Silvercup Ranch – Capítulos 1 y 2

CAPÍTULO 1

La desconfianza, tras haber decidido nunca más usar la palabra miedo, era lo que le impedía darse la vuelta y verlas, pero sentía todas aquellas miradas clavadas en su espalda.

No era muy frecuente ver a un joven tan elegante en aquel sucio local. El barman, frente a él, esperaba a que pidiera algo de beber. Arrogante, como solo alguien de su clase social podría comportarse incluso en aquel sitio hostil, el chico decidió darse la vuelta. Más de uno desvió de pronto su mirada, más de otro acercó su mano a la cartuchera, expectante. Había algo extraño en aquel joven de poco menos de treinta años decididamente fuera de lugar, demasiado limpio, excesivamente perfumado. O era un idiota rico de paso por el pueblo esperando a ser robado, o era un idiota rico llegado para hacer negocios en aquel lugar perdido de la mano de Dios y esperando a ser robado. Todo el mundo estaba pendiente de él. Parecía recién salido de un palacio inglés, con una chaqueta corta de paño fino azul claro, con solapas bien anchas y bordadas a mano. Los botones, que mantenían la chaquetilla cerrada, estaban forrados de terciopelo de un azul algo más oscuro, y los respiraderos de las mangas, adornados con tres pequeños botones cubiertos de satén. Pero ni venía de un palacio, ni era inglés. Su ropa aún le olía a casa, incluso después de tantos meses. Acercarse la manga a la nariz y aspirar el aroma de la flor de azahar le reconfortaba. Le recordaba por qué estaba allí, en el fin del mundo, y qué había ido a hacer.

El saloon no parecía muy viejo, cinco años quizá… No más de siete. Acumulaba casi tanto polvo en su interior como el que había en la calle. Los tablones que cubrían el suelo parecían haber sido colocados con prisa, como si la apertura del bar hubiera sido urgente. No había simetría entre ellos y crujían al menor movimiento. La barandilla de la escalera que conducía al piso superior, sin embargo, sí que era nueva, así como las dos mesas que había junto a ella. No le fue difícil al chico imaginar a un par de borrachos peleándose en la escalera, rompiendo la barandilla y cayendo sobre las antiguas mesas, haciéndolas añicos.

Divagando sobre la estructura de la escalera, el chico se fijó en un tipo extremadamente delgado y con un largo bigote que comenzó a bajar mientras terminaba de abrocharse el pantalón y ajustarse los tirantes. Tras él, una voluminosa mujer en paños menores se acicaló el pelo mientras, apoyada en la reluciente barandilla, miró sonriente al muchacho. Este, incómodo, volvió a darse la vuelta y encontrarse de nuevo con el barman, que aún esperaba que pidiera algo.

—Estoy esperando a alguien —se disculpó, ante la mirada insistente del barman.

—Pues si no vas a consumir, hijo, puedes esperar fuera, con los caballos.

Algunas risas se oyeron al fondo, lo que hizo al barman sonreír también,  orgulloso de su ocurrencia.

—Pon dos whiskys y no atosigues al niño, que está conmigo —llegó diciendo el tipo delgado del bigote largo con un fuerte acento mexicano mientras se sentaba al lado del joven, como si le conociera.

—Claro, Rata, como tú digas —respondió servilmente el barman.

El chico se sobresaltó. Dio un salto hacia atrás y, sin saber muy bien cómo, su diminuta Derringer del calibre 48 con la culata de nácar blanco se cayó al suelo. Completamente avergonzado de que todo el mundo le viera con una pistola de mujer, se agachó rápidamente a recogerla y, al alzarse con ella en la mano, todo el local se puso en pie, desenfundando sus armas y apuntándole. Los que no estuvieron pendientes de la situación se levantaron abruptamente, sacando automáticamente sus armas también y apuntando a todos lados sin saber muy bien qué estaba pasando. Para cuando el chico se dio cuenta de lo que ocurría, incluso el barman estaba ya frente a él apuntándole con un rifle. Unos eternos, silenciosos, segundos y el Rata, con su arma también desenfundada, alzó la mano que tenía libre y la abrió, separando sus huesudos dedos para estar seguro de que todo el mundo le prestara atención. Teatralmente comenzó a mostrar al personal cómo, muy despacio, volvía a enfundar su arma, tratando de hacer contacto visual con todos y cada uno de los hombres que aún continuaban de pie, revólver en mano.

