Puntería – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «puntería». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 11 de julio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Pues bien el tema semanal tiene diferentes acepciones. Vamos a ver por dónde decide mi rauda pluma llevarme, pues ahora mismo se encuentra a la deriva literaria sin ningún tipo de puntería. Vaya, lo ha vuelto a hacer, ¡no me hace ni caso! Ella apunta y dispara y luego yo tengo que ir recogiendo las balas que no han dado en la diana, corrigiendo sus innumerables erratas cuando se disipa la pólvora y tengo que ir limpiando la tinta emborronada que va dejando a su paso.

De verdad que me da mucho trabajo, en vez de hacer las cosas bien, lo tomo como un ejercicio creativo y empiezo a escribir sin más, poco a poco las letras van tomando forma, se van enlazando, van formando palabras, inclusive frases y oraciones, hasta terminar en una especie de redacción o texto, más bien a modo de diario, ¡qué recuerdos, Redy y Blue! Mis diarios del año pasado y de este(los tengo un poco abandonados).

Bueno, vamos ya con un tema serio, ¿qué probabilidades tengo de encontrarme un libro en una playa? La respuesta es alguna pero pocas, pero si a la pregunta le añadiera: ¿Qué probabilidades tengo de encontrarme dos libros en la playa en sucesivos días de poesía, cuyos autores fallecieron en los años 1977 y 1983?

¡Madre mía, pensaréis que ya chocheo y con razón!

Pues es una auténtica puntería y si tuviese que poner un porcentaje, este sería bajo, muy bajo.

¡In memoriam, Rafael Duyos y Blas de Otero! Prometo leeros y deleitarme con vuestros poemas, y por ende seguir aprendiendo, este mundo es un pañuelo y creo con firmeza que nuestras almas están conectadas con el universo.

Fin.

MARÍA CRUZ ESTEVAN

Fue mi mano la causante de tu desgracia. Era un simple juego de chiquillos y, se convirtió en una escena terrorífica.

Tus gritos de dolor alcanzaron las aulas y estás dieron el aviso.

En el patio del colegio se presentaron los profesores…

Qué ha sucedido

Fue él, fue él, todas las voces del recreo me acusaban.

Fue él. fue él.

Teníamos aquel juego prohibido y la sabíamos. Pero que había sucedido. Fue mi poca habilidad al lanzar la alcayata para que se clavase en la tierra o fue el impulso desafortunado tuyo al acercarte a coger a la redondez del juego algo.

Lo cierto es que la alcayata se incrustó en tu ojo dejándote sin visión y ami sin consuelo…

RAQUEL LÓPEZ

Eran las 03:22 cuando recibí una llamada de comisaría avisándome que había ocurrido un nuevo asesinato y una persona estaba herida de bala. Salí a toda prisa y me personé allí.

El hombre había muerto en las mismas circunstancias que los demás.

La persona herida fue la dueña del hotel, Claudia e inmediatamente se la llevaron al hospital, después la pediría que declarase sobre los hechos.

De momento solicite a todos el personal del hotel que no lo abandonará bajo ningún concepto.

A media mañana, sobre las 11:00 se presentó Jason, primo de Claudia, la dueña.

-¿ Y mi prima? Vine lo antes posible de Sunderland mi lugar de residencia. ¿ Se encuentra bien?

– Por suerte el asesino tuvo mala puntería y solo la rozó el brazo. Viene usted de muy lejos, ¿ A que hora salió de allí?

– A las… creo que eran las nueve y media… sí… Disculpe que con todo lo sucedido quizás miré mal el reloj… Si, estoy seguro de que era esa hora.

– No se preocupe, ya se sabe, los nervios… Y ¿ Hace mucho que no se ven?

– Bueno yo trabajo en un laboratorio, soy investigador y no tengo mucho tiempo para viajar pero solíamos estar en contacto.

– ¿ A si? ¿ Y fue ella la que le llamó contándole lo ocurrido?

– No, me lo dijo una amiga que trabaja en este mismo hotel, ella me advirtió de lo sucedido.

-Y ¿ Ella es?

-Nora, una de las camareras de piso.

– Muy bien, muchas gracias por su ayuda.

– De nada, a su disposición.

Antes de marcharme para interrogar al personal, vi que uno de los cajones de recepción estaba abierto y en el las mismas cuerdas que usaba Claire. Subí a su habitación.

– Hola hombre duro.

-¿ Que hacían las cuerdas con las que…? Estaban en un cajón de recepción.

Claire buscó por su habitación y efectivamente no estaban.

– Está claro que alguien me las robó durante la sucesión de crímenes. Espero que no sea sospechosa.

– En este momento todos son sospechosos, así que, no se vaya muy lejos.

No sé pero siempre la presencia de Claire me ponía nervioso, ¿ Me estaría gustando? Nooo, imposible, yo soy un hombre solitario.

Pasaron unas horas después de realizar el interrogatorio y llegué hasta Nora, la camarera de piso.

– Señor inspector siento mucho miedo de lo sucedido- dijo llorando.

– No se preocupe, daré con el asesino, no lo dudes.

¿ Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

– Unos seis años, siempre digo que me quiero ir para poder buscar otro trabajo y al final, termino aquí.

– Perdone la indiscreción, ¿ Tiene usted algo con Jason, el primo de Claudia?

-Eso es una pregunta muy personal que prefiero no contestar..

– Me parece correcto señorita. Si necesita contarme algo más, estaré por aquí . Gracias por su colaboración, me ha sido de gran utilidad.

Cada vez está investigación cobraba más sentido. Las piezas del engranaje empezaban a rodar….

Raquel L.

ANTONICUS EFE

Quiero ser pero no puedo, me exijo demasiado; necesito descansar de mí mismo. Les apunto, a esas molestas nubecillas de algodón edulcoradas con melaza, con balas de sal, pero fallo el disparo y empiezan con sus burlas:

-!tooorpeee, tooorpeee, tooorpeee!-

Estoy a punto de adquirir un AK47 que dispara sulfitos antimicrobianos, cuando mi refugio sombrío me llama al orden.

-¡Haz el favor de dejar de jugar con las nubes de algodón edulcoradas y ven aquí ahora mismo! – me ordena imperativamente- hay una fuga y necesito que hagas de fontanero.

-¿Y por qué tengo que ser yo?, me gusta más la carpintería- le contesto silenciosamente de malas formas disimuladas.

-¡Sí, ja, ja! La última vez que cogiste un martillo para clavar puntas casi destrozas el mueble-bar, de cada tres intentos solo acertabas uno. Pensándolo bien es mejor que ni te acerques a la llave de carraca si no me va a llegar el agua a las estalactitas- me contesta en un alarde inimaginable de provocación platónica.

-¡Me cago en tus estalagmitas!, últimamente no dejas de darme caña por cualquier cosa- le contesto en un enojo espontáneo.

-Es lo que tiene ser un autor venido a menos, los fracasos te convierten en diana;¡supéralo!-me responde chulescamente con desidia.

Al final decido no bajar al refugio, hoy necesito sol y el refugio tiene ganas de marcha y el punto de mira mal regulado.

DAVID MERLÁN

—Paco. ¿Otro año más, hijo mío? Nunca te cansas de hacer el ridículo—le espetó el párroco de Santa Marta del Grillo Cojo.

—Padre. Este año lo conseguiré. Tenga fé como yo la tengo en mi mismo.

—Como quieras. Allá tú.

La escena era sencilla y se repetía año tras año.

En el pequeño pueblo de Santa Marta del Grillo Cojo, todos los años, por sus fiestas patronales se celebraban diversos actos lúdico-festivos-culturales-deportivos.

Sin duda, la atracción que año tras año atraía todas las miradas era la del tiro con arco en la plaza mayor por parte de Paco, que se había convertido en el admerreir anual de sus vecinos.

Paco no era particularmente bueno en el torneo, de hecho, su puntería era infame. A pesar de ello, participaba cada año con entusiasmo y ánimo increbantable.

Además, este año era especialmente seco y las fiestas patronales coincidian con una sequía terrible.

La laguna que surtía de agua al pueblo se había secado durante el otoño y las escasas lluvias invernales no habían podido paliar la falta de agua. Además, y como consecuencia de ello, los campos estaban áridos. Los habitantes estaban preocupados, especialmente el alcalde, don Anselmo, que temía por la cosecha y el bienestar de Santa Marta. Hasta le habían pedido opinión y consejo a Federico Arboleda, el científico local, pero nada, no había habido suerte.

Pues bien, el día del torneo, Paco se preparó con su arco y flechas. Como siempre, su participación generó más risas que expectativas. “¡Ahí va Paco, el Robin Hood de Santa Marta!”, bromeaban los vecinos. Paco, imperturbable, saludó a todos y se dirigió al campo de tiro.

—¡Paco. A ver si este año por lo menos le llegas, jajajaa!— gritó un vecino provocando las carcajadas de los allí presentes.

Paco ni se inmutó.

El objetivo del torneo era sencillo: disparar a un blanco fijado a 50 metros. Los mejores arqueros ya habían mostrado su destreza, y ahora era el turno de Paco. Respiró hondo, tensó la cuerda del arco, y en ese preciso instante, una mosca decidió posarse en su nariz. Paco estornudó, y soltó la flecha de manera descontrolada.

La flecha voló trazando un arco imposible, desviándose completamente del blanco. Los espectadores estallaron en más carcajadas, ya acostumbrados a los desatinos de Paco. Sin embargo, la flecha continuó y continuó su vuelo, pasando por encima del blanco y de la seca laguna, yéndose a clavar contra una de las patas de carcomida madera de la vieja torre de agua abandonada.

—Fin del torneo—gritó el alcalde. El ganador es Ramiro.

Paco nuevamente avergonzado y ante la atenta mirada de los lugareños, se dirigió hasta la vieja torre para recuperar su flecha.

Una vez allí, tiró con fuerza de ella. Se había clavado profundamente en la podrida madera y con la fuerza que le imprimió, la torre comenzó a ceder.

—¡Sal de ahí, insensato! —grito el párroco.

La advertencia llegó a los oídos de Paco justo para que le diese tiempo a separarse por milímetros evitando ser atrapado por la torre.

La «puntería» de Paco quiso que justo donde cayó la torre montando un gran estropicio, su parte metálica más robusta se clavara en la tierra como una barrena, provocando ipsofacto que comenzará a brotar agua.

Primero un goteo, luego un flujo más constante, y finalmente, a chorros que fue llenando poco a poco la laguna cercana.

Paco, había dado con un manantial desconocido y en apenas dos días, la laguna volvía a estar llena.

Los aldeanos, al principio atónitos, comenzaron a vitorearlo y aplaudirle. “¡Paco, el salvador!”, gritaban. El alcalde don Anselmo, con lágrimas en los ojos, no dejaba de darle abrazos esos dias cada vez que tenia ocasión, y le repetía insistentemente “Nunca dudé de ti, hijo”, decía, aunque todos sabían que había sido pura suerte.

El agua había vuelto y los campos se salvarían. Paco, el arquero más desafortunado, se convirtió en el héroe local. Desde entonces, en Santa Marta del Grillo Cojo, cada vez que alguien necesitaba un golpe de suerte, simplemente se decía: “Que la puntería de Paco te acompañe”.

Aunque a decir verdad, nadie se acordaba de la verdadera heroína de toda aquella historia. La mosca que tan oportunamente había decidido posarse ese día, en la nariz de Paco.

ARMANDO BARCELONA

LA MALDICIÓN DEL FARO – I

Pocas cosas llaman tanto mi atención como un cementerio con vistas al mar. Un mirador que se pierde en el horizonte, sugestivo, indiscreto, y hermético al mismo tiempo, que se puede disfrutar por toda la eternidad. Cuando el de Luarca se cruzó en mi camino, mientras iba buscando el promontorio del faro, supe que este era el sitio perfecto para que algún día archivasen allí mis huesos, porque cuando uno quiere volver desde el más allá —que esas cosas pasan—, la linterna de un fanal marinero, visible desde veinte millas náuticas, es una buena referencia para encontrar el camino a casa.

Estaba en un momento existencial complicado: la ruptura con Amelia, tras cuatro años de lo que yo creía excelente relación; el hallazgo diario de más canas, de las emocionalmente saludables, en mi cabeza y el acoso de la editorial para que le entregase un primer borrador de mi nueva novela, por la que ya había recibido un estimable anticipo, me tenían sumido en un estado casi de catatonia, encefalograma plano, sin ideas, página en blanco total.

Madrid tampoco ayudaba mucho, con tanto ruido, distracciones y, sobre todo, el cúmulo de recuerdos que seguían manteniendo en carne viva la herida provocada por la ausencia de Amelia. Pensé que era el momento de cambiar de aires; buscar nuevos horizontes; hacer borrón y cuenta nueva.

Así llegué hasta aquí, huyendo de mí mismo, una mañana de otoño, a caballo de mi viejo escarabajo del 64, que casi con autonomía propia trepaba la carretera del faro, mientras yo me dejaba atrapar por la belleza triste de un Cantábrico, que aquel día amaneció glauco y melancólico.

Nunca he sido muy hábil para eso de acertar en la diana de mi vida y mucho menos en el plano sentimental, pero esta vez fue amor a primera vista. La encontré asomada a la playa del Enguilo. Su porte indiano seguía indemne a pesar de los muchos años de abandono. Enfrentada al mar, aislada del mundo y hasta un poco huraña. ¿Quién dice que un montón de ladrillos no puede albergar sentimientos? Tenía un encanto especial que removió algo dentro de mí.

Por otra parte, aquellas soledades eran el refugio idóneo para un soñador de historias, el precio de la casona razonable y como coincidía con Paciano en que: «Fáltale algo de pintura, pero ye prestosa», la compré. La verdad es que necesitaba mucho más que unas manos de pintura; a ese respecto era muy optimista la visión del paisano que me habían recomendado para hacer las reformas, pero quería instalarme lo antes posible y retomar mi oficio de escritor.

Adecentamos una de las habitaciones de arriba, que recibía mucha luz natural gracias a un amplio balcón abierto al mar, perfecta para instalar en ella mi taller creativo y un catre provisional para dormir. Paciano me recomendó una casa de comidas cerca del Puente del Beso y así quedó completada mi precaria logística por el momento.

La niebla de mi cabeza comenzaba a disiparse, dando paso a pequeños claros de inspiración, a los que me aferraba con entusiasmo de primerizo. En los ratos de descanso, si el tiempo lo permitía, daba paseos hasta el faro y, a veces, me dejaba atrapar por el sereno equilibrio que transmitían las ordenadas tumbas del vecino cementerio.

¿Continuará?

BENEDICTO PALACIOS

Menuda la que se armó. Aquel pueblo pacífico, en el que nada sucedía sino a causa de los caprichos del tiempo, se convirtió de la noche a la mañana en un hervidero de palabras ociosas y en un reguero de duros a cinco pesetas. Se desconocía la cantidad exacta por haber sellado el boleto en un pueblo limítrofe, pero los hechos cantaban: Andresín, el estudiante de medicina, apareció en las vísperas de la fiesta mayor con traje de marca y se podía dudar de la generosidad de su padre, del que se decía que no le crecían las uñas por pasarse la vida con los puños cerrados.

