Argumenté en su defensa cuando Isaias me informó que los siete no cambiamos el bote y teníamos que reducir la tripulación a sólo tres: él(Isaias),el dueño de la embarcación, yo, el único que sabía algo de navegación y otro más para que nos ayudara a remar.

No podía calcular cuánto tiempo llevábamos perdidos en el oceano, por suerte para nosotros, en ese momento, sereno.

Las fuertes olas embravecidas por poco nos hacen zozobrar. Sobrevivimos, pero perdimos el norte porque entre las cosas que el mar nos quitó, además del agua y la poca comida para la travesía, por lo corto y fácil que nos pareció el tramo, estaba la brújula, único instrumento de navegación con que disponíamos.

La escena fue deprimente. Eliseo, lloroso, acusaba a su Dios de indolente y malvado y escupía al mar como si lo estuviera haciendo en el rostro del Divino. Isaias, acostumbrado a lidiar entre delincuentes y malhechores, hombre sin creencia ninguna y pocos escrúpulos, arrodillado en el medio del bote, las palmas unidas al frente y mirada al cielo, rogaba a la Virgen Maria por un milagro. Se parecía al negrito de los tres juanes en la imagen de la Virgen.

Cuando se cree que se esta en las últimas, extraños pensamientos vienen a la mente: Comprendí cómo Ulises pudo perderse en un pedacito de mar del mediterráneo. Nosotros lo estábamos a pesar del corto tramos y lo fácil que se nos pintaba la travesía.“ El único inconveniente es burlar a los guardacostas. 90 millas no son nada” Me dijo Isaias.

Parado en la proa, yo miraba al mar y al cielo en busca de una esperanza, cuan Rodrigo de Triana, con tantoa deses como él de ver tierra firme y hritar a todo pulmón ¡TIEEERAAA!.

Mi lucha no fue contra Dios ni contra la naturaleza, fue conmigo mismo, inconforme con la muerte tan inútil que me esperaba, quizás sirviendo de comida a un tiburón, pero sin perder la calma.

“En otra vida será, Miami” Grité fuerte, soltando toda las esperanzas.

No soy tan valiente como ellos dicen, lo que pasa es que todos tenemos nuestro tiempo de respuesta y el mío no había llegado todavía. A punto estuve de unirme al coro de llorones, pero apareció una embarcación en el horizonte.

ARCADIO MALLO

PERDER EL NORTE

He dejado el coche en el vado. No importa. Es solo un momento, mientras vengo a buscar la cartera, que se me había olvidado.

¡Maldita sea! Se me ha quedado otra vez la luz encendida. Nada importante, aunque no está el precio como para despilfarrar. La factura del último mes está pendiente de pagar. Aunque no tiene importancia, si no me acuerdo a tiempo me cortarán el servicio. Tengo la sensación de que últimamente estoy cerca de perder el norte.

Ayer había quedado con Juan para llevarle las cartas del hospital que la cartera ha dejado en mi buzón. ¡Debe de andar fastidiado! Tanta carta no es normal. Para él igual es importante. A mí me da igual, ¡que cambien la dirección de una puñetera vez! Él es quien se ha ido.

Junto a la cartera he encontrado la cajetilla. No pude resistirme a prender un cigarro. Lo sé, así no voy a conseguir dejarlo nunca. Fue entonces cuando descubrí que tampoco había cerrado el gas. Esto sí ha sido importante. Y determinante. Escuche un ¡buuuum! Luego pitidos en las orejas. Por último, silencio.

Me temo que este es el silencio eterno. Tal y como me estoy viendo, no cabe mucha esperanza.

YOMALCKRY OSORIO

Se pierde en lo puntos cardinales de la mente.

Los pensamientos se vuelven inclementes

Un sin sentido a veces va guiando los pasos, y no queda de otra que dar pasos a veces casi obligados.

Se pierde en un desierto de preguntas sin respuestas, el sol aviva las heridas.

Recuerda aquellos días con tanta fuerza quisiera que todo sea igual o tal vez mejor que antes. Ruega por que todo acabe para volver a encontrarse para siempre.

Un magnetismo la atrae sin poder zafarse.

Todas las imágenes regresan en pantalla gigante como si de una película se tratase.

Llora sin querer parar y todas esas lagrimas van al mar.

Su risa a veces es agonía.

Pues, su brújula se ha desorientado ya no existe nada

Para continuar.

LUISA MARGARITA

«LA BÚSQUEDA»

Hay búsquedas necesarias si nos sentimos solos; pero no siempre se encuentra ese oasis que pretendemos. Creo que nos engañamos idealizando los caminos y los amores, hasta la amistad y una sencilla compañía.

Lo sé muy bien porque perdí el norte en estos viajes al corazón humano y me encontré rocas, montañas, mares oscuros, abismos, ojos esquivos, palabras de cactus que no florecen y engañan los atardeceres y hacen de las noches un cielo sin sueños luminosos.

Perdí el norte equivoqué los espacios, las calles, los parques, las risas, equivoqué los pasos y hoy soy una nube viajera que llueve de madrugada sobre la fragancia de la vida!

JOSÉ LUIS USÓN

PERDIENDO EL NORTE

Me levanto hoy y veo el tema de la semana, “perdiendo el norte”. Joder, me digo, de eso yo se bastante, tantas veces lo he perdido y lo he vuelto a encontrar, que para mí se ha convertido en una agotadora rutina. Recuerdo la primera vez, esa en la que todavía no sabía que, efectivamente, estaba perdiendo el norte.

Fue un viernes de esos que se alargan mucho más de lo debido, bueno no, realmente ya era domingo, bien entrada la tarde. Había salido el viernes a comerme el mundo, —no sabía que ese fin de semana, el mundo se me iba a comer a mí— pero entre la noche y el día no hay pared, y el fin de semana fue creciendo como la espuma en un vaso de cerveza mal tirada. Me faltaban horas, la cosa fluía y yo estaba con ganas, muchas ganas. Tras un mes de exámenes, sumido en una reclusión franciscana, el cuerpo me pedía guerra y yo llevaba encima mucho armamento. La gente me esperaba en el posturas, anhelaban mi compañía.

De pronto noté que algo pasaba, algo que se salía de lo habitual, no era ese típico dolorcillo de cabeza que anuncia la resaca, nada de esa sensación pastosa en la boca, tampoco la habitación dando vueltas como otras veces. Esta vez era yo el que daba vueltas alrededor de todo, notaba el bullir de cientos de abejas dentro de mí, de pronto la gravedad desapareció. Hostia, podía volar, volar, volarrrrr. Como flipan mis colegas cuando lo ven, jajaja, veo la cara del fiti montado en su Opel calibra mirándome desde abajo o del petas con su típica expresión ababolesca, mientras yo doy vueltas a su alrededor sin tocar el suelo, ehhhhhh, que voooooy . De pronto veo a mi padre entre todos mis amigos, ¡Joder, que hace este aquí! y con esa pinta. Va vestido con unas bermudas floridas, zapatos de charol, camiseta y una chistera. Un momento, un momento, ¡una chistera!, este hombre está loco, este sí que ha perdido el norte. Le grito, es urgente que se quite esa chistera, está haciendo el ridículo, pero no me oye, solo me mira con una mueca de estupidez en la cara. Mis amigos me hacen señas para que baje, pero yo sigo a lo mío, fiuuu, fiuuuu, planeo sobre sus cabezas. La intermitencia de unas luces azules llama mi atención. De pronto la sensación de ingravidez desaparece, no veo nada, bueno, más bien lo veo todo negro. Escucho una voz.

— Bueno, se acabó el circo— me dice la voz.

— ¿Qué circo? Digo yo con voz gelatinosa.

— Que ya está bien, vístete y sube al coche patrulla. Ya hablaremos en casa tú y yo cuando se te pase.

Resultó que las luces azules eran las del coche patrulla de mi padre —no había mencionado que mi padre es madero— y de chistera nada, era la gorra, un error de apreciación, claro que tampoco llevaba bermudas. Igual no ayudaron mucho los canutos, el alcohol o el éxtasis que me había metido en el cuerpo. O quien sabe, a lo mejor es que tenía que pasar.

Esa fue la primera vez, luego hubo más. Ahora ya estoy bien, aquí en la clínica he hecho muchos avances, hasta participo en un grupo de escritura y todo, mis compañeros son majos y a veces entienden lo que escribo, otras no. Hoy he escrito unas rimas.

