Helado – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «helado». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 1 de agosto!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Dejaste mi corazón helado,

me creí tu falsa promesa,

que pusiste sobre la mesa,

desengaño de enamorado.

Y yo vate y fiel poeta,

versando lo vivido,

aunque sea al olvido,

¡que nadie se entrometa!

Mi pluma aún siente frío,

mi alma se pone un abrigo,

está helada pese al estío.

Ya nada tiene sentido,

el calor es frío y el frío,

¡es mi amor por ti derretido!

MARÍA CRUZ ESTEVAN APARICIO

La carretera estaba helada. Mantener la calma era fundamental. Mi compañero de viaje tomó la salida hacia la gasolinera. El vehículo estaba falto de combustible.

Con cuidado extremo nos ponemos de nuevo en marcha, la nieve comienza a tapar el asfalto. Tenemos que llegar a la carretera, allí las maquinas quita nieve, llegarán primero.

Conducir en carretera helada es peligroso. Con mucho miedo llagamos a la explanada de un hotel. Bajamos del coche y nos metimos en el edificio. El bar estaba lleno de gente padeciendo, el mismo trance que nosotros.

Oímos una voz que decía, la tormenta solo ha descargado su blanca hermosura en un radio de 10 kilómetros sobre el punto en que estamos.

Tomemos algo dijo mi compañero.

El camarero iba de un lado al otro sirviendo las mesas. De nuevo la voz explicativa dice, la maquina está limpiando la carretera. Solo faltaría que el coche no arranque dijo mi acompañante… En ese momento me propuse sacarme el carnet de conducir, no volvería a dejar que otros conduciesen mi flamante coche. Admitiría todo consejo y trucos sobre la conducción en carretera helada…

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

EL ALIENTO DEL TÚMULO

Entre yeso, ladrillos y mortero se nos pasó el otoño. Poco a poco, la casa iba recuperando el lustre de antaño, Paciano conocía bien su oficio y trabajaba a buen ritmo. Yo a veces le hacía de peón, un trabajo duro, pero el esfuerzo físico era un eficaz lenitivo contra el sentimiento de culpabilidad y frustración que acompaña al escritor enfrentado al síndrome de la hoja en blanco.

Mi maestro de obras, además de gran conversador, conocía infinidad de cuentos y leyendas locales, que iba desgranando entre lechadas, pulidos de llana y cuchareos, que no llegaban a alquitranar por completo el bache de mi creatividad, pero sí que ayudaron en el proceso sanador, desatascando la espita de la inspiración. Cambaral, la guaxa de la cueva Blanca, el lamento del cuélebre, bufando en los quejidos del bramudoiro, por los acantilados de Llanes. Mitología doméstica, cuentos de fogaril, historia de un pueblo milenario que vive de cara al mar. La verborrea de Paciano fue un buen remedio contra mi modorra anímica.

Pese a la gran carga de romanticismo que encierra la historia de Cambaral, es poco probable que el pirata llegara a existir y menos aún que fuera berberisco: en asturiano cámbaru significa cangrejo y cambaral es un lugar abundante en cangrejos; además, puestos a concederle al enamorado saqueador el beneficio de la duda, es más correcto atribuirle un origen escandinavo, asociado a las flotillas vikingas que tuvieron en jaque estas costas durante años.

Sin embargo, quizás porque venía en el lote con la casa, consideré como propia la historia de Virginia y Garibaldi, de manera que sin ser del todo consciente de ello y un poco como gimnasia intelectual que me ayudara a recuperar rutinas de trabajo, la incorporé al proyecto de mi novela. Así pues, pese a la dificultad que suponía para la documentación el mucho tiempo transcurrido desde que tuvieron lugar los hechos, me dediqué a investigar la figura del indiano, sin demasiado éxito, he de admitir, ya que lo único que pude lograr fue ubicarlo en un registro de donaciones a la capilla de Nuestra Señora de la Blanca, hecho en 1874, por la estimable cantidad para la época de mil trescientos reales. Poca información para edificar sobre ella una historia sólida. Pero sin yo saberlo, la semilla del misterio había arraigado en mi subconsciente, el proceso creativo estaba en marcha y poco tardaría en apuntar sus primeros brotes.

Con las Navidades a la vuelta de la esquina y la reforma de la casa prácticamente concluida, Paciano me anunció su propósito de hacer un alto en el trabajo hasta que pasaran las fiestas.

Voi ónde la fía, que salió de cuentes. La muyer yá ta con ella y a la vuelta de Reyes ponemos colo de baxo ―de esta manera dejó establecido el calendario vacacional.

Me pareció bien; lo de baxo, era el sótano, oscuro, tétrico, desangelado y tanto a Paciano como a mí nos costaba decidir qué uso habría que darle en el futuro. En la medida de lo posible evitábamos aquel espacio adusto, donde siempre hacía un frío gélido que calaba hasta los huesos. «Fae un fríu que pinga’l mocu y escarabaya el pelleyu», solía referirse de esa manera, Paciano, al microclima de la cueva. Mucho tendría que esforzarme en hallar la forma de reestructurarla, darle la vuelta, como a un calcetín, si quería hacerla habitable. Pero eso de momento no era prioritario y, de buena gana, acogí la idea de tomarnos unas pequeñas vacaciones.

Pensé que podía ser un buen momento para volar a San Francisco y disfrutar las fiestas con mi hermana y su marido; hacía ya tiempo que no los visitaba y ni recuerdo tenía de mi sobrino. Por otra parte, aquello también me daba la oportunidad de acercarme a Berkeley, a la universidad, y bucear un poco en los archivos de su biblioteca, porque estaba interesado en conocer algo de la historia de los buscadores de oro en el norte de California, los «gambusinos», para un proyecto de novela, que tenía en mente desde hacía mucho, y que mis recientes vaivenes sentimentales no me habían dejado abordar. Poco podía imaginar que allí, en tierras americanas, confundido entre la marea humana de buscadores de fortuna, uno más de los miles de forty-niners que cayeron en la demencia de la fiebre del oro californiano de 1849, como un alma en pena aferrada a la guía de luz del faro luarqués, me toparía de nuevo con la figura de Xuan Rendueles, «Garibaldi», l’indianu.

ANTONICUS EFE

Flanagan avanza silencioso y cabizbajo por el desierto, de vez en cuando se cruza con un tumbleweed (matojo rodado), tiene un calor de mil demonios y encima se le ha olvidado el teléfono móvil para llamar a alguien que lo recoja, menos mal que se conoce bastante bien la zona por dónde transita y sabe que más o menos en tres horas estará en algún lugar habitado, lo que le da para racionar el agua que le queda. Sabe que también tiene que pasar por una zona de cactus de los que puede extraer más agua. Después de un par de horas de lento penar, divisa por fin un par de cactus y cuando llega al primero de ellos ve que hay una especie de lámpara de aceite.

-¿No estaré viendo un espejismo?- se pregunta a si mismo

Total, como no tiene nada que perder. coge la lampara y la frota como dicen en la tele y plufff, le aparece un tío con turbante, chaleco y barbita puntiaguda, que en vez de pies tiene la terminación de un diálogo de viñetas de cómic, flotando del pitorro de la lámpara.

-A la paz de dios- saluda la aparición,

-Así sea- contesta Flanagan.

-¿Qué quiere usted?-pregunta el genio.

-Un helado- pide Flanagan.

-Ya lo tiene aquí, yo soy El Hado Haddin.

-Lo que me faltaba, un extranjero que no me entiende, ¡un he-la-do!, a ser posible doble y con mucho hielo.

-No se pase, ehhh, que estoy un poco grueso pero no es para tanto- se mosquea el genio.

-¡Un he-la-dooo!, sorbete de limón, cono de chocolate, corte de turrón, me da igual, pero quiero un helado- grita Flanagan perdiendo la paciencia con el guiri.

-Pues haber empezado por ahí, marchando un sorbete de limón­- contesta al tiempo que aparece en la mano de Flanagan el sorbete- todavía te quedan dos deseos.

-Esos te los metes donde te quepan, ale- contesta Flanagan mientras se aleja sorbiendo el sorbete,

-¡Pues si que tienen mala uva estos yanquis!, como dice el refrán, dos deseos rechazados, dos deseos que me concedo para que el otro le sea quitado, ¡que se le vuelva de plástico el sorbete de limón y se le caliente el agua, Ea, por listo!

BENEDICTO PALACIOS

Estaba Isabel a seis días de cumplir los 14 años y la familia quería celebrarlos de manera inusual, que no se parecieran a otra cualquiera. Vendrían sus amigas y compañeros del colegio, y los pocos de la familia porque era hija única, nieta única y sobrina única. Tenía un primo lejano de su edad pero residía en una ciudad distinta y entre los padres no existía apenas relación.

—¿Qué te gustaría de regalo, pide el más especial?

—Un sombrerito azul.

Cundió el pánico. «La niña quiere un sombrerito azul.» Los wasaps echaban humo. ¿Cómo se le ocurre, con la cantidad de juguetes, ropa, móviles, tablets, y hasta un viaje a Disneyland? El padre, Federico, estaba fuera de sus cabales. No le cabía en la cabeza que su hija del alma le viniera con el deseo vulgar de un gorrito y encima de color azul. Vaya gusto tan extraño por no decir extravagante.

Con objeto de superar la crisis familiar, el abuelo que llevaba días sin pegar ojo y andaba atontado de un sitio para otro sin hacer nada de provecho —«Juanito, no haces otra cosa que estorbar»— tuvo finalmente una idea.

Apenas amaneció, abandonó el lecho conyugal, se lavó al estilo de los gatos, eligió el bastón con más historia, uno que debió pertenecer a Viriato, y se dispuso a recorrer uno a uno los comercios de la ciudad. Por si le daba un bajón, se había echado al bolsillo las pastillas.

—Por favor, señorita ¿puede mostrarme sombreros para una niña de 14 años, está crecidita, eh? Lo quiere de color azul.

—¿Azul? ¿Azul cielo, azul claro, azul cobalto, azul marino, azul turquesa?

Echaba fuego. A la vuelta había un bar.

—¿Qué va a ser, un cafetito con leche, un zumito de melocotón, un agua tónica?

—¡Una copa de coñac con mucho hielo!

Al tío Jacinto que manejaba bien las redes le encomendaron encontrar el color del sombrerito, y enfrascado en la espesura de aquel antojo, se pasó pegado al ordenador la mañana entera del domingo. Los había de paja, de crochet, de punto, de tela y predominaban los de color beige. Envió una nota de pedido a Amazón. Se dejó pasar el cumpleaños, porque desde la empresa le contestaron que un sombrero azul sin especificar cual no se lo podían servir.

—¡Mejor me hubieran pedido subir al Himalaya!

Los padres seguían sin encontrar explicación. Isabel nunca había procedido de aquella manera tan extraña. ¡Un sombrerito azul! Pero si tenía un pelo precioso y era ya una jovencita no una niña.

Federico, el padre, que sentía adoración por ella, consultó con el psicólogo del colegio. «Que no, que no, que nunca ha sido una niña caprichosa.» Que visitara al médico, le aconsejó. «La adolescencia siempre es una edad difícil.»

Isabel había escrito y explicado en su diario el motivo del gorrito azul.

La maestra de educación física, que nos llevó hace una semana de excursión al monte Abero, nos fue explicando las distintas clases de vegetación y cómo a medida que íbamos llegando a un glaciar, aquella desparecía. Árbol alguno podía soportar temperatura tan fría. «El hielo que coloniza el pico del Abero, dijo la maestra, hace de muralla y es una defensa para que en nuestra ciudad no haga en verano un calor tórrido. Tomad buena nota. Si muere el glaciar, peligraríamos nosotros.»

Coronaban la cumbre un turbante de nubes azules, que tenían la forma de un sombrero.

Es lo que quiero para mi cumple, un sombrero de seda, de algodón, de nubes.

El padre, Federico, se dirigió a la consulta del médico, como se lo había indicado el psicólogo. Hablaron un buen rato. Al despedirse, el doctor le entregó una receta con el mandato de comprar el producto en una farmacia especial, una cerca de donde habitaban las nubes y el hielo, porque Isabel era una niña soñadora, únicamente.

DAVID MERLÁN

LA LEYENDA DEL GRILLO COJO DE SANTA MARTA.

Era una tarde fría, gélida de invierno en Santa Marta del Grillo Cojo. La nieve cubría parte de las calles y el viento aullaba entre las casas cortando como una cuchilla. Un grupo de niños, a la señal de uno de ellos, salieron corriendo y, atravesando la plaza de punta a punta, alcanzaron y rodearon a un anciano que daba su paseo vespertino habitual.

—Abuelo, abuelo, cuéntanos la leyenda del Grillo Cojo. Anda…, venga.. —suplicó uno de los niños que rodeaban al anciano con las manos en señal de rezo y con los ojos brillando de emoción.

—Querido nieto. Nunca te cansas de oír la historia, ¿Eh?. Además hoy te has traído refuerzos, je,je.

—Es que contada por ti mola mucho, abuelo.

—Está bien, está bien. Sentémonos aquí, —añadió acomodándose en uno de los bancos del parque de la plaza mayor.

Al instante el grupo de niños lo rodearon y le clavaron la mirada esperando con ansiedad a que empezará a narrar la historia.

El abuelo Tomás se aseguró de tener toda la atencion de los pequeños. Sonrió, y comenzó a relatar los históricos hechos.

—Muy bien, niños. Esta historia me la contó mi abuelo, y a este a su vez el suyo y a este el suyo, y así hasta que se pierde en la historia de este lugar. —arrancó a contar la leyenda gesticulando ostensiblemente. —Pues bien, como os decía, hace muchos, muchos años, cuando este pueblo aún no tenía nombre, vivía aquí un grillo muy especial. Este grillo no era como los demás; era mágico. Dicen que vivía en las cuevas de San Simón, en lo alto de la colina—añadió señalando por encima de las casas hacia las montañas cercanas del bosque circundante del pueblo.