Se sabía que eran diez al menos los agraciados, pero no había constancia, porque el dinero vuelve a la gente desconfiada y los nuevos millonarios enmudecieron. Solo Jacinto opinaba de manera diferente: el dinero tendría que afluir y ya se vería.

Por sí o por no, mi tío Emiliano, que no entendía de finanzas pero olía donde abundaba la pasta reciente, dispuso para el domingo un tenderete en la plaza, endulzó ocho kilos almendras, compró media resma de papel de estraza, realizó los cortes en cuadrados de 30 por 20 y encargó a dos de sus hijos que hicieran cien cucuruchos.

A las doce en punto, después de misa, no se cabía en la plaza.

—Afinen puntería, señores —animaba mi tío— ¡A duro la tirada y dos cuarterones de almendras para el ganador! Solo van quince en esta tirada. Que comience el de la carta más alta.

Tío Emiliano había colgado a la derecha del hastial del ayuntamiento una diana y engrasado dos carabinas con dos docenas de flechas.

Ganó el señor Ramón la primera tanda y hubo ayes, casis, por pocos y muchos huys… por el acierto de los concursantes.

Cuando tío Emiliano estaba organizando la siguiente partida, se presentó el señor Ambrosio, del que se decía que desgastaba los reales de tanto contarlos.

—Emiliano, quiero una sola partida para mí. Ahí van mis 50 pesetas —dijo a punto de empezar la nueva tirada

—Ah, no, no, Ambrosio. Aquí se espera la vez —dijo malhumorado el señor Ramón.

—He pedido jugar y por los míos que juego.

—Pues tendrás que esperar —intervino Alejo— tu dinero no vale más que este billete. —Y entregó a mi tío uno de 100 pesetas.

Llovieron varios envites y se sucedieron luego los desafíos. Los presentes y curiosos animaban. Entonces tío Pedro, que acababa de incorporarse puso sobre la mesa de las almendras en plan provocador dos billetes de 100 pesetas. Se armó un enorme griterío y por atender las reclamaciones de Ramón y de Alejo, mi tío Emiliano descuidó las almendras, los muchachos que estaban presentes corrieron la voz y en un abrir de ojos veinte cucuruchos desaparecieron.

Por atender a los ladronzuelos, dejo mi tío de su mano las dos carabinas y Ramiro, que estaba furioso por la intromisión de aquella pareja que no le dejaba jugar, agarró una de las dos carabinas y le metió una flecha en el culo a Ambrosio e hizo idéntico con la otra en el de tío Pedro.

—Sí señor. Eso es puntería, vociferaron los espectadores.

El griterío que siguió rompió decibelios y al ruido y la algarabía acudió la guardia civil que requisó las dos carabinas y se llevó detenidos a Ramiro y a media docena de revoltosos. Acudió al instante el alcalde explicando al sargento lo insospechado de aquel proceder colectivo, porque el pueblo había sido de siempre pacífico.

—Pues usted dirá.

—El dinero que no para quieto en el hondo de los bolsillos. Se cuenta que la fortuna ha sonreído a un grupo de diez o quince personas que jugaban un boleto de la quiniela y los agraciados han necesitado cacarearlo.

—¿Acertaron el pleno?

—Sí, los 14.

—¡Joder, qué puntería!

—¡Lástima desperdiciarla en juegos de azar con la escasez que va haciendo la falta de niños aquí!

B. Palacios.

TALI ROSU

Puntería en la espinita

Tenía una espinita clavada en la boca del estómago. Era de esas que duelen al llorar, pero que duelen todavía más al ahogar las emociones. La nostalgia se me atragantaba con un aullido silencioso que se retorcía de angustia sobre las garras de tu ausencia.

Soñé despierta con un final que diera tregua a mis dudas y a las ganas que tenía de dejarlo todo para volver a tu lado. Lo que no esperaba era que alguien me escuchara. La muerte jugó a los dardos con mi destino y dirigió su guadaña directo a la espina que afloraba mi tristeza. Su puntería nunca falla cuando se fija un propósito. La partió en dos para que no hubiera un saliente que me permitiera retirara. Una llamada bastó para hacerme ver que se quedaría ahí para siempre.

Ahora tengo ganas de dejarlo todo para volver a sentirte, aunque sea solo escuchar tu voz tras un mensaje de cortesía.

FÉLIX MELÉNDEZ

PUNTERÍA

Por probar mi puntería

y apuntar en la

diana corazón,

con la punta de los

deseos y pasión.

Me clave los clavos

de tu amor,

Diana mía,

que no puedo

ya sacarlos.

Puntería:

Razón de sentimientos

lanzando al viento

la flecha de la vida,

clavada en la diana

carne y corazón,

poco a poco

sin calma ni atención,

más adentro cada día.

Cada vez que te veo.

Clavo a clavo

golpeando mis deseos,

voy sacando y clavo

de mis tormentos momentos,

mis penas y agonías.

Y por más que desclavo

los clavos ya clavados,

Saco y apunto en la diana

los dardos penas mías,

más y más penas

día a día.

Cuando te veo, me supero

apuntó y despunto sanando,

los puntos sangrantes

que nacen del corazón,

Diana mía.

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

CAZA MAYOR

Apenas había traspasado el reloj las cuatro de la tarde cuando el teléfono del cuartelillo rompió bruscamente la tranquilidad que suele acompañar a la santísima y sagrada franja de la siesta.

— ¡Maldita sea con la ciudadanía, estas no son horas de molestar a las fuerzas vivas del orden! —rugió el sargento, mientras se frotaba los ojos y varios hilillos de saliva le colgaban como lianas de las comisuras de la boca.

Era una vecina quien daba la voz de alarma. Visiblemente asustada y con la voz temblorosa, apenas acertaba a balbucear unas cuantas palabras inconexas. Sin embargo, una vez superada la ansiedad inicial, contó lo acaecido con el máximo detalle que una señora cotilla bien entrenada puede ofrecer. En eso era la mejor. La cuestión era que un peligroso gorila había escapado del zoológico de la ciudad, y tras pasearse a sus anchas, saltando de coche en coche, se había encaramado a un árbol, sembrando el pánico en el barrio mientras cientos de pares de ojos, curiosos y asustados, observaban la escena atrincherados tras sus ventanas.

— Señora, no se ponga nerviosa. ¿Está usted segura al cien por cien de que se trata de un gorila?

— ¿Qué si estoy segura? ¿Acaso me toma por tonta? El bicho es grande como un demonio. Peludo como el pecho de un albañil y más negro que las uñas de un mecánico. No para de saltar de rama en rama, es horrible. Vengan cuanto antes, esto es un sinvivir.

— No se preocupe, señora. Estamos ahí en un plisplás. Por favor, trate de conservar la calma.

Raudos y veloces, el sargento Cañaverales y su joven ayudante, el agente Castañeda, se pusieron en marcha con el plan de actuación. No solían suceder cosas tan extraordinarias en el transcurrir cotidiano de aquellas dos criaturas, beneméritas y verdes como una rana. En pocas palabras: no se habían visto en otra. Es por ello que tuvieron que echar mano de imaginación y de cuantos recursos tenían a su alcance.

— A ver, Castañeda, coja la red, el perro y la escopeta de dardos tranquilizantes. Vamos zumbando, que un gorila no es cosa que se vea todos los días.

No habían terminado de organizarse cuando, minutos más tarde, el coche patrulla ya se hallaba estacionado en el lugar de los hechos, deslumbrándolo todo con su sirena azul cobalto. Sultán, el perro adiestrado que acompañaba a la Guardia Civil en sus misiones más arriesgadas, no paraba de ladrar con entusiasmo. No eran muchas las ocasiones en las que sacaban a pasear al pitbull de presa, y aquella era una de las más peligrosas, algo que el animal parecía oler, lo que explicaba su excitación.

— Vamos a organizarnos, Castañeda. El procedimiento es el siguiente: yo me subo al árbol, trepo hasta estar a la altura del gorila y comienzo a zarandear las ramas tratando de conseguir que el homínido pierda el equilibrio. En el preciso momento en que el gorila caiga y alcance el suelo, sin perder tiempo, tienes que soltar al perro, que irá directo a las partes nobles del gorila. Una vez Sultán le meta el bocado en la huevera al gorila, este quedará paralizado por la sorpresa y la consiguiente molestia, momento que debes aprovechar para lanzarle la red y de esta manera conseguiremos atraparlo.

Castañeda se rascó un momento la cabeza, como si no hubiese comprendido alguno de los pasos del detallado procedimiento. Finalmente, se dirigió a su superior:

— Mi sargento, ¿y la escopeta de dardos entonces para qué es?

A lo que su superior respondió:

— Hombre, Castañeda, alma de cántaro… piense usted que, en el proceso del zarandeo del árbol, a lo mejor soy yo quien me caigo. Si esto sucediera, Dios no lo quiera… ¡Pégale un tiro al perro, por tu madre! ¡Pégaselo! ¡Antes de que me meta a mí el bocado en los huevos!

IRENE ADLER

EL MOSQUETE DE TRAFALGAR

Dicen que el señor Beatty, cirujano del HMS Victory, haciendo gala de un sentido común extraordinario, sugirió a los dos Scott, (el reverendo de a bordo y el secretario particular del almirante Nelson), que su señoría tuviera la prudencia de cubrirse la casaca con un pañuelo. Sobre el pecho izquierdo del marino relucían como espejos las bruñidas condecoraciones de órdenes diversas, y aquel brillo delataba su posición incluso a través de la humareda insoportable; del balanceo del barco en las arfadas; del barullo inmenso de gritos, mosqueteria y cañonazos constantes.

Horatio Nelson brillaba como un pato de tiro al blanco en una barraca de feria. Y puesto que el orgullo y las Ordenanzas Navales prohibían al capitán de un navío de guerra ocultarse, arrodillarse o cualquier otra cosa que no fuera estar erguido con las piernas separadas y el jesús en la boca, pues el inglés era, en la toldilla del Victory o sobre el combés al dudoso abrigo del palo mayor, un blanco estático, deslumbrante y fácil.

“Van a darle boleto al muy idiota por no querer cambiarse la chaqueta”, debió pensar el señor Beatty, que ya tenía bastante con lo suyo.

Se batían con fiereza el Victory de Nelson con el Redoutable, el barco francés del pequeño Lucas, y venían dándose candela el uno al otro desde hacía rato: el inglés empeñado en meterle el bauprés hasta la cocina y el otro aguantando estopa como un jabato, con más agujeros en las cuadernas que la ventana de un bosnio, casi sin tela que cortar en la arboladura, envueltos los dos en un humo espeso y azul reventado por el medio de fogonazos naranjas y rojos como si la batalla del cabo Trafalgar fuera un cuadro de Jackson Pollock en movimiento.

Y encaramado a la cofa del palo de mesana del Redoutable, un infante de marina o un simple marinero—la Historia no lo recuerda— agarrado a su mosquete, viendo las astillas de los masteleros salir disparadas hacia abajo como puntas de flecha, sacudido en su inestable atalaya parecida a una montaña rusa, ciego por el humo y por la sangre de una herida en la frente, disparando a la buena de Dios y a todo lo que se mueve pero sin apuntar a nada, porque no se ve un carajo. El monóxido de carbono y el miedo lo tienen hipnotizado y a esas horas actúa como un autómata: carga, dispara, inspira humo y expira lágrimas, vuelve a cargar, y así hasta que el Diablo se los lleve a todos.

De repente, en alguna parte, un Dios malévolo o quizá Eolo borracho y divertido, trae una brisa suave que esparce el humo y aclara el cielo, y el chaval se frota los ojos y encuentra una dadivosa porción de aire limpio que llevarse a la boca y los pulmones. Atrae su mirada un brillo de metales primoroso, casi tierno, como el bendito neón de un club de carretera en una noche turbia de sueño, soledad, fatiga y hambre. Apunta con cuidado el caño del mosquete hacia ese brillo promisorio— la primera vez en toda la jornada que el chaval le apunta a algo— sólo por el hecho de distinguirlo, inmóvil, en mitad de aquel sin Dios en el que andan metidos. Y dispara. Y el brillo se desploma sobre la cubierta del Víctory con romana delicadeza, fundiéndose o desapareciendo entre el humo sucio de los cañonazos como un espejismo alucinado.

La bala de plomo le entró al Vicealmirante Nelson por debajo de la charretera del hombro izquierdo y no se detuvo hasta alcanzar la espina dorsal.

Desde su posición en la cofa del mesana, el chaval debió de pensar, cuando alguien le dijo que su disparo había dejado listo de papeles al mismísimo Horatio Nelson:

“¡Pues que se vaya al carajo!”

Que es como en la jerga del oficio se conoce a esas cestas en lo alto de los mástiles que sirven para hacer labores de vigía o para disparar sobre las cubiertas de los barcos ingleses al más puro estilo de los francotiradores.

Con… o sin puntería.

JOSÉ LUIS USÓN

EL SALVAJE VI

Joaquín se internó en el tubo, una de las zonas con más vida social de la ciudad. Sus estrechas callejas desprovistas totalmente de insolación, incluso en los días de verano como aquel, se entrecruzaban unas con otras, formando un laberíntico barrio. Una pestilencia amoniacada, producida por los orines de los que al amparo de la noche aliviaban la vejiga al salir de las tabernas, se mezclaba, a esa hora, con el aroma de los primeros cafés y del aceite caliente de las churreras. Viejos edificios de astrosas fachadas y balcones herrumbrosos, que parecían a punto de desplomarse sobre los peatones, albergaban en sus bajos, tiendas, tabernas, pensiones y cabarets, anunciados por banderolas y rótulos de todo tipo, que, caóticamente, se superponían unos con otros e inundaban la parte alta de la calle, a la altura de los primeros pisos. En una de las entradas desde la plaza de España, una cigarrera se afanaba en colocar su producto sobre una mesita y se preparaba para iniciar su jornada de venta. Serafina era conocida por todos, pues llevaba años vendiendo tabaco en esa esquina. Junto a ella, un joven limpiabotas, se afanaba dando lustre a los zapatos de un hombre elegantemente vestido, que erguido, apoyaba su pie izquierdo sobre un cajón de madera. El chiquillo sentado sobre un pequeño taburete, pasaba a gran velocidad un largo trapo sobre los mismos. A su lado, en el suelo, descansaba una pequeña lata de hojalata con un cepillo con las cerdas desgastadas y unos tubos de betún.

El tránsito de gente a esa hora tan temprana era extraordinario. Afanosos trabajadores vestidos con monos azul cobalto, empujando pequeños carros de dos ruedas cargados de cajas, se afanaban en surtir de género a las tiendas y tabernas. Algunos silbaban reconocibles melodías, otros, los más impacientes, caminaban con ligereza y lanzaban gritos exhortando a los transeúntes a abrirles paso. Las empleadas de hogar, pertrechadas de canastos de enea o de lona con grandes asas anilladas, se dirigían al mercado central, próximo a aquella zona, a comprar los productos con los que prepararían la comida de las casas en las que servían. Joaquín nunca había visto una actividad así.

La lucidez no acababa de llegar a su mente, así que decidió entrar en uno de los bares a tomar un café, a ver si con la cafeína recorriendo su torrente sanguíneo conseguía ordenar sus pensamientos. Tiempo tendría luego de comenzar la búsqueda que le había traído a la ciudad.