—Apóyate en la barra, mijo —le dijo casi susurrando—. Guarda esa «broma» y no hagas más el imbécil o harás que nos maten a los dos.

Sin atreverse a levantar la vista, le obedeció sin rechistar. El mexicano, que pudo ver al fondo a tres o cuatro vaqueros apuntándose los unos a los otros, confusos, terminó de enfundar su arma. La tensión se apaciguó. Los del fondo acabaron por sentarse, aún desconfiados.

—¿Tienes plata? —le preguntó, todavía mirando al personal y asegurándose de que todo volvía a la normalidad. Al no obtener respuesta, se volvió hacia él y, atravesándole los ojos con aquella mirada negra, volvió a preguntarle—: ¿Llevas dinero encima?

El joven asintió despacio, todavía sin saber muy bien hacia dónde mirar. Se metió la mano en bolsillo lo más despacio que pudo y sacó unas monedas que dejó sobre la barra del bar.

—¡Amigos! —comenzó a decir el Rata en voz alta—. Mi compadre aquí todavía no está al tanto de las costumbres… locales. Si están ustedes de acuerdo, les quiere invitar a una ronda a modo de disculpa. ¿Qué me dicen?

Los clientes del local, que en otras circunstancias gritarían emocionados ante bebida gratis, levantaron sus vasos aceptando la invitación sin mover la otra mano, apoyada en sus armas.

El chico le miró incrédulo. Desde que arribara a Nueva York varios meses atrás, sus gastos se habían excedido más de lo necesario. Comenzaba a entender que en este país todo tenía un precio y todo el mundo esperaba ser pagado. Con una ligera inclinación de la cabeza, accedió. El barman comenzó a alinear vasos y llenarlos con un licor anaranjado que olía a rancio. El Rata se acercó entonces a él. Tan cerca que podía oler su aliento, mezcla de licor y tabaco. Podía ver las gotas de sudor resbalando por su frente marcada con cicatrices y golpes, retratando una vida de violencia. Disimulando con una tétrica sonrisa que mostraba los negruzcos dientes que aún le quedaban en la boca, presionó un pequeño puñal contra el costado del joven.

—La próxima vez que decidas sacar un arma —le susurró el mexicano al oído—, asegúrate de que disparas. Porque si no aprietas el gatillo, alguien lo hará por ti. ¿Entendió, mijo?

Al hacer el amago de contestar, este presionó un poco más el puñal, lo suficiente como para introducir la punta afilada en la piel, apenas unos milímetros. La impoluta camisa blanca que vestía debajo de la chaquetilla azul se tiñó ligeramente de rojo. Por alguna razón, aquel hombre no le infundía miedo. Era más fuerte la sensación de repulsa, de asco, que la de temor. Pese a que el puñal le hacía daño, era consciente de que no iba a matarle. Al menos no ahí dentro con tantos testigos. ¿O sí? ¿Sería realmente un lugar sin ley como contabas las crónicas? Dolorido, volvió a asentir. Cogió uno de los vasos que tenía frente a él y se lo bebió de un trago.

El Rata le miró con curiosidad. Desde luego, no era lo que esperaba encontrar, un niño rico y osado. Le cayó bien el chaval. Tenía agallas. Una pena que tuviera que matarlo. Una verdadera lástima.

—Estoy esperando a alguien… —se atrevió a decir el chico sin mirarle.

—Ya, ya —interrumpió—. Me estás esperando a mí.

Disimuladamente, el Rata se levantó la solapa del chaleco para mostrarle su placa de US Marshal y el chico le miró perplejo. ¿Cómo era posible? ¿Qué clase de justicia dejaba que un tipo de esa calaña fuera nada menos que un marshal?

—¿Tienes mi mapa? —preguntó el chico, resignado.

—Tengo tu mapa. ¿Tienes el dinero?