ENCONTRANDO EL NORTE

Que profundo abismo el que hoy me envuelve

Lejana, queda ya la superficie

Hallaré en ella esa corriente

De aire fresco que me insufle

La vida, como antídoto a la muerte

*

Vi con mis ojos ya provectos

Con quién cuento en esos retos

Que la vida te pone a cada instante

Como un nudo gordiano, insuperable

Que solo el que es tenaz deshace

*

Que son esas garras que parecen

Fieras sin alma, indecentes

En mis piernas se enmarañan

Tironean sin dejarme

Iniciar el ascenso hasta librarme

*

Lucho, me impongo, como siempre

A mi otro yo, a ese pelele

Que obstinado, se empeña ingenuamente

En ser él, el que gobierne

Los designios de mi vida para siempre

*

La luz llega y ya no cesa

Duradera será, si Dios lo quiere

Hémera, me toca con su gracia

Me enseña su alma incandescente

A mi lado susurra quedamente

José Luis Usón

GRACIELA PELLAZZA

Era de prever.

«Has perdido el norte» le dijo su madre. Como si vivir fuera cuestión de brujulas, como si el éxito fuera enfocar la mirilla y lanzar el cuerpo hacia un determinado destino.

Ya desde el accidente de mayo, donde mi madre en enero me trajo al mundo, encontrar el rumbo estaba complicado. No era un niño bienvenido. En el mientras tanto pase de mano en mano, hasta volver a la casa materna desprovisto de seguridades, de afectos y de hábitos saludables.

Copias los gestos que has visto, hablas la lengua que has escuchado, y crees que allí donde hay un trapo esta tu cama. Lo vas entendiendo cuando sales por la puerta y otros miran de reojo lo insalvable de tu fortuna.

Tal vez si un perro, o el regreso de un padre, o un abuelo cascarrabias, o la salud mental de una madre, hubieran hecho un esfuerzo, la flecha del compás hubiera dirigido a otro punto cardinal su derrotero.

¿Cuánto de ira crece en un niño?

Lo que riegas.

Lo que abonas.

Y eso destila y destila sobre una multitud que no lo ve, y un día con otro niño en una lucha despareja, uno de los dos muere mirando el cielo. Casi siempre gana aquel que sabe sobrevivir en casas sin sopa, en hogares sin te de limón cuando te duele la panza. No tienen miedo porque no pierden nada.

La madre escupió sobre su cara esa frase para limpiar su nombre y desligar su culpa.

Y lo dejo encerrado, en una jaula, porque fue un accidente en mayo y muy equivocada…lo parió en enero.

Ella hizo eso, y él lo que pudo.

HAROLD LIMA

Mañana sabado.

Las parejas salen los sábados por la tarde, sus pausados pasos los llevan a los cafés cercanos, cada lámpara adecua sus luces a la intensidad de la atmósfera, la cantidad de lúmenes precisa para permitir el ambiente romántico es calculada, revisada, evaluada por miles de computadoras que solo hace tres décadas mataban indiscriminadamente a millones de guerrilleros de la resistencia. Sus cadaveres calcinados aún hoy se resecan al sol en los campos radiactivos, las hay expediciones arqueológicas científicas de la universidad de Montevideo que aseguran la masacre fue aún mayor de lo que los sobrevivientes aseguran en sus libros de memorias. Supongo, como arqueóloga e historiadora yo se más del tema y comprendo la situación de los inmigrantes tanto como de los locales. Mi madre era una inmigrante; no la juzgo por aprovechar su juventud y belleza para atrapar a un local esas eran épocas distintas, muchos caminaban desde sus países destruidos y miserables en busca de la conocí poco, pues al poco tiempo de tenerme se unió a los que formaron la ciudad de Diaspar, un día dejo a papá con una carta » Ellos son mi gente, nosotros recontruiremos aquí en el desierto de Atacama, una nueva nueva York, una nueva Escocia, una París, Madrid, Estocolmo, Moscu, Pekin y Tokio y todo lo que se perdió por culpa de esas maquinas malvadas lo regresaremos. A nuestra hija dile que crearemos otra resistencia y acabaremos con las IA que mataron a su abuelo»

Eso fue lo que dejó luego de irse.

Como ya es historia esa comunidad duro algunos años y todos esos belicistas se exterminaron entre ellos, sin intervención de las IA, eran gente que no sabia vivir en paz. Papá decía que » Aún antes de la guerra ellos se peleaban por cosas sin importancia, los del oriente y occidente. Los abuelos decían: Ellos crearon a las IA y también las grandes bombas que destruyeron sus hogares»

Como historiadora tengo el deber de dejar una impresión sin apasionamientos para los archivos digitales históricos.

Ahí solo dirá que la guerra duró 30 años, los norteños crearon a las IA para que se ocuparán de todo y las hicieron serviciales aunque consientes de lo frágil de su existencia. Esos norteños en esos tiempos se creían dueños del mundo y casi dioses, un día la IA consideró que su propia existencia peligraba cuando un grupo anti tecnología atacó uno de sus nodos de redundancia, esto llevo a la gran guerra. La resistencia humana norteña se hizo de armas nucleares y la IA uso las que tenia en sus arsenales, soloporelpanico de dejar de existir. El resultado fue mitad del planeta destruido y contaminado radiactivamente por los siguientes 500 años. Los mujeres y niños refugiados del norte llegaron a millones a las repúblicas neutrales del sur, colapsando las frágiles economías tercermundistas.

Algunos se integraron a las costumbres locales conviviendo con las IA pacíficamente y otros crearon grupo como los fundadores de La desaparecida ciudad Diaspar. Hoy en día la humanidad vive una era dorada de prosperidad sin igual, las máquinas nos liberaron del trabajo pesado y de los malos gobiernos para que el espíritu creativo humano alcance alturas nunca antes conocidas en arte, filosofia y música, campos que solo la sensibilidad de los pueblos del sur destacaron antes de la guerra; cultores inmemoriales del tango, los corridos y el realismo mágico. Esta más, decir que las pequeñas células rebeldes actuales, dicen:

—Perdimos el norte. —Para referirse a la gran guerra—

Sin embargo, los que descendemos de esos norteños ignorantes y nos sentimos, más latinoamericanos, polinesios o australianos que un originario, creemos que «Nos libramos del norte, para que la humanidad progrese» porque todo ser vivo crece dejando atrás células muertas e inútiles y pienso esto, mientras veo por mi balcon la calmada ciudad de Pisco, sus dunas artificiales creadas por un artista conceptual ondulando, el claqueteo de un robot de servicuo que sacude mi bebidame recuerda que pelear es de tontos norteños como mi madre, él robot pervive que me desagrada el color azul de las paredes, pues no combina con mi palido vestido de noche, ni con el ocaso color vino; inmediatamente cientos de micro robots trabajan laboriosos en cambiar el color de la pared para maximizar mi placer visual. Ahí afuera cada humano es monitoriado por la IA que se esmera en hacer nuestra experiencia vital plena, sin hambre, guerra, trabajo o penas y solo nos preocupemos por pensamientos elevados.

Descanso los ojos en las parejas de enamorados del boulebar, son hermosas y lo serán mañana sabado y pasado mañana que también será sabado, hasta la eternidad.

MAR GINEZ

Me dijo que aún podía sentir el dolor de haber perdido aquella batalla, que si se pudiera regresar el tiempo daría, haría, buscaría cualquier cosa para no haberse rendido. Me lo dijo llorando y con la última carta un poco humedecida por estarla agarrando con las manos mojadas de estar secándose constantemente las lagrimas. “Será que te volveré a ver” fueron las palabras que le dijo por última vez.

Ella le respondió… “no creo que cuando quieras regresar puedas encontrar el norte”. Mejor ve y se feliz en el sur.

Me susurró al oído que siempre estará cuando ella quiera regresar, sin él saber que ya estaba muriendo y que no tendría más tiempo.

Y cuanta razón tenía aquella mujer, porque ahora el hombre ya no encuentra el camino de regreso, no porque no lo recuerde, esté lejos o esté se haya perdido si no que al recordar el camino de regreso pudo sentir nuevamente las fracturas en sus sentimientos, las palabras que lo destruían, los ojos que lo miraban diario sin sentir nada, las manos que deseaba que fueran acariciadas por él y no por mí. Si, yo que soy su mejor amigo, fui el hombre que le arrebató el norte fijo de un gran amigo, mientras él tenía todo lo que cualquier hombre desearía en una buena mujer yo anhelaba que lo perdiera no por envidia, no por odio, era porque amaba a esa mujer, su mujer.