El sitio era elegante, nada que ver con el bar del casino agrícola de Valdeoro, ni con El Español. Lo atendió un camarero con un impecable delantal blanco, abotonado de arriba abajo en uno de los lados. Sus modales eran exquisitos, no se inmutó —o al menos, no lo demostró— cuando vio aparecer a Joaquín con sus pobres ropas de campesino. Un café corto, espeso, servido en una pequeña taza de fina porcelana, reconfortó su ánimo. Con su mirada perdida en las cristaleras que daban a la calle, daba rítmicas vueltas a la cucharilla. Los viandantes aparecían y desaparecían tras los cristales, resbalando sobre su mirada como nubes arrastradas por el viento. Su mente divagaba entre lo ocurrido durante la noche y la búsqueda que debía de emprender. Había venido a Zaragoza por algo, por alguien. La verdad es que no sabía muy bien por dónde empezar, no había trazado un plan, pero tenía claro cuál era ese deseo que le impulsó a salir de Valdeoro. Cierta congoja se le anidó en el pecho, al pensar, si no habría sustentado todo en una vaga impresión, en la equívoca interpretación de unos gestos, de una mirada, de un leve y sutil contacto de sus manos, al pasar una página o al coger un libro, durante esas tardes en las que compartían lecturas clandestinas en casa de Don Damián, durante el pasado verano. No se quiso atormentar y enseguida apartó esos pensamientos de su mente.

De momento tenía que localizar el café Levante, el lugar donde, por lo visto, sucedía todo lo que tuviese que ver con las artes y la literatura en la ciudad, donde los escritores más relevantes se daban cita y las tertulias se sucedían. Allí esperaba encontrar a esa persona, ese ser de luz, que había conseguido que se saltase todas las barreras, todos los muros que le rodeaban encerrándolo, semejando un oprimente penal. Era una apuesta difícil, pero era la única pista que tenía, el único hilo del cual tirar.

Cuando hubo ordenado sus pensamientos, salió a la calle. Preguntó al portero de una finca. Según las indicaciones que le dio, el Levante se encontraba lejos, en otra zona de la ciudad, junto a la puerta del Carmen. Con el ánimo en un punto cenital, reavivado por la ilusión, empezó a caminar.

Altos, majestuosos, los soportales del Paseo de la Independencia formaban una larga galería solo interrumpida de cuando en cuando, por las estrechas calles perpendiculares que desembocaban en el mismo. Cobijaban a los peatones bajo su bóveda, soportada por anchas columnas, del insolente sol de los veranos, la escasa lluvia de los otoños, o la fría y espesa niebla en los días más fríos del invierno, esa que esponjaba el ambiente, haciendo que todo pareciese invertido, como si las nubes hubiesen caído a tierra, rendidas, mientras un sol altivo, las observaba desde lo alto, oculto tras ellas. Se había convertido así, en el gran salón de la ciudad. Los lujosos escaparates, que exhibían fabulosas prendas fabricadas con delicados tejidos, empezaban a iluminarse. Subían sus persianas produciendo estridentes chirridos, como quejidos de hiena. Por los viales que discurrían entre los soportales y el bulevar central, empezaba a circular una gran cantidad de automóviles, que competían por el espacio con autobuses y tranvías. Al pasar por Santa Engracia, un sonar de campanas anunció la primera misa. Algunas mujeres accedían ceremoniosas al templo, silentes. En un solar de la calle Bilbao, un grupo de mujeres y niños armaban un gran revuelo. Una madre con el rostro desencajado, sentada sobre un montón formado por escombros, sostenía en sus brazos a un niño que, con desmayo, se quejaba amargamente. Tenía una gran brecha en la frente de la que manaba sangre profusamente. El resto de las madres recriminaban a sus hijos, los cuales habían encontrado entretenimiento, lanzándose piedras unos a otros con sus tirachinas, probando su puntería. Por lo visto alguno de ellos era bastante certero. A Joaquín le sorprendió que, en la ciudad, los juegos de los chiquillos fuesen semejantes a los que él había tenido que sufrir en Valdeoro.

Tan ensimismado iba, que tuvo que preguntar un par de veces para llegar a su destino, pues había perdido la orientación. Al doblar una esquina se topó de frente con una gran puerta que semejaba un arco triunfal romano, deteriorados sillares, conformaban tres arcos planos rematados con bolas, el central era de unas considerables dimensiones, siendo los dos laterales algo más pequeños. Las huellas dejadas por las bombas, durante el sitio al que fue sometida la ciudad a principios del siglo XIX por las tropas francesas, perduraban como tozudos testigos de aquella contienda, que tanto dolor y tanta muerte causó entre un pueblo que demostró un gran tesón y un enorme arrojo , resistiendo hasta el límite los envites Napoleónicos. Se ganó así la ciudad, el lema de muy noble y muy heroica.

Al otro lado de la calle, el velador del café Levante ocupaba casi todo el ancho de la acera, dejando apenas un estrecho paso en ella. En sus toldos se anunciaba su famosa horchata, pero también torrijas, helados de gran cantidad de sabores y cafés variados. La fachada, realizada en noble madera de nogal, remataba su decoración con unas trabajadas vidrieras que no hubiesen desentonado en ninguna catedral. Decidió pasar al interior. Mesas de mármol con lujosas patas de forja, se distribuían ordenadamente por el local. Adosado a una de las paredes —que se veían revestidas en madera— un banco corrido tapizado en terciopelo burdeos daba acomodo a los clientes. Estaba bastante lleno a esa hora, prácticamente todas las mesas estaban ocupadas por hombres de negocios, que departían sosegadamente alrededor de un café. Escaseaban las mujeres, aunque alguna había. No halló entre los rostros, ninguno conocido, tampoco el que buscaba con más ansia, pero de todos era sabido que los artistas e intelectuales no destacaban por su afición a madrugar…..

JOSUÉ CATASÚS

El francotirador y su conciencia

(dialogo cervantino)

—Pero, conciencia, yo solamente dije lo que pensaba: que era una pregunta estúpida, en el sentido de boba, simple o necia. Porque, vamos, ¿acaso no es sabido que el ser humano, desde siempre ha deseado dos cosas imposibles: volar como los pájaros y ser inmortal como los dioses? Lo demás es un legado reciente de los cómics contemporáneos. O sea, querer ser un superhéroe.

—Hasta el punto de que, si ignoras quién es Natasha Romanoff o Anthony Stark, no eres nadie ¿verdad?

—Por eso mismo, conciencia. ¿Era necesario inquirir por lo sabido? Pero se me vinieron encima como una jauría acezante. —dijo Joaquín, exasperado.

—Quizá te lo merecías, Joaquín. —respondió su conciencia, en tono de sutil reprimenda.

—Tal vez. Pero eso no quita lo penoso que ha sido leer comentarios de completos extraños, que no tienen ni idea de cómo soy. Imagínate que alguien me llamó “engendro”, y otro “parametrado”. Estoy dudando cuál adjetivo me gusta más.

—Piensa que ese sujeto fuera del ciberespacio puede ser hasta buena persona, quién sabe. —se vio precisada a matizar la conciencia.

—Es que el cargamontón les fascina, ya te digo. En la misma medida que les repele y asusta una opinión libre. Arropados por la masa, detrás de un teclado furioso, atacan sin frenos y ni siquiera hacen buen uso del sarcasmo, conciencia. Además, de remate, hubo cierta unanimidad en calificarme de amargado infeliz. Es el colmo, conciencia.

—“¡La felicidad, ja, ja!”, como diría el entrañable Bryce Echenique: quien diga o aspire a ser feliz las veinticuatro horas del día, todos los días, merece ser tratado de necio, cuando es bien sabido también que la felicidad es escasa en la existencia, ilusoria, elusiva, que aparece sólo en contados momentos, y termina produciendo añoranza. Pero ¿recuerdas, Joaquín, que tú solías también hacer preguntas?

— Claro, conciencia. En aquellos días, con la loca de Maribel invadíamos foros y grupos haciendo las preguntas más cándidas. Era increíble la cantidad de respuestas que cosechábamos de un simple cuál es tu color preferido, qué película te marcó para siempre, creen en el amor a primera vista, y —claro, ¿cómo no, si es un clásico? — qué superpoderes quisieran tener. Recuerdo cómo se desternillaba de risa la loca de Maribel con lo que cosechábamos. Algunas respuestas eran intrincadas propuestas filosóficas, en serio. La gente meditaba la cuestión.

— “Las Inmensas Preguntas Celestes”, diría el poeta Cisneros…eran malvados ustedes dos.

— Éramos jóvenes, conciencia, sentíamos que flotábamos por encima del bien y del mal. —suspira, sonriendo al evocar.

—Entonces la pregunta de anoche evocó tu “edad de piedra”, ¿no?

— De algún modo sí, conciencia. Y otro poco por incordiar; sabes que soy bueno haciendo enfadar a la gente.

—¿No estarás un poco loco?

— De eso todos tenemos un poco, ¿verdad, conciencia? Pero que me guste andar por la cornisa no me hace suicida. Me encanta provocar, es eso solamente. Generar polémicas, iniciar debates, confrontar verdades, aunque suela salir escaldado de insultos. Es rico llevar la pelota pegada a la misma raya, apilando rivales, y de improviso disparar: una frase incómoda, una repregunta irritante, un comentario transgresor. La avenencia, el elogio desmesurado, la similitud de ideas me parecen altamente sospechoso de pobreza intelectual.

— Pero te han expulsado de otros grupos antes, Joaquín, no lo olvides.

—Sí. La loca de Maribel y yo estábamos escaldados de portazos. Es que siempre acaba apareciendo alguien realmente inteligente, o peor, intolerante de raza, que acababa descubriendo nuestra impostura. En esos casos, Maribel me consolaba: “De mejores lugares nos han corrido, nene”

—¿Y no temes que vuelva a pasar?

— Todo es posible, conciencia. Justo cuando me estaba habituando a este grupo de raros como yo. Algunos hasta escriben decorosamente, y nuestro administrador en curso se esfuerza de veras, aunque esté convencido de que el pegar y copiar textos ajenos sea un prodigio de creación. Como sea, conciencia, es improbable que suceda: casi nadie lee en este grupo de lectores.

—Deja ya de estar pensando eso, Joaquín. No peques de soberbio, tú mismo dices que leer no es la gran cosa. ¿no es cierto? Además, la gente se reiría si supiera que tampoco es que tú hayas leído mucho.

—Cállate ya, conciencia. Eso me pasa por darte alas. Mejor me voy a mirar el mundo desde mi bicicleta.

—Sabes bien que donde vayas iré contigo, Joaquín. Y procura, por favor, calibrar tu puntería.

—Sí, sí, no lo andes repitiendo.

Suena un portazo. Salen los dos, juntos, ineluctablemente.

ABBY MARSIE ROGOM

CACERÍA.

EL DÍA ROJO.

La niña caminaba junto al hombre. Volaba por el sendero con toda la inocencia que engalanaban sus seis años recién estrenados; su vestido blanco revoloteando como alas de mariposa.

Con la curiosad posada en sus ojos melosos, llenos de luz; alzaba ésta el vuelo a cada paso, mirando todo, lo que estaba lejos y lo que podía tocar con su mano.

Su padre la apuraba, instándola a mantenerse en silencio.

Ella, detrás del hombre caminaba, tropezando y enganchando su vestido en la maleza.

_No vayas_ le decía el bosque.

Se escondieron tras un seto; la niña vió un ciervo hermoso, pacíficamente comiendo hierba.

_ Mira papá!!

El hombre puso su mano en la boca de la niña; ésta volvió la cara de nuevo embelesada , mirando al majestuoso animal. Él, con unos ojos tan limpios como los de ella, la miraba a su vez.

El animal del padre se preparó para disparar.

Ella sonreía, parado el instante en el tiempo la conexión de niña y ciervo.

Un estampido sonó fuerte y a ella le retumbó el oido, por lo que miró al padre sin saber que ocurría con el ceño fruncido. Volvió a mirar la niña.

El hombre la obsevaba a ella con una especie de orgullo delirante, con una sonrisa tan terrible …

Se quedó muy quieta. El ciervo en el suelo moviéndose apenas. Había sangre. De repente se dió cuenta de que estaba llorando, porque las lágrimas no la dejaban ver.

Otra imagen se paró para ella y para siempre, el ciervito cubierto de sangre y muerte.

Corrió y se arrodilló ante él, acariciándolo compulsivamente.

Sus manitas temblorosas, llenas de sangre caliente;

Todavía estaba vivo, pero ya se velaban sus ojos;

El padre se acercó a ambos, sin comprender, en su ignorancia, que jamás se puede mancillar la inocencia de un niño. En ninguna de sus formas.

_ Pero es un ciervo bonito papá !!, es un ciervo… Ayúdalo papá… sollozaba abrazando su cuerpo inerte, agonizando la mariposa de su vestido, manchado también de asombro y muerte.

La niña lloró y lloró.

Y su padre, carente de la sabiduría de la niña, despojado de entendimiento, imbuido hasta entonces de un sentimiento de superioridad hacia los otros animales y aficionado a la caza, miró a la niña con preocupación, con un presentido vacío abismal que intuía que se había abierto entre los dos.

En su llanto, se limpió la niña su cara, tiñendo sus lágrimas y su cara y su boca.

El hombre retuvo sin querer esa imagen de su hija, con cierto sentimiento de terror erizado, inconsciente, que lo acompañaría siempre, como siempre acompañó a la pequeña la mirada del ciervo. Sus dos miradas. La primera y limpia, y la segunda, en su caída a la muerte.

Con el alma desgarrada y sin poder parar de llorar, luchando por respirar más despacio y más hondo para llevar aire a sus pulmones, se puso en pie, con su cara mojada en lágrimas y su vestido en sangre, y comprendió ese día dos cosas:

Una, ese concepto de la muerte que ella no sabía manejar, que no aceptaba en estas condiciones.

La otra, el quebrantamiento de la endiosada imagen de su padre que se desmoronaba y de alguna forma, también muerta para ella en aquella tarde sucia, triste y roja camino a casa.

LUISA MARGARITA

«ELLA Y EL»

Desde su ventana lo podía ver, era laborioso, seductor, perseverante. Él, no la veía a ella aunque se paseaba desnuda por su apartamento..Eran dos extraños , cada uno atrapado en su mundo y en sus curiosas manías de solitarios. Ella ansiaba ser la sombra de él. Él , un hombre sin idea de lo que despertaba.

Su lectura era placentera mientras se remojada en la tina con espuma perfumada después de una larga sesión de ejercicios .

A veces se preguntaba para qué se esforzaba tanto si era invisible, si nadie reparaba en él. No sabía que era un problema de puntería y que ya estaba en la mirilla de alguien que había reparado, no en su físico, si no

en su lucha a muerte

por vivir!

ALMUT KREUSCH HOFFMAN

Todo el mundo tiene derecho a ser libre y a defenderse.

Guillermo Tell era un hombre sencillo y modesto, pero al mismo tiempo un gran defensor de la libertad que no dudaba en actuar contra la injusticia.

Era famoso incluso más allá de las fronteras de la comarca por su incomparable puntería con la ballesta, que siempre llevaba consigo, y por su gran habilidad como timonel.

Junto con su esposa Eduvigis y sus dos hijos, Gualterio y Guillermo, vivía en una remota región montañosa del cantón suizo de Uri, donde el matrimonio regentaba una pequeña granja.