—En el hotel. El que está allí, frente a la…

—Solo hay un hotel aquí, mijo —le volvió a interrumpir, tras lo cual acabó de un tirón con los tres vasos de licor que quedaban en la barra, caminó tranquilamente hacia la puerta y se fue sin decir nada.

Dubitativo, el joven recogió las monedas que quedaron en la barra y, sin levantar la vista del suelo, caminó despacio hacia la puerta. Y al andar mirando al suelo, no se dio cuenta de que a nadie le importó que se fuera, de que ya nadie estaba pendiente de él. Pero como él no lo supo, salió con miedo, y el miedo le hizo tropezar con el escalón y el azul cielo de su ropa se tornó marrón tierra, la sangre prácticamente seca del costado se humedeció de nuevo con el barro y el perfume de flor de azahar se mezcló con ciertos aromas estercoleros. La vergüenza no le hizo darse cuenta, pero de camino al hotel ya parecía un desgraciado más de aquellas tierras perdidas de la mano de Dios. Debía tener más cuidado. Le había costado mucho llegar hasta allí, no podía arriesgarse a que le mataran.

Tan solo veintitrés pasos separaban el saloon del hotel. El pueblo en realidad no era más que una calle de unos seiscientos metros de largo. Tierra, barro y estiércol. ¿Por qué toda esa gente querría vivir en un sitio así? Hasta el aire era sucio. Los zapatos, las ruedas y las pezuñas realizaban un trabajo encomiable deslizando y transportando toda la mierda que había en la calle, de arriba a abajo, de lado a lado. A nadie parecía preocuparle. El sitio apestaba, la gente apestaba. Acababa de llegar y ya quería volver a casa. Pero no podía. Aún no. Necesitaba ese mapa. Necesitaba saber dónde estaban ellos. Tenía que encontrarlos, aunque fuera la último que hiciera en su vida.

Al llegar al hotel, el supuesto US Marshal mexicano al que llamaban «el Rata» ya le esperaba fuera, apoyado en la entrada, enrollando un cigarrillo. El chico entró al hotel pasándole de largo, sin saber a ciencia cierta si el mexicano le seguiría o si, por el contrario, le esperaría abajo. Saludó al dueño del hotel, el cual, con la única mano que tenía, colocó la llave de su habitación sobre el mostrador, volviendo a la labor de sacudir el polvo con un paño que dejaba a su paso tanto o más polvo del que previamente retiraba. Subió las escaleras que conducían a la segunda planta, abrió la puerta y en un acto reflejo se dio la vuelta, descubriendo al Rata tras él, apoyado en el quicio de la puerta, apuntándole con una flamante Colt 45, sonriendo con sorna, seguro de sí mismo. Por el contrario, el chico sacó su pistola y le apuntó con mano temblorosa.

No era la primera vez que el mexicano recibía un encargo de este tipo: entrega algo, recoge el dinero, espera un par de días y matas al tipo. Después te deshaces de todo lo que lleva menos del dinero, que es lo que te quedas por tus servicios. Pero había algo en esa ocasión que le gustaba más que el dinero que se iba a llevar. Había un mapa. Un mapa que conducía a un sitio lo suficientemente importante para que un tipo rico pagara una fortuna por él. Y el tipo rico le gustaba. No tanto como para decidir no matarlo, pero le caía bien. Ahí estaba, frente a él, muerto de miedo, pero apuntándole con un arma. ¡A él! Con dos cojones.

—Está bien, mijo —le dijo sacando algo de su chamarra con su mano libre—, aquí tienes tu mapa.

Sin dejar de mirarse mutuamente, el Rata dejó un papel enrollado y atado con un cordel sobe la cama. El chico, desconfiado y sin dejar de mirarle a los ojos, alcanzó con el pie una bolsa de cuero situada debajo de la cama y de un puntapié lo lanzó hacia la puerta. El Rata le miró con atención. La mano del chico ya no temblaba y su mirada ya no se dirigía a su revólver; le miraba a los ojos. No le tenía miedo. Ese mapa parecía más importante que su propia vida y el mexicano entonces sintió el peligro. Una ola de euforia le invadió como hacía años que no le ocurría, ese vértigo de no saber que podría suceder. Sin dejar de mirarle, colocó posesivamente su pie sobre la bolsa del dinero y aún con aquella media sonrisa volvió a enfundarse el arma, alargó su brazo hacia la cama y agarró el mapa.