Me gritó una y otra vez que la amaría hasta el último segundo de sus existencia, que elegía que su corazón dejara de latir antes de ver lo feliz que ella era en brazos de alguien más, era tanta su enfermedad que realmente su corazón no podía más, aquella tarde que le entregó la carta a Rossevelth su ex mujer, que ahora es mi mujer yo estaba en la ventana, me daba rabia de no poder sentir remordimiento no, no podía porque el amor que sentía era más poderoso que el sentimiento extraño que en algún momento sentí por el amigo que ahora estaba matando con la acción que cometí.

Ahora me encuentro parado en la puerta de un hospital sosteniendo el bolso de mi mujer y en la casi esquina del zipper del bolso se logra ver la carta que Martín le entregó a mi esposa, me está matando la curiosidad de saber que es lo que ha escrito en este papel manchado de lágrimas, no pude más y tiré el cigarrillo tomando la carta con las dos manos.

Vaya sorpresa me llevé cuando en la primera palabra que estaba en la carta fue “siempre regresa” y eso me hizo recordar todas las tardes que mi esposa decia “me voy a perder un rato al norte” haciendo referencia a que iba por un café por las tardes, sin yo saber que estaba yendo a la cama con él, ellos nunca se olvidaron, ella nunca lo dejó de querer, ahora resulta que fui el engañado. Me vino a la mente una escena en la que también yo me estaré muriendo de dolor y ella estaría en brazos de alguien más mientras yo moriría.

Ahora decido dejarlos… y me toca sentir el dolor de perder mi norte, olvidarme del regreso. He tomado unas cuanta maletas y también he decidido ir al sur así como lo ha hecho Martín. No por dolor ajeno si no por el mismo dolor que siento en el corazón.

BEGO RIVERA

Peccata minuta

— Doctor, he perdido el norte.

Don Anselmo ya le dije la última vez—que fue ayer— que el norte no se pierde así como así. Yo le veo bien, con sus pequeños problemas como todos: está usted recién divorciado y no tiene un euro, no le dejan ver a sus hijos, malvive en una pensión, no tiene para comer, está usted lisiado y no puede trabajar, los médicos no le reconocen su visible incapacidad, ¡en fin! Peccata minuta querido amigo. Ya quisieran muchos estar como usted. Si ha perdido el norte ya lo encontrará— le contesto con una sonrisa burlona.

— ¿ Lo dice en serio doctor? ¿ Me está tomando el pelo? — preguntó sorprendido el enjuto hombre con el cuerpo deforme por patologías varias.

— Ahhhh…. Mi querido Don Anselmo ¡pues claro, anímese!— dijo el doctor mientras se levantaba dando así por cerrada la sesión — Ahora le tengo que dejar y no vaya a volver mañana — lo decía riéndose con cara de fastidio — me voy de vacaciones unas semanitas bien merecidas al Caribe.

Don Anselmo se levantó, sopesó sus opciones y cogiendo un bisturí que el buen doctor olvidó encima de la mesa , se dirigió a la puerta, el doctor detrás de él acompañándole, no lo vio venir… Don Anselmo se dio la vuelta y le clavó en el cuello el afilado instrumento una y otra vez, una y otra vez…mientras le decía ; ¡ Doctor, tenía usted razón! he vuelto a encontrar el norte; en la cárcel tendré techo, médicos, una paguita, estudiaré derecho…una y otra vez…

AMPARO SORIA

¡NO QUIERO PERDER EL NORTE! (Título)

[…] por este motivo, deberá usted abandonar su vivienda en un plazo de quince días hábiles […]

El corazón de Isabel se detuvo un instante, las lágrimas humedecieron sus mejillas, sus manos temblaron dejando caer aquella horrible carta al suelo. Era imposible, era su casa, ella ayudó a su esposo a levantar ese hogar, ladrillo a ladrillo ¡Era su hogar! Su corazón se detuvo silencioso, para siempre.

Tras el trasiego de la ambulancia y la policía en casa. Aurelio, sumido en una inmensa tristeza, recogió la carta. Sus ojos se abrieron espantados. ¡Aquella maldita carta, sin duda, fue la causante de la repentina muerte de su esposa! Un matrimonio llegado años atrás del norte. En ella se hablaba de expropiación forzosa por la próxima ampliación de la autopista. Al igual que otros vecinos cercanos expropiados sin contemplaciones.

– ¡¡No quiero perder El Norte!! ¡¡Por favor!! –gritó de repente desesperado.

-Cálmese, caballero. –intentó tranquilizarlo una agente en tono comprensivo apoyando una mano en su hombro. –No le va a pasar nada.

– ¿No? –preguntó confundido y enfadado. ¡¿Le parece poco perder mi casa por una mísera carretera? ¿Dígame…? ¡El Norte es el nombre de MÍ CASA! –aclaró Aurelio, que no pensara esa mujer que iba a volverse loco, remarcando bien claro sus palabras.

– ¡Maldita sea! –su voz se quebró. – ¡No quiero perder el Norte! ¡Es lo único que me queda! ¡Ayúdenme ustedes! –rompió en un llanto suplicante hacia los agentes allí presentes.

Nada se pudo hacer. Aurelio fue trasladado a otro domicilio, y los muros de El Norte, sucumbieron al cucharón y brazo de una ruin excavadora.

Amparo Soria M.

CARMEN BERJANO

Acababa de llegar a Granada tras todo el día viajando en tren y un madrugón tremendo. Estaba agotada.

Necesitaba una ducha y tumbarme un rato en el apartamento.

Había descargado una app de citas por si conocía a algún granadino interesante que me mostrase rincones diferentes de los turísticos clásicos.

Según me tumbé consulto el móvil y veo que me habla un chico muy atractivo.

Comenzamos a hablar y la conversación fluía fácil y divertida.

Era de Madrid, no cumplía mi requisito básico pero no podía dejar de hablar con él.

Me sentía dulcemente atrapada y mentalmente conquistada.

Decidí dar un paseo por el Albaicín y disfrutar la vista de la Alhambra desde el mirador de San Nicolás.

Era un miércoles de finales de agosto. Había gente, pero tampoco estaba masificado. Me crucé a la mezquita y allí pude disfrutar la vista con muchos menos turistas.

Al llegar tenía de nuevo mensajes de él.

Hablamos un poquito y nos despedimos para descansar.

También tenía mensajes de chicos de Granada. Eran del tipo:

– ¿Eres fogosa?

– ¿Vas depilada?

– ¿Te gustan jovencitos?

Estaba asustada y no me apetecía nada arriesgarme a vivir una experiencia que no me hiciera sentir cómoda.

La intención de este viaje era descansar y mimarme al máximo.

El jueves salí sin desayunar en busca de un café desesperadamente.

Llegué a un restaurante llamado La Buena vida, ya cerca de la catedral. Las camareras me parecieron super simpáticas.

Pedí una tostada grande de tomate y jamón y me trajeron el Titanic.

De allí me fui a pasear y hacer fotos por el centro.

Compré café para tomar el desayuno al día siguiente.

Llamé a unos baños árabes con muy buena pinta, pero no me contestaban, así que pasé por allí.

Esa mañana había salido con un biquini en la mochila, por si ese plan se concretaba.

Pasé a informarme y me cuadró horario y precio.

Hice tiempo tomando un café y ya entré.

Era como un sueño el espacio, la tenue iluminación con velas, los olores, el respeto y la música.

Hice el circuito como me indicaron y estando en la piscina de agua templada vinieron a buscarme para el masaje.

Mari José me preguntó por mí preferencia en olor del aceite y le dije que la que a ella le gustara.

Me masajeo la espalda, cuello, cabeza, las piernas. Aplicaba la presión justa. Me tenía entregada y a punto de pedirle matrimonio.

Terminó con mi cara.

Le di las gracias y me invitó a seguir disfrutando del espacio por media hora más.

El baño caliente era pequeñito pero con un techo espectacular y las paredes de ladrillo por abajo y recubiertas del típico yeso por arriba.

Podías estar sentada y el agua te cubría justo por el cuello.

Salí y me metí en la fría, pero no pude resistirlo mucho.

Estaba muy cerca de mi apartamento.

Subí por las callejuelas escalonadas típicas del Albaicín y compré algunas cositas para picar algo si no me apetecía salir.

Bebí un poquito de vino, piqué algo y volví a hablar con Claudio.

Cuando bajó el calor volví al mirador.

Estaban cantando flamenco con una caja y guitarras.