Uri fue uno de los tres primeros cantones suizos; miembros de una alianza de varias comunidades alpinas para proteger sus intereses comunes.

Pero sus vecinos austriacos, los Habsburgo y gobernantes del Sacro Imperio Romano Germánico, no se conformaron con extender su dominio solo mediante matrimonios y alianzas favorables. Bajo el reinado de Alberto de Habsburgo,a finales del siglo XIII, se anexionaron sin miramientos estos territorios suizos simplemente porque sus tatarabuelos habían nacido allí.

Los gobernantes locales no disponían de medios para oponerse y no tuvieron más remedio que servir a los «extranjeros», lo que provocó no pocos conflictos entre la población.

Para reprimir cualquier intento de rebelión o conspiración y para cortar de raíz cualquier enfrentamiento, la casa imperial austriaca envió a sus más fieros alguaciles a los cantones reclamados.

Hermann Gessler, el mas sanguinario de todos, fue nombrado alguacil de Altdorff, el pueblo más grande del cantón de Uri. Y como el mismo era un siervo sometido al poder y la voluntad del emperador, no toleraba a las personas libres. Odiaba el ansia de libertad del pueblo suizo.

Evidentemente, el malestar entre la población no le había pasado desapercibido, e ideó una medida para dejar claro quién ostentaba el mando. Erigió un poste en la plaza del pueblo y colocó un sombrero en lo alto. Todos los que pasaban por allí tenían que inclinarse ante él en señal de sumisión y respeto al gobernador, cuyo incumplimiento sería castigado con la pena de muerte.

Guillermo Tell , acompañado por su hijo pequeño Gualterio se despistó y no hizo la reverencia obligada. Fue inmediatamente detenido.

Gessler fue maliciosamente generoso.

—Te perdonaré la vida si tu flecha hace blanco en la manzana que se colocará en la cabeza de tu hijo y a ochenta pies de distancia

—Señor, si fallo, es mi hijo que va morir, le ruego no obligarme a enfrentarme a esta prueba. Te ofrezco mi vida a cambio.

—¡No quiero tu vida! ¡Quiero ver tu disparo! ¡Demuestra tu infalibilidad!

—No tengo miedo, padre —, intervino el pequeño

Gualterio,—dispara.

Guillermo Tell se arrodilló frente a él:

—Tu padre es el mejor ballestero de la región, no voy a fallar. Te vendaré los ojos, para que te imagines los bosques y las hermosas montañas de nuestra tierra. Y antes de que te des cuenta, todo habrá terminado y volveremos a casa.

—¡Confío en ti, padre!—, contestó con valentía el niño y con la cabeza bien alta.

Pero Guillermo Tell vendó los ojos a su hijo para no ver en ellos la mirada que tan a menudo veía en los ojos de los ciervos antes de que les alcanzara la flecha mortal.

El niño no temblaba, ni siquiera cuando le pusieron una manzana verde en la cabeza.

Los espectadores aglomerados retuvieron el aliento. Un silencio sepulcral se extendió sobre la plaza, interrumpido solo unos instantes después por el siseo de la flecha. La manzana voló por los aires. Con un grito de alegría, el niño se arrancó la venda y corrió a los brazos de su padre.

Gessler se acercó con un gesto apenas disimulado de decepción cuando, de repente, vio una segunda flecha que asomaba entre los pliegues de la ropa del ballestero.

—¿Dime Tell, porque llevas una segunda flecha?

Guillermo titubeó:

— Es una costumbre entre los cazadores.

— Anda—, contestó Gessler en tono burlón, —mientes muy mal, dime la verdad, ¿porque llevas una segunda flecha?

Guillermo Tell le miró sin miedo a los ojos y replicó:

—Señor, si hubiera dado muerte a mi hijo, esta segunda flecha habría sido para vos, y le juro que no habría fallado su blanco. ”

Gessler montó en colera.

—Te di mi palabra, conservarás tu vida. Pero tus malas intenciones no quedarán sin castigo En las mazmorras de mi castillo vivirás y jamas volverás a ver ni el sol ni la luna.

Gritó:

—¡Llévenselo!

Mandó a sus sirvientes atarle y llevarle al barco, porque había que cruzar un lago para llegar al castillo.

Cuando estaban en medio del lago, una terrible tormenta sacudió la embarcación, a punto de hundirse.

Los atemorizados sirvientes desataron a Guillermo Tell, que hábilmente tomó el timón y los puso a salvo.

Pero justo antes de llegar a tierra, el prisionero saltó a un pequeño risco, empujó la barca de vuelta al lago con todas sus fuerzas y desapareció corriendo entre los árboles.

Esperó escondido cerca del sendero que condujo al castillo de Gessler. Su enemigo finalmente apareció y Guillermo Tell le mató con la segunda flecha.

FRAN KMIL

Conociendo a Enriquito como lo conocíamos, nos pareció mentira la noticia. Sin embargo, nos costó trabajo superar el miedo a que fuera realidad y tardamos en llegar hasta su casa para comprobar el hecho, bajo el pretexto de que no lo haría sin antes avisarnos, de que debía ser broma de alguien de mal gusto, porque nuestro amigo no era gente de burlas, además, si lo había predicho con otros, no era posible que consigo mismo fallara.

Caminábamos con la esperanza de que alguien nos detuviera y parara la broma, comentábamos ese extraño don de Enriquito de decir la palabra precisa en el momento adecuado y que a tanta gente molestaba.

Tomas nos recordó que fue en una boda que por primera vez manifestó la gracia, que muy serio, mirando a los novios, nos dijo:

—Tanta plata gastada por gusto. Total, dentro de tres meses se van a separar. Ella está embarazada y de otro.

Y aunque nos afirmó que no eran sus palabras las que de pronto les habían brotado esa noche, que no supo por qué le salió decir aquello en medio de tanta alegría que se respiraba, nosotros lo miramos con recelo y ese primer día aguantamos la risa porque sospechábamos del sentimiento de envidia que debió invadirlo al ver a Federico casarse con la mujer que a él siempre le había gustado. Pero la realidad le dio la razón.

Con polo, el abuelo de Angelina, fue muy drástico, muy directo al consejo:

—No te gastes el dinero en ir a la capital que de nada va a servir —dijo a la muchacha en el estanquillo a punto de comprar el billete para el viaje.

Y en el velorio de Polo, le pronosticó a Isabel:

—Se llamará Ismael.

—¿Quién?

— El niño que traes en tus entrañas.

—Pero si yo no estoy…—se fue Isabel sin terminar la frase haciendo un gesto con su brazo derecho que todos interpretamos como de deja de decir boberias y ponte para tus cosas.

La gente no le hizo gran caso porque hasta ese momento no había declarado nada extraordinario. Que la mujer de Federico…todos conociamos.de la pata que cojeaba y que estuviera embarazada de otro no sorprendió a nadie, que Polo se moría, hasta el mismísimo Polo estaba consciente y que Isabel le pusiera Ismael a su hijo, pues claro, era el nombre del padre y del abuelo. Aquí sí debemos aclarar que para ese entonces nadie sabía que Ismael se divorciaría de su esposa porque Isabel…

Algunos lo tomaron en broma y preguntaban cosas estúpidas:

—¿Cuál es el número ganador?

—¿Me amará Rosario?

—¿Volverá el padre de mis hijos?

—¿Llueve o no llueve?

Enriquito no se inmutaba, siempre contestaba con calma:

—Yo no soy adivino. Yo solo digo lo que me viene a mente cuando me viene a mente.

El hombre desarrolló tanto su talento que no erraba el tiro, donde ponía el ojo, ponía la bala, y cuando detenía a alguien para decirle algo, ese alguien temblaba por temor a malas noticias porque sabían de su certeza, de esa divina puntería de decretar las cosas y que sucedieran.

Y esa manía de no errar el tiro, de tener buena puntería, era la que mantenía viva la fe de los amigos, porque la noche anterior, en la celebración del cumpleaños de Pedro, no nos advirtió de su partida, ni pronosticó suceso alguno. Pero al despedirse, recuerdo que me dijo “ nos vemos en la otra vida”, frase a la cual no puse mucha atención hasta que llegó Felipe con la nueva.

A nadie dije de la despedida. estábamos acercándonos a su casa y albergaba la esperanza de que era un truco para reunirnos. Pero oí llantos y gritos de desolación de la mamá y la hermana…y me senté en una piedra del camino de entrada a llorar.

HAROLD LIMA

Reparaciones de punterias.

El lugar no era para nada desagradable y de seguro era más cómodo que los hospedajes para viajeros; eso lugares apenas son almacenes de forraje para ganado, sucios y que solo pueden ofrecer un pan duro y una jarra de vino raleado en agua de pozo como desayuno. En cambio aquí, las calientes paredes de tapial dan seguridad no solo ante el frío, sino también ante los lobos que merodean en busca de una presa fácil.

Ya les gustaría a esos lobos darle un buen mordisco a mis piernas o talvez a mi cuello, esta papada grasosa les sentaría bien, los pobres seguramente aquí solo comen aldeanos flacos y desnutridos.

El guardia me mira con recelo, se nota que disfruta su trabajo y me sonríe con sus amarillos dientes.

Dice algo que entiendo a medias, cuesta creer que el español evolucionó de alguna de estas lenguas latín que apenas reconozco.

El buen doctor Samuel de seguro identificarla la procedencia de dialecto y me regalaría media hora de disertaciones históricas, lo hacía siempre en las reuniones de la facultad y en especial en los aniversarios del proyecto de integración de datos universales, es una lástima aquellas criaturas se comieran al doctor luego del accidente, sería una gran compañía en esta celda.

El guardia se rasca lo que creo es una pulga luego veo la atrapa entre sus dedos y la aprieta hasta dar un pequeño crujido. Me cuestiono mis básicos conocimientos de zoologia ¿acaso las pulgas en el pasdo tenian tremendo tamaño?

Procuro no pensar y me recuesto en mi cómoda cama de tela tosca y presumo llena de paja, es increíblemente cómoda, aunque una paja se clava en mi costado. Imagino que el doctor Huaman le encantaría este lugar, ya sería algún tipo de dios de la cosecha o creo le llamarían la reencarnación de san isidro labrador, el fornido sujeto ya les hubiera enseñado el secreto de la rotación de cultivos, ese agronomo tenía algo mal en su cabeza, pero nadie lo hacía notar por esos enormes músculos que tenía. Pienso que había muchas buenas elecciones entre los sabios de la universidad como para que el destino eligiera a la doctora Sambrano, una abogada penalista y a un informático especializado en big data como yo ambos unos verdaderos inútiles como los primeros viajeros del tiempo.

De ella nada se desde el accidente y pasar por ese psicológico túnel infinito, presupongo estos aldeanos la llevaron con su señor feudal como un regalo, su cuidada piel, sus dentaduras blancas y en general lo guapa que está a pesar de sus 30 años serán del gusto de algún noble local.

Del moribundo doctor creador de esta pesadilla mecánica que nos arrastro por el tiempo solo pude escuchar:

—La punteria esta floja, los pericos idiota. —Dios un gemido de dolor y se murió en mis brazos—

¿Acaso el idiota pensaba esto era un arco o una pistola? ¿Viajar por el tiempo es asunto de punteria?

Esta gente pudo a duras penas llevar la maquina que nos trajo aquí, el horror mecánico grasoso parece un pequeño vehículo de gasolina para un solo pasajero; cuando lo vi en la conferencia me lamente no haber inventado una excusa para escapar de este fastidio, ahora solo espero la oportunidad para destruirlo y evitar alguien más sufra mi destino.

Un anciano canoso entra en la pequeña sala donde el guardia duerme a gusto; me recuerda a un personaje del señor de los anillos. Temo usted magia y me oblige a hacer alguna cosa ridícula. Habla con el guardia y el se retira dándole reverencias. Me mira y dice:

—Señor ha viajado muy lejos según veo por su ropa. Me sorprendo alguien del pasado pueda hablar con fluides una lengua futura. —¿Usted invento esa máquina? —Pregunta—

—¿Que pasa aquí ? no entiendo. —Grito y el viejo abre mi celda de barrotes de acero, me conduce al exterior tomando mi mano, ahora es de día y todo es más claro, puedo ver el horizonte que se envuelve en sí mismo, es un cilindro enorme y en su centro una larga luminaria que simula el sol.

—Mire su maquina, las punterias están flojas y necesitan empaques nuevos, mis discípulos ya viajan a los confines del reino central para conseguir sabia de gutapercha y hacer empaques nuevos, en algunos meses volverán y podré enviarlos a ambos a su tiempo.

No presto atención a las palabras del viejo sabio, que de seguro sabe mi lengua porque la estudio en los antiguos libros de esa humanidad que creo está arca espacial que viaja por el cosmos en busca de un nuevo mundo a millones de años luz.

Comprendo que las punterias son alguna pieza mecánica que nunca entendere, después de todo solo soy un informático y aquí en el futuro no hay computadores que necesiten mis conocimientos. Suspiro y me dejo caer en el suelo, en anciano me levanta y llama en su lengua extraña al guardián para llevarme dentro de la celda para dormir algo más.

JUAN PEÑA

Los manglares (para el tema de la semana: puntería)

El agua les llegaba más arriba de las rodillas. Iban ligeros de impedimenta. Birvain con su querida espada, apoyada la hoja en el hombro para que no se mojara. Ilona más ligera todavía, pues el arco largo y el enorme carcaj de cien flechas los llevaba el gigante de los manglares que era su escudero.

―Dímelo otra vez, Ilona. ¿Qué hacemos aquí?

El gigante gruñó e Ilona suspiró. Era la cuarta vez que lo preguntaba.

―Si vas a ponerte pesado, puedes volver por donde hemos venido.

Ilona sabía que Birvain no se iría. Se conocían desde hacía mucho, de pequeños. Él, a pesar de las quejas, también lo sabía: nunca la dejaría sola. No es que pensara que lo necesitara. No era eso. A fin de cuentas, Ilona era, junto a él, la ganadora del último torneo ritual del Kulur Kahl. Sí, sabría salir airosa de cualquier situación por peligrosa que fuera. No se lo dijo, claro, sino que:

―Nunca me perdonaría que te rompieras una uña por mi…

Birvain no pudo acabar la frase. A pesar del agua, Ilona se movió veloz. Se agachó al tiempo que levantaba la pierna para darle una patada a Birvain en todo el pecho. El guerrero ilur cayó de espaldas. Intentó mantener la espada fuera del agua verdosa de la ciénaga, pero Ilona se acercó y le hundió la cabeza.

―Eres un bocazas ―le recriminó.

―La Rosa, que no se moje la Rosa.

Pero Ilona no tuvo compasión y le volvió a hundir la cabeza en el agua mientras se mofaba:

―¿En serio? ¿La Rosa? ¿De verdad le has puesto “la Rosa” a la espada?

Birvain se levantó. El gigante de los manglares emitió un sonido que parecía una risa, ya estaba acostumbrado a las chiquilladas de los dos guerreros. Le hacían gracia, aunque sólo podía divertirse cuando estaban solos, pues ante otra gente se mostraban duros, amenazantes, ariscos. Tal y como debían ser los guerreros ilures. El gigante pronto dejó de reír y no sólo porque Birvain estaba secando la Rosa con su jubón, sino porque recordó el motivo que los había llevado a los manglares. Gruñó.