—¿Mágico? ¿Qué podía hacer?—interrumpió intrigado una de las niñas allí reunidas.

—Podía conceder deseos,—respondió el abuelo.—Pero había una condición: solo concedía deseos a aquellos que demostraban tener un corazón puro y generoso—le dijo mirándola a los ojos.—¿Tú tienes un corazón puro y generoso, guapa?.

—Si, si, si que lo tengo—se apresuró a contestar ella.

—Bien, bien, así debe ser.—añadió para terminar con una amplia sonrisa, contestada por un ligero rubor de la niña que, sabiéndose observada

por sus amigos, bajo la mirada.

Mientras tanto, el resto de los niños se miraron entre sí, fascinados y con los ojos como platos.

—¿Y por qué era cojo?— preguntó otro, con una mezcla de tristeza y curiosidad.

—Ah, esa es una parte importante de la historia, prestad atención— dijo el abuelo Tomás acercándose a sus caras para imprimirle más emotividad al relato. —Pues cuenta la leyenda que un invierno tan duro como este, el pueblo estaba sufriendo. La laguna se había congelado y no había suficiente agua y comida. Además, como os podréis imaginar, el frío era insoportable. Entonces, una joven llamada Marta decidió que debía hacer algo para salvar a su gente. Recordó las habladurías que se decían por el entorno de un grillo mágico y decidió buscarlo.

—¿Lo encontró?—dijo otro de los niños al tiempo que el nieto de Tomás le propinaba un codazo por interrumpir a su abuelo.

El abuelo se rió, pero rápidamente cambió el semblante para contestar:

—Sí, si que lo encontró después de un largo y peligroso periplo, Marta encontró la cueva del grillo. Pero al entrar, vio que el grillo estaba atrapado bajo una roca. Sin pensarlo dos veces, Marta levantó la roca y liberó al grillo, aunque en el proceso, el grillo se lastimó una pata y quedó cojo.

—¡Qué valiente!—exclamó uno.

—Pobre Grillo—añadió otra de los allí presentes.

Tomás observó las reacciones de su público por unos instantes. Cuchicheaban entre ellos y todos querían opinar, pero el cabecilla del grupo, su nieto, imponia su frágil autoridad momentánea, ya que no dejaba de ser el nieto de Don Tomás y se sentía en el derecho de mandar callar a los demás para que su abuelo pudiera contar la historia. Unos segundos después, el anciano continuó:

—Pues como os decía, el grillo, agradecido, le concedió a Marta un deseo. Marta, con su corazón puro, pidió que su pueblo dejara de pasar hambre y frío. El grillo cumplió su deseo y cuando ella regresó al pueblo, pudo comprobar que el helador ambiente se había disipado, que las temperaturas subían por arte de magia, y con ello, la vuelta de los campos sembrados y las cristalinas aguas de la laguna. Desde entonces, Santa Marta del Grillo Cojo ha sido un lugar próspero y feliz.

—¿Y el grillo?— preguntó uno de los niños—¿Qué fue de él?.

—El grillo volvió a su cueva, donde se dice que sigue viviendo a día de hoy, cuidando del pueblo desde las sombras. Y así, en honor a su valentía y sacrificio, el pueblo fue nombrado Santa Marta del Grillo Cojo.

—¿Y porqué lo de Santa Marta? ¿Era Marta la de la historia?

—Si, efectivamente, esa niña con el tiempo y a raíz de aquella historia, se convertiría en Santa, pero eso es una historia para otro día. Ahora es hora de irse para casa. —dijo dándose unas palmadas en las rodillas y levantándose del banco—Hace un frío helador y seguro que vuestras familias querrán que regreséis ya para cenar—añadió para terminar.

Los niños aplaudieron y se arremolinaban alrededor del nieto de Tomás para intercambiar impresiones, al tiempo que el abuelo Tomás los observaba alejarse por la plaza.

Él sonrió, satisfecho de haber compartido y trasmitido otra vez más con las nuevas generaciones, la mágica leyenda de Santa Marta del Grillo Cojo, aún sabedor que solo era eso, ¿una leyenda? Quién sabe.

RAQUEL LÓPEZ

¡ Ay de mi llanto, que quema mis ojos!

con la tristeza de mi penar

dulces recuerdos pasados como el viento,

y que de un suspiro, echan a volar.

Golpes de la vida que empozan mi alma

muerte impía, corazón helado, amarga frialdad,

toco mis adentros fríos como el hielo

que han dejado siembra de mi soledad.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

EL CAFÉ DE LAS CUATRO

Completamente abrumado, no paraba de remover su taza una y otra vez. En parte intentando recomponer sus ideas, pero también tratando de encajar la nueva situación después de lo que acababa de suceder. Giuseppe tenía la amarga certeza de que aquel sería su último café.

Eran las cuatro en punto de una abrasadora tarde de agosto. El exterior ardía a cuarenta y cinco grados. Una mala hora y una mala temperatura para cualquier cosa. En esos momentos, el local se hallaba desierto.

De repente, un extraño presentimiento le hizo levantar la cabeza. Pudo observar con asombro la enorme silueta recortada a contraluz sobre el fondo deslumbrante de la entrada.

Era un tipo uniformado, con una mirada que congelaba, anclada a unos ojos seguramente acostumbrados a ver de todo. Tras un fugaz vistazo al interior, la mole humana se dispuso a cumplir con su obligación, apresurándose con diligencia y avanzando entre las mesas.

Al llegar a la altura de Giuseppe, pareció ignorarlo por completo. Se detuvo junto a él y se arrodilló para analizar el cuerpo que, desde hacía ya varias horas, reposaba en el suelo. Inerte y frío, debido al flujo de aire acondicionado que le daba de manera directa, situado al lado de aquella pobre alma solitaria que removía su taza sin inmutarse. Llamaba poderosamente la atención el espeso hilo de sangre coagulada que brotaba del único orificio visible, justo en mitad de la frente.

Nervioso, miró su reloj. Consciente de que había llegado la hora, Giuseppe apuró su café de un trago largo y se levantó para cumplir con su obligación. Pero antes de irse, no pudo evitar permanecer durante unos minutos contemplando su propio cadáver. Helado, como el último café.

JOSÉ LUIS USÓN

EL SALVAJE VIII

2

— En el casino la gente habla, aun cuando nosotros entramos, hablan. Bajan la voz, sí, hablan a susurros, pero hablan. No quieren dar parte, el salvaje impone, pero quieren que escuchemos. Dicen que al chiquillo no se le ve desde hace dos días. Y su padre sin presentar denuncia. También dicen que tarde o temprano había de pasar, que algún día, estaba escrito, al salvaje se le iba a ir la mano. Dicen que no merece el chiquillo, tu chiquillo, el padre que tiene. Y nosotros que somos hombres de orden, qué tenemos que hacer, cumplir nuestro deber, eso es lo que hemos de hacer, averiguar dónde está Joaquín.

— La gente en el casino habla más de la cuenta, siempre lo ha hecho, a todos se nos suelta la lengua con el coñac, no conozco a nadie que se entremeta para sus adentros cuando se pasa de largo con la bebida. Hablaron ya en su día, ¿te acuerdas? cuando la Elisa eligió a un hombre de verdad y no a un don nadie, a la postre sargento de la Guardia Civil.

— ¡Salvaje, no me calientes! A la Elisa en paz descanse, ni la mientes. Estoy aquí en misión oficial.

— En misión oficial dices, —el salvaje, lanzó una mirada oblicua al sargento— qué oficialidad puede haber, cuándo no hay denuncia. El chaval hace días que tendría esto pensado, estoy seguro. Qué quieres que te diga, nunca se acomodó a las normas de la casa. Estará por ahí, sabe Dios dónde, ni lo sé ni me importa. Aquí lo que ocurre, es que hay quien, incapaz de pasar página, cegado todavía por la rabia y los celos provocados por viejas rencillas, hoy ha decidido pasar cuentas, cobrarse las deudas. No es así, mi sargento —pronunció la última palabra arrastrando las sílabas, pretendiendo con ello ridiculizarle, poner en evidencia su autoridad—. Si crees que estoy tan chiflado como para complicarme la vida haciendo daño a ese mocoso, poco me conoces. ¡Adelante! registra mi casa, mis fincas. Volverás a ser otra vez el hazmerreír de Valdeoro. Como en aquella disputa de lindes en la que te pusiste de parte de Don Ramón, el alcalde. Esa en la que el juzgado acabó dándome la razón.

Al final, muy a su pesar, el sargento tuvo que dejar libre al salvaje. No había prueba alguna —solo habladurías de los hombres en el casino— que indicase que el salvaje había tenido que ver con la desaparición de su hijo. Seguramente, el chiquillo, harto como estaba de aguantar al animal de su padre, habría emprendido camino con la intención de no volver jamás. Tendría que esperar mejor ocasión para tomarse venganza.

*

La puerta acristalada del casino giró lenta sobre sus bisagras. Se generó una tensión sostenida, como si un gas tóxico se hubiese expandido llenando por completo el local. Las voces se acallaron cuando entró, y las miradas, temerosas, se dirigieron al suelo como si buscasen algo allí. Sabía que imponía, que le temían, no sin razón era el salvaje. Le gustaba ejercer esa superioridad, saborear ese regusto que provoca saber que nadie va a levantar un dedo contra ti, que nadie va a enfrentar tu mirada. Ya hablarán luego a tus espaldas, como lo hicieron con la pareja, pero no a la cara, eso no.

Se dirigió a la barra y pidió un café, no hizo falta decir que había de ser corto, denso y sin azúcar. Agripina que agarraba con fuerza la escoba, hasta hacer blanquear sus nudillos, dejó de barrer los restos de servilletas y sobres de azúcar que se extendían por el suelo y se lo sirvió acompañado de un vaso de agua del grifo, tal cual era la costumbre de la casa. Nadie hablaba, el salvaje hacía oscilar su mirada entre los rostros de todos. Permaneció un rato en silencio.

— ¿Qué? —dijo al fin— Parece que hoy no estáis muy habladores, debe de ser que tendría que vestir de verde y llevar tricornio, para que se os suelte la lengua. Escuchadme bien. Escuchadme, porque solo lo voy a decir una vez. Esta mañana ha estado Frasquillo en mi casa, venia de uniforme y con el cabo, no hace falta que os diga el motivo. Si me entero de que volvéis a hablar majaderías a mis espaldas, os juro que no dejo títere con cabeza en este pueblo. Y si alguien tiene que despachar algo conmigo, aquí estoy, que me lo diga a la cara y lo arreglamos como lo hacen los hombres. Y os digo más, aquí somos cuatro y mal avenidos, pero estoy seguro de que alguno de vosotros, ha de saber dónde está Joaquín, y el día que me entere, ese día… —dejó la frase en el aire a modo de amenaza—.

Terminada la alocución, despachó el café de un largo sorbo, el agua ni la tocó, y dejando unas monedas sobre el mostrador, abandonó el casino.

Cuando salió, el bochorno sofocante de los meses de junio le arañó la cara, pero no cambió el gesto. Eran casi las ocho y era sábado, así que sabía donde encontrar a Don Damián. Con un caminar acompasado, dando cortos pasos, que no emitían ningún sonido sobre la tierra compacta de la plaza, se dirigió a la iglesia. La traición de sus vecinos, aunque no le sorprendió, pues sabía que no era una persona querida, le dejó un sentimiento de derrota. Sintió como le abandonaba ese gen dominante que, hasta ahora, le hacía prevalecer sobre ellos. Como si con la ausencia del hijo, se hubiesen visto libres, en cierto modo, para plantarle cara, aunque fuese indirectamente. Como si hasta ahora, no hubiesen pensado tanto en las consecuencias que pudiese tener para ellos, como en las que habría podido tener para Joaquín. Como si todo este tiempo, con su actitud sumisa lo hubieran estado protegiendo.

Pero qué saben ellos de esa sucia amargura, ese dolor que le acompaña desde hace años. Que saben de lo que es perder a la única persona a la que has amado en este mundo, a manos de tu hijo, porque si Joaquín no hubiese nacido, Elisa seguiría viva. Qué saben ellos de lo que viene después, de las largas noches entre tinieblas, de ese llanto que tienes que ocultar a todo el mundo, —así te lo enseñaron y así debe ser— pero que te abre en dos el alma y hace brotar tus lagrimas hasta secarlas, de esa capa cenicienta que se te forma alrededor del corazón necrosándolo por completo, impidiendo que aniden en él los buenos sentimientos. Como podía querer a ese monstruo, a ese ser sin alma.

Cuando entró en la iglesia, agradeció ese frescor húmedo, espeso, trufado con el aroma ácido del incienso, que siempre reina en los templos. No se persignó. Unas beatas, arrodilladas en los últimos bancos, esperaban turno para confesión o bien cumplían la penitencia impuesta. Se sentó tras ellas. Cuando se levantó la que en esos momentos ocupaba el confesionario, sin preguntar se adelantó y se arrodilló sobre el reclinatorio.

— Ave María Purísima.

— Déjese de ostias padre.

— Salvaje, qué haces tu aquí. Qué te ha hecho romper la promesa que te hiciste cuando murió Elisa de no volver a pisar un templo. Me alegro de que al final hayas entrado en razón y hayas vuelto al camino recto. No podemos culpar a nuestro señor por llamar a uno de sus siervos a su lado, alguna misión tendría para ella. Dime hijo, cuáles son tus pecados.

— Ni he vuelto al camino recto, ni vengo a confesarme. Quiero que me diga dónde está Joaquín.

— Don Damián Palideció. Empezó a sentir como una fría escarcha le recorría las venas hasta dejarlo completamente helado. Su tez, normalmente sonrosada y vital, empezó a blanquear hasta mimetizarse con la imagen de San Pedro que, tallada en alabastro presidía el altar mayor. Sabía de lo convincente que podía resultar el salvaje, pero no estaba en su ánimo violar el sagrado secreto de confesión por ningún motivo, ni siquiera bajo amenazas o coacciones.