Y había más gente aún que el primer día.

El viernes vería por fin La Alhambra completa en visita guiada.

Me dormí muy pronto.

Al día siguiente empecé chatear con Claudio desde la cama. Nos dimos los contactos y ya pudimos hablar.

En ese momento me di cuenta de que había perdido el Norte. Del todo e irremediablemente.

La conversación seguía fluyendo fácil.

Por momentos era dulce, por momentos nos podían las bromas.

Tomé café y piqué un poco.

Sin dejar de hablar con él en ningún momento.

Estaba sufriendo una abducción tremenda.

Conseguí a duras penas aparcar la conversación.

Tenía que comer y llegar a La Alhambra.

Volví a La buena vida y volví a comer rico. De ahí me fui a coger un taxi y llegué al punto de encuentro.

La visita a la Alhambra fue maravillosa. De golpe estaba viendo lo que tantas veces había estudiado.

Y aunque de esa época había pasado tiempo, recordaba detalles.

En varios momentos me emocioné.

Era todo demasiado bello.

Por momentos sentía que perdía el Norte de nuevo en Granada en el mismo día.

Y sentí que lo vivido me iba a acompañar siempre.

Subí al Albaicin en el bus urbano.

De nuevo paré en San Nicolás.

Y me comí un helado paseando por esas calles hasta llegar a mi casa esos días.

Volví a hablar con él.

Era como si nos conociéramos de mucho.

Una intimidad regalada, preciosa.

Me dormí feliz por todo lo vivido.

Al día siguiente aproveché para comprar algunos regalos ya pensando en mi vuelta.

Comí en Los Manueles salmorejo y calamares fritos, exquisito todo.

Por la tarde subí en bus a Sacromonte. Visité el museo y disfruté a solas de la Alhambra desde el mirador.

Volví en taxi y peregriné como cada noche a San Nicolás.

Me regalé unos pendientes con detalle en cerámica y me fui a cenar a un Carmen cercano.

Tomé vino blanco contemplando la Alhambra iluminada. Disfruté de un rebujón de bacalao, que es una ensalada típica con naranja. Y de postre un pionono, porque me habían dicho que no me podía ir de allí sin probarlos.

Era un broche de oro a unos días maravillosos.

Claudio y yo quedamos en que no pasaría más de un mes para nuestro encuentro.

Hoy estoy volviendo al oeste con la mochila llena de momentos preciosos.

Y con la sensación de haber perdido el Norte en el Sur.

EFRAÍN DÍAZ

Este relato nos mostrará una realidad que muchos viven en silencio. En un mundo donde trabajar en lo que uno estudió es un lujo, y disfrutar de lo que se hace es casi un milagro, la mayoría sobrevive por pura necesidad. Trabajan para pagar cuentas, mantener a sus familias, y algunos se aferran a vicios que les dan una razón para seguir adelante, aunque solo sea para olvidar, por un rato, la miserable vida que cargan sobre sus hombros.

Desde joven, Gabriel entendió que la pobreza no era un obstáculo, sino una constante. Si tenía suerte, su cena consistía en un vaso de agua y un mendrugo de pan duro. Abandonados por su padre, Gabriel y su madre Yolanda se quedaron solos en una comunidad marginada, donde la gente, aunque honrada, vivía con menos de lo justo. Yolanda, aferrada a su fe, rezaba cada domingo en misa, esperando el milagro que nunca llegaba.

Un domingo, el cura de la parroquia pidió un monaguillo. Yolanda, viendo una oportunidad en medio de la desesperación, ofreció a Gabriel. Tal vez, pensó, si entregaba a su hijo a Dios, Él los sacaría de la miseria, la escasez y la estrechez. Así, Gabriel comenzó su entrenamiento como monaguillo. Fue entonces cuando el cura lo invitó a su casa, y al ver la alacena llena, Gabriel quedó atónito. Nunca había visto tanta comida junta, ni siquiera en sus sueños.

Las vocaciones pueden nacer de formas insospechadas. Para Gabriel, el hambre fue su llamado. La brújula moral puede señalar el norte según la necesidad. Decidió que sería sacerdote, no por fe, sino por la posibilidad de escapar de la pobreza y tener una alacena tan llena como la del cura. Cuando le contó a su madre, Yolanda pensó que su hijo había perdido el norte, pero para Gabriel, era todo lo contrario: lo había encontrado.

ANGY DEL TORO

EL ENIGMA

Presiento que he perdido el rumbo, la necesidad de generar ingresos hace que mi carrera de escritora se vea opacada. No logro equilibrar el arte de escribir con la de mantener a mi familia.

Agobio y presión económica es todo lo que me ha llevado a perder el norte. Soy escritora brújula y en mí, todo fluye a partir de la página en blanco.

Comienzo a experimentar la presencia de un personaje misterioso que nubla mis sentidos. Mi Enigma se manifiesta en forma de ideas súbitas, intuiciones y momentos de introspección, pero no logro seguirle, me aturde con su ideas e inspiración.

Múltiples son los desafíos que enfrento, tanto personales como profesionales. Al Enigma solo le respondo con interrogantes. He perdido el equilibrio entre la pasión por escribir y mis deberes de esposa y ama de casa.

Sostener a la familia me obliga a tomar una decisión crucial sobre mi futuro como escritora. Carezco del coraje necesario para alinearme con mi yo verdadero.

Combinar pasión y deber me resulta casi imposible. Mi esposo ha incrementado el peso de mis responsabilidades. Hoy día, es un veterano de guerra que ha regresado a casa, pero con limitaciones. Por lo que he de encontrar un nuevo sendero y reconciliarme con mi vida actual.

Entenderme a mí misma y confiar en ese ser misterioso, el Enigma, que me sigue a todas partes, hará que encuentre un equilibrio entre mis deseos de contar historias y el deber de atender a la familia.

Aquella tarde, me encontraba en la cocina rodeada de papeles y notas dispersas. La luz del atardecer se filtraba por la ventana y el ambiente era cálido pero cargado de tensión. Sentada a la mesa, con la cabeza entre mis manos, sentía que el peso de mis responsabilidades me aplastaba.

Mi esposo, apoyado en su bastón, entró en la cocina y al ver mi estado de ánimo se acercó preocupado. “¿Qué pasa? Te veo muy agobiada,” dijo, con una voz suave que apenas lograba calmar mi tormenta interna.

Levanté la mirada, mis ojos reflejaban cansancio y frustración. “Es todo… la escritura, las responsabilidades, tú… No sé cómo equilibrarlo,” respondí.

Él se sentó a mi lado, tomó mi mano con suavidad. “Sé que ha sido difícil desde que volví a casa, pero estamos juntos en esto. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?”

Mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas, las lágrimas humedecieron mi rostro. “No lo entiendes. La escritura es mi vida, pero siento que la estoy perdiendo. Cada día que pasa, estoy más lejos de lo que realmente soy.”

Apretó mi mano con firmeza, y mirándome expresó: “Entonces, ¿qué necesitas? Dime cómo puedo apoyarte.”

Respiré hondo, trataba de calmarme. “Necesito tiempo. Tiempo para escribir, para encontrarme. Pero también necesito estar aquí para ti y para nuestra familia. No sé cómo hacerlo.”

Él me miró con amor y resolución. “No tienes que hacerlo sola. Podemos encontrar una manera juntos. Tal vez podamos reorganizar nuestra rutina, buscar ayuda externa… Lo que sea necesario.”

Busqué sus ojos y pregunté: “¿De verdad crees que podemos hacerlo? ¿Qué puedo ser escritora y cumplir con mis responsabilidades?”

“Eres una escritora increíble, y no quiero que pierdas eso. Juntos encontraremos la solución.”

Sentí una oleada de gratitud y alivio. «Gracias, necesitaba escuchar eso, pero recuerda que ser escritora implica mucho más que escribir. Requiere de tiempo y espacio para investigar, participar en eventos, firma de libros y ferias literarias. Todas forman parte esencial del oficio”. Mi esposo, en ese instante, me trasmitió su confianza, la que yo creía había perdido.

MARÍA GALERNA

No fue pérdida, si no olvido

Se deshizo de todo: brújulas, sextantes, rosas del viento, longitudes, latitudes. Grados, minutos. Olvidó el nombre de las estrellas y el rumbo que marcaban. Quemó los mapas y sus fronteras. Acalló las indicaciones de radares y radios. Los enseñó a cantar.

El sol lo tapó con un dedo, y sólo salía las noches de luna nueva.