―Hay que darse prisa. Tozón está intranquilo. Hay que llegar a tiempo.

Aceleraron el paso. Birvain se arrancó una sanguijuela que se le había adherido al cuello. Protestó. Sabía que Ilona apreciaba a Tozón y que Tozón le había pedido un favor. Él estaba allí porque Ilona le había suplicado que los acompañara…

―Y no protestes, tú te ofreciste a acompañarnos.

«Bueno, me lo suplicó con la mirada», se dijo Birvain, aunque ni él se lo creyó.

Tozón señaló un punto impreciso entre los árboles. «Llegamos», dijo.

―Por fin podremos pisar tierra firme.

―Nos mantendremos callados y apartados. Sólo hemos venido para ayudar si es preciso. Si no nos necesitan, nos quedaremos al margen. Como si fuéramos invisibles ―le recordó Ilona.

―Que sí, que sí. No te preocupes.

Ilona sonrió. Sabía que podía confiar en él. «No te preocupes», repitió Birvain susurrando las palabras, intentando que dijeran algo que de por sí no decían.

Salieron del agua y Birvain envainó la espada. Cinco gigantes que hasta entonces habían estado sentados en el suelo, se levantaron. Uno de ellos levantó la maza a modo de saludo. Se acercó a Tozón.

―Mi ama y su amigo. ―El otro emitió un gruñido de asentimiento―. Nos ayudaran. Ganar el Kulur Kahl.

Y al gigante se le agrandaron los ojos e hizo un gesto para que se acercaran los demás. «Kulur Kahl», dijo. Todos se miraron entre sí mientras hacían evidentes gestos de satisfacción y admiración.

―Tozón, deja las flechas allí, junto a ese árbol.

Tozón cumplió la orden y Birvain e Ilona, algo alejados del grupo, se quedaron a la expectativa.

En el centro de la extensión de tierra seca había una balsa de agua sorprendentemente limpia. Empezaba a anochecer. La luna llena ganaba altura. Iban llegando más gigantes, todos armados con sus temidas mazas. Se empezaron a oír gritos acercándose. Pero no eran gritos limpios, se notaba que intentaban ser reprimidos, pero no siempre lo conseguían.

―Ya empieza ―advirtió Ilona.

Una comitiva de gigantes apareció de entre la espesura. Los gritos salían de su centro. Birvain observó cómo se aproximaba.

―¿Qué hacen? ―preguntó sorprendido.

―La giganta va a dar a luz, pero sólo puede hacerlo en esta balsa y con luna llena. Por eso le han atado las piernas, para que el bebé no salga antes de tiempo.

―La van a matar.

―Muchas han muerto y también sus hijos, por eso los gigantes no son muchos. Pero ese no es el mayor peligro para ellos.

―¿Ah, no? Y ¿cuál es?

Ilona no respondió. La comitiva estaba por llegar a la balsa. Justo antes de llegar al agua, se empezaron a oír cientos de chillidos viniendo de todos lados.

―Ese es el mayor peligro ―dijo Ilona señalando alrededor―. Las ratas de agua.

Birvain observó cómo los gigantes se ponían nerviosos. Miraban hacia todos lados y movían sus mazas, esperando algo que no aparecía.

―¿Ratas de agua? ―preguntó nervioso llevando la mano a la empuñadura de la Rosa. No le gustaban nada las ratas.

―Sí. Cuando las gigantas dan a luz, las ratas atacan para comerse a los bebés y, las más de las veces, no distinguen entre madre e hijo. Los gritos las han alertado de que una giganta venía a parir.

Birvain desenvainó. Ilona cogió una flecha y movió el carcaj para que los proyectiles le quedaran a mano. Las cuatro comadronas que llevaban a la giganta entraron en el agua. Una maza se movió con rapidez. La rata cayó a los pies de Birvain que saltó hacia un lado. Chocó contra Ilona que trastabilló y a punto estuvo de caer al suelo, pero no lo hizo. Quedaron abrazados. Se miraron a los ojos. El tiempo se detuvo un instante hasta que Ilona apartó a Birvain de un empujón y tensando la cuerda del arco con rapidez, disparó. La rata que había volado hasta ellos, se arrastró unos metros, pero la flecha en la cabeza acabó lo que había empezado la maza del gigante.

―Levanta.

Birvain se levantó. Agarró la espada con las dos manos y la puso en ristre. En la balsa, a la giganta le habían cortado los amarres de las piernas. «Si grita así van a venir hasta las ratas de Orbia», pensó Birvain que vio como Ilona ya tenía otra flecha preparada para ser disparada. Y la disparó.

Birvain siguió la flecha con la mirada, volaba con esa perfección que sólo las manos de Ilona sabían darle. Vio cómo se hundía en el agua, a escasos dos palmos de la giganta. «Una menos», oyó que decía Ilona. No tuvo ninguna duda que había acertado. Nunca fallaba. Tenía una puntería proverbial. Él no iba a ser menos, pero antes:

―¿Vamos?

«Ve tú, yo os cubro desde aquí», dijo Ilona. Los gigantes no daban abasto. La paridora debía llevar muchos días esperando la luna llena y los gritos habían atraído a muchas ratas, a demasiadas para los pocos gigantes que intentaban contenerlas.

Birvain se lanzó al ataque. Una flecha silbó cerca de su oreja, muy cerca. «Deja de jugar», pensó y lanzó un grito cuando entró de lleno en la marabunta de mazas pegando y ratas saltando. Uno de los roedores había mordido la pierna de un gigante y como si siguieran la llamada de la sangre, otras ratas se habían ensañando con el herido. «Esto no me lo había dicho», pensó, aunque ya se lo había imaginado.

Las comadronas tiraban de la cabeza del bebé para sacarlo lo más rápido posible. Birvain entró en el agua. Se puso al lado de la madre y empezó a blandir la Rosa. Cortaba a las ratas de agua, las ensartaba, las decapitaba. Sí, les tenía miedo, pero «todos morimos, no importa cuando, sólo importa cómo», y él no iba a morir como un cobarde.

Por encima de los gritos, los chillidos, los gruñidos, los golpes y el olor a sangre, Birvain escuchó el grito de Ilona: «¡Tozón!». Birvain buscó a Tozón, vio la flecha volar y clavarse en el ojo de la rata que le había mordido el brazo al gigante. No era momento de preguntarse cómo había conseguido que la saeta pasara entre el tumulto, el caso es que lo hizo. Pero Tozón sangraba y eso quería decir que…

Birvain abandonó el agua. No conocía al bebé, pero sí a Tozón y sabía que Ilona lo apreciaba. Llegó junto a él al mismo tiempo que cuatro ratas. Una, dos, tres…, flecha. «Gracias».

―Salgamos de aquí.

Tozón se negó. «El niño», gruñó. Pues vale, pues venga. Y vuelta a cercenar carne, a reventar cráneos, a hundir el acero en las asquerosas ratas agua y de repente… un llanto.

Birvain no hablaba el idioma de las ratas, pero era un guerrero y diferenciaba entre los chillidos agresivos de antes y los de miedo de ahora. Las ratas empezaron a huir.

Ilona llegó junto a Birvain, llevaba el arco cargado y cuatro flechas en el cinturón. Una lluvia fina hizo que miraran al cielo. Era imposible que lloviera. Estaba despejado. Tozón tocó el hombro de Ilona y le indicó que mirara hacia la balsa. Las comadronas lanzaban agua hacia el cielo con sus enormes manos, pero ya no era el agua clara de antes del parto, sino que se había teñido de azul turquesa.

Las ratas que no habían sido lo bastante rápidas para escapar, empezaron a humear cuando eran rociadas con el agua. Caían al suelo, se retorcían de dolor, les salían úlceras y morían arrastrándose mientras intentaban llegar a las aguas verdes del manglar.

La calma había vuelto. El niño había sobrevivido. La madre también. Dos bajas entre los gigantes. «Dos vidas viejas por una nueva, es el tributo al manglar», o algo así le pareció entender a Birvain.

―¿Cómo estás? ―preguntó Ilona a Tozón.

―Bien, vivo.

―Y… ¿tú? ―preguntó a Birvain mirando al suelo.

―Esta agua apesta…

Ilona levantó la cabeza y se puso un dedo en los labios. «Calla, animal. Para ellos es sagrada».

Un gigante, que, quizá, era algo sordo y no había escuchado la herejía de Birvain se acercó. Era viejo y los otros gigantes se apartaban para dejarlo pasar. «El jefe», pensó Birvain sin miedo a equivocarse.

―Has luchado bien, hombre.

―Gracias.

―Tu espada da miedo, he oído que mis gigantes la llamaban «Tragalaur».

―Y eso, ¿qué quiere decir?

―Es élfico, quiere decir «la que corta el agua». Te regalamos el nombre, porque nos has dado la vida.

―Es mejor nombre que «la Rosa» ―intervino Ilona.

Birvain sonrió, sí era verdad, era mejor nombre.

MARÍA GALERNA

Un futuro

Unos años después —terminada ya la guerra—, y frente al pelotón de fusilamiento, rehusé la venda, quería ver llegar mi muerte. Esos segundos desde que disparan hasta que el plomo muerde la carne.

Contemplé la cara de hastío del jefe del pelotón, harto de la rutina. Eran cinco hombres los que lo formaban. Deseé que no les temblara el pulso, que su puntería fuera certera —más por mí que por ellos—. Deseaba acabar con todo. Mientras amartillaban los fusiles, vi odio en una mirada, lágrimas rodando en otro de los rostros, los ojos cerrados del más joven…¡Fuego!

Pensé que quizá aún había esperanza. Sonreí.

CARMEN BERJANO

Escapismo

Ya había perdido la cuenta de los días que llevaba en el hospital acompañando a mi padre.

Tenía una dolencia muy rara, una infección en los huesos. Detectada tarde, pero parece que a tiempo.

Nos necesitaba para todo.

Aquella tarde dieron de alta al compañero. Y al momento, vinieron a informarnos de que nos cambiaban de cuarto, porque ese iba a ser de aislamiento.

Nos cambiaron al final del pasillo, al último cuarto.

Allí estaba José. Unos setenta años. Delgado, calvo y con la mirada ida.

Estaba solo sin acompañante.

No paraba quieto.

Iba continuamente al baño.

Se vestía, se desnudaba. Y no paraba de llamar por el interfono a las enfermeras, pidiendo el café.

Mi padre se lo tomó con humor. Dormía y a ratos le despertaban los pasitos descalzos y obsesivos de José, sonreía y volvía a dormirse.

Yo mantenía la cortina echada, para mantener a mi padre lo más aislado posible de la hiperactividad del compañero.

En un momento empezó a alabarme los pies.

Yo llevaba unas sandalias de tiras.

José comentó que mis pies eran tan bonitos… Le ignoré.

Seguía sentada al lado de mi padre, protegida por la cortina de nylon blanca.

De golpe, mientras revisaba el móvil, veo aparecer debajo de la cortina su mano, con el dedo índice extendido, derechito a mi pie izquierdo.

Al darme cuenta le digo: pero qué está haciendo.

Y me contesta en tono borde y retador: ¿cómo que qué estoy haciendo?

Me imaginaba lo que podía ser la noche ahí. Los hospitales de por si son inhóspitos.

Pero la amenaza del dedo índice de José me superó.

Decidí hablar con él personal de la planta.

Les hablé a las dos enfermeras desde la humildad y la desesperación.

Les comenté que la dolencia de mi padre se agravaba con el nerviosismo, porque tenía la infección localizada en las vértebras del cuello y los tejidos de alrededor.

Les dije que era perfectamente consciente de que estábamos en la sanidad pública, pero aquello era insoportable.

Me entendieron perfectamente y me comentaron que iban a tratar de poner solución a todo esto.

José seguía con sus romerías al baño.

Fue como ocho veces en dos horas.

La última vez pasó desnudo de torso y con un pantalón beige. Las enfermeras le preguntaron que por qué se había quitado la bata. Respondió que es que había una señorita en el cuarto y no quería molestar.

Las enfermeras vinieron a informarme de que había un alta y en cuanto el cuarto estuviera limpio, nos cambiaban.

Volví a recoger todo lo de aseo, las frutas… Lo agrupé todo de nuevo para cuando nos notificaran el cambio.

Saqué un pepito de crema y José me vio. Me dijo que le diera la mitad.

Le dije que yo no podía darle nada, que estábamos en un hospital y que tenía que comer lo que le pautaban.

Se cabreó muchísimo.

Volvió a entrar otra enfermera y le expliqué lo que había pasado.

Le reforzó lo que yo le había dicho. Y parece que se conformó.

Vinieron a cambiarnos. Le deseé suerte y pronta mejoría.

Nos cambiaron con Manuel, de 90 años. Con demencia senil y varias dolencias más.

Esta mañana vi a José.

Trataba de escaparse de la planta.

Iba vestido con el pantalón del revés y una mancha de mierda enorme en el trasero.

Él no me vió, pero el médico le dijo que o se estaba quieto o iban a tener que atarle.

Otro día más ha pasado y vuelve al escapismo mañanero.

Y yo me planteo que todos algún día podemos ser José, con su cabeza ida y su mancha de mierda.

Y qué sí, José, que yo también me quiero escapar de aquí.

YOMALCKRY OSORIO

A veces un disparo certero al corazón, causa estragos y desesperación.

ANA DEL ÁLAMO

Solo necesitó un disparo y se acabó todo. Acertó en todo el corazón. Sin preámbulos ni titubeos. Se sentía muy cansada y no pudo más.

Lo hizo, y ya!

Cogió el arma del cajón donde estaba guardada ocho años. Ocho malditos años, tantos como llevaban casados. Maldijo la hora que lo conoció, su encanto, su palabrería, sus modales perfectos, su belleza. Destacaba entre todos como solo algunos pueden hacerlo. Para eso hay que tener clase, y él la tenía. Culto, elegante.

La desbordó. Violeta cayó presa de su encanto y de su maldición.

En pocos meses se manifestó tal como era.

No, no había cambiado. Siempre fue así, pero ella no lo vio. Simplemente, se había enamorado hasta la médula y no le vio venir.

Al principio fue maravilloso. Con todos lo era. Lo adoraban; sus padres, su hermana, sus compañeros, sus amigos, los amigos de Violeta, sobre todo las amigas .

La llevó a conocer a su familia en Argentina. Todos fueron buenos con ella. La aceptaron y la mimaron y ella vino encantada. No podía ser más feliz.

Pero poco a poco, sin saber cómo exactamente, fue que sucedió. Él empezó a distanciarse. Ya no la besaba. Se acabaron las caricias y las bonitas palabras. Empezó a llegar tarde a casa, hasta que dejó de llegar. Cuando ella le recriminaba su actitud, él la ignoraba. Eso era lo peor.

No, no le pegaba, no le gritaba, no discutían. Sólo la ignoraba. O le decía que ella se inventaba cosas. O que exageraba.

-Si no iba a dormir era porque se le hacía tarde y se quedaba en la oficina para no molestarla. Esa era su explicación. Y si ella no lo entendía, se marchaba y la dejaba con la palabra en la boca. Enloquecida.

Si Violeta se enfadaba mucho, él le mandaba unas flores, el ramo más grande que había en la floristería. Pero eso ya no le servía. Ya no. Violeta estaba desencantada. Desesperada. No podía más. Su vida junto a él no tenía sentido. Ya no eran un matrimonio, sino una pesadilla. Un engaño. Una farsa.