EFRAÍN DÍAZ

Hay personas que por sus venas no corre sangre. Corre hielo.

Esta semana, a mi modo y manera, les contaré la historia de Clara y su esposo Tomás.

Clara y Tomás llevaban planificando sus vacaciones por los últimos dos años. La rutina les había jugado una mala pasada y su matrimonio había sufrido el acostumbrado desgaste que causa el incurrir en los mismos hábitos, usos y costumbres.

Decidieron por un crucero. Siendo Tomás fanático de la exitosa serie Juego de Tronos, Tomás propuso comprar el crucero que salía de Trieste, que entre los nueve destinos incluía la ciudad de Dubrovnik en Croacia, lugar donde filmaron la popular serie.

El crucero zarpó y comenzó la fiesta. Sus días se convirtieron en baile, baraja y botella y sus noches, apasionadasy llenas de lujuria.

Hicieron el amor todas las veces que pudieron. Por las veces que no lo habían hecho y por las futuras que no consumarían el acto.

Entonces llegó el ansiado día en Dubrovnik. Tomás se preparó temprano y bajó al desayuno. Quería ser el primero con comer, el primero en desembarcar y el primero en llegar a la excursión que lo llevaría por la fortaleza medieval donde filmaron la serie.

Tomaron el autobus con los demás pasajeros y la guía turística comenzó con la historia del castillo y de como George R.R. Martin, autor de las novelas, sugirió los castillos de Dubrovnik como el lugar idóneo para filmar.

Clara atendía con atención. Nunca vio la serie, pero siendo la serie favorita de Tomás, estaba dispuesta a escuchar y aprender. Para Clara, aprender algo nuevo cada día, no era un día desperdiciado.

Llegaron al castillo y comenzaron la travesía. Mientras subían los escalones y exploraban los recovecos, la guía turístico les hablaba de como filmaron la serie.

Ya en la terraza más alta del castillo, Clara le sugirió a Tomás tomarse una fotografía. Desde la terraza, la vista hacia la ciudad vieja, la amurallada y la ciudad nueva, era magnífica. Sería un buen recuerdo.

Para ello, Clara se acercó a un turista que iba en el mismo crucero y había comprado la misma excursión. Le pidió que si podía tomarle una fotografía con su esposo. Amablemente el turista accedió.

Clara y Tomás se acomodaron en uno de los bordes de la terraza. Posando para la cámara, el turista comenzó a tomarle múltiples fotografías.

Repentinamente, con un leve e impreceptible movimiento de caderas, Clara empujó a Tomás al vacío. Tomás se despeñó, rebotando como un balón de roca en roca, desbaratándose y con cada golpe.

Con lágrimas de cocodrilo Clara fingía llorar, gritando desquiciadamente.

Perplejo, el fotógrafo se acercó a Clara e intentó consolarla, preguntándose como había sucedido.

El crucero partió sin Clara. El turista fotógrafo tuvo también que quedarse, pues como único testigo, venía obligado a prestar declaración a las autoridades.

Ya en la noche, Clara y el turista se sentaron a cenar en un restaurante.

-Estuviste fenomenal, mi amor. Tienes la sangre helada.

-Vi esa oportunidad y era de oro. No iba a desperdiciarla.

-Cuando las autoridades terminen su informe y cierren el caso como uno de un lamentable accidente, podemos continuar con nuestro tórrido idilio, ya libres de Tomás.

-No puedo esperar, mi amor.

MARÍA JOSÉ DÍAZ GRAUZ

Por si vuelves,

Aquí dentro siempre huele a vacío.

Nada sabe saciarme;

mi corazón se está haciendo al frío,

la habitación está helada…..

Nada consigue quemarme,

el mundo se está cargando los latidos limpios.

No sé si sabrás encontrarme entre tanto egoísmo.

CARMEN BERJANO

Esa tarde era especialmente calurosa y teníamos que ir a hacer la compra.

Conducía él.

Decidimos aparcar en el parking subterráneo.

Le dije que necesitaba entrar al baño.

– ¿Me acompañas?

– Claro

Entramos en el de personas con movilidad reducida.

Una vez dentro todo eran manos y un amasijo de dedos por nuestros cuerpos, cada vez más calientes y entregados.

De pronto se escuchó:

– Señorita África, acuda a caja 2

La situación era morbosa y muy excitante, aunque era un horario en el que no solía haber gente y menos en verano.

Me di la vuelta y nuestra imagen apareció en el espejo. Aquello me sacó sonrisa al cruzar miradas reflejadas. Y nos volvimos a entregar al placer. Noté como entraba dentro de mí y volví a mirarlo y su imagen en el espejo me excitaba aún más.

En breve llegué al orgasmo y al poco él también. Nos reflescamos y aseamos, me dio un beso y me dijo:

– Salgo yo primero, te espero en los yogures al fresquito

– Vale

Dije entre risas tontas.

Subí las escaleras y allí estaba él, vestido de sonrisa, colorado aún.

El súper estaba desierto. Compramos cuatro cosas entre bromas y más sonrisas.

De golpe desperté sudando, pese al ventilador del techo.

Javi estaba a mi lado mirándome y sonriendo

– ¿Qué has soñado que te movías tanto?

– No recuerdo. Pero me han entrado unas ganas locas de helado.

Con cara de picardía y gula le dije:

– ¿Vamos al mercadona?

ANGY DEL TORO

ECOS DEL PASADO

El cielo lloraba sobre la ciudad, y cada gota parecía cargar con el peso de un recuerdo olvidado; sentía que danzaba hacia la eternidad cuando de repente, entre la bruma te vislumbré. Una gran pesadez cubría mis párpados y un frío helado envolvía mi cuerpo como si la misma muerte me abrazara.

Nuestras miradas se encontraron, y en ese instante, el mundo exterior se desvaneció. Recuerdos de apasionados encuentros surgieron, peleas desgarradoras y reconciliaciones desesperadas inundaron mi mente. El frío se intensificaba y penetraba hasta mis huesos, cada aliento se convertía en una nube de vapor que se desvanecía en el aire.

Cuando al regresar de tu entierro encontré la carta, aprecié en cada línea un latido de tu corazón, un susurro de tu alma. Siempre fuiste mi tormenta y mi calma, mi dolor y mi consuelo.

Leerte fue como revivir nuestra historia, con sus altos y bajos, sus risas y lágrimas. Nunca supe cuánto me amabas hasta que vi tu amor plasmado en ese papel. Sabía que lo nuestro era único, pero al leerte pude entender la verdadera profundidad de un amor que jamás encontró la paz que buscaba.

Ahora, al llegar a la eternidad, te encuentro con la claridad que nunca tuve. Siempre fuiste mi Richard, mi eterno amor, y aquí, donde el tiempo no existe, somos simplemente nosotros, sin los fantasmas del pasado.

¿Sabías que te esperaba? —preguntaste con una sonrisa triste. Siempre fue así, te marchabas y regresabas de igual forma. ¿Por qué ahora habría de ser diferente?

—Es diferente, aquel amor era tóxico, y ya no somos los mismos. Vagamos en la eternidad, en el paraíso que siempre anhelamos. Hemos llegado, Isabela, seamos felices.

Mientras el frío se desvanecía y un cálido resplandor nos envolvía, respondí: —Te amo, Richard, siempre te amé.

“Inspirado en la carta dejada por Richard Burton a Liz Taylor.”

IRENE ADLER

EL OCTAVIUS

“Hasta ahora llevamos atrapados en el hielo 17 días. Nuestra posición aproximada es Longitud 160 O, Latitud 75 N. El fuego finalmente se extinguió ayer y el contramaestre ha estado tratando de encenderlo otra vez, pero sin mucho éxito. Le ha dado la piedra a uno de los marinos. El hijo del contramaestre murió esta mañana y su esposa dice que ya no siente el frío. El resto de nosotros no siente lo mismo en esta agonía».

Vieron aparecer los mástiles de la goleta desde detrás de un iceberg. Parecía recubierta de plata o de un cristal muy fino, como si la envolviera el brillo nacarado de una ausente luna llena.

Cuando la lancha del ballenero Herald alcanzó el costado de babor, el asombro y el miedo se volvió tangible como una presencia entre los marineros: todo el barco era de hielo. Desde los pasamanos hasta los puños de las vergas, la goleta entera estaba cubierta de carámbanos de hielo como estalactitas o musgos fantasmales. La abordaron ayudados de ganchos y chuzos a modo de crampones o piolets. Caminaron por la cubierta con la misma sensación aterradora de estar haciéndolo sobre un lago helado, porque el maderamen crujía bajo sus píes con un quejido ominoso y lastimero como una advertencia.

En el sollado, envueltos en sus coys, la tripulación yacía dormida y congelada, sin atisbo en sus rostros de dolores o penurias, moteados de escarcha los bigotes y algunos con los ojos aún abiertos, las córneas glaucas y ciegas, azuladas y frías como los hielos perpetuos de ésa lejana parte del mundo.

En el gélido pañol del contramaestre, una figura los recibió sentado a la mesa de tijera y sosteniendo entre los dedos violetas una pluma con la que debía estar escribiendo en el cuaderno de bitácora cuando el frío lo alcanzó, convirtiéndolo en una rígida escultura de hielo. ¿El capitán?

Tras él, plácidamente recostada en un catre en el ángulo muerto de la estancia, una mujer abrazaba a un niño muy pequeño y ambos parecían estar mirando con fijeza y desesperación al hombre sentado en el suelo que aún llevaba en la mano la yesca y el pedernal con los que intentaba encender un fuego que nunca prendió. Tenían una palidez azulada y brillante que contrastaba con la violácea oscuridad de sus dedos rígidos y quizá gangrenados. Almas detenidas en el tiempo y el frío extremo como figuras retratadas sobre el nitrato de plata de un daguerrotipo.

Y su quietud tan absoluta producía una extraña ilusión de movimiento.

Los tripulantes del Herald pensaron que el hombre sentado a la mesa se pondría a contarles lo ocurrido allí de un momento a otro; que el niño estallaría en llanto, reclamando calor, consuelo, comida; que una chispa roja y bienaventurada brotaría del pedernal y se harían a la vez la luz, el fuego, la vida…

Pero nada de éso pasó.

Las hojas quebradizas del diario de a bordo hablaban de diecisiete días. Pero si las fechas anotadas por el capitán antes de morir eran correctas, el Octavius llevaba navegando a la deriva en aquellas aguas… catorce años.

Un barco tripulado por fantasmas.

LVIS GARES

Tengo friofobia, es decir una fobia muy desarrollada al frío. Estamos a treinta y cinco grados y aunque he visto un oso polar al ladito de los Fujitsu ( el silencio) en una tienda de electrodomésticos,, he de decir que tengo frio. Voy vestido con pantalón de pana, camiseta interior, camisa y suéter, bufanda color marrón y un gorro de lana para la cabeza. Los pies, si ya sé que el frío entra por los pies pero llevo dos pares de calcetines y unas botas de piel de no sé qué tela que aisla del frío.

En resumen y para que lo entendáis; estoy helado.

La gente me mira, creen que estoy loco pero no, no lo estoy. Solo tengo una fobia. Creo que esto me ocurre desde que me quede encerrado en la cámara frigorífica de una heladería de Valencia. Allí en la balda del helado de turrón y junto al tutti fruti pasé diecinueve días y quinientas noches ( ahhh. No. Esto es de Sabina) . Realmente pasé dos días pero a veces me disperso. Se me hiela el cerebro y por eso me dicen que soy una persona fría y calculadora porque también he de decir que en aquella cámara había doscientos cincuenta tipos de helado. Los conté uno a uno. Había uno más pero ese me lo acabé enterito…¿Galletas con cookies? Como para dejarlo. Ese cayó rápido.

«Me sacaron un lunes antes de almorzar, una niña iba a jugar pero no pudo jugar porque tenía que ,….»

¿Veis? No estoy bien. Ahora salen los payasos de la tele.

Céntrate, Luis…

Salí un lunes, me sacaron, mejor dicho. Más helado que un pingüino de Alaska y con la boca llena de chorretones. Desde entonces no he sido el mismo y ahora tengo este pequeño problema que ha roto hasta mi matrimonio y ha terminado con mi trabajo en una fábrica de congelados . Lo de mi matrimonio realmente no fue por la fobia o quizás sí, no sé que opinareis. La amiga de mi mujer se comía un smint y enseguida quise comérmelo. Fue un impulso, le metí la lengua hasta la campanilla y haciendo la técnica del arrastre me apropie del caramelito de menta mas fría que tu alma. Sí, tu alma, la tuya, la de ese o esa que me lee y hace vudú conmigo , que me lo ha dicho Tellez que es un buen tipo y ya está.

Llevo un desasosiego tremendo. Tengo fricalor ahora mismo. Es una evolución de mi enfermedad. Tengo la almohada eléctrica en los lumbares y los pies puestos en hielo. Ahora salgo a la calle en calzoncillos por abajo y arriba con todo al aire. Mi madre dice que voy descocado. Soy un fresco, un caradura y lo peor es que soy frío como un témpano.

Ale ya.

EDUARDO VALENZUELA

Marianne se detuvo en el zaguán para mirarse en los restos astillados de lo que alguna vez fue un espejo. Allí, en la oscuridad, iluminada con la pálida luz de una bujía, pensó si correspondía arreglarse o no para el Coronel, dadas las circunstancias…

Seguía siendo una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesitaba de una mujer, pero a Marianne nunca le atrajo la idea de riqueza ni la de ser la mujer del Coronel; es más, ese viejo le daba asco. Es cierto que ella lo saludaba y le sonreía cada vez que lo veía ―después de todo era su vecino de finca―, pero sólo era por cortesía, como se espera que lo haga una chica bien educada. Por eso quedó perpleja y asqueada aquella vez que el Coronel se presentó antes sus padres (los Austen) para pedir su mano en matrimonio. ¿Cómo un hombre viejo y solitario ―que hasta podría ser su abuelo― se atrevía a “pedir” por esposa a una niña, de apenas dieciocho años? Ni siquiera se conocían de verdad, era como si él estuviera adquiriendo una pieza de ganado. ¡No señor!, Marianne no estaba dispuesta a ser un objeto de intercambio. Si algún día se casaba sería por amor y con un joven gentil, educado, que ―ojalá― amara la poesía tanto como ella.