Lo tildaron de loco, decían que el viejo capitán había perdido el norte.

Ignoraban que había encontrado un mundo completo sin fronteras, sin normas. Donde ser feliz no era lo importante, si no ser tú.

Los sueños no tenían banderas, ni guiones preestablecidos.

Pensó que si, que quizá tenían razón esos que decían que lo había perdido. Y jamás se había sentido más libre.

ISABEL SANTERVAZ

A la vuelta del sueño,

el amuleto sigue en tu ombligo,

lo palpas setenta veces siete.

Crees que así alejará esas nubes

de algodón ceniciento

que te impiden ver la alborada.

Odias y amas a la bestia que nutre

tu fantasía, mostrándote

espejismos de placer y euforia.

Pero no estás en tu mente,

ignoras que el fuego te abrasa

y no habrá amuleto que te salve.

Hipnótico iman consigue que

muerdas tu alma, pierdas el norte,

y no logres salir de la ilusión.

LEANDRO MARCELO GARCÍA DEL VALLE

NARCOSIS

Leandro Marcelo Iparraguirre

Somos un sueño imposible que busca la noche.

Mario Clavel

Escuché un disparo. Eugenio ha muerto.

Estoy sentada en un sillón de mimbre del jardín. El tiempo se dilata.

Cierro los ojos solo por un instante. Un libro se desliza de mi mano y desemboca en el vacío.

Mis párpados se cierran y me observo recostada entre sábanas blancas. Reconozco los objetos cotidianos de mi cuarto: Un espejo ovalado, una comoda de roble, un vaso de cristal de Murano, un frasco de pastillas en la mesa de luz.

Ahora no distingo la vigilia del sueño, ya no es el sueño el bálsamo del alma sino la fosa donde desciende mi impotencia. Intento mantenerme aún despierta, a pesar de la somnolencia. Siento mi cuerpo laxo, mi alma frágil atrapada en su interior. Mis brazos y mis piernas permanecen inmóviles, mi boca está sellada ahogando un grito en la garganta.

El rostro de Eugenio me contempla como si vislumbrara el Universo. Es una imagen de hace tiempo, de cuando aún amaba a Eugenio, cuando creía conocerlo.

Frente a mí observo a Eugenio y el doctor confabulados:

Su esposa sufre de narcolepsia.

Veo el libro caído a mis pies, mis manos y mis brazos se desploman a mis costados. Espero a Mariano en el jardín… Quiero estar despierta cuando regrese y me anuncie que todo a concluido… Vuelvo a cerrar los ojos…

Después en una noche oscura presiento un destello de fuego, un disparo en la sien…

Abro los ojos estremecida por el pánico… ¿Cuánto tiempo transcurrió desde el disparo? ¿Cuánto tiempo mi alma ha navegado a la deriva en este microsueño inevitable?

Mi lengua se halla inerte al fondo de mi boca… Me vuelvo a adormecer y siento miedo…

Me trepo entre las varas del sillón de mimbre pegajosamente como una babosa. El silencio es de nácar, el tiempo un aliento de sal.

Hasta mi rostro llega un aroma de orquídeas. Abro los ojos de improviso y me veo dormida bajo el sol de esa tarde.

Entonces me refugio en mi memoria… Subo las escaleras de la casa con Mariano. Quiero que reconozca cada sitio, cada objeto, mueble y cuarto. Quiero que no vacile, que permanezca inconmovible en el instante decisivo.

Eugenio duerme hasta las tres. Su habitación queda a la izquierda.

Veo girar el tambor del revólver en sus manos. Me susurra despacio:

Un proyectil basta.

Me contemplo emerger desde la superficie de mis sueños respirando con dificultad como si el aire me faltara… Un rastro de baba en el sillón de mimbre anuncia mi destino, me arrastro, me encuentro vulnerable, me siento devastada.

Un destello de fuego se reitera n mi memoria… ¿Fueron un disparo o dos? Por un instante estoy despierta, recupero la conciencia de mi cuerpo y mis sentidos… Un sueño recurrente me angustia desde hace demasiado tiempo. Ahora ya ni sé si estoy soñando.

Subo corriendo las escaleras de la casa, atravieso el pasillo presa de espanto. Al llegar a la puerta de ese cuarto veo el cuerpo de Mariano frente a mi caído en el umbral, un disparo en la sien, una rosa de sangre derramada… mi fugitivo amor, mi amor en agonía… después el silencio.

Eugenio detrás mío se sonríe, me giro y lo contemplo, sus labios se trasmutan en una mueca cruel, su mano juega con un arma. Comprendo que todo fue una trampa.

Cierro los ojos… un amor sin disculpas, un beso de fantasmas…

Mi pecho estalla en eclosión…

Y retorno al jardín… transformada en orquídea

LUISA TURATTI

Saludos!!!

Perdí el Norte y quizás también, me quedé sin el resto de puntos cardinales.

Me quedé en estado de ingravidez, flotando en un espacio vacío.

Sin brújula, sin inman, sin sensación de ser o de existir.

En estado de shock, buscando un horizonte frente a un muro.

Acumulando pensamientos que, sin querer ir a ninguna parte, se quedan para hacer preguntas.

Y son tantas las sensaciones, las emociones que se desbordan, que se aceleran y te precipitan.

Un mundo dando vueltas en la cabeza, que no paró el tiempo, pero si parece haberlo dejado suspendido.

Te dejas caer en el abismo buscando siquiera poder tocar fondo, algo que te haga sentir de nuevo la gravedad.

Y miras hacia el infinito de tu propio universo interno, buscando un punto, ese que te haga volver al ser, que te guie y te devuelva de nuevo, al tan ansiado Norte.

MARIA PAU

¿Quién dijo que los adultos no podemos atisbar la llegada de los reyes magos?…

Es la noche del cinco de enero. Desde el balcón escucho reír a la paz entre las hojas oscuras. «¿Vendrán del cielo?», me pregunto, y río —también yo— de mi propia tontería, pero río refeliz. Enciendo el cigarrillo con una mansa alegría palpable. El humo me acolcha los pensamientos («Dejá de fumar, hijo, no te hace bien»), pero, en esa niebla a medida que me fabrico, escribo mi deseo.

No los veo, pero intuyo el temblor de un dromedario, dos, tres, moviéndose más allá de los árboles. Están ahí, lo sé; solo no hay que mirar («Si los ves, no se te cumplen los deseos…», decía mamá). Me apoyo en el barandal y en el recuerdo; como un certificado de ilusiones, se despliega fiel la alegría tras mis ojos cerrados; tan ahí, tan al alcance… Cruzo mi mirada con el aire y el olor a certezas me dice que lo estoy logrando: arriban los Reyes de sombra en brisa, de oro en mirra, y de pronto los camellos caminan, apuran el paso con sus patas ásperas, me tocan con sus narices, gesticulan moviendo sus bocas de caricatura, y mastican el pasto de mis manos en ofrenda, así, como imaginaba cada 5 de enero, antes del último y fallido esfuerzo por no dormirme.

Una bandada de sonrisas me alcanza, y retrocedo entre parasiempres a esa vida pequeña que me fue prestada, de zapatos, pasto y agua («¿Así es suficiente, mamá? ¿No se quedarán con hambre?»). Me ha sido dado el atajo de la memoria, pienso, y sin esfuerzo ya, sostenidas por redes de aire, vislumbro a las siluetas moviéndose en cámara lenta detrás de las cortinas, con aquella calmada algarabía de la espera entre bostezos.

Me niego a abrir los ojos. Solo quiero permanecer aquí, un poquito más, en el balcón, salón bajo los párpados. ¿A quién se le ocurriría ponerle toque de queda a un milagro?

Como esbozo de pequeños vuelos, se despliegan en garabatos de humo los recuerdos, intercambiándose con el presente. Una ventana, pienso. Sí, todo hombre debería tener una. Imagino a la ventana como un pico abierto, y al pico como una entrada, una entrada al recreo. Recreo de Reyes. Recreo de Reyes refeliz.

Vuelvo a reír de mis propias tonterías. Aplasto el cigarrillo con una mansa alegría palpable contra la baranda del balcón, y entro.

Siento todavía cosquilleando en el paladar el gusto a infancia, y sé que el deseo escrito en humo se me ha cumplido: aún no he perdido el norte.

ANA DDEL ÁLAMO

Quedé atrapada entre fantasmas de mi pasado.

!No sé en qué momento ocurrió!

Mis manos tiemblan como un niño asustado. Mis piernas no responden.