—¿Pero qué haces? Ese mapa es mío, ¡hicimos un trato!

El mexicano se encontró mirando la ridícula pistola que le apuntaba. Ridícula, sí, pero no por ello menos mortífera. No miraba al chico, miraba el arma. ¡Qué placer daba sentir miedo de nuevo! La respiración se le hacía más difícil de controlar a cada segundo que pasaba, pero lo disimulaba bien. «Vamos, mijo, dispara», se sorprendió pensando. El chico se acercó un paso más, levantando la mano hasta apuntarle directamente a la cabeza. Pero no disparó. El mexicano terminó de desenrollar el mapa. Lo abrió y, al observarlo detenidamente, se le desencajó el rostro.

—¿Silvercup Ranch? —preguntó perplejo. El arma ya dejó de ser una amenaza para él—. ¿Estás de broma? ¿Un rancho? ¿Un simple rancho?

—No es asunto tuyo —se envalentonó—. Dame el mapa y llévate tu dinero.

—Sí, claro que me voy a llevar el dinero —le contestó y, sin apenas darle tiempo a reaccionar, el mexicano le golpeó la mano. Mientras la pistola caía, un segundo golpe aterrizó en la cara del chico, que cayó al suelo. El mexicano volvió a desenfundar su arma, hincó una rodilla en el suelo y le introdujo el cañón en la boca tan rápido que al chico no le dio tiempo a reaccionar.

—Ahora dime, ¿qué hay en ese rancho que es tan importante? ¿Silvercup? ¿Hay silver? ¿Hay plata? ¿Cuánta plata?

El chico murmulló algo sin sentido, el cañón de la Colt pasó de la boca a debajo de la barbilla, con tanta presión que apenas sí podía abrir la boca para hablar.

—Mi familia. ¡Es el rancho de mi familia!

El mexicano volvió a golpearle en la cara, esta vez con la culata del revólver. Un pitido de dolor invadió sus oídos. Sus globos oculares temblaron por la vibración del golpe. Se sintió morir. Toda su vida esperando, preparando ese viaje para encontrarles, y un ratero del tres al cuarto, ¡un agente de la ley!, echando al traste el sueño de su vida, la misión de su vida.

—¿Pero qué mierda me estás contando? —El Rata hizo retroceder el seguro del tambor de su Colt y colocó el cañón en la sien del chico.

—¡Es la granja de mi familia! ¡Ese mapa es mío! ¡Tienes tu dinero! ¡Tus servicios ya no son necesarios! —exclamó el chico con arrogancia.

—Que mis servicios ya no… ¿Pero qué mierda? Nadie paga cinco mil dólares por un mapa que te lleva a un rancho. ¿Qué es? ¿Una mina de plata? ¡Háblame de ella!

Un sonido lo suficientemente familiar consiguió hacer desistir al mexicano de continuar con el interrogatorio. En la puerta, el dueño del hotel apoyaba su rifle contra su costado para poder mantenerlo erguido con su único brazo, apuntándole.

—Señor —dijo el hotelero, mascando tabaco a la vez que hablaba—, al alquilarle la habitación le dejé bien clara la norma de que ni putas ni maleantes.

El mexicano se guardó el revólver, se levantó despacio y, recogiendo del suelo la bolsa de cuero, se marchó tranquilamente. El chico se incorporó con la mandíbula dolorida. Con un movimiento de cabeza agradeció al hotelero su oportuna presencia y este le respondió con el mismo saludo antes de desaparecer por donde había llegado. El mapa seguía sobre la cama. La sonrisa que intentó esbozar le dolió, pero lo hizo igualmente. Ahí estaban. Ellos. Silvercup Ranch. Más cerca que nunca.