Sólo necesitaba tener buena puntería. El resto llegaría después: un estruendo que alertaría al vecindario. Sangre, gritos, ambulancias, policía.

Y lo peor de todo: por qué? Por qué ella? Tan bonita, tan dulce, tan feliz que parecía. !Con la suerte que había tenido con ese hombre!

Por qué se habría quitado la vida?

Ahora qué iba a hacer él sin su Violeta con lo que la amaba.

MARÍA JESÚS GARNICA

Habían quedado en la feria, Adela se maquilló los ojos con las sombras verdes, labios rojos, el pelo rizado con el flequillo para riba. Eran los años ochenta.

En la feria ella y Pepe y pasaron la noche de tómbola en tómbola y en los puestos de tiro.

No les toco nada, tenían mala puntería o el juego estaba amañado.

Surgió el amor.

Diez años después.

Seis hijos habían tenido Adela y Pepe, vaya puntería, por qué su vida sexual no es qué fuera una feria.

RAÚL LEIVA

Irreverentes

Cuando son inoportunos, los destinos duelen como puñaladas de hielo.

Separadas de nuestras semejantes fuimos encerradas en un sitio oscuro, el hecho cotidiano de volver a ver el sol era una posibilidad que se nos escapaba con las horas y los días. Fuimos conducidas por caminos que de alguna manera teníamos una amarga certeza de no volver a transitar. El traqueteo del carruaje no apaciguaba la voz de las multitudes que gritaban muertes y libertades, cómo si esto se tratase de un siniestro juego de ganar o perder. Empezaron de la nada a llover golpes, palos y piedras golpearon de la nada nuestro frágil cuerpo. De pronto una minúscula luz, una posibilidad, un poco de aire se abrió y con mucho esfuerzo y suerte pude salir. Improvisé una huida que duró menos de tres segundos para caer capturada otra vez. El captor acercó sus labios a mi cuerpo y fui arrebatada de sus manos. El hombre que me llevó en sus manos me exhibió obsceno a la multitud. Mi cuerpo fue estudiado por la plebe que no paraban de gritar. Un solo gesto del soldado que me sujetaba bastó para que todos callaran. Me miró fijo, abrigué un mínimo de esperanza y mi frágil cuerpo comenzó a temblar imperceptible. Colocándome en un lugar lejos de todos y me liberó. Quedé inmóvil en medio de tanto silencio. Tuve la sensación amarga por el destino de mis hermanas, no supe qué hacer si es que había que hacer algo a esas alturas. De pronto un grito, un silbido en el aire y mi cuerpo dividiéndose en dos voló por los aires.

Todo se volvió negro.

Mientras me apagaba en medio de tantos gritos victoriosos, un niño corría rumbo a su padre a quien lo esperaba con los brazos abiertos mientras dejaba a su lado una pesada ballesta.

Los destinos de las manzanas suizas son un raro laberinto de accidentadas decisiones.

AXY LINDA

Entre millones de compañeros, dos destacaban en la carrera más crucial de su existencia.

«¡Prepárate para perder! Llevo la fortaleza, la inteligencia y la tenacidad de mi lado», grita Spermy mientras adelanta a su principal rival. «¡Nunca, amigo! Yo… no sé qué llevo, pero debe ser bueno, ya que llegué hasta aquí», responde Zip con una sonrisa astuta.

Los otros se van quedando en el camino lleno de curvas y vueltas, como una pista de carreras de Fórmula 1.

Spermy zigzagueaba con destreza, esquivando obstáculos invisibles. «¡Esos reflejos, Zip, están algo lentos!», bromea a Zip, que no se queda atrás, peleando cada centímetro con feroz energía y lanzando respuestas ingeniosas. «¡Nos vemos en la línea de meta, si llegas, claro!»

La meta está cerca. El óvulo aguarda como un gran premio reluciente, al de mejor puntería. Spermy, con un último esfuerzo, logra fusionarse con el óvulo, iniciando así una danza molecular que culminará en el nacimiento de un bebé destinado a la grandeza.

GRACIELA PELLAZZA

Puntería es un sustantivo femenino…Ní que hablar; debe estar enganchado en el dobladillo de mi genética. Donde pongo el ojo, se desvirtua la bala.El problema no es el tiro, sino la elección del blanco.

Allí estaba yo de nuevo, limpiándome los mocos, revisando los mensajes, y en la crisis existencial de afrontar las despedidas.

¡Deja ya! De busca que te busca; me dijo la abuela. Como si el amor fuera un tornillo y usted una arandela.

Aproveche el tiempo me dijo la vieja, aprenda algo que le guste, pruebe otras lenguas (idiomas quiso decir jeje) lleve largo el pelo y corta la pollera o viceversa, no deje que le cierren las ventanas, sea la dueña de su puerta.

Yo moqueando, y la abuela tomaba mate con bizcochitos, como si el drama mío, fuera un radioteatro. Afine el pulso, murmuraba, mientras calentaba la pava. Aprenda a moverse sola, a dormir a pata ancha, hoy parece que se muere, sin embargo en este siglo no hay Romeo que se mate por Julieta.

-Mire mi hija, yo tengo un carretel cortito, no voy a estar cuando le pase de nuevo, si hoy la abrazo y la consuelo como una nena, usted seguirá en el mismo juego de las flechas.

El amor sucede siempre. Créame.

Un día entenderá lo que le digo, sentirá distinto, la irán a buscar al trabajo si llueve mucho, le arreglaran la estufa si hace frío. Cambie esa habilidad de hacer lo mismo.

Cuando en la mesa se sirvan fideos, usted con firmeza agarre la quesera.

No lloré mas y me dejó pensando la vieja.

ANGY DEL TORO

ARCO DE TITANIO

En la metrópoli de Grecia, una comisión es creada para la reconstrucción el Partenón. Elena, una arquitecta de renombre, acostumbrada a realizar diseños para el desarrollo turístico de la ciudad, es designada como coordinadora y ejecutora principal de la obra. En su taller, equipado con la última tecnología, Elena medita mientras sus suaves y ágiles manos comienzan a moldear una escultura de titanio, infundiendo en ella tanto técnicas tradicionales como innovadoras.

A medida que la arquitecta y diseñadora trabaja en la escultura, empieza a experimentar extrañas visiones y sueños en los que se ve a sí misma como Artemisa, cazando en bosques futuristas y protegiendo la fauna. En estos sueños, el poderío y la precisión de Artemisa son centrales. La escultura comienza a mostrar características propias, sus movimientos son sutiles, suaves y una interacción inesperada surge entre la artista y su obra.

Artemisa intenta influir en Elena, llevándola a cuestionar su proyecto y decisiones, especialmente en su desconexión con la naturaleza y su aislamiento emocional. Le manifiesta su deseo de proteger y preservar el monumento más grandioso creado durante la época de Pericles. Le habla de sus columnas como un símbolo de riqueza. Pide respeto para Ictinus y Calícrates, los dos arquitectos que construyeron el Partenón de Atenas. Y finalmente, le reclama por el papel de la naturaleza, la grandeza ateniense, su devoción religiosa y su poderío militar y cultural.

Elena se enfrenta a una crisis interna, se debate entre su arte, su conexión con la tecnología y el llamado a retornar a un equilibrio con la naturaleza. La precisión y puntería necesarias para con su arte, refleja una búsqueda incesante entre su punto de fuga emocional y espiritual.

Elena y Artemisa acuerdan colaborar para crear un proyecto monumental que fusione el legado, la naturaleza y la tecnología, un santuario donde la flora y la fauna coexistan con las innovaciones tecnológicas.

Sin embargo, este proyecto enfrenta oposición tanto de corporaciones tecnológicas como de grupos que temen la intervención de Artemisa en el proyecto. Los corporativos conocen de su naturaleza y cuantas leyendas se han escrito, pero en realidad, dudan de que esas historias sean reales.

Artemisa, la diosa de la caza y la naturaleza salvaje, indignada, hace valer sus reclamos de la manera más evidente que conoce; extrae su arco y dispara una flecha justo y preciso a la diana, al punto de fuga, como para que no quede dudas de su poder y puntería. Artemisa se convierte en la guardiana del santuario y se declara a sí misma, como un símbolo entre la tecnología y la naturaleza.

EDUARDO VALENZUELA

En la esquina más oscura y solitaria del buchinche, sentado en una sucia mesa, Magog sostenía un vaso de leche mientras aguardaba. Se notaba que era muy alto, más bien delgado, llevaba gafas negras y mantenía su figura erguida, como si fuera una estatua, aunque de vez en cuando rascaba su barbilla, pasaba una mano huesuda sobre su cráneo calvo, o tragaba un sorbo de leche. Bebía haciendo muecas de desagrado, pues el humo de los cigarrillos, que detestaba con toda el alma, se acumulaba con profusión en esa esquina.

Por entre el bullicioso parloteo del antro un tipo vestido de traje marrón, con abdomen flojo y abultado, se acercó hasta la mesa para apartar una silla con el ademán de sentarse. Antes de hacerlo preguntó con disimulo:

―¿Magog?

Magog asintió con un casi imperceptible movimiento de cabeza y sólo entonces el hombre de abdomen colgante se acomodó en la silla soltando un resuello.

―¿Qué está bebiendo? ¿Leche?

Magog volvió a asentir, sin abrir la boca.

―Nunca imaginé que en un lugar como este tuvieran leche ―Giró el cuerpo buscando a algún mesero― ¡¿Quién atiende aquí?! ¡Hey! ¡Mesero! ―gritó, levantando una mano― ¡Traígame una birra!

Detrás de sus gafas oscuras, los pequeños ojitos de Magog se entrecerraban de fastidio por su ruidoso acompañante. Había tenido que escoger aquella mesa que se llenaba de humo para no llamar la atención, pero el tipo gordinflón lo estaba arruinando.

―¿No gusta usted una birra? ―preguntó a Magog― ¡Yo invito!

Magog hizo el gesto de negación.

―Nunca hubiera pensado que una persona como usted tomara leche. Digo, en el buen sentido de la palabra, porque sólo me han comentado maravillas de su trabajo.

Magog pensó en abortar la entrevista, el tipo lo tenía incomodo. En lugar de contestarle se rascó la barbilla. Al hacerlo, un objeto metálico que llevaba colgado al cuello brilló en su pecho. El gordinflón lo notó.

―¿Qué lleva allí? ¿Una cámara? ¿Le gusta la fotografía? ¿No me diga que además es artista?

Magog volvió a negar con la cabeza.

―Se ve que es una buena cámara. Yo quisiera comprar una de esas. ¿De qué marca es?

―Es una Nikon F de 1962―habló por fin, Magog―. Un modelo clásico entre las réflex, pero escuche estimado, no estamos aquí para hablar de cámaras. Por favor, concentrémonos en el trabajo, sea discreto, breve, conciso y muéstreme al sujeto.

―¡Oh! Sí, sí, el sujeto ―Se llevó una mano al bolsillo interno de su chaqueta, de donde sacó una fotografía que dejó en la mesa―. Él es. Es mi cuñado y mi socio.

―¿Tiene alguna rutina diaria? ―dijo Magog, guardando rápidamente la fotografía en un estuche de plástico.

―De lunes a viernes trabaja en nuestro local, le anoté la dirección al reverso. Abre el negocio a las 9:00 y lo cierra a las 17:30. Los fines de semana él y su madre, que es mi suegra, se quedan en nuestra casa. También le anoté la dirección, pero preferiría que no hiciera el trabajo allí, por mi esposa ¿me entiende? No quisiera que viera a su hermano cuando usted haga…

En ese momento llegó el mesero con la cerveza y la puso sobre la mesa sin siquiera hacer un intento de limpiarla antes. Magog esperó a que empleado se alejara para deslizar una pequeña tarjeta sobre la mesa.

―Ese es el precio. Debe pagarme de inmediato. Allí están los datos para la transferencia. Sin preguntas. Lo toma o lo deja.

―¡Wow! Vaya suma. Pensé que sería un poco menos. Quizás sí…

―Sin preguntas. Lo toma o lo deja ―dijo Magog, estirando su mano flaca para retirar la tarjeta de la mesa.

―¡Espere! ¡Lo tomo, lo tomo! ―dijo sujetando la cartulina con el dedo índice mientras, con la otra mano, sacaba un teléfono móvil de su chaqueta marrón―. Le pagaré ahora mismo. Déjeme ingresar los datos…

El tipo era de los que necesitaba sacar la lengua para tocarse los labios mientras escribía.

―Vaya excusa que tendré que inventar para justificar este egreso… Pero ¡ya está hecho! Por favor revise su cuenta.

Magog sacó su móvil. En los cristales negros de sus gafas podía verse el reflejo coloreado de la pantalla mientras leía. Cuando se dio por satisfecho recogio su tarjeta de la mesa.

―Me han dicho que usted es el mejor en lo suyo ―dijo el gordo, cogiendo el vaso de cerveza―. Que nunca ha fallado un encargo y lo mejor es que nunca deja ningún rastro. ¿Cómo lo hace? ¿Tiene una puntería fuera de serie?

―Discreción, estimado, ya le dije, discreción. Yo nunca hablo de esas cosas. Ahora debo irme. Nunca me ha visto, ni yo lo he visto a usted.

El hombre le comenzó dar un trago a su cerveza, pero tuvo que interrumpirse cuando vio a Magog dejar un billete en la mesa y ponerse de pie.

―¿Cuándo hará el trabajo?

―Es mejor que no se lo diga. Pero descuide, se hará y no habrá ninguna sospecha.

Magog no esperó ni un segundo más y se largó de allí, asqueado del humo de cigarrillo. Estaba molesto, algo no le había gustado de aquel tipo parlanchín. A veces le ocurría eso, que no le gustaba el cliente, que no confiaba en ellos. Sabía que era absurdo, que en verdad no se podía confiar en ninguna persona que mandara a asesinar a otra. Desde ese punto de vista todos sus clientes eran deleznables, pero por otra parte él mismo también lo era. ¿No es acaso despreciable un sicario?

Con la mano derecha acarició su cámara fotográfica y se consoló como siempre, con aquella increíble idea de que en realidad él no era un asesino, la cámara sí lo era. Recordó una vez más el día que la compró en una sombría tienda de antigüedades. Tardó un par de días en comprender la relación que había entre la cámara y las misteriosas muertes que empezaron a rodearlo. Su novia de aquel entonces fue la primera. También murieron su padre, su madre y varios familiares y conocidos hasta que descubrió que todos aquellos que fotografiaba fallecían en cuanto revelaba las fotos de esa cámara en el líquido revelador. Quizás, al descubrirlo, perdió un poco la razón, pero ¿quién podría seguir siendo el mismo al tener en sus manos el poder de quitar la vida con un simple e inocente click? La vida de todo el mundo dependía de su cámara y su puntería.

Se alejó del oscuro antro. Tenía un trabajo que cumplir. Esa misma tarde iría hasta la tienda para fotografiar al cuñado del tipo gordinflón y parlanchín. Lo haría como siempre, sin involucrarse, sin cuestionarse los motivos, simplemente haría el trabajo pactado, pero antes pasaría por casa, quería revelar cuanto antes la fotografía que le había tomado en la penumbra a ese parlanchín.