Desde esa extraña petición de mano, Marianne y su hermana Jane ―dos años menor que ella― fueron advertidas por los Austen, para no volver a dirigirle la palabra al extraño vecino. Un año hacía ya de ese incómodo incidente. Sin embargo, ahora que Marianne había cumplido los diecinueve, ahora que todo había cambiado para peor, el Coronel había vuelto a pedirla, pero esta vez lo solicitó directamente a ella.

―¿Crees que él aceptará tus condiciones? ―le preguntó Jane, rebozándose junto a Marianne, frente al mismo espejo roto y la misma bujía solitaria.

―De seguró lo hará. Ese viejo asqueroso no podrá resistirse. No te dejaré sola aquí, hermana.

El frío se colaba como afilados cuchillos en lo que alguna vez fue el hogar de la familia Austen. Cada día la temperatura bajaba más y más, congelándolo todo; las provisiones ya se habían agotado y el agua potable sólo alcanzaría para un par de días. Las hermanas, ahora huérfanas de madre y padre, no lograrían sobrevivir más de una semana en esa oscuridad interminable. El Coronel lo sabía y por eso ayer estuvo allí, para ofrecerle ayuda a Marianne a cambio de que fuera su mujer.

―Ya es hora ―dijo Marianne, cogiendo la pistola de bengala que le dejó el Coronel para que ella le comunicara su respuesta.

―¿Estás segura de usar bien esa cosa? ―preguntó Jane.

―Ahora lo sabré ―y abrió la puerta por la que entró el viento frío a raudales.

Afuera, como venía ocurriendo hace ya seis meses, reinaba la oscuridad y el hielo extremo congelaba el vapor de agua.

Marianne, sintiendo el viento lacerar sus mejillas, sostuvo la pistola a dos manos, apuntó hacia el cielo anochecido, cubierto de nubes negras y jaló el gatillo.

La bengala, zumbando, surcó las tinieblas con una estela de chispas. Subió veloz, hasta casi tocar las nubes y allí estalló. Por un momento, Marianne y Jane pudieron volver a ver ―bajo el resplandor verdoso de la bengala― los terrenos de lo que fue su finca. Algo les decía que esa sería la última vez que verían su hogar y trataron de fijarlo en sus retinas.

Recordaron cómo ―apenas unos meses atrás― el Sol besaba la Tierra, los cielos eran azules, los prados eran verdes… y mamá y papá estaban con vida. Y fue así hasta que a “los dueños del mundo” se les ocurrió apretar el botón y estalló la pesadilla: la guerra que acabó con un cuarto del mundo y que dejó sumido en la oscuridad a todo el resto del planeta. La contaminación radioactiva de la atmósfera, con su noche sin fin, acabó con la vegetación y privó a la Tierra del calor del Sol, precipitando una era de hibernación.

Marianne y Jane, rebozadas y envueltas en gruesas mantas, permanecieron al interior de la casa, compartiendo el enfriamiento nocturno, iluminadas por la llama de dos bujías, a la espera del Coronel.

De prontó, oyeron que alguien trataba de abrir la puerta con vehemencia. Marianne, alarmada, se acercó al umbral y preguntó.

―¡¿Coronel?! ¡Coronel, ¿es usted?!

Un fuerte golpe trató de derribar la puerta.

―¡¿Quién está allí?! ¡¿Qué quiere?! ―interrogó Marianne, a todo pulmón.

Como respuesta, los golpes se hicieron más violentos. En ese mismo instante el vidrio de la ventana sur reventó en pedazos y un par de brazos se asomaron intentando abrirla. Jane gritó espantada.

Un golpe definitivo arrancó la puerta de cuajo. Por el umbral aparecieron dos desconocidos, unos tipos horribles, greñudos, envueltos en andrajos. Marianne cogió a Jane de la mano y corrió con ella para encerrarse en el dormitorio, poniéndole seguro a la cerradura.

En la oscuridad oyeron a los invasores entrar en tropel a la casa, derribando todo a su paso. Tras unos cuantos segundos sintieron agitarse la manilla de la puerta del dormitorio, ¡ellos intentaban entrar!

Marianne y Jane, abrazadas, gritaban y lloraban. «¡La bengala! ―se recriminaba Marianne―. ¡La bengala había atraído a esos desquiciados!». El Coronel le había advertido que el mundo ahora era un lugar salvaje, sin Dios ni ley; un mundo congelado y horripilante, imposible de sobrellevar para una mujer sola; los peligros estaban por doquier: el frío, la radiación, las hordas de caníbales, que estaban dispuestos a todo con tal de no morir de inanición.

La puerta comenzó a ser golpeada con algo pesado. Los tornillos, que unían las bisagras a la pared, empezaron a ceder. Entonces, sintieron unos estallidos que casi les revientan los tímpanos. Fueron varios, no sabrían decir cuántos, no los contaron. Después, vino el silencio.

―¡Marianne! ―se oyó la voz del Coronel―¡¿Se encuentra bien?! ¡Ya puede salir! ¡Apresúrese, debemos huir pronto de aquí!

Jane abrió la puerta del dormitorio. Todo estaba a oscuras y olía a pólvora quemada. De pronto, en medio de la tiniebla, se encendió la llama de una antorcha. ¡Era el Coronel sosteniendo la tea en la mano izquierda y un rifle en la derecha!

―¡Coronel! ―exclamó Marianne― ¡No iré con usted si Jane no va conmigo! Ella debe tener los mismos privilegios que yo.

El hombre pareció sorprendido, atónito, y se quedó viendo a Jane de pies a cabeza, como si la tasara bajo la luz de la antorcha crepitante. Luego, asintió con la cabeza.

―Está bien, pero dense prisa. No se cuántos más vengan hacia aca.

»En aquel bolso ―señaló un bulto en la penumbra― hay ropa de abrigo.

Jane gritó al ver los cuerpos sangrantes en el piso.

―¿Están?… ¿Están muertos? ―preguntó con una mueca de repulsión.

―No lo sé ―respondió el Coronel, dándole la espalda―. Pero no gastaré más municiones en ellos. Ahora vámonos ¡de prisa!

En el exterior, el viento helado comenzaba a ulular. La antorcha brillaba diminuta ante la inmensidad de las tinieblas y los tres comenzaron la marcha. Iban rumbo al bunker anti nuclear que el Coronel había construido en secreto, hace ya varios años, bajo tierra. Allí dispondrían de calor, agua y comida.

Marianne volteó para dar un último vistazo a la casa de sus padres. Ahora iba en procesión hacia su nuevo hogar.

Nunca había imaginado que su boda sería así. El frió congeló las lágrimas que cubrían su rostro, formando un velo de escarcha. Ese fue todo su atuendo nupcial.

JUAN PEÑA

Mi abuelo decía: «Helado de piña, para el niño y la niña», era un genio, un visionario, además de poeta, al que le daban igual las rimas consonantes, que asonantes, pues sobrado de valor, también decía: «Helado de fresa para el nene y la nena», y arriesgando, se atrevía con: «Helado de naranja, para tu tía la cojitranca». Sí, sí, cojitranca, pero con una mala leche que ríete tú del Chuck Norris. No necesitaba nunchakus ni shurikenes; le sobraba un mandao para afeitarte en seco, aunque siempre lo hacía por nuestro bien. «Así, aprenderás», aleccionaba.

A mi abuelo no le pegaba, aunque ganas no le faltaban, pero el viejo había sido jugador de fútbol, medio profesional o medio amateur, y era rápido como una liebre, cosa fundamental si eres poeta satírico.

«Helado de castaña, para mi cuñado el araña», forzaba la ironía y el género, se encendía un cigarrito, pues fumaba cuando andaba cargado de pacharán o de agua, que todo líquido es líquido y no vamos a ser nosotros los que menospreciemos por cuestión de grados y sabores. No bebía mucho, que yo recuerde, pero yo sí. Lo segundo me ha hecho olvidar muchas rimas y lo primero nos hizo perder un montón de pareados de humor fino a costa de familiares, amigos, toreros, tonadilleras ―con todo el respeto―, militares venidos a políticos y políticos venidos a menos, como acostumbra a suceder.

«Helado de limón, para el enano cabrón», y todos sabíamos a quién se refería, pero por si quedaban dudas, recitaba a renglón seguido: «Helado de cipote, para el del bigote». Un visionario, un genio, además de poeta.

SERGIO TELLEZ

AVENTÓN

Salgo del banco con la bronca más grande del mundo y con mil preguntas en mi cabeza. Si uno necesita dinero es porque no tiene, ¿entonces por qué tengo que tener plata, para que me presten plata?. Yo entiendo que tiene que haber una garantía para que el banco suelte el billete y la tengo; una finca donde voy a hacer el proyecto y que puede servir como garantía. Pero no les sirve, porque aparece en la escritura como «falsa tradición», que en últimas es poseer un bien inmueble sin ser titular de la propiedad. Pero soy el dueño, otra cosa es que por la burocracia que carcome a este país, aún aparezca a nombre del «estado» y no tengo otra garantía que les sirva. En fin, no fue aprobado el crédito y salgo encabronado del banco, con las manos vacías, con deudas por pagar, vociferando contra el estado que ayuda solo al que tiene y escoltado por el celador, luego de mentarle la madre al director y amenazarlo con una golpiza.

Entro a la panadería de doña Bárbara, compro los cinco mil pesos de pan que mi esposa me encargó, luego me dirijo a la fonda de don Luis, me tomo dos tragos dobles de aguardiente y pago una botella del mismo, para llevarla a casa y desahogar mis penas.

Mi casa queda cincuenta kilómetros más al norte, en una linda finca, dónde pretendo cultivar cacao y aprovechar la bonanza que tiene el precio, debido a una serie de inconvenientes en Costa de Marfil y Ghana, los dos países más productores y que según las predicciones, durará por varios años.

Hay un tipo justo al lado de mi destartalado Jeep y parece que me espera.

—Señor, ¿usted me puede dar un aventón hasta San Bernardo?

Lo miro de arriba a abajo, es un hombre de unos treinta y cinco años, con una pinta, mezcla de hippy de los setenta e intelectual de los ochenta, con unas gafas iguales a las del difunto John Lennon. Pienso: «por lo menos tendré compañía y ahogaré mis penas».

Ya en el Jeep comienza mi interrogatorio, que es más una forma de distracción para no pensar en el desgraciado banco y en el hijueputa director que me negó el crédito.

—¿Y qué hace en Buena Vista?, le pregunto sin ningún interés.

—Soy profesor de literatura del seminario.

Mi desinterés de pronto cambia «va a estar buena la charla», pienso.

—¿Y qué les imparte a esos futuros servidores de Dios?

—No crea que solo se ve literatura relacionada con el cristianismo, se dictan temas de textos clásicos, trabajos de investigación recientes, artículos académicos, libros especializados y literatura teórica relevante.

—Que interesante—Digo, mientras pienso que el tipo no es ningún «caído del zarzo».

La charla se hace más intensa, con la ayuda de la botella de aguardiente que acabó de destapar antes de lo previsto y que mi compañero tal parece que también disfruta.

—A mí me gusta escribir—comento de forma distraída.

—Que bueno—dice Mr. Lennon y prosigue —yo también he hecho mis pinitos en la escritura, son cuentos cortos de variada temática, pero me falta mucho para ser bueno.

—Que coincidencia, yo también escribo cuentos, pero creo que esa mierda no me va a ayudar con mis problemas—comento, mientras bebo otro trago de aguardiente y le comparto la botella a mi compañero.

Continúa Mr. Lennon, —escribir bien no es solo cuestión de conocimiento teórico, sino también de práctica, habilidad técnica y creatividad.

Ya con la botella media, reduzco mis inhibiciones y me tiró al ruedo: —en mi mochila llevo una libreta con un par de manuscritos, ¿por qué no los revisa y da su opinión?

—Me encantaría revisarlos, es un buen ejercicio para mi trabajo, pero se requiere de tiempo y ya vamos a llegar a San Bernardo.

—No importa, llévelos y la semana entrante lo busco en el seminario.

—Bueno si señor, con gusto los leeré.

Mr. Lennon se baja del Jeep en el parque principal, me da una propina, que acepto sin remordimiento y prosigo mi camino hacia la finca, mi familia me espera.

Ocho días después, pregunto por Mr. Lennon en el seminario, por supuesto nadie lo conoce con ese nombre, doy detalles claros de su aspecto físico, pero nada, el gafufo me embaucó, por lo menos con su trabajo.

La verdad, no me importo mucho está nueva decepción, eran dos simples cuentos redactados de forma desbaratada, ¿a quién le interesaría una maricada, que no tenía pies ni cabeza?

Mi vida prosiguió con más penas que glorias, de vez en cuando escribía babosadas que me ayudaban a distraer, para luego seguir con mis labores en el campo.

Dos años después, días más, días menos; sentado en la heladería del pueblo con mi familia, leyendo el periódico del domingo, en páginas interiores, en la separata de cultura aparece un gran título: «Mario Santa Cruz gana premio nacional de cuento», en el pie de página se muestra la foto del ganador, un tipo con una pinta de hippy de los setenta, intelectual de los ochenta y ladrón del nuevo milenio.

Publican el cuento ganador, que empiezo a leer con curiosidad.

Me quedo más helado que el mismo helado que estoy saboreando; sin cambiar ni siquiera una coma, es mi cuento «Eva Sacapuntas».