Se dejó caer sobre la cama y alzó el mapa para verlo bien. Una línea negra cruzaba el papel de lado a lado. En el borde derecho, abajo, una equis con la palabra, deplorablemente escrita, «Portland». Desde ahí el trazo de color negro atravesaba unas mal dibujadas montañas, una gran mancha naranja que dedujo que sería un desierto y otras montañas después, algo más pequeñas que las anteriores y atravesadas por un río. Después parecía indicar tres rocas gigantes, o igual eran pueblos… No se podía saber. Comenzó a perder el entusiasmo inicial. Al final de la línea, otra equis acompañada de la anotación «Monte Hood», justo al lado de «Silvercup Ranch». No pudo evitar pasar el dedo por aquel nombre.

—Silvercup —susurró—. Tacita de plata…

Suspiró, queriendo inhalar ese momento tan largamente ansiado. Su familia. Nada era más importante ahora que su familia. De un salto se puso en pie, se guardó el mapa y, aún doliéndose de la mandíbula, comenzó a prepararse. No había tiempo que perder.

Las pequeñas montañas que aparecían primero en el mapa no fueron difíciles de encontrar. Ni de atravesar, ya que estaban a la vista desde la salida del pueblo y a que entre ellas había un cañón bastante transitado. El miedo a encontrarse con indios le preocupaba sobremanera. Las guerras con todas las diferentes tribus habían finalizado varios años atrás. Todo aquel con el que había hablado del tema, le había aconsejado lo mismo: «Evítalos si puedes». Afortunadamente, ningún piel roja se había cruzado por su camino. Hasta la fecha.

El caballo, un hermoso ejemplar de piel marrón con algunas vetas blancas en el lomo, comenzaba a sufrir la inexperiencia de su amo. El peso que cargaba superaba con creces lo que el animal podía resistir, a saber: dos baúles medianos, uno a cada lado, una bolsa de viaje detrás del jinete, otra más delante y, por supuesto, el chico. En poco más de quince horas se habían bebido entre los dos toda el agua que llevaba. Cinco bolsas de tripa de buey llenas del preciado líquido. Agua para tres días. Y llevaban tres horas ya sin ingerir, ninguno de los dos, el preciado sustento.

—¡Seis! —exclamó de repente en voz alta.

El caballo se sobresaltó. Había comprado seis bolsas. ¿Pero dónde estaba la sexta? El chico se apeó del cabello y comenzó a buscar desesperadamente la bolsa de tripa de buey. Estaba seguro de que había otra. Y sí, lección aprendida. Sin duda. Esta última había de durarle hasta el final. El caballo levantó las orejas. Él no estaba desesperado buscando una bolsa de agua y por eso intuyó el peligro, se puso nervioso y trató de irse. El chico, extrañado y molesto, agarró con más fuerza la correa tratando de pararlo.

—¡Quieto! —El caballo, realmente nervioso, tiró con fuerza—. ¡Quieto, bicho!

El chico no lo vio, seguramente el caballo tampoco, pero ese sexto sentido que les diferencia de nosotros le hizo sentir el peligro y ni los gritos de su amo, ni la fuerza con la que trataba de agarrarle le hicieron desistir. Se alzó sobre sus patas traseras y el chico se encontró de pronto con el culo sobre la arena rojiza y ardiente mientras el caballo perdía el equipaje a medida que se alejaba galopando. El chico se puso en pie, incrédulo, petrificado. Tardó varios segundos en reaccionar. Maldito animal. Miró a su alrededor. Todo era roca y arena, polvo y calor. Y entonces lo escuchó. Click-clack-clock. El sonido de un rifle al cargarse, aunque el chico no supo que se trataba de un rifle. Sí que supo, intuyó, que allí, en medio de ninguna parte, un sonido metálico no era natural, no tenía sentido. Y a punto estuvo de entrarle miedo. No le dio tiempo. El sonido del disparo fue atronador y lo escuchó prácticamente al mismo tiempo en el que la bala le impulsó hacia atrás, cayendo de espaldas al suelo.

Y en ese estado es como, dos días después, Arqueguay encontró al chico. Semidesnudo. Medio muerto. En medio del desierto.