FIN

MARÍA JOSÉ AMOR

EL DESESPERO DE SATANÁS. Para el tema de la semana,

Satanás aquel día andaba cabizbajo y meditabundo. Y tras echar un poco de leña al fuego (poca porque pasaba el día sudando para nada) llamó a Lucifer y le dijo:

-Mira Lucifer, estoy desesperado. Tantas ilusiones que me había hecho el día que Dios nos condenó esperando la llegada de otros compañeros y ya ves ni un solo espíritu quemándose. Y yo, venga a sudar, para nada.

-No te quejes- dijo Lucifer- que yo también me voy quemando.

-Pero tú al menos- añadió Satanás-vas por La Tierra a tentar a la gente y te distraes, pero yo, ya ves. Ah- por cierto ¿hacen lo que les propones?

-Y tanto. No todos, claro, pero bastantes las hacen gordas.- respondió Lucifer.

-Pues no entiendo cómo no me llega ni uno…

Satanás se cogió la cabeza entre las manos y, tras cavilar un rato, le propuso a Lucifer:

-Mira, tengo una idea, Como algo tiene que pasar en los últimos momentos de los moribundos, vas a darte un garbeo por hospitales de enfermos terminales a ver si descubres qué sucede.

Así lo hizo Lucifer y, poco tiempo después volvió con la respuesta:

-Ya lo he visto. Como Dios no quiere que la gente se condene, ha mandado un auténtico batallón de ángeles que están al tanto de qué criminal o personas similares están a tanto de morir. Y, antes de que suceda, se acercan a ellas y les dicen por lo bajini:

-Pide perdón a Dios corriendo, que si no, te vas al infierno.

Y la persona, ante la disyuntiva, pide perdón y ¡se nos escapa!

-Uf – dijo Satanás- mal estamos, que los ángeles nos ganan en número, pero pensemos, que algo se nos ocurrirá.

Y así fue. La idea en este caso fue de Lucifer, que Satanás tenía tal bloqueo mental que no lograba dar pie con bola. Por tanto que le pareció genial lo que Lucifer le propuso:

-Mira Satanás, había pensado lo siguiente: fabricar unos dardos invisibles, dentro de los cuales pondríamos un microchip. Como yo tengo buena puntería los dispararía de manera que penetrasen en el área prefrontal, donde se toman las decisiones y anulase totalmente la decisión aconsejada por el ángel.

-Geniaaal- respondió contentísimo Satanás- y saltando de alegría soltó- ¡¡¡CONSEGIDOOOO!!! –a la vez que añadía más leña al fuego, esperando tenerlo bien preparado para el día D.

Lucifer, ayudado por otros demonios, se instalaron en el Laboratorio Infernal provisto de todos los instrumentos necesarios para realizar la gran obra, y, tras unos días de intenso trabajo, consiguieron múltiples microchips que introdujeron en los micro- dardos.

Y, triunfante se fue Lucifer con un saco llenos de millones de las piezas que tanto trabajo había costado fabricar,

De entrada, fue a conquistar una presa fácil. Como en ciertos estados de EEUU, todavía estaba vigente la pena de muerte, fue al lugar donde se iba a ajusticiar a un hombre que había matado a su madre para robarle el poco dinero que tenía.

Y, cuando lo levaban al patíbulo, le lanzó un dardo que impactó en el área prefrontal.

Esperó a que se muriera y, con gran horror, vio que el espíritu se iba al cielo.

Sin entender nada y sin querer ir a ver a Satanás de momento, probó con un estafador y explotador de los obreros de su fábrica, hecho que Dios condenaba. O sea ese, estaba seguro que caería. Tiró el dado…y con horror vio que se convertía en ¡otro espíritu perdido!

Probó más y más. Consultó libros para asegurarse del punto exacto del área prefrontal era el idóneo, pero siempre fracasaba.

Finalmente y con gran pesar volvió Satanás para comentar lo sucedido.

Decidieron entonces mandar un espía a ver cuál podía ser la causa.

El espía miró, remiró y observó sin encontrar nada, salvo un pequeñísimo pinchazo, en un brazo, como una picadura de mosquito…y era diciembre.

Cuando volvió al infierno lo explicó. Y Satanás, tras mirar el brazo, entró en una sospecha por lo que hizo traer el escáner de chips. Y, al pasarlo leyó:

Por mucho que hagas, no lo conseguirás- El ángel les inyecta un bloqueador y esos vuestros quedan anulados.

Y Satanás, desesperado echó un gran cubo de adua al fuego a la vez que gritaba:

¡¡¡No hay manera de vencer a Dios!!!

IRENITTA MERNES

Nadie sabía lo que podía pasar ese verano en Marsella, las emociones que viviríamos, la tristeza que sentiríamos…

Cuando me dí cuenta, ya era inevitable.

En ese restaurante le vi a él, esa figura que me era tan familiar, ese viejo amor de verano que di por perdido. Ahí estaba el, sentado en el fondo del restaurante.

El día que me dejó, maldije a Cupido por su mala puntería, ya que me hizo sufrir, me hizo llorar, me hizo sentir mariposas en el estómago.

No sabía porqué Cupido habia fallado en apuntar, cada vez pensaba que cupido tenía mala puntería.

Cuando me fui, pensé que iba a poder superar ese momento, el deseo de volver a ver a la persona que me había hecho daño en su momento. Pero no pude…

NILA J BOHORQUEZ

«El mangal»…

Aún recuerdo (ya en mi ocaso prolongado), aquellas maravillosas escenas vividas en nuestra casa solariega…casona de elegante arquitectura, de exóticas ventanales de hierro forjado, amplio zaguán y vistosa glorieta alrededor del jardín adornado de la belleza que nos brinda la naturaleza con sus extravagantes rosas de múltiples colores…

Evoco con nostalgia la parte trasera de esa casona sembrada con diversos árboles frutales, entre ellos, nuestra preferida «mata de mango tropical», en cuyo patio solíamos jugar los niños de la vecindad divirtiéndonos después de un apetitoso almuerzo, con nuestro postre preferido: mangos adobados con sal, vinagre y pimienta.

La puntería de mi hermanito Tito era espectacular… apuntando con su «honda» a los mangos verdosos, los cuales no fallaba con su disparo, pues los derribaba con tanto tino que formábamos algarabías llenando las bolsas de mangos, algunos verdes, otros, maduritos…

Y así transcurrían los días vacacionales coincidiendo con la temporada de la cosecha de mangos…pero…no todo es alegría y felicidad, también hubo momentos desagradables, como aquel domingo que entró al «grupo infantil» el vecinito Tobías con su honda casera, dispuesto a bajar del arbol las ansiadas exquisiteces frutales, con la mala suerte haber dado en el «punto blanco» en una colmena, saliendo disparadas las abejas a la velocidad máxima para atacarnos y clavar sus aguijones en la delicada piel de los niños que corríamos como un «bólido», provocándonos dolor e inflamación alrededor de la picadura, pues las abejas sintieron que habíamos invadido su espacio, creando pánico en sus crías.

¡Hasta ese día disfrutamos de nuestro inocente pasatiempo…no hubo más mangos tumbados a nuestro antojo, sino con la supervisión del abuelo José…

(por su rictus de reproche por tal travesura, quedamos en silencio, sumisos y regañados)!

Pero…¡con qué ganas quisiera volver a ese solar repleto de mangos para sentirme en el mismo escenario, esta vez, con precaución para no molestar a las laboriosas abejitas que forman parte importante de la diversidad de especies, responsables de la reproducción de muchas plantas!…

EVA AVIA TORIBIO

Rueda de juego

Las instrucciones recibidas en la Deep Web para acceder a su localización le mantenían en una continua excitación. Su extraña afición comenzaba a ser poco satisfactoria, necesitaba nuevos alicientes que le motivaran a salir de su zona de confort y todo lo que había leído sobre el nuevo juego de moda en la zona habían despertado su curiosidad.

Ya estaba con invitación en mano frente la puerta, que posiblemente le abriría un nuevo horizonte de posibilidades, de aquel local de moda, ese que esconde en su interior algo por el cual previamente pagaría una buena suma para acceder. Las instrucciones eran claras; una sola palabra, puntería, y unos gemelos que tenía que mostrar al gorila que se encontraba salvaguardando la puerta situada en la parte trasera.

Una bella mujer es la que le guía escaleras abajo a la zona que tanto tiempo estaba esperando. Por primera vez se siente incrédulo a lo que le espera más allá de donde está siendo guiado.

Hasta ahora todo lo tenía meticulosamente estudiado; cada escenario, cada víctima, incluso cada movimiento que hacía en su rutina diaria, pero no sabe si lo experimentado recientemente descubierto o las tenues luces de esa estrecha escalera o el sutil aroma jazmín que desprende la mujer son las responsables de que su continua excitación se incremente por momentos.

Un grupo de personas, vestidos con lujosos trajes, rodean un escenario en el cual, a su derecha, hay un pequeño atril; en el fondo un escenario que parece ser el lugar de la acción, provisto de una gran rueda de flores colocada en la pared y en el centro del escenario, una “X” parece indicar la distancia que separa la acción.

—Buenas noches —dice, un hombre alto saliendo al escenario—. Esta noche tenemos un invitado especial, un hombre simplemente excepcional —Señalándome—. Venga, no sea tímido y salga al escenario, un aplauso fuerte.

Los aplausos retumban fuertemente en mis oídos. Mi excitación provoca un orgasmo mental, el cual hacia ya tiempo que no conseguía con mi extraña afición. No saber de qué se trata ni lo que me espera es muy estimulante.

—Colóquese en el centro de la rueda —sonriéndome.

“Ahora es el turno de cada uno de ustedes —Señalando a los ahí presentes—, ya pueden hacer sus apuestas. Sean esplendidos. Ya saben cómo funciona esto, cada uno de ustedes elegirá con que mostrar su puntería —Señalando las armas que la bella mujer saca en una camarera—. Nuestro invitado permanecerá inmóvil y ustedes le darán algo a cambio por ser el blanco del juego.”

Miro a mi alrededor y esto se pone interesante. Mi corazón se acelera. Desde aquella carrera hace veinte años no me había sentido igual. Escucho las apuestas; alguno a elegido un machete, otro un arco, algunos una daga. Las recompensas por acertar en la flor que está siendo colocada un poquito mas arriba de mi cabeza por el embajador del juego, son variopintas; unos cuantos millones, una casa en la Costa Brava, un Ferrari…, artículos que para mi son insignificantes para el placer que estoy sintiendo.

—¿Está listo? —Alejándose.

—Excitado —le contesto.

—Eso es un Sí. Sabia que usted era el indicado. Su gran recompensa, si sale vivo, será el de unirse a esta familia.

Unos tres cuartos de hora mas tarde salgo con la gran satisfacción de que he incorporado a mi rutina un nuevo juego que no se el tiempo que estimulará mis excentricidades, mientras tanto tengo que buscar información sobre mi próximo objetivo que descubrí recientemente. Él no lo sabe, pero dejé una pista en Roma cerca de mi anterior afición.

Besos, La Incondicional.

CONCHA CARIAS

PROLOGO

Este texto está inspirado en hechos reales. Todos los personajes que de un modo u otro aparecen son ficticios, así como el transcurrir de la trama del todo producto de mi imaginación

Repartieron las cajas por números. Yo era el 45, sin más y dentro de la caja, por fin, mi pistola, una Star modelo BM. Traía un cargador dentro, otro suelto, un librito de instrucciones y una baqueta, con un trapo de limpieza.

Era otoño en Baeza, pero a las 4 de la tarde en el patio de armas firmes durante media hora, el calor insufrible. Ya sentados, por fin, dejamos en la mesa la caja de la pistola y sacamos el libro de “Conocimiento Militar”. Antes de lo esperado el jefe de clase se cuadró y dio novedades al sargento instructor de la materia.

—¿Falta alguna? —dijo señalando la fila de las mujeres.

—La clase está completa…

—Bueno, ya veremos cuantas se cagan en el campo de tiro.

Recuerdo como a mis hermanos y a mi nos gustaba jugar con el arma reglamentaria de mi padre. Aprovechábamos cuando llegaba tan borracho, que a vista de todos dejaba la pistola sobre el armario del salón y se “moría” en su cama.

Imitábamos, por turnos, su ejercicio de puntería, consistente en meter un cargador vacío en la pistola y colocar una peseta sobre el cañón. Después apuntábamos sobre la foto de matrimonio que presidía el comedor, y tras apretar el gatillo perdía aquel al que se le cayera la moneda.

A veces jugábamos a “matar gente” desde la ventana. Por turnos hacíamos puntería y bromeábamos sobre a quién le había tocado.

Otro juego era montar y desmontar el arma cronometrando los segundos. El que menos tardaba ganaba el juego. Quizás todo esto que cuento de tener un arma en mis manos no era más que un momento de disfrute, un juego.

Lo que nunca entendí es el porqué de que los guardias civiles beben tanto. Mi madre contaba que un día de verano hacía ganchillo en la puerta de la terraza y mi padre, medio bolinga, limpiaba el arma y ¡pum! se le escapó un tiro. El cartucho pasó al ras de la barriga de mi madre, y por los pelos no me quedé ahí para siempre.

El sargento Resines ordenó que abriéramos el libro y apareció un esquema del arma desmontada, que nombraba cada una de las piezas que la conformaban. Mandó desmontar el artilugio según el dibujo del libro, y depositarlo pieza por pieza sobre el paño blanco. Al terminar había que levantar la mano.

Y claro, aquello para mi resultó como mis juegos de infancia, así que en un “tris tras”, la presentaba correctamente dispuestas, como marcaba el libro:

—¿Ya ha terminado o es que levanta la mano para hacer pis? —bromeo el sargento, que como siempre, desprendía un olor dulzón que me resultaba la mar de familiar.

En seguida comprobó la disposición de los elementos y no contento con ello me retó a montar de nuevo el arma ahí mismo, sin manual.

Y así lo hice. En menos de diez segundos ofrecí al sargento el arma montada por la culata.

—¡Que pasa! ¿qué te gustan las pistolitas? Ja,ja,ja

Sabía que cualquier contestación era buscarme un problema, y más ante aquel… yo era diana fácil. Bajé la cabeza, como siempre y seguí escuchando sus mamarrachadas, hasta que el resto de los almnos reclamaron su presencia.

Me gustaba pasar desapercibida. Me había cortado mi larga melena estilo teniente O’Neal. Nunca me pintaba, al contrario que otras de mis cuatrocientas compañeras a las que les gustaba acicalarse para parecer, en la medida de lo posible, atractivas, y ligar con alguno de los más de tres mil quinientos compañeros de promoción.

Mis amigos era las materias del curso de aspirante a guardia civil. Los fines de semana, nos daban paseo de tarde, momento que yo aprovechaba para comprar un bocadillo y comerlo sola sobre la cama, escuchando a través de mis cascos y en bucle “Enjoy de Silence” de “Depeche Mode”. Ese bocata y la música me hacían variar del rancho diario, que tragaba sin respirar, como desayuno, comida y cena.

Mi silencio (locaaa me decían algunos), mi entrega a los estudios, deporte, tiro y a cualquier de otras labores que se me encomendaban, como ayudar en cocina, fregar y limpiar la compañía, las guardias nocturnas etc., me empujaban a la pereza de no relacionarme apenas. Y si, tenía ese problemilla de que no estaba de tan mal ver, y tocaba aguantar de algunos compañeros, perlitas como «lesbiana, bollera, frígida…», ya que no les hacía el más mínimo caso.