Más abajo, aparece el ganador Mario Santa cruz, recibiendo un cheque de ciento veinte millones de pesos, el mismo monto que yo había solicitado en el malparido banco.

MARIANA DI PASCUA RÍOS

EL ENTERITO

No aguanté más. Pese a la velocidad con que la asistente de jardín de infantes desprendió mi túnica y aunque corrí con la campana que indicaba el recreo por el camino más corto.

Me hacía pis, tenía 5 años.

Tímida, bien comportada y querible.

Pero nada me salvo del papelón.

Minutos antes supe del recreo de 10 de la mañana.

Lo sabía porque el polvo de sol entraba por las rayitas de la ventana como un aire amarillo.

Se sentía por fin algo de calor en el salón.

Yo me estaba preparando y ante la señal de recreo corrí al baño de niñas. Llegué cuarta o quinta,sudando, jadeando.

La encargada del baño mantenía el orden y yo no hablé de mi apuro.

Mamá tenía terror a los helados días dónde me podía renacer el asma.

Me ponía tantas prendas que me sentía un bebé con pañales de los de tela, pelele, conjunto de lana y reboso.

Bueno, ese martes yo tenia medias cortas, medias cancan rojas, camiseta de algodón, polera de cuello alto donde pasaba apenas mi cabeza.

Ayyy de mi!! Su única hija!!

Luego seguía un pulover de lana y ese día la cereza de la torta o el helado :

un enterito celeste que solo se podía bajar sacando la túnica, el delantal rosado y la campera de astronauta.

Casi llegamos pero luego del primer tirador me dejé ser.

La orina entibio hasta mis pies que de tanto sudor parecían 2 helados. Disfrutaron el líquido calentito justo unos segundos antes de la calurosa vergüenza que recorrió todas las heladas salitas del jardín 64.

En casa lloré y le juré a mamá que nunca más me pondría un enterito.

La promesa duró unos 20 años hasta que estuvieron de moda los enteritos de Jeans y yo ya contaba con la libertad de no usar túnica ni en invierno ni en verano.

El asma también desapareció y al tiempo mamá.

Ya hace años que la perdoné.

Un recuerdo que como tantos nos uniria en carcajadas para siempre.

LUISA MARGARITA

«POR CASUALIDAD»

Josefina vive en una casa pequeña de muñecas con ventanas de cortinas azules y macetas de flores «diez del día» que adornan las mañanas con sus colores. La casa en cuestión está cobijada por una montaña sólida y sin mucha vegetación y eso había hecho el milagro de que el tornado , que se había llevado la casa grande con su familia, no la llevara a ella , que se había quedado rendida aquella noche del desastre ,entre sus juguetes. Lo único que no impidió la montaña fue que, cuando la pequeña Josefina despertara aquel desolador amanecer, su mirada quedara como un helado hecho de verdadero horror aferrada al vacío de lo que había sido su amoroso hogar.

Luisa

MARTU MONFORTE

Mundo congelado

Adónde vamos tan apurados, tan ansiosos por llegar y al mismo tiempo por volver. Creo que vamos rápido, fichamos felicidad y ya volvemos.

Adónde y a qué, me pregunto. Y a mi misma me cuesta esperar esa respuesta. Quizás porque nadie la tiene, y si la tiene, ya se perdió en el apuro o tal vez son varias y se enredaron entre sí, de tal modo, que no puede desprenderse una. Y me pregunto para qué la quiero, si ya es tarde, porque en este interín, se sucedieron en simultáneo tantas cosas, tanto vértigo se acumula que me marea. Me olvido la pregunta, no se adónde voy. Me estoy perdiendo porque cuando pido algo de lo que quiero he visto que se rien. Sí, siento que lo que pido es una antiguedad y ya no se usa: la palabra sincera, una caminata, un abrazo, un estar sin hacer nada. Tiempo para sentir, para vivir. Me dicen que le temen al tiempo vacío, al tiempo perdido o que quieren llenarlo de cosas y…matar el tiempo!

Vivimos un tiempo helado, congelado.

Y entonces no dudamos, vamos y compramos oxitocina, es más fácil, más práctico, más rápido.

Siento que cuando intento ir hacia algún lugar la marea está volviendo o al revés. Si son tantas las huellas, aplastadas una sobre otras, que se ha hecho un lecho fangoso, sobre una playa triste.

Si el cielo limpio se cae lento, hasta que disuelve en naranja soleado y más tarde alunece sin que nadie repare en su paleta de acuarelas tenues, diluidas, a veces, o brillantes. Y a quién le importa, pienso. ¿Quién mira el cielo? No hay tiempo, dicen.Y quién mira la flor que baila, rie y por último se deshoja sin ser vista. Sin ser acariciada.

Quién salta sobre la hojarasca de otoño, quién pinta un árbol con su perfecta desnudez, quién espera y disfruta el brote, la incipiente vida que se renueva hasta explotar en hoja fresca y nueva. Quién se refugia en su sombra futura en las horas del estío que vendrán, quién escucha a los pájaros que la visitarán. Quién al mar, quién al arroyo o al eco de la montaña.

Es un tiempo helado, no hay dudas ya.

Quién mira a los ojos y sostiene la alegría o la pena que percibe. Y quién muestra de verdad su alegría o su pena. A quién.

Un mundo sin rayuelas, sin cantos y sin barriletes es lo que ronda. Y duele y me entristece. Un mundo sin charlas verdaderas, sin ternura, sin intentar ponerse en los zapatos del otro o simplemente callar cuando es necesario. Sí. Callar. Cuando hay pena, fatiga y necesidad imperiosa de descansar el alma. Un rato. Sólo un rato. Comprender que ese otro que tengo frente a mí, puede necesitar silencio y una mano. O un abrazo tibio.

Ahora el mundo tiene mucho frío y ruido, ruido de papel celofán e infinitos moños dorados que se desatan, caen y mueren. Y vamos por más. Y más.

Y a las charlas se las reemplaza por el chisme rápido, en segundos queda obsoleto y sigue uno más, uno que será nuevo por milésimas de segundos. El comentario ampuloso, sobre las compras y más compras, todo el vacío que se puede comprar con dinero parece que es lo valioso. ¿ Y lo demás? Escucho risas. Qué más me preguntan. Me callo.

Llega la risa fácil, por nada, por todo, por reír, porque es así ahora.Hay que reir, está prohibido llorar.

Atrás llega la foto, las miles de fotos sonrientes y vibrantes y felices. Fotos sin tristeza sin preocupación y sin arrugas. Fotos sin vida, tambien de celofán. Fotos con todo, de todo, por todo. Para mostrar (se) a diestra y siniestra. Me pregunto y busco, siempre, adónde van a parar las fotos de lágrimas, dolores y fatiga. No están, o sí. En la papelera.

Adónde van a para esas palabras que aunque dichas, no son escuchadas: ternura, paloma, frio, silencio. Nido. Poesía. Canción.

Estamos atrapados. Niños, adultos , ancianos; casi no hay línea de tiempo y respeto. Todo hablamos todo delante de todos.

Puro ruido para no escuchar verdades, pura simulación, puro espanto.

Parafraseando a Borges…no nos une el amor, sino el espanto?

Mundo helado. No lo quiero.

Adónde hay lugar para la ternura, adónde hay lugar para el amor. Adónde, adónde para lo humano:

leer un libro, tomar café, escuchar música, escucharnos, mirarnos, llorar y anidar, reír y anidar, estar callados o cantar. Abrazarnos, sostenernos en la noche helada, en la bruma o bajo el sol de enero. Saborear el pan, el queso, el vino. Preguntar cómo estás, de verdad: cómo estás. Y no esperar respuesta, sólo estar ahí, por si acaso. Nada más.

JOSUE CATASÚS

Como hielo en la espalda.

Aquella tarde de agosto tenía la cabeza en cualquier parte, menos sobre los hombros. Había despertado tarde y con resaca, con sabor metálico en la boca y ganas ciertas de morir. La noche anterior Silvia me había mandado a rodar, esta vez de manera terminante, y como lúgubre corolario el cielo se ennegreció y soltó una inusual lluvia que me mojó por dentro y por fuera mientras permanecí aturdido en el banco de cemento de una esquina de vientos cruzados. Mientras corría por Emancipación, desde la plaza Unión, apurado por llegar a tiempo al diario, trataba de reconstruir mis pasos desde que abandoné, helado hasta los huesos, el banco empapado. Mi primer impulso —recordaba, esquivando lustrabotas y vendedores de caramelos—, fue ir a casa de mamá. Pero me sentí bobo a medio camino. ¿Iba a llorarle una decepción amorosa? Eso me pareció sórdido, vergonzoso. Mejor buscar a Joaquín. Mi compadre siempre fue ducho en asuntos sentimentales, aunque algunos maledicentes opinaran que, en realidad, el donjuán de mi amigo carecía de sentimientos. Pero también desistí de contarle mi fracaso. Entré a un bar.

Después solo pude recordar las cuatro primeras cervezas, los boleros de fondo, el olor intimidante a orines y aserrín mezclado con vómitos. Quizá me animé por un pisco sour, o unos vasos de Ballantines con hielo. Estoy especulando al respecto. Lo que sí hubo fue humo. Creo que fumé el doble de todo lo fumado durante mi adolescencia, que no fue poco, y creo que empecé a dar alaridos hasta que me hicieron el favor de echarme a patadas del bar. ¿Cómo aparecí en mi cama, sucio y con los zapatos puestos, bien entrada la mañana, entonces? No hay caso, Miguel, me dije, cruzando a paso vivo el Mercado La Aurora, otra para tu colección de momentos perdidos de tu existencia.

Crucé la amplia pista doble de la avenida Tacna, pensando obsesivamente en qué momento me jodí, todo vargasllosiano, hundido en el desaliento más profundo, cuando una pareja tomada de las manos me adelantó. Sentí un escalofrío recorriendo la espina dorsal, y me sacudí como despertando a la vida. Lo primero que pensé fue que era la primera vez que dos personas me trasmitieran sus vibras al mismo tiempo. Siempre me había pasado con una sola. Y en esta ocasión se trataba de unas vibras poderosas, preñadas de melancolía. “Triste, taciturno, frío y maléfico”, recordé no sé de dónde un verso de un poeta romano. Completamente despejada mi mente, mandando al diablo por fin a la inconstante Silvia, observé con mayor detenimiento a la pareja magnética.

Parecían de mediana edad, traspasados la cincuentena. La andadura de ella era enérgica, deportiva, segura. Él, sin embargo, aparentaba signos inequívocos de vejez: el bamboleo del cuerpo, los hombros abatidos, un casi invisible arrastrar de pies, me sugirió que debía llevarle al menos una década. No llevaba con dignidad el traje arrugado. Ella, en cambio, casi levitaba envuelta en un elegante gabán rosado, con bordes de raso. El abrigo juvenil combinaba con gracia su negra piel, brillante al tibio sol invernal. “Debe de ser la mujer más hermosa del mundo”, pensé, fascinado. Miré con lástima al pobre hombre. Cómo debía de pesarle ese amor, seguramente prohibido.

Los seguí por toda La Colmena, y crucé detrás de ellos la plaza San Martín, —a esa hora libre de cómicos ambulantes y discutidores públicos, solo traspasada por oficinistas y jubilados, colegiales en fuga y gays agazapados por la demasiada luz—, tratando de inventarles una historia creíble y perturbadora, una pasada noche de sexo sucio, un escape concertado de sus respectivos matrimonios aburridos. Y tratando de entender el poder de sus auras sobre mí, que, por otra parte, estaba acostumbrado a esos trances astrales como ya he dicho. De vez en cuando se miraban, ella movía la cabeza ornada de cabellos ensortijados, con énfasis, como convenciéndolo, manteniendo el paso vivo. El asintiendo como obligado por las circunstancias. ¿Adónde se estarían dirigiendo? Los seguiría el resto del día, si fuera necesario, decidí. Al diablo el diario también.

Casi al llegar al parque Universitario, pasando la librería El Caballo Rojo —donde una vez vi a un turista alemán susurrar con delectación acariciando el lomo de un libro:” Kafka”—, la pareja dobló bruscamente en dirección al monumento de Unanue, al lado del reloj, y se encaminó por la estrecha callejuela Sandia. Sin pensar, crucé a mi vez la pista y apenas logré esquivar al lanchón vetusto que hacía taxi escupiendo humo negro por el escape. De todos modos me golpeó duro, y volé hasta la vereda del frente. Ni el carro se detuvo ni llamé la atención de nadie. “Idiota”, escuché en medio del aturdimiento. Sentí que seguía volando, las imágenes dobladas, fantasmales, el calor inundando mis sienes. Perdí por un momento la orientación y el tiempo. Me incorporé, sin embargo, titubeante, y giré dando un par de vueltas. Entonces recordé a la pareja. Corrí hasta el borde del parque y alcancé a verlos, inmutables en su andar, ajenos por completo a su perseguidor. Pero entonces noté que estaban distintos.

Sus cabezas habían desaparecido, la oscura de ella y la rubia de él, y se habían trasfigurado de manera insólita. Vinieron palabras a mi boca, no sé de cuál plano sideral: Tetis, Jápeto, Dione, Febe. Ishtar, Selene, Pachamama. Ella, como correspondía, tenía encima al gigante de anillos de hielo, imponente, girando entre destellos iridisados. Él, humildemente, portaba al planeta azul, con una luna brillando cerca de su nuca. Me restregué los ojos, mudo de asombro. Miré a todos los demás peatones, que no habían variado sus pasos: no eran capaces de ver lo que yo estaba viendo. La pareja se detuvo ante la entrada de un miserable hostal, al inicio de Lampa, y juntaron sus planetas en una explosión de color que me encegueció. Tuve que cubrir mis ojos por el fuerte resplandor de eclipse. Me forcé a abrirlos, sin embargo, y los contemplé por última vez antes de que se perdieran en el interior del edificio: ahora volvían a ser ellos mismos, pegados en un beso que duró mares y tiempos.