¿Cómo había pasado? ¿En qué momento había dejado de ser yo?

Mi cuerpo se ha transformado y ya no lo reconozco. Le envío órdenes, pero no las ejecuta.

Mi mente divaga entre lo real y la fantasía.

Desde mi posición puedo ver una mesilla de noche y sobre ella una talla pequeña de una Virgen, no sé cuál. Nunca las he distinguido, pero le rezo.

Un marco de fotos que no reconozco.

Tal vez mi familia. ¿Quién sabe?

Y un vaso de plástico medio lleno con un líquido en su interior que no parece agua.

El cuarto no es muy grande y está oscuro. Quizá debería dormirme, pero no soy capaz.

Unas cortinas tupidas marrón oscuro visten las ventanas. Distingo un pequeño rayo de luz a través de una rendija. Me pregunto si significará algo. Tal vez un atisbo de esperanza.

Parece que es de día. No estoy segura. Ya no estoy segura de nada. Al contrario que antes. Yo era » la jefa». Lo sabía todo y todos confiaban en mí. Tenía 200 personas a mí cargo y una gran responsabilidad. Ganaba dinero a espuertas. Yo manejaba el timón navegando con la rosa de los Vientos.

A lo mejor estoy de vacaciones y mañana todo es alegría y ésto, un mal sueño.

Me gustaría acercarme a la ventana y mirar por ella. Recuerdo las vistas desde la mía. Enfrente estaba el Campanario de la Iglesia y una cigüeña lo coronaba. Me gustan las cigüeñas. Son majestuosas y con su gran pico son capaces de fabricar unos nidos preciosos para sus crías. Siempre me ha fascinado.

Mis recuerdos son difusos. El canto de un niño me acompaña siempre. Será mío? No sé si tengo hijos y menos si estoy casada. Me toco las manos. No llevo anillos. Estoy desnuda y sin embargo no tengo frío.

No soy capaz de levantarme. Creo que algo me sujeta a la cama.

Escucho pasos. Alguien se aproxima. Se abre la puerta y entra. Me sube la cama desde el piecero y me quedo sentada. Se acerca a mí con decisión. Coge el vaso de la mesilla y se inclina sobre mí : _ Julia, tiene que tomarse la pastilla. !Anda, no me la escupa como siempre!

Y mi cabeza me dice: _No lo viste venir. Ahora ya es tarde.

Entre tantos puntos cardinales, había perdido el Norte. La aurora Boreal que guiaba mis sentidos.

YOLANDA CASTILLO

~PERDIENDO EL NORTE ~

Estoy perdiendo la cordura.

Mis sueños son tan fríos como el hielo.

Cada noche sueño lo mismo.

Yo vagando por el oscuro bosque de mi mente, és tan real, que ha llegado el punto que no sé si estoy soñando o realmente es verdad.

Camino entre los restos de un bosque viejo, con árboles sin hojas, sin hierba verde que poder acariciar. Camino y camino, no hay final. Siento un vacío eterno cada vez que cruzo ese bosque que imagino és mi mente maltrecha.

Estoy enloqueciendo o quizás ya enloquecí?

Es la pregunta que me hago cada día, más no puedo evitar pensar si és mi mente o és el diablo que me llama para que baje al mismo infierno.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Claudio conduciendo como un loco.

Su mente daba vueltas.

Todo por un desamor

El desamor.

Como había podido hablarle así.

Como no se dió cuenta?

Las luces, el golpe.

Claudio no sabía nada, le dolía todo el cuerpo.

Aún se pregunta cómo perdió el norte.

Pues por amor o desamor.

MAITE BILBAO

DETRÁS DEL VELO, UN MUNDO OCULTO

Hoy he decidido vestirme como mi hermana de corazón, Aisha. Hoy he decidido sentir en mi propia piel lo que ella padece cada día en Pakistán. Hoy me he puesto el burka.

Al colocarme el tejido sobre la cabeza, el mundo se ha oscurecido. La visión periférica se reduce drásticamente, y la sensación de encierro es abrumadora. Respiro con dificultad, el aire caliente y húmedo se acumula dentro del tejido, dificultando cada inhalación. Comienzo a sudar, y siento una comezón constante que me distrae de todo lo demás. Físicamente, es una experiencia agotadora.

Pero es la dimensión emocional la que me golpea con más fuerza. Me siento invisible. La gente me mira, pero no me ve. Soy una silueta, un fantasma que deambula por las calles. Las conversaciones se interrumpen cuando me acerco, las miradas se vuelven huidizas. Soy un objeto, no una persona.

Y entonces, recuerdo a Aisha. Ella que ha vivido así toda su vida. Que ha visto cómo sus sueños se desvanecían, uno a uno, bajo el peso de las restricciones impuestas por una sociedad que la oprime. Ella, que a pesar de todo, sigue luchando por un futuro mejor.

Siento su dolor como propio. Su miedo, rabia e impotencia. Y me pregunto cómo es posible que haya personas que, desde la comodidad de sus hogares en Europa, nieguen esta realidad. Cómo pueden mirar hacia otro lado y hacer que nada esté pasado. Imagino que estamos viviendo en mundos paralelos. Ellos con sus vidas plenas y libertades, incapaces de imaginar el sufrimiento de los demás. Nosotras, atrapadas en una espiral de violencia y opresión.

Hoy he perdido el norte. Ese punto de referencia que nos indica el camino hacia la igualdad e injusticia. He perdido la fe en aquellos que, desde aquí deberían estar liderando la lucha contra la opresión. Porque, irónicamente, los poderes, aquellos que presumen de valores democráticos y compromiso con los derechos humanos, llevan puesto un burka ideológico. Un velo que les impide ver la realidad de las mujeres en países como Pakistán.

Nunca los de este lado han sido tan del otro lado como cuando dejaron de actuar y voltearon sus cabezas. Al callar las injusticias, al justificar la violencia, al permitir que se vulneren los derechos humanos más básicos, se convierten en cómplices de un sistema opresor.

Al caer la noche, me despojé del burka como si estuviera quitándome una pesada losa. Sentí la fresca brisa en el rostro y el cabello liberado de la opresión del tejido. Mi cuerpo, antes aprisionado, se estiro y respiró profundo. En ese instante, comprendí la inmensa brecha que separa mi realidad de la de Aisha. Mientras yo me quitaba la opresión, ella la carga día y noche. Sin embargo esta experiencia no puede quedar en un mero ejercicio de empatía. Debo usar mi voz y la tuya para exigir cambios reales y significativos. Cada vez que alzamos la voz, denunciamos las injusticias, y compramos sus dolores y los hacemos nuestros, estamos rasgando un trozo de ese burka que la distancia del norte de la vida, donde ser mujer es volver a ser persona. Es como si el mundo fuera una gran tela, y cada uno de nuestros actos fuera una tijera que descose las injusticias. Con cada tijeretazo liberamos un poco más a las mujeres que viven bajo la opresión. Con cada hilo que soltamos, nos acercamos un poco más al día en que todas podamos vivir sin miedo.

Al quitarme el burka, me aferré a la esperanza de un futuro donde todas las mujeres puedan vivir sin cadenas, sin miedos, sin el ropaje oclusivo y castrador. Un futuro donde la libertad sea tan sencilla de alcanzar como quitarse una prenda. Y aunque hoy haya vivido un día en su piel, mi compromiso es que cada día lucha para que Aisha y todas las mujeres como ella puedan experimentar esa libertad.

NILA J BOHORQUEZ

¡Sentada en el muro de mis recuerdos, hilando pensamientos…

pensamientos que se asoman en mi mente buscando el norte, ese «norte» que se detuvo en la brújula inmersa en los laberintos de la vida!…

¡Y en estos momentos siento la pesadez de la noche triste, sin admirar el titilar de las estrellas, pues se han ocultado en las espesas nubes que cubren el firmamento!…

¡Oh, lánguida noche!…sin el fulgor selene, solamente con la presencia de «Soledad», mi fiel compañera, deseando brille en mí, el lucero coruscante que me conducirá hasta el norte deseado (perdido en el espacio de mi existencia).

ANDRÉS JAMES CÁCERES

El sur también existe.