 

CAPÍTULO 2

Con impaciencia, Ramiro miró de nuevo su reloj de bolsillo. Con todo lo que aún le quedaba por hacer y el marqués no llegaba… Salir a cazar el mismo día de la celebración no había sido una buena idea, por muy marqués que fuera. Y mientras, todo el mundo esperando en la cocina a que trajeran las aves. Esta gente seguía pensando que el mundo giraba alrededor suyo y eso a Ramiro le quemaba por dentro. Echar a los franceses no había servido de nada. ¿No habían aprendido la lección? No habían pasado ni veinte años de la batalla de Chiclana, del sitio de Cádiz, y todo seguía como antes. ¡O peor! Ni siquiera la nueva constitución, ni siquiera la Pepa, consiguió aquello por lo que todos los ciudadanos de a pie lucharon ferozmente. Los señores seguían siendo los amos y dueños de todo y los demás seguían al servicio de estos. Le dolía recordar cómo lucharon entonces para echar de España a los gabachos, codo con codo, hermanados, sin diferencia de clases, todos juntos peleando por un bien común. Hubo hambre, miedo y muerte, pero la sociedad, durante los dos años y medio que duró la refriega, fue justa. Luego el pastel, como suele ocurrir, se lo repartieron los de siempre.

—El que parte y reparte… —murmuró Ramiro para sí mientras trataba de quitarse algo de barro incrustado en sus botas.

Los nobles, que rápidamente tomaron como propia aquella «revolución», se disfrazaron de políticos, el nuevo poder emergente que otorgaba la recién nacida constitución. Con paso firme, los cambios soñados, prometidos y largamente deseados se evaporaron. Incluso el Rey, del que se decía que no era sino un criado más de la nueva aristocracia política, no movió un solo dedo para pararlos. O no fue capaz. Y si el propio Rey no pudo hacer nada, qué iba a poder hacer él.

—Pues nada —se lamentó pensando en voz alta mientras observaba cierto movimiento al fondo del camino—. No podemos hacer nada.

El marqués y sus cuatro amigos aparecieron al galope por el camino. Ramiro se acicaló rápidamente alisándose la ropa antes de salir a su encuentro. Cada uno de los jinetes traía consigo dos o tres faisanes colgados de la loma de los caballos. Venían riendo, incluso el marqués, temido por el servicio por sus brotes de ira y cambios de humor, se mostraba dicharachero.

—¿Trasladarme a Madrid? —preguntó sorprendido el marqués—. ¿Pero qué es lo que se me ha perdido a mí en Madrid? No, no, quita. Si acaso, y que conste en acta que aún no he decidido nada al respecto, podría aceptar ser gobernador de Cádiz.

—¿Y qué es lo que piensa el actual gobernador al respecto? —interpeló uno de sus acompañantes.

—Pues no lo sé —contestó el marqués ya bajándose de su caballo—. Se lo preguntaré a su esposa una de estas noches.

Los cuatro jinetes rieron la gracia del marqués con sus risas forzadas bien aprendidas. Ramiro bajó de pronto la cara al suelo al verse descubierto por la mirada inquisidora del marqués. Nadie osaba no reírse de sus bromas, pero a Ramiro no le hizo gracia alguna. Cogió las riendas del caballo, rogándose a sí mismo no levantar la mirada de nuevo, no decirle a la cara las cuatro cosas que este medio hombre necesitaba oír para bajarle de una vez de su nube. Los otros tres jinetes imitaron al marqués, dejando las riendas de sus respectivos animales en las manos del mozo de los establos, porque eso es lo que era Ramiro. Cuarenta y dos años, casado y con una hija, veterano de guerra y, desde hacía poco más de un año, mozo de los establos del marqués de Chipiona. A Dios gracias. Y gracias también a su hermano Eduardo, que le consiguió el trabajo.

Una vez acomodados los caballos, Ramiro se apresuró a llevar los faisanes a la cocina. Por el camino, y por tan solo unos segundos, pensó en guardarse uno para la playa. Pero la idea, tal y como llegó, se evaporó. No había robado nada en su vida y desde luego no iba a empezar ahora. Además, Eduardo acabaría por enterarse y le regalaría una de esas charlas morales que acostumbraba a dar al personal.