Tras impartir la teoría de la pistola, nos evaluaron con un examen escrito, en el que, como no, el sargento, me quitó 0´50 centésimas ya que mi firma sobrepasaba el cuadro establecido para ello, todo para que me superaran en nota dos compañeros.

Un martes de noviembre, los lunes no se puede manipular el arma, ni se recomienda el ejercicio de tiro, no me preguntéis por qué… historias de la puta mili, nos colocaron en filas de veinte alumnos y en la mía coincidimos cuatro compañeras. Según acababan los grupos, estos salían del campo de tiro, entrando la siguiente tanda hasta que le tocó a la nuestra.

Allí voceaba Resines a un alumno que, casi se dispara los pies. Y es que aquello imponía, no por el hecho de disparar un arma, sino por los gritos del suboficial y el teniente jefe de tiro.

Un guardia civil fue nombrando alumnos indicándonos el puesto que nos correspondía. Los puestos estaban hechos de madera carcomida y contaban con una pequeña mesita también de madera, a la altura del codo, donde debíamos depositar tanto el arma como la munición adjudicada, solo 20 cartuchos. Para sujetar el arma llevábamos al cinturón una funda, conocida por los más veteranos como “caimanera” y anti anatómica, por lo que se nos permitío colocar el arma al cinto, sin más.

Algunos compañeros pidieron cascos para evitar el ruido de las deflagraciones, pero solo se los adjudicaban a los instructores:

—Vosotros sois jóvenes —gritó Resines—. Al que le molesten los oídos ya sabe dónde tiene la puerta…

Y dicho esto Resines se colocó detrás de mi puesto.

—¡Primer ejercicio! —gritó el teniente—. Municionen 5 cartuchos… Tiraran desde su posición, a 30 metros de la diana. Dispararán 5 tiros, cada uno a golpe de silbato. Cualquier incidencia levanten la mano, inmóviles sujetarán el arma, siempre con el cañón a 45 grados del suelo. ¡Todo suyo Resines!

Se hizo un silenció y de pronto escuché casi dentro del oído un fuerte pitido, así hasta completar los cinco.

—Saquen cargador, comprueben armas, pistolas a la cintura y vamos a las dianas a parchear —grito Resines.

Era la última a la que el sargento evaluaría. Tenía agrupado los 5 impactos en la cabeza. Resines llamó al teniente y comentó con él.

—Segundo ejercicio. Modalidad “Crunch” a 20 metros de diana, 5 tiros a golpe de silbato —dijo el teniente—. Recuerden: piernas abiertas a la altura de caderas y semi flexionadas, brazos estirados a la altura de la vista. A cada disparo, estiran piernas y bajan el arma a 45º.

—Pero que bien que tiras “Mudita” —me susurró el sargento mientras municionaba el cargador—. Pero tú a mí no me la pegas… La mudita de los “cojones”.

Tras el ejercicio se ordenó parcheo y antes de que llegara Resines, tenía al teniente observando mi diana.

—Y dígame “45” —dijo el teniente—. ¿Por qué ha agrupado en el hombro?

—Me he puesto nerviosa —contesté—.

—Si es que… —dijo Resines—. Menuda puntería. Con la facilidad que tiene… estas van a arruinar el Cuerpo.

Siguiente prueba:

—Tercer ejercicio: —grito el teniente—. Modalidad “Crunch”, a 2 disparos y 10 metros. —dijo el teniente—. Afinamos puntería. A golpe de silbato elevamos brazos 2 disparos y bajamos brazos para descanso a 45 º y sucesivamente

Terminado el ejercicio el teniente tuvo que abandonar el recinto. Yo esperaba cualquier tontería del sargento:

—¡Uy! —soltó mofándose—. Una en cada ojo, dos en el pecho… ¿y las otras dos se te han ido a tomar por…?

—No, a mi no se me va nada. Tengo muy buena puntería.

Saqué el arma y a sangre fría le reventé los genitales.

Estimados lectores espero que les hayan gustado mis primeras experiencias en la Guardia Civil. Los dos últimos disparos nunca se produjeron, los sueño cuando me meten el antisicótico. Nunca los disparé pero ese arma cargada fue disuasoria para que todo el recinto huyera, que huyó como si el arma la hubiera cargado el diablo. Después se presentó un Equipo Especial y un Negociador, que perdió su tiempo ya que creía que me iba a quitar la vida de dos taponazos. Ni mucho menos. Le entregué el arma y tras pasar a disposición judicial me ingresaron en un hospital de enfermos mentales, o ¿debería decir manicomio? Desde aquí les escribo. Un saludo y buena puntería.

FIN

LETICIA R MENA

Mil veces maldito

Roma, 70 a.C.

El griterío de la gente en este Coliseum no aturde mis sentidos, más bien al contrario los despierta.

Es una sensación de viva sangre en todo el cuerpo. Fuego recorriendo mis venas.

Sangre propia y ajena derramándose sobre esta roja arena.

El sol de este julio no logra acallar ni un poco a la multitud, que espera su tributo de muerte. No será la mía. Nunca lo es.

Toda mi vida ha sido la guerra, en este Coliseum o en el campo de batalla. Tanto da si es siempre Ares al dios al que me debo.

Hoy mi rival es un hombre al igual que yo. Otras veces ha sido un animal, tigre, león u oso. Lo mismo da. Siempre sé donde he de dar el golpe letal.

El gladius que empuño, casi como una prolongación de mí mismo, se clava en el cuerpo del otro, que cae de espaldas sobre la arena.

Alzo la mirada y espero a la señal, la del pulgar hacia el cielo o hacia el suelo.

Inglaterra, un bosque en algún lugar, 1235 d.C.

Casi soy uno con el mismo bosque. La costumbre me hace poder distinguir los sonidos propios de lo que me rodea, de la respiración pausada de mis compañeros. Aguardamos. El sonido de los cascos de los caballos de los guardias del rey adentrándose en nuestro bosque.

Se creen seguros de que esta vez si nos atraparan. Que esta vez sí podrán colgar nuestros pellejos a la vista del pueblo, como advertencia a cualquier otro que ose rebelarse contra nuestro mal querido rey tirano.

Esta vez tampoco lo lograrán.

Ya se acercan. Ya los veo.

Tenso la cuerda del arco, que cruje con un gemido de placer, y la flecha vuela, certera al primer objetivo y al de los que vendrán después. Yo nunca fallo.

En algún lugar de Arizona, 1876

El calor salido del mismo infierno y una planta rodante deslizándose por delante de mí, arrastrada por el viento que levanta el polvo entre el pedazo de tierra seca que me separa del hombre que, a un buen puñado de pasos espera al igual que hago yo, hasta ver cuál de los dos sacará el revolver primero.

La calle está vacía, pero tras los cristales ojos observa. Mejor a cubierto.

Tras las ventanas del saloon, algunos asomados a la doble puerta batiente, whisky en mano. En la barbería uno de los clientes con la cara llena de espuma, mientras el barbero a su lado, navaja en mano.

El que más se arriesga, cuerpo entero fuera en la misma puerta de su negocio, es el carpintero. Supongo que calculando el tamaño de la caja de pino donde acabará el que pierda.

Una gota de sudor resbala desde mi sien. Los dedos agitándose en el aire por encima de la cartuchera donde cuelga mi viejo colt.

El reloj se mueve, lento, hasta colocarse en las doce en punto.

Rápido, desenfundo sin dar tiempo a que dé medio latido mi corazón y ya ha resonado el disparo. El de mi contrario también. Pero yo soy más rápido y tengo mucha mejor puntería. Siempre.

No tengo tiempo de ver caer al otro muerto al suelo. El caballo del sheriff ya se acerca. Un vistazo para ver la estrella relucir en su pecho con el sol.

En un segundo he de decidir si gastar las balas que quedan en mí revolver o salir huyendo

Creo que decidiré lo primero.

Nápoles, 1931

Como ratas escondidas en las sombras, así nos llega la madrugada esperando a que el don salga de su negocio “oficialmente” limpio. Pero órdenes son órdenes, y el jefe le quiere muerto. Igual da la noche o que llevemos un rato calándonos bajo la lluvia.

Todo era más fácil cuando éramos niños, y este trabajo era solo un juego con el que entretenernos. Aún recuerdo a la mamma regañándonos, diciéndonos que esos no eran juegos para unos buenos niños como nosotros.

Pero luego uno crece, y este mundo, este lugar, no deja a los niños buenos llegar a ser hombres de bien. Así es esta vida. Matar, ver morir, esperar el día en que la bala sea para ti.

Yo tengo suerte. Solo me han disparado un par de veces y aún sigo vivo. Dicen que el diablo ha de apreciarme para no haberme llevado con él, y para haberme concedido el don de no fallar. Nunca.

El don sale del garito. Toca ponerse en marcha. Salimos de las sombras. Es mi turno, mi trabajo es acabar con el don. El de los otros acabar con los que van con él

Apenas tiene tiempo de darse cuenta. Lo hace tarde. Ni siquiera llegan a sacar sus armas. Para entonces yo ya he disparado la mía. Tres tiros en el pecho. El primero el letal, los otros dos solo por la costumbre.

Es una lástima estropear así un traje tan bueno, me digo.

Su cuerpo queda en suelo a merced de la lluvia, que se lleva su sangre calle abajo. La misma dirección que he tomado yo.

En la actualidad

Trago saliva para matar así la puta mariposa que siempre revolotea en mi estómago cada vez que fijo mi puntería.

A 850 metros de mi posición el objetivo se lleva a los labios la tercera copa de vino francés. ¿Qué como lo sé? Puedo leer la etiqueta.

Fantaseo con la idea de volar la copa en su mano antes de hacerlo con su cabeza. Sonrío imaginando su sorpresa medio segundo antes de morir.

Este trabajo se está volviendo tan rutinario, que empiezo a tender a fantasear a menudo.

A través de la mira puedo ver también a su acompañante. Una rubia espectacular. El maldito debe de estar forrado en billetes para que una monada así pierda con gusto el tiempo con él. Aunque es solo una suposición. No lo he preguntado, ni lo haré. En este trabajo no se hacen preguntas.

Bah, ya me he cansado de este juego del ratón y el gato.

Vuelvo a fijar la mira en el objetivo. Mis dedos acarician el gatillo, casi emito un gemido de placer al acariciar a mi viejo amante. Mucho tiempo juntos. Gajes del oficio.

Un segundo antes de disparo que le vuela la cabeza, dos antes de que la rubia grite, me vuelve el pensamiento que me acompaña desde hace algún tiempo.

Pienso qué pacto hice con qué diablo, o a que dios o dioses ofendí para acabar siempre reencarnado en un tipo con tan buena puntería.

MAITE BILBAO

PUNTO DE MIRA

El viento gélido me azota el rostro. Me refugio en la penumbra de la terraza. La urbe se extiende bajo mis pies: un océano de luces parpadeantes que apenas mitigan la negrura de la noche. A mí lado hay un maletín negro sellado con un candado.

Mis manos, curtidas por años de acechar en la sombra, se posan sobre el metal de la cerradura. Lo abro con un chasquido seco, que revela el interior tapizado de terciopelo rojo. Extraigo con sumo cuidado cada pieza del arma: el alargado cañon, la mira de precisión telescópica, el cuerpo de acero plateado. Con metódica exactitud, ensamblo las partes, y creo un instrumento de muerte, silencioso y letal. Es un ritual que disfruto, noche tras noche, un acto de preparación que me aísla del caos de la ciudad.

Cuando está lista, la observo con una mezcla de placer y respeto. Es una extensión de mí mismo, un símbolo de poder y control. La fría superficie me transmite una sensación de seguridad y la certeza de que puedo dominar cualquier situación. Estoy a punto. Respiro hondo mientras cierro los ojos, concentrado. Me coloco en posición, el arma apoyada en el borde de la terraza. Desde esta ubicación vigilo el callejón de abajo, en busca de la presa. Siento como aumenta la tensión. La adrenalina enciende mis sentidos.

De pronto, lo veo: Un hombre alto y delgado, con una capucha que le oculta el rostro. Se mueve como un espectro. Esquiva los focos de luz y las cámaras de seguridad. Sé quién es y porque está aquí el mayor narcotraficante de la ciudad. Sobre su conciencia cientos de muertes. Entre ellas, la de mi hijo. Ahora, la suya. Apunto con precisión, la mira enmarca su cabeza. El corazón me palpita desbocado. Un último suspiro, y…

Un ruido metálico me sobresalta. Alguien se acerca a la víctima. Una figura corpulenta que parece un guardia de seguridad. La presa se gira, alerta, y el momento se esfuma. La tensión se disipa como la bruma en la mañana. Una mueca de frustración se dibuja en mi rostro. Quizás esta noche no sea propicia. Pero no me desespero. Espero paciente a que el hombre se aleje. Cuando lo hace, el objetivo vuelve a la posición despreocupada. Ahora o nunca. Observo a través del visor. El punto rojo danza sobre la sien. Puedo sentir su calor corporal a través del objetivo e imagino cómo la bala perfora su cráneo. Y entonces…Bajo el fusil. La tensión se disipa y se reemplaza por una extraña sensación de satisfacción. No he disparado, pero he ganado. He tenido el poder de tomar su vida, y he elegido no hacerlo. Gano el juego de la caza, el de la persecución y el de la venganza. La desarmo con movimientos rápidos y precisos, mientras saboreo cada clic y cada roce. Las piezas en mis manos son un recordatorio del control. La guardo en el maletín con cuidado, como un tesoro que me recuerda mi identidad.

Al retirarme de la terraza un escalofrío recorre la espalda, no de frío, sino de una intuición certera. Mañana lo volveré a intentar, otro lugar, otra oportunidad. Pero esta noche… algo es diferente. Un zumbido agudo rompe el silencio. El proyectil atraviesa la nuca. Siega mi existencia en una fracción de segundo. El mundo se tiñe de rojo, de un rojo vibrante que se expande a mi alrededor como mancha de acuarela.

La terraza, la ciudad a mis pies, el maletín… todo se vuelve borroso. Un último suspiro escapa de mis labios, silenciado por la noche. La oscuridad me envuelve y, con ella, la certeza de que el cazador ha sido cazado. En mis últimos instantes me invade una ironía cruel. He vivido para controlar la muerte, para dominarla con mi certera puntería y sin embargo, ella me ha ganado la partida. Una fría resignación me recorre. La muerte, vieja compañera de caza, ahora es mi maestra. Me despido del mundo con una sonrisa, una última muestra de control ante lo inevitable. La oscuridad me abraza y me convierto en uno más entre las miles de luces de la ciudad, un fugaz destello en la inmensidad de la noche.

—Señor, el pájaro ha caído. Ya no hay amenaza.

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13 comentarios en «Puntería – miniconcurso de relatos»

    • Comentábamos las 34 aportaciones de esta semana en club House. Tanta variedad y calidad que es complicado elegir. Hay que tener mucha puntería.
      Comparto entre.
      Juan Peña, Armando y Eva Avia por sus relatos en entregas cada semana.
      Y Leticia R Mena por la originalidad de sus reencarnaciones en la historia.
      Muy buenas letras en este grupo.

      Responder

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