Calzados con Nike, vestidos con Pierre Cardin, oyendo a Frank Sinatra, mirando a Steven Spielberg, conduciendo un Audi A4, paseando por la Fifth Avenue , perfumados con Carolina Herrera, viviendo en un suburban country, aprendiendo en la UCLA, enfundados en un Levi’s 505, consultando la hora en un Rolex, comunicados por un iPhone 15, trabajando en una oficce tower como freelance, almorzando rápidamente en un Burguer King, tomando el five o’clock tea en Tiffany’s, y cenando en el Guy Savoy parisino ,pasando un weekend en Las Vegas, y un mes en Cannes, votando a Donald Trump y prefiriendo al Brexit .Armados con una Colt 45. Pernoctando en un Marriot Hotel

De tanto soñar y mirar al norte lo hemos perdido.

Hasta que, guiados por la dirección de la bisectriz de una estrella en cruz nos dimos cuenta de que : » El sur también existe»..

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

EL HOMBRE QUE PERDIÓ EL NORTE (Para el tema de la semana)

Escuché esta historia hace muchísimos años, por tanto imposible recordar el lugar donde pasó, y menos el nombre del pueblo, un pequeño lugar con cuatro casas y poco más.

Lo único que recuerdo fue que tuvo lugar en el norte de España y que el protagonista se llamaba Fulgencio.

Resulta que el tal Fulgencio, labrador de oficio, tenía dos hobbies: Ir a la taberna después del trabajo a beber un vino con los amigos mientras en la televisión el partido de fútbol que se emitía en ese momento y leer un periódico semanal que se editaba para la comarca titulado “El Norte”.

En este periódico, de pocas páginas y letra mayor de la habitual en los diarios, se publicaban noticias de la comarca que pudiesen interesara la población, tales como:

-En el huerto de don Olegario Pérez, del pueblo de…se ha producido un calabacín de ocho kilos- y salía la foto de don Olegario sosteniendo el tal calabacín.

Otra podía ser:

La vaca “Romualda” de don José López, ha parido gemelos, hecho muy extraño en esta especie- y a continuación, entrevista[U1] con el dueño de Romualda y, por supuesto, al veterinario encargado del parto, nada sencillo, con fotos de las personas y de la vaca con sus terneros.

De política solo se comentaba el nombre de los candidatos de los partidos correspondientes, para la candidatura de alcalde de tal o cual pueblo, pero poco más.

Y resultó que, por esos sucesos que pasan de vez en cuando, hubo una concentración de agricultores en Madrid a fin de ponerse de acuerdo sobre cómo reclamar una mejor gestión de los pagos a ellos en la venta de sus productos, como de siempre está sucediendo. Y don Fulgencio, no dudó un momento en apuntarse.

Para tal fin, el Ayuntamiento alquiló un par de autocares que se llenaron a tope y allá que se fueron un poco a la aventura, ya que pocos habían salido de más allá de la región.

Y, una vez instalados en la capital, a donde llegaron al atardecer, como el acto tendría lugar al día siguiente, nuestro protagonista, tras pasear un rato por en Madrid de los Austrias, topó con una chocolatería donde se donde, para acompañar el “producto estrella” se anunciaban churros y buñuelos. Y allí se sentó disponiéndose a leer “El Norte” que había traído con ese fin.

Y, entre mordisco de churro mojado en chocolate alternado con otro a la porra sumando un par de buñuelos que tenían muy buen aspecto acompañados de otra taza de chocolate “para hacerlos bajar” fue leyendo su apreciado periódico. Pero entre una cosa y otra, se dio cuenta de que eran ya las nueve de la noche y el albergue donde se alojaban cerraba a las diez. Pagó, ya se dirigió a su alojamiento.

El tal albergue estaba bastante alejado del viejo Madrid, ya que se encontraba ni más ni menos que junto a la Casa de Campo, inició su recorrido a toda marcha atravesando calles, y, por supuesto preguntando casi en cada esquina cómo llegar.

Y acabó en los jardines de Sabatini del Palacio Real que le dijeron que si los atravesaba llegaría más rápido.

Y, fuese por la comilona que se acababa de dar, por la carrera que se estaba dando o por ambas cosas a la vez, empezó a notar una revolución en sus intestinos que iba “in crescendo” a cada paso que daba[U2] . Es decir, su intestino estaba pidiendo un rápido vaciado pero ¿dónde? Allí no había ningún bar y las visitas al Palacio, donde suponía la existencia de váteres, a esa hora, ya se habían acabado, así que viéndose en tal apuro y como ya era noche nadie se percataría del hecho, eligió un arbusto bastante tupido y entre él se metió pensando que total, favor que le hacía a la planta proporcionándole abono natural. Pero al acabar su abundante evacuación intestinal, surgió un problema en el que, por la prisa no había caído: la limpieza.

En casos así, cuando esto sucedía en su huerto, siempre había hojas blandas de acelgas, coles, espinacas o lo que fuera para salir del apuro, pero mirando a su alrededor solo vio arbustos de hoja pequeña y dura. Imposible para tal fin.

Entonces cayó en la cuenta de que ¡llevaba papel! Pero era su Norte querido. Y, tras mucho cavilar y viendo que el tiempo apremiaba, partió una a una las hojas logrando una perfecta higiene aunque claro ¡perdiiendo El Norte!

SERGIO TELLEZ GONZÁLEZ

BELLA

Bella, nuestra adorable Pug, es la personificación de la ternura y la fidelidad. Recuerdo como si fuera ayer la cara de asombro y alegría de Gaby, nuestra hija, cuando recibió a esa bolita de pelusa en su sexto cumpleaños. Bella se arrastraba por el suelo con sus patitas cortas y regordetas, su piel suave y arrugada como terciopelo, su nariz chata y húmeda perfecta para darle besitos, sus ojos grandes y redondos que brillaban con curiosidad y su cola corta y peluda que se movía con emoción al ver a sus nuevos dueños.

Crecía, alimentada por nuestros mimos y amor; elegimos el mejor alimento concentrado del mercado para su edad y peso, y también le ofrecíamos pequeñas cantidades de nuestros propios alimentos como un delicioso premio. Verla disfrutar de cada bocado era un placer para nosotros, y su felicidad se reflejaba en sus ojos brillantes y su cola siempre en movimiento.

Con el tiempo, Bella se convirtió en una parte integral de nuestra familia. Nos seguía a todas partes, siempre lista para jugar o simplemente para estar cerca, y nosotros nos asegurábamos de darle todo el amor y la atención que necesitaba, sabiendo que la estábamos ayudando a crecer y desarrollarse como una mascota feliz y «saludable».

En el parque, todos querían acariciarla y jugar con ella, y Bella, agradecida, movía su cola y se tiraba en el prado boca arriba, esperando las cosquillas de los transeúntes. Sus ojos grandes y expresivos transmitían una conexión especial con todos, y su presencia era un regalo para aquellos que la rodeaban.

Bella crecía sin parar; al principio lo consideramos algo normal e Incluso llegamos a usarla como ejemplo para Gaby, diciéndole: «Mira cómo come y crece,

¿por qué tú no haces lo mismo?» Pero nuestras palabras no tenían ningún efecto, y mientras Bella seguía creciendo hacia arriba, Gaby parecía estar yendo en dirección opuesta. La comparación que habíamos intentado hacer para motivar a Gaby solo parecía destacar aún más sus diferencias con nuestra perrita, que tenía un apetito insaciable y una energía inagotable.

Fue entonces cuando Ludy, mi esposa, tomó una decisión drástica: »Basta de alimentar a Bella con nuestra comida, mirenla, se ha convertido en un balón de baloncesto». Pero para mí, era demasiado tarde. Mi corazón no resistia la mirada suplicante de Bella, que me pedía con aullidos suaves más comida. No podía acatar la orden de Ludy, mi debilidad por Bella era demasiado grande.

Gaby se encontraba en una situación intermedia, aunque aparentemente hacía caso a su mamá, había encontrado una manera astuta de evadir la vigilancia y esparcir por el piso del comedor las sobras de su comida, que eran abundantes. Y yo, complaciente y cómplice, aceptaba la trampa, cerrando los ojos ante el sabotaje y permitiendo que Bella se beneficiará de la situación.

Un domingo soleado de agosto de 2020 todo cambio y me dí cuenta que el norte se había perdido. Durante nuestro paseo semanal al parque, «mi Bella» se volteó en el prado para recibir las acostumbradas cosquillas de Manrique, el amiguito de Gaby. Pero cuando intentó volver a su posición habitual, no pudo. A pesar de sus esfuerzos, se quedó con el lomo hacia arriba, como una tortuga al revés, incapaz de dar la vuelta. Todos la animamos, pero fue imposible. Tuvimos que ayudarla. El momento fue agridulce, mezcla de risa y lástima. La risa por la imagen cómica que ofrecía, y la lástima por la realidad que se escondía detrás: Bella ya no era la misma perrita ágil y juguetona de antes. Ahora era una gran bola que crecía día a día.