Sabiendo que le esperaban con impaciencia, entró en la cocina donde, raudas, las cocineras se lanzaron a desplumar las aves, conscientes del poco tiempo que tenían antes de que comenzara el banquete. Ramiro se quedó ahí de pie, alelado, hipnotizado ante la maestría de las cocineras. En menos de treinta segundos, una ayudante de cocina, de no más de diez años de edad, ya barría las plumas del suelo mientras los cuerpos desnudos de los pájaros comenzaban a ser aliñados. Y por eso no la vio entrar. Ni falta que le hizo. Su sola presencia ocupaba un espacio que nunca pasaba desapercibido, al menos no para él. Y su olor… Esa mezcla entre flor de azahar y asado de cordero. Llevaban ya quince años casados y la llama de su amor no solo no se había disipado, sino que con el paso de los años se había convertido en un fuego incandescente.

—¿Pero qué haces ahí como un pasmarote? —exclamó María despertándole del momento poético que le inundaba—. ¡Con todo lo que hay por hacer! Necesitamos más leña, los cochinos están aún en la cueva, tu hermano Alonso aún no ha traído el vino y…

María le hablaba a escasos centímetros de su cara, con los brazos en jarra y moviendo su frondosa melena negra al compás de cada palabra que pronunciaba. Ramiro estaba en trance. No la oía, pero veía su boca moverse a una velocidad inusitadamente lenta, insinuante. No había mujer igual en todo Cádiz. Qué coño, ¡en toda España! Era lo único que le reconfortaba de trabajar para un noble. Ver a su mujer a diario, su María.

—¡Ramiro Koldo Ybarra! —gritó de pronto, sacando a su marido del ensimismamiento que le envolvía y haciendo, a su vez, que toda la cocina cesara en su labor por unos segundos—. ¡Chiquillo! ¿Te ha dado un vahído o algo? ¡Tienes que buscar a Alonso ya! Necesitamos el vino.

—Sí, sí claro —le respondió él sonriendo, tratando de coger a María por la cintura. Esta, viéndole venir, se apartó riéndose.

—Sí, sí leches… —se burló sonriendo—. Anda ya, meloso. ¡El vino! Y a tu hermano Eduardo ni te acerques, que está que trina con las nuevas sirvientas.

María se volvió hacia las cocineras una vez se deshizo de las manos de su marido.

—¡A este semental no se le va el celo ni a palos!

Todos en la cocina rieron con desparpajo, con confianza. La pareja formada por Ramiro y María era querida por todo el servicio. Se amaban con locura, con lujuria a veces y no lo escondían, para regocijo de unos y para escándalo de otros.

Ramiro le lanzó un beso mientras salía de la cocina andando hacia atrás, mirándola, sonriéndola… María hizo como que agarraba ese beso y se lo guardaba en el pecho, dándose media vuelta y perdiéndose al fondo de la cocina, meneando exageradamente la cintura al andar.

Esa noche, la parte de la playa que lindaba con el palacio del Ilustrísimo señor don Antonio de Perales y López, marqués de Chipiona, estaba iluminada por las hogueras. El servicio de palacio, casi unas cien personas, también celebraba el acontecimiento, aunque a su manera, a pesar de lo poco tenía que ver con ellos. ¿Quién iba a decir que no a una fiesta? Y el nacimiento del hijo de un marqués era tan buena excusa como cualquier otra. Sobre las brasas de las hogueras había pucheros, conejos y algún que otro cordero lechal, asándose lentamente. No había faisanes ni maldita la falta que hacía. Esa noche era mejor no pensar en las injusticias del mundo y disfrutar, aunque fuera por un rato, del buen vino. Ese vino que mantenía al marqués donde estaba, el vino favorito del Rey.

Ramiro, recostado sobre un montón de arena a modo de respaldo, dejó sus pensamientos a un lado cuando sintió que su mujer se acercaba por detrás. María se sentó a su lado y le cogió la botella de las manos, bebiendo a morro.

—¿Y la niña? —preguntó mirando alrededor—. Tiene que traer más vino. Tu hermano Alonso al final no trajo suficiente. De hecho, no le he visto en toda la noche.

—Déjala, está disfrutando mucho —contestó él señalando con un gesto de la cabeza hacia una de las hogueras donde varios niños reían y corrían alrededor de ella—. Ya voy yo por el vino.

—No, tú ya has hecho bastante por hoy —le paró María cuando este hizo el amago de levantarse—. ¡Julieta! ¡Julieta!