Díganme loco. Yo sé lo que vi. No fueron ni la resaca ni las brasas del desamor. Solo esas cosas inusuales que me ocurren a veces.

Mientras regresaba al diario decidí llamar a Silvia esa misma noche.

HAROLD LIMA

Sabor a mi.

40 de abril año 2432 del Limón and Mars.

Jonas y Mc Laren nuestros guías locales nos indican que el hielo no da señales de retroceder y sólo nos queda esperar, el capitán me ha encargado hacer un inventario general. Temo que nuestros abastos de oxígeno no alcancen si esto dura más de unas semanas. Algunos miembros de la expedición ya han reportado mareos y fatigas a nuestro medico.

El doctor Huanca, jefe de la expedicion ha planteado enviar un cargamento de nuestros hallazgos arqueológicos con un equipo de tres personas en trineo de perros y cruzar el paso congelado hasta el puesto Mariana más allá de la barrera de hielo del Brasil. Nuestro agregado religioso el padre Ugarte, se ha ofrecido a guiar esta empresa; el capitán nos ha pedido meditemos esta idea y tomemos una decisión en unos días. Tengo mis reservas por sus intenciones; claramente me ha indicado que los libros que hemos encontrado entre las ruinas congeladas son una herejía y seria mejor permanezcan en los hielos eternos del polo austral.

43 de abril año 2432 del Limón and Mars.

Luego de presentar mi informe de inventario a la tripulación hemos caído en cuenta que se nos será imposible regresar al hogar aunque el mar congelado nos liberará hoy, posiblemente moriremos de hambre antes que sofocados a falta de oxígeno por nuestros acumuladores de oxígeno dañados.

El padre Ugarte nos ha recordado las sagradas escrituras donde dios destruyó la luna para que la gente dejara el paganismo y regresaran a la fe verdadera de Limón and Mars, los marineros que son personas poco instruidas han iniciado la construcción de un altar con madera del barco en busca de un milagro. El capitán y el equipo cientifico tememos un motín. El capitán ha autorizado se lleven trineos de perros con los hallazgos científicos al puesto más cercano, ahí se dejo material y alimentos en nuestra travesía de llegada.

50 de abril año 2432 del Limón and Mars.

Este posiblemente sea la última entrada de mi diario. La tripulación se ha amotinado luego que el hielo se ha descongelado, los marinos han llamado milagro al evento que trajo agua caliente de la corriente del Ecuador hasta el paso de Brasil, la concentración de oxígeno en el ambiente también subió a niveles que lo hacen respirable. El padre Ugarte ha ordenado se quemen los libros que encontramos en las ruinas de sao paulo, el lenguaje en que están escritos es apenas es legible por algunos eruditos, me maldigo el momento que compartí mis notas con la tripulación. Supongo, el religioso los hubiera dejado pasar por curiosidades inofensivas de no ser por mis comentarios.

Estamos encerrados en la bahía de carga en espera de nuestro juicio por el padre. El equipo cientifico espera que llegando a los archipiélagos del Ecuador seamos liberados, el padre podrá ser un fanático religioso pero es más temeroso del castigo político si nos ajusticia.

04 de mayo año 2432 del Limón and Mars.

Según hemos escuchado de los marinos que nos traen comida y agua, ya se ha divisado tierra, la expedicion científica de la universidad del salvador al extremo sur ha sido un éxito para la prensa mundial, muchos objetos y restos arqueológicos se han recuperado, el antiguo pasado de la humanidad se ha revelado algo más; un pasado que las sagradas escrituras mencionan como un mundo más grande que solo la granja habitable del Ecuador, un mundo que no estaba cubierto de hielo desde lo polos hasta los trópicos y los días duraban como dos días actuales.

Me cuesta creer que las escrituras religiosas sean ciertas a tal punto, pues nuestra ciencia moderna habla de un tiempo donde la tierra tenía una luna que desaceleraba la rotación terrestre, sin esta solo la franja ecuatorial cuenta con oxígeno y corrientes marinas cálidas adecuadas para la vida.

Lo que no cuentan las escrituras y figuraba en los libros que eran parte de nuestros hallazgos arqueológicos era que la corporación Limón and Mars inició como una pequeña empresa donde el señor Limón, un químico aficionado invento un curioso sabor de helado que llamó «sabor a mi» por su curiosa habilidad de tomar el sabor de quien entraba en contacto con la mezcla alimenticia; un verdadero placer devorar algo que sabía a quien lo comía, un placer casi autotrofo que solo podía ser igualado por el placer sexual. El producto impulso a la compañia Limón and Mars que rápidamente se hizo una corporación de alimentos mundial y luego llegó a ser un país propio con territorio en una isla artificial. Los años y la ambición de múltiples gerentes llevaron a la corporacion a invertir en la colonización de la luna. Siglos más tarde ante las condiciones de vida opresiva los grupos independentistas selenitas iniciaron una revuelta que termino en la construcción de motores gravitatorios en la superficie lunar. Limón and Mars oriento la luna hacia la estrella más cercana de alfa centauri, el año uno de lo que sería el nuevo calendario de Limón and Mars.

Luego de esto, según nuestras especulaciones la corporacion tomó control de los restos dela humanidad que vivían en un mundo totalmente distinto.

Nuestra actualidad es resultado de los caprichos derivados de los beneficios que creo el sabor de helado más adictivo de la historia.

Un mundo helado irónico.

Los apuntes de este diario, nunca serán tomados como ciertos sin esos documentos que fueron destruidos. El padre ya me ha dicho que puedo decir o hacer lo que desee, nadie me creerá una historia tan disparatada.

Helados con sabor a personas es ridículo, que la santa iglesia Limón and Mars es responsable que 120 millones de humanos actuales vivan en las 1000 islas de la franja ecuatorial, en condiciones de superpoblación que ha planteado la colonización espacial como salida factible.

Cierro este diario y me planteo quemar mis apuntes. Tengo un puesto fijo en la universidad, todos en el equipo tenemos familias y cargos que debemos cuidar.

El capitán me sugiere no queme todo y conserve la receta de «sabor a ti» el conoce un químico que podría encontrar la forma de reproducirlo. El doctor Huaman, toma una cuchilla y se corta la palma, algunas gotas caen en una hoja que arranca de este diario, todos hacemos lo propio; guardaremos el secreto y si hubieran beneficios, los compartiremos. El padre nos mira con horror, pero se tranquiliza pensando que nada diremos de esta herejía. Dice nos liberará mañana.

MANUEL SERRANO

BABOSA BLANCA.

Mi compañero dijo que tenía que acabar con él. Era mi misión. Pero ahora estaba muerto. Tuve que poner el aire acondicionado al máximo para evitar que se descompusiera. Tenía que esperar. Pero a qué.

—Lo sabrás cuando lo veas y entonces tendrás que matarlo —me había dicho.

Dejé al muerto helado de frío y salí a la sala contigua. Busqué cualquier objeto que pudiera servirme para acabar con aquello que no sabía qué era.

Debí de quedarme dormido porque me despertó un ruido. Algo se arrastraba en la habitación de muerto.

Abrí la puerta con cuidado: una especie de enorme babosa blanca le salía por la boca. Sin ojos, ni extremidades. Mediría un metro y medio, más o menos, y avnzaba hacia mí.

Petrificado la vi acercarse. Cada vez más. Tropezó con mi pie. Me trepó por la pierna. Ascendió por el pecho. Me dio una arcada tenerla tan cerca y en ese momento me entró por la boca.

Está dentro. No sé cómo hacerle salir. Quizá si muero tú puedas acabar la misión

YOMALCKRY OSORIO

Hay sentimientos que al calor del dolor en el corazón se convierte en congelado desierto.

ABBY MARSIE ROGOM

No puedo mover los ojos, pero te suplico con ellos.

Sácame el frío.

No lo cambies por fuego, déjame encontrar

los grados.

Dicen que el infierno

es abrasador,

pero hay un averno helado.

Mis ojos verdes de niña

me miran,

tienen un mundo tropical dentro,

son selváticos y libres.

Me habla

pero ya no la entiendo.

Cree que yo soy,

que yo domino

el fuego y la nieve.

Hay un verde

que es lava,

cuando la rabia despierta, créeme cuando te digo

que la ira que quema

pone tonos distintos

en el iris.

Es un tigre no en llamas,

sino hecho de fuego.

Y cae la soledad ardiente del desierto sobre mí.

Debí perderme.

Pero yo me congelo.

Mi verde es ése azul

que se esconde a trasluz del iceberg.

Encontré un día a alguien,

creí que era yo,

pero sólo estaba

disfrazada de mí.

Soy las tres,

y aún siendo tantas,

faltas tú.

La que me da consuelo

y me ama.

La que vive en paz,

como la hierba fresca

en un prado.

Como el mar acariciando la playa.

La que sabe quién eres. Pero habiéndose adentrado en la selva,

buscado en el desierto

y gritado tu nombre

en el frío,

no te ha encontrado todavía.

Sólo fragmentos de mi.

MARÍA GALERNA

Si lo sé me traigo un jersey

No sabía que esto iba a ser así. Nadie me lo advirtió.

Me lo vendieron muy bien. Un seguro muy completo, me dijeron.

Englobaba mi presente, y lo mejor aún, mi futuro.

Tengo una enfermedad rara, no sé cuánto duraré, ni siquiera sé si alguna vez tendrá cura.

Y ahora, aquí estoy. Tengo frío. No, no es cierto. Estoy helado. Casi camino de la congelación.

Últimamente no me sentía muy bien. Creí –en varias ocasiones–, que me moría.

Debían actuar rápido, antes de que llegara el fatal desenlace. Tan poco inesperado como seguro.

Me planteo dónde estará ubicada el alma. No tengo otra cosa que hacer que filosofar sobre temas que realmente me importan un bledo. Además, soy ateo. ¿Se puede uno volver loco en estas circunstancias?

Me veo como un helado en un congelador expositor. Tengo pocas visitas. Mejor así, pienso. Ni ganas de hablar. Aunque tampoco podría, he probado a mover los labios, y nada.

Esto es muy incómodo. Me estoy arrepintiendo. ¡Qué frío hace, copón! No siento los pies, bueno, no siento ninguna parte. Ni siquiera esa que tiene mente propia, ¡je, je, je!

No recuerdo de qué gas hablaron para la criogenización. Yo creo que me afecta.

Voy a empezar a preguntar: ¿Falta muuuchooo?

Bueno, les dejo, a ver si puedo frotarme las manos para entrar en calor, porque… ¡estoy helado!

ANA DEL ÁLAMO

Mi vida se alejaba fría y vacía

El deshielo se llevaba las tardes de café y «solitarios». Las miserias disfrazadas de bonanza.

No había nada para contar.

Había mucho para callar y de tanto ensayar, se apoderó la mudez.

El álamo negro vino en mi busca y me perdí entre sus hojas lívidas y desgajadas.

_No olvides llevarte la noche helada y la penumbra, le pedí.

_Déjame el sol que alimenta mis días de invierno.

Guardo un amor bajo la almohada

Mañana me lo pongo y tú me desvistes despacito, como la noche desnuda la luna.

Yo deshojaré tus vainas una a una y haremos el amor sin saetero.

En silencio para que nadie nos descubra.

Que no se lo lleve el deshielo.

HAROLD PADILLA

Helado

Cuando conozco a alguien como tú, me arriesgo a jugar al juego cruel de establecer cuánto tiempo permanecerá en mi vida. Con el paso de los años, una intuición aguda, casi premonitoria, o tal vez un deseo inconsciente de soledad, han sabido otorgarme la razón. Te fuiste en abril sin explicaciones; un frío cálculo me lo había advertido. Jamás te condicioné para que te quedases, te dejé libre y en libertad te marchaste. Ahora solo guardo unos besos tuyos en el recuerdo y a tus manos en caricia.

Y yo me quedé aquí, dialogando con tu ausencia en la cocina, hasta que la cordura me asaltó en pálpitos enajenados. Finalmente, me di por enterado de que las ocho no llegarían con tus «buenos días». Temo que mientras se me enfría el corazón, tendré que evadir, como ayer al pasar por aquel hotel, la ridícula idea de mirar en el retrovisor por si acaso volvieras.

FRAN KMIL

El bar Medialuna siempre fue un lugar tranquilo. Allí acudían los ciudadanos del pueblo a tomar cervezas, ron o vino, mientras conversaban veían el fútbol o el baseball, según la temporada, en la gran pantalla que Evaristo instaló detrás de la barra. Era el lugar de encuentro de amigos, parientes y conocidos. Nunca me dio ningún dolor de cabeza serio, excepto una que otra bronca entre conocidos. En un pueblo pequeño todos nos conocemos y tratamos de sobrellevarla en paz.

Esa noche recibí la llamada del barman (el propio Evaristo porque la clientela no daba como para contratar a otro trabajador) muy asustado, pidiendo que acudiera de inmediato.

Al llegar me encontré con la algarabía. Todos los presentes ,en cuatro patas, recogían dinero del suelo. El escándalo era tal que por mucho que grité, nadie me hizo caso.

Extraje el pito de mi bolsillo y soplé con fuerza. Al sonido, hubo una pequeña pausa, me miraron y continuaron en su tarea. Uno de los billetes voló hasta mi impulsado por el aire del ventilador central. Lo atrapé y lo puse en el bolsillo de mi uniforme.

Me senté a la barra, hice un gesto a Evaristo para que se acercara.

—Esto no hay quien lo controle —le dije. —Esperemos a que se acabe el dinero. Cuando se acabe el dinero, todo vuelve a la normalidad.

Y así fue. Cuando ya no había nada que recoger, los clientes se marcharon contentos a su casa, comentando entre ellos la buena suerte de encontrarse en el bar justo en ese momento. Evaristo y yo nos quedamos para cuantificar el daño y tratar de ordenar el local. Mientras acomodábamos sillas y mesas, comencé el interrogatorio como policía que soy.