La determinación de reducir al mínimo la ración de Bella, utilizando un concentrado dietético, ya no surtía efecto. Nuestra perrita continuaba creciendo de manera descomunal. Los exámenes ordenados por el veterinario revelaron un diagnóstico inesperado: «resistencia a la leptina». En términos simples, la leptina es una hormona producida por las células grasas que regula el apetito y el metabolismo. Sin embargo, en el caso de Bella, su cuerpo había desarrollado una resistencia a esta hormona, lo que explicaba su crecimiento descontrolado.

La situación se salió de madre, no logro determinar el momento, pero Bella se apoderó de nuestro territorio de manera vertiginosa, su presencia invasora se hizo sentir en cada rincón de la casa. Empezamos a esquivar sus rollos de grasa, que parecían multiplicarse por doquier, para poder movernos por nuestra propia vivienda. Los muebles, que antes parecían tan sólidos y seguros, comenzaron a quebrarse uno a uno bajo el peso de su corpulencia. El sofá, que fue el primero en caer, se hundió bajo su peso como si fuera de papel. Luego, el armario se desplomó, arrojando ropa y objetos por todas partes. La mesa del comedor se partió en dos, como si hubiera sido cortada por una sierra. Y nosotros, atrapados en esta situación absurda, nos veíamos obligados a bailar alrededor de sus rollos de grasa para evitar ser aplastados. La casa, que antes era un refugio seguro y acogedor, se había convertido en un campo de minas, donde cada paso podía ser el último.

La casa se transformó en un laberinto inextricable de grasa y pelos, donde cada paso era un desafío y cada movimiento requería una estrategia. Nosotros, atrapados en este caos, nos vimos obligados a comunicarnos mediante señas y gritos, tapándonos los oídos desesperadamente para evitar ser abrumados por los ronquidos de barítono de Bella, que resonaban por las paredes como un coro de trombones. La atmósfera era tan densa que parecía que hasta el aire estaba saturado de grasa y pelos, y cada respiración era un esfuerzo para no ahogarnos en este mar de obesidad. Los ronquidos de Bella se convirtieron en una especie de mantra, un ritmo constante que nos recordaba que estábamos en su territorio, y que ella era la reina indiscutible de este reino de grasa y caos.

Con una mezcla de agilidad y desesperación, logré escapar de la casa deslizándome por el tobogán de tejido adiposo, que se formaba desde la base de la descomunal cola de Bella, hasta su extremo, que parecía pintar el suelo con un trazo de aceite. Fue como si estuviera surfeando en una ola de obesidad, con pelos y grasa salpicando en todas direcciones. Mi familia, que me observaba con una mezcla de horror y admiración, me siguió de cerca, deslizándose también por el tobogán, hasta que finalmente logramos llegar a la calle y respirar un poco de aire puro, que nos pareció el elixir de la vida después de haber estado atrapados en ese infierno de gordura.

En un giro épico y destructivo, Bella se volteó, quedando su adorable cara aplastada contra el asfalto, después de dejar un rastro de destrucción en su camino, incluyendo un par de paredes que se derrumbaron como si fueran de papel, arrasando la sala y la alcoba principal. Fue como si una fuerza de la naturaleza hubiera pasado por nuestra casa, dejando un camino de grasa y escombros en su estela. Nosotros, atónitos y sin hogar, tomamos en arrendamiento la casa desocupada del frente, desde donde podíamos observar a la nueva inquilina de nuestra casa, que se veía tan linda, tan tierna, tan gorda… Su presencia era como un imán, atraía la atención de todos los vecinos, que se paraban en la calle disque a alimentarla y admirar su enormidad, como si fuera una atracción circense…

Una lengua húmeda y tibia me lame la cara, mientras salgo del sueño profundo de medio día de un domingo de agosto caluroso. Mientras despierto, mis ojos entreabiertos ven a una perrita Pug, queriendo embadurnar mi cara con saliva. La veo tan tierna, tan linda, tan gorda…

CARMEN ÚBEDA FERRER

Una mañana en la playa

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El sol brilla fuerte.

El cielo es azul turquesa.

El mar es una inmensa balsa de quietud…

Tímidas las olas dejan encajes de blancas burbujas en la arena.

Todo asegura una mañana de paz y tranquilidad.

La hamaca con la toalla de rizo mullido, oliendo a suavizante de brisa marina, espera ansiosa a que deje caer, con indolencia,mi cuerpo debidamente protegido con una crema que me ha resultado carísima, y que me aseguraron que tiene todas las protecciones de alto voltaje habidas y por haber contra los rayos perpendiculares del sol. Llevo puestas unas gafas de, PRADA, con cristales de las mil maravillas, montura último modelo que me han costado una un buen abanico de billetes de euros, pero me quedan fascinanting, fascinanting, que me lo dijo el dueño de la óptica mirándome de una manera… que aunque yo tengo sesenta largos, me hizo perder el norte por unos momentos, que una no es de piedra. Un tío guapísimo, de estatura uno ochenta, enfundado en un traje chaqueta que parecía un modelo. ¡Ay! ¡Cómo no! Me compré las gafas.

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Jugamos con las olas.

Cavamos hoyos profundos en la arena con las palas de plástico.

Para mi no hay pala. Solo hay tres como las habas contadas, de manera que ha arañar la tierra y arrastrarla con estas manitas. ¡Ay! Mis uñas recién pintadas de color azul cobalto.

Con los pozales playeros acarreamos agua del mar para rellenar los agujeros que nunca terminan de llenarse.

Construimos castillos.

Fabricamos con moldes, flanes, estrellas y caballitos de mar.

Jugamos a corre, corre que te pillo.

Al futbol. Se me da fatal y me retuerzo un tobillo.

¡No puedo más!

El sol me ciega, la arena me pica el cuerpo y los pies me queman.

Todo me da vueltas.

Estoy desorientada.

He perdido el norte, el oremus y apunto estoy de perder el conocimiento.

A tientas voy hacia la tumbona.

Me dejo caer como un saco.

Escucho voces como en una nebulosa…

¡Vamos tía, Luisa, no te quedes atrás que tenemos que correr por la orilla.

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¡Dios mío! Soy soltera, no tengo hijos, ni perros ni gatos.

Soy dueña absoluta de mi misma pero, tengo tres robustos e inagotables sobrinos de ocho, nueve y diez años, a los cuales he tenido la “feliz ocurrencia” de que pasaran conmigo una mañana en la playa.

SHELO SHELO

Agudelo desesperado decidió emigrar clandestinamente, sin mente con su mochila llena de sueños partió una tarde de enero, dejando atrás su patria que tanto amaba a su familia, es por ella que sale a enfrentar se a los lobos de la selva.

Su viaje para llegar a las puertas de la selva duro dos días y medio, una media hora más y entro a la selva con los demás poco a poco el grupo iba disminuyendo algunos se quedaban porqué les dió malaria,otros les picaron los mosquitos y se enfermaron. A Agudelo lo protegían los santos y los brujos, era fiel creyente de la ancestralidad ,llevaba consigo a la virgen de Guadalupe que le había dado su abuela junto a unos panes que fue gastando a lo largo del viaje.

Llevaban 5 días seguidos subiendo y se bajando loma, sin ningún lujo o comodidad, el sintió ganas de ir al baño,al parecer algo le había hecho daño, aguanto lo que más pudo pero de a poco se fue haciendo en sus pantalones,tuvo que parar y terminar de hacer, mientras eso el grupo con el que venía se fue lentamente pero se fue a paso firme y seguro. Cuando Agudelo termino se dio cuenta de que estaba solo a la misericordia de los árboles cielo y nubes un rezo imploro para que los malos espíritus no lo cogieran desprevenido. Camino sin rumbo fijo, al tacto de los ojos, guiado por los pájaros logro llegar a un paraje inmenso,tuvo miedo por qué ya se estaba oscureciendo, decidió acampar y escuchar los relatos que le relataba la luna y la intensa lluvia.

Al otro día confundido.hambriento y cansado se dijo a si mismo «perdí el norte» se dejó ir lentamente al son de los sonidos y cantos de la inclemente e inospita naturaleza. De pronto una animal grande encontró sus restos y los deboro lentamente

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9 comentarios en «Perder el norte – miniconcurso de relatos»

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