Julieta vio a su madre agitando la mano para que se acercara a ella. A sus escasos trece años, Julieta se había convertido en la columna vertebral de la familia Koldo, ya no solo para Ramiro y María. Sus tíos también la adoraban.

La niña se acercó corriendo. Estaba preciosa aquella noche con un vestido de flores y su melena negra y larga ondeando por encima de sus hombros. «Se está convirtiendo en una preciosa mujercita», pensó María con preocupación.

—¿Sí, madre? —contestó Julieta tratando de recuperar la respiración.

—Sube a las cocinas y rellena un par de garrafas de vino.

—¿Ahora? —protestó la niña— Pero mamá…

—Venga, y después puedes invitar a tus amigos a un poco del licor de mora de tu tío.

María le guiñó un ojo y la niña, feliz por el trato, corrió a recoger dos garrafas vacías, con las que se dirigió playa arriba hacia las cocinas.

Ramiro observaba al gentío pasándolo bien, comiendo y bebiendo. No necesitaban más que un poco de vino y ya se olvidaban de todo. El yugo sobre sus cabezas no les pesaba, el látigo sobre sus espaldas no les dolía.

—¿Serán conscientes de lo que estamos celebrando? —pensó Ramiro en voz alta.

María se volvió hacia él. Le acarició la cara y le besó. Sonrió. Sabía que hablar de política con María nunca llegaba a buen puerto. Intentaba entenderle, pero para ella el mundo estaba dividido en dos, los de arriba y los de abajo. Así había sido desde que el mundo era mundo y así sería por el resto de los días. Pero la frustración de Ramiro era superior a todo eso. El marqués había tenido un hijo, un pequeño e inocente bebé que un día sería el que continuara pisándoles el cuello.

—Maldita sea… —se lamentó. Se volvió hacia su mujer y la miró con una intensidad desconocida para ella. María le devolvió la mirada extrañada—. Vámonos. Vámonos de aquí…

—¿Ahora? —le preguntó sonriendo— ¿Pero adónde quieres ir ahora, criatura? La fiesta acaba de empezar…

—Vayamos a Sevilla, o a Madrid. —Ramiro la miraba con súplica—. Yo aún tengo buena edad para trabajar, algo conseguiré. Vámonos o nunca saldremos de este palacio…

—Me parece que no has bebido suficiente vino todavía, Ramiro Koldo. Toma. —María le ofreció una botella mientras con la otra mano le agarró con fuerza los genitales—. Bebe, que esta noche tú y yo celebraremos algo más que el nacimiento de un marquesito.

 

Julieta, cansada, decidió dejar una de las garrafas vacías a medio camino. Para una niña de trece años aquella garrafa pesaba una barbaridad, pero no iba a dejar que nadie pensara que no podía hacerlo. Al llegar a la cocina, se dirigió al fondo de la estancia donde, apilados de tres en tres, los toneles de vino mantenían fresco el preciado licor. Los doce toneles de madera de cedro mostraban con orgullo el escudo del marquesado de Chipiona, grabado en cada uno de ellos. Julieta se agachó a la altura del primer tonel, acercó la garrafa debajo del grifo de plata y lo abrió. El líquido rojo comenzó a caer. A Julieta le gustó el contraste de colores, el negro del tonel, el plata del grifo y el color rojo vivo del vino. Levantó la vista y cayó en la cuenta de que eran los mismos colores usados en el escudo de armas del marqués. No pudo evitar ruborizarse al pensar que posiblemente nadie se había percatado nunca de ello, igual ni siquiera su padre. Absorta como estaba pensando en su gran descubrimiento, Julieta se dio la vuelta e hizo el amago de levantarse, pero el susto le impidió moverse. Allí de pie, delante de ella, él miraba fijamente, con una botella casi vacía en la mano, el escote medio abierto de la niña donde los pechos, apenas formados todavía, comenzaban a despuntar. Julieta notó su mirada encendida y quiso gritar con todas sus fuerzas. Cuando el grito de la niña trató de salir, aquella mano lo acalló de golpe.

 



Si te ha gustado, puedes comprar el libro aquí.

Ir al contenido