—Ella estaba haciendo sus actos de magia, ya sabes, adivinando cartas, desapareciendo y apareciendo cosas, hasta que de la nada comenzó a aparecer dinero y a tirarlo para el público.

—¿Ella?¿Desde cuándo se hacen espectáculos en tu bar, Evaristo?

—Por la mañana estaba yo en la tarea de limpieza, la de siempre, la rutinaria, cuando por esa puerta —me contó señalando la puerta del bar con el brazo derecho extendido hacia adelante —entró la mujer más bella y elegante que he visto en mi vida.

Detuve mi gesto de colocar la silla patas para arriba sobre la mesa para mirarlo con una sonrisa pícara en el rostro. “ A su edad cualquier mujer joven es la más bella”pensé, pero nada dije por respeto.

—De verdad que era la más bella —ratificó como adivinando mis pensamientos. Luego continuó.— Me dijo que era maga y quería presentar su show aquí y por mucho que le dije de que en mi bar nunca se había presentado ningún artista, ni siquiera un cantante con su guitarra, que el público del pueblo era gente sencilla que no estaba para esas cosas de los espectáculos y menos para magias, que además, las ganancias no me alcanzaba para pagarle, me propuso un trato. “ Yo hago el espectáculo, si da resultado, me paga, sino, me marcho por donde vine. Le aseguro que nunca se olvidarán de mi.”me retó y como no me costaba nada, acepté. Todo fue bien , gustaba y la gente aplaudía y reía con sus comentarios hasta que apareció el maldito dinero.

—¿Y dónde está esa hermosa mujer?

—Cuando comenzó el alboroto, se fue. Ni me pidió la paga. Con tanto dinero para repartir el mío no le hacía falta.

Antes de salir, se detuvo en la puerta, me tiró un beso y me dijo adiós con la mano. Se subió al auto y se marchó. Traté de controlar la situación, como no pude, te llamé.

—¿Viste la matrícula? —interrogué por costumbre policial.

—No. Pero era un Hyundai Santa Fe color vino.

— ¿Todo esto por dinero de tramoya? Nadie regala plata así.— Casi grité.

—Pero la gente no sabe.

—Ya se enteraran cuando lo usen. Ya verás tú la cara de bobo que pondrán.

Al dia siguiente al revisar el papel, la tinta y la impresión, la sospecha de que algo más grande se estaba tramando, despertó mi olfato de viejo policía, aunque a decir verdad, mis ojos no detectaron nada fuera de lo común, parecía muy auténtico. “ Este billete es una buena falsificación” me dije y lo mandé para el departamento de fraude.

Esperaba a que los negocios me llamaran para avisarme de la oleada de billetes falsos en el pueblo, pero nadie se quejaba.

Sabía que los del departamento se tomarian su tiempo en responder porque realmente no existía un caso para apurarse, ya que no se había hecho ninguna denuncia.

En el pueblo, del suceso, solo quedaban los comentarios de los asistentes y las lamentaciones de los ausentes.

Recibí respuesta inmediata del departamento de fraude. Me llamaron vía teléfono y me dieron una noticia que me dejó helado en mi silla. Hasta los pensamientos se congelaron, porque por mucho que trataba de encontrar una explicación lógica, no la hallaba. Parecía la estatua de un agente del orden detrás de su buró, con el teléfono en su oído derecho emitiendo el sonido característica de una línea colgada, repitiendo el tuuu tuuu tuuu.

¡El dinero era auténtico!

GRACIELA PELLAZZA

A los ochenta la muerte es una curiosidad y a los siete también.

Lo que cambia es el temblor.

Estaba frío el mes, pero había días benévolos, el sol salia de atrás de la casa de Maria y se abría sobre mi techo y el de Mateo.

Preparé un mate de yuyos y salí a que los pájaros me vean.

Sentado en el jardín de su casa, bajo el laurel, enfundado con una frazada vieja estaba Mateo.

En las manos y sobre sus piernas flacas, tenía una conservadora pequeña de telgopor, esas de los helados, no sabia que lo espiaba, estaba concentrado en su trabajo. Se iba moviendo hacia el sol.

-¡Buen día Mateo! ¡Aprovecha el sol!

Me miró con unos ojos bovinos, y una temprana tristeza. Se acercó a la ligustrina que hace de medianera y me contó que estaba esperando que el sol le devolviera calor a su pececito azul.

Ahí estaba Capitán envuelto en un trapito. Frío tan frío, como ese vientito que me golpeó en la cara y me hizo lagrimear.

-Me levanté abuelo y Capitán estaba en el fondo, tan quieto…acerqué la red y todos escapaban y él estaba tan quieto.

Lo saqué y lo puse aquí para ver si me cierra los ojos cuando el sol le dé de lleno.

¿Usted que cree Don Antonio?

Voy a esperar un rato y lo voy a llevar al estanque, quizás el quiera eso, por eso se hace el muerto.

-¡Yo creo que sí Mateo!

Es probable que extrañe.

Y Mateo se volvió a poner al sol, mientras Capitán se hacía el muerto.

El invierno estuvo helado, y para algunos…Un poco más fiero.

MANOLI DÍAZ TORRALBA

Que susto me hicieron pasar aquella tarde de mayo cuando me hicieron atravesar ese raro conducto, mareada y confusa me di de bruces contra una pared con un tacto muy raro, ¡con lo agustito que estaba yo flotando en el cálido mundo rosado que me vio nacer!

Para complicar la situación nos metieron en un lugar oscuro y frio, cuando por fin se calmó el incesante movimiento conseguí aclimatarme centrándome en jugar con mis hermanas, primas y amigas.

En plena competición del reto propuesto por mi prima Lola nos sacudió un tremendo terremoto que nos agitó de una forma tan agresiva que me hizo perder el conocimiento, cuando desperté me encontraba casi aplastada contra una extrañísima pared que me dejaba ver un desconocido mundo que había al otro lado, al fijarme vi que nos habían separado por grupos tras estas paredes tan raras, como una loca intenté llamarlas, pero no me escuchaban y me dio la impresión de que ellas hacían lo mismo por como gesticulaban.

Una luz cegadora interrumpió de golpe la tarea de intentar comunicarnos por señas, cuando la luz se aclaró un ser gigante nos movía, pero sin tocarnos ¡que extraño!

A lo lejos pude divisar un enorme lugar redondo y brillante al que el gigante nos lanzó sin avisar, haciendo que nos golpeáramos entre nosotras y contra las paredes y si no fuera bastante el daño que nos había hecho, el gigante comenzó a echarnos cosas pegajosas encima, cuando parecía que ya nada caía, el lugar empezó a dar vueltas de una forma tan vertiginosa que cortaba la respiración haciéndonos perder la consciencia.

No se cuanto tiempo estuve inconsciente solo sé que he despertado tiritando, sintiéndome tan helada que no me puedo mover además ahora mi cuerpo es diferente, granulado, más grande y creo que ha llegado mi final pues noto como algo me conduce directamente a la gigantesca boca de ese ser tan cruel.

¿Qué será de mí? ¡Con lo feliz que me sentía siendo una bonita gotita de leche en un mundo rosado!

ANDRÉS JAMES CÁCERES

Note: Sintió un escalofrío en su espalda. Era su mujer. Eran las tres de la mañana y Darlene llegaba de su «noche de chicas»..

Con voz ronca y aroma de alcohol me dijo con un gemido: Imagina que soy otra persona que se acuesta a tu lado y te mima, no abras los ojos!. Solo siente el hielo y el fuego

ALMUT KREUSCH

Estoy tan nervioso o más que los otros competidores, esperando la señal de salida. ¡Sólo hay un ganador! ¡Y este sin duda seré yo! Estoy en plena forma; fuerte, ágil y bien entrenado.

Nos han dicho que el premio es una hermosa fémina, que espera con impaciencia al campeón en un lugar de cálidos, húmedos y oscuros profundidades. Se dejará penetrar sin contemplaciones por el primero que llegue y no volverá a separarse de él.

¡Pero primero hay que llegar! El camino se lo trae, porque aunque no muy largo, nos han dicho que es bastante estrecho, lleno de curvas peligrosas y como no tenemos buena vista hay que tener cuidado. Pero sobre todo se debe de ser rápido.

Para los perdedores no hay vuelta atrás. La muerte colectiva será su triste destino final.

Así que con los nervios a flor de piel, coleteando y ansioso de que nadie se cuele, lucho por mantener mi posición entre los de la primera fila.

Y ahora sí sentimos las sacudidas ansiosamente esperadas desde hace días porque son la señal inequívoca de nuestra inminente salida. Esta vez son de menor violencia pero mas rítmicas que de costumbre.

Estamos aturdidos, mareados e impacientes, pero finalmente llega el último gran espasmo que casi me hace perder el equilibrio. Con un golpe seco, casi violento, una ferocidad incontenible nos empuja hacia fuera.

Una luz cegadora me frena en seco igual que al resto de los competidores. Esto no esperábamos. En lugar de correr por un oscuro, estrecho caminito nos encontramos hacinados en un pequeño tubo, completamente confundidos y deslumbrados por esta terrible luz.

—Gracias por su generoso gesto , Señor Gutierrez, y no se preocupe, ¡sus datos personales permanecerán siempre en el mas riguroso anonimato!

Dios mio, ahora otro meneo nos vuelca en otro recipiente mas grande, que nos da por lo menos un poco mas libertad de movimiento.

—Pero mira lo que tenemos aquí—, se oye desde arriba la misma voz que acaba de dar efusivamente las gracias al Señor Gutierrez, —casi me reventáis el microscopio. Chicos, da gusto veros mover la colita. Contribuiréis a la evolución de la especie humana.

No entendemos nada, nos han engañado. Yo no quiero contribuir a la evolución de ningún tipo, solo quiero ganar la carrera y penetrar a la hembra que me está esperando, para eso me he preparado. Me salen las lagrimas de la impotencia.

— Y ahora, chicos, os toca dormir, os pondré este pijama para protegeros del frío—, volvemos a escuchar la voz esta vez un tanto guasón y un líquido viscoso se derrama sobre nosotros, pegándose a nuestros cuerpos como una segunda piel.

—¡Así sobreviviréis al menos 10 años sin perder vuestro extraordinario potencial genético, chiquillos!

Una tapa se cierra sobre nosotros y con ella la oscuridad. Cada vez hace más frío y nos acurrucamos el uno contra el otro. Me quedo horriblemente helado. Todos nos quedamos helados.

Pero de repente dejo de sentir ni miedo, ni frío. Siento simplemente un cansancio irresistible.

Y todos se durmieron plácidamente en su lecho de nitrógeno líquido a -196 °C.

SANTIAGO VILLA IBÁÑEZ

«Helado»

Diez minutos llevaba encerrado en la cámara frigorífica. Ya no sentía su cuerpo, el frío era atroz, su mente no dejaba de pensar una y otra vez…

— ¡Estoy helado!… ¡estoy helado!…¡estoy helado!

Los minutos se convirtieron en horas, su cerebro luchaba por ordenar desesperadamente a su cuerpo congelado que reaccionará, pero este desgraciadamente no respondía.

— ¡Estoy helado!… ¡estoy helado!…¡estoy helado!

Perdió la noción del tiempo, minutos, horas… ¿Días?. Solo había frío y oscuridad, acompañadas de una terrible soledad.

Escuchó cada vez más cerca unas voces, el ruido de la puerta del congelador abriéndose…¡Por fin

salvado!

— Pobre hombre, le encontraron muerto en la calle hace un mes y medio, y nadie lo ha reclamado.

— Si, es una lástima… Bueno vamos a trasladarle al cementerio, para que lo depositen en la fosa común.

Conversaban los dos empleados de la morgue, mientras sacaban el blanco cadáver completamente congelado, para su traslado al camposanto.

Él gritaba…

— ¡Estoy helado!… ¡estoy helado!… ¡estoy helado!…¡Porfavor apiádense de mí!

Pero no le escuhaban.

RAÚL LEIVA

Equinoccios

Helado.

Como ese último beso sin sonido que cerró cada una de las puertas que abrimos con más amor que recursos.

Como este acuso de recibo, como esta certificación inevitable y alejada de lo que intentamos construir cuando la vida se nos daba sin facturas ni promesas de estación.

Como el día que se cayeron los telones aplastando al tramoyista de esta farsa de pareja que vendimos con tanto y singular éxito a los indiferentes espectadores de nuestros arrebatos.

Así de helado está este corazón ayuno de colores, que invierte un tiempo innecesario en sostener esas muecas de latidos insulsos, que duelen como puñaladas de hielo y barro.

Helado y sin retorno.

Como el camino que elegimos cuando dejamos de apostar a las mañanas sin farolas y los desayunos de besos sin domesticar ajenos a protocolos y legislaturas.

Helado y sin más prisas que la de ese chef que prepara venganzas gourmet en fríos platos de rencores y falsos olvidos que caducaron hace años.

Y así pasamos estos gastados días empoderando desengaños y llantos de rincón, desalmando alguna duda y remendando las ganas de volver a sentir, confeccionando una tras otras las máscaras que nos vuelven aceptables y malvendiendo nuestros sueños más profundos para empapelar un alma que se cae a pedazos entre tanto y tanto rincón helado de destierro y sinrazón.

MAITE BILBAO

FUEGO Y HIELO

No voy a escribirte como ayer.

No voy a engañarme.

No quiero engañarte.

Somos uno,

un solo ser de fuego y pasión,

que arde en el tórrido verano,

florece en la templada primavera,

se dora en el aire otoñal,

y se congela en el gélido invierno.

Hoy no voy a escribirte como ayer.

No voy a engañarme.

No quiero engañarte.

Piel bronceada bajo el sol ardiente,

Besos salados, luna plateada.

Trópico de calor, pasión desenfrenada,

promesas eternas bajo el cielo estrellado.

Navegamos en mares de seda,

entre corales y peces de colores.

Vivimos un sueño despierto, sin fin ni veda,

en un paraíso de amor y fulgores.

Sol, piel, brisa marina, susurros de amor, sabor a sandía fresca.

Hoy no voy a escribirte como ayer.

No voy a engañarme.

No quiero engañarte.

Bosque frondoso, luz tenue, canto de aves, flores fragantes.

Jardín encantado, magia soñada.

Bailamos bajo la lluvia fina,

nos empapamos de alegría.

La vida renace, fresca y divina,

en una sinfonía de colores y melodía.

Flores silvestres, caricias húmedas, tierra mojada, miel en los labios, canto de pájaros.

Hoy no voy a escribirte como ayer.

No quiero engañarme.

No voy a engañarte.

Hojas doradas, viento susurrante,

atardeceres anaranjados.

Melancolía dulce, algo inquietante,

en un baile de sombras y follaje mojado.

Caminamos en un cuadro impresionista,

entre pinceladas de nostalgia y calor.

La belleza es fugaz, la vida es lista.

Hojas doradas y secas, viento en el rostro, castañas asadas, crujido al andar.

Hoy no voy a escribirte como ayer.

No voy a engañarme.

No quiero engañarte.

Manto blanco, nieve inmaculada,

chimenea crepitante, leña aromática.

Palabras heladas, promesas congeladas,

en un silencio roto por la fría lluvia.

Estamos en una cabaña perdida,

rodeados de soledad y frío.

El amor se enfría, la llama se extingue,

en un adiós final, blanco y sombrío.

Manto blanco, chimenea, leña quemada, chocolate caliente, ecos del silencio.

Hoy no te escribiré como ayer.

No voy a engañarme.

No quiero engañarte.

Intento calentar tu invierno con mi fuego,

pero tu alma helada ya no se derrite.

Las palabras se convierten en hielo,

y nuestro amor en un sueño roto.

Parto en silencio, como la nieve que cae,

dejando atrás un corazón congelado.

Y en la soledad de mi invierno, solo me queda el recuerdo del verano pasado.

Miradas, caricias, aromas, sabores y melodías que ya no son nada.

Hoy no te escribiré como ayer.

Hoy escribo desde el presente.

Maite Bilbao Pérez

24 de julio de 2024

Ilustrado por María Vives

Música, cuatro estaciones de Vivaldi

Y la voz de la Narradora ya la conocéis.

NILA BOHORQUEZ

Finalizaba el otoño cuando decidimos programar un paseo con destino al pueblo «San José de Maipo», Chile, a una distancia de 45 kilómetros aproximadamente desde la ciudad capitalina, Santiago…

y conocer el famoso cañón andino»El Cajón del Maipo», a una altura de 3000 metros sobre el nivel del mar y con temperatura de ‘menos un grado centígrado’.

Describir la hermosura de los paisajes montañosos es difícil, como también lo es, la emoción al recordar ese gran episodio a mi avanzada edad, vivido en un día de «Tours» en la cordillera.

Mi lento caminar dificultaba al grupo familiar poder avanzar, comparado con el ritmo de los jóvenes…y decidí quedarme en la parte baja de la montaña, mientras ellos caminarían hacia la cascada «El velo de la novia», pues la distancia era exagerada para mí, además el frío y el miedo de escalar, dudaba en seguir acompañándoles, ¡pero no fue así!…

todos, unánimemente me animaron a continuar y me manifestaron su paciencia en el acompañamiento de la ruta. Entonces me armé de valor y pensé «si vine a disfrutar de la naturaleza, así lo haré»… respiré profundo y la caminata prosiguió hasta la caída de agua gigante, admirando su impetuosidad, desprendiéndose desde las alturas con tanta fuerza, vestida de blanco como fino y largo velo de albo tul, formando riachuelos que mojaban nuestras botas.

Fue mucha la osadía de nuestra parte, entrar a la cueva bañada por la chorrera helada que salpicaba nuestros abrigos impermeables, escuchando al estrepitoso viento haciendo danzar a la cortina de lluvia al compás de imaginables notas musicales que emitían tal movimiento danzarino, rociando nuestros rostros cual gotas del rocío de la mañana. Todo fue tan mágico y fabuloso que resulta indescriptible relatar tanto impacto ocasionado por el contacto con la madre naturaleza, admirando el salto dibujando en el espacio, figuras de gélidos hilos imitando a un cortinaje transparente…

Decir que todos quedamos «tiesos», es decir poco, en comparación a lo que realmente sentíamos en esos momentos que capturó la cámara del celular (móvil) y cuya fotografía comparto en este minirrrelato.

En algunos instantes nos atemorizamos al pensar que la catarata con el movimiento brusco del ventarrón podría envolvernos, quedándonos congelados en el sitio.

¡Así son las grandes odiseas cuando deseamos gozar de la espectacular belleza de la increíble y bendecida «Natura».

CARMEN ÚBEDA FERRER

No me puedes prohibir…

No me puedes prohibir

que me mate,

ni me puedes obligar,

a que te quiera.

Me mataré, si yo lo quiero,

con cuchillo con navaja

o con tijera,

y aunque mi muerte evites,

muerta estaré,

muerta y seca,

en tu cama entre tus sábanas

¡Yerta!

Seré un cuerpo inerte,

unos labios helados

que no besen,

unos brazos que no abracen.

¡Seré una losa abierta!

No puedes, aunque

lo quieras,

obligarme a te quiera.

Nunca tendrás lo que quieres.

¡Nunca!

Ni viva ni muerta,

por mucho que tú lo quieras.

LOLY MORENO BARNES

HELADA

Como todos los días, siendo niña me encantaba pasear por la finca de la familia. Observar los árboles, el huerto, las magníficas vistas…

Me deleitaban el trino de los pájaros, y más aún cuando llegaba la estación primorosa.

Entonces, todo era casi perfecto. Digo casi, porque todo cambiaba cuando se acercaban las tormentas que hacían estragos en los sembrados por el granizo.

Después pasaba, aparecía un arcoíris y luego el sol.

Con suerte las tormentas esquivaban la zona, pero en uno u otro lugar siempre se descargaba y nadie podía prever la magnitud del desastre o si nos libraríamos.

Recuerdo como me gustaba averiguar donde los pájaros anidaban y contar los días hasta la eclosión de los diminutos huevos de aves.

A veces eran jilgueros o palomas.

En los nidos de jilgueros acercaba mi manita y acariciaba los polluelos un momento, luego me alejaba para no espantar a los padres.

Un día, al acercarme al tronco de una parra, me espanté al ver salir volando una paloma, y entre sus enmarañados sarmientos descubrí su nido.

En días posteriores, me acercaba sigilosa y miraba su cola que asomaba del nido, pero al acercar mi mano para acariciarla surgía volando y solo podía tocar los huevos que incubaba.

Al día siguiente de una tormenta de las habituales, me encamine hacia el nido. Me acerqué muy despacio, podía ver la cola de la paloma y muy rápidamente la atrapé.

¡No salió volando, estaba inmóvil y helada!

Loly Moreno Barnes

AXY LINDA

Helado

Ángel se dirigía a la iglesia cuando prefiere ir a una heladería; se encuentra con una que nunca había visto. El cartel anunciaba un nuevo sabor: «Delicias para el alma». Intrigado, pidió tres bolas.

El delicioso helado, era negro y tan frío que le quemaba la lengua, provocó un escalofrío que recorrió su cuerpo; al terminarlo, las luces parpadearon y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró en una caverna oscura, rodeado de almas en pena. El vendedor, ahora una figura espectral, le susurra al oído: «Bienvenido a tu nuevo hogar, donde podrás disfrutar de tu vicio por los helados y tomarás mi lugar hasta que otro vicioso caiga».

Ángel… se quedó helado.

EVA AVIA TORIBIO

Descubrir la verdad te dejará Helado

¡Hola! De nuevo por aquí, ansioso por tener frente a frente a Xavi y al gilipollas del sargento. El cebo que voy a utilizar para tenerles donde quiero es el insulso de Ignacio. Este juego es a otro nivel, ¡y me encanta! No sé cómo terminará, pero primero voy a desayunar que la noche ha sido ¡fabulosa! Tengo que reconocer que la puntería no es lo mío. ¡Esa gente todavía no se ha dado cuenta a quien invitaron a ser uno de ellos o Sí!

He recibo una invitación a una fiesta en un local que abrieron hace unos meses y no sé quién me la ha enviado. Trabajar en una clínica veterinaria es como cuando vas a comprar, al médico o como con anterioridad al cura, pareces un paño de lágrimas, todo dios te cuenta sus batallitas. La invitación es para dos, voy a aprovecharla para salir con él. Ya te conté hace algún tiempo que nos soy un hombre precisamente atractivo, más bien soy insulso. Todavía no me puedo creer que alguien como Xavi me ame tanto, aunque tengo que reconocerte que desde que regresamos de Roma está actuando algo extraño. Espero que le guste la idea.

Esta ciudad esconde algunos secretos que pueden ser de ayuda para dar con el asesino. He descubierto recientemente en la Deep Web que existe un local que en sus entrañas esconde un juego que se ha puesto de moda entre la gente mas pudiente de la zona, conseguir una invitación no será fácil, pero no hay nada que un buen contacto no pueda lograr. Mientras tanto, no debo perder de vista a ese par.

El miedo no me permite continuar como mi vida. Tengo que dejar atrás esta sensación de agonía por lo que pueda llegar a pasar y dejar que pase lo que tenga que pasar. Cuando llegue ese momento, si llega y confío en que no ocurra, me enfrentaré a él. Creo que tengo una cita con el amor de mi vida. Voy a salir de compras, tenemos que lucir divinos.

La cuenta atrás de este juego acaba de empezar. El cebo está listo, también mis presas, porque el sargento a seguido las pistas que le he dejado en la Deep Web. ¿Eso es lo que querías, pues ahí la tienes?

Estoy nervioso, ya ha llegado el día.

Estoy preparado para enfrentar lo que tengo que venir.

—Estás muy guapo —Arreglándole la corbata.

—Tú también —sonriéndole. Me costó encontrar la ropa adecuada, pero luce divino.

—A ver, déjame ver la invitación —Cogiéndola de la mesita de noche.

“A su llegada muestren los gemelos enviados y digan la palabra clave, puntería”

—Estoy nervioso, ya sabes que no me gusta estar con mucha gente.

—Estás conmigo, los demás no importan. ¿Nos vamos? La idea ha sido tuya —Levantando los hombros como el Emoji del WhatsApp.

Las instrucciones de la invitación han sido muy explicitas. He recibido en la comisaria un sobre con un par de gemelos, tengo que ir con traje, un atuendo que solo utilizo en B, B y C(bodas, bautizos y comuniones). Ahora, no sé qué me pueda encontrar allí, pero la palabrita se las trae. Por si acaso, estaremos preparados. Un furgón está al otro lado escuchando todo lo que ocurra.

Ya hemos accedido a las instalaciones. Tengo que reconocer que son un poco peculiares. Xavi me ha dicho que le espere un momento cerca del escenario, que iba un momento a por unas copas.

—¡Bienvenidos una noche más! Esta noche tenemos a un invitado sorpresa. Señor Ignacio, no se haga de rogar. Alguien quiere darle una sorpresa y para ello necesita que acuda hasta este escenario —Señalando un arco con flores. Un fuerte aplauso.

Subo al escenario, sin saber que sorpresa me tiene guardada Xavi, porque esto es cosa suya seguro. En pocos instantes unos hombres me atan al arco y la mujer que nos ha acompañado aparece con una camarera con un arco y unas flechas.

Suenan vítores y aplausos.

Veo como Xavi se aproxima a la mesa, coge el arco y una de las flechas. Su rostro se ha transformado.

—¡Xavi, me estás asustando!

—Yo no soy Xavi. ¡Ja, ja, ja! Ese está en algún rinconcito rogando porque no te haga daño —Lanzando la flecha.

He tenido la oportunidad de practicar y quiero ver como sufre. No puedo explicarte lo que se siente, te recomiendo que lo pruebes.

—¡Para, Xavi, por favor! —le grito. Su rostro cambia de nuevo.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué estoy haciendo? —Soltando lo que tengo en las manos, las que miro y con las que me froto el rostro. Ahí frente a mí está Ignacio, pero no veo por ningún sitio a Xavi.

Se escucha como personas corren, es la policía.

—¡Sargento, no se mueva de donde está y levante las manos! —grita uno de los policías.

Su rostro vuelve a cambiar al mismo que hace un instante me ha lanzado la flecha. No se lo que ocurre, es Xavi, pero no lo es.

—Yo no soy el sargento. ¡Ja, ja, ja! Ese está en algún lugar deseando atraparme.

—¡Arresten al sargento o a quien quiera que sea! Suelten a ese pobre hombre.

Sabes, por fin he conseguido lo que quería, deshacerme de ese par de imbéciles que no me dejaban vivir. Cuantos años desperdiciados, viviendo vidas que no podía recordar y que apenas hace unos meses logre dar con ellos y el detonante fue el insulso de Ignacio.

—Gracias, Ignacio —le grito, mientras me esposan. ¡Por fin puedo ser quien quiero ser! ¿Vendrás a visitarme? ¡Ja, ja, ja!

Besos, La Incondicional.

¿Te gusta leer? ¿Quieres estar al tanto de las últimas novedades? Suscríbete y te escribiremos una vez al mes para enviarte en exclusiva: 

  • Un relato o capítulo independiente de uno de nuestros libros totalmente gratis (siempre textos que tenga valor por sí mismos, no un capítulo central de una novela).
  • Los 3 mejores relatos publicados para concurso en nuestro Grupo de Escritura Creativa, ya corregidos.
  • Recomendaciones de novedades literarias.

16 comentarios en «Helado – miniconcurso de relatos»

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Ir al